Gracias a mis padres por quererme tanto y por aficionarme a la lectura y a mi familia por estar siempre conmigo. Y gracias a mis amigos por entenderme y apoyarme: A Salva por leerse y corregir con minuciosidad una primera versión de esta novela y animarme a que luchara porque esta obra se publicase, a José Javier, por no tomarme por loco mientras escribía (él sabe lo valioso de su opinión a este respecto pues es psiquiatra), y a Emilio y Pepe por resistir con paciencia (y alguna cerveza) mis interminables historias sobre la segunda guerra púnica con un apreciable interés.
E infinitas gracias a mi mujer por creer en mí primero como compañero y luego como escritor, creyendo en esta novela desde un principio, leyéndose, capítulo a capítulo, cada pedazo de la misma, sin desfallecer y con paciencia. Y un agradecimiento muy especial a nuestra pequeña hija Elsa, por comer bien, dormir mucho y llorar muy muy poco durante los meses finales de edición y corrección de las pruebas de esta obra de entretenimiento titulada Africanus, el hijo del cónsul.
Ingrata patria, ne ossa quidem mea habes [Patria ingrata, ni siquiera tienes mis huesos.] Epitafio en la tumba de Escipión, el Africano
M. Valerius Maximus, 5,3, 2b
Proaemium
A finales del siglo III antes de Cristo, Roma se encontró al borde de la destrucción total, a punto de ser aniquilada y arrasada por los ejércitos cartagineses al mando de uno de los mejores estrategas militares de todos los tiempos: Aníbal. Ningún general de Roma era capaz de doblegar a este todopoderoso enemigo, genial en el arte de la guerra y hábil político, que llegó hasta las mismas puertas de la ciudad del Tíber, habiendo pactado con el rey Filipo V de Macedonia la aniquilación de Roma como Estado y el reparto del mundo conocido entre las otras dos potencias mediterráneas: Cartago y Macedonia. La historia iba a ser escrita por los enemigos de Roma y la ciudad de las siete colinas no figuraría en ella, no tendría espacio ni en los libros ni en los anales que habrían de rememorar aquella guerra, aquel lejano tiempo; Roma apenas representaría unas breves líneas recordando una floreciente ciudad que finalmente sería recluida a sus murallas, sin voz en el mundo, sin flota, sin ejército, sin aliados; ése era su inexorable destino hasta que o bien la diosa Fortuna, o quizá el mismísimo Júpiter Óptimo Máximo o el puro azar intervinieron en el devenir de los hombres y las mujeres de aquel tiempo antiguo y surgió un solo hombre, alguien inesperado que no entraba en los cálculos de sus enemigos, un niño que habría de nacer en la tumultuosa Roma unos pocos años antes del estallido del conflicto bélico más terrible al que nunca se había enfrentado la ciudad; alguien que pronto alcanzaría el grado de tribuno, un joven oficial de las legiones que iniciaría un camino extraño y difícil, equivocado para muchos, que, sin embargo, cambió para siempre el curso de la historia, que transformó lo que debía ocurrir en lo que finalmente fue, creando los hechos que ahora conocemos como la génesis de un imperio y una civilización secular en el tiempo y en la historia del mundo. Aquel niño recibió el nombre de su progenitor, Publio Cornelio Escipión, que fuera cónsul de Roma durante el primer año de aquella guerra. Las hazañas de el hijo del cónsul alcanzaron tal magnitud que el pueblo, para distinguirlo del resto de los miembros de su familia, los Escipiones, le concedió un sobrenombre especial, un apelativo referente a uno de los territorios que conquistó, ganado con extremo valor en el campo de batalla y que lo acompañaría hasta el final de sus días: Africanus. Sería la primera vez que se honraba a un general con una distinción semejante, dando así origen a una nueva costumbre que en los siglos venideros heredarían otros cónsules preeminentes y, finalmente, los emperadores de Roma. Sin embargo, tanta gloria alimentó la envidia.
Ésta es su historia.
Pomponia, mujer de Publio Cornelio
Cneo Cornelio Escipión, hermano del anterior; cónsul en el 222 a.C. y procónsul en Hispania
Publio Cornelio Escipión (hijo), Africanus, hijo y sobrino de los cónsules mencionados arriba
Lucio Cornelio Escipión, hermano menor
Tíndaro, pedagogo griego, tutor de los Escipiones
Cayo Lelio, decurión de la caballería romana
Emilio Paulo (padre), cónsul en el 219 y 216 a.C.
Lucio Emilio Paulo, hijo de Emilio Paulo
Emilia Tercia, hija de Emilio Paulo
Quinto Fabio Máximo (padre), cónsul en el 233, 228, 215, 214, 209 a.C. y censor en el 230 a.C.
Quinto Fabio, hijo de Quinto Fabio
Máximo Marco Porcio Catón, protegido de Quinto Fabio Máximo
Sempronio Longo, cónsul en el 223 y 218 a.C.
Cayo Flaminio, cónsul en el 217 a.C.
Terencio Varrón, cónsul en el 216 a.C.
Cneo Servilio, cónsul en el 217 a.C.
Claudio Marcelo, cónsul en el 222, 215,214,210 y 208 a.C.
Claudio Nerón, procónsul
Minucio Rufo, jefe de la caballería
Lucio Marcio Septimio, centurión en Hispania
Quinto Terebelio, centurión en Hispania
Mario Juvencio Tala, centurión en Hispania
Sexto Dígicio, oficial de la flota romana
Ilmo, pescador celtíbero
Tito Macio, tramoyista en el teatro, comerciante, legionario
Druso, legionario
Rufo, patrón de una compañía de teatro
Casca, patrón de una compañía de teatro
Praxíteles, traductor griego de obras de teatro
Marco, comerciante de telas
Amílcar Barca, padre de Aníbal, conquistador cartaginés de Hispania
Asdrúbal, yerno de Amílcar y su sucesor en el mando
Aníbal Barca, hijo mayor de Amílcar
Asdrúbal Barca, hermano menor de Aníbal
Magón Barca, hermano pequeño de Aníbal
Asdrúbal Giscón, general cartaginés
Himilcón, general en la batalla de Cannae
Magón, jefe de la guarnición de Qart Hadasht
Maharbal, general en jefe de la caballería cartaginesa
Sífax, rey de Numidia occidental
Masinisa, númida, general de caballería, hijo de Gaia, reina de Numidia oriental
Filipo V, rey de Macedonia
Filémeno, ciudadano de Tarento
Régulo, oficial brucio
Rey de Faros, rey depuesto por los romanos, consejero del rey Filipo V
Cicerón, Epistulae ad familiares, 6, 6, 5.
Año 519 desde la fundación de la ciudad. 235 a.C.
El senador Publio Cornelio Escipión caminaba por el foro. Llevaba el cabello corto, casi rasurado, tal y como era costumbre en su familia. A sus treinta años, andaba erguido, dejando a todos ver con claridad su rostro enjuto y serio, de facciones marcadas, en las que una mediana nariz y una frente sin ceño se abrían paso en silencio. Ese día iba a asistir a un gran acontecimiento en su vida, aunque en ese momento tenía la mente entretenida con otro suceso sobresaliente en Roma: Nevio estrenaba su primera obra de teatro. Apenas habían transcurrido cinco años desde que se había representado la primera obra de teatro en la ciudad, una tragedia de Livio Andrónico, a la que el senador no había dudado en acudir. Roma estaba dividida entre los que veían en el teatro una costumbre extranjera, desdeñable, fruto de influencias griegas que alteraban el normal devenir del pensamiento y el arte romano puros; y otros que, sin embargo, habían recibido estas primeras representaciones como un enorme salto adelante en la vida cultural de la ciudad. Quinto Fabio Máximo, un experimentado y temido senador, del que todos hablaban como un futuro próximo cónsul de la República, se encontraba entre los que observaban el fenómeno con temor y distancia. Por el contrario, el senador Publio Cornelio Escipión, ávido lector de obras griegas, conocedor de Menandro o Aristófanes, era, sin lugar a dudas, de los que constituían el favorable segundo grupo de opinión.
Publio Cornelio llegó junto a la estructura de madera que los ediles de Roma, encargados de organizar estas representaciones, ordenaban levantar periódicamente para albergar estas obras. Al ver el enjambre de vigas de madera sobre el que se sostenía la escena, no podía evitar sentir una profunda desolación. Pensar cuántas ciudades del Mediterráneo disfrutaban de inmensos teatros de piedra, construidos por los griegos, perfectamente diseñados para aprovechar la acústica de las laderas sobre las que se habían edificado. Tarento, Siracusa, Epidauro. Roma, en cambio, si bien crecía como ciudad al aumentar su poder y los territorios y poblaciones sobre los que ejercía su influencia, cuando se representaba una obra de teatro tenía que recurrir a un pobre y endeble escenario de madera alrededor del cual el público se veía obligado a permanecer de pie mientras duraba el espectáculo o a sentarse en incómodos taburetes que traían desde casa. Como consolación, el senador pensaba que, al menos ahora, ya había posibilidad de ver sobre la escena actores auténticos recreando la vida de personajes sobre los que él había leído tanto durante los últimos años. Una mano en el hombro, por la espalda, acompañada de una voz grave y potente que enseguida reconoció, interrumpió sus pensamientos.
–¡Aquí tenemos al senador taciturno por excelencia! – Cneo Cornelio Escipión abrazó a su hermano con fuerza-. Ya sabía yo que te encontraría por aquí. Venga, vamos a ver una obra de teatro, ¿no? A eso has venido.
–No esperaba verte por aquí hoy.
–Hombre, hermano mío. – Cneo hablaba en voz alta de forma que todos alrededor podían escucharle. Era un gigantón de dos metros que no necesitaba abrirse camino entre el tumulto de gente que se había agolpado en torno al recinto del teatro ya que, como por arte de magia, siempre se abría un pequeño sendero justo un par de metros antes de que llegara su persona. Cneo era más alto, más fuerte, menos serio y más complaciente en la mesa que su hermano, lo que quedaba reflejado en su incipiente barriga que los años de adiestramiento y empleo militar mantenían relativamente difuminada-. Tanto hablar del teatro, el teatro esto, el teatro aquello… me dije, vayamos a ver qué es eso del teatro y… bueno…
–¿Bueno qué?
–¡Y, por todos los dioses! ¡Si ese viejo remilgado de Fabio Máximo ha dicho que lo mejor que puede hacer un buen romano es no acudir a estas representaciones, pues eso era ya lo que me faltaba para decidirme a venir! ¡Que los dioses confundan a ese idiota!
–Así que eso es lo que anda diciendo Fabio -respondió Publio-. Interesante. Ya entiendo por qué hay tanta gente. Creo que con sus palabras ha conseguido que venga más gente que nunca. Hay que felicitarle. Estoy seguro de que los actores agradecerán tanto debate sobre sus representaciones. Parece que Fabio Máximo no entiende que si deseas que algo pase desapercibido lo mejor es no mencionarlo. Supongo que futuras generaciones irán aprendiendo esto. En cualquier caso, me alegro. Cuanta más gente vea estas cosas mejor. Quizá así consigamos que en Roma se construya alguna vez un teatro digno de representar a Aristófanes o Sófocles.
–No sé; no creo que esto del teatro llegue a interesar tanto como para levantar esos enormes edificios de piedra de los que siempre hablas. Si me dijeras para ver gladiadores o mimos, cosas que sí gustan, entonces quizá sí… Pero desde luego hoy aquí hay un gentío notable -concluyó oteando desde lo alto de su sobresaliente punto de observación.
Así, conversando, los dos hermanos entraron en el recinto. Se había hablado ya en más de una ocasión de la posibilidad de levantar también una estructura de madera frente a la escena que soportase unas gradas de forma que el público pudiera sentarse y disfrutar con más comodidad del espectáculo, pero, de momento, todo aquello no eran más que conjeturas. Sólo había algunos bancos en las primeras filas para las principales autoridades de la ciudad, los ediles y algunos senadores.
–Resultará complicado conseguir una posición más céntrica. Mejor nos quedamos aquí-comentó Publio.
Su hermano se giró y le miró sacudiendo la cabeza, como quien perdona la vida a alguien a quien aprecia mucho pero que sabe que está equivocado en algo muy concreto. Sin más comentarios, Cneo se adentró entre el tumulto de gente, dando alguna voz al principio y luego, a medida que la densidad de la muchedumbre aumentaba, apartando a unos y otros con decididos y potentes empujones. Cneo avanzaba hacia el centro del recinto para conseguir una posición mejor para ver a los actores y lo hacía como un tribuno en un campo de batalla buscando la posición óptima para su unidad. Publio seguía la senda que su hermano iba abriendo. Unos soldados se revolvieron molestos ante aquel torrente de empellones, mas, al ver ante ellos dibujarse la imponente figura de Cneo adornada con la toga propia de un patricio, decidieron hacer como que no había ofensa y ocuparse de sus asuntos. Así, en unos minutos, Publio y Cneo alcanzaron el centro del recinto justo frente a la escena tras los bancos de las autoridades y quedaron dispuestos para asistir a la representación. Una vez allí, Publio se dirigió a su hermano.
–Gracias. Con tu extremada delicadeza hemos conseguido, sin duda, una excelente posición para el espectáculo. Siempre tan sutil, Cneo. Te veo hecho todo un político.
–Ya sabes que el que tiene que llegar a cónsul en nuestra familia eres tú. A mí que me dejen un ejército y que me pongan unos millares de bárbaros o cartagineses delante. Con eso me entretendré.
Publio no respondió nada. Quién sabe, viendo cómo se desarrollaban los acontecimientos políticos quizá algún día tendrían ante sí a unos cuantos de esos cartagineses, aunque no tenía tan claro que el verbo «entretenerse» fuera el más adecuado para describir semejante situación.
Tito Macio era un joven de veinte años, huérfano, llegado a Roma desde Sársina, en el norte de la región de Umbría. Ésta había caído bajo el control romano unos años antes. Después de algunas peripecias y no pocos sufrimientos en las calles de Roma, había alcanzado una cierta estabilidad a sus veinte años como mozo de tramoya en una de las incipientes compañías de actores que se dedicaban a representar obras de teatro en la ciudad. Su labor consistía esencialmente en clasificar las ropas de los actores y tenerlas preparadas para facilitárselas a cada uno a medida que éstos entraban en escena. También se ocupaba de limpiar las mismas antes y después de cada representación y, en fin, de todo aquello que fuera necesario con relación al espectáculo, incluso, si se terciaba, actuar. Después de haber mendigado por las calles, aquello le parecía una muy buena opción de vida. Entre bastidores Tito observaba a los actores declamar y en ocasiones memorizaba los textos de aquellos personajes que más le agradaban. Esto resultaba útil sobre todo cuando tenía que sustituir a algún actor que estaba enfermo o, más frecuentemente, con una resaca demasiado grande como para poder salir a escena.
Cuando entró de niño en aquella compañía había un anciano liberto de origen griego que se ocupaba de traducir textos de los clásicos como Eurípides, Sófocles, Aristófanes o Menandro, entre otros muchos, que le tomó cierto aprecio. Quizá aquel anciano encontró su extrema soledad, en un país extranjero y sin familia ni amigos, reflejada en aquel niño mendigo de cara resuelta que luchaba por sobrevivir en una ciudad cruel para el pobre, el esclavo y el no romano. El anciano lo tomó a su cargo y le enseñó a leer latín primero y después griego; y cuando sus ojos empezaron a fallarle, Tito, familiarizándose poco a poco con el arte de la escritura, empezó a copiar al dictado las traducciones que este anciano le hacía. Praxíteles, que así se llamaba, falleció cuando Tito apenas tenía trece años. Una mañana fue a llevarle agua para lavarse como hacía siempre y se lo encontró en el lecho de la habitación que la compañía de teatro había alquilado para cobijo del anciano que tan buen servicio les daba. Praxíteles estaba tendido, relajado, pero con los ojos abiertos y sin respirar. Tito se quedó en silencio junto a aquel hombre de quien tanto había aprendido y se dio cuenta de que aun sin que éste fuera nunca condescendiente o especialmente cariñoso con él, siempre se había mostrado afectuoso. De pronto se sintió del todo solo y pensó que nunca jamás sentiría un dolor y una pena igual en su vida. Estaba muy equivocado, pero en aquel momento no era consciente de las turbulencias del futuro. Cuando se rearmó de valor para afrontar la situación abandonó la estancia y salió al encuentro de Rufo, el amo de la compañía, que estaba negociando en el foro las posibles nuevas representaciones de la misma para la próxima Lupercalia, la festividad de la purificación que tenía lugar a mediados de febrero. Faltaba tiempo aún pero era conveniente cerrar los convenios con las autoridades públicas lo antes posible.
Rufo se encontraba junto con dos ediles de Roma, encargados de organizar los diferentes acontecimientos festivos, cuando Tito llegó a su encuentro. Rufo hizo como que no le veía. Al fin, una vez que después de diez largos minutos hubo terminado sus conversaciones con los ediles, se dirigió al inoportuno Tito, que había permanecido junto a él como un pasmarote, inconsciente de su impertinencia, aturdido como estaba por los acontecimientos.
–¿Y a ti qué se te ha perdido en el foro esta mañana? ¿Por qué no estás con el griego terminando la traducción de la comedia de Menandro que os encomendé? Ésta no es forma de justificar el alojamiento y la comida que os pago.
Tito pensó en replicar con improperios pero de su boca sólo salió la sencilla y simple realidad.
–Praxíteles ha muerto. – Y sin esperar instrucciones se marchó del foro dejando que Rufo digiriese las implicaciones de aquel suceso para su futuro económico.
