CICERÓN, Orationes Philippicae in M. Antonium, 9, 5,10.
–¿Se sabe algo ya? – preguntó Lucio Emilio Paulo, con cierta preocupación.
El joven Lucio Emilio, el hermano de Emilia, junto con Lelio y Lucio, el hermano de Publio, habían llegado a la domus de los Escipiones de regreso del foro. Allí encontraron a Publio caminando como una fiera enjaulada de un lado a otro del atrio. No les respondió inmediatamente. Todos esperaron hasta que el joven edil de Roma pareció percatarse de la pregunta.
–No, nada -respondió Publio, abriendo la boca como con prisa, distraído, absorbido por sus pensamientos-. Llevan tres horas encerradas en su habitación, pero no sé nada.
–¿Y madre? – preguntó su hermano Lucio.
–También dentro, con ella y las esclavas.
–Ya. – Lucio bajó la cabeza.
Lelio pensó que sería buena idea introducir otro asunto en la conversación y distraer así la preocupación que mostraban los semblantes de todos los presentes.
–En el foro ya se sabe lo que ha decidido el Senado sobre la petición de Marcelo -dijo hablando rápido.
–¿La petición de Marcelo? – preguntó Publio, confuso.
–Sí, hombre -se explicó Lelio-, la petición de la quinta y sexta legión, los malditos de Cannae, los desterrados en Sicilia.
–Ah, sí, por Castor y Pólux, a veces no sé en qué estoy pensando. – La faz de Publio puso de manifiesto un vivo interés por el asunto; Lelio se sintió orgulloso de haber conseguido su objetivo de atraer su atención.
–Máximo -continuó Lelio- ha insistido en el Senado en que esas legiones ni deben volver a Roma ni tan siquiera combatir. Es la peor de las humillaciones. Los detesta. Y ha ganado: su moción para que permanezcan en destierro permanente ha sido la más votada, además, por mucha diferencia. Apenas algunos amigos de los Mételos y de los nuestros se han atrevido a contravenir la propuesta de Fabio Máximo. Esos hombres no regresarán nunca a Roma…, al menos con vida.
–Nunca -repitió Publio entre dientes, como pensando en voz alta. Había duda en su voz. Un extraño tono que hizo que los demás se volvieran hacia él.
–¿Dudas de que se cumpla lo que ha designado Máximo con respecto a esos hombres? – preguntó Lucio Emilio.
–No, no es exactamente así -se explicó Publio- y sí; no sé; nunca es una palabra demasiado definitiva. También se dijo que Aníbal nunca saldría vivo de los Alpes y ya veis.
–Son cosas diferentes -dijo Lucio Emilio-. Aquello fue una hazaña de un gran general, por mucho que nos pese ahora reconocerlo, pero esas legiones no tienen mando ni líderes ni son hombres de combate. No tienen nada, no cuentan con nada ni nadie para revertir su destino. Su futuro está marcado. Morirán en el destierro, si no es que Máximo decide que al fin sean ejecutados uno a uno.
–Es posible, sí, seguramente será así… -dijo Publio. No tenía ganas de discutir ya sobre el tema. Su preocupación presente había vuelto a apoderarse de su mente y su ánimo; en aquel momento, el destino de las legiones quinta y sexta le quedaba demasiado lejano. En ese instante, su madre, Pomponia, entró en el atrio, acompañada por una esclava. La esclava llevaba una pequeña manta blanca de lana manchada de sangre y Pomponia, un bebé que lloraba a pleno pulmón. La madre de Publio se situó frente a su hijo y a sus pies, sobre la manta ensangrentada que tendió la esclava, dejó el cuerpo desnudo del bebé.
–Es una niña; parece sana, por la forma de llorar, y tu mujer está bien -dijo Pomponia-. Te corresponde a ti ahora aceptar o desechar a esta niña.
Publio no lo dudó y bajo la atenta mirada de todos los que allí estaban presentes, se arrodilló y tomó al bebé en sus brazos.
–Sí, claro que la acepto -y se quedó mirando a la criatura como atontado-. Es preciosa. Se llamará Cornelia. Cornelia -dijo el joven edil de Roma y, con la niña en brazos, sin mirar a nadie, dejó el atrio en busca de la madre de su recién nacida hija. Alrededor del impluvium quedaron Lelio, Lucio Emilio, Lucio y Pomponia.
–Dices que mi hermana, Emilia, está bien, ¿verdad? – preguntó Lucio Emilio.
–Así es -respondió Pomponia, segura, tranquila, serena-. Está bien; algo cansada, pues el parto ha durado varias horas, pero está bien. Puedes descansar en paz esta noche. Mañana podrás verla. Es mejor que ahora no la agobiemos con visitas. Se lo iba a decir a mi hijo, pero ya has visto que no me ha dado demasiadas opciones.
Pomponia se acercó al altar de los dioses Lares de la casa y vertió, entre oraciones silenciosas, leche y algo de vino que le había traído una joven esclava.
–Siento -continuó Lucio Emilio en voz baja y con respeto hacia las oraciones de la mater familias de aquella casa- que mi hermana no os haya dado un niño. Sé cuánto lo deseabais y también cuánto lo anhelaba Publio.
Pomponia se volvió despacio hacia Lucio Emilio.
–Bueno -respondió con sosiego-, es a mi hijo al que le competía decidir sobre el asunto, pero ya veis que ha aceptado el designio de los dioses y el fruto de su mujer sin mayores dudas. Lo que mi hijo acepte lo acepto yo. Y con agrado.
Lucio Emilio se inclinó ante Pomponia sin añadir más.
–Bueno -interrumpió Lelio-, pues si ya tenemos un nuevo miembro de la familia y si la madre está bien y el padre feliz, en fin, pienso yo, que esto debería derivar hacia algún tipo de celebración, ¿no?
Pomponia sonrió.
–Sin duda, Lelio, como siempre, tienes razón. Las horas del parto parece que han nublado mi sentido de la hospitalidad. Os pido a todos disculpas por ello. Hasta que mi hijo tenga a bien honrarnos de nuevo con su presencia, creo que no estará de más que en las presentes felices circunstancias, la casa de los Escipiones celebre con vino y comida el buen desenlace de este nacimiento.
Pomponia hizo entonces señales a la esclava y en pocos minutos el atrio se llenó de jarras, copas, agua, miel, frutos secos y carne de cerdo cocida que Lelio fue el primero en saborear con el deleite profundo del que se sabe bien recibido en una casa de amigos.
Era la tarde del estreno. Tito Macio Plauto corría frenético de un lado a otro del escenario. Aún faltaban varias horas para la representación pero él se había presentado allí mismo con el alba. Quería supervisar cada mínimo detalle, tenía que estar seguro de que todo saldría bien. Si fracasaba, que fuera porque sus palabras, porque su obra no mereciera el éxito, pero no quería que su gran oportunidad se desmoronara ante sus ojos por culpa de unos malos actores, por el exceso de un borracho, por un escenario endeble o a causa de un público hostil manipulado. Eso último era lo que más le preocupaba. Sabía que la otra compañía de teatro de la ciudad se había visto perjudicada en la asignación de representaciones por parte de los ediles, mientras que la compañía de Casca había salido muy favorecida. Casca parecía que había sabido hacer valer sus contactos con el nuevo edil de Roma encargado de estos asuntos para las Satumalia de aquel final de año. Un edil joven, Publio, de la gens Cornelia de la familia de los Escipiones, hijo y sobrino de los procónsules de Roma en Hispania; poderoso pero joven y seguramente influenciable, pensaba Tito, por alguien tan manipulador como Casca. O quizá no. Casca le había vuelto a repetir por enésima vez aquella mañana que la selección se ganó porque él ofrecía más comedias mientras que la otra compañía sólo presentaba una larga serie de tragedias y el edil de Roma también compartía la visión de Casca de que el pueblo necesitaba algo más catártico que las desgracias ajenas.
Aquella concesión tan completa a favor de la compañía de Casca era lo que había generado el resquemor en la compañía competidora y Tito Macio sabía lo que eso significaba, lo recordaba bien de su etapa anterior en el teatro: varios de los actores de la compañía que no había obtenido representaciones se introducían en las obras que se representaban e intentaban mediante bromas, gritos, risas inoportunas, empujones e incluso alguna pelea, confundir al público y atraer para sí su atención. La tarde anterior, en una representación de una obra de Livio Andrónico, lo habían conseguido y pese a lo bien construido que estaba el argumento de la misma, el público fue perdiendo interés a medida que las gracias de los actores infiltrados iban adquiriendo más sagacidad. Tito había presenciado más de una vez cómo una buena obra podía ser destrozada por esos grupos y temía lo peor para el estreno de su primera comedia. «¿Mi primera obra?», pensó. Si aquello salía mal, sería la primera y la última. Además, si habían podido hacer eso con un autor conocido y bendecido ya por el pueblo como Livio Andrónico, prefería no pensar lo que podrían conseguir con alguien desconocido como él.
–Te veo nervioso -era la voz de Casca, a sus espaldas-, tranquilízate. Sé lo que piensas. He mejorado la seguridad. Tengo varios de mis mejores hombres en las entradas al recinto y he dado instrucciones de que no dejen pasar a ninguno de los imbéciles de ayer tarde.
–Pero eso es ilegal, todos tienen derecho a entrar -respondió Tito.
–Ilegal, ilegal… ilegales son tantas cosas. Tampoco está permitido lo que ellos hacen. Si intentan entrar, los echaremos a patadas, y no sólo eso: he ordenado que se los lleven bien lejos de aquí y que, de paso, les den una buena paliza. Lo de ayer no lo olvidaré fácilmente. El edil está molesto. Y eso que no pudo venir, pero le han llegado comentarios negativos del espectáculo que ofrecimos y estoy seguro de que es por el desastre que se organizó entre el público. Ninguna tragedia sobrevive una algarabía semejante. En tu caso hay esperanza: estamos ante una comedia. Eso tiene más posibilidades.
–Sí, pero si empiezan a pelearse, los puñetazos atraerán más al público que las burlas representadas, por divertidas que sean.
Casca guardó silencio. No podía rebatir aquella aseveración. Tito continuó exponiendo sus temores.
–Y en fin, incluso si conseguimos sobrevivir a esos idiotas de la otra compañía y sus fechorías, están los gladiadores. He oído que esta noche se preparan unas luchas con guerreros exóticos y seguro que vienen aquí a anunciarse buscando al público. Puede que mi obra sobreviva el escándalo de unos actores vengativos infiltrados entre el público, pero es imposible competir contra los gladiadores.
Tito hablaba desolado, como si diera ya el estreno por perdido.
–Has sufrido mucho, lo sé -empezó Casca buscando animarle-, no creo que nada de lo que pueda acontecer hoy pueda ser peor que las muchas penurias que has padecido, ¿no crees? Ánimo. El texto es bueno, la obra está bien. He visto los ensayos y es divertida, muy entretenida. Gustará.
–Eso si los actores que tienes recuerdan los diálogos y si el que hace de Líbano está medianamente sobrio.
–Bueno, eso es cierto en parte; en cuanto a ese actor, el que actúa como Líbano, tampoco te interesa que esté completamente abstemio. En el fondo es un gran tímido. Necesita beber para salir a escena. Si te da problemas, dale un par de vasos de vino y empújalo al escenario. En cuanto el licor haga su efecto, las palabras fluirán por su boca como un torrente. Luego, claro, hay que controlar que no beba más de la cuenta durante el resto de la obra.
Con esto Casca lo dejó para atender a unos patricios que se acercaban curiosos al recinto del teatro para ver cómo era todo aquel bullicio unas horas antes de que empezase la representación.
Quedaban quince minutos para el comienzo. El teatro estaba prácticamente lleno y seguía entrando gente. Las Saturnalia llegaban a su fin y el pueblo quería aprovechar cualquier evento que le hiciese sentir el carácter festivo de aquellos días, que lo alejase de sus preocupaciones diarias y, sobre todo, que lo hiciese olvidar el continuo estado de guerra que soportaba desde hacía ya más de seis años. Roma había estado en guerra con frecuencia; de hecho, apenas había estado en paz y pocas veces se podía cerrar la puerta del templo de Jano para indicar tal estado de tranquilidad; pero aquélla era una guerra que se luchaba en su propio territorio y en donde sólo unas pírricas victorias se veían sazonadas con flagrantes derrotas. Se había conseguido enderezar ligeramente un poco el rumbo de la guerra en la península itálica, pero la presencia de Aníbal seguía pesando sobre el ánimo de todos los romanos, cercana, como una espada de Damocles a punto de caer sobre ellos. Las festividades y, muy en especial, las Saturnalia con su carácter descontrolado, eran un tiempo especialmente apetecido en aquellos momentos y el teatro, si se presentaba una comedia, un lugar apropiado para disfrutar de aquel ambiente de olvido y enajenación colectiva. La obra era de un desconocido, pero Roma estaba dispuesta siempre a conceder oportunidades. Nadie se había presentado por primera vez siendo famoso. Eso sí, el juicio sería implacable: éxito y una carrera como comediógrafo durante años para el autor, o fracaso y ostracismo, soledad y, con mucha probabilidad, miseria para el escritor poco favorecido por el público. El punto medio no era algo muy apreciado por el pueblo romano: éxito o fracaso, victoria absoluta o derrota, vida o muerte.
Tito Macio sabía de todo aquello: si su primera obra era despreciada por los espectadores, ése era el principio y el fin de su carrera como autor teatral y su regreso inexorable a la mendicidad y la podredumbre. Roma agasajaba a sus ídolos de igual forma que usaba como carnaza fresca a los caídos. En Sicilia estaban desterrados los legionarios supervivientes del desastre de Cannae, las legiones malditas, los vencidos por antonomasia. A un autor de teatro fracasado no hacía falta que se le desterrara: la miseria y el hambre, una muerte humillante y lenta sería su condena. Tito ya había saboreado bastante de aquellos platos de la pobreza y el sufrimiento. La obra estaba escrita. Ya no se podía cambiar nada ni corregir una coma. Sólo le restaba volcar sus esfuerzos en sostener el montaje en el endeble entramado de aquella compañía de actores inseguros, la mayoría esclavos, algunos borrachos y todos igual de atemorizados que él. Habían presenciado el desastre del montaje de la obra de Livio con los ataques y abucheos promovidos por los actores y tramoyistas de la otra compañía y eso no había hecho sino acrecentar su pavor. Su futuro también dependía de la obra que representaban. Todos se salvaban o todos se hundían. Iban en un mismo barco que Tito Macio intentaba pilotar en medio de una mar revuelta.
–¿Y Líbano y Deméneto? – preguntó Tito. Se dirigía a los actores por el nombre del personaje que representaban para ver si así cada uno se identificaba al máximo con su personaje, o el mínimo suficiente para que no olvidaran en escena el papel que les tocaba representar.
–Aquí -dijo un joven actor junto a otro mayor, de unos cincuenta años, ambos con sus pelucas correspondientes y ya maquillados.
–Bien, bien. Estad listos. En unos minutos salgo a escena para presentar la obra y entráis vosotros. Haced bien vuestro papel y seré generoso con vosotros. Hundidme y os acordaréis de mí.
Y antes de que el joven actor, cuyas rodillas temblaban, pudiera decir nada, Tito desapareció. Iba en busca de su propia peluca y su toga para salir a escena.
–¡Un minuto! – era Casca, gritando desde un extremo del escenario-. ¡El teatro está lleno! ¿Dónde está Tito?
Le indicaron un lugar cubierto con telas que a modo de tienda hacía de vestidor justo detrás del escenario. Tito, en su interior, estaba terminando de ponerse la toga ayudado por un joven mozalbete que le recordaba los tiempos en los que él se había dedicado a ayudar a otros a vestirse para salir a escena. Él también salió alguna vez a escena, pero ni había tanta gente como hoy ni el teatro había alcanzado la popularidad de ese momento, ni la obra que se representaba era la suya. No acertaba a ponerse bien la peluca. Casca entró en la tienda.
–Ánimo, Tito -dijo Casca-, el propio edil está sentado en la primera fila. Ha venido con su mujer y su familia. Parece que está celebrando el nacimiento de su primogénita. Eso nos favorece. Está de buen humor y bien predispuesto a pasar un buen rato. Y tengo a mis hombres acechando para echar a todos los miserables de la otra compañía. Ya hemos atrapado a dos y hemos dado buena cuenta de ellos; ésos no vuelven ni esta noche ni en un mes. Al menos hasta que se les recompongan los huesos.
Tito asentía mientras se ajustaba la toga. Dos. Se habían deshecho de dos, pero la otra compañía contaba con más de treinta personas entre actores fijos y colaboradores. Y el edil. Bien. En primera fila. Celebrando el nacimiento de su hija. ¿O hijo? ¿Qué había dicho Casca? No importaba eso ahora. Bien. Asentía con la cabeza.
–Te toca. Te veré desde el público -Casca se volvió para salir, se detuvo un instante y de nuevo mirándole concluyó con una idea que le bullía en la mente-. Tito Macio, no sé si triunfarás esta noche o no, pero lo que has escrito está bien. Por si te vale de algo -y se fue.
El muchacho que le ayudaba a vestirse también salió. Tito Macio se quedó a solas. Cerró los ojos. Inspiró profundamente una vez, dos, tres, cuatro, cinco. Abrió los ojos. Se levantó y, como disparado por un resorte, sorteando al resto de los actores, sin mirar a nadie, con paso firme sobre sus pies planos que tantos estadios habían recorrido ya por el mundo, llegó junto a los peldaños de la escalera que conducía al escenario; subió por ellos y, sin detenerse en el extremo de la tarima, avanzó a grandes zancadas hasta situarse en el centro del escenario del teatro que Roma había levantado a las afueras del foro. Alzó sus ojos al cielo. Era una tarde fresca y el cielo de diciembre se dibujaba con nubes oscuras que presagiaban lluvia, pero éstas eran frecuentes en aquella época del año y quizá no descargasen o esperasen a que cayera la noche. Faltaban unas horas para el atardecer. Eran sus horas, su tiempo, unas horas durante las que Roma estaría con sus ojos fijos en su obra. Bajó su mirada y ante él el público: miles de personas de pie, por todas partes, llenando el amplio recinto rodeado por una pequeña empalizada de madera: soldados, muchos, legionarios en servicio y hombres que habían servido en alguna o varias de las campañas contra Aníbal; bastantes heridos, algunos mutilados; libertos, comerciantes, mercaderes, jóvenes, algunos niños y esclavos con sus amos y esclavos solos, atrienses en su mayoría, con la confianza de sus amos para conducirse a su albedrío por la ciudad, y más aún durante las Saturnalia, donde los valores y las costumbres de Roma se revertían: los que mandaban servían y los servidores eran libres; muchos bebidos, otros bebiendo. Se veían vasijas de vino y vasos de mano en mano. Había mujeres, muchas también, con sus maridos, matronas, lenas, prostitutas de calle y cortesanas caras, amantes de patricios, senadores, ex cónsules. Y unas pocas filas al principio, junto al escenario con las autoridades de Roma: el edil, Publio Cornelio Escipión en el centro, a su lado una joven y hermosa mujer, su esposa sin duda, y al otro lado una distinguida patricia, ¿su madre? Alrededor amigos y otros patricios, tribunos de la plebe, un pretor, otros ediles, senadores. Roma a sus pies, pero no en silencio. Una algarabía general de miles de conversaciones cruzadas, risas y gritos surgía de toda aquella muchedumbre haciendo imposible que se oyera otra cosa que no fuera aquel enorme tumulto de voces entremezcladas.
Tito avanzó unos pasos hasta situarse al borde de la escena. Abrió la boca. No le salieron las palabras. La cerró. La volvió abrir.
–Ahora, espectadores, prestad atención… por favor… espectadores…. [La cursiva indica que se trata de extractos de la obra La Asinaria de Tito Macio Plauto, según la versión española editada por José Román Bravo en Cátedra. Ver referencia completa en la bibliografía.
La algarabía, el ruido y la indiferencia permanecían adueñadas del lugar. Tito elevó su voz con fuerza.
–¡Ahora, espectadores, prestad atención, por favor! ¡ Y que todo sea para bien mío y vuestro, de esta compañía, de sus directores y de los contratistas!-dijo mirando al edil que había contratado aquella obra, su obra. Publio levantó la mirada. Tito vio los ojos oscuros, intensos de aquel joven fuerte, bien vestido, rodeado de amigos, poderoso. No leyó rencor ni odio. Algo de interés, mucha curiosidad. Sin condescendencia. Estaba feliz. Eso era evidente. Tito se volvió hacia un heraldo.
–Tú, pregonero, haz que el público sea todo oídos.
El heraldo subió al escenario por la misma escalera por la que había accedido Tito y a voz en grito pidió silencio de mil formas distintas, por favor, con educación y con amenazas y hasta imprecaciones a los dioses. Muchos rieron, pero poco a poco, si bien no un silencio, al menos sí se estableció una algarabía significativamente más reducida que la anterior, de forma que un actor con potentes cuerdas vocales podría hacerse oír, al menos, unos minutos. De la agudeza de sus palabras y del interés que éstas despertaran en el público dependería que aquel estado tornase a un tumulto ensordecedor o se encaminase hacia un silencio poco frecuente en aquellas representaciones.
Tito volvió e intentó apoderarse de la escena.
–¡Anda, vuelve a sentarte! ¡Que tu trabajo no haya sido en balde! ¡Ahora… ahora os voy a decir a qué he salido! ¡ Y qué es lo que deseo! ¡Quiero que sepáis el título de esta comedia!
Y así Tito presentó su obra: La Asinaria; se refirió al autor griego en el que se había basado y al título de la pieza en la lengua helena. Aquellos datos no parecieron cautivar al auditorio que asistía con bastante indiferencia a su parlamento.
–¡ Tened la bondad de estar atentos y que Marte…! -concluía ya Tito elevando aún más su voz- / Y que Marte, como en tantas otras ocasiones, también ahora os sea propicio!
Con esa imprecación al dios de la guerra, Tito se retiró del escenario. Observó a algunos soldados asintiendo con cierto reconocimiento por los buenos deseos vertidos desde la escena con relación a su pugna con Aníbal, pero nada más. No hubo aplausos para la reaparición de Tito en un teatro después de tantos años.
La Asinaria, acto I
Al hacer mutis por el lado del escenario que, supuestamente, de acuerdo con las convenciones del teatro romano, debía conducir al foro de la ciudad, siempre griega en estas comedias, se cruzó con el joven actor que hacía de Líbano y el actor más mayor que representaba a Deméneto. Tito se quedó en el extremo del escenario, oculto tras unas telas que impedían ser visto por el público y asistió al inicio de la representación: Deméneto se lamentaba de ser un padre con tan poco dinero y de verse subyugado al poder de su esposa, una mujer rica que, con una amplia dote, gobernaba realmente los destinos de aquella casa.
Deméneto deseaba favorecer los amoríos de su hijo Argiripo, enamorado de una cortesana cuya madre le pedía veinte minas para poder verse de nuevo con su hija. Deméneto no tenía ese dinero y rogaba a Líbano, su esclavo, que le ayudara a encontrar un medio para conseguir ese dinero y así poder dárselo a su hijo para que éste se lo entregara a su vez a la madre de su amada.
–¡Róbame! -gritaba Deméneto a su propio esclavo para alentarle a que hiciera lo que fuese necesario para conseguir ese dinero.
–¡Vaya tontería! Me mandas quitarle ropa al desnudo.
Y así Líbano iniciaba una larga burla sobre la pobreza real de su amo sometido al yugo de su rica y poderosa mujer, aunque al fin salió de escena prometiendo a su amo que hallaría la forma de conseguir ese dinero. Deméneto se queda solo en el escenario y habla al público.
–No puede haber un esclavo peor que éste, ni más astuto ni del que sea más difícil guardarse, pero si quieres un trabajo bien hecho, encárgaselo a él: preferirá morir de mala muerte que faltar a sus promesas. Por mi parte, yo estoy tan seguro de que ya está conseguido el dinero como de que estoy viendo ese bastón.
Y señaló al bastón de mando del edil de Roma, que el joven Publio Cornelio sostenía en su mano mientras asistía a la representación. El aludido inclinó la cabeza en un gesto de reconocimiento. No esperaba esa alusión tan directa desde la escena a su presencia. Estaba claro que aquel autor buscaba el cariño de la gente. De momento la obra resultaba entretenida, pero era aún muy pronto para saber si todo aquello conduciría a un éxito o a un desastre. Cualquier cosa era posible y el murmullo de la gente, aunque había disminuido, todavía no estaba completamente dominado por la escena. Tras el gesto de asentimiento de Publio, el actor continuó con su monólogo.
–Pero, ¿a qué espero para marcharme al foro, como era mi propósito? Me voy y esperaré allí, en la tienda del banquero.
Diábolo entró entonces en escena y se presentó como el competidor de Argiripo por el amor de la joven cortesana en disputa en aquella obra. La madre de la joven, igual que a Argiripo, le ha echado de casa pidiéndole más dinero, igual que antes había hecho con Argiripo. Diábolo se lamentaba en escena de sus sufrimientos y maldecía a la vieja lena que así le trataba después de todo el dinero que ya le había dado. Termina Diábolo su monólogo imprecando a Cleérata, la madre de la joven cortesana, para que salga a hablar con él y concretar la forma que ella estipula para obtener el favor de los encantos de su preciosa hija. Y Diábolo termina sus frases y se queda allí, quieto, sobre el escenario, sin que nadie salga, y sin decir nada más. Y es que él ha terminado. Es el momento del tercer cuadro del acto pero no acude el actor que debe hacer de Cleéreta.
Entre el público se oyen risas, pero no por la obra, sino por el absurdo de la espera de Diábolo.
–¡Parece una estatua muda! – se oyen entre el público las primeras bromas de la clac de los actores de la compañía rival, que no pueden desperdiciar una ocasión como ésa para mofarse de la obra que se representa en lugar de la que ellos habían ofrecido al edil de la ciudad. La gente se ríe. Diábolo sigue quieto en escena, confuso, sin saber qué hacer. Tito Macio pregunta entre bastidores qué pasa con el actor que representa a Cleéreta. El joven Líbano le conduce hasta él: un hombre borracho y sin sentido está tumbado de bruces junto a la escalera que accede al escenario; ha vomitado y un desagradable olor rodea su cuerpo sucio; el vestido está manchado por todas partes; incluso la peluca tiene algo de vómito por dentro.
–¡Por todos los dioses! ¿Qué ha hecho este imbécil? – exclama Tito.
–Anoche nos fuimos a una taberna -explicaba el joven que hacía de Líbano-. Bebió mucho. Se lo dijimos pero ya ves. Tenemos que parar la obra.
«¿Parar la obra?», pensó Tito. «¿Parar la obra?» No parecía haber otra salida, pero, ágil, Tito se agachó sobre el cuerpo inconsciente de aquel actor borracho y le arrancó la peluca de Cleéreta. Y así, sin más, se la puso en la cabeza y salió a escena.
–Ni por un puñado de fHipos de oro daría yo una sola de tus palabras, si se presentara un comprador. Todas las injurias que lanzas contra nosotras son oro y plata de ley. -De esta forma Tito daba réplica al pobre Diábolo y así terminaba el suplicio de éste en su soledad en el escenario. Se inició así la última escena del primer acto de la obra. Tito se sabía el texto de memoria, podía representar el papel de cualquiera de los personajes a la perfección, pero la improvisación le había llevado a tener que salir sin cambiar su aspecto más allá de añadir a su atuendo la sucia peluca que llevaba en la cabeza. La clac de la otra compañía empezó ahora sus ataques en toda regla.
–¡Parece que andan escasos de actores en esta compañía!
–¡Deben de ir justos de dinero! ¡Ni siquiera tienen para vestidos diferentes!
–¡Y huele a perro por aquí!
Las carcajadas se generalizaron entre el público. Aquel último comentario era una clara alusión al cognomen que Tito había decidido utilizar, Plauto. Quizá, pensó Tito, aquello de Plauto no había sido tan buena idea al fin y al cabo. Casca, que asistía atónito a la salida a escena de Tito como Cleéreta, algo nada previsto en los ensayos, se repuso, no obstante, y dio indicaciones a sus hombres infiltrados entre el público para que detectaran los grupos de alborotadores y los echasen del teatro, al tiempo que, de reojo, vigilaba las reacciones del edil, que, de momento, no mostraba ni desprecio ni aprecio por el espectáculo que estaba presenciando. Tito, mientras tanto, se esforzaba por salvar la escena, el acto, la obra, su vida.
–La tendrás -dijo, refiriéndose como madre de la joven cortesana- para ti solo Diábolo, si sólo tú me das siempre lo que te pida. Siempre tendrás lo prometido, pero con una condición: que me des más que nadie.
El actor que actuaba como Diábolo se vio más seguro, pese a las bromas del público, aunque tan sólo fuera por el hecho de no verse ya abandonado en escena como un pasmarote.
–¿ Y cuándo acabará esto de dar? Porque, desde luego, eres insaciable. Apenas acabas de recibir y ya estás dispuesta a pedir de nuevo.
–¿ Y cuándo -replicaba Tito en el papel de Cleéreta- se acabará eso de tenerla, eso de amarla? ¿ Es que eres insaciable? Acabas de devolvérmela y ya me estás pidiendo que te la vuelva a enviar.
Parte del público rio, esta vez, por la ingeniosa respuesta de Cleéreta. Tito respiró con algo más de sosiego. Al menos, reían alguna de las bromas de la obra y no sólo los insultos y mofas de aquellos grupos de alborotadores.
Entretanto, los hombres de Casca se movían por entre soldados, esclavos, libertos, oficiales, putas y mercaderes, buscando sin descanso a los que proferían gritos contra la obra. Iban armados con palos y tenían muy claras sus órdenes.
El diálogo en escena continuaba. Diábolo al fin pide a la anciana que concrete exactamente cuáles son sus condiciones, pero eso sí, para poder disfrutar de su hija durante todo un año completo sin que se le siga pidiendo más y más a cada momento. Tito le responde con su voz fingida de vieja lena que lo que ha de hacer es traer, cuanto antes, veinte minas. Con ellas garantizaba que Filenia, que así se llama su joven hija cortesana, sería suya durante todo ese tiempo. Sale entonces de escena Tito, dejando a Diábolo nuevamente solo para que concluya el acto prometiendo a todos que él antes que nadie, especialmente antes que su competidor Argiripo, conseguirá ese dinero y así a Filenia, la joven que todos desean.
–Rogaré, suplicaré a todos los amigos que encuentre. Dignos e indignos, estoy dispuesto a abordarlos a todos, a probarlos a todos. Y si no encuentro quien me deje dinero, estoy decidido, recurriré a un usurero.
Diábolo sale de escena. El primer acto ha llegado a su fin. Hay algunos aplausos. Prosigue, sin embargo, el bullicio que, con el escenario vacío, recobra fuerza. Tito analiza la situación. Las cosas no han salido como estaban pensadas, pero el público permanece allí; ha habido bromas, pero son sobre todo de los alborotadores contratados para tal fin. Casca reapareció entre bastidores.
–Estamos buscando a esos imbéciles; pronto los echaremos, pero ¿se puede saber qué haces tú de Cleé…? – pero no terminó la frase. El mal olor le hizo volverse y vio al actor que debía representar a la vieja lena desvanecido sobre el suelo.
–¡Por Hércules! Me callo. Has salvado de momento la representación.
–Sí, vamos ahora a por el segundo acto. Le toca a éste -y señaló a Líbano; el joven se había acurrucado en una esquina, entre telas y vestidos y se negaba a moverse.
–¿Qué pasa ahora? – preguntó Tito.
–No quiere salir -le explicaron-, tiene miedo. Dice que las cosas van mal y que tiene miedo a que le insulten y le tiren cosas.
–¡Por Castor y Pólux! – dijo Tito mirando al cielo; la maldición de los dioses parecía perseguirle aquella noche con especial saña, y luego mirando a Casca-, ¿vino, dijiste que con él funciona el vino?
–Sí -dijo Casca-, démosle a beber una jarra.
Uno de los esclavos que acompañaban a Casca, a modo de guardaespaldas, salió en busca del vino y, como no era algo difícil de conseguir en aquellas fiestas, regresó al instante con una jarra llena. Tito la cogió y fue junto al actor que representaba a Líbano.
–¿Cómo te llamas, muchacho?
–Décimo, señor. Lo siento. No puedo salir.
–Bien, tranquilo; bebe unos tragos y, si no puedes salir, no te preocupes. Ya encontraremos una solución. – Sin embargo, al tiempo que Tito pronunciaba esas palabras, se daba cuenta de que no había más solución que la de que aquel muchacho se recompusiera y se hiciera el ánimo del volver a escena. Tito ya había reemplazado a uno de los actores y le tocaría representar el papel de Cleéreta hasta el final de la obra. Eso no le preocupaba, pero si hacía de más personajes, los alborotadores se encargarían de hundir la representación, y ya cargados de cierta razón. No era extraño que un actor representase más de un personaje, pero que el autor representase a tres personajes centrales era demasiado. El joven actor bebió dos, tres buenos tragos de vino.
–¿Qué tal estás? – preguntó Tito, intentando controlar el nerviosismo para no transmitírselo al muchacho y que su situación empeorase en vez de mejorar.
–No me atrevo. Lo siento.
–Bien -dijo Tito, suspirando con fuerza-, pues no saldrás, pero sólo si te bebes la jarra entera. O te bebes la jarra o te saco a palos al escenario.
El muchacho, que vio a los hombres de Casca acercarse, con gruesas estacas en las manos, vio que aquello se ponía mal. Cogió la jarra y de un largo y continuado trago se la acabó. Con ello se sintió más seguro, al haber cumplido lo que se le pedía para no tener que salir a escena, pero para su horror, escuchó la sentencia de Tito Macio.
–Cogedlo y arrojadlo a escena. – Si él se hundía no sería solo ni sería él el único que hiciera el ridículo ante toda Roma aquella infausta tarde.
La Asinaria, acto II
Casca asintió confirmando las instrucciones de Tito y los dos aguerridos esclavos asieron al joven actor que pugnaba por zafarse de sus captores y lo subieron a las escaleras del escenario y una vez allí, lo empujaron con fuerza, de forma que, rodando por el suelo, con un litro de vino en el cuerpo, mareado y con pánico, retornó Líbano a escena. La entrada dando tumbos surtió al menos un efecto inesperado: atrajo la atención del público que, sorprendido por aquel infrecuente comienzo de un segundo acto, calló por un momento. Líbano se levantó y se sacudió el polvo. Sintió las miradas de todos. Pensó en salir corriendo, pero los esclavos de Casca le esperaban esta vez blandiendo unos palos terminados en un pincho terrible. Aquélla no era una opción. Miró entonces hacia el otro lado del escenario. Tito Macio, en previsión de alguna idea semejante por parte del joven actor, había corrido por detrás del escenario hasta alcanzar el otro acceso al mismo y, acompañado por otros dos esclavos armados, vigilaba al pobre Líbano. Éste se vio atrapado, sin salida. Bueno, le quedaba una posibilidad para evitar que el público la tomase con él y se divirtiese arrojándole comida, o palos o lo que fuera que encontraran a su alrededor: empezó a recitar su papel. Empezaba el segundo acto.
–Por Hércules, Líbano, ya es hora de que espabiles e imagines un engaño para conseguir el dinero. Ya hace un buen rato que dejaste a tu amo y te fuiste al foro para conseguir el dinero.
Y continuó. El vino empezaba a hacer efecto sobre él, pero en lugar de atenazarle o hacerle dudar, conseguía que las palabras fluyeran bien, rápidas, divertidas de su boca. Tito, admirado de aquel milagro, contemplaba al joven actor boquiabierto. Líbano continuaba actuando, la atención del público fija en él. Entraba entonces en escena Leónidas, otro esclavo de casa de Deméneto, compañero de fatigas y de fechorías del propio Líbano. Leónidas irrumpe en el escenario y hace partícipes a todos de un hecho sobresaliente: se ha enterado de que la mujer de su amo, Deméneto, ha vendido unos asnos por veinte minas a un mercader y que éste viene ahora a pagar ese dinero al atriense, al esclavo capataz de la casa de Deméneto, pero que el mercader no conoce a dicho atriense, ante lo que Leónidas no dudó en presentarse ante el mercader como el atriense. El mercader, claro, duda y dice que, como no conoce a Sáurea, que así es como se llama el atriense auténtico de Deméneto, no puede darle el dinero allí, sino sólo en casa de Deméneto; compartida esa información, Líbano y Leónidas pactan que el propio Leónidas continúe haciéndose pasar por el atriense de Deméneto para cobrar el dinero y que Líbano reforzará con sus palabras aquella mentira ante el propio mercader para conseguir que éste se confíe y así robar el dinero, evitando que llegue el dinero al atriense auténtico. Y con esas minas después podrán volver ante Deméneto para que éste a su vez se las dé a su hijo que, por su parte, las usará para pagar a Cleéreta y así conseguir a su amada Filenia antes de que Diábolo haga lo propio. Con esto se conseguía usar el dinero de la madre de Argiripo para pagar los devaneos amorosos de su propio hijo. Todo encajaba, claro que tenían que engañar al mercader.
Tito contemplaba cómo su obra empezaba a moverse por sí sola, como una gran maquinaria de guerra, como las que había visto en los campamentos romanos en los que había servido, que, una vez puesta en marcha, ya nadie pudiera parar. Quizá no fuera la mejor imagen para definir lo que estaba ocurriendo. O quizá sí. De entre el público llegaron más gritos, pero, de pronto, los gritos quedaron cortados. Los hombres de Casca habían cazado a uno de los grupos de alborotadores de la compañía rival compuesto de cuatro jóvenes actores y dos esclavos más mayores. A uno de los actores le abrieron la cabeza allí mismo con un palo y lo sacaron del teatro cogido por los pies, a rastras. Los dos esclavos huyeron y los tres actores restantes fueron capturados, cubiertas sus caras por unos sacos y llevados al exterior. Allí, a una conveniente distancia del recinto teatral, junto a un muro, entre las alargadas sombras del atardecer, los hombres de Casca molieron a palos a cada una de sus víctimas, hasta que las súplicas de éstos se trasformaron en sollozos de dolor. Los dejaron allí, sobre un charco de sangre y regresaron a por el resto de los alborotadores.
En el escenario Leónidas había dejado de nuevo a Líbano solo, pero éste campaba a gusto por el tablado, seguro de sí mismo, dominando la escena. Entra entonces el mercader, acompañado de un mozalbete, y se dirige a la puerta de Deméneto para llamar y dar así el dinero de los asnos al atriense de aquella casa. Líbano lo ve y sabe que debe impedirlo para que el auténtico atriense no salga a cobrar el dinero.
–Anda, chaval, llama a la puerta y dile a Sáurea, el atriense, si está dentro, que salga -dice el mercader.
–¿Quién -interrumpe Líbano- es el que está rompiendo nuestra puerta?¡Eh, tú!¿No me oyes?
–¡Todavía no tocó nadie!¿Estás bien de la cabeza?
La gente ríe. Tito no da crédito a lo que está pasando. Los hombres de Casca están trabajando bien; ya se han deshecho de varios alborotadores y Líbano lo está bordando en escena. Y, para colmo de satisfacciones, el mercader le da una buena réplica, explicando el porqué de su interés de ver al atriense. Líbano comenta entonces que el atriense no está, que ha salido esa mañana al foro. El mercader responde que precisamente del foro viene y que allí se le ha presentado un esclavo como el atriense de Deméneto, pero que claro, no se ha fiado. Líbano pasa a describir la figura de Leónidas como si se tratase del propio atriense.
–Era chupado de cara, algo pelirrojo, barrigudo, de mirada torva, de gran estatura y gesto ceñudo.
–Un pintor no hubiera podido hacer mejor su retrato -comenta el mercader en un aparte mirando al público haciéndolo cómplice de su sorpresa al tiempo que la gente sonríe al ver cómo el plan de los dos esclavos empieza a surtir efecto.
Leónidas, haciéndose pasar por el atriense y fingiendo no ver al mercader, empieza a insultar y criticar a Líbano por no hacer bien todas las tareas que le había, supuestamente, encomendado aquella mañana. El propio mercader, ante la injusticia con que Leónidas trata a Líbano, intenta interceder, pero sin conseguir nada. Leónidas sigue maltratando y riñendo a Líbano como si fuera el auténtico atriense de aquella casa: hasta tal punto llega en sus desmanes que el propio mercader está agotado por sus incontenibles peroratas de insultos hacia Líbano y amenaza con largarse de allí sin entregar el dinero a nadie, ante lo que Leónidas cambia de estrategia y empieza a hacer caso al mercader. Algunos alborotadores que aún quedan entre el público intentan gritar y hacer alguna broma, pero la misma gente que los rodea los hace callar. El público está interesado por el desarrollo de la obra, por la trama urdida por los esclavos y por saber si al fin éstos serán capaces de engañar al mercader y quedarse con el dinero. Líbano insiste en presentar a Leónidas como Sáurea, el atriense de casa de Deméneto, y que por ello tiene derecho éste a criticarle como capataz de aquel hogar ya que su labor es la de supervisar el trabajo del resto de los esclavos. El mercader, no obstante, se muestra desconfiado y no parece dispuesto a entregar el dinero a un esclavo al que no conoce por muy atriense que éste sea.
–A pesar de todo, no me convencerás de que confíe este dinero a un desconocido como tú -replica el mercader a Leónidas-. Cuando no se le conoce, el hombre es un lobo, no un hombre, para el hombre.