Rufo, no obstante, era un hombre curtido en el desastre y la crueldad. Militar retirado, a sus cuarenta años había matado, violado, robado, luchado con honor y luchado sin honor alguno en el campo de batalla y con dagas en las peligrosas noches de Roma. Tenía una poblada melena de pelo negro que se resistía a tornarse gris pese a su edad, como si tuviera un pacto de juventud con los dioses a cambio de quién sabe qué extraños servicios. Avanzaba siempre como si se tambaleara, con un corpulento cuerpo sazonado de heridas y coronado por un ceño profundo permanente en lo alto de su frente. Hablaba latín y algo de griego, pero su capacidad lectora era más que discutible. Con todo, Rufo poseía una sobresaliente destreza: el oportunismo. Había discernido como nadie el gran impacto que suponía la novedad del teatro como espectáculo en Roma y, antes que ningún otro, había juntado actores de diferentes partes de la península itálica, se había hecho con los servicios de Praxíteles y había fundado una compañía estable que daba un buen servicio a los ediles de Roma a un más que razonable precio para las arcas del Estado. Mantenía en la pobreza a actores y demás miembros de la compañía, pero eso no preocupaba a las autoridades siempre que se cumplieran los compromisos acordados en cuanto a número de representaciones y mínima calidad de la puesta en escena.
La muerte de Praxíteles suponía un importante escollo en el natural futuro de la compañía, pero, como la fortuna a veces es caprichosa y parece vanagloriarse en favorecer a quien menos lo merece, Rufo pronto detectó que no hacían falta tantas traducciones del griego como antes, sino que empezaba a haber autores latinos propios que, para satisfacción suya y de su economía, ya escribían las obras directamente en latín.
Meses después de la muerte de Praxíteles, Rufo preguntó a Tito si él se sentía capaz de traducir obras del griego. Tito meditó su respuesta y concluyó que sí, pero como movido por un resorte, enseguida respondió con decisión de forma contraria.
–No, lo siento, no podría -y nunca más le volvió a preguntar Rufo sobre aquel tema. Tito había visto dónde había llegado Praxíteles con su griego y no quería seguir su misma suerte. Albergaba mejores expectativas para su vida que trabajar traduciendo por un mendrugo de pan y una humilde alcoba y siempre en las manos de aquel hombre cruel y avaro. Desde entonces Tito se especializó en todo lo referente a la tramoya: trajes, disfraces, calzado de los actores y supervisar el levantamiento de la escena cada vez que había representación. Curiosamente, aquel trabajo parecía ser más valorado por Rufo que todos los esfuerzos del anciano griego por producir unas traducciones en correcto y fluido latín. Tito estaba sorprendido porque sabía de lo injusto de la valoración, pero se guardaba para sí mismo sus opiniones y se dejaba llevar en aquel mundo de locos por lo que los demás consideraban como de mayor mérito.
Aquella tarde del 235 antes de Cristo, se representaba la primera obra de uno de los nuevos autores que tan bien le habían venido a Rufo: Nevio. Se trataba de una tragedia ambientada en Grecia. Para ello Tito había dispuesto todo lo necesario: pelucas blancas para los personajes ancianos, pelirrojas para los esclavos, un sinfín de todo tipo de máscaras para las más diversas situaciones escénicas, y coturnos, unas sandalias altas empleadas para realzar la estatura de los personajes principales que en una tragedia serían dioses personificados por actores, que, como era lógico, no podían estar a la misma altura que el resto de los personajes. Una amplia serie de mantos y túnicas griegas completaba el vestuario.
Todo estaba dispuesto. El público llenaba los alrededores del escenario, la tarde era agradable y la temperatura suave. Roma iba a vivir una velada de teatro al aire libre.
Decenas de pequeñas embarcaciones navegaban lentamente. En una de las lanchas, atestada de armas arrojadizas, espadas, escudos, lanzas, algún caballo, víveres y soldados, Amílcar dirigía toda la operación. A su lado, un adolescente de trece años, su joven hijo Aníbal, es decir, «el favorito de Baal», el dios supremo de los cartagineses, observaba admirado.
Amílcar tenía bajo su mando un gran ejército dispuesto para conquistar Hispania, pero no tenía barcos con que transportarlo. Meses atrás rogó a los sufetes, los dos cónsules de Cartago, que dieran orden de reconstruir la flota púnica para poder enviar estas tropas a Iberia, pero éstos se negaron, siguiendo los avisos del Consejo de Ancianos. La gran flota púnica había sido destruida en la gran confrontación contra Roma de unos años antes y, entre otras terribles penurias y humillaciones, Cartago tenía prohibido reconstruir una nueva flota que los romanos observarían como una amenaza inminente. Si lo hacían, explicaron lo sufetes, Roma no tardaría ni unas semanas en declarar la guerra y atacar, antes de que Cartago estuviera recuperada del anterior conflicto.
El sufete se dirigió directamente a Amílcar.
–Si deseas conquistar Hispania para Cartago y fortalecer el Estado con sus riquezas, eso te honra, general, sin embargo, lo que pides, una flota para trasladar al ejército, eso es imposible. Tienes permiso para intentar esa conquista pero tendrás que discernir otros medios.
Amílcar no era hombre que se amilanara con facilidad. Combatió con valor y pertinaz resistencia a los romanos en Sicilia dificultando en extremo el avance de las legiones del Estado latino y, posteriormente, derrotó por completo a los mercenarios africanos que se levantaron contra la que creían ya una Cartago en decadencia. Así pues, Amílcar aceptó el reto de los sufetes. Se levantó y ante todos los senadores de Cartago exclamó.
–Llevaré el ejército a Iberia, cuyas riquezas navegarán hacia Cartago en menos de un año.
Y antes de que nadie pudiera preguntarle sobre la forma en que pensaba acometer tal empresa, el general abandonó el cónclave senatorial y, escoltado por varios soldados y oficiales próximos a su causa y a la familia de los Barca, partió de la ciudad.
Durante semanas Amílcar dirigió su ejército por toda la costa norte de África, aprovisionándose en las numerosas poblaciones costeras amigas de Cartago. Atravesó las montañas y los estrechos pasos resistiendo ataques de tribus en continua rebeldía con Cartago. Cruzó la costa norte de Numidia y Mauritania en una marcha larga y agotadora para hombres y bestias, hasta que, al cabo de dos meses, llegó a los Pilares de Hércules. Allí contempló, desde la costa africana, las playas del sur de Hispania. Sólo los separaba un estrecho de aguas embravecidas pero de tan sólo veinte o treinta kilómetros de anchura.[Para facilitar la lectura hemos recurrido a la expresión de kilómetros para que el lector se ubique mejor en los espacios descritos de la novela, aunque en la época se recurriera a otras unidades para medir las distancias como pasos o estadios que, ocasionalmente, mencionamos] En unas semanas fue agrupando todas las barcas de pesca de las poblaciones próximas y mandó construir pequeñas balsas y barcazas de transporte. No se trataba de construir barcos de guerra, sino de disponer de pequeños transportes que fueran y volvieran durante varios días, llevando en cada viaje armamento, soldados, animales y víveres. La tarea sería tediosa, lenta y muy peligrosa. Especialmente difícil resultaría embarcar, uno a uno, a las decenas de elefantes que llevaba consigo.
Amílcar alcanzó la costa de Hispania y fue el primero en pisar tierra. Tras él su caballo y varios soldados que empezaron a descargar todo lo que llevaban en la barcaza: trigo, dardos, lanzas, escudos. Era impresionante mirar hacia el sur. El mar estaba repleto de centenares de embarcaciones que, como una flotilla de pequeños barcos, se acercaban a las costas. El oleaje, no obstante, arreciaba con fuerza. Un elefante, al verse rodeado de aquella inmensidad de océano, se puso nervioso y empezó a bramar y moverse. Uno de sus adiestradores intentó calmarlo primero y luego controlarlo a golpes que asestaba con una maza de hierro en la cabeza del animal, pero la bestia estaba ya fuera de sí y cualquier esfuerzo era inútil para controlarla. En la pugna, la barcaza se desestabilizó y volcó, y soldados, armas y víveres fueron al agua junto con el elefante. El mar se tragó a hombres y bestia en cuestión de segundos. De forma parecida varias barcazas volcaron y se perdieron numerosos hombres, material y animales. Sin embargo, al caer la tarde del tercer día, el gigantesco ejército cartaginés había cruzado el estrecho sin disponer de una flota, sin despertar las suspicacias de Roma. Sigilosamente, aunque decididos, aquellos soldados formaron en la playa. Amílcar revisó unidades, equipos, caballería y elefantes y, cuando todo estuvo dispuesto, con el sol poniéndose, ordenó avanzar varios kilómetros hacia el interior. Dio orden también de recoger las barcas y esconderlas tras las dunas de la playa.
Al día siguiente, un barco mercante acompañado de una quinquerreme militar romana pasó por la zona. Un legionario actuaba como vigía. Desde lo alto de la nave observó restos de madera flotando en el mar. Dio la alarma y el capitán ordenó que recogieran aquellos fragmentos. Una vez en el barco, constataron que se trataba de pequeños trozos que no podían sino pertenecer a alguna embarcación pesquera. El capitán preguntó al vigía si se observaba algún movimiento extraño en la costa. La respuesta del legionario fue rotunda. – ¡Nada!
–Bien -concluyó el oficial al mando del barco-. En el informe de a bordo que figure que se han avistado restos del naufragio de alguna pequeña barca de pesca. Sin más novedad. Sigamos rumbo al noreste, a Sagunto.
Y se alejaron de la costa.
La representación acababa de empezar y todo marchaba bien. Hasta el momento ningún actor se había olvidado del texto y el público parecía seguir la historia con cierto interés. De cuando en cuando el murmullo de los que hablaban era excesivo y Tito tenía que moverse entre los espectadores pidiendo silencio para que los que deseaban escuchar pudieran hacerlo y, de súbito, llegó el desastre: desde fuera del recinto del teatro se empezó a escuchar música de flautas y los gritos de algún artista de calle anunciando la próxima actuación de un grupo de saltimbanquis y equilibristas y, lo peor de todo, un combate de gladiadores como colofón al espectáculo. Era frecuente que diferentes grupos callejeros se aproximaran al teatro para aprovechar la labor que la representación había conseguido con gran esfuerzo de toda la compañía de actores: congregar a un notable gentío. Parte del público, poco interesado en el transcurso de aquella tragedia, volcó su interés en los recién llegados saltimbanquis y fue saliendo del teatro. Los actores se esforzaron en declamar más alto elevando el tono de voz al máximo de su capacidad para intentar reavivar el interés de los que allí se habían reunido, pero todo esfuerzo resultaba inútil. Poco a poco se fue vaciando el recinto hasta que apenas quedó un tercio del aforo inicial. Tito estaba descorazonado y Rufo, iracundo. Aunque los ediles habían pagado por anticipado la representación, si ésta no era de interés, se cuestionarían volver a contratar a la compañía.
En el exterior del recinto el grupo de artistas callejeros daba volteretas en el aire una tras otra a un ritmo enfermizo; luego uno de ellos se tendió en el suelo y el resto saltaba dando una voltereta sobre aquél. Al fondo se podía observar a dos fornidos guerreros, sus musculosos brazos relucientes por el aceite con el que se habían untado, armados con espadas y escudos dispuestos a entrar en combate para satisfacción del gentío que empezaba a rodearlos.
En el teatro, Publio permanecía absorto en la representación de tal forma que el desplazamiento del público hacia el exterior del teatro le había pasado completamente desapercibido. Cneo, por el contrario, entre adormilado y aburrido, estaba considerando seriamente ausentarse junto con el resto de la gente que ya lo había hecho. Un buen combate de gladiadores parecía, a todas luces, un entretenimiento mucho mayor que la pesada y lenta historia que se les estaba presentando sobre el escenario. Sin embargo, veía a su hermano tan absorbido por la representación que intentaba aún concentrarse para ver si podía él quedar igual de prendado por lo que los actores contaban. Pero no. Resultaba del todo imposible. Al cabo de unos minutos se decidió y se dirigió a su hermano.
–Publio, yo me voy, te espero fuera.
–¿Eh…? Bien, sí, bien. Nos vemos fuera. Cuando termine salgo -fue su respuesta; pero aún no se había dado Cneo la vuelta para marcharse cuando apareció entre ellos un esclavo de casa de los Escipiones.
–¡Amos, amos! ¡Ha llegado el momento! ¡Ha llegado el momento! A esta interpelación Publio sí que reaccionó con rapidez dejando de lado la representación.
–¿Estás seguro? ¿Sabes bien lo que dices? – Sí, mi amo. Sí. Vengan a casa. ¡Rápido!
Y el esclavo los dirigió a la salida. Velozmente sortearon al público superviviente de la representación. Luego en el exterior bordearon el tumulto que se había formado alrededor de los dos gladiadores que habían empezado su lucha. El ruido de las espadas sobresalía por encima del de los gritos de la gente. Publio aceleró la marcha.
–¡Vamos, vamos! ¡Hay que regresar a casa lo antes posible!
En el teatro Tito contemplaba desolado el recinto medio vacío y escuchaba a los actores declamando a gritos sus intervenciones para hacerse oír por encima de la algarabía que llegaba de fuera. Una tarde de teatro en Roma. Tito sintió que aquél no podía ni debía ser su mundo por mucho más tiempo. Había de dejar aquel barco antes de que se hundiera del todo. Nunca pensó que tuviera madera de héroe.
Publio y Cneo llegaron a casa corriendo. Al irrumpir en el atrio los recibió el llanto de un niño. Una anciana esclava que ejercía de comadrona lo traía desnudo. Lo habían lavado. Era un varón. Ése podría ser el primogénito, el futuro pater familias del clan, siempre que su padre lo aceptase como tal. La anciana se arrodilló ante los recién llegados y a los pies de Publio, sobre el suelo de piedra, dejó el cuerpo del niño, desnudo, llorando. Su padre observó al bebé unos segundos. Éste era el momento clave en el destino de aquel niño, pues su progenitor tenía por ley el derecho de aceptarlo o repudiarlo si consideraba que había presagios funestos, que había nacido en un día impuro o que tenía algún defecto. Publio Cornelio Escipión miró a su hijo en el suelo. El niño proseguía con su llanto. Cneo, respetuoso con la importante decisión que debía tomar su hermano, se había retirado unos pasos. En el centro del atrio, junto al impluvium que recogía el agua de lluvia, quedaron padre e hijo a solas. Publio se arrodilló, contempló de cerca al bebé y asintió con la cabeza. Cogió entonces al niño y lo levantó por encima de sus hombros.
–Que se prepare una mesa en honor de Hércules. Éste es mi hijo, mi primogénito, que llevará mi mismo nombre: Publio Cornelio Escipión y que un día me sustituirá a mí como pater familias de esta casa.
La anciana comadrona y Cneo respiraron. Publio devolvió el niño a la esclava.
–Llévalo junto a su madre -y preguntó-, ¿está bien la madre?
–La madre está bien, descansando, dormida, pero bien. Dijo que deseaba verles en cuanto llegaran.
–Bien, bien. Que descanse unos minutos. Ahora me acercaré a verla.
La esclava se retiró y Cneo dejó escapar por fin sus emociones. – ¡Bueno, hermano mío! ¡Por todos los dioses, esto tendremos que celebrarlo por todo lo alto! Tendremos buen vino en esta casa y algo de comer, ¿no?
Aquella noche hubo un festín en la gran residencia de los Escipiones. Vinieron clientes y amigos de toda la ciudad. Se bebió y se comió hasta la medianoche. Y al terminar la velada, cuando se fueron todos los invitados y la casa quedó tranquila, Publio se sentó junto a su mujer. El recién nacido estaba acurrucado próximo a los senos de Pomponia. El senador se sintió feliz como no lo había sido nunca. La noche estaba tranquila, raramente sosegada para una noche en la bulliciosa Roma. En la calle, al abrigo de la oscuridad, tres hombres se acercaron a la puerta de la casa del senador. Uno llevaba un hacha afilada, otro una enorme maza y el tercero una escoba. Se acercaron hasta detenerse justo frente a la puerta. En el silencio de la madrugada Publio escuchó varios golpes fuertes en la puerta de entrada. Nadie de la casa salió a abrir. El senador permaneció impasible. Los tres esclavos, una vez cumplido el rito de sacudir la puerta con sus herramientas para así cortar, golpear y barrer cualquier mal que pudiera afectar al recién nacido, tal y como correspondía a los dioses Intercidona., pilumnas y Deuerra, se alejaron y fueron a acostarse contentos. Ése era un día feliz en casa de su amo.
La procesión de senadores que había partido desde el Campo de Marte ascendió por la Vía Sacra y de esa forma llegó al foro boario. Era el principio de la larga comitiva del triunfo del cónsul Quinto Fabio Máximo, vencedor contra las tribus ligures del norte de la península itálica a las que había derrotado y empujado hacia los Alpes, liberando así las colonias y ciudades protegidas por Roma en aquella región de los constantes ataques, asedios y pillaje de aquellos bárbaros.
–Primero van los senadores -explicaba Pomponia a su hijo de apenas dos años; el pequeño Publio observaba el tumulto de gente y la larga comitiva con ojos admirados sin entender muy bien a qué venía todo aquello-. ¡Mira, ahí están tu padre y tu tío!
Publio y Cneo Cornelio Escipión, en calidad de senadores de Roma, desfilaban con el resto de los miembros del máximo órgano de gobierno de la ciudad. Era tradición que, en cualquier triunfo personal de un cónsul, el conjunto del Senado desfilara en primer lugar, dejando claro, tanto al pueblo de Roma como al general al que se agasajaba, que todos estaban supeditados a la autoridad de aquel parlamento. Tras los senadores, decenas de legionarios en perfecta formación desfilaban portando insignias arrebatadas a los ligures, armas de los derrotados y otros despojos de guerra; a continuación, encadenados, innumerables cautivos eran obligados a arrastrarse por las calles de Roma bajo la atenta mirada del pueblo. Los derrotados mezclaban su rencor con la admiración que aquella floreciente urbe despertaba a sus ojos: hermosos templos engalanados de guirnaldas salpicaban el camino, miles de personas vestidas con lujosas prendas y centenares de soldados apostados a ambos lados de la ruta ferozmente armados.