El joven Publio, que al igual que el resto del público estaba cada vez más absorbido por la obra, escuchó aquella afirmación del mercader del escenario y se quedó pensativo, sopesando cuánta profundidad en una frase de una comedia, pero la acción seguía y, si no prestaba atención, corría el riesgo de perderse el desenlace de aquella obra que le estaba sorprendiendo más de lo que hubiera podido esperar.
La Asinaria, acto III
Los tres actores dejaron la escena sin que el mercader soltara su dinero, quedando en suspenso el desenlace de aquella situación, para dejar paso a Tito Macio que, nuevamente, en su improvisada caracterización de la vieja lena Cleéreta, entraba en escena, esta vez acompañado de un muchacho de voz afeminada que hacía el papel de Filenia, la joven cortesana tan deseada por todos en aquella obra. Ambos se enzarzan en una disputa en el escenario, en donde la vieja lena defiende el interés por encima del amor mientras que su hija habla de la pasión que siente por Argiripo y su desdén por el dinero. En éstas estaban Tito Macio y su joven compañero de reparto, mientras Décimo, Líbano en escena, pedía detrás del escenario que por lo que más quisieran le dejaran beber algo más de vino, pero los hombres de Casca se lo negaban.
–Tito Macio ha dicho que no bebas más hasta el final de la obra; luego él te dará a beber todo lo que tú quieras.
–Pero, lo necesito; no podré seguir sin más vino…
Los esclavos de Casca blandieron en el aire sus palos con pinchos. Tito Macio y el joven muchacho que hacía de Filenia dejaron el escenario y Tito cruzó su mirada con Líbano. Éste agachó la cabeza y salió de vuelta al escenario acompañado de Leónidas. Juntos, en el tablado de madera, desvelan en su diálogo a todo el público cómo el viejo Deméneto había fingido reconocer en Leónidas la persona de Sáurea, el atriense de la casa, de forma que el mercader, al fin, había cedido el dinero a Leónidas. Los dos esclavos reían en el escenario y con ellos gran parte del público disfrutaba de la gesta de los dos jóvenes malhechores. Entra entonces a escena Argiripo acompañado de Filenia, lamentándose de la imposibilidad de seguir juntos ya que veinte minas los separan, el precio que la madre de Filenia ha puesto a Argiripo, a Diábolo o a cualquier otro, para poder disfrutar de sus encantos. Líbano y Leónidas, desde una esquina del escenario contemplan la escena divertidos, a sabiendas de que en su poder está el dinero que necesitan los jóvenes enamorados para poder disfrutar de su amor. Tito Macio, no obstante, había evitado un desenlace tan sencillo de la obra, de modo que el público, esperando que Leónidas entregue el dinero a Argiripo sin más argucias, se ve sorprendido por una nueva treta que deciden urdir los dos esclavos, borrachos de victoria tras haber engañado al mercader: Líbano y Leónidas deciden que entregarán el dinero a Argiripo, pero eso sí, primero se reirán de él y de Filenia, haciendo que éstos accedan a sufrir todo tipo de humillaciones para conseguir el dinero que tanto ansian.
–Escuchad -dice Leónidas a Argiripo-, prestad atención y devorad mis palabras. En primer lugar, nosotros no negamos que somos tus esclavos, pero, si te entregamos veinte minas, ¿cómo nos llamarás?
Argiripo se humilla ante sus esclavos y dice que los llamará patronos, dueños, amos, que hará lo que ellos quieran. Éstos ríen y con ellos el público.
–Dile a ella -dice entonces Leónidas señalando a Filenia-, a quien le vas a dar la bolsa del dinero, que me lo ruegue, que me lo pida.
Filenia empieza a rogar a Leónidas por el dinero que necesitan y que los esclavos tienen en su poder. El público observa con deleite la escena. Casca sonríe sin parar. Una escena brillante para celebrar las Saturnalia y su canon invertido donde los esclavos pueden mandar y los amos servir. Genial. Y la gente se ríe. Se ríe.
–Leónidas -empieza el muchacho que interpreta a Filenia agudizando aún más su voz-, ojito mío, rosa mía, corazón mío, dame el dinero. No separes a dos enamorados.
Leónidas se aleja de Filenia y se pasea por la escena entre el jolgorio general del teatro.
–¡Pues llámame tu gorrioncito -exclama a viva voz para hacerse oír por encima de las carcajadas-, tu gallina, tu codorniz, llámame tu cor derito, tu cabritillo o, si quieres, tu ternerito. Cógeme por las orejitas, junta tus labios con los míos.
Ante el último descaro de Leónidas, Argiripo, tal y como marca el guión, salta como un loco, fuera de sí. Tito Macio, desde el extremo del escenario está disfrutando.
–¿Besarte ella a ti, granuja?
Leónidas presiona, chantajea, si no hay beso, abrazos, mimos de Filenia, no hay dinero. Argiripo, humillado completamente por la necesidad, transige y lo tolera todo. Y los esclavos continúan mofándose de su amo y de la joven cortesana. Los obligan a suplicar, a arrodillarse, y todo ante el disfrute absoluto del público asistente. Ya no se oye a ningún alborotador: o están fuera, descalabrados por los hombres de Casca, o, ya callados, asisten interesados al transcurrir de la obra. Tito, orgulloso, contempla el desarrollo perfecto de la escena, el interés de los espectadores, cuando de pronto ocurre el desastre. Voces desde fuera del recinto anuncian la llegada de un grupo de gladiadores que van a combatir a muerte.
–¡Gladiadores, gladiadores exóticos, venidos de África, de Asia, de Hispania! ¡Iberos, númidas, helenos! ¡Combatirán a muerte ante vosotros!
Tito sacude la cabeza en total desesperación: combates de gladiadores a las puertas del teatro. Ahora todo el mundo saldrá y dejará el recinto medio vacío o vacío por completo. Y todo marchaba tan bien. Podrían enviar a los hombres de Casca, pero no serviría de nada: una cosa era aporrear a unos cuantos esclavos y actores de poca monta y otra muy distinta enfrentarse a un grupo de gladiadores fuertemente armados y adiestrados en la lucha cuerpo a cuerpo. No, los hombres de Casca no durarían ni cinco minutos en manos de esos gladiadores; contra ellos no se podía hacer nada. Y los triunviros, los únicos que podrían imponerse, no se metían en estos asuntos. Tito Macio cierra los ojos y maldice su suerte y no ve cómo en el escenario la escena que escribiera meses antes a la luz de su lámpara de aceite en aquella angosta y húmeda habitación prosigue bajo la atenta mirada del público. Líbano ha cogido el testigo y es quien impreca ahora a Argiripo y Filenia. A esta última le pide que le llame «patito, pichoncito, cachorrito, golondrina, chovita, gorrioncito, chiquitito». Y luego la conmina a que lo abrace. Argiripo nuevamente salta intentando detener tales humillaciones, pero una vez más se ve obligado a transigir para conseguir las veinte minas que los esclavos tienen. Sin embargo, ni Leónidas ni Líbano se dan por satisfechos: quieren más y ordenan al propio Argiripo que los lleve a caballito, usando al patricio de montura. Argiripo se niega, pero el chantaje sigue surtiendo efecto y, para placer y deleite de todo el público, los esclavos se salen con la suya y montan sobre el hijo de su amo. Los gladiadores se pasean por las puertas del teatro, pero apenas si sale nadie. No entienden qué ocurre, de forma que ellos mismos, junto con el resto de los feriantes que los acompañan, equilibristas, saltimbanquis y mimos, entran en el recinto del teatro para ver qué está pasando y averiguar por qué la gente no sale.
Tito abre los ojos y asiste al desenlace de la escena que tantas horas le costó construir: Líbano y Leónidas, por fin, acceden a entregar el dinero a su joven amo y, entre risas, se despiden de los jóvenes amantes, una vez que han satisfecho todas sus saturnales fantasías de sentirse por encima de sus amos, aunque tan sólo fuera por unos breves pero divertidos y gozosos minutos. Termina el tercer acto. La gente aplaude a rabiar. Tito y Casca se encuentran de nuevo tras el escenario. Casca le observa admirado mientras el anterior da las instrucciones para el cuarto acto. Casca está conmovido. Nunca había visto nada igual en todos los años que llevaba dedicados al mundo del teatro: aquel autor debutante había superado los desastres promovidos por actores borrachos y tímidos, había resistido las bromas de la clac de alborotadores de cada noche, ayudado por sus hombres, pero si la obra no fuera entretenida, de nada habría servido la intervención de sus esclavos desalojando a todos aquellos mentecatos; pero, por encima de todo, Tito Macio Plauto había conseguido evitar que el público dejase el teatro para acudir, a mitad de representación, a una pelea de gladiadores. No sólo eso, sino que había visto cómo los propios gladiadores y toda su comitiva de energúmenos que los acompañaban entraban en el teatro para ver la obra. Aquello no tenía precedentes. Casca sentía que estaba asistiendo a algo histórico, pero todavía quedaban dos actos: ¿sería Tito Macio capaz de mantener el interés del público? Habría que verlo. Casca dejó a Tito ocupado en dar instrucciones a Diábolo que debía volver a escena y se dirigió a su sitio cerca del edil de Roma. Desde la distancia observó al edil con sus amigos: estaba en animada conversación; su mujer también participaba. Se les veía contentos, satisfechos. Aquello estaba bien. Casca paseó su mirada por el resto de asientos de las autoridades. Allí vio a alguien que le extrañó descubrir entre los presentes: el joven Catón, el fiel servidor de Quinto Fabio Máximo. Qué extraño. Máximo detestaba el teatro. ¿Qué hacía entonces su mano derecha en aquel teatro? De hecho, tampoco se veía muy contento a Catón: estaba serio, mirando de reojo hacia ambos lados; volviéndose de vez en cuando hacia el público, valorando, evaluando, considerando… Pero ¿el qué? Antes de que sus pensamientos pudieran meditar con mayor detalle sobre aquella inesperada presencia entre el público, Diábolo apareció en escena. Comenzaba el cuarto acto.
La Asinaria, acto IV
Diábolo había pedido a un siervo suyo, un parásito, que redactara con detenimiento cada una de las cláusulas del contrato que haría firmar a Cleéreta cuando le entregara a ésta las veinte minas que él ya había conseguido por su cuenta para conseguir el favor de Filenia, desconociendo que Argiripo ya tenía también las veinte minas necesarias reclamadas por la vieja lena, en este caso el dinero que le habían procurado Leónidas y Líbano engañando al mercader y que le habían dado, eso sí, no sin antes hacerle pasar un sinfín de humillaciones y vejaciones de todo tipo. El parásito leía a Diábolo una tras otra las cláusulas más suspicaces que nadie pudiera haber imaginado para controlar de forma absoluta la voluntad de una mujer, haciendo las delicias de un público que veía cómo, tras un aparente desenlace de la obra, seguían nuevas escenas donde continuaba complicándose la trama.
–«No dará ningún motivo de sospecha -leía el parásito de una tablilla en la que tenía anotadas todas las condiciones que Filenia debería cumplir una vez entregadas las veinte minas a su madre, mientras que Diábolo se regocijaba en la lectura de aquellas leoninas cláusulas-. Al levantarse de la mesa, no pisará con su pie el pie de ningún hombre y, cuando tenga que subir al lecho vecino o bajar de él (ya que por su condición estará colocada en el medius lectus, siempre entre dos personas), no dará la mano a nadie. No le enseñará a nadie su anillo ni le pedirá que le enseñe el suyo. No acercará sus talones a ningún hombre más que a ti y, al arrojar los dados, no dirá "por ti", sino que pronunciará tu nombre. Invocará la protección de cualquier diosa, pero la de ningún dios;…A ningún hombre hará señas con la cabeza, ni guiños con los ojos, ni señales de asentimiento. Además, si se apagara la lámpara, no moverá ni un solo miembro de su cuerpo en la oscuridad.»
Diábolo complacido replica a su fiel servidor.
–Muy bien. Está claro que así ha de comportarse… pero en la alcoba… no, borra eso. Ardo en deseos de verla moverse. No quiero que tenga un pretexto para decir que se le ha prohibido.
Carcajadas generales entre el público. Las cláusulas continúan con las decenas de comportamientos en los que la pobre Filenia no podrá incurrir, hasta que al fin Diábolo y el parásito salen un momento de escena para volver en unos segundos y en un nuevo diálogo desvelan al público que han ido a casa de Filenia y Cleéreta no les ha permitido ya entrar porque Argiripo ha llegado primero con el dinero. Diábolo clama al cielo, increpa a los dioses, maldice su suerte y jura que eso no quedará así. Junto con su parásito traman venganza: deciden que acudirán a Anemona, madre de Argiripo y mujer de Deméneto, para informarle de que su marido, junto con su hijo Argiripo, se encuentra en casa de una cortesana disfrutando de los placeres de la carne en connivencia y a sus espaldas. De esta forma, cuando ya el público pensaba que se había llegado al final, comienza un nuevo acto en donde todos desean saber en qué queda aquella venganza y cómo reaccionará la poderosa mujer traicionada cuando sepa de los amoríos de su hijo y del acompañamiento y consecuente infidelidad de su marido en casas de fulanas y, para colmo, todo ello a costa de su propio dinero, las veinte minas que nunca llegaron a manos de Sáurea, su esclavo atriense, por las argucias de Líbano y Leónidas, esclavos de su marido.
La Asinaria, acto V
El quinto y último acto de la obra abre con Argiripo viendo cómo su padre, Deméneto, se solaza acariciando y besuqueando a Filenia. Argiripo ha tenido que humillarse ante sus propios esclavos para conseguir el dinero y ahora le queda tolerar que su padre disfrute de Filenia, ya que fueron las órdenes de su padre las que llevaron a los esclavos a robar el dinero necesario para pagar a la madre de Filenia. Argiripo intenta sobrellevar lo mejor que puede las nuevas humillaciones ante el general disfrute de un público divertido y entretenido por el argumento de la historia.
–El amor filial, padre, impide que me duelan los ojos. Aunque yo la amo, trataré de soportar con resignación verla recostada a tu lado -comenta Argiripo con voz abrumada.
–Aguanta solamente un día, ya que te he dado la posibilidad de estar con ella un año entero y te conseguí el dinero para sus amores -le responde Deméneto, su padre en la escena.
Termina así la primera escena del quinto acto, para, con la entrada por un extremo del escenario, de Anemona y el parásito, dar inicio a la escena final de la obra. Tito Macio Plauto observa a los actores desde detrás de las telas, a un lado del escenario, y, sin darse cuenta, sus labios, en voz baja, recitan, palabra a palabra, cada línea en sincronía con cada uno de los actores. Tiene lágrimas en los ojos. Se oye entonces un trueno. Va a llover. Por Hércules, no ahora, ahora no. Por todos los dioses, sólo cinco minutos más, cinco minutos más. Tito inspira con profundidad buscando ahogar en el aire su tormento. Sus plegarias silenciosas parecen tener eco entre los dioses: el hombre que hace de Anemona hace caso omiso del estruendo que rasga el cielo y, para sorpresa de Tito, lo mismo hace el público más interesado en escuchar los lamentos de la matrona ultrajada y traicionada por su marido que en refugiarse de la incipiente lluvia.
–¡ Y yo, desgraciada de mí, que pensaba que tenía un marido ejemplar, sobrio, cabal, morigerado y amantísimo de su esposa! -clama Artemona al cielo, mientras la fina lluvia se esparce por el aire de la ciudad.
El actor que hace de parásito, encogido, en una esquina del escenario, señalando el otro extremo del mismo, donde Deméneto acaricia a Filenia junto a su hijo, le da la rápida réplica a Artemona.
–Pues desde ahora debes saber que es el mayor de los granujas, borracho, bribón, libertino y aborrecedor de su esposa.
Artemona y el parásito callan, dejando que ahora se escuche la conversación entre Deméneto y Filenia, en la que el marido infiel desconoce que está siendo espiado por su propia esposa, roja de ira. El público se divierte intuyendo la inminente atronadora entrada final de Artemona en aquella escena de amantes traidores.
–¡Por Pólux -comenta Deméneto al oído de Filenia-, qué aliento más perfumado, comparado con el de mi mujer!
Filenia, cortesana hábil, deja que el ardiente marido infiel se explaye en sus diatribas contra su mujer.
–Dime, por favor, ¿ es que le huele mal el aliento a tu mujer? -pregunta Filenia.
–¡Puf…! Preferiría beber agua de cloaca, si fuera preciso, a darle un beso -responde Deméneto.
El público ríe a carcajada suelta. La gente está feliz. Casca navega con su mirada por el recinto: está repleto; nunca antes había visto tanta gente al final de una representación. Los ojos de Casca, no obstante, se detienen en la faz del edil de Roma. El joven Escipión está serio, se ha llevado una mano a la frente, como si le doliera la cabeza. ¿Será la molesta lluvia? Es extraño. Hasta hacía tan sólo unos instantes parecía estar tan entretenido como el resto del público. Su joven esposa le dice algo. ¿De qué hablarán? Desde la distancia no puede escuchar y nunca fue bueno en el arte de leer los labios.
–¿Estás bien, Publio? – pregunta Emilia, sorprendida por el repentino cambio en el estado de ánimo de su marido. – No es nada. Estoy bien, sí.
Pero Emilia conoce ya demasiado bien a su marido como para dejarse engañar.
–Algo te ha pasado. Estás pálido.
Y así es. Publio se siente enfermo de repente. El aire se ha enfriado con la lluvia, pero no es eso. Es una sensación extraña, compleja, difícil de definir y más aún de explicar y menos allí, en medio de aquel tumulto de gente, todos riendo. Tanta felicidad. De pronto, había tenido como una difusa visión sombría, de profundo dolor, una especie de premonición desgarradora, lejana y próxima a un tiempo. No quería preocupar a Emilia y menos por un sentimiento confuso, absurdo, un sinsentido del alma.
–Estoy bien -dijo-, estoy bien; veamos cómo termina la obra.
Emilia no dijo más y fingió volver a interesarse por la obra, pero sus ojos y su corazón vigilaban atentos el ceño fruncido de su marido.
En el escenario el joven muchacho que hacía de Artemona anticipaba cuál sería parte de su venganza en cuanto cogiera a su marido y lo arrastrara fuera de aquella casa de fulanas. Si aquel miserable decía que tenía mal aliento, Artemona ya tenía pensado parte de su futuro castigo.
–Juro por Castor que me pagará con creces todo este aluvión de injurias. Pues, si vuelve hoy a casa, mi venganza consistirá principalmente en besarlo.
Pero los insultos de Deméneto hacia su esposa van mucho más allá y, entre las risas del público, éste continúa maldiciendo a su mujer, jurando que va a robarle el mejor de sus mantos para dárselo a Filenia. Ante tal ristra de injurias Artemona no resiste más, irrumpe en casa de Filenia y arranca a su marido de los brazos de la cortesana.
–Estoy completamente perdido -aulla Deméneto.
–¿ Y qué? ¿Le huele el aliento a tu esposa? -pregunta Artemona.
–Le huele a mirra -replica Deméneto, cada vez con la voz más compungida al entender que su mujer, sin duda, ha estado escuchando todo cuanto ha dicho.
–¿ Y ya me robaste el manto para dárselo a tu amiga? -continúa Artemona interrogando a su marido entre las risas, casi lágrimas de muchos de los asistentes a la representación. Al fin, Artemona hace que su marido se levante y deje a la cortesana para volver a casa. Éste, no obstante, pertinaz en su infidelidad, musita un último ruego.
–¿ Y no puedo quedarme a cenar, que ya se está preparando la cena?
Artemona es sucinta en su respuesta.
–Por Castor que cenarás hoy, pero una buena paliza, como te mereces.
Deméneto mira al público, como suplicando a todos por su intermediación para salvarle de su próxima condena.
–¡Mala noche me espera! Mi mujer me lleva a casa ya juzgado y sentenciado.
Y para acrecentar más, si eso es posible, sus males, Tito, desde bastidores, pronuncia en silencio las palabras a las que Filenia da voz en el escenario.
–No te olvides del manto, cariño.
El público ríe, Artemona pega a su marido, éste se defiende, al tiempo que observa cómo su hijo Argiripo triunfa al fin y se queda con su amada Filenia para disfrutar ambos de su mutua pasión. Tito sacude la cabeza de un lado a otro, como no dando crédito a lo que ha conseguido: la representación completa de su primera obra. Ahora le toca a él darle el broche final. Los actores abandonan la escena. Tito Macio Plauto espera un segundo y enseguida sube, por última vez, aquella ya lluviosa tarde, al escenario. Tiene que decir su parlamento final.
Asciende las escaleras, camina lento, con pasos grandes hasta alcanzar el centro de la escena y, al contrario que hace tres horas, el público, respetuoso ante el autor de la obra que acaban de disfrutar, guarda un profundo silencio.
–Si este viejo echó una cana al aire a espaldas de su mujer, no hizo nada nuevo ni extraordinario ni diferente a lo que suelen hacer los demás. Ahora, si queréis interceder por el viejo, para que no sea azotado, creemos que podéis conseguirlo dando un fuerte aplauso.
Tito extiende los brazos hacia el público y baja su cabeza, esperando el dictamen final del pueblo de Roma. El público rompe en un sonoro e infinito aplauso, el aplauso más bello que nunca jamás había escuchado Casca, el más intenso que nunca habían percibido todos los actores de la compañía, el más largo, el más denso; un aplauso que regaba el corazón de Tito por encima del dolor y el sufrimiento en la rueda del molino, en el campo de batalla, en la miseria. Era un aplauso procedente de los mismos que le habían enviado a luchar a una guerra que no era la suya, un aplauso de los mismos que apenas le habían dado limosna suficiente para subsistir entre las calles de aquella inmensa ciudad. Tito extendió aún más sus brazos, como si quisiera tocar con las yemas de sus dedos a cada uno de los presentes. El agua de la lluvia arreciaba cada vez con más intensidad, pero ni la gente dejaba de aplaudir ni Tito dejaba el escenario. Los actores contemplaban aquel momento acompañados ya por Casca, que había acudido a bastidores para felicitar a su protegido, pero ni él ni los actores se atrevían a interrumpir aquel instante de gloria. Aquella noche había ocurrido algo especial en Roma. Se acababa de establecer un vínculo especial, una alianza desconocida hasta entonces entre un autor y su público. La gente seguía aplaudiendo y, poco a poco, un grito fue extendiéndose por todo el recinto. Tito Macio escuchó cómo un nombre emergía de miles de gargantas romanas aquella noche, y no era el de un general victorioso, un cónsul triunfador o un valeroso tribuno. No. Era otro el nombre que aquella noche henchía el viento de la ciudad.
–¡Plauto, Plauto, Plauto! – clamaban miles y miles de voces, agradecidas, felices, conmovidas-. ¡Plauto, Plauto, Plauto! – se oía por encima de la lluvia, de los truenos, de la soledad eterna en la que hasta ese momento Tito Macio había subsistido. Ya no sería nunca más un don nadie, un miserable, un harapo del pueblo; ya ni siquiera volvería a ser Tito Macio, sino tan sólo Plauto, Plauto, Plauto.
La ciudad estaba rodeada por una red de empalizadas, fosos y pequeñas plazas fuertes que los romanos habían levantado durante los dos años que duraba ya el asedio de Capua. La ciudad se había pasado al bando cartaginés en el 216 tras la derrota romana de Cannae, dando ejemplo a muchos pueblos y poblaciones en Italia central que siguieron a la gran Capua en su defección de la metrópoli romana.
Roma no había olvidado esa traición y todo lo que la misma había conllevado. Tal era la saña con la que los romanos se empleaban en aquel asedio, que Aníbal había tenido que intervenir el año anterior para, con su ayuda, aliviar el cerco que los romanos tendían contra aquella ciudad, la capital de Campania. Roma había marcado Capua como principal objetivo a recuperar en el frente italiano y, desde entonces, los cónsules acechaban con sus dos ejércitos la urbe campana de forma perenne, sin descanso. Aníbal consiguió algunas victorias que dieron cierto respiro a Capua. Primero derrotó a ocho mil legionarios inexpertos de una de las nuevas levas que apenas había tenido tiempo para el adiestramiento y luego asestó una derrota absoluta al ejército romano en Herdónea. Sin embargo, pese a aquellas victorias del general cartaginés, los romanos se las ingeniaban para mantener en mayor o menor medida un asedio continuo e interminable sobre Capua.
Tarento, 211 a.C.
Mientras tanto, Aníbal, pese a sus victorias en Campania, se veía obligado por las circunstancias de Tarento a retornar al sur para poner orden en aquella región. Y es que la ciudadela del puerto de Tarento seguía en manos de la guarnición romana, que, al igual que hacían los campanos en el centro de Italia, resistían un asedio constante, esta vez, por parte de los cartagineses.
–Un nuevo mensajero de Capua, mi general. – Era la voz de Maharbal. Aníbal se volvió con lentitud. Dejó de observar las murallas de la ciudadela de Tarento y de valorar los puntos débiles por donde se podría volver a intentar un nuevo ataque; otro más de una larga serie de fracasos.
–¿Y qué quiere? – preguntó Aníbal.
–La situación de Capua es insostenible -aclaró Maharbal-. Necesitan una vez más de nuestra ayuda o la ciudad se rendirá.
–¿Se rendirán? – la voz de Aníbal denotaba cierta incredulidad-. ¿Saben lo que les espera en manos de los romanos si ceden?
–Sí, mi general -continuó Maharbal-, pero aun así tendrán que ceder, aunque luego recurran al suicidio; eso dice el mensajero. En cualquier caso, la ciudad se perderá y eso…
–Y eso no podemos permitirlo -interrumpió Aníbal-. Eso no podemos permitirlo. Si tan desesperados están como para considerar el suicido colectivo, será mejor que regresemos al norte y que en esta ocasión, de una vez por todas, deshagamos aquel cerco. Hemos de lograr que los campanos se puedan aprovisionar bien de víveres y agua para el próximo invierno. Eso nos dará el tiempo suficiente para, manteniendo nuestras posiciones en Campania, asegurarnos el dominio del sur, con el control del puerto de Tarento. Luego llegarán los refuerzos. Pero llevas razón, mi buen Maharbal: no podemos perder Capua. ¡Vamos al norte! ¡Una vez más al norte! ¡Que se preparen las tropas para una larga marcha!
Y tras esas palabras dio la espalda a Maharbal y volvió a contemplar las murallas de la ciudadela de Tarento. Tendría que esperar aquella fortaleza dentro de la ciudad portuaria puerta del sur de Italia. Tendría que esperar el momento oportuno. Ahora debía encontrar la forma de romper el asedio de Capua. Cartago le había dado fuerzas para una conquista, para la toma de Roma y sus aliados, pero ahora se encontraba, años después, teniendo que gestionar una invasión y no tenía ni el ejército ni los recursos suficientes para semejante empresa. Los refuerzos no llegaban. Sus líneas de aprovisionamiento eran dificultadas por guarniciones romanas que surgían por todas partes. Sus aliados eran inconstantes y confusos en sus pactos, exceptuando quizá el rey Filipo. Su ejército expedicionario era una amalgama de pueblos que sólo se mantenían unidos por su odio a Roma y por la tenacidad de su liderazgo, pero Aníbal se sentía cansado. Se sentó sobre un banco de piedra. Varios soldados de su guardia personal vigilaban que nadie se acercase para molestarle mientras reflexionaba. Sólo a sus hermanos, y ahora sólo a Maharbal, se les permitía cruzar esa frontera que la guardia de Aníbal marcaba a su alrededor. Aníbal había sido herido en el campo de batalla en el asedio de Sagunto, había perdido un ojo en los pantanos del norte, pero lo que más temía era una daga por la espalda, una traición pagada por Roma. Maharbal había partido ya para organizar todo lo necesario para acudir en ayuda de Capua. Capua, sí, ésta era su preocupación actual. El año anterior no consiguió que los romanos aflojasen el cerco pese a atormentarlos con dos duras derrotas. Roma había puesto en pie de guerra toda Italia, acumulaban legiones y más legiones, aunque muchas fueran inexpertas y apenas un obstáculo para el experimentado ejército africano, númida, galo e ibero que él lideraba, pero los romanos siempre encontraban más recursos con los que resistir y con los que atacar las ciudades amigas de Cartago. Y unos y otros, romanos y cartagineses, habían convertido a Capua en un enfrentamiento singular, en algo más que en lo que era, un enclave militar central en aquella guerra. No, Capua ahora era el símbolo de aquella confrontación, era el fiel de la balanza, que determinaría hacia qué lado terminarían por inclinarse los favores de los dioses: quien se quedara con Capua ganaría aquella guerra. Y Aníbal lo sabía. Por eso, aquella mañana fría en Tarento, contemplando el cambio de guardia de los vigías romanos en la ciudadela, tomó la decisión más difícil de su vida, una determinación desesperada o una estrategia genial, en la que alguna vez había pensado ya, pero de la que siempre, en última instancia, había huido por temor al fracaso. Ya no había más margen: con el retraso en la llegada de refuerzos desde Hispania o desde África, ésta era la única decisión posible, el único camino, la salida final. Aníbal se encomendó a Baal y conminó al dios supremo de su pueblo a que le marcara con signos precisos si ésta debía ser la solución y el futuro.
Mario Juvencio Tala cabalga encorvado sobre su montura por las calles de Roma. Se balancea sobre el caballo siguiendo el ritmo del paso del animal que le lleva. Va cubierto por una larga túnica cuyo color blanco, oculto bajo una fina capa de polvo, resulta ya imposible de discernir. Es polvo de miles de estadios recorridos sin apenas detenerse, tierra de países lejanos, salitre de los barcos en los que ha navegado, polvo también de los inseguros caminos de una península itálica en guerra. En la fase final de su periplo ha visto a turmae de caballería cartaginesa moviéndose libres por los caminos. Extraños movimientos de tropas extranjeras que no hacían sino anunciar que la situación en la metrópoli no estaría mucho mejor que en Hispania. Se escabulló de los jinetes cartagineses escondiéndose entre los árboles que salpicaban los bordes de las calzadas, conteniendo la respiración, apaciguando a su exhausto caballo, cabalgando de noche, arropado sólo por la tenue luz de la luna, bajo un cielo de estrellas.
Ahora en la propia Roma, se ha cubierto la cabeza con parte de la túnica, a modo de capucha, de forma que su rostro queda invisible para los viandantes, alargando así su lento desfile incógnito, apesadumbrado, incierto. Todos los que se cruzan con aquel hombre se apartan de su camino. Nadie quiere interponerse en la ruta de aquel emisario del infortunio venido de tierras lejanas.
Los romanos estaban acampados en una amplia llanura, ligeramente al sur del Ebro. Habían cruzado el río con la firme determinación de lanzar una ofensiva definitiva contra los cartagineses en Hispania. Los dos generales al mando, procónsules cum imperium, se habían reunido para decidir la estrategia final de ataque. Publio Cornelio Escipión padre y su hermano Cneo debatían aquella mañana sobre la viabilidad de dividir sus fuerzas en dos contingentes, de forma que uno se dirigiera hacia el norte para hacer frente a los dos ejércitos púnicos mandados por Magón Barca, el hermano pequeño de Aníbal, y el general Giscón, y el otro permaneciera esperando la llegada del tercer ejército cartaginés de la península comandado por Asdrúbal Barca, el otro hermano de Aníbal, mayor que Magón y mucho más experimentado en la guerra. Al fin decidieron que Publio padre avanzaría sobre Magón y Giscón mientras que Cneo, llevándose consigo los refuerzos de los veinte mil mercenarios celtíberos que ahora volvían a apoyar a los romanos, atacaría a Asdrúbal Barca. Salieron entonces ambos generales romanos de la tienda en la que habían debatido. Delante de los lictores que los escoltaban y ante los ojos de sus hombres, los dos procónsules, hermanos de sangre, se abrazaron. A continuación celebraron un sacrificio de varios animales, una docena de bueyes, seis por cada ejército romano que partía para la lucha, y encomendaron su fortuna a los designios de los dioses.
–Suerte, Cneo -dijo al fin Publio-. Espero que nos veamos pronto y celebremos juntos la próxima victoria.
Cneo respondió alto y claro para que le oyeran todos cuantos los observaban.
–¡Así sea, hermano! ¡Hasta pronto! ¡Que los dioses estén contigo y tus hombres!
–¡Que estén con los dos! – añadió Publio.
Y, tras un nuevo abrazo, ambos montaron sobre los caballos que sus escoltas tenían preparados para ellos y se alejaron en direcciones opuestas.
Era extraño que la gente no se agolpara alrededor de aquel jinete recién llegado a la ciudad en busca de noticias, pues todos deseaban saber de la guerra en Campania y también en el sur, de Aníbal, del frente abierto en Iliria contra Filipo V y, sobre todo, de Hispania, allí donde las tropas romanas dirigidas por los Escipiones Cneo y Publio Cornelio estaban consiguiendo las victorias más claras para la República. Sin embargo, aquel jinete inspiraba un aire de desaliento infinito, una densa sensación de desánimo que ahuyentaba a los curiosos.
El ejército romano de Publio Cornelio Escipión empezó a ser hostigado por la caballería númida que habían traído consigo los cartagineses. Los enfrentamientos eran diarios y, al final, el general romano optó por montar un campamento sólido donde refugiarse a la espera de decidir la estrategia oportuna para enfrentarse en batalla abierta contra el ejército cartaginés sin sufrir más bajas. Llegaron entonces varios exploradores. El procónsul escuchó sus noticias.
–El enemigo cartaginés va a reunirse con el jefe hispano Indíbil y todos sus hombres, los suesetanos, son unos siete mil quinientos hombres armados, se unirán a las tropas cartaginesas; quiere que se unan a ellos para atacarnos juntos.
Publio Cornelio Escipión padre ponderó el riesgo de intentar impedir esa unión de fuerzas saliendo con sus propias tropas a campo abierto. Al final decidió que un pequeño contingente del ejército se mantuviera en la fortificación mientras él salía con el grueso de sus fuerzas para frenar a Magón y Giscón antes de que éstos se unieran a Indíbil. Fue una salida y una marcha nocturna, dura, agotadora. La velocidad y la sorpresa eran claves en aquel movimiento.
Con la primera luz del amanecer, ambos ejércitos se encontraron cara a cara y, sin apenas tiempo para formar unas líneas claras de combate, ambas fuerzas entraron en una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo. Publio Cornelio cabalgaba de un extremo a otro del frente animando a sus soldados, dirigiendo, donde esto era posible, las acciones de sus hombres.
Nadie se atrevía a acercarse y preguntar algo tan sencillo como «¿de dónde vienes, viajero? ¿Tienes noticias de la guerra? ¿Te envía alguno de nuestros generales?». No, nadie le detenía, nadie le preguntaba.
Así avanzó por los caminos hasta alcanzar las puertas de la ciudad. Allí los legionarios de las legiones urbanae, que custodiaban los accesos a la ciudad, le interpelaron, no sin cierta incomodidad por tener que detener a aquel extraño.
–¿ Quo vadis?
El hombre detuvo su caballo.
–Mi nombre es Mario Juvencio Tala. Vengo de Hispania. Tengo informes para el Senado y un mensaje privado para Publio Cornelio Escipión hijo.
Los legionarios consultaron entre sí. El aspecto del hombre era el de un centurión de Roma y su uniforme coincidía con el de las legiones de Hispania. Al fin, el oficial al mando tomó la decisión de dejarle pasar, pero ordenó que varios hombres le siguieran a distancia.
Mario cabalgó al paso por las laberínticas calles de Roma, despacio, con su montar de agotamiento eterno, pero con tremenda perseverancia, seguro de su ruta, conocedor de su objetivo. Le seguían, pero aquello le era indiferente. También le siguieron númidas armados, apuntando su cuerpo decenas de afiladas lanzas cuando fue como emisario a la corte del rey bárbaro Sífax en África. Aquello le parecía sencillo, pese al enorme riesgo que conllevó aquella misión, en comparación con la información que debía transmitir aquel día en el mismo corazón de Roma.
Los cartagineses lanzaron multitud de jabalinas sobre las tropas romanas. Los soldados se protegían con los escudos. Luego se luchaba palmo a palmo. En ese momento el general romano, preocupado en poner orden en la formación de sus hombres, no vio la jabalina que navegaba por el aire, cortando el viento helado del amanecer. Uno de los lictores se percató de la situación e intentó interponer su propio cuerpo entre la jabalina y el procónsul de Roma, pero llegó tarde. El arma completó su viaje mortal hasta estrellarse en la espalda del general romano. Se oyó el crujido de los huesos de la columna vertebral astillándose, quebrándose en mil pedazos. Publio Cornelio Escipión padre cayó del caballo, sobre el suelo, sintiendo la tierra húmeda de rocío en sus sienes. Respiraba con dificultad. Vio la caballería númida rodeando a sus soldados. Pensó en Cneo. Deseó que tuviera mejor suerte. Sintió una punzada profunda de dolor seco, luego un inmenso cansancio. Ya no sabía si respiraba. Oyó gritos de sus hombres.
–¡Han alcanzado al general!
El procónsul se percató de que los númidas encontraban poca resistencia. Los romanos luchaban retrocediendo. Cneo tendría que conseguir la victoria por sí mismo. Y Publio y Lucio, sus hijos, deberían valerse ya solos en Roma, en esta guerra infinita… Sintió el sabor de la sangre en su boca y se atragantó. Tosió sobre el suelo y escupió su dolor a borbotones rojos mientras perdía la noción del tiempo. Por un momento pensó que yacía en su casa, junto a su mujer y hasta recordó el olor del perfume que ésta llevaba las noches de verano. Quiso alzarse. Le parecía humillante terminar así, de esa forma, sin poder ofrecer más resistencia, pero, aunque él no lo sabía, la lanza le había atravesado las vértebras partiendo su columna en dos; también había herido el corazón y la sangre apenas fluía por sus venas. Sus recuerdos se desvanecían en su mente como hojas secas que arrastra el viento de otoño.
Mario al fin se detuvo ante una imponente domas en el centro de la ciudad. Era la residencia de la familia de los Escipiones. Allí desmontó. Se acercó a la puerta y la golpeó con fuerza. Pasaron unos segundos antes de que hubiera alguna respuesta desde la casa. Los legionarios que le seguían esperaron a una distancia prudencial. El mensajero se sacudió algo del polvo del camino con algunas palmadas sobre sus hombros y piernas, sin mucho afán, sin mucho interés por las apariencias. Era más un gesto con el que ocupar la espera. Un esclavo alto y armado abrió la puerta.
–¿Quién es? ¿Qué deseáis? El señor de esta casa no recibe a extraños.
–Lo sé -comentó el mensajero-. El pater familias de esta casa no está aquí, sino lejos, en Hispania. Traigo un mensaje para su familia.
Cneo dispuso sus tropas en formación de ataque. Formación clásica, con las legiones romanas en el centro: vélites en la vanguardia, seguidos de las líneas de príncipes y hastati y en la retaguardia las tropas más experimentadas, los triari. En las alas situó a sendos contingentes de los mercenarios hispanos. Asdrúbal Barca dispuso sus tropas para contrarrestar el ataque romano, con una formidable falange de soldados púnicos que se oponía a romanos e hispanos. Todo estaba dispuesto para el combate. Cneo estaba a punto de dar la orden de ataque cuando, sin él ordenarlo, los hispanos comenzaron a moverse, pero no contra los cartagineses ni contra los romanos: los celtíberos simplemente se marchaban, abandonaban el campo de batalla dejando a los romanos solos ante un ejército cartaginés que, sin su concurso, doblaba en número a los legionarios. Cneo estaba iracundo, pero no podía hacer nada en aquel momento. Habían sido traicionados. Los celtíberos se habían vendido a los cartagineses y, por un precio que él desconocía, habían acordado no combatir a favor de nadie. Sin las fuerzas romanas que se habían quedado con su hermano Publio, Cneo estaba en flagrante inferioridad. Era una locura atacar. Sintió el temor en el rostro de los soldados que podía observar más próximos a él. Los cartagineses no avanzaban. De momento se limitaban a observar cuál sería la reacción de los romanos al verse solos.
Mario había hablado con voz firme, sin prisa. Había cabalgado y navegado durante semanas para llevar su mensaje a esa casa y cada paso que había dado le atenazaba más el corazón. Si por él fuera, preferiría no haber llegado nunca, haberse perdido en un abordaje por piratas o en una emboscada por los cartagineses en Hispania desde donde salió o en los caminos de la península itálica. Cada día se había encontrado cabalgando más despacio. En un principio lo había atribuido al enorme cansancio de aquel viaje sin pausa, pero ahora que acababa de llegar a su objetivo, a aquella casa, se dio cuenta de que no era cansancio, sino pena y dolor y miedo a entregar su mensaje lo que había ralentizado, de forma inconsciente, su marcha. Ahora lo veía claro, pero aquel instante de lucidez no hizo sino avivar su desazón.
Cneo no consultó a sus centuriones. Sin dudarlo, dio la orden de replegarse. Había que salvar el ejército y reunirse con su hermano. Juntos podrían conseguir la victoria. Las trompas sonaron indicando la orden del procónsul. Los soldados respiraron aliviados. Ninguno había retrocedido un paso mientras los celtíberos desertaban, pero sus corazones se habían hundido. Con el sonido de las trompetas veían aliviados que su general era un valiente pero no un loco. Las tropas romanas se replegaron. Los cartagineses observaban, de momento, sin avanzar.
El atriense abrió más la puerta para contemplar al viajero cuya respuesta le había sorprendido. Le miró en silencio unos segundos.
–Esperad aquí. Veré si la familia desea recibiros.
El esclavo dejó al mensajero en el vestíbulo y se dirigió hacia el atrio de la casa en busca de alguno de sus amos. Pasaron unos minutos. El viajero contempló los inmensos mosaicos del suelo del atrio. Al fondo, una cortina gruesa que daba acceso al peristilium impedía ver qué ocurría en aquella parte de la casa. El esclavo desapareció por un pasadizo junto al tablinium.