Tras los cautivos que luego se venderían como esclavos y las armas, venía la exposición de los tesoros arrebatados a los ligures: oro, plata, joyas, incluso estatuas que éstos a su vez habían arrancado a las ciudades que fueron objeto de sus ataques. Acto seguido avanzaban pesada y lentamente doce bueyes blancos camino del altar de Júpiter Capitolino, donde debían ser sacrificados por el victorioso general que, al coincidir su victoria con el hecho de ostentar la máxima magistratura de la ciudad, uno de los dos consulados que anualmente se elegían, tenía derecho a este triunfo. Y, concluyendo aquel séquito, venían los doce lictores o guardias personales del magistrado, que anunciaban la llegada del cónsul vencedor montado en una cuadriga tirada por cuatro caballos blancos que se deslizaba plácida sobre la calzada portando a Quinto Fabio Máximo, vestido para la ocasión con una larga túnica púrpura. Un esclavo en la misma cuadriga sostenía una corona de laurel sobre la cabeza del cónsul al tiempo que susurraba palabras en su oído recordándole que aquélla era una celebración pasajera y que seguía bajo las órdenes del Senado de Roma. Fabio Máximo, no obstante, disfrutaba al completo de aquel baño de multitudes y desde lo más profundo de su corazón desdeñaba las palabras que el esclavo, tozudamente, perseveraba en repetir. Había tardado cuarenta y ocho años en llegar a cónsul y aquél era un cargo que le gustaba demasiado como para dejarlo así como así. Lo importante ahora era el momento presente, la gran victoria; luego vendría su estrategia para dominar el Senado.
Corría el año 526 desde la fundación de Roma y Fabio Máximo ostentaba la máxima magistratura, al ser elegido por segunda vez en poco tiempo como uno de los dos cónsules que debían gobernar el Estado durante aquel año. Eran tiempos de tranquilidad en la ciudad, que vivía todavía con un sentimiento de relativo sosiego después de los encarnizados enfrentamientos de la flota romana durante el año anterior para combatir los navíos piratas de la costa ilírica, que suponían una constante amenaza para los puertos de aquella región y, más importante aún, para la seguridad de los barcos mercantes.
Tito Macio veía cómo con las rutas marítimas cada vez más seguras y con el creciente dominio de Roma sobre el mar, los negocios y el comercio proliferaban por toda la ciudad. El teatro seguía languideciendo en un doloroso parto que parecía no terminar nunca de dar los frutos deseados. Nevio, Pacuvio, Ennio y otros estrenaban tragedias y comedias que interesaban a pequeñas minorías ilustradas pero que quedaban lejos de entusiasmar al pueblo en general. La gente seguía mostrándose mucho más atraída por los combates de gladiadores y los espectáculos de saltimbanquis, equilibristas y mimos que salpicaban diferentes rincones de la ciudad y que seguían aprovechándose de las representaciones teatrales para luego llevarse el público allí reunido. Este estado de cosas condujo a Tito Macio a tomar una determinación clave en su vida y en su destino: dejar el teatro. Abandonar aquel mundo de muchos esfuerzos y escasas recompensas y adentrarse, con los pequeños ahorros que había conseguido, en el comercio. Encargado de las mil cosas de la compañía y, entre otras, de todo lo relacionado con la vestimenta de los actores, se había familiarizado con muchos comerciantes de telas, túnicas, togas y otros elementos necesarios del vestido diario de los romanos y por allí decidió encaminar su futuro. Lo tenía ya todo organizado: había seleccionado quiénes serían sus proveedores, los precios de entrada de los productos y los precios a los que los pondría a la venta; hasta había alquilado ya un local en una de las insulae más próximas a los mercados junto al Tíber. Todo estaba perfectamente planeado, excepto algo que quedaba pendiente: comunicárselo a Rufo.
Tito había pensado durante semanas la mejor fórmula de dar a conocer su decisión al director de la compañía, aguardando el momento adecuado para comentar sus planes: esperaba al final de cada representación, detrás del escenario, mientras Rufo calculaba el número de gente que había permanecido hasta el final, ya que los ediles de Roma hacían lo mismo. La verdad es que las cosas no habían ido nada bien en las últimas obras, de forma que Tito no se atrevía a hablar con el director. Sin embargo, el tiempo pasaba y ya tenía el local preparado y su decisión firme tomada. No podía esperar más tiempo. Una tarde, tras la representación de una obra de Livio Andrónico, Tito se acercó por fin a Rufo.
–Quería comentarle una cosa.
–Ahora no tengo tiempo. Ocúpate de recoger bien todos los trajes y guardarlos de forma que no queden arrugados. Las togas de los dioses parecía que hubieran estado enmarañadas durante meses -fue toda la respuesta de Rufo, que hizo ademán de marcharse.
–Me voy. Mañana mismo dejo de venir al teatro y de ocuparme de vestidos, textos, escenario y todas esas cosas -comentó Tito a toda velocidad y él sí que se volvió e inició su salida por la parte trasera del escenario donde se encontraban.
–¡Eh, tú! ¡Mentecato! ¡Por Castor y por Pólux! ¿Se puede saber qué clase de sandez estás diciendo?
–Que me marcho, que estoy cansado de este trabajo. Es mucho esfuerzo, nadie me agradece nada y se gana muy poco, estoy prácticamente en la miseria y…
–¿Y…?
–¡Y además a la gente apenas le interesa lo que hacemos aquí; más nos valdría subirnos al escenario con diez flautas y un número de mimo! ¡Al menos usted le saca beneficio pero nosotros no sacamos nada!
Rufo estaba rojo de ira, pero era hombre que sabía calcular sus acciones con respecto a las repercusiones económicas que éstas pudieran tener en el negocio. Tito Macio era un elemento interesante en el engranaje de la compañía. Igual podía organizar vestidos, pelucas, calzado para una obra, que supervisar el levantamiento de la escena o incluso actuar cuando era preciso.
–¿Quieres más dinero? ¿Es eso? Te puedo doblar el dinero que percibes.
Tito meditó un instante, pero estaba demasiado decidido a alejarse de aquel mundo y ni aunque le quintuplicase lo que cobraba podría llegar ni a la mitad de lo que había calculado que podría estar ganando como comerciante de telas. Y aunque así fuera, no tener un amo que te ordena y te desprecia a partes iguales era un lujo que deseaba disfrutar.
–No, me marcho. Gracias por la oferta pero llega demasiado tarde.
Fue entonces cuando Rufo tradujo su ira en palabras que, si bien no pronunció muy alto, llegaron claras y precisas como dardos afilados a los oídos de Tito.
–Bien, pues si te marchas y me dejas tirado, despreciado, que sepas que recordaré bien lo acontecido aquí hoy. Algún día vendrás, oh sí, volverás, porque todos vuelven. ¿Crees que eres el único cansado de esta vida que se forja sueños de grandeza y me deja? Esto ya ha pasado antes y todos vuelven arrastrándose e imploran que los vuelva a aceptar y yo siempre digo no. No soy esencialmente rencoroso pero devuelvo siempre con la misma moneda con la que me pagan. Ahora lárgate de aquí y no vuelvas jamás. – Y con estas palabras, Rufo se dio media vuelta y se alejó del lugar.
Tito se quedó allí, solo, rumiando por unos instantes lo que Rufo había presagiado, pero sacudió al fin la cabeza y salió del escenario directo al mercado. Era una tarde suave y el viento fresco que subía desde el río apaciguó sus ánimos y la tensión vivida en la discusión con Rufo. Ante él una nueva vida se abría. Éste era su auténtico principio.
Amílcar Barca, general en jefe del ejército cartaginés en la península ibérica, observaba el valle. Los exploradores no habían detectado movimientos de las tribus locales y, sin embargo, su instinto de guerrero le hacía dudar. La campaña contra los indígenas de la región estaba siendo más costosa de lo esperado. Su resistencia al poder de Cartago era tenaz, terca, pero la determinación de Amílcar era firme. Su gran plan no admitía vuelta atrás en su iniciativa de dominar aquel país. Necesitaban los recursos de la región, el control de las minas de Sierra Morena, acceso libre por los ríos y por las costas. El sur y gran parte del este estaban ya bajo su control, pero era necesario atajar las resistencias del interior. Por eso había cruzado el Tajo. Su objetivo era someter a todos los celtíberos entre aquel río y el Duero. Eso sería suficiente para mantener el dominio de la región y explotar sus riquezas para poder ejecutar la segunda parte del plan, la auténticamente importante: la conquista de la península itálica, la derrota de Roma y la devolución de la hegemonía del Mediterráneo a Cartago. Hispania sería la base de operaciones desde la que llevar a cabo sus designios.
Amílcar descendió hacia el valle cabalgando a lomos de su caballo, seguido de cerca por sus generales y, tras ellos, su joven hijo de veintiún años. Aníbal llevaba nueve años en Hispania con su padre. Junto a él había asistido a las deliberaciones que tenían lugar entre los generales antes de cada ataque, antes de cada batalla, antes del asedio de cualquier población. Y desde su adolescencia había entrado en combate. Y, como el resto de los miembros de la familia Barca, Aníbal era conocedor del plan de su padre, más allá de lo que los generales cartagineses sabían o podían intuir y más allá de lo que los políticos de Cartago imaginaban. Para los sufetes -cónsules de Cartago-, y su Consejo de Ancianos, Amílcar estaba asegurando un territorio, el de Iberia, para poder explotar sus riquezas y resarcir a Cartago de las inmensas penurias de su derrota en la última confrontación con Roma, que, además de conllevar pagos de guerra, implicó la pérdida de territorios como Sicilia. Aníbal, sin embargo, sabía que los planes de su padre iban mucho más allá que llenar las vacías arcas del Estado.
Descendieron por el valle. El ejército fue avanzando por la llanura en formación de a cuatro. Una larga hilera donde los elefantes y otras tropas pesadas quedaban al final. Al principio avanzaban los generales y parte de la caballería, seguidos de la infantería ligera. El sol se había nublado y una helada brisa empezó a deslizarse desde las montañas. Amílcar pensó en detener la marcha, pero pronto empezaría a anochecer, así que concluyó que era mejor atravesar aquel valle y establecer un campamento en las colinas próximas que se vislumbraban en la distancia. Ésa sería una buena posición defensiva en caso de ataque. Estaba meditando sobre estas opciones cuando por el otro extremo del valle apareció un grupo de guerreros iberos con varias decenas de carros tirados por bueyes. Las bestias avanzaban lentamente porque los iberos habían llenado los carros con troncos. Detrás de los vehículos venían varios centenares de guerreros armados. La formación resultaba insólita y el avance extremadamente lento hasta el punto de que los soldados cartagineses, que habían detenido su marcha, se echaron a reír. Amílcar, por el contrario, permanecía serio, oteando en la distancia intentando entender el sentido que tendría todo aquello. Estaba claro que era una fuerza inferior a la necesaria para poder plantar cara a su ejército. Se volvió y observó a sus soldados en formación, su progresión hacia el valle detenida al quedar todos mirando la extraña maniobra de los iberos. Amílcar escuchaba a sus propios oficiales despreciando a aquellos guerreros que se atrevían a retar con semejante arsenal a un ejército púnico muy superior, con infantería ligera y pesada, caballería, y elefantes.
–¡Es absurdo! ¿Qué pretenden? ¿Luchar con bueyes contra nuestros elefantes?
–¡A lo mejor nos van a lanzar los troncos!
–¡Ja, ja, ja…! – nuevas risas que se extendían por todas las unidades. Amílcar, sin embargo, estaba disgustado.
–¿Quién ha dado orden de detener nuestro avance? – gritó-. ¡Que siga entrando en el valle el grueso de las tropas! ¡Y no quiero más risas hasta que todo el ejército esté en formación de ataque!
Los oficiales callaron y se ocuparon de transmitir las órdenes. En ese momento se vieron varias antorchas encendidas entre los iberos que brillaban con especial fuerza en esa última hora del atardecer. Acercaban las llamas a los troncos de los carros que previamente habían untado con pez de forma que en un instante todas las decenas de carros ardían. El viento bajaba desde la ladera de las montañas hacia el valle, de forma que los bueyes, en su lento descenso, empezaron a sentir el intenso calor de las llamas empujadas por la brisa hacia sus cuerpos. Las bestias sintieron su piel quemándose y despavoridas y presas del pánico se lanzaron en una imposible huida de aquel calor abrasador arrojándose hacia el valle, pero por más que corrían las llamas los perseguían. Antes de que los cartagineses pudieran reaccionar, carros en llamas empujados por bueyes enloquecidos los alcanzaban desordenando las formaciones, pisoteando a muchos soldados y sembrando el caos y el terror. Súbitamente aparecieron varios grupos de guerreros por ambos flancos. Primero eran decenas pero se multiplicaban con increíble rapidez. Los cartagineses no entendían bien lo que pasaba pero pronto la vanguardia de las tropas ligeras quedó rodeada por varios centenares de iberos que lanzaron un feroz ataque contra las sorprendidas tropas púnicas, que aún luchaban por deshacerse de la embestida de los bueyes y de las llamas de los troncos, muchos de ellos ardiendo esparcidos por el suelo al haber volcado. Amílcar se percató de cómo se incorporaban más grupos de iberos: la gran mayoría parecían estar echados en el suelo en pequeños grupos. Habían disimulado su presencia entre los árboles de las laderas del valle e incluso algunos se habían ocultado con matorrales tumbándose en el suelo a la espera de recibir la orden de ataque. Serían unos mil en total. Todo era cuestión de resistir la acometida mientras el grueso de las tropas entraba en el valle y se rehacían las formaciones, con la infantería pesada y los elefantes. Los cartagineses, que ya empezaban a superar la sorpresa de los carros incendiados, recibieron a aquellos guerreros primero lanzando una andanada de jabalinas y luego con sus espadas desenvainadas. Decenas de iberos cayeron bajo la lluvia de proyectiles, pero la gran mayoría de luchadores indígenas alcanzó a las tropas. El combate era tumultuoso y desordenado, lo que perjudicaba la optimización de los recursos púnicos. Amílcar se vio envuelto por enemigos. Una decena de jinetes cartagineses rodearon a su general. Aníbal observaba el peligro en el que se encontraba su padre desde unos cien pasos de distancia, mientras combatía junto con otro escuadrón de soldados cartagineses. Asdrúbal, yerno de Amílcar, desde la entrada del valle ordenó a los soldados dejar paso a los elefantes para que éstos pudieran acceder lo antes posible y asistir a las desordenadas líneas de vanguardia y así repeler la acometida de los iberos. Éstos, enfervorecidos por el éxito inicial de su ataque sorpresa, se cebaron en rodear al que adivinaban por su amplia capa, su brillante y adornado casco y su propio porte, como general en jefe. Amílcar y los suyos pusieron pie a tierra, pues la proximidad de los iberos y el nerviosismo de los caballos hacía imposible combatir desde la montura. Aníbal vio a su padre bajar del caballo y comprendió la gravedad de la situación. Por el otro extremo de la llanura veía entrar los primeros elefantes que irrumpían bramando en el valle azuzados por sus adiestradores, pero aún quedaban muy lejos. No lo pensó.
–¡Seguidme los que podáis! ¡El general está en peligro! – Y sin esperar respuesta de sus soldados, salió del grupo cartaginés y se abrió paso a espadazos entre los iberos. Embestía con tal ferocidad que, una vez que derribó a dos guerreros enemigos, el resto se hizo atrás.
Varias decenas de soldados siguieron el ataque de Aníbal. Nuevos refuerzos iberos les salían al paso, pero la determinación de Aníbal era tal que enemigo tras enemigo caían bajo sus golpes. La sangre fluía por el filo de su espada hasta llegarle a la mano y luego al codo. Tenía gotas de salpicaduras por el rostro y alguien le había herido en un brazo, pero seguía firme, avanzando en dirección a su padre. Ya no se veía a Amílcar, sino sólo un montón de iberos en círculo asestando golpes. Aníbal presentía lo peor. El resto de los soldados que le acompañaban había comprendido lo que ocurría y parecía haberse contagiado del mismo espíritu de rabia que empujaba a Aníbal.
Amílcar combatía rodeado de enemigos. Uno a uno caían los pocos soldados cartagineses que luchaban por protegerle. Eran decenas de iberos los que se habían lanzado contra ellos. A lo lejos parecían oírse los bramidos salvajes y desoladores de los elefantes, pero parecían no llegar nunca. En ese momento sintió la primera herida, profunda, en el costado. Un sesgo que le hizo doblarse. A su lado cayó otro soldado cartaginés. Escuchó la voz del resto.
–¡Han herido al general! ¡Han herido al ge…!
Aquel soldado no pudo terminar. Una espada ibera cercenó su garganta al tiempo que su grito interrumpido advertía a sus compañeros del desastre infinito. Los iberos terminaron con el resto de la escolta y se abalanzaron sobre Amílcar. Éste se alzó una vez más y opuso su escudo como resistencia. Por alguna razón no tenía fuerza para utilizar el otro brazo y combatir con su espada. No se percataba de lo profundo de la herida que le había cortado los músculos de su antebrazo derecho. En ese momento llegó un golpe definitivo por la espalda y sintió su cuerpo temblar y caer al suelo de bruces, con el rostro hacia la tierra empapada por el arroyo que cruzaba el valle. Los iberos fueron a rematarle pero en ese instante cayeron sobre ellos un grupo de cartagineses rugiendo en tropel y asestando golpes mortales cargados de odio y venganza. Aníbal en especial abatió a tres iberos en tres golpes certeros en menos de cinco segundos. Los elefantes empezaron a llegar y hábilmente dirigidos por sus conductores aplastaban a los aterrorizados iberos que nunca antes habían visto semejantes bestias. En cuestión de minutos todos los guerreros que habían rodeado al general cartaginés fueron masacrados y en poco tiempo todo el ataque quedó repelido. Sin embargo, para Aníbal, todo había llegado tarde, infinitamente tarde.