Mario meditaba sobre cómo dar las noticias que traía consigo. «¿De qué forma se anuncia el horror cuando éste se apodera de una casa?», pensó. «¿De qué modo se explica el final de alguien tan importante como un procónsul de Roma?» Al fin, reapareció el atriense de aquella casa.
–Seguidme.
El viajero siguió al esclavo a través del atrio hasta llegar a la cortina que daba acceso al peristilium. El esclavo descorrió la cortina e invitó al viajero a que pasara al interior. Así lo hizo. De esta forma el mensajero entró en el patio al aire libre de la casa de los Escipiones en Roma. Allí le esperaban la mujer del pater familias de la casa reclinada en un triclinium y, a ambos lados, de pie, los dos hijos, Publio y Lucio, y junto al primero su mujer Emilia Tercia. Ésta sostenía una niña pequeña en sus brazos. Varios invitados y clientes de la familia los rodeaban. Todos adivinaban que aquel mensajero traía noticias de vital importancia y aguardaban en silencio. Al mensajero le sobrecogió, si cabe aún más, el corazón el ver a toda aquella gente expectante, pero de entre todos, destacaba la mirada intensa y penetrante del mayor de los hijos del procónsul. Publio tenía fijos sus ojos en Mario, como si intentara anticipar el contenido del mensaje que había traído a aquel hombre desde tierras tan lejanas con tanta urgencia que ni tan siquiera había podido asearse en unos baños públicos o en su propia casa. Publio sabía que tanta urgencia sólo podría traer desventura.
Aquéllos, pensó Mario, eran unos ojos que leían en lo más hondo de los corazones de los hombres y entonces tuvo miedo de que le leyeran en su alma con demasiada rapidez. Había dedicado los días de su viaje por mar a diseñar la mejor forma de entregar sus noticias poco a poco. Sin embargo, aquella mirada parecía leer a toda velocidad cada una de las líneas que había imaginado decir.
Los cartagineses permitieron que el ejército de Cneo se replegara, pero en cuanto éste se desvaneció en el horizonte, Magón y Giscón dirigieron sus tropas para reunirse lo antes posible con Asdrúbal Barca. Comoquiera que éstos, una vez derrotado Publio Cornelio Escipión padre, habían avanzado ya una gran distancia, los tres ejércitos cartagineses se reunieron pronto. Asdrúbal Barca, como el general de mayor rango y experiencia, tomó el mando y ordenó que la caballería númida se adelantara y hostigara a Cneo y sus tropas antes de que éstas alcanzasen el Ebro en busca de tierras más seguras en el norte.
Los jinetes númidas, veloces y ágiles, vislumbraron las tropas romanas en retirada y se lanzaron sobre las columnas de legionarios. Eran ataques breves que no buscaban un enfrentamiento campal, sino simplemente entorpecer la retirada romana. Y lo conseguían. Los legionarios, para protegerse de las lanzas de la caballería númida, se veían obligados a detenerse, girarse y protegerse con sus escudos al tiempo que con sus espadas y pila repelían los continuos ataques númidas. Cneo no quería mandar a su pequeño contingente de caballería a luchar contra un auténtico ejército a caballo, hostil, ágil y experimentado, para no perder sus únicas fuerzas montadas.
La noche caía sobre el valle que estaba cruzando. Cneo condujo a todas las tropas a una colina para que formaran un círculo y, desde esa posición de altura, protegerse. No había ni tiempo ni material para levantar una fortificación. Con los últimos rayos del sol arrastrándose sobre la llanura, Cneo divisó la vanguardia de los tres ejércitos púnicos. El general romano ordenó entonces que los soldados cavasen una zanja profunda que sirviera de foso de protección y así al menos complicar el inexorable ataque del enemigo, pero, para desesperación de los legionarios, el terreno sobre el que se habían establecido era pétreo, pura roca. No había tierra en la que excavar. Ninguna zanja ni trinchera era posible. Y los cartagineses se aproximaban, un inmenso ejército, enfervorizado, eufórico de victoria. Como no se podía cavar, Cneo ordenó que dispusieran todos los pertrechos, suministros, equipajes y armas que no fueran a utilizarse en el combate para formar así una barricada. Era todo lo que podía hacerse en aquellas circunstancias.
La noche cayó sobre la colina y el valle. Los cartagineses encendieron antorchas. Los romanos vieron cómo miles de fuegos en movimiento los rodeaban por todos lados. Cneo, al menos por un momento, albergó la esperanza de que no fueran a atacar por la noche. Tampoco es que eso pudiera suponer gran alivio, pero al menos tendría tiempo de pensar algo. Alguna cosa. Algo podría hacerse.
Fue una noche triste, larga y breve a la vez. Cneo ordenó que los hombres descansasen excepto los centinelas y que todos cenaran pronto para reposar el máximo tiempo posible antes de la contienda. Con las primeras luces del alba ordenó que se desayunase para reponer fuerzas, pero muchos hombres apenas si probaron bocado. Él mismo fue incapaz de predicar con el ejemplo.
Los cartagineses empezaron el ataque lanzando sus destacamentos de jinetes númidas contra las improvisadas barricadas romanas. Una vez más ataques breves y retirada rápida. Los romanos estaban atemorizados. Cneo, aprovechando un receso en los primeros embates de los africanos, se dirigió a sus hombres proyectando su voz con todas sus fuerzas.
–¡Legionarios de Roma, será una jornada difícil, pero combatiremos hasta el final de la misma, hasta el nuevo amanecer! ¡Luchad juntos, unidos y no cejéis en el combate! ¡Del esfuerzo de todos depende la vida de cada uno! ¡Yo lucharé con vosotros hasta el final!
No era un gran discurso ni muy denso de contenido, pero surtió efecto. Los soldados romanos sintieron el valor de su jefe y recordaron cómo no quiso hacerlos luchar en campo abierto contra un enemigo mayor. Había intentado salvarlos a todos, pero las circunstancias no lo habían permitido. Ahora les pedía que combatieran y debían hacerlo. Por Roma, por su patria, por su vida.
Los cartagineses se lanzaron al ataque por todos los frentes. Ahora eran contingentes de infantería pesada. Lanzaban jabalinas y, mientras los romanos se protegían con los escudos, otros soldados cartagineses se aproximaban con antorchas ardiendo que lanzaban sobre la barricada. De esta forma, pronto todos los pertrechos que los romanos habían apilado a su alrededor para defenderse prendieron en llamas. Los romanos veían al ejército cartaginés moviéndose tras aquel pavoroso incendio y, súbitamente, grupos de soldados enemigos penetrando por aquellos lugares donde el fuego había devorado la mayor parte de los pertrechos de la barricada. Cneo mandaba legionarios a defender aquellos espacios por donde entraban los cartagineses.
La contienda duró horas en un combate de desgaste donde cada vez quedaban menos romanos para defender los cada vez mayores huecos de la barricada y, por el contrario, el número de cartagineses parecía no tener fin. Daba igual el número de guerreros púnicos que caían a manos de los romanos; nuevas tropas venían a sustituir a las anteriores en una procesión sin otro final previsible que el de la completa aniquilación de los romanos. Cneo, no obstante, mantuvo su voz firme y serena, transmitiendo órdenes certeras para preservar el máximo tiempo posible las posiciones desde las que se defendían. Se movía en medio de la más gélida de las sensaciones. ¿Por qué había tantos cartagineses? ¿Dónde estaba su hermano Publio?
Mario se sacudió con una mano parte del polvo que llevaba sobre su toga gastada y engrisecida y, al fin, empezó a hablar.
–Os saludo, Publio Cornelio Escipión, primogénito de la familia de los Escipiones, hijo y sobrino de los procónsules de Roma en Hispania, y saludo a vuestro hermano Lucio Cornelio Escipión, a vuestra madre Pomponia y a vuestra esposa, Emilia Tercia, hija del que fuera honorable cónsul Lucio Emilio Paulo, y saludo a todos los aquí presentes. Mi nombre es Mario, Mario Juvencio Tala. Soy centurión de la primera legión de Roma en Hispania bajo el mando de vuestro tío Cneo Cornelio Escipión. Vengo enviado por Lucio Marcio Septimio y traigo noticias de la guerra en Hispania.
El silencio se hizo aún más profundo. Las palabras del mensajero eran repetidas fantasmagóricamente por el eco proveniente de las arcadas de la segunda planta del peristilium. Unas arcadas que rodeaban a todos los presentes. Publio seguía leyendo con su mirada el rostro del viajero recién llegado a su casa.
–Las noticias que traigo no son buenas para esta familia. Ruego que no se me tome por enemigo por traer las funestas noticias que Lucio Marcio Septimio, actual comandante de las tropas en Hispania, me ha encomendado.
Al escuchar aquellas palabras, Publio bajó la mirada e inspiró aire en una ansiosa inhalación en la que intentaba encontrar oxígeno suficiente para apaciguar sus peores temores. No necesitaba escuchar más. Si ahora había un nuevo comandante romano en Hispania eso sólo podía significar una cosa. Él lo había presentido al final de la obra de teatro, durante los Saturnalia, apenas hacía unas semanas, pero una y mil veces se había dicho a sí mismo que aquello no era un signo de una terrible premonición, sino tonterías de un joven asustado, fruslerías impropias de ocupar la mente de un tribuno del ejército romano y, menos aún, de un edil de Roma, y, sin embargo, ahora todo parecía derrumbarse a su alrededor. El resto de los presentes comprendía también ahora la auténtica dimensión del desastre que se había desatado sobre aquella casa, sobre aquella familia. Pomponia, la única persona que tenía la suficiente entereza como para mantener una fría calma en medio de la mayor de las catástrofes, se dirigió al mensajero.
–Esta familia no confundirá tu presencia con la de un enemigo por traernos noticias funestas por terribles que éstas sean. Apreciamos tu coraje al venir, pues nadie quiere ser mensajero de infortunios, y agradecemos la celeridad con la que has acometido el encargo a juzgar por la apariencia de tus ropas, testigos mudos de un largo viaje, pero soy yo ahora quien te ruega, quien te conmina, centurión, a no alargar más nuestras dudas y la congoja que embarga nuestros corazones. Dinos en una frase lo peor de tu mensaje.
El mensajero admiró el valor de aquella mujer. Inspiró, tragó saliva y fue conciso en sus palabras.
–Publio Cornelio Escipión y Cneo Cornelio Escipión, procónsules de Roma, han perecido en el campo de batalla. Combatieron con inmenso valor y lealtad a Roma hasta el final. El primero cayó en una emboscada con los cartagineses y el segundo víctima de la traición de los aliados iberos que abandonaron al procónsul justo antes de entrar en combate con las tropas de Cartago.
Todos los presentes volvieron sus ojos sobre la familia de los Escipiones. La madre miraba al suelo abrumada por el dolor sin decir nada. Su autocontrol sólo le permitía no deshacerse en lágrimas y gemidos, pero ya no le daba para hablar. Los hijos guardaban silencio. Emilia cogió el brazo de su marido Publio con fuerza.
La posición estaba perdida por completo. Ya no había líneas que mantener. La colina estaba repleta de enemigos y los romanos luchaban contra cientos de soldados cartagineses que ascendían por todas partes. Cneo y unos pocos retrocedieron colina abajo por un espacio que parecía menos poblado de enemigos. Se abrieron camino juntos a golpes de espada, protegidos por sus escudos. Pronto los generales cartagineses se percataron de que el último procónsul de Roma en Hispania intentaba huir. Lanzaron la caballería contra el pequeño grupo de legionarios que protegían al procónsul. Los jinetes se abalanzaron con inusitada violencia contra los legionarios que huían. La mayoría cayó en la primera acometida, el resto se dividió en dos grupos: uno más numeroso, de unos cincuenta hombres que consiguieron zafarse del choque y adentrarse en un bosque cercano, y otro, más pequeño, que quedó en el valle con el procónsul.
La caballería númida detuvo su marcha, giraron sobre sí mismos y retornaron sobre los supervivientes que quedaron con el procónsul: tres lictores de la guardia personal del general, el propio Cneo Cornelio Escipión y cinco legionarios más permanecían en pie, en medio del valle. Entre las montañas se oían los aullidos de dolor de los romanos que estaban siendo masacrados en lo alto de la colina donde había permanecido el grueso de las tropas. Cneo comprendió que aquél era el final. Blandió su espada al viento y los lictores y legionarios que le acompañaban imitaron su movimiento de desafío a los jinetes cartagineses. Éstos aguardaban la señal de su general. Asdrúbal Barca, dominador de Hispania, se sonrió y miró a sus colegas, su hermano Magón y el general Giscón.
–Es innegable que estos generales de Roma tienen valor; lástima que hoy no tengan estrategia.
Y dio con su brazo la orden final de ataque. La caballería cargó con violencia sobre la línea de romanos. Dos de los lictores y cuatro legionarios cayeron atravesados por las lanzas de los jinetes. Un lictor, un legionario y Cneo evitaron con un rápido movimiento las lanzas y asestaron golpes mortales con sus espadas en los jinetes que pasaron junto a ellos. Tres jinetes cayeron al suelo derribados. La caballería ya no esperaba nuevas órdenes y cargó contra los romanos de oficio, para vengar a sus compañeros abatidos por aquel enemigo que persistía en intentar eludir su inexorable destino de derrota y muerte.
El grupo de legionarios que había conseguido adentrarse en el bosque ascendió a toda velocidad por la ladera de un monte. Un centurión experimentado había tomado el mando. Su nombre era Mario Juvencio Tala, en el que los procónsules habían confiado para misiones difíciles en más de una ocasión. Pronto alcanzaron un altozano que permitía ver por encima de las copas de los árboles. El grupo de legionarios se detuvo. A Mario le habría gustado ser ciego aquel día.
En el valle, la nueva carga de la caballería númida derribó al legionario y al lictor supervivientes, que cayeron bajo las lanzas cartaginesas. Cneo fue herido en el costado pero se mantenía en pie. Tenía una lanza clavada que se había partido por la mitad. La lanza le impedía el movimiento, pero se mantenía, aunque débil, sobre sus piernas. Arrojó el escudo al suelo. El dolor le atravesaba, la sangre brotaba a borbotones por la herida. Cogió con una mano la lanza e intentó sacársela, pero no tenía suficientes fuerzas. Los cartagineses habían detenido su ataque. Asdrúbal contemplaba la escena. Sonrió al recordar el pacto que había hecho con Baal cuando se retiraba navegando por la desembocadura del Ebro y alzó el brazo para frenar una nueva carga de la caballería. Aquél era el general que le había derrotado en el río y el que, junto con su hermano, el otro procónsul, había estado impidiendo su avance hacia Italia para ayudar a Aníbal. Quería disfrutar del momento. Los tres generales cartagineses avanzaron para observar la escena con mayor claridad. Cneo inspiró aire como para recuperar fuerzas y miró a su alrededor. Vio a los generales cartagineses y a un grupo de sus hombres en lo alto de una colina, dentro ya del bosque. Bien por ellos, pensó. Alguien se iba a salvar de aquella carnicería. Pero no podía morir así, ante aquellos generales enemigos y humillado ante legionarios suyos que le observaban desde la distancia. Cneo soltó entonces su espada y con las dos manos tiró de la lanza al tiempo que gritó para arrancarse dolor y lanza a la vez. Cayó de rodillas. Puso la mano izquierda sobre la herida abierta para disminuir la sangre que manaba sobre la hierba de aquel valle y con la derecha cogió de nuevo la espada. Ayudándose de ella como si de un scipio o bastón se tratara se alzó de nuevo, y herido y sangrando y vacilante pero con orgullo y decisión repitió el movimiento de desafío a los cartagineses blandiendo con agilidad sorprendente la espada al viento, haciendo el giro característico con el que los miembros de su familia retaban al enemigo, esperando un nuevo ataque, solo, sin escolta ni legionarios, sin tropas a las que mandar, sin aliados, sin amigos, solo, rodeado por miles de cartagineses, solo, sin su hermano ni su familia, respirando el aire frío de aquella batalla.
Mario observaba mudo e impotente el martirio de aquel general y pensó que, si sobrevivía, nunca jamás encontraría nadie con tanto valor. Qué desperdicio para Roma. Qué insensatos los senadores que negaron refuerzos a aquel procónsul.
Asdrúbal y los otros dos generales se detuvieron. El hermano de Aníbal inspiró profundamente y, exhalando el aire de sus pulmones, volvió a dar la orden de ataque. Esta vez sólo dos jinetes se abalanzaron sobre Cneo. A galope tendido, blandiendo sus lanzas en el aire, apuntando al pecho del romano se echaron sobre el procónsul. Éste retrocedió un paso para apuntalar mejor su estocada defensiva y con la espada golpeó las lanzas desde un lado partiéndolas. Los legionarios que rodeaban a Mario contemplando la escena lanzaron un grito de júbilo. Los jinetes númidas sobrepasaron a Cneo sin derribarle pero frenaron para volver a cargar, esta vez con las espadas en mano. Cneo los esperó. Mario y los legionarios supervivientes sacudieron sus cabezas en señal de desesperanza infinita. Cneo sentía sus fuerzas debilitándose por momentos. Apenas podía mantener la vertical. Sus pies helados se empapaban del calor de su propia sangre, su vida misma que se derretía sobre la tierra. Uno de los jinetes se abalanzó sobre él para matarle con la espada. Cneo paró el golpe con su propia arma, pero el ímpetu del cartaginés le derribó y cayó de espaldas. Cneo quiso levantarse pero su cuerpo ya no respondía. Se quedó sobre la hierba, una mano en la herida, otra en la espada, mirando al cielo. Dibujada en el horizonte vio la sombra de un cartaginés cernirse sobre él. Sintió entonces otra lanza que lo atravesaba y de pronto dejó de sentir, de pensar, de ser… Sólo le quedaba el murmullo de la fuente del jardín de la casa que lo vio nacer, donde jugaba con su hermano las tardes de verano, mientras sus padres dormían y el viento mecía las hojas de los árboles con la ternura y la paciencia del calor cálido de Roma. Aun así, como movido por los dioses, con la lanza clavada en su pecho, su cuerpo se irguió y, apoyando una mano en el suelo, empezó a levantarse de nuevo. Ya no veía, ni escuchaba ni sentía. Sólo concentraba sus inexistentes fuerzas en ejecutar el acto de levantarse. Un procónsul de Roma muere en pie o no muere.
Mario observaba atónito aquella exhibición de pundonor más allá de todo lo imaginable. Los legionarios asistían con las bocas abiertas a la lección de dignidad que les daba su general hasta el último instante de su existencia. Varios empezaron a llorar.
Cneo permanecía así de pie, temblando, sin ver al enemigo, resistiendo.
El general cartaginés Asdrúbal Barca, hermano de Aníbal, desmontó de su caballo. Estaba sobrecogido por la perseverancia de aquel procónsul. No era de una estirpe normal. No estaba hecho de la madera del resto de los romanos a los que se había enfrentado. Asdrúbal acertó a interpretar el último deseo de aquel general romano. Se acercó despacio hasta Cneo, una triste figura de sangre y heridas abiertas, que se tenía en pie más por influjo de sus dioses que por fuerzas propias. Los númidas, al ver acercarse a Asdrúbal, espada en ristre, se distanciaron dejando espacio a su general en jefe. Éste, una vez situado a tres pasos de Cneo habló en griego, para asegurarse de ser entendido, en voz alta y clara.
–Cneo Cornelio Escipión, procónsul de Roma, soy Asdrúbal Barca, general en jefe de Cartago en Hispania y hermano de Aníbal. Será mi espada la que termine con tu vida. Vete allí donde sea que vuestros dioses os lleven a los romanos, pero vete sabiendo que nunca vi a nadie combatir con tanto valor hasta el final.
Cneo asintió despacio con la cabeza. No había fuerzas para más.
La espada de Asdrúbal atravesó el pecho, las costillas y el corazón del procónsul y éste se desplomó sin decir nada, sin pronunciar un solo gemido, sobre la tierra empapada de su propia sangre. En su mente el murmullo de una lejana fuente parecía acercarse más y más, hasta inundar su alma con una embriagadora sensación de paz.
Asdrúbal sacó la espada del cuerpo del general romano y se quedó largo tiempo contemplando la faz de aquel guerrero. Jamás había visto nadie que tardase tanto en morir ni que luchase con semejante temple.
Mario y sus hombres dieron media vuelta y se adentraron en el bosque. Corrieron durante todo el día sin parar, huyendo, sin pronunciar palabra, sin decirse nada, sin casi pensar. Buscaban la supervivencia y olvidar lo presenciado, olvidar su fracaso, su sufrimiento y, sobre todo, el dolor de su general caído en combate. Pero cuando Mario relató a Lucio Marcio Septimio, el nuevo centurión al mando en Hispania, lo que habían contemplado, éste, tras un largo y pesado silencio, le encomendó su nueva misión.
–Marcharás a Roma e informarás al Senado de lo que aquí ha ocurrido. Les dirás que hemos detenido a los cartagineses en el Ebro, pero que sin refuerzos no podremos resistir mucho tiempo. Marcharás también a casa de la familia de los procónsules e informarás personalmente del valor y de su honorable servicio a Roma. Es una misión que nadie querría, pero lo menos que se puede enviar a esa familia que tanto ha entregado en esta guerra es un soldado con rango de centurión que haya sido testigo de los últimos momentos de uno de sus seres queridos. Varios soldados te escoltarán hasta Tarraco.
Publio estaba junto a la fuente del centro del jardín. El relato del mensajero había dejado a todos sin habla. Sobre las respiraciones contenidas se oía el murmullo del agua. Publio recordó, sin saber por qué, a su tío jugando con él junto a aquella fuente. Entre el murmullo agridulce de aquellos recuerdos se oía la voz del mensajero explicando cómo un centurión, Marcio, había sido elegido por el resto de los oficiales supervivientes en Hispania como comandante en jefe a la espera de recibir instrucciones del Senado. Era Marcio el que le había ordenado partir para informar al Senado, pero había insistido en que debía detenerse también en la casa de Publio y Cneo Escipión e informar a su familia de lo acontecido.
En medio del silencio, una voz habló titubeante. A Publio le costó reconocerse en aquel extraño timbre lleno de melancolía y duda.
–Que den agua y comida a este hombre, madre, te ocuparás de eso, ¿verdad? Ahora necesito unos minutos para pensar. Unos minutos. Enseguida vuelvo.
Publio se dirigió hacia el tablinium, mientras todos se hacían atrás para dejarle paso. De ahí se adentró en los aposentos de la familia. No tenía muy claro adonde ir. Al fin, sin saber muy bien cómo, se encontró en la biblioteca de su padre. Aquél le pareció un sitio tan adecuado como cualquier otro. Allí se detuvo. Allí tomó asiento en un taburete. Apenas entraba luz por la puerta. Las estanterías de los dos armarios estaban llenas de los rollos con los volúmenes que su padre había ido coleccionando durante su vida. Ya no compraría más. Allí estaba la traducción que Livio Andrónico hizo de la Odisea con la que les empezó a enseñar a leer latín hasta que al fin contrató al viejo Tíndaro para que prosiguiese con sus enseñanzas. Aquélla era la misma estancia de la que Cneo decía que sólo merecía la pena entrar en ella por los tratados de guerra y la colección de mapas de su padre. Cneo nunca fue hombre de letras. Nunca lo fue. Era de otra forma. El los enseñó a luchar, a batirse en el campo de batalla. Ahora sus dos fuentes de conocimiento y de apoyo, sus dos sostenes en la vida habían sido fulminados por aquella guerra. Ya no estaban allí. Era así de cierto y así de sencillo. ¿Qué haría ahora? ¿Qué tocaba hacer ahora? En circunstancias de crisis todo se solucionaba reuniéndose su padre y su tío: ellos debatían, discutían a veces, pero siempre encontraban la mejor solución. Ahora no estaban. La guerra podría haberse llevado a uno. Era algo que siempre temió, pero para lo que intentaba prepararse. Pero los dos a la vez, aquello era algo tan terrible como inesperado. Abrumador.
–Los dos han muerto -pronunció en voz alta y su voz resonó en la soledad de la estancia. Lo decía en alto como para convencerse de lo inexorable de aquel acontecimiento. En el peristilium esperaban decenas de personas. Se había marchado, sin saber qué hacer, sin saber qué decir. Su madre estaba destrozada. En cualquier otro momento, para cualquier otra crisis podría haber recurrido a ella para pedirle consejo, pero no ahora. Eso sería cargarla con un nuevo dolor: la incompetencia de su hijo para asumir su responsabilidad. Pero cómo entrar de nuevo en aquel lugar y qué decir a todos los presentes. «No os preocupéis, yo me encargo de todo, soy el primogénito y asumo mi condición.» Sonaba patético. Se echarían a reír. Su padre era un político apreciado entre casi todos los senadores de Roma, y temido incluso por Fabio y los suyos, además de notable en el campo de batalla. Su tío era de otra pasta. El relato de su muerte había conmocionado a los presentes. ¿Quién era él para pretender suplantar tanta valía, tanta dignidad? Sólo era un joven alocado que había cometido alguna heroicidad absurda en el campo de batalla de la que había salido a salvo gracias a la protección de Lelio, procurada con inteligencia por su propio padre. Luego había asistido de nuevo en la guerra para ser copartícipe de derrota en derrota ante Aníbal, para ser testigo y superviviente del mayor desastre del ejército de Roma en Cannae. Perdonado por el Senado, por su condición de patricio miembro de una de las más importantes familias de la ciudad, por salvar los restos de aquel ejército y no perjurar de su patria. Sí, algunos de esos episodios eran ejemplo de cierta dignidad, pero incomparables con los de su padre y su tío. ¿ Qué tenía él que ofrecer a los familiares, clientes y amigos de los Escipiones? Donde su padre y su tío ponían sus cargos senatoriales, sus magistraturas y promagistraturas, él sólo era un edil de Roma. Podía organizar juegos, representaciones teatrales y regalar aceite entre los pobres de la ciudad.
–Grandes glorias -volvió a decir en alto, con voz desgarrada entre cínica y socarrona; no se merecía ni vivir en la misma casa en la que habían habitado su padre y su tío. Era indigno de ellos y no había nada para reparar aquello. La familia de los Escipiones estaba deshecha, terminada, sin destino. Cuanto antes lo asumieran todos antes podrían familiares, amigos y clientes buscarse otros que defendieran sus intereses.
La hierba estaba húmeda. La sentían por la piel de los brazos desnudos mientras se arrastraban por el suelo. Estaban en Capua. Esto es, junto a los campamentos militares, empalizadas y fortificaciones que los romanos habían levantado en torno a la ciudad. Maharbal, agazapado, acompañado por una decena de sus hombres, contemplaba el valle repleto de fosos, guarniciones de soldados, patrullas de legionarios y un desfile de máquinas de guerra recién construidas con madera que los legionarios habían obtenido talando centenares de árboles de los bosques cercanos. Capua no podía resistir mucho más. Habían hecho bien en dejar Tarento y acudir en su ayuda, aunque ahora quedaba por dilucidar la forma en la que quebrar semejante cerco militar. Su mente se impregnaba de desánimo al ver lo difícil que sería romper un asedio en el que los romanos parecían haber puesto el alma. Pero ya estaban allí, y eso era lo esencial.
–Mi general, va a ser imposible interrumpir el asedio romano -dijo uno de sus hombres, en voz baja, pegado al suelo sobre el que se deslizaban como serpientes para evitar ser descubiertos por los centinelas enemigos.
–Ya veremos. Recuerda que nosotros contamos con un arma secreta -respondió Maharbal con una leve sonrisa.
–¿Un arma secreta, mi general? No sabía yo…, ¿cuál es esa arma? Maharbal volvió a sonreír al responder. – Aníbal.
El general gateó entonces hacia atrás hasta descender del promontorio al que habían subido para otear el valle. Sus hombres le siguieron y en pocos minutos estaban cabalgando de regreso hacia el encuentro del grueso del ejército cartaginés.
Maharbal esperaba encontrarse un gran campamento de tropas africanas estableciéndose en preparación de una gran batalla a la que, de un modo u otro, su líder se las ingeniaría para arrastrar a los romanos, al menos a uno de los dos ejércitos consulares que acechaban la ciudad, o a los dos a la vez. En Cannae ya se enfrentaron contra ocho legiones a un tiempo, de forma que cuatro no suponían un temor especial.
Para su sorpresa, Maharbal y su pequeño grupo de jinetes no se encontraron con el ejército cartaginés levantando un vasto campamento: no había empalizadas en construcción ni zapadores trabajando alrededor de las mismas ni obras de fortificación de ningún tipo. Ante ellos se veía al poderoso ejército africano venido del sur avanzando en columna de a cuatro en una larguísima hilera que serpeaba por entre los valles de Campania, pero no en dirección a la asediada capital de la región, sino hacia el norte.
Maharbal azuzó su caballo hasta hacerlo galopar. Los hombres vitorearon a su general de caballería al verlo volar sobre la hierba de Italia. Los jinetes númidas que lo habían acompañado en la expedición de reconocimiento apenas podían mantenerse a una distancia de unos cien pasos que a cada instante se dilataba por la agilidad de Maharbal sobre su potente y hermoso corcel negro.
Al poco tiempo, el general de la caballería africana alcanzó la posición de Aníbal en la vanguardia del ejército cartaginés.
–Mi general -empezó Maharbal-, Capua está a la derecha… ¿Dónde pensáis… levantar… el campamento? – Hablaba entrecortadamente a causa del esfuerzo de su larga galopada.
–No levantaremos un campamento hasta el anochecer -respondió Aníbal sin mirarle.
Aquello no tenía sentido. Ni tan siquiera era el mediodía. Y a las alturas del año en las que se encontraban, con la primavera aún por llegar al corazón de Italia, aún quedaban seis o siete horas de luz. Para cuando anocheciese estarían a decenas de estadios de allí. ¿Para qué cruzar toda la península desde el sur para luego alejarse de su objetivo?
–Con el debido respeto, eso nos aleja enormemente de nuestro destino, mi general -comentó Maharbal.
Aníbal esbozó una mueca a modo de sonrisa lacónica en sus labios.
–Eso depende de cuál sea nuestro destino, Maharbal -respondió Aníbal, que se quedó pensativo; continuó hablando, pero no dirigiéndose a Maharbal, sino como si meditase en voz alta-. Destino, sí. Ésa quizá sea la palabra más adecuada.
Maharbal se quedó en silencio, sin saber qué añadir. Detuvo su marcha. Ante él el ejército de Cartago proseguía su avance hacia el norte, dejando atrás Capua. Recordaba aún las palabras de Aníbal aceptando la necesidad de ayudar a aquella importantísima ciudad aliada de Cartago en la guerra y, sin embargo, ahora que estaban a tan sólo unos pocos kilómetros de la misma para poder cumplir con su cometido, se alejaban de ella, conducidos por un general que, ensimismado y taciturno, mascullaba palabras sobre el destino.
En el jardín permanecían todos los amigos de la familia en un penoso cónclave perturbador e incómodo. Un hombre, uno de tantos clientes de la familia, musitó algo sobre salir y dejar a los Escipiones a solas. La voz de Pomponia, serena, seria, aunque con un vibrante timbre rasgado de dolor, estremeció a los presentes con una sugerencia que, a todas luces, era un aviso para navegantes.
–No es correcto abandonar la casa de un patricio sin despedirse de su pater familias, esto es, siempre que en esta ciudad todavía se consideren las tradiciones sobre las que hemos levantado nuestro Estado.
Viniendo de una mujer cualquiera, aquellas referencias a la tradición, al respeto a la figura de la nobleza y de su cabeza de familia y al Estado habrían resultado hilarantes, pero era la viuda de un procónsul de Roma. Pomponia no era una mujer cualquiera. Pero parecía que algunos clientes ya se sentían demasiado nerviosos ante la doble pérdida de dos de sus más poderosos avales para el adecuado devenir de sus negocios en la ciudad y en las colonias y poblaciones aliadas, de tal modo que la misma voz que había barruntado entre dientes que se disponía a partir se atrevió a formular un comentario aún más osado haciendo visible su rostro y su figura: un hombre de unos treinta años, engordado bajo la protección de los Escipiones, Tiberio de nombre, mercader de esclavos y gladiadores. Util para muchos, aunque conocido por su impertinencia por todos.
–Lo entiendo, mi señora, pero es que, lamentándolo muchísimo, el pater familias de esta casa, tal y como se nos ha narrado, ha fallecido en Hispania, sin lugar a dudas, de forma digna y gloriosa, pero ya no está entre nosotros para despedirnos de él, o ¿quizá sugerís que debamos dirigirnos a vuestra persona a tal efecto?
Lelio y Lucio saltaron ante aquel comentario ofensivo, pero se encontraron con la mano alzada de Pomponia que se levantó de su triclinium y con voz más firme y controlada dio respuesta a aquel cliente retador en medio del horror y el desastre personal.
–Tenéis razón, Tiberio Graco, pero vuestra preocupación por dejarnos en paz y sosiego con nuestro dolor -el tono de ironía salpicado del más hondo de los desprecios que impregnaba las palabras de aquella viuda resultó palpable para todos-, os impide ser preciso en vuestro análisis de la situación, pero yo os lo aclararé para vuestro conocimiento y el de todos los presentes: mi marido ha muerto, eso parece un hecho, y su hermano también, pero el pater familias de esta casa es ahora el edil de Roma, que acaba de salir un momento y, si mi latín no es diferente del vuestro, he entendido con claridad que ha manifestado su intención de regresar en unos minutos. Su padre y su tío han caído en acto de servicio por Roma, quizá podáis esperar esos minutos pare ver qué es lo que desea comentar a todos los aquí reunidos el pater familias del clan patricio que durante tantos años ha estado atento a velar por vuestros negocios; o quizá no, a lo mejor sois de la opinión de que la noticia recibida no merece más atención por el edil de Roma que la compra o la venta de un nuevo esclavo para la cocina de una modesta domus.
Pomponia se volvió a sentar, esta vez sin reclinarse. Tiberio, observado por todos, inclinó su cabeza sin abrir la boca aunque nada hizo tampoco por continuar con su intención inicial de marcharse. Pomponia vio cómo sus palabras habían surtido el efecto deseado, pero sabía también que no era prudente prolongar en el tiempo aquella tensa espera. Aprovechando que Emilia se acercó para preguntarle si deseaba algo, agua, vino, una toalla, se dirigió a su hija política en voz baja.
–Ve a buscar a Publio y dile que debe dirigirse a la gente aquí congregada, que ya habrá tiempo para el dolor y el luto. Búscale en vuestra habitación o, no, mejor, seguro, en la biblioteca. Allí pasaba horas enteras con su padre. Ve, hija mía. Es importante.
Emilia asintió y salió del jardín moviéndose con agilidad entre el tumulto de gente que resultaba demasiado lento para apartarse con la celeridad requerida por su pequeña figura. Estaba nerviosa por la tensión acumulada entre todos los presentes, por las terribles noticias, por el desprecio de Tiberio, maldito tratante de esclavos. Miserable donde los haya. Emilia se secó las lágrimas que corrían por su piel suave y tersa. Eran fruto del dolor, de la rabia y de la impotencia entremezclados. Su espíritu le pedía sacar a golpes a aquella rata que se atrevía a ofender a su nueva familia aprovechando la peor de las crisis. Primero había sido su amadísimo padre, Emilio Paulo, el que cayera bajo el ataque de Aníbal y ahora eran el padre y el tío de su marido los que caían a manos del hermano del general cartaginés. ¿Cuántos más se llevaría por delante aquella guerra? Aturdida entre sus pensamientos, no se dio cuenta de que ya estaba en la biblioteca. Tal y como había predicho Pomponia, allí estaba su hijo, sentado en la penumbra, encogido, una triste silueta. Tuvo miedo. El mandato de Pomponia, no obstante, era preciso y además justo y de sentido común. Se dio cuenta de que tenía temor por su marido: se le exigía demasiado a alguien tan joven, hacerse cargo del destino de una de las familias más poderosas con tan sólo veinticuatro años; aquél era un encargo desmedido a todas luces. Aunque, pensó con rapidez, había reyes que accedían al trono siendo sólo unos jóvenes muchachos: Filipo de Macedonia era un ejemplo o el propio Alejandro Magno, y decían que el mismísimo Aníbal se había hecho con el control del ejército cartaginés de Hispania en una edad similar… No, Aníbal tenía entonces veintiocho años, sí, recordó una conversación sobre el tema con Lelio, hacía unos días, en la fiesta de celebración del nacimiento de Cornelia. Pero, ¿cuánto tiempo llevaba allí detenida sin decir nada a su esposo? Los demás esperaban.
Emilia se acercó despacio y, en la voz más suave que pudo, le transmitió el mensaje de Pomponia. Publio escuchó sus palabras y, aunque nada había dicho Emilia sobre los comentarios de Tiberio, el joven edil detectó en el tono de su mujer que algo había pasado en su breve ausencia.
–¿Alguien ha dicho alguna cosa inapropiada? – preguntó Publio con una serenidad que sorprendió a su mujer.
Emilia tardó en responder, pero la mirada fija y tranquilizadora de su esposo le sosegó el ánimo y, aunque entre sollozos ahogados, le trasladó los comentarios de Tiberio Graco y la respuesta de su madre. Publio asintió despacio.
–Ve de vuelta y dile a mi madre que enseguida estoy allí. Y que no se preocupe… que no se preocupe que… me haré cargo de todo.
Emilia partió y dejó de nuevo a su marido en la soledad de la biblioteca.
«Me haré cargo de todo», pensó, y una mueca de desazón y cinismo se dibujó en su faz. Había dicho exactamente lo contrario de lo que había decidido. No hacía ni un instante que había tomado la determinación de rendirse y anunciar que la familia entraba en luto y que, ante la ausencia de su padre y su tío, no se veía en condiciones de asumir los negocios e intereses que abarcaban sus progenitores recién fallecidos en Hispania, pero el desprecio de Tiberio Graco era sólo el preludio de lo que vendría si no se hacía firme y se arrojaba toda la responsabilidad de gobernar aquella familia sobre sus espaldas: hacerse cargo de todo. Sólo un planteamiento decidido en ese sentido sería lo que permitiría la supervivencia del clan. Pero, ¿cómo hacerse cargo de todo si apenas era la tímida sombra de su padre y su tío?
Publio, no obstante, movido por el deber y la disciplina aprendidas, en contra de sus sentimientos y de las pocas fuerzas que sentía, se levantó y salió de la biblioteca. Caminó despacio por el atrio, cruzó el tablinium y entró de nuevo en elperistilium. Allí, entre los árboles del jardín, permanecían todos, quietos, sin decir nada, esperando sus palabras. Habían sacado unas bacinillas y unas toallas para que Mario, el mensajero, pudiera lavarse las manos y el rostro. Allí, en esa persona, o en Lelio, o en Lucio Emilio, su cuñado, o en tantos otros de los presentes, había hombres válidos, resueltos, amigos. Su hermano Lucio, aún más joven que él, estaba encogido detrás de su madre. Era absurdo el destino, y la diosa Fortuna, desdeñosa con su familia. No se había detenido a pensar con detalle cómo exponer lo que pensaba, pero habría que romper aquel solemne silencio con rapidez y despachar a todos los presentes. Su madre ya empezaba a sollozar, aunque sin temblores. Era de admirar que hubiera resistido las noticias con aquella entereza y que hubiera sacado fuerzas de flaqueza para repeler el miserable ataque del despreciable Tiberio. No se lo perdonaría nunca a Tiberio, su altanería en momentos de sufrimiento tan grande, tampoco sería fácil justificarse a sí mismo por haber dejado a su madre sola en esos instantes en los que todo se derrumbaba. Pero había necesitado de unos minutos de silencio y concentración sin todas las miradas examinándole. Debía poner en orden su corazón, y, más importante aún, su razón y actuar en consecuencia. Emilia tenía las mejillas empapadas, aunque sin emitir gemido alguno y Lucio abrazaba a su madre con los ojos cerrados. Publio movió los músculos de la garganta y la lengua en busca de saliva, pero no la había y, con una voz que le pareció extraña por su fortaleza pese a la adversidad, se dirigió a todos los presentes.
–Mi padre y mi tío… han muerto. Tras estos… acontecimientos… asumo la condición de nuevo pater familias y con ello… -le costaba, pero prosiguió igual que un legionario agotado continúa marchando bajo la atenta mirada de los centuriones- asumo los intereses, negocios y propiedades de mi familia en Roma, en las ciudades latinas y en el extranjero. Y, siguiendo las leyes de Roma y la dignidad de mis predecesores, seré fiel a atender los asuntos… todos estos negocios -no tenía claro cómo continuar; todos le miraban y le escuchaban. Examinó los rostros: interés, compasión, aprecio, duda, interrogantes, amistad, desdén; había donde elegir, según la faz que escrutase. Decidió ser más explícito-. Soy tribuno militar y edil de Roma, muy lejos de las altas magistraturas que mi padre y mi tío ostentaban hasta hace bien poco, pero en la medida de mis fuerzas y hasta donde llegue mi capacidad e influencia, atenderé a todos los presentes. Sé que cuento con amigos, o eso creo -dijo y miró a Lucio Emilio, el hermano de Emilia. Éste asintió y tomó la palabra un instante.
–Tu familia fue generosa con la nuestra tras la muerte de mi padre. Nos apoyasteis y reafirmasteis vuestra amistad al casarte con mi hermana. Por justa correspondencia y por afecto sincero, más allá del agradecimiento y la lealtad que se deben a tal alianza, puedes contar con la familia de los Emilio-Paulos para ayudarte en los intereses de tu familia y de tus amigos y clientes.