En un minuto de miseria y dolor, Aníbal se arrodilla junto al cuerpo de su padre. Ha caído junto a un arroyo boca abajo. Las heridas no parecen mortales pero al volver el cuerpo descubre los ojos abiertos de Amílcar, vacíos, mirando al cielo. Al caer y perder el conocimiento por los golpes de los iberos, se ha ahogado en el barro del riachuelo. Un profundo silencio embarga el ánimo de los cartagineses alrededor de padre e hijo, hasta que desde lo más hondo de su ser Aníbal gira su rostro hacia el sol del atardecer y lanza un alarido desgarrador, largo y vibrante que retumba en las montañas y en las almas de todos los que lo escuchan.
Un par de centenares de iberos se repliegan aturdidos aún por la carga de los elefantes. Avanzan en el atardecer por el bosque oscuro, un poco confusos en sus sensaciones, entre complacidos por haber abatido al jefe de los invasores pero también apesadumbrados por los amigos caídos. De pronto, desde el valle un aullido roto de dolor y furia llegó trepando por las laderas. Los más jóvenes sonrieron. Sin duda habían matado a alguien importante. Los más mayores sintieron en la zozobra que transmitía aquel grito malos presagios para el futuro. Alguien que siente tanto dolor necesitará mucha sangre antes de sentirse saciado en su venganza.
Tíndaro, el pedagogo griego de los hijos del senador Publio Cornelio Escipión, instruía a los niños en las estrategias de guerra seguidas por los romanos contra el rey Pirro de Epiro. El joven Publio de siete años y su hermano pequeño Lucio de apenas cuatro escuchaban absortos el relato de su tutor. Estaban absolutamente maravillados por algo nuevo en las descripciones de las batallas: al luchar contra Pirro los romanos tuvieron que combatir contra elefantes traídos por el rey griego. Los cónsules de Roma intentaron todo tipo de tácticas para contrarrestar la enorme potencia de aquellas bestias al irrumpir en campo abierto, que destrozaban todo a su paso: si levantaban barricadas, las aplastaban, y a todos los que se refugiaban tras ellas; si se les lanzaban proyectiles, eran innumerables los dardos y jabalinas que debían impactar en una de las bestias antes de que ésta se derrumbara. Era, en fin, posible acabar con los elefantes, pero no sin antes pagar un elevadísimo coste de vidas que dejaba diezmado al ejército romano. Centenares de legionarios eran sistemáticamente aplastados bajo las gigantescas pezuñas de aquellos animales o zarandeados e incluso desmembrados por sus musculosas trompas. Además, los bramidos de las bestias y los alaridos de pánico y dolor de los que caían bajo su embestida llenaban de pavor a los supervivientes. Las maniobras de las legiones y la destreza de sus soldados resultaban superiores a la formación en falange de los hoplitas griegos de Pirro, pero los elefantes, aunque por escaso margen, convertían con frecuencia una batalla igualada en una victoria pírrica. Roma terminó imponiéndose pero el coste humano fue demoledor. Y ahora, un nuevo enemigo de Roma, sometido de momento, pero todavía amenazante, capturaba y adiestraba decenas de elefantes para su ejército de mercenarios y soldados africanos: Cartago. El pedagogo miró a los niños que, con los ojos abiertos de par en par, casi sin parpadear, seguían su relato, y les preguntó.
–¿Serán los romanos de hoy capaces de volver a derrotar a nuevos ejércitos que alineen en sus filas decenas de elefantes?
Los niños, callados, esperaban que el tutor les diera la respuesta, pero éste guardó silencio, como si meditara. Ni Publio ni Lucio podían concebir que el pedagogo les planteara una pregunta para la que nadie tenía respuesta.
En ese momento se escuchó un poderoso vozarrón en el vestíbulo.
–Anuncia mi llegada -Cneo Cornelio Escipión daba instrucciones al esclavo que le acababa de abrir la puerta y, sin esperar respuesta, se abalanzó sobre los niños que, al verle llegar, olvidaron por completo a su tutor, al rey Pirro y a todos sus elefantes y se arrojaron con los brazos abiertos para abrazar a su tío-. Bien, bien, bien; aquí están las dos fieras salvajes de Roma que me atacan… Me tengo que defender… Peligra mi vida…
Cneo se arrojó al suelo del atrio y empezó a fingir un duro combate con los dos niños que se revolcaban con él en el suelo. El pedagogo griego sacudía la cabeza en señal de clara desaprobación al tiempo que recogía rollos de papiro, unas tablillas de cera y pequeñas figuras de soldados con las que ilustraba las tácticas en las diferentes batallas que explicaba a sus pupilos. Pomponia, la mujer del senador Publio, entró en el atrio.
–Cneo, si Publio se entera de que nuevamente interrumpes al pedagogo griego que ha designado como tutor de los niños, se va a enfadar.
–Es una perniciosa influencia; indisciplina y anarquía; es un mal ejemplo -comentaba en voz baja el tutor aludido mientras recopilaba todos los materiales de su enseñanza.
Cneo se levantó del suelo. Había cogido a los niños, llevándolos asidos por los brazos; cada brazo sostenía un niño como si de sacos de sal se tratase. Los críos sacudían las piernas y se arqueaban intentando desasirse del abrazo de su tío con resultados totalmente infructuosos. Acompañaban todos sus movimientos y patadas de un sinfín de risas.
–Son pequeñas fieras que necesitan acción, adiestramiento militar; espada, combate y menos arengas en griego y viejas historias del pasado. Nuestro ejército no tiene ya nada que ver con los de hace cincuenta años -comentó Cneo.
Pomponia mantuvo fija su mirada en el gigantesco general romano apretando los labios. Cneo desistió en sus comentarios y en su actitud y soltó a los niños.
–De acuerdo, de acuerdo. Marchad, niños, con vuestro tutor… y escuchadle bien, ya que eso es lo que ha decidido vuestro padre.
–Noooooo, noooooo -imploraban ambos niños al tiempo-. Queremos luchar.
–Sí, ser legionarios -comentó Lucio. – ¡Y espadas! – gritó Publio. Pomponia puso orden sin levantar la voz.
–Los dos, con Tíndaro, al jardín, y no quiero oír ni una sola palabra más o no habrá cena, sino azotes.
Los niños sabían que su madre era extremadamente estricta con las órdenes que daba y, pese a ser contraria a sus deseos, siguieron la instrucción al pie de la letra.
–Hasta luego, tío Cneo -dijo Publio y, acompañado de su hermano, salió hacia el jardín de la parte posterior de la domus.
Cneo y Pomponia quedaron a solas. La mujer invitó entonces al hermano de su marido a reclinarse en el triclinium. En aquel momento llegó Publio padre. Entró en casa y saludó con un abrazo a su hermano y con un beso suave en la mejilla a su mujer.
–Bien, veo que llego en la hora justa -comentó al ver la comida que un esclavo disponía en el centro de tres triclinia-. Me alegro de llegar antes de que mi hermano se lo coma todo.
–Eso no es cierto -respondió Cneo-; siempre me preocupo de dejar algo para los Lares y los Penates, los dioses de nuestra casa.
–Sí, ya veo, tendré que ser divinizado para que mi hermano me deje comida que merezca la pena, pero bueno, ¿sabéis la noticia?
Cneo y Pomponia se miraron y luego con caras de desconocimiento se volvieron hacia Publio.
–No -dijo Cneo-. No sé nada. ¿Qué ha pasado?
Publio cogió un racimo de uvas y mientras comía fue explicándose.
–Noticias de Hispania… Amílcar, Amílcar de la familia de los Barca, el general cartaginés contra el que luchamos en Sicilia y que tantos problemas nos creó, ha muerto. No está claro cómo, parece que en una incursión hacia el interior de aquella región en algún enfrentamiento con tribus de la zona. En cualquier caso lo que parece seguro es que ha muerto.
–Bueno -comentó Cneo-, un general cartaginés muerto, uno menos del que preocuparnos; no veo yo por qué tanto revuelo.
–Hermano, Amílcar profesaba un gran resentimiento contra Roma, eso es claro y conocido por el Senado. Su fallecimiento podría reducir por un lado la expansión de Cartago por Hispania y, al tiempo, quizá calmar los ánimos.
–¿Y se sabe a quién elegirán como general en jefe los sufetes y el Senado cartaginés? – preguntó Cneo.
–No lo sé. Parece que las tropas han elegido a Asdrúbal, su yerno, pero falta la ratificación del Senado de Cartago. En cualquier caso creo que esto puede reducir las tensiones con los púnicos, especialmente si la familia Barca pierde fuerza.
Pomponia entró entonces en la conversación.
–Y este Amílcar…
–¿Sí? Dime, mujer -invitó Publio, dejando el racimo ya vacío de uvas en la mesa, junto al resto de la fruta. – ¿Este general cartaginés tiene hijos?
Publio meditó en silencio. Algo había oído de los hijos de este general, especialmente de uno al que llamaban Aníbal.
–Sí, varios, aunque parece que hay uno que destaca por su valor, un tal Aníbal.
–Aníbal -Pomponia repitió el nombre, como subrayándolo, mirando distraídamente al suelo, sin decir más.
Publio se quedó entonces con aquel nombre en su mente y, sin saber por qué, se acordó de sus propios hijos. El silencio que se había creado en la conversación permitió que la voz de su hijo mayor en el jardín, recitando un pasaje en griego, llegara a la estancia donde se encontraba con su hermano y su mujer comiendo. Se sintió orgulloso y su satisfacción no le permitió ponderar con más detenimiento la extraña conexión que su mente, por un breve instante, había llegado a establecer entre aquel hijo del general cartaginés muerto y su propio primogénito.
Tíndaro sacó una pizarra y tiza y dibujó un mapa del mundo.
–Bien -empezó aclarándose la garganta; los niños sabían que venía una lección larga-. Veamos: si empezamos por Occidente, ¿qué tenemos aquí? Tíndaro señalaba el extremo oeste de su mapa.
–¡Hispania! – gritó Publio orgulloso.
–Correcto. Bien. Hispania, donde tenemos los iberos y algunas ciudades griegas en la costa y los celtas en el interior. Iberos y celtas, ambos pueblos bárbaros. Luego, cruzando los montes Pirineos nos encontramos con la… -se detuvo mirando al pequeño Lucio.
–¿Galia? – respondió el menor de los hermanos con voz dubitativa.
Tíndaro asintió en reconocimiento por el esfuerzo del más joven de los dos hermanos.
–La Galia. Cruzamos el río Ródano y nos encontramos al norte con los Alpes y al sur con la Galia Cisalpina. En todas estas regiones habitan los galos, pueblo celta también con el que está Roma en permanente lucha. Tenemos los insubrios, los ligures, bueno, pero no entraremos ahora en más detalles. Si vamos al otro lado del mar, al sur, está Mauritania, Numidia y África. En Numidia reina Sífax, aunque en constante pugna con el sector occidental de la región apoyado por Cartago, la ciudad que controla África y. con la que se libró la gran guerra por Sicilia y Cerdeña. En fin. Llegamos a Italia, con Roma en su centro, Etruria al norte, Campania al sur, y más al sur aún las antiguas colonias griegas de la Magna Grecia. En Italia, además de Roma destacan por su importancia…
–Capua, la capital de Campania y Tarento, en la Magna Grecia, ambas bajo dominio romano -volvió a responder Publio con seguridad.
–Sí, muy bien, Publio. Vayamos ahora hacia Oriente. – Tíndaro no parecía vivir con gran agrado la extensión de Roma sobre antiguas ciudades independientes griegas-. Y llegamos a Grecia, la cuna de la civilización, la democracia y el orden, de donde yo provengo. Aquí tenemos una amplia serie de ciudades libres que se asocian en diferentes ligas. Tenemos la liga etolia con Naupacto y las Termópilas, junto al reino de Épiro que es bañado por el Adriático. Y al sur de la liga etolia, tenemos la liga aquea con Olimpia, Esparta, Argos o Corinto. También están otras ligas de menor importancia como la Beocia, la Fócida o la Eubea. En éstas encontramos ciudades como Tebas. Y luego Atenas, está aquí, al sur de Tebas. Bien, bien, bien. – Tíndaro se detuvo un instante contemplando su mapa.
–¿De dónde vienes tú, Tíndaro? – era la voz del joven Publio.
–¿Yo? – el pedagogo se vio sorprendido; era la primera vez que alguien le hacía aquella pregunta en mucho tiempo. Era curioso. Parecía que aquel pequeño quisiera saberlo todo-. Yo vengo de Tarento, pero he viajado por muchas de estas ciudades. En otro tiempo, cuando era joven. Pero no nos desviemos de la lección de hoy. Al norte de Grecia y el reino de Épiro, tenemos en el Adriático, la costa Ilírica, con el reino de Faros, refugio de piratas y constante fuente de conflictos en el mar. Y un poco hacia el este, encontramos el siempre temible reino de Macedonia, con su capital Pella. ¿Quién partió de aquí para conquistar Asia?
–Alejandro.
Nuevamente era Publio quien respondía. Tíndaro volvió a asentir. Eso sólo lo había comentado una vez y hacía semanas. Tenía memoria.
–Alejandro Magno, en efecto -prosiguió el pedagogo-, y ahora este reino es gobernado por Antígono III Dosón, que accedió al trono el año pasado y que ostenta como descendiente de una de las dinastías establecidas por los generales del gran Alejandro tras su muerte. El rey Antígono tiene un joven primogénito, algo mayor que vosotros, al que le han puesto el nombre de Filipo, en honor al padre de Alejandro, el unificador de Grecia. Cuando este muchacho acceda al trono será conocido como Filipo V. Al norte de Macedonia están los tracios, otro pueblo bárbaro, siempre rebelde y complicado. Si seguimos hacia Oriente, encontramos otros pequeños reinos marítimos como Rodas o Pérgamo, hasta alcanzar las grandes regiones de Oriente: Asia Menor, Siria y Persia, todas bajo el poder de otro rey descendiente de los diadocos, los generales de Alejandro. El rey que gobierna todo este vasto imperio es Seleúco II, de ahí que lo llamemos también el imperio Seleúcida. Es una región extensísima, el mayor de los reinos del mundo conocido y, sin embargo, sólo una parte del grandísimo imperio que consiguió tener bajo su control Alejandro Magno. Y para terminar, este gran reino limita con otros dos de gran importancia: al suroeste tiene frontera con Egipto, el Egipto de los faraones, conquistado también por Alejandro y que tras su muerte quedó en manos de su general Ptolomeo, estableciéndose así otra dinastía de origen macedónico y griego; en la actualidad gobierna el reino de Egipto Ptolomeo III Evergetes. Ambos, el rey de Egipto y el rey Seleúco llevan casi veinte años gobernando. Y bien, llegamos al otro extremo del mapa, más allá del río Indo, donde encontramos el lejano reino de la India, donde Alejandro detuvo al fin su marcha. Algunos dicen que por la rebelión de sus tropas, otros que por la férrea resistencia del forjador de una gran dinastía: el emperador indio Chandragupta. En cualquier caso, este poderoso y hábil gobernante estableció allí un gran reino que fue creciendo con sus sucesores hasta el rey Asoka, cuyo reciente fallecimiento ha dejado la región en una situación incierta. Y en fin, éste es el mundo conocido. Como veis, Roma es sólo un pequeño punto, en esta región occidental del orbe. Una ciudad importante sí pero, como os he explicado, lejos del poder y la gloria de otros grandes reinos.
El pedagogo dio por terminada su lección, suspiró y los dejó por aquel día. Lucio se fue a estar junto a su madre, pero el pequeño Publio se quedó en el jardín. Tíndaro, a petición suya, le había dejado los soldados con los que los instruía en estrategia militar. Publio dispuso un grupo tal y como lo había hecho Pirro con un nutrido grupo de elefantes en la vanguardia. Enfrente situó las dos legiones romanas en formación: primero la infantería ligera con los vélites reclutados entre los más jóvenes y los más pobres de la ciudad; éstos llevaban el gladio o espada corta de dos filos y unas largas jabalinas que, una vez clavadas en el escudo enemigo, no podían ser separadas, dejando el arma defensiva inútil; como protección portaban un pequeño escudo redondo o parma y un casco de cuero llamado galea, casi siempre hecho de piel de lobo, el animal protegido por Marte, dios de la guerra; detrás los vélites, y siguiendo la tradición bélica en la que le instruían, dispuso los hastati, los príncipes y los triari, por ese orden; todos llevaban una fuerte coraza de cuero reforzada en el centro del pecho con una sólida placa de hierro de aproximadamente veinte centímetros cuadrados; la cabeza iba recubierta con el cassis, un casco coronado con un penacho adornado de plumas púrpuras o negras; como protección, todos estos soldados llevaban grandes escudos convexos hechos con dos planchas superpuestas y con una punta de hierro en el centro que los soldados usaban para desviar las armas que se les dirigiesen, evitando así que quedaran pegadas en el escudo. Además, llevaban una espada y el pilum o lanza parar atacar al enemigo lanzándolo a veinticinco o cuarenta pasos de distancia, dependiendo de la fortaleza y habilidad de cada legionario; por fin, los triari, los soldados de la retaguardia, los más expertos de toda la legión, llevaban una pica más larga usada para el combate cuerpo a cuerpo. Publio organizó las formaciones de ambos bandos con la infantería en el centro y los escuadrones de caballería de ambos ejércitos en las alas respectivas; sin embargo, Pirro contaba con la ayuda adicional de los poderosos elefantes. ¿Cómo compensar eso? El pequeño Publio se tumbó en el suelo con su rostro muy próximo a los soldados que representaban ambos ejércitos. En el silencio del jardín sólo se oía el agua de la pequeña fuente del centro y el murmullo de las voces de sus padres y su tío Cneo hablando, pero Publio no escuchaba a nadie, absorto por completo en desentrañar alguna forma en la que contrarrestar la carga de los elefantes. En clase había sugerido que los romanos incluyeran bestias como ésas en sus propias filas pero Tíndaro lo había desechado como imposible porque en la península itálica no había elefantes.
–Quizá en el futuro, pero hoy día Roma no tiene elefantes y otros enemigos sí -explicó el tutor griego-, y ésa es una realidad de la que el ejército romano no puede huir, aunque muchos deseen hacer caso omiso.
–¿Caso omiso? – había preguntado Publio.
–Quiero decir que hay generales romanos que no prestan atención a este tema y deberían hacerlo o, al menos, eso es lo que yo pienso.
Y eso es lo que también pensaba el pequeño Publio. Se quedó allí, dormido, meditando sobre los elefantes. Su padre lo sorprendió en el suelo y lo despertó.
–Ése no es sitio para dormir, joven soldado.
Publio se frotó los ojos.
–No, lo siento…, pensaba en los elefantes del rey Pirro.
–¿Los elefantes…? Bien…, ése es un buen asunto para meditar. ¿Y has llegado a alguna conclusión?
–No, pero es peligroso no contar con elefantes cuando otros ejércitos sí disponen de ellos. ¿Alguna vez hemos ganado a los elefantes?
Su padre le miró con intensidad.
–¿Tíndaro no os ha hablado aún de Claudio Mételo?
El niño sacudió la cabeza.
–Bien, pues el cónsul Claudio Mételo sí que derrotó a un ejército cartaginés y sus elefantes. Eso fue en la ciudad de Panormus, en Sicilia. El general enemigo era un tal Asdrúbal que vino a asediar la ciudad que defendía Mételo. Esto ocurrió hará unos… veinte o… veinticinco años… -el senador se quedó un momento ponderando las fechas-, bien, en cualquier caso, fue hace tiempo. Lo importante es que Asdrúbal llevaba varias victorias consecutivas con los elefantes, igual que había conseguido también el rey Pirro del que os hablaba Tíndaro, y se enfrentaron contra Mételo seguros de una nueva victoria, pero el cónsul había ideado un plan.
Publio padre estaba disfrutando con la intriga de la historia al observar la total atención de su hijo al relato.
–¿Un plan? ¿Qué plan?
–Fosos. Mételo ordenó excavar fosos en el campo frente a la ciudad el día anterior al de la batalla. Cuando Asdrúbal mandó atacar a sus elefantes, éstos avanzaron sobre nuestra infantería apostada a las puertas de la ciudad. Los vélites, que eran los que estaban más avanzados, se replegaron. Los cartagineses creyeron que huían atemorizados y los elefantes los persiguieron hacia la ciudad, pero cuando los vélites llegaron a la zona de los fosos, se refugiaron en ellos para resguardarse de la carga de los elefantes. Al mismo tiempo, Mételo había concentrado un gran número de arqueros en un lateral y apostados por todas las fortificaciones de la ciudad, y ordenó lanzar una lluvia de flechas sobre los elefantes a la vez que los vélites, protegidos en sus fosos, lanzaban sus jabalinas. Gran parte de las bestias cayeron en la emboscada o huyeron asustadas. Luego Mételo aprovechó la confusión para conseguir una gran victoria y atrapar decenas de elefantes perdidos. Fue un gran día para Roma.
–Entonces sí que se puede vencer a los elefantes.
–Bueno sí… y no. Mételo fue muy inteligente: supo aprovecharse de las circunstancias y tuvo tiempo de preparar una defensa adecuada para la carga de los elefantes. Entre otras cosas sabía que los cartagineses avanzarían sobre la ciudad y se ayudó de las fortificaciones de la misma para su emboscada. El problema permanece en campo abierto. Ahí las ventajas siguen siendo para los elefantes. ¿Te cuento el desembarco de Régulo en África?
–¿Los romanos hemos luchado en África?
–Sí, pero salimos derrotados. Vencimos a Cartago pero realmente nuestra victoria final fue en el mar. En tierra de África, conseguimos algunas victorias pero al final Régulo perdió cerca de la capital cartaginesa. Hay quienes piensan que se perdió porque Régulo no esperó los refuerzos que debían llegar de Roma. En fin, fuera como fuera lo que ocurrió es que Cartago hizo venir a mercenarios desde Grecia y los puso a las órdenes de un gran guerrero espartano, Jantipo. Este general dispuso unos ochenta elefantes en la vanguardia de su formación, la infantería detrás y la caballería en las alas. Los romanos dispusieron su infantería en el centro y la caballería también en los extremos. Jantipo mandó avanzar a sus elefantes. La infantería romana, dispuestos unos manípulos detrás de otros, constituyendo una inmensa masa de soldados, consiguió resistir la primera embestida de los elefantes, pero luego resultaba imposible luchar cuerpo a cuerpo con su enorme fortaleza; los romanos avanzaron entre los elefantes y recompusieron su formación detrás de los mismos, pero al avanzar así la caballería cartaginesa, superior a la nuestra, consiguió rodear toda la infantería. Una vez rodeados era cuestión de tiempo. Sólo unos dos mil hombres y algunos jinetes escaparon. Hasta el propio Régulo cayó preso. No, vencer a los elefantes en campo abierto no es sencillo. Hijo mío, si alguna vez te ves enfrentado a una fuerza que cuente con esos animales y la batalla deba ser en campo abierto, sigue mi consejo: retírate. Retirarse para atacar más adelante, en mejor ocasión, no es un deshonor.
El pequeño Publio le escuchaba con los ojos abiertos de par en par, sin parpadear, digiriendo el consejo de su padre.
–Y ahora ve a ver a tu madre, que está preocupada porque no has venido a comer.
El pequeño Publio asintió y salió disparado hacia la estancia donde le esperaba Pomponia. Su padre se quedó contemplando las pequeñas figuras de soldados y elefantes distribuidos en diferentes formaciones sobre el suelo del jardín.
Asdrúbal despidió a Aníbal en la costa.
Los cartagineses llevaban semanas construyendo un puerto al abrigo de la fortaleza que habían conquistado junto al mar. En el muelle Asdrúbal abrazó a Aníbal.
–Ten buen viaje y que Baal vele por ti. Cuando termines tu formación en Cartago, tal y como era deseo de tu padre, te espero aquí para seguir adelante con nuestros planes.
Aníbal devolvió el abrazo y, sin mirar atrás, subió al barco, una trirreme cartaginesa que velozmente le llevaría de vuelta a su patria. Era una partida dolorosa, agria, pero necesaria para cumplir los anhelos de su padre y sólo por eso aceptó las órdenes de Asdrúbal. Debía regresar a Cartago, terminar su formación pública, política y militar, reafirmar los vínculos de su familia con la metrópoli y luego regresar a Hispania.
La nave partió hacia África aprovechando la subida de la marea y el viento favorable.
En tierra, los cartagineses seguían edificando una muralla en la colina que dominaba aquel puerto natural que estaban fortificando. Se trataba de una pequeña península conectada a Iberia por un estrecho istmo. Alrededor de la península todo era agua: al oeste y al sur el mar Mediterráneo y al norte, una laguna natural que impedía el ataque desde ese lado. El ejército púnico levantó murallas que protegían toda la península de un ataque por mar, y un muro de más de seis metros en el sector este, donde estaba el istmo, atravesado por una puerta guarnecida por torres, que quedaba como el único acceso a aquella nueva ciudad que estaban construyendo.
Asdrúbal paseaba satisfecho del trabajo de sus hombres. Aquélla sería la capital púnica en Hispania, desde donde partirían sus ejércitos para asentar sus posiciones en todo aquel vasto país. Una extensión de Cartago fuera de África que se convertiría en referente del poder púnico creciente, que intimidaría a iberos, celtas y, por qué no, a los propios romanos. Una ciudad inexpugnable por tierra y por mar y un excelente puerto de comunicación por el que Cartago recibiría las riquezas de aquel territorio y por el que a la Iberia cartaginesa llegarían víveres, suministros y refuerzos desde la capital. Desde que los romanos habían detectado las incursiones cartaginesas en Hispania, se habían mostrado opuestos a las mismas y sólo un pacto confuso, estableciendo el Ebro como frontera límite para los posibles dominios cartagineses, parecía haber calmado un poco los ánimos. La estrategia ahora era asegurarse el control de todas las regiones al sur de ese río y necesitaban una base de operaciones. Ese puerto, esa ciudad sería su centro neurálgico en la región.
Al cabo de varios meses la fortaleza estaba lista. A ella llevaron numerosos cautivos iberos, rehenes, hijos e hijas de jefes de diferentes clanes de la región, con los que chantajear a numerosas tribus para que no se alzaran contra el poder absoluto de Cartago en Hispania, ahora ya bajo su poder desde el sur del Tajo y el Ebro hasta Gades.
Asdrúbal ascendió hasta una colina que luego llevaría su nombre, Arx Hasdrubalis, al norte de la nueva ciudad desde la que se divisaba la laguna, y allí ofreció sacrificios a los dioses Baal y Melqart y la diosa Tanit. A ellos rezó y rogó que bendijeran aquella ciudad y que la hicieran infranqueable para cualquier enemigo, ya viniera por tierra o por mar. Era una ofrenda generosa: una decena de bueyes. Los dioses se sintieron satisfechos y cumplirían su promesa.
Al finalizar el sacrificio Asdrúbal se volvió hacia la multitud de soldados que se había reunido próxima al altar y proclamó el nombre de la nueva ciudad.
–¡Baal, Melqart y Tanit protegerán esta fortaleza, la nueva capital de nuestros dominios en esta región y que desde ahora será conocida y temida por todos con el nombre de…! – Y calló unos segundos mientras alzaba su rostro al cielo- ¡… Qart Hadasht!
La tienda de Tito Macio iba bien. No es que se estuviera enriqueciendo, pero había conseguido saldar cada mes con unos ingresos que cubrían holgadamente sus gastos y le dejaban un remanente suficiente para alquilar una habitación, comer a su gusto y permitirse algunos caprichos: alguna ánfora de buen vino, una cena en alguna taberna de cierto nivel o, por qué no, una visita a alguna casa de dudosa reputación en busca de placeres prohibidos. No era una vida boyante, pero también se veía compensada por una mayor tranquilidad. Si bien era cierto que tenía que atender a los proveedores, regatear con ellos y luego estar con cada cliente, escuchar sus peticiones e intentar dar el mejor servicio posible, siempre era más descansado que todo el conjunto de actividades de las que se tenía que ocupar en el teatro de Rufo. Alguna vez había echado de menos algo de la incertidumbre y desenfado del ambiente teatral, pero no lo suficiente como para lamentar su decisión de abandonar aquel mundo. De hecho en todo aquel año ni tan siquiera había asistido a alguna de las obras que, sin su colaboración ya, se habían puesto en escena en Roma.
No, Tito Macio tenía otras cosas en mente: la expansión del negocio. Y ésta se encontraba en las nuevas telas venidas de Oriente, especialmente la seda. Andando por el foro encontró un corrillo donde reconoció a varios mercaderes de telas competidores suyos, pero con los que mantenía una relación de deportiva cordialidad. El agrupamiento de comercios había empujado a los clientes a acudir a aquel barrio de la ciudad, próximo al río, donde se habían instalado, de forma que lo que podría haber sido una negativa competencia se había transformado en una interesante colectividad de intereses mutuos. Un hombre en el centro del corro de comerciantes parecía haber encandilado a aquellos hombres.
–Creedme -decía Blasso, que era como se hacía llamar aquel hombre de mediana edad, túnica de lana blanca, limpia, bien peinado y con sandalias nuevas, claramente un hombre que cuidaba su imagen-. Es en estas inversiones en donde está el futuro de vuestro negocio.
Perdéis gran cantidad de dinero al adquirir vuestros productos en la propia Roma, pagando el sobreprecio en cada mercancía de su traslado desde Fenicia o Siria; imaginad cuánto podríais ahorrar si entre varios fletaseis un barco que os trajera directamente las mercancías desde Tiro o Biblos o Alejandría. Al principio supondría una inversión, pero en un par de viajes podríais vender al mismo precio que ahora pero triplicando el beneficio en cada venta. ¡Pensadlo, amigos!
Los comerciantes escucharon con interés, pero al final el grupo se deshizo sin que se concretara nada. Quedaron sólo dos mercaderes hablando con aquel hombre a los que se les unió Tito. Uno de los comerciantes planteaba sus dudas.
–¿Y los piratas? El mar está infestado de ellos. ¿Cómo sabemos que todo nuestro dinero no acabará en un naufragio o en manos de los piratas?
–El mar es ya seguro -empezó a explicarse aquel hombre que había captado la atención de los mercaderes. Tenía un acento griego, aunque usara nombre latino-. Desde que nuestra gloriosa flota asestó un golpe mortal a los piratas de Iliria, éstos se guardan mucho de atacar nuestros barcos. Además, es frecuente que los mercantes vayan en grupo escoltados por trirremes o quatrirremes romanas.
Los dos mercaderes y Tito Macio invitaron a Blasso a tomar vino y comer en una taberna junto al foro. Querían saber más. Especialmente Tito.
Cicerón, De Officiis, 1,23, 80.
El capitán de la pequeña flota cartaginesa de tres trirremes observaba con uno de sus oficiales al hijo del gran Amílcar caminando por la cubierta del buque.
–Parece nervioso -comentó el oficial. Y es que Aníbal paseaba de un extremo al otro del barco, dando vueltas sobre la misma ruta trazada, volviendo sobre sus pasos una y otra vez-. Parece un león enjaulado.
El capitán asentía lentamente con la cabeza. El hijo de Amílcar, después de unos años en Cartago, regresaba a Hispania reclamado por Asdrúbal para reincorporarse a las tareas de conquista y dominio de la península ibérica. En su fuero interno bullía un sentimiento de rabia contenida durante cuatro largos y lentos años alejado de su objetivo: vengar la muerte de su padre sometiendo a aquellas tribus que los habían emboscado aquel trágico atardecer en aquel valle maldito y abandonado por los dioses. Aníbal recordaba la estratagema ibera de los bueyes arrastrando los troncos, el fuego, la emboscada y el horror de la lucha. Caminaba de un lado a otro del barco, sin detenerse desde que partieran de Cartago y sin pensar en parar hasta llegar a Qart Hadasht.
El capitán del barco respondió a su oficial.
–No parece un león enjaulado, es un león enjaulado lo que llevamos en este barco… y lo vamos a soltar en Iberia. Sólo los dioses saben qué pasará a partir de ese momento. Por mi parte te digo que ya me cuidaré mucho de no cruzarme en su camino.
Tito estaba en su tienda, haciendo inventario cuando uno de sus colegas y compañeros inversionistas entró en el local.
–¡Lo hemos perdido todo, Tito! ¡Todo…! – El hombre parecía tener más que decir, pero su ansia no le permitía seguir hablando. Se limitaba a repetir sus mensajes entre estrepitosos suspiros-. Lo hemos perdido todo…
Tito se acercó y le llevó un vaso con agua fresca del ánfora que guardaba para él.
–A ver, Marco, explícate. Tranquilo. Bebe.
Marco bebió con avidez. Estaba sudoroso y no hacía calor. Era puro nervio.
–Blasso, Blasso ha venido y me ha dicho que el barco se ha hundido.
Marco y Tito fueron los únicos mercaderes que se atrevieron a invertir en el barco mercante que Blasso les había propuesto a un conjunto de comerciantes en el foro hacía unos años. Las cosas no habían ido del todo mal y, aunque durante los dos primeros no vieron ningún beneficio en su inversión, en los últimos años la cosa había mejorado. Como Blasso vio que no obtenía suficiente dinero de los mercaderes de telas, había ido vendiendo su proyecto a tantos comerciantes como pudo, desde panaderos a vendedores de pescado, o comerciantes de sandalias, vino o cerámica. Entre todos los que se apuntaron al proyecto se fletó un barco mercante que iba y venía de Roma a las costas de Fenicia, Siria y Egipto con los productos que cada comerciante encargaba. En el último año las cosas empezaban a mejorar y la tienda de Tito rebosaba de productos y de nuevos clientes.
–El barco -continuó Marco, esta vez con algo más de sosiego-, se ha hundido. Dice Blasso que en las costas de Grecia. No está claro si ha sido el mal tiempo o un ataque de piratas, pero se ha perdido todo. ¿Cómo haremos frente a las deudas que tenemos contraídas? ¿Cómo haremos…?
La situación era horrible. Tito cerró la tienda y se sentó a su lado.
Sin el nuevo cargamento no sería posible reunir dinero suficiente para responder de las deudas contraídas con algunos prestamistas a los que habían pedido dinero para su aventura comercial. Y además tenía dinero prestado de varios clientes que habían pagado por anticipado buena cantidad de telas que estaban aún por llegar en el nuevo viaje del barco. Si la nave se había hundido, con ella se iban todas sus esperanzas de sacar adelante aquella tienda. Tito contemplaba descorazonado los tejidos amontonados sobre el mostrador de piedra que él mismo había construido, las sedas, las túnicas y las lanas para hacer togas. Todo eso estaba a punto de desaparecer. Se levantó y se sirvió él también un vaso de agua. En silencio engulló el líquido y sus penas. Su sueño de comerciante llegaba a su fin.
Vagó por las calles de Roma durante horas, hasta que sus pasos le condujeron a las tabernas junto al río, próximas al barrio donde la prostitución era el mejor de los negocios. Entró en una de las tabernas y se sentó. Vio cómo escanciaban el vino que acababa de pedir y escuchaba a los marineros hablando de lejanas tierras y de acontecimientos sorprendentes que ocurrían en el mundo.
–El coloso de Rodas se ha venido abajo -comentaba un hombre mayor, tez morena y con grandes arrugas sesgando su rostro curtido por el aire del mar-; un terremoto tremendo, escalofriante. La tierra se sacudía como os muevo yo ahora esta mesa.
El hombre sacudió la mesa y un par de copas se vinieron al suelo haciéndose añicos.
–¡Por Castor y Pólux! – exclamó uno de sus compañeros en la mesa-. ¡Ahora me pagarás otra copa!
–Venga -aceptó el causante de aquel estrago-, ¡posadero, posadero, otro vaso de vino! ¡Mejor, una jarra más! En fin, así se vino abajo el coloso de Rodas. Más de setenta años llevaba aquella torre en forma de hombre junto al puerto. Treinta y dos metros de altura medía, y al atardecer, con la luz del sol sobre su piel de bronce, brillaba como un dios sobre el mar. Ahora sólo son trozos esparcidos por los muelles.
Tito, contrario a su costumbre de escuchar las historias de los marineros venidos de lejanas tierras, salió del local. En otro momento se habría acercado a la mesa como empezaban a hacer varios curiosos, para escuchar el relato de aquel hombre sobre el derrumbamiento de aquella colosal estatua del puerto griego. Ahora se limitó a salir y reencontrarse con la luz tibia del atardecer sobre el transcurrir lento del agua del Tíber. Se había arruinado. Tendría que subsistir como fuera. Se sentía como el propio coloso, como si le sacudiesen la tierra bajo sus pies. Los dioses eran caprichosos y la Fortuna le desdeñaba. Inspiró con profundidad y se adentró hacia la ciudad y hacia la noche con sus preocupaciones a cuestas.
Era diecisiete de marzo, el día de los Liberalia, fiestas en honor del dios Líber, a quien se encomendaban los que abandonaban la edad infantil y entraban en la pubertad. El joven Publio había cumplido ya los catorce años. Esa mañana, al levantarse, su madre Pomponia estaba junto a su lecho y lo abrazó de forma larga y especial. Publio no entendía bien qué podía cambiar tanto en su vida. Sabía en qué consistía el rito y no veía nada doloroso ni preocupante. ¿Por qué lo abrazaba su madre con esa intensidad?
Pomponia al fin se separó y le dejó respirar, al tiempo que se dirigía a él.
–Hijo, te haces mayor. Tu padre está orgulloso de ti y yo también. Sobre ti un día reposará el futuro de nuestra familia. Es una pesada carga, hijo mío. Tu familia es poderosa, pero de igual forma tenemos enemigos muy poderosos, aquí en Roma y fuera, en ciudades lejanas. Presiento que te corresponderá vivir tiempos difíciles. Ruego a los dioses que te protejan y te guíen en todas las decisiones que tengas que tomar. – Luego le acarició suavemente la mejilla con el dorso de la mano y terminó cogiendo la bulla, un pequeño colgante de cuero que había llevado desde niño. Al fin soltó el colgante y le dejó a solas para vestirse.
Publio, después de lavarse los brazos, pies, piernas y cara, se puso una túnica ligera y sobre la misma su toga praetexta, la que le correspondía por su edad. Salió entonces al atrio de la casa. Allí le esperaba su padre, su tío Cneo, su madre, su hermano pequeño Lucio y varias personas más que el joven Publio reconoció como amigos o clientes de su padre. Todos le saludaron de forma solemne. Su padre se adelantó y extendió los brazos. Publio sabía lo que debía hacer: se quitó la toga praetexta y se la dio a su padre. Éste la recogió y a cambio le entregó una nueva toga blanca, la toga virilis y una moneda. Publio se vistió con la nueva toga y tomó la moneda. A continuación ambos, padre e hijo, se acercaron al altar de los dioses Lares que protegían la familia. Publio se quitó entonces el colgante que había llevado desde niño y lo entregó a los dioses protectores del hogar. Puso también la moneda que le había dado su padre y la consagró a la diosa Iuventus para que a partir de ahora lo protegiera durante su juventud. Una vez hecho eso, padre e hijo se volvieron y saludaron a la familia y a los amigos e invitados. Publio Cornelio Escipión, como senador de Roma, se dirigió a los presentes.
–Gracias a todos por venir y presenciar el fin de la niñez de mi hijo. Ahora los que deseéis podéis acompañarme en la deductio in forum, el traslado al foro en donde presentaré a mi hijo a los prohombres de nuestra ciudad y, lo más importante, para que su nombre quede inscrito en nuestra tribu de modo que, cuando el Estado le requiera, pueda ser incorporado a filas para luchar por la seguridad y el engrandecimiento de Roma. Luego sacrificaremos un buey en el foro en honor al dios Líber y todos estáis invitados al banquete que daremos en honor de mi hijo, mi heredero.
Todos los presentes asintieron y felicitaron efusivamente al padre, al hijo y al resto de los miembros de la familia.
Cneo había tomado como algo personal el adiestramiento militar de sus sobrinos. Su hermano pensó en contratar los servicios de algún oficial de prestigio o algún legionario experto ya retirado, como era costumbre, pero Cneo se negó en redondo.
–A mis sobrinos los adiestra su padre o los adiestra su tío. No quiero ningún mentecato enseñando a Publio y Lucio a ser buenos soldados. Ellos han de ser más que eso: han de ser los mejores soldados y también los mejores generales.
Publio rechazó la posibilidad de enseñar a sus propios hijos el arte de la lucha en el campo de batalla. Una cosa era dar consejos de estrategia y otra combatir cuerpo a cuerpo con tu propia sangre. Cneo, sin embargo, no parecía tener tantos escrúpulos y, ante la insistencia de su hermano, Publio Cornelio Escipión cedió. Desde entonces, Cneo disponía del tiempo de sus sobrinos todas las tardes de la semana, sin descanso. Las mañanas seguían reservadas para Tíndaro. Cneo pasaba mucho tiempo con los niños. Primero los familiarizó con las diversas armas de las que tanto habían oído hablar a Tíndaro, pero de las que apenas habían visto nada: los escudos redondos ligeros de los vélites, las espadas de doble filo de los legionarios, los pila que se usaban como armas arrojadizas o las lanzas alargadas para el combate cuerpo a cuerpo de los triari. Aquellas tardes siempre terminaban con largas sesiones corriendo por el Campo de Marte en las afueras de Roma donde iban para el adiestramiento. Había días que corrían hasta la extenuación. Pomponia tuvo algunos roces con Cneo por la dureza de ciertos entrenamientos cuando los niños llegaban agotados, prácticamente exhaustos a casa y necesitaban devorar todo lo que se les ponía por delante. Su cuñado se justificaba.
–Cuando tengan que hacer largas caminatas a marchas forzadas, cuando sean perseguidos por un enemigo superior en número o cuando tengan que hacer un rápido avance para sorprender al enemigo, no habrá madres que los protejan. Tienen que ser tan fuertes como un legionario y más aún si han de mandar sobre ellos.
Las discusiones solían terminar con la intercesión de Publio padre que rogaba a Cneo que moderase los entrenamientos. Éste accedía aunque pasados unos días volvía a repetirse exactamente la misma escena. Los niños observaban sin hacer comentarios, generalmente estaban ocupados comiendo. Si se les hubiera preguntado, habrían dicho que por ellos no había ningún problema y que preferían seguir el adiestramiento, pero nadie les preguntaba, claro. Es verdad que con Cneo se agotaban, pero nunca se lo habían pasado mejor en su vida. Su tío les contaba mil anécdotas de batallas y luchas cuerpo a cuerpo al tiempo que les enseñaba cómo combatir. Pronto empezaron a luchar con espadas de madera protegiéndose el cuerpo con corazas de cuero y la cabeza con un casco de piel como si de dos pequeños vélites se tratase. Luchaban entre ellos y luego, por turnos contra el propio Cneo. Más de una vez recibían algún golpe de su tío como señal de que no ponían el escudo en el lugar oportuno para defenderse de las acometidas del oponente. Cuando estos golpes dejaban marcas, las quejas de Pomponia sin duda debían de llegar a oídos del mismísimo Júpiter Óptimo Máximo. En esas ocasiones, Cneo optaba por una retirada silenciosa. Si Publio no ponía fin a aquellos entrenamientos, y si Pomponia nunca se decidió a ejercer su influencia sobre su marido para dar término a los mismos, era porque ambos percibían que los niños habían establecido un estrecho vínculo con su tío, además de que, en el fondo, entendían que aquellos esfuerzos y, en ocasiones, aquellos golpes eran necesarios para ser los mejores, o al menos tan buenos como cualquier otro en el campo de batalla. De hecho, en lo más profundo de su corazón, Pomponia sabía que Cneo tenía cierta razón cuando se justificaba y decía que un golpe ahora con una espada de madera, si bien podía producir daño y un terrible moratón, podía evitar en el futuro que el filo de una espada enemiga penetrase en la piel de su hijo segándole la vida. Por su parte, Publio padre se centró en insistir que durante las mañanas ambos hijos debían continuar asistiendo a las clases de Tíndaro, el tutor griego. Si el pedagogo consideraba que la progresión en el aprendizaje del griego y en la lectura de los textos de Aristóteles y Platón, además de algunos autores de comedias y tragedias, avanzaba por buen camino, entonces podían seguir con los entrenamientos de Cneo. Los niños asumieron el pacto y cumplían incluso por encima de las expectativas de Tíndaro, lo cual transmitía éste a Pomponia y Publio para plena satisfacción de ambos.
La tarde después de la presentación del joven Publio en el foro tampoco hubo descanso. Reunidos en el campo de adiestramiento, Cneo se acercó a los dos hermanos y empezó a hablar dirigiéndose especialmente al mayor.
–Publio, hoy has entrado oficialmente en nuestra tribu y pronto podrás ser llamado a filas si el Estado así lo requiere. Hoy vamos a dejar en tu caso las espadas de madera y empezaremos con las espadas de verdad.
Cneo sacó dos espadas de doble filo de metal y le dio una a Publio. El peso del arma hizo que casi se le cayera, pero sus reflejos juveniles respondieron rápidos y enseguida la asió con fuerza. Luego cogieron ambos, tío y sobrino, los escudos y empezaron a luchar. Lucio los observaba admirado ante el nuevo rumbo de los entrenamientos. Cneo atacaba sin excesiva fuerza. Sus casi dos metros desde los que lanzaba los golpes eran demasiada potencia para su joven aprendiz. Publio se defendía usando toda la destreza que había adquirido con las espadas de madera, sólo que los golpes con el metal eran más duros, más potentes y además había algo que le hacía retroceder mucho más ante el avance de su tío que cuando luchaban con las espadas de madera: tenía miedo. Había visto a gladiadores luchando con espadas de verdad, como las que estaban usando esa tarde, y había presenciado terribles heridas. Cneo paró su ataque y relajó los músculos. Publio hizo lo propio.
–¿Qué te pasa? ¿Por qué retrocedes sin ni siquiera intentar un golpe?
Publio callaba. Sentía vergüenza. – ¿Tienes miedo de que te hiera? Publio seguía en silencio.
–Responde, di la verdad. Si no me dices a mí la verdad, ahora que estás aprendiendo, nunca aprenderás nada de mí que merezca la pena. ¿Tienes miedo?
Por fin, Publio se atrevió a responder, pero en voz baja.
–Sí…
–No te he oído. ¿Tienes miedo de que te hiera?
Publio, rojo de ira, levantó el tono de voz hasta casi gritar.
–¡Sí, tengo miedo! ¡Tengo miedo! – Y se quedó frente a su tío, asiendo la espada con fuerza, sonrojado ante su hermano pequeño, respirando con rapidez, casi jadeando.
–Bien. Eso no está mal. Tener miedo ante la lucha es natural. Sólo los locos no tienen miedo. Ahora se trata de que aprendamos a dominar ese miedo.
Las palabras de su tío sosegaron un poco el ánimo de Publio. Por un momento pensó que iba a reírse de él, pero no lo hacía. Tener miedo era normal. Era normal entonces lo que le pasaba. Era una fase. Si era una fase, la superaría, como había superado otras.
–Bien, escuchad los dos. Hoy no lucharemos más. Mañana seguiremos con las espadas de verdad y ya veréis cómo poco a poco os vais acostumbrando. Y si nos hacemos algún corte, ya nos curarán; lo peor será oír a vuestra madre, ésa a mí sí que me da miedo. – Y los tres rompieron a reír-. Ahora escuchadme bien -continuó Cneo-, os voy a enseñar algo que nunca debéis usar de forma inadecuada: es una señal, como un anuncio de vuestro ataque. Observad.
Cneo desenfundó la espada con la mano derecha y, sin soltarla, hizo que ésta describiera con sorprendente rapidez un giro de trescientos sesenta grados, cortando el aire hasta que detuvo el arma en seco como si apuntara a un enemigo que, sin duda, al igual que sus sobrinos quedaría admirado por la agilidad de su oponente.
–Este giro de la espada es una señal de nuestra familia que muchos conocen en el campo de batalla. Significa que un Escipión entra en combate en el campo de batalla o contra un enemigo concreto y que el combate es a muerte; o se consigue la victoria o se muere. Cuando mandéis un ejército, que seguro que lo mandaréis, porque sois nietos de cónsules, vuestros legionarios conocerán esta señal, porque estas cosas, aunque se usan poco, se conocen. Todos los que han estado bajo el mando de un Escipión lo saben. Ahora tomad una espada y practicad hasta hacerlo bien, con claridad y, por favor, sin cortaros.
Los dos, Lucio y Publio, practicaron aquella tarde durante una hora más. A Lucio le costaba bastante, aún le quedaban años de crecimiento que le ayudarían a manejarse mejor con las armas y con frecuencia se le caía la espada. Publio, sin embargo, ante la sorpresa de su tío, captó el movimiento con rapidez y al final de la tarde era capaz de ejecutarlo con razonable destreza.
Se deslizó entre las casas. Era una noche sin luna que le protegía en sus propósitos. El esclavo se acercó hasta los muros del palacio de Asdrúbal en Qart Hadasht. Los guardias patrullaban alrededor de los muros. Esperó hasta que los soldados desaparecieron tras la esquina y se acercó a una pequeña puerta de servicio. Estaba nervioso. Con ansia aguardó hasta que desde dentro se escuchó el chasquido de las bisagras. La puerta se abrió. Con sigilo entró en el interior del palacio. Su cómplice desapareció de forma que no pudo verle la cara, pero eso no le importaba. Sabía que su camino era de ida, sin retorno.
Ascendió arropándose en la oscuridad que se agazapaba en las paredes del palacio. Fue rehuyendo el encuentro de los guardias que estaban apostados por los pasillos de la residencia del general en jefe de las tropas cartaginesas en la península ibérica. El esclavo llevaba un puñal en la mano.
El general púnico paseaba por su habitación, examinando planos y revisando documentos. Desde que acordara con los romanos repartir las áreas de influencia en Iberia, al sur del río Ebro para los cartagineses y al norte para los romanos, había disfrutado de un período de relativa calma. Quedaban cuestiones pendientes, claro, como el asunto de Sagunto: una importante ciudad al sur del Ebro, es decir, en el área de dominio cartaginés, pero que claramente se oponía a la dominación púnica de Iberia y que mantenía unos cada vez más impertinentes lazos de amistad con Roma. Sin embargo, la tranquilidad dominaba la región en los últimos meses. Hasta se pudo permitir el lujo de ir a cazar con varios oficiales y amigos venidos desde Cartago. Asdrúbal escupió en el suelo al recordar al estúpido oficial mercenario galo que se había atrevido a disputar la propiedad de uno de los linces que él mismo había cazado. Se regodeó en el recuerdo de su rostro retorciéndose de dolor cuando Asdrúbal le clavó la espada hasta el corazón. No podía admitir discusiones a su criterio y menos de un mercenario a sueldo. Allí, empapando el suelo con un charco de sangre, quedó el cuerpo de aquel infeliz. A su lado se arrodillaba un esclavo suyo que lo acompañaba en la cacería. Asdrúbal miró al esclavo celta por si también éste iba a levantar su voz contra él, pero aquel hombre guardó sus palabras y se limitó a mirarle con odio. Asdrúbal recordó cómo desmontó del caballo y se dirigió a él. – ¿También tú quieres morir?
El esclavo bajó la mirada y no respondió. Asdrúbal le estuvo examinando unos segundos, meditando sobre si su silencio era provocación o miedo. Se inclinó por lo segundo y decidió dejarle sin prestarle más atención. Ordenó que recogieran al lince y que lo llevaran a Qart Hadasht como trofeo. Asdrúbal, rodeado por sus oficiales, partió de aquel claro del bosque donde habían estado cazando.
Ahora el general cartaginés se encontraba cansado. Había bebido mucho después de la cacería, en el festín. No lamentaba lo que había hecho. No, no había lugar para impertinencias. Si acaso sólo las admitiría de Aníbal. El hijo del gran Amílcar era la única persona a la que tenía respeto y, por qué no admitirlo aquí, en privado, en el silencio de la noche y en su alcoba: algo de miedo. Aquel muchacho albergaba en su pecho una fuerza contenida que en cualquier momento parecía que fuera a desatarse. No había superado aún lo de su padre. Había de reconocer, no obstante, que aquellos sentimientos, aunque quizá torturasen a Aníbal, no le impedían combatir con auténtico valor y destreza.
Asdrúbal se recostó en su lecho y cerró los ojos. Seguramente Aníbal llegará un día a general. Sólo el tiempo sabrá si será un buen o un mal general. El sueño le fue venciendo y en unos minutos Asdrúbal quedó completamente dormido. El vino le hizo roncar y uno de sus estertores fue tan potente que se despertó. Fue a reírse pero se dio cuenta de que no podía respirar y sintió un líquido caliente por el cuello. Se llevó las manos a la garganta y la notó empapada, hirviendo. Abrió los ojos y vio sobre sí el rostro del esclavo de aquel oficial galo que había matado en la cacería. Quiso levantarse pero le asían con fuerza por las muñecas. Intentó gritar y dar la voz de alarma para que sus hombres vinieran a socorrerle, pero sólo entonces se dio cuenta, al faltarle la voz, de que tenía la garganta seccionada por un afilado cuchillo que ahora yacía junto a su rostro.
Los guardias atraparon al esclavo galo antes de que pudiera salir del palacio. Uno de los soldados, preso de rabia, fue a matarlo, desenfundó su espada, pero cuando estaba a punto de ensartarlo, una voz poderosa que retumbó en los altos techos de la estancia le paró en seco.
–¡Quieto, soldado! – gritó Aníbal- ¡Esa muerte es demasiado digna para un esclavo, especialmente para el esclavo que ha asesinado a nuestro general!
Todos los soldados asintieron y el guerrero cartaginés enfundó su espada. Aníbal les ordenó conducir a aquel esclavo a las mazmorras en lo más profundo de los sótanos de palacio. Allí, durante el resto de aquella noche, el galo fue torturado y sus gritos resonaron por toda la ciudad de Qart Hadasht hasta la extenuación absoluta de su vida.
Al día siguiente los oficiales y generales cartagineses debatieron sobre quién elegir como nuevo jefe. Se estudiaron diferentes opciones como Giscón o el general Magón. Hombres expertos y valientes; pero en ese momento uno de los oficiales se volvió y a su espalda, allí mismo, mirando por una ventana del palacio, vio recortada la figura de Aníbal: Aníbal siempre el primero en entrar en combate y siempre el último en descansar; Aníbal siempre voluntario para cualquier escaramuza, para cualquier misión de riesgo, el que más enemigos abatía, el terror de los iberos y los celtas de aquel país; cuando su silueta se dibujaba en el horizonte, los salvajes retrocedían y los pocos que aún se atrevían a desafiarle caían abatidos en la primera acometida. No lo dudó.
–¡Yo propongo a Aníbal Barca, hijo de Amílcar Barca, para que nos mande y nos dirija a todos en estas tierras para que bajo sus órdenes concluyamos la conquista de este país!
El resto de los oficiales se volvió hacia Aníbal. Éste los miró sin decir nada. No se mostró sorprendido, pero tampoco halagado. Permanecía distante. Escuchaba pero sus pensamientos aún le mantenían alejado de lo que allí estaba ocurriendo. Más voces se alzaron gritando su nombre.
–¡Aníbal, Aníbal, Aníbal!
Comprendió entonces, oyendo cómo su nombre era coreado por todos, que su camino quedaba ya definitivamente marcado. Hasta ese momento sólo había tenido planes. Ahora disponía de medios.
Aquella tarde partió un correo hacia Cartago en una trirreme con el nombramiento del nuevo general en jefe del ejército púnico en Iberia. Al día siguiente de recibir el mensaje el Consejo de Ancianos de Cartago ratificó aquel nombramiento.
Durante dos años Tito intentó lo imposible: estirar el dinero y agotar la paciencia de clientes y prestamistas para salvar su negocio, pero todo resultaba ya inútil. Poco a poco su tienda fue vaciándose de productos que, en su gran mayoría, estaban pagados con anterioridad. El poco dinero que ingresaba lo utilizaba en comida y en pagar parte de las deudas contraídas con los banqueros del foro. La impaciencia de alguno de éstos se había traducido ya en amenazas e incluso en algún altercado en la calle. Tito decidió que no era momento de orgullos absurdos y una mañana encaminó sus pasos al foro. Al cabo de media hora localizó su objetivo. Rufo paseaba acompañado de una esclava, de tienda en tienda, adquiriendo comida, túnicas, sandalias, cestos y hasta considerando la compra de algún esclavo más que añadir a sus propiedades. Las representaciones de teatro, sin conseguir imponerse entre el público romano, seguían siendo financiadas regularmente por el erario público y la compañía de Rufo mantenía una cuota razonable de actuaciones. Y eso que la competencia había convertido en frecuente que los miembros de una compañía fueran a las representaciones de otra para abuchear y así encrespar al público intentando de esa forma provocar el fracaso de la representación y que, en consecuencia, ésta ya no fuera contratada. Todo en Roma se compraba y se vendía y la competencia no conocía límites. En medio de todo aquello, la figura de Rufo parecía moverse como pez en el agua. Ninguna marrullería le asustaba porque él era capaz de ser aún más vil y retorcido. Si otra compañía venía a insultar y montar un escándalo, él hacía que toda su compañía y decenas de libertos comprados fueran a abuchear a la contraria. Y siempre estaba la posibilidad de la extorsión y las palizas. Rufo ya estaba considerando seriamente entrar en esa corriente. Quien golpea primero da más fuerte.
Tito se acercó a su antiguo director de compañía. – Hola, Rufo, ¿cómo va todo?
Rufo le miró con desprecio, pero atendiendo a las ropas limpias que llevaba Tito se detuvo a escucharle. Éste se había puesto su mejor túnica en un intento de guardar las apariencias.
–Hombre, el comerciante de telas. ¿Qué es de tu vida, quieres contratar la compañía para una representación privada en tu nueva domus, o es que me quieres comprar la esclava? – Y lanzó una carcajada al aire.
Tito no se arredró y prosiguió con su plan.
–No, no es eso. Lo de las telas resulta interesante, pero la verdad es que no es lo que esperaba y me preguntaba si no te podría interesar volver a contar conmigo. Ya sabes que podría ocuparme de un montón de cosas y…
Pero Rufo sacudía la cabeza, interrumpiendo su discurso.
–No, no, no, Tito Macio. A mí no me vas a engañar como a uno de tus cansados clientes o como a uno de esos blandos prestamistas con los que andas en tratos. ¿Crees acaso que no sé de tu desastrosa situación? Roma ha crecido pero no tanto como para que Rufo no conozca a todos los que es interesante conocer y, querido Tito, tú no estás entre ellos. Muy al contrario, sé de tus inversiones y de tu barco perdido junto con otras decenas de buques. Por todos los dioses, parece que el mar aún no es un lugar seguro. De ti me quejaría a los cónsules Minucio Rufo o Lépido y les pediría que protejan tus barcos mercantes de los piratas, aunque no sé si tendrán tiempo de atenderte -y lanzó otra carcajada.
Tito lo vio claro. Decidió humillarse.
–De acuerdo. Las cosas me van mal, muy mal, pero por todos los dioses, cuando trabajé contigo te daba un buen servicio y podría volver a hacerlo ahora y…
–Y a mí qué más me da. Te quisiste marchar y te largaste, pues eso: largo, fuera de mi vista. ¡Despeja la calle que me molestan los lloriqueos infantiles de la escoria como tú! – Y lo apartó de un empujón.
Tito cayó al suelo y empapó su túnica de barro, pues el día anterior había llovido en abundancia y el sol aún no había tenido tiempo de evaporar los charcos. Cuando se levantó para replicarle, Rufo estaba ya lejos, en un puesto de frutas llenando de manzanas la cesta que sostenía su esclava. A su lado escuchó las risas de unos niños que señalaban su túnica manchada de tierra. Tito volvió sobre sus pasos y se arrastró por las calles hasta llegar a su local. Entró y cerró la puerta. El interior estaba vacío. Las paredes desnudas de mercancía ilustraban a las claras su condición actual. Tenía hambre, pero no tenía dinero. En los últimos meses había ido perdiendo peso. Estaba enflaquecido, aunque las túnicas disimulaban su aspecto. Fue a beber agua del ánfora que guardaba tras el mostrador, pero también estaba vacía.
–Por aquí, vamos. – Publio se dirigía a su hermano pequeño en voz baja.
–No creo que sea buena idea -respondió Lucio que, a regañadientes, había accedido a acompañarle.
Era de noche y todos dormían. Salieron a tientas de su habitación para no despertar a nadie con ninguna vela. En el atrio, la luz de la luna llena hacía resplandecer las teselas del gran mosaico que su padre había hecho instalar recientemente. En él se veía a su abuelo investido de cónsul comandando las legiones. Se deslizaron por encima del mosaico, pasaron por el tablinium y accedieron al peristilo porticado del jardín. Sólo se oía el arrullo constante del agua de la fuente. El aire era fresco. Publio y Lucio se escondieron tras las columnas de un lado y aguardaron allí apostados durante diez minutos. Al fin vieron aparecer a un esclavo joven de la casa acompañado de una mujer a la que no reconocían. En una esquina del jardín el hombre comenzó a desnudar a su acompañante. Al desvestirla quedó al descubierto el cuerpo de una joven de unos dieciséis años. Pronto el esclavo la tendió en el suelo y se echó sobre ella. Publio y Lucio escucharon con intensidad. Se oían murmullos apagados y, al poco tiempo, gemidos amortiguados por una mano interpuesta.
–Calla, que nos van a oír -escucharon decir al hombre.
–Mejor nos vamos -musitó Lucio.
–No. – Publio había desarrollado una relación de autoridad sobre su hermano. Éste calló, aunque no por ello se tranquilizó.
En ese momento todos oyeron la voz clara y fuerte de su padre.
–Por Castor, ¿qué pasa aquí? ¿Qué ocurre aquí? – Venía acompañado por dos esclavos de confianza de mediana edad que llevaban años en la casa. Llevaban lámparas de aceite de forma que gran parte del jardín quedó iluminado descubriendo a los jóvenes amantes en el suelo.
Publio y Lucio se acurrucaron en las sombras que proyectaban las columnas y tragaron saliva.
–Coged a estos dos. Con el esclavo… llevadlo a la cocina. Mañana saldaré cuentas. Y la mujer… -la miró con atención- no trabaja aquí… pues fuera con ella. Unos azotes y fuera. Si vuelves -añadió dirigiéndose a la muchacha- a entrar en mi casa sin mi permiso, no habrá misericordia.
La muchacha se sintió bendecida por la suavidad de la pena y enseguida se desvaneció entre las sombras detrás de su padre cogida por uno de los esclavos mayores. El otro esclavo se llevaba al joven cocinero por el tablinium y también desaparecieron. El senador se quedó en el jardín junto a la fuente.
Publio y Lucio contuvieron la respiración. Estaban en la sombra y era imposible que los viera o que los oyera, pero el senador empezó a escuchar sobre el silencio, a ver más allá de la oscuridad, reanimando su alma de general en una noche previa a la batalla. La brisa suave de la noche le trajo entonces el mensaje que buscaba en forma de casi imperceptibles olores. Suspiró entonces y se tranquilizó al desentrañar su significado.
–¡Bien, Publio y Lucio, salid de ahí, de entre las columnas si no queréis que me enfade más!
Publio y Lucio se miraron. Lucio parecía preguntar con la mirada «¿pero cómo lo sabe?». Publio se encogió de hombros acompañando el gesto con los ojos abiertos por el asombro. Era imposible que los hubiera visto.
–¡Sois mis hijos pero incluso mi paciencia tiene un límite con vosotros! ¡Es vuestra última oportunidad antes de que os mande azotar o se me ocurra algo peor!
No lo pensaron más y salieron a la luz. En el centro del jardín estaba su padre con la lámpara en la mano. Se acercaron hasta estar de pie a un par de pasos de su padre.
–Nunca, jamás, ¿me entendéis? Nunca dejéis que alguien entre en esta casa sin mi permiso o sin que vuestra madre lo sepa, ¿lo entendéis? Un esclavo ha dejado entrar a una mujer para… Bien, la deja entrar para estar con ella. Eso no debe ocurrir, y si sabéis de algo así, me lo debéis decir enseguida. La seguridad de todos está en juego. La casa es vuestra familia también, es sagrada.
Los niños callaban.
–Y no me digáis que lo acabáis de descubrir, porque llevo detrás de este esclavo algunos días. Bien, hablad, decid algo y que no sea una mentira. Eso no mejorará vuestra situación.
Lucio fue a hablar, pero Publio empezó primero.
–La culpa es mía. Hace unos dos meses que ese esclavo trae a esa muchacha por las noches. Normalmente vengo solo para ver… Esta noche le pedí a Lucio que me acompañara. La culpa es mía. Debería haberte comentado esto antes…
–Sí, eso es lo más grave de este asunto. ¿Por qué no lo hiciste, Publio?
No respondió. ¿Cómo decirle que sentía curiosidad por lo que hacían? Era vergonzoso y peor aún justificar así la falta de fidelidad a su padre. El senador le miró en silencio mientras escudriñaba sus pensamientos.
–Veo que guardáis silencio. Al menos sentís vergüenza. Eso es algo -continuó su padre-, pero no suficiente. No suficiente. Sois Escipiones. Mirad a vuestro alrededor. ¿Qué veis?
Los muchachos miraron las paredes del jardín y del atrio. Había varias estatuas.
–Estatuas, padre -dijo Publio.
–Son vuestros antepasados. Lucio Cornelio Escipión Barbato, vuestro bisabuelo, cónsul, Cneo Cornelio Escipión Asina y Lucio Cornelio Escipión, vuestros abuelos, cónsules ambos también. Vencedores contra los insubres, conquistadores de Córcega, de Aleria. ¿Y en qué se sustenta la fortaleza de nuestra familia?
Los dos muchachos dudaron.
–En la confianza. En la confianza mutua que se transmite de padres a hijos. Si no puedo fiarme de vosotros, yo no soy nadie, y si vosotros no confiáis en mí o en vuestro tío, no valéis nada. ¿Nunca os habéis preguntado por qué nos llamamos Escipiones?
Ambos permanecieron en silencio.
–Porque vuestro bisabuelo, ya anciano y ciego por la avanzada edad, se apoyaba en su hijo Lucio para poder caminar, lo usaba como un scipio, era su bastón. De ahí el nombre que hemos heredado. Vosotros sois mi apoyo, debéis ser mis ojos y mis oídos cuando a mí me fallen, sois mi scipio. De la misma forma que vuestros hijos lo serán para vosotros. No lo olvidéis nunca. Nunca. ¿Está claro?
Ambos asintieron.
–Los dos, a vuestra habitación y no quiero oír ni una palabra más de esto. Si alguien vuelve a entrar sin mi permiso, quiero saberlo al instante, ¿entendido?
–Sí, padre -dijeron los dos al unísono, y velozmente corrieron hacia su habitación.
El día siguiente, por la tarde, al terminar el adiestramiento, Cneo hizo sus valoraciones.
–Vais muy bien. Dentro de poco me va a empezar a dar miedo luchar con vosotros. Especialmente contigo, Publio. Eres rápido con esa espada. Aún te pierden tus ganas de vencer, pero ya madurarás. Y tú, Lucio, has mejorado mucho. En poco tiempo serás tan bueno como tu hermano. Aún te pesa demasiado el arma, pero eso es algo que en un año o dos se arreglará por sí solo. Comeos todas las gachas de trigo que os pongan por delante, y fruta y pescado y carne. Comed bien para luchar bien. Ya me encargaré yo de que no engordéis ni un kilo de más.
Publio y Lucio se miraron y sonrieron. Cneo frunció el ceño y miró su barriga que, si bien no era la de un hombre obeso, desde luego mejoraría con cuatro o cinco kilos menos.
–¡Por Hércules, sois unos ingratos! ¡Os adiestro gratis y lo pagáis riéndoos de vuestro tío! ¡Cuando hayáis luchado en tantas batallas como yo, tendréis derecho a engordar lo que os plazca, pero de momento ni un kilo de más! ¡Mañana os haré correr el doble, os quitaré esa sonrisa de la cara con sudor!
Los dos hermanos callaron. El desliz les iba a costar caro.
–Bien, basta ya de charla. Lucio, para casa. Publio se queda conmigo. Tenemos que hablar tú y yo de unas cuantas cosas.
Los hermanos se sorprendieron. Siempre volvían juntos, pero no querían preguntar. Un pequeño desliz ya lo iban a tener que compensar al día siguiente con esfuerzos extra; mejor no tentar su suerte. Lucio se marchó hacia la ciudad.
Cneo miró a su sobrino.
–Ya me ha contado tu padre el episodio de anoche.
Publio inhaló aire profundamente. Ya le había parecido extraño que aquello no tuviera más consecuencias.
–Es importante -continuó Cneo- que nunca traiciones a tu familia ni en cosas que puedan parecer pequeñas. La familia es lo más importante: la familia y Roma. Ésas son las cosas por las que merece la pena vivir y morir si es necesario, ésas son las cosas por las que rogamos a los dioses que nos protejan y nos ayuden. ¿Está claro?
–Sí, tío.
–Bien. Ahora vámonos. Sígueme.
Entraron en la ciudad, cruzaron el foro y descendieron hasta la zona de los mercados y luego, siguiendo el curso del río, se encontraron en una zona de la ciudad a la que Publio nunca había accedido. Las casas estaban sucias, viejas. Las calles estaban atestadas de gente variopinta, desde el pobre más miserable hasta, ocasionalmente, patricios que paseaban escoltados por esclavos armados y guardias que, a juzgar por el celo que ponían en mantener alejado a cualquier mendigo del camino de su amo, estaban más que bien pagados. Los triunviros patrullaban también aquellas callejuelas con mayor frecuencia que en otros barrios de la ciudad, aunque aquí dejaban pasar por alto la escandalosa presencia de algunas mujeres a medio vestir saludando desde las puertas de sus casas, las pequeñas peleas entre borrachos o el golpe que propinaba alguno de los guardias para defender a algún patricio molesto por el olor de algún esclavo que se cruzaba en su camino. Los triunviros no querían problemas y su presencia era más bien un aviso para que todos se contuvieran y no fueran más allá de golpes o empujones. Otra cosa era si se oía alguna espada desenvainándose. El joven Publio contemplaba a los soldados patrullando con paso firme, la mirada en la distancia, como ausentes y, sin embargo, atentos a cualquier pequeño movimiento.
–Siempre hay más problemas aquí que en ningún otro lugar: sobre todo peleas -dijo Cneo al observar el interés de su sobrino por las patrullas-. Siempre muere alguien por aquí cada día. Nunca vengas solo. Si vuelves sin mí, hazte acompañar por un par de buenos esclavos.
El joven Publio no tenía muy claro por qué su tío podía pensar que él quisiera volver por allí por su cuenta. No parecía para nada un barrio agradable ni que tuviera nada que pudiese merecer el riesgo de moverse entre aquellas gentes violentas, borrachas y nerviosas. No obstante, de pronto se percató de una cosa que los diferenciaba del resto de los patricios que había visto en aquel lugar.
–No llevamos escolta, como los demás patricios -comentó Publio. Cneo sonrió.
–Aquí la escolta soy yo -y continuó abriéndose paso entre el gentío.
Llegaron a una casa más grande que las de su entorno, más limpia, con la fachada sin grietas y una puerta, al contrario que la mayoría de las demás, cerrada. Su tío se acercó decidido y dio dos golpes bien fuertes con la palma de su mano. Una mujer mayor abrió la puerta. Tenía unos cincuenta años y, aunque se había pintado los labios de rojo y echado polvos sobre el rostro, las arrugas eran bien visibles y su pelo, completamente gris. Tenía una expresión seria, molesta, casi de enfado, pero en cuanto alzó la mirada desde el pecho de Cneo hasta contemplar los ojos del hombre que acababa de llamar a su puerta, todas las facciones de su rostro cambiaron por completo el gesto de su cara: ésta se iluminó y una bien trabajada y edulcorada sonrisa pobló aquella faz secada por los años.
–Pero si es el gran general -dijo y abrió la puerta y se separó para dejar suficiente sitio para que Cneo pudiera pasar. Publio le siguió de cerca-. Y nos viene acompañado de un hermoso joven -continuó la vieja meretriz.
–Bien, Publio, te presento a la vieja lena de Roma. Nadie sabe su nombre, pero si preguntas por la lena en este barrio todos te dirigirán a su puerta. Y sigue mi consejo, Publio: nunca le preguntes nada y así no te encontrarás una de sus mentiras.
–Por Castor y Pólux, qué bajo concepto se tiene de mí – interpeló la lena y continuó dirigiéndose a su nuevo joven invitado-, pero, mi querido joven, no hagáis caso de este hombre que tan mal os habla de mí. Aquí todos los hombres encuentran lo que desean y salen complacidos…
–… y más pobres que cuando entraron. No omitamos ese detalle -apuntó Cneo.
–Bien -la lena habló ahora con indiferencia-, mis servicios tienen un precio y no pido mucho, sino lo justo.
–¿Lo justo? – Cneo elevó el tono con tanta fuerza que dos esclavos armados aparecieron inmediatamente en el vestíbulo. El general no se inmutó-. Vieja lena, no pongas en tu boca palabras demasiado grandes para quien se dedica a este negocio.
–Ya, claro, justicia es una palabra reservada para los patricios.
Cneo no entendió bien si aquello era una aceptación de la crítica recibida o un desafío entre dientes. El joven Publio leyó con más precisión la fina ironía de aquella mujer y tomó buena nota del sentimiento con el que la lena había pronunciado aquella sentencia. ¿Cuánta gente pensaría lo mismo y con esa intención de frío reproche contra los de su clase?
–Bueno, vamos a lo que nos trae aquí. Éste es mi sobrino mayor, alguien que será grande en Roma, así que más te vale tratarlo bien, si no por aprecio, al menos considera que será una gran inversión de futuro complacerle bien. Lo que busco es una joven guapa, dócil, que no sepa demasiado, pero sí lo suficiente para… para ayudar… para empezar… ya me entiendes.
Publio deseó tener alas en los pies como Mercurio para poder volar y desaparecer de aquel lugar. A su tío sólo le faltaba gritar por toda la calle que su sobrino mayor aún no había estado con una mujer. Ya le dolía bastante el tema como para encima tener que hacerlo público. La lena, no obstante, no pareció ni sorprenderle ni concederle mayor importancia a aquel hecho. Su frente arrugada mostraba que meditaba con intensidad.
–Sí… entiendo… y creo que sí, que tenemos exactamente lo que buscas -y dirigiéndose a los esclavos armados que permanecían vigilantes-, traed a Drusila. La llamamos así, Cneo Cornelio, aunque viene de Oriente. Es joven, de dieciséis años, sabe más que suficiente para satisfacer a vuestro sobrino, pero acaba de llegar y no ha sido… probada de manera extensa. Es dócil. En cierta forma, diría que mantiene intacta su ingenuidad. Creo que estará a la altura de las circunstancias.
Al momento llegó un esclavo con una joven delgada, morena, con pelo oscuro lacio cayendo por su espalda desnuda, pues apenas estaba vestida por una túnica de seda de color rojo abierta por detrás y tan fina que dejaba ver a través del tejido semitransparente unos hombros redondeados, una piel fina y tersa, unos senos prietos como manzanas recién cogidas, casi verdes, una cintura que cedía espacio suavemente, hasta de nuevo ampliarse al llegar a una cadera generosa pero no grande, terminando en unas piernas largas y unos pies pequeños que se cerraban en un arco donde los dedos gordos se juntaban en el vértice del ángulo, justo allí, en ese punto del suelo, donde la mirada de la joven permanecía fija.
La joven alargó la mano y, sin saberlo, el joven Publio, a su vez, extendió su brazo con la palma de su propia mano abierta. La joven sonrió al tiempo que asía los dedos del adolescente patricio con suavidad y lo guió con dulzura pero, al mismo tiempo, con decisión, hacia su cuarto, lejos de las miradas de guardias armados, de lenas ancianas o de un nervioso tío.
–Bien -exclamó Cneo, una vez su sobrino quedó en custodia de aquella joven- y para mí, ¿está disponible aquella muchacha ibera que tú ya sabes que tanto me satisface?
La lena no respondió inmediatamente de forma que el propio Cneo se respondió a sí mismo.
–O sea, no lo está; ¿he de entender que está en manos de otro?
La lena callaba mirando al suelo, concediendo. Cneo continuó sacando conclusiones en voz alta.
–Pues al precio que normalmente me la dejáis, no se me ocurre más que alguno de los cónsules haya decidido beneficiarse de sus muchos encantos.
Era un brindis al sol, una exclamación hecha a lo loco, sin intención; sin embargo, la lena permaneció inmóvil, en silencio, Cneo pensó que incluso algo nerviosa, si es que podía decirse que aquella mujer, cuyos ojos habían visto desfilar por su casa a decenas de patricios y senadores, pudiera en algún momento parecer algo desairada.
–Por todos los dioses -concluyó el general-, nunca pensé que alguno de los viejos Rufo o Lépido tuvieran tanta sangre en sus venas -Cneo comprendió que la anciana temía que fuera más allá con sus conclusiones hasta averiguar exactamente cuál de los dos cónsules era el que hoy yacía con su preferida; no quería molestar a aquella mujer que tantos secretos suyos y de tantas otras personas conocía; era menos peligroso un poderoso senador enfurecido que tener a la lena de Roma en tu contra-. En fin, bien por el que sea que disfruta ahora de los encantos de mi favorita, paciencia para mí. Quizá sea mejor así. Teniendo en cuenta lo que probablemente piensas cobrarme por satisfacer a mi sobrino, no tengo claro que pueda permitirme satisfacerme a mí mismo también. Tengo que enseñar a mi sobrino a valerse pronto por sí mismo en estas cuestiones o mi economía corre grave riesgo de hundirse.
Con estas palabras Cneo estalló en una sonora carcajada, lo que sin duda relajó a la lena que, antes de que su invitado lo pidiera, reclamó una buena jarra de vino para entretener a tan ilustre y, especialmente, comprensiva, persona.
Publio sintió las suaves caricias de aquella joven de la que ni conocía el nombre por cada recoveco de su piel. Primero la joven usó sus dedos, luego la palma de sus manos para culminar con su lengua lamiendo cada centímetro de su ser. En pocos minutos el sobrino de Cneo tuvo una enorme erección. El detenimiento de las caricias, el suspense por lo que aún debía venir era demasiado para poder controlarse. La muchacha empezó a besarle la base de su miembro cuando ya no pudo resistir más y cedió a impulsos que aún no acertaba bien a controlar. Fue como una fuente que regó su propio vientre y la mejilla de la muchacha.
–Lo… lo siento -musitó entre confundido y nervioso.
La muchacha sacudió la cabeza tenuemente, quitando importancia al asunto al tiempo que con el dorso de la mano se limpiaba el rostro. El joven Publio no sabía bien ni qué decir ni qué hacer, si es que quedaba algo por hacer, o si bien ya habían terminado. Su tío era generoso, pues aquellas sensaciones sin duda debían costarle una fortuna, pero era demasiado parco en explicaciones. La chica pareció leer en su ceño fruncido la confusión que corría por sus venas. No hablaba su lengua, pero a base de reiniciar las caricias y los besos suaves se hizo entender con precisión. Aquello no había terminado. El joven Publio se dejó hacer y decidió que él no se iba de allí hasta que aquella chica lo echara.
Al cabo de una hora tío y sobrino volvían a caminar por las calles de aquel barrio de Roma, descendiendo por una estrecha callejuela hasta alcanzar las tabernas junto al Tíber. Publio llevaba consigo una sonrisa entre un poco estúpida y un poco de inmensa satisfacción que lo acompañaría el resto de la mañana. Cneo detuvo la marcha en una de ellas e invitó a su sobrino a entrar. Era una habitación bastante oscura, con aire denso y pesado, ya que la única ventilación que había era la de la estrecha puerta que daba acceso a aquella estancia. Había un mostrador de madera tras el que un hombre de unos cuarenta años, muy grueso, pelo entre negro y cano, barba profusa y cara de muy pocos amigos, servía vino, gachas de trigo y algo de pescado del día a los que tenían el valor suficiente de acercarse a pedirle algo. Su tío parecía ser de estos últimos y, sin levantarse, a voz en grito hizo saber sus deseos.
–¡A ver, buen vino aquí para los dos, y rápido!
Publio observó cómo el posadero miró con intensidad a su tío y cómo sin decir nada se agachó y de debajo del mostrador sacó una jarra y unos vasos. Por un momento pensó que aquel hombre no los llevaría a la mesa, pero el tabernero salió de su fortín y, paso a paso, lentamente, trajo el vino y dejó sobre la mesa jarra y vasos. Su tío puso sobre la mesa una moneda, el tabernero asintió, la cogió y volvió a su puesto de vigilancia.
En el local había otras cinco o seis mesas, todas llenas de gente, quizá hubiera unas veinte personas, muchos mal vestidos, pero también se veía alguna toga brillante, reluciente, de algún patricio o, al menos, un comerciante muy venido a más.
–Este sitio es horrible, lo sé -dijo Cneo mientras escanciaba el vino-, pero sirven el mejor vino. Tiene algún acuerdo con uno de los capitanes de barco que viene con vino desde el sur. No sé por qué exactamente. En estos lugares, Publio, es mejor no indagar sobre el pasado de las personas. No vengas aquí solo, a no ser que seas ya un general de Roma. A los oficiales se les respeta aquí, siempre que hayan demostrado su valor en el campo de batalla. Pero vale ya de historias. Bebamos.
Publio miró su copa y dudó.
–Ya sé, ya sé que no bebes, pero tienes que empezar, y este día es tan bueno como cualquier otro. Tienes que celebrar esa sonrisa de tonto que se te ha puesto y tú verás, te la quito con vino o a golpes. No quiero que te vea tu madre con esa expresión en tu rostro. Por Hércules, las discusiones con tu madre me atemorizan. Lo reconozco.
Cneo cogió su copa y Publio hizo lo propio. Bebieron. Su tío echó un largo trago de vino y él un pequeño sorbo. Sintió una ligera quemazón en la garganta pero el sabor entre dulce y arrutado le agradó. Ya había probado vino en alguna ocasión, a escondidas en casa, con Lucio, fisgando por la cocina por las noches, pero aquel vino era cierto que estaba especialmente sabroso. Siguieron bebiendo.
–¿Qué le ha pasado al esclavo que vimos en el jardín de casa con aquella mujer? – preguntó Publio.
–Ah, el vino te da valor para preguntar lo que no deberías, ¿eh? Bueno, creo que al esclavo le cayeron sólo cuarenta azotes; parece que cocina bien y a tu padre le gusta comer. Es un poco suave como castigo, pero el pollo y el cerdo los hace muy buenos. Los hombres somos así. Arriesgamos nuestra piel y, con frecuencia, nuestro dinero por estar con una mujer. Ya lo irás viendo. Sí, no sacudas la cabeza. Lo de hoy ha costado caro, pero es obvio por tu sonrisa tonta que gracias a todos los dioses ya se te va difuminando, que lo de hoy merecía la pena. Ahora sabes lo bueno que puede ser estar con una mujer. No te aficiones a esto, Publio. Un día conocerás a la mujer por la que te dejarás dar cuarenta y cien y mil azotes si hace falta. Eso ocurre. Dicen que ocurre. Lo importante es que te encontremos una buena patricia romana, de buena familia, que sea guapa para tenerte distraído por las noches, pero que esté contigo en todo momento en esta ciudad de lobos. Un día, Publio, no estaremos ni tu padre ni tu madre ni yo. Tendrás entonces que confiar en aquellos de los que te hayas rodeado: tu mujer, tu hermano y tus amigos, y luego en tus hijos, pero hasta que tengas tu propia familia, serán tu mujer, tu hermano y tus amigos los que te den fuerza. Elige bien a tu mujer. Como ves es importante. En fin, el vino me hace hablar. Tampoco me hagas demasiado caso en todo esto. Hazme caso en el adiestramiento militar. Ahí tengo bastante más claras las cosas.
Cneo siguió escanciando vino hasta que entre ambos terminaron la jarra. Publio se quedó meditando sobre las palabras de su tío: un día estaría sin ellos, sin sus padres y sin Cneo. Nunca había pensado en ello. Era el transcurso inexorable de la vida. Ese día debería llegar alguna vez. En aquel momento, con el dulce sabor del vino en su paladar y el alcohol fluyendo por sus venas se sintió débil. No pensó que fuera capaz de seguir adelante sin la protección de sus padres y de Cneo. Se sentía flojo, con miedo, aturdido por la responsabilidad. Era un Escipión, le habían dicho desde pequeño. Tu padre te asió con orgullo el día de tu nacimiento. Frases que se agolpaban en su mente un poco embotada por el licor de Baco. Estaba claro que el vino no sería el camino para encontrar las fuerzas que necesitaría como futuro pater familias. Eran demasiadas cosas para un solo día. Sólo tomó una determinación, allí, compartiendo ya en silencio el último vaso de vino con su tío, en aquella vieja y sucia taberna junto al Tíber, después de haber saboreado el placer sensual de una mujer: se esforzaría al máximo en su adiestramiento militar con su tío, atendería a las lecciones de Tíndaro y escucharía los consejos de su padre sobre el Senado. Igual nunca tendría fuerzas para sacar adelante a la familia, pero por si los dioses se las concedían, mejor sería ir aprendiendo ahora todo lo posible. La voz de su tío acompañada del golpe fuerte que dio sobre la mesa al dejar su vaso vacío y gritar que quería otra jarra le sacó de la profundidad de sus pensamientos.
–¡Por Castor y Pólux! ¡Ya era hora de que tío y sobrino compartiéramos una buena jarra de vino! ¡Hoy nos vamos a emborrachar!
Publio le miró como a través de una nebulosa. Por su parte él ya se consideraba borracho. No dudó, no obstante, en acercarse a la boca el nuevo vaso de vino que su tío le ofrecía.
Se emborracharon por completo. Al día siguiente, Publio, agonizando de dolor en su estancia, después de vomitar toda la noche, escuchaba los gritos de su madre aturdiendo la resacosa cabeza de su tío al que adivinaba cabizbajo en el centro del atrio, mirando al suelo y aguantando en silencio la lluvia de tenebrosas invectivas que le lanzaba su madre. Al final, como siempre, escuchó la voz serena de su padre imponiendo sosiego y orden. Con esa voz se quedó antes de quedarse dormido y soñar con una mañana fría, una fortaleza inexpugnable y una enorme laguna que la rodeaba.
Un año después de haber sido proclamado general en jefe de los ejércitos cartagineses en la península ibérica y confirmado dicho nombramiento por Cartago, Aníbal vio llegado el momento de ejecutar su venganza contra aquellos que mataron a su padre. Además, en su mente primero y luego sobre planos y con raciocinio había conseguido encajar aquella próxima némesis como un complemento necesario para llevar adelante el gran plan diseñado por su padre: atacar Roma. Para ello todo indicaba que era en extremo necesario afianzar su dominio en Iberia. Si bien era cierto que los intereses estratégicos de Cartago se centraban en el control de las costas y la explotación de las minas del entorno de Sierra Morena y Baécula, ambas actividades podrían verse afectadas si los celtíberos lanzaban un ataque desde el interior. Había