El joven se acercó a Publio y se abrazaron con fuerza. Lucio Emilio se separó y se retiró entonces para permitir a Publio que continuara hablando.
–Bien, hay aquí más cosas pendientes -continuó el joven edil de Roma y detuvo su mirada en los ojos de Cayo Lelio que, emocionado, asistía a su declaración de principios al asumir el liderazgo de aquella poderosa familia sumida en la peor de las catástrofes-. Cayo Lelio, prometiste a mi padre defenderme en todo momento y así lo has hecho poniendo en peligro tu vida cuando cumplir con tu juramento así lo ha requerido. Los dioses son testigos de que, si no fuera por ti, hoy yo no estaría aquí. En Tesino te mostraste imprescindible y, desde entonces, siempre has sido fiel a tu voto, pero he aquí que mi padre ha fallecido. Te libero de la obligación de velar por mí, Cayo Lelio, y te agradezco los servicios prestados. Siempre serás bienvenido en esta casa y me honrará que nos visites con frecuencia y que compartamos aún muchos sucesos futuros, pero ya será sin que ningún voto te ate en tu lealtad a mi persona y a esta casa.
Todas las miradas se volvieron hacia Cayo Lelio que, pese a sus treinta y muchos años, sintió que el calor le aprisionaba por dentro y que su rostro debía de estar tornándose de un inoportuno púrpura que delataba sus sentimientos más profundos, pero se sobrepuso a la confusa maraña de sensaciones que le aturdían y acertó a responder con tono alto, fuerte y claro.
–Estimado edil de Roma y amigo, Publio Cornelio Escipión, pater familias de esta casa. Agradezco tus palabras y los inmerecidos elogios a mi persona y todo lo confirmo y suscribo excepto una cosa de la que ruego excuses mi atrevimiento al contrariarte: no acepto que nadie de este mundo me libere de aquello que prometí a tu padre junto al río Tesino. Prometí velar por ti y tu seguridad siempre, y sólo él, a quien consagré dicho voto, podría haberme liberado del mismo. Los dioses han querido llevarse a tu padre de entre nosotros antes de que éste estimase conveniente liberarme de dicha obligación, de forma que ya nadie puede hacerlo. Seguiré entonces fiel a mi juramento hasta que llegue la única que puede decidir que es el momento de dar término a dicho compromiso, y ésa no es otra que la que vendrá un día a sorprenderme con su visita fría e inmisericorde: la propia muerte. Espero que perdones y soportes que sólo en esto te contradiga.
Publio le miró con admiración. No había esperado semejante respuesta.
–Cayo Lelio, es posible que tengas razón -le respondió-; sólo tu corazón sabe de qué forma se debe entender el juramento que expresaste a mi padre. Si así lo concebiste, así será. Ésta, he de reconocer, es una contradicción que me llena de orgullo. Espero, no obstante, que tus trabajos y esfuerzos encuentren algún día la justa recompensa que tal iealtad merece; aunque he de confesarte Lelio que, en las actuales circunstancias, soy bastante pesimista en lo que el futuro sea capaz de ofrecerte desde mi familia -entonces, recordó las palabras que Emilia le había comentado con relación a la intervención de Tiberio Graco y hacia él se volvió ahora su mirada-; por cierto, que eso me recuerda que no soy el único en considerar la presente situación de mi familia con cierto pesimismo, ¿no es así, Tiberio Graco?
El tratante de esclavos fue a responder, pero la mano alzada de Publio le indujo a contenerse.
–He de aclarar -continuó Publio- que cuando dije que me ocuparía de los asuntos de todos mis clientes no he sido del todo preciso, pues con ello quise decir que de todos menos de uno: Tiberio Graco, sal de esta casa y que los dioses te maldigan; cualquiera puede dejar de recurrir a los servicios de mi familia si estima que ya no podemos ayudarlos, y que los dioses se muestren generosos con ellos en el futuro, pero lo que nunca admitiré es que el mismo día en el que se nos informa de la muerte de mi padre y de mi tío venga un miserable a humillar a mi madre y mi mujer delante de todos los que nos conocen.
–¡Por Castor y Pólux, estimado edil -empezó Tiberio- yo no quise decir…!
–¡Fuera de aquí, miserable! – Publio no daba margen a la negociación-. ¡Marcha de aquí antes de que te haga arrojar como a un perro y de que pague contigo toda la furia contenida que llevo en mi ser! ¡Sal ahora que aún estás entero, imbécil!
Tiberio Graco recogió su toga que colgaba por el suelo, de tan alargada como gustaba llevar y, rápido, se escabulló entre los presentes hasta alcanzar la puerta. Pomponia y Emilia suspiraron con alivio y Cayo Lelio dejó que su mano soltase la empuñadura de la espada y se relajase.
Publio continuó explicando su plan de acción para los próximos días.
–Bien, primero se organizará el luto que corresponde a la pérdida que nuestra familia ha sufrido y, luego, acudiremos al foro para poner orden en los diversos asuntos que estamos gestionando, sólo pido la consideración de unos días para reemprender los negocios que a todos os ocupan y por los que hasta aquí habéis venido…
Una enorme algarabía, el ruido de un gran tumulto de gente corriendo por la calle, gritos de centenares de personas, empezaron a escucharse desde el exterior. Publio, entre extrañado y sorprendido, se vio obligado a detener su parlamento. La curiosidad y el temor se apoderaban a partes iguales del resto de las personas presentes en la casa de los Escipiones. A una mirada del edil de Roma, el esclavo atriense salió raudo a la calle para averiguar qué pasaba. Regresó en cuestión de segundos y vociferando para hacerse escuchar por encima de los miles de gritos que parecían surgir de todas las esquinas de la ciudad exclamó el peor de los anuncios.
–¡Aníbal está a las puertas de Roma!
–Es aquel de allí -indicó un legionario al viejo senador, cónsul en cuatro ocasiones-, el que cabalga al frente de aquel grupo de jinetes númidas. Todos se dirigen a él para preguntarle. Debe de ser él. Le llevo observando casi media hora.
Fabio Máximo no respondió, pero siguió con su mirada a aquel jinete erguido, diestro en su forma de cabalgar. Es posible que el legionario tuviera razón, pero también podría tratarse de alguno de los generales de Aníbal, alguno de sus lugartenientes en el mando, quizá aquel hábil general que dirigía su caballería. ¿Cómo se llamaba? Maharbal. Quizá. No podía tratarse de sus hermanos porque ambos estaban en Hispania acechando a las legiones allí establecidas, buscando la forma de atravesar el Ebro y reforzar al ejército de su hermano en Italia y, ahora que habían acabado con los Escipiones, aquel plan podría pronto ponerse en marcha. La noticia, aunque sólo corría en forma de rumor, de la derrota de los Escipiones mezclada con la presencia visible ante Roma de Aníbal había desesperado al pueblo.
Fabio Máximo oteaba desde lo alto de la muralla Servia. En otro tiempo, hacía decenas de años, aquellas murallas se levantaron para protegerse del ataque de las tribus latinas con las que pugnaba Roma por el control del Lacio, Etruria y Campania y, luego, para protegerse de las incursiones galas que descendían desde el norte. Pero desde aquellos tiempos remotos, el poder de la ciudad había ido creciendo sin parar hasta dominar aquellas regiones además de Lucania y el resto de los territorios de la península itálica hasta el mismísimo Brutium y las ciudades de la antigua Magna Grecia, además de Cerdeña, gran parte de Sicilia y de extender su área de influencia por el Adriático y las diferentes colonias griegas y ciudades independientes en las costas de la Galia o Hispania. El temor de sufrir un ataque directo sobre la capital de aquel incipiente imperio era una idea que se había ido desvaneciendo entre los romanos. Ahora, sin embargo, con esta interminable guerra contra Cartago, el mundo parecía haberse vuelto del revés y lo que antes era del todo imposible resultaba un peligro inminente. Ya cundió el pánico cinco años antes, tras el desastre de Cannae, pero desde entonces los romanos, poco a poco, parecían haber ido recuperando terreno al tiempo que los cartagineses perdían parte del empuje inicial con el que irrumpieron en Italia. Y, ahora precisamente, cuando Roma estaba volcada en recuperar sus antiguas posesiones y en castigar a aquellas ciudades que como Capua se habían pasado al enemigo invasor, era en ese momento cuando, de pronto, el fantasma de Aníbal se aparecía ante las mismísimas puertas de la ciudad en carne y hueso, cabalgando libre, rodeado de su poderoso ejército de mercenarios y africanos, estudiando el mejor momento para lanzar su ataque.
Máximo frunció el ceño intentando visualizar con mayor nitidez aquella figura que, ágil, a lomos de su caballo, daba instrucciones a sus mercenarios para levantar un inmenso campamento apenas a unos kilómetros de la ciudad. Fabio Máximo se percató entonces de que no podría reconocerle, de que nunca había visto a Aníbal en persona. Cuando acudió a Cartago con la embajada del Senado para terminar declarando la guerra, Aníbal no estaba allí, sino en Hispania, asediando Sagunto. ¿Cómo sería aquel hombre? Quizá algún día podría tener el gusto de verlo pasearse bajo el peso de frías cadenas por el foro de Roma. Quizá no. Un hombre así no suele dejarse atrapar vivo, pero siempre se podría recurrir a la traición de alguno de sus oficiales de confianza. Tendría que madurar ese plan. Ahora eran otras las urgencias.
Máximo descendió de las murallas sin despedirse de los legionarios que las custodiaban. Caminaba protegido por varios lictores. De forma excepcional el Senado había decidido que todos los que en alguna ocasión hubieran ostentado el cargo de cónsul, censor o dictador asumieran plenos poderes militares para contribuir a la defensa de la ciudad y, sobre todo, para controlar el tumulto de las masas que, enloquecidas por el pánico, se debatían en funestas consideraciones que llegaban a la posibilidad de rendirse sin combatir revolviéndose contra sus gobernantes, en un intento final de evitar la cólera del general cartaginés.
Protegido por su escolta, el viejo senador Fabio Máximo recorrió las calles que desde las murallas conducían hasta el foro, en el corazón de Roma, para al fin llegar al edificio del Senado, en aquellos momentos rodeado por varios centenares de soldados armados de una de las legiones urbanae.
La situación era crítica y un encendido debate estaba en pleno desarrollo cuando Fabio Máximo hizo su entrada en la gran sala de reuniones del Senado. Al aparecer, el resto de los senadores calló por un instante. En ningún otro momento se habían atrevido a iniciar un debate sin su presencia. Estaba claro que todos estaban ofuscados ante la presencia de Aníbal frente a Roma. Fabio Máximo decidió pasar por alto aquel desliz de sus colegas y tomó asiento en su lugar habitual, en la bancada de piedra más próxima al centro de la sala. Los senadores aguardaron a que Máximo se sentase y reanudaron la discusión. Fabio escuchaba atónito. Algunos hablaban de negociar, los menos. Una gran mayoría se inclinaba hacia la idea de enviar mensajeros a los cónsules que asediaban Capua para que retornasen ipso jacto para proteger a Roma, mientras que algunos opinaban que era el momento de ordenar un repliegue general de las fuerzas dispersas en diferentes frentes, en Sicilia, Cerdeña, Hispania y la frontera con la Galia Cisalpina, para acometer la tarea de enfrentarse con Aníbal y derrotarle de una vez por todas. A estos últimos algunos respondían que eso estaba bien a medio plazo pero que en el corto término sólo se podía recurrir a las tropas de los cónsules Cneo Fulvio y Publio Sulpicio en Capua, además de que algunas de las tropas en el extranjero ya se habían perdido, como las legiones de Hispania. La muerte de los Escipiones había caído como un doloroso jarro de agua fría sobre el ánimo del propio Senado. Las peores noticias parecían acumularse en pocas horas: dos de sus mejores generales caían en combate en Hispania, los iberos se pasaban de forma generalizada al bando cartaginés, Marcio, el centurión al mando en Hispania, pedía refuerzos y anunciaba que no podría mantener la frontera del Ebro por mucho tiempo, Aníbal acechaba a las mismísimas puertas de Roma y Capua no cedía en su resistencia pese al asedio persistente de los dos ejércitos consulares. ¿Qué hacer en medio de aquel desastre?
Máximo se alzó despacio. No pidió la palabra, sino que, como era su costumbre, se limitó a esperar que el resto de los senadores guardara silencio. No necesitó mucho tiempo. En pocos segundos todos habían callado por completo.
–Aníbal -empezó el anciano ex cónsul y ex dictador-, no ha venido a atacar Roma, sino a liberar Capua.
Aquí se detuvo unos segundos, esperando que el sentido de sus palabras permeara entre el temor de los senadores hasta empapar sus ánimos y encender la llama de la razón. Algo difícil, pensó, pero o bien conseguía que allí se estableciera un poco de sentido común o la ciudad, entonces sí, esta vez sí, estaría perdida.
–Aníbal -continuó, empleando el nombre del enemigo más temido por Roma con pasmosa sencillez, sin ningún resquicio de nerviosismo o pavor, como quien habla de un reyezuelo celta en alguna remota región más allá de los Alpes-, Aníbal pudo atacarnos, debió atacarnos tras Cannae, pero no lo hizo. Ya consideró en aquel momento, y con acierto os digo yo, que Roma era demasiado fuerte como para caer ante su ejército. No tiene lo necesario para un largo asedio. Ha venido con un ejército de infantería y caballería válido para el combate en campo abierto pero no tan útil para un asedio. Tenemos las dos legiones urbanae a nuestra entera disposición. Podemos resistir con fortaleza si controlamos nuestro miedo y, por encima de todo, el temor del pueblo. Hay que repartir patrullas de legionarios que controlen los movimientos de la gente, ordenar que todos se recluyan en sus casas, que se cuantifiquen las reservas de comida y se pongan bajo supervisión militar. Hay que proteger todas las murallas y establecer un servicio de mensajeros que nos mantengan informados de los acontecimientos en Capua y, por todos los dioses, lo que de ninguna manera hemos de hacer es aquello que precisamente Aníbal anda buscando: no debemos retirar nuestras tropas de Capua. Capua debe caer y pagar con sangre su sedición y para ello Roma debe resistir. Nuestra fortaleza será el camino de la victoria. Si nos mostramos débiles, ése será nuestro fin y, os digo a todos, si somos débiles, mereceremos la derrota y la muerte.
Y con esas palabras Fabio Máximo se sentó, despacio, mirando con tiento su banco, limpiando algo de polvo de los almohadones que le acomodaban sobre la fría piedra. El debate se recuperó tomando las propuestas de Fabio Máximo como referencia. Se aceptaron con rapidez todas aquellas relacionadas con el fortalecimiento de la seguridad en el interior de la ciudad y en las murallas que la circundaban y, al fin, con relación al asunto principal se decidió que se enviarían mensajeros para pedir que viniera en ayuda de Roma no los dos, pero sí uno de los dos ejércitos consulares, quedando en manos de los propios magistrados la decisión sobre cuál de los dos acudiría a defender la ciudad. Esta difícil decisión se acordó por consenso ya que el propio Máximo la aceptó al ver que de esa forma se mantenía el doble objetivo de no cejar en el asedio a Capua al tiempo que se buscaba la mejor fórmula para defenderse de Aníbal. Él no habría llamado a ninguno de los ejércitos consulares, pero era tal el temor que la presencia del general cartaginés había suscitado entre el pueblo y los mismísimos senadores que, sin duda, era necesario que corriera la voz de que un ejército consular vendría pronto en ayuda de la ciudad, contribuyendo esas noticias a que todo se sosegara. Así sería posible establecer un poco de orden en aquella confusión donde la mayoría de los romanos sólo alcanzaba a ver miedo y fantasmas.
Ya estaba todo acordado cuando Fabio Máximo, esta vez ya sin levantarse de su asiento, tomó de nuevo la palabra sin esperar a que se hiciese silencio, pero haciendo valer su potente voz de modo que su última intervención de aquel día se dejó oír retumbando entre las paredes del Senado.
–¡Y, por todos los dioses, que se ordene salir a varias turmae de caballería que impidan que Aníbal se pasee a tan sólo unos pasos de las murallas de nuestra ciudad! ¡Es humillante! ¡Si Aníbal quiere ir de paseo, que vuelva a Cartago! ¡Parecemos más mujerzuelas asustadas que senadores romanos!
En apenas diez minutos, cuatro turmae de la primera de las legiones urbanae salieron de la ciudad y, sin dar casi tiempo al enemigo a reaccionar, se lanzaron al galope contra los grupos de jinetes númidas que patrullaban en torno a las murallas estudiando los puntos débiles de la muralla Servia.
Aníbal se había retirado a su tienda en su recién levantado campamento con vistas a Roma y revisaba los pertrechos de los que disponía para atacar la ciudad con la que llevaba en guerra más de siete años y contra la que su padre y su familia combatieran ya en el pasado. Estaba ponderando la forma física en la que se encontraban los nuevos elefantes que había traído desde el sur, aquellos que le habían llegado como refuerzos desde África para sustituir a todos los que perdió desde que saliera de Hispania. Contaba con treinta y tres. No eran muchos, pero suficientes para ser útiles en el asedio y, de forma especial, en una batalla en campo abierto. Pronto vendrían los ejércitos consulares. Ése sería el momento de la verdad en el que el destino de todos quedaría decidido de una vez para siempre en una batalla campal a las puertas de la mismísima Roma. Así parecía que, de forma definitiva, lo habían dictaminado los dioses. Así sería, pues. Se oyó el estruendo de armas y gritos de guerra. Aníbal se volvió hacia la ciudad. Los romanos habían organizado una salida con parte de su caballería y se las veían con los númidas de Maharbal. Desde la distancia sólo se acertaba a vislumbrar un millar de jinetes de ambos bandos enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo en medio de un mar de polvo. Tras varios minutos, los númidas empezaban a replegarse siguiendo a Maharbal. Aníbal observaba la escena acompañado por su guardia personal. Alguien fue a hacerle un comentario, pero el general alzó la mano. No quería interrupciones mientras analizaba un combate. Maharbal hacía bien en alejarse. Esa salida de los romanos no iba a decidir nada y había tantas bajas de unos como de otros. Además, desde las murallas los dardos y lanzas del enemigo ayudaban a su caballería, de modo que combatir así, junto a las murallas, era una lucha desigual para la caballería númida y Maharbal sabía que sus jinetes serían necesarios para la batalla principal que tendría lugar en poco tiempo.
Aníbal miró al cielo: estaba completamente limpio, azul, despejado. Mañana llegarían los ejércitos consulares, aliviándose así el sitio de Capua y permitiendo que Bortar y Hanón, los generales cartagineses al mando en aquella ciudad, pudieran hacer salidas de aprovisionamiento. Mañana Aníbal estudiaría al ejército enemigo y al día siguiente, si perduraba el buen tiempo, saldría él en persona a encontrarse con su destino.
Los centinelas cartagineses detectaron movimientos de tropas durante la noche. Con toda seguridad estaban llegando los ejércitos de Capua para defender la ciudad. Aníbal dejó órdenes precisas antes de acostarse de que no se le molestase por lo obvio y que sólo se le despertara en caso de que los romanos atacasen, algo muy improbable, en medio de la oscuridad reinante.
–Y que las tropas descansen también -continuó Aníbal-; quiero que todos estén dispuestos, con sus cinco sentidos, para la batalla que se nos avecina -y con esas palabras se retiró a su tienda.
Al amanecer, mientras desayunaba gachas de trigo disueltas en leche de cabra, caminaba con su tazón en la mano escudriñando el recién instalado campamento romano levantado frente a la ciudad durante la noche. De pronto, arrojó la taza al suelo, haciéndose ésta mil pedazos que quedaron esparcidos sobre la hierba suave de la pradera.
–¡Ahí faltan tropas! – exclamó-. ¡Por Baal y Tanit, quiero saber qué pasa en Capua! ¿Qué dicen los mensajeros de Capua?
Maharbal partió raudo a recabar información. Aníbal, mientras, repasaba con sus ojos las tiendas levantadas por los romanos según alcanzaba a discernir en los primeros albores del amanecer. Daba igual cómo contase. Allí no estaban todos los soldados de Capua. No eran necesarios los informes que había solicitado. Éstos sólo verificarían lo que resultaba evidente. Los romanos habían dividido sus fuerzas. Un ejército consular en Capua y otro a Roma. Alguien controlaba su miedo, lo administraba con habilidad. Seguramente aquel viejo senador, Máximo, seguiría siendo el alma de aquella ciudad. Lástima no haber podido terminar con él después de Cannae, cuando aquél actuaba de dictador, pero nunca se puso a su alcance, siempre evitando el combate directo. El único cebo que aquel senador había mordido fue el de Sagunto declarando la guerra en Cartago. Desde entonces, siempre movía a los demás como si se tratase de sus muñecos.
–Han llegado mensajeros de Capua -era Maharbal quien le hablaba; Aníbal le escuchaba sin girarse, con los brazos en jarras mirando a Roma-; el asedio continúa con uno de los dos ejércitos consulares. Parece que sólo Fulvio ha venido en ayuda de Roma.
Aníbal, sin volverse, alzó una mano en señal de que había recibido el mensaje. Maharbal se retiró a una distancia prudencial de unos treinta pasos. Aníbal, con los brazos enarcados aún, seguía observando Roma. Bien, un cónsul más se interponía entre su destino y su intención. Ya habían caído otros: Flaminio y Emilio Paulo; y otros fueron heridos. Uno más no costaría tanto trabajo. Se preguntó entonces cuántos cónsules más debería matar aún antes de que Roma aceptase la derrota.
–El sol parece haber detenido su curso -comentó Maharbal para sí, pero, pese a la distancia, Aníbal le escuchó.
–Es cierto -dijo, mirando al cielo gris del amanecer. Maharbal tomó aquella respuesta como una invitación para aproximarse y hablar con el general.
–Es como si no quisiera amanecer nunca -comentó Maharbal.
–Son los dioses romanos -concluyó Aníbal-. Temen el nuevo día y lo retrasan.
Pomponia estaba recluida en casa junto con Emilia. Los esclavos atendían sus quehaceres por inercia. Los pensamientos de todos estaban en lo que fuera a ocurrir aquel día a las puertas de la ciudad.
–Es un extraño amanecer -comentó Emilia, observando el cielo desde el atrio de la domus-. Es como si hasta los dioses estuvieran de luto por… -pero se lo pensó dos veces y detuvo sus palabras. Pomponia sonrió con ternura y la llamó a su lado.
–Ven aquí, Emilia, por favor, y recuéstate junto a mí.
Emilia se reclinó en el triclinium contiguo al de su suegra.
–No debes temer mencionar a mi marido o a su hermano en mi presencia. No son tus palabras las que me puedan herir al referirte a ellos. Sé que los apreciabas. Es gente miserable como aquel Graco la que odio, que ni tan siquiera se atreva a pronunciar su nombre. De hecho, el oír referencias a ellos por tu parte o por parte de Publio, Lucio o cualquier otra persona que los conoció y los apreció en su valía me hace sentir más cerca de ellos -aquí guardó un minuto de silencio-; pero llevas razón: la luz de este nuevo día es… demasiado pálida, fantasmagórica. Los augures dicen que no es un día peligroso, pero a mí me lo parece.
–Publio, Lelio y los demás estarán ya junto al resto del ejército de Fulvio y las legiones de la ciudad -comentó Emilia. – Así es. Así es.
Y las dos guardaron silencio, sintiendo en la compañía mutua la única luz de esperanza en aquella mañana gris de invierno apagada por el dolor y la incertidumbre.
–Ésos son elefantes nuevos -dijo Lelio, saludando así al nuevo día.
–Sí -respondió Publio.
Su turma de caballería se había unido a las de las legiones urbanae reforzando una de las alas del ejército consular de Cneo Fulvio. Todas las tropas estaban en perfecta formación y a la espera de las órdenes del cónsul, los tribunos y centuriones. La muralla Servia quedaba a sus espaldas, perfectamente guarnecida por más de veinte mil legionarios dispuestos a dar la vida por su ciudad. Ante ellos, Aníbal había formado su ejército de mercenarios iberos, galos, africanos y tropas cartaginesas de élite. El general invasor había traído sus hombres más veteranos y venía arropado, como bien decía Lelio, por nuevos elefantes. Publio recordaba la conversación que tiempo atrás mantuviera con su padre acerca de aquellas gigantescas bestias. Se podía combatir contra ellos y vencerlos si no eran muchos y, especialmente, si se contaba con la ayuda de fortificaciones próximas. Aníbal había situado sus elefantes en la vanguardia, listos para atacar en la primera acometida, pero Publio había visto que Fabio Máximo asumía el mando de las tropas de las murallas y cómo éste había dado instrucciones para que tanto arqueros como los mejores lanzadores de jabalinas se dispusieran para masacrar con una lluvia de misiles a aquellos feroces paquidermos en cuanto éstos estuvieran a pocos pasos de las murallas. Eso daría una buena posibilidad a la infantería de acabar con el ataque de las bestias africanas. Aun así, se escuchaba el bramido salvaje de los elefantes y Publio sentía el temor infernal que éstos despertaban en su ser y en el de todos los legionarios que le rodeaban. Los caballos relinchaban temerosos, asustados. En Cannae Aníbal se presentó frente a los romanos sin elefantes ya que había perdido a todas estas bestias en los Alpes y luego al resto excepto a uno en los pantanos del Po. Ahora los romanos se veían obligados a hacer frente al peor de los enemigos aún más fortalecido con la ayuda de estas nuevas bestias de guerra.
–Los elefantes están nerviosos -dijo Maharbal.
–Lo sé -respondió Aníbal-; presienten algo extraño pero no sé qué es. Admito que estoy confundido. Los elefantes nunca se comportan así antes de una batalla. Se asustan a veces durante el combate, pero nunca antes. Y este cielo plúmbeo, es como si pesara sobre todos nosotros. Ayer hacía un sol radiante y, sin embargo, hoy, el día que debemos decidir el futuro del mundo, el sol se niega a presidir el amanecer. Es un presagio extraño.
En ese momento un relámpago partió el cielo con un fulgor cegador y al segundo fue seguido por un poderoso estruendo que estalló en los oídos de los soldados de ambos ejércitos. Una densa lluvia empezó a descargar sobre la hierba de la pradera que rodeaba Roma y en apenas un minuto todo se tornó en una espesa oscuridad, que más se asemejaba a la noche que al día. Sólo los destellos de los relámpagos dejaban ver al general el confuso movimiento de los elefantes que, buscando refugio de la inesperada tormenta, se revolvían contra las filas cartaginesas sin que sus conductores pudieran hacer nada por controlar a las bestias en su retirada. Los iberos y los galos se hacían a un lado dejando paso a aquellos monumentales animales.
Los romanos no parecían digerir mucho mejor la torrencial lluvia: los legionarios se cubrían con sus escudos y la caballería se replegaba hacia la ciudad. En aquellas condiciones era imposible guerrear para ninguno de los dos contendientes.
–¡Que la infantería mantenga las posiciones una vez que los elefantes se hayan refugiado en las tiendas del campamento! – ordenó Aníbal- ¡Y la caballería, que se reagrupe pero que esté dispuesta al combate!
La lluvia no arreciaba y cuando parecía que era ya imposible que lloviese más, el aguacero se tornó en tempestad completa y Aníbal, empapado hasta los huesos, veía cómo del cielo caía un mar de agua infinito que lo inundaba todo. El barro empezó a apoderarse de la tierra y, pese a la hierba, allí donde había más arena que tamiz vegetal el fango se adhería a la piel de los soldados apresando sus pies. La infantería cartaginesa resistía como podía el castigo inclemente del cielo, pero ya no había ánimos para luchar sino tan sólo para mantenerse en pie bajo aquel océano de lluvia, viento y frío.
–¡Por Baal y todos los dioses! – exclamó Aníbal impotente-. ¡Nos replegamos! ¡Todos al campamento, a las tiendas, excepto los centinelas de guardia!
Aníbal se mantuvo firme en su puesto supervisando la retirada de sus tropas hasta que el último de sus soldados se hubo replegado. Desde el altozano de su posición observó cómo los romanos hacían lo propio y recogían también a su ejército en el campamento junto a las murallas. Los dioses le habían jugado una mala pasada, pero mañana sería otro día. Tarde o temprano terminaría aquella lluvia.
Llevaba dos días y dos noches sin parar de llover. Emilia estaba recogida en su habitación, sola, intentando conciliar un sueño al que nunca conseguía entregar su cuerpo y menos aún su mente. Sus pensamientos vagaban por las distantes murallas de Roma, allí donde su marido estaría entre sus soldados, con suerte al abrigo de alguna tienda esperando, como ella, un nuevo día de sol que condujera al desenlace de aquella espera sin término. Oyó pasos en el atrio. Era pasada la medianoche y no debería haber ningún esclavo trabajando por la casa. Pensó en levantarse y averiguar qué ocurría, pero tuvo miedo. Las pisadas eran claras, seguras. Alguien cruzaba el atrio. Los esclavos tenían orden de no dejar pasar a nadie que no fuera de la familia, o a Lelio, que ya era uno más en aquella casa.
Emilia agudizó los sentidos. Tensó los músculos de su pequeña ngura, acurrucada entre las sábanas de su cama. Sus ojos fijos en el dintel de la puerta. Con la lluvia las nubes ocultaban la luna y la única luz era la que producían las dos antorchas que mantenían encendidas por la noche en el atrio. Hacía un frío húmedo, denso, que se colaba por las rendijas que trepaban desde el suelo de su habitación por las paredes hasta adentrarse en sus huesos aprovechando la ausencia de su marido. Las pisadas se detuvieron ante su puerta. Emilia vio la alargada sombra de un hombre corpulento definiéndose sobre el suelo de la estancia dibujada por la luz tintineante de la llama de la antorcha más próxima a su cuarto. Emilia suspiró con una indescriptible sensación de paz. – ¿Publio?
–No quería despertarte -respondió su marido en voz baja.
–No, pero me has dado un susto de muerte.
Publio se acercó hasta el lecho y se sentó en la cama. Dejó que Emilia le abrazase con fuerza durante unos segundos. Luego la besó con cariño en las manos, en las mejillas, en los labios.
–¿Mejor? – preguntó él.
–Sí.
Pasaron unos instantes mirándose en el silencio de la noche, acariciados por las sombras temblorosas.
–¿Cómo es que has podido venir? – preguntó ella.
–La tormenta se alarga. El cónsul ha pensado que era mejor que las tropas se refugien en la ciudad hasta que escampe. De esta forma nuestros hombres estarán mejor protegidos, más secos y con mejor ánimo para cuando la lluvia deje paso al sol. Entretanto, los cartagineses tendrán que conformarse con la protección de las tiendas. No es lo mismo. Estarán más cansados. Es una buena idea. Todo el mundo ha estado conforme. Se han quedado varios manípulos en el exterior para evitar un ataque sorpresa. El resto, a la ciudad.
–A mí también me parece buena idea.
–Lo suponía -respondió Publio-; aunque estoy un poco cansado esta noche para…
–Idiota -dijo ella y le pegó un puñetazo en el hombro-. Sabes que no me refería a eso.
Publio sonrió divertido. Desde el primer día en que se conocieron le encantaba bromear con ella, de todo, de cualquier cosa. Su unión era sin duda de gran conveniencia para ambas familias, pero Publio se daba cuenta de que, además, había tenido la indescriptible fortuna de que la elección conllevase también una persona que además de apropiada en lo social y muy hermosa, era aguda, inteligente y, por encima de todo, divertida. En tiempos oscuros como los que estaban viviendo, Emilia era una bahía donde refugiarse. Publio se levantó y se quitó el uniforme militar. Dejó la espada con cuidado de no hacer ruido sobre una de las sillas y, desnudo, se tumbó junto a su mujer. Abrazados los dos, escuchando el son intermitente y rítmico de la intensa lluvia impactando sobre el impluvium del atrio, cayeron profundamente dormidos. Emilia soñó con que tenía otro hijo: un varón. Aquello llenó de felicidad su ser dormido. Publio soñó también con que tenía un hijo varón, pero éste era ya mayor y un mensajero, venido del frente, traía la peor de las noticias posibles, peor aún que la muerte.
Al alba la lluvia empezó a remitir. Desayunaron fruta, leche y algo de queso. Hablaron de la mejoría del tiempo y de que él pronto tendría que volver a las murallas junto a Lelio y el resto del ejército consular y las legiones urbanae. Ninguno mencionó al otro nada sobre sus sueños. Ambos pensaron que era mejor así.
–¡Por fin la lluvia nos da un respiro! – Maharbal, cubierto por una gruesa manta, miraba al cielo de un atardecer gris. Estaba perplejo por la inexplicable duración de aquella tormenta.
–Ha sido una lluvia extraña -confirmó Aníbal. Esperaremos a mañana, para que los hombres se recuperen un poco y atacaremos al amanecer si el sol es el que por fin se hace con el control del firmamento. Aguardaremos hasta que los dioses romanos se cansen de echarnos agua.
Amaneció sobre Roma un día claro de cielos despejados. Alguna nube blanca, empujada por una suave brisa, volaba despacio sobre el horizonte como un recordatorio de la tormenta que ya se desvaneció por completo la tarde del día anterior. El cónsul Cneo Fulvio había dispuesto todas las tropas de nuevo en formación de ataque frente a las murallas. Los cartagineses repetían la operación de hacía unos días, desplegando a sus mercenarios iberos y galos en la primera línea del centro, seguidos por la infantería pesada africana, la caballería númida en las alas y, por delante de todos, los elefantes apoyados por pequeños grupos de infantería ligera prestos para lanzarse sobre las legiones que protegían la ciudad.
Aníbal cabalgaba a lomos de su caballo negro. Llevaba puesto su uniforme de gala, cubierto con una larga túnica roja que lo hacía visible ante todos sus enemigos. Eso le convertía en blanco fácil, y por eso se protegía con su guardia personal y se mantenía en la retaguardia, pero sabía que pasear su figura a caballo a tan sólo unos centenares de pasos de Roma hacía temblar hasta la última de las piedras de aquella indómita ciudad. Azuzó su montura y ésta relinchó con las primeras luces del alba. La tormenta había dejado mucha humedad y una fina niebla que creaba un amanecer de cielo plúmbeo pese a estar despejado de nubes. Aníbal sabía que los romanos verían en aquella niebla un heraldo de infortunio similar al que acompañó a las legiones masacradas por el propio Aníbal junto a la neblina del lago Trasimeno. En el frío del amanecer, los ollares del caballo de Aníbal despedían un vaho espeso que ascendía hacia el cielo como presagios de almas que se desvanecen. El sol apuntó sobre el arco del cielo y la luz intensa lanzaba rayos de luz que rebotaban entre la neblina del alba. Aníbal alzó su brazo. Sintió el viento de la mañana cortando con su frescor poderoso la piel de su antebrazo descubierto. Los conductores de los elefantes le miraban atentos. Iberos, galos, cartagineses y númidas contenían la respiración. Los romanos apretaban sus mandíbulas. Aníbal fue a bajar su brazo cuando el sol desapareció. Los haces de luz que se habían desplegado entre la neblina del amanecer se diluyeron en un suspiro. Un viento gélido barrió la pradera que rodeaba aquella región del mundo trayendo consigo sin que nadie supiera bien de dónde un ejército de nubes negras que se instaló de nuevo sobre la ciudad de Roma y sus alrededores. Aníbal miró al horizonte con ojos perplejos; sus hombres tampoco podían creer lo que estaban viendo ni los propios legionarios que conformaban su enemigo a batir. Varios truenos volvieron a quebrar el silencio contenido en miles de gargantas y, tras su estruendo, los elefantes fueron los primeros en bramar con temor ante lo desconocido. Eran truenos sin relámpagos venidos de algún lugar más allá de la tierra.
Aníbal mantenía en alto su brazo y los oficiales de su ejército seguían aguardando la señal para iniciar el ataque, pero de nuevo una torrencial lluvia lo inundó todo por sorpresa. Aníbal bajó entonces despacio, no dando una señal, sino relajando su cuerpo, en lo que todos sabían interpretar como que se posponía la orden de ataque. Miles de cartagineses, galos, iberos y númidas suspiraron desde lo más hondo de sus corazones mientras aguantaban bajo sus escudos el inusual empuje de aquella nueva tormenta. Todavía había fango bajo sus pies de la anterior tormenta y en pocos minutos el terreno se hizo impracticable para cualquier ejército. Los hombres se encontraron con sus tobillos hundidos en el barro y sólo los caballos o los elefantes podían moverse con cierta seguridad, pero todas las bestias tenían miedo de aquellos truenos que no cesaban, y anhelaban el refugio de los establos. Maharbal se acercó a su general en jefe.
–Esto es obra de los dioses, los romanos o los nuestros, no sé de cuáles, pero esto es obra suya.
Aníbal no respondió, pero asintió con la cabeza un par de veces. Tardó aún diez minutos en ordenar la retirada del ejército, una espera demasiado larga para los soldados de ambos bandos, pero durante la que nadie se movió un ápice de sus posiciones.
–Bien -dijo al fin Aníbal-; tendrá que ser en otro momento y lugar, pero en algún momento será. Más tarde o más temprano nos las veremos en el combate definitivo y ese día los dioses despejarán los cielos porque querrán asistir a la mayor de las batallas.
Y, desmontando de su caballo, a pie, se retiró a su tienda, escoltado por su guardia, observado por sus soldados y por los del enemigo.
Fabio Máximo no se protegía de la lluvia. Ésta se había convertido en una aliada demasiado querida como para tratarla con desdén. Desde lo alto de las murallas veía al ejército de Aníbal no ya replegándose hacia su campamento, sino levantando todas las tiendas e iniciando una retirada hacia el sur. Roma había vencido aquella vez sin entrar en batalla. Ahora restaba retomar Capua y, a partir de ahí, recuperar todo el terreno perdido. Estaba contento. Para sí mismo, por unos momentos, reconoció que había temido por el desenlace. No. Con Aníbal nunca se podría ganar en combate abierto. Se tendría que pensar alguna argucia distinta para someterle. Algo se le ocurriría. Entretanto, todavía quedaban muchos hombres de paja de los que disponer.
–Benditos los dioses por esta lluvia -dijo Lelio, cuando cruzaban las puertas de regreso a la ciudad.
–Sí -respondió Publio-, pero algo me dice que esta imagen tendrá lugar algún día.
–¿Qué quieres decir?
–Nuestros dos ejércitos enfrentados y Aníbal al frente del bando enemigo.
–Bueno -consideró Lelio- eso ya ha pasado varias veces. – Sí, claro, pero quiero decir con esa sensación de combate definitivo con la que todos nos sentíamos hace unas horas. – Ya. Bien. Es posible.
–Es seguro, Lelio. Aníbal no cejará hasta conducirnos a una batalla clave, en donde todo dependa del resultado final de la misma. Con ese propósito vino a Italia y no es hombre al que un par de tormentas vayan a hacerle desistir de sus objetivos.
–Quizá pensarás que es poco noble por mi parte -continuó Lelio-, pero no sé si me gustaría estar ese día en el campo de batalla.
Publio sonrió.
–Eso no es falta de nobleza, Lelio, sino sentido común. En cualquier caso, sólo el tiempo nos desvelará qué es lo que nos depara a cada uno de nosotros ese tirano de la incertidumbre que es el futuro.
Sus caballos los condujeron por las calles de una ciudad ahogada en lluvia pero inundada de esperanza ante la retirada de Aníbal.
Aníbal y Maharbal cabalgaban juntos rumbo al sur.
–En esta ocasión, ¿no vas a discutir conmigo por abandonar Roma, una vez más? – preguntó el general cartaginés.
–No, esta vez no. Esta vez lo veo claro: nuestros hombres y nuestros animales están agotados por soportar las inclemencias del tiempo sólo apoyados por la escasa protección de nuestras tiendas, mientras que los romanos han podido descansar y comer caliente guarecidos dentro de su ciudad. Sería una lucha desigual en donde el fango, que hace duplicar el esfuerzo de los soldados en la batalla, se convertiría en aliado de los hombres más descansados, de los romanos. Había que retirarse. Esta vez coincido con tu parecer. Aunque…
Maharbal no terminó la frase.
–¿Aunque? – preguntó Aníbal.
–Aunque eso significa que Capua caerá.
Aníbal no respondió. Su aire taciturno era ilustrativo de su estado de desánimo. Tenía el ejército dividido entre Tarento y las tropas que se había llevado al norte, y este último contingente estaba agotado por las marchas forzadas a las que había sometido a los soldados y por las tempestades de lluvia y viento que habían sufrido junto a las murallas de Roma. Para colmo de desgracias, su estrategia de atraer sobre sí a los dos ejércitos consulares había fallado y el asedio sobre Capua se había mantenido sin interrupción. No tenía fuerzas suficientes para quebrar ese cerco. Sólo cabía una posibilidad: regresar al sur, reagrupar todas sus tropas en Tarento y seguir aguardando la llegada de su hermano Asdrúbal por el norte, desde Hispania. Sí, ésa era ahora la esperanza. Una vez que su hermano había derrotado a los procónsules, no tardaría mucho en reunir los tres ejércitos cartagineses de la península ibérica para resquebrajar las últimas líneas defensivas que los legionarios supervivientes habían establecido en el Ebro. Algo harían los romanos a su vez para impedir ese avance, pero Asdrúbal, más tarde o más temprano, encontraría la forma de llegar a Italia. Hasta entonces debía esperar. Era, no obstante, una esperanza aún lejana que quedaba enturbiada por el necesario abandono de Capua. Aníbal sacudió la cabeza intentando desembarazarse sin éxito de la angustia que oprimía su ser. Las columnas del ejército cartaginés serpeaban lentas en su retorno hacia el sur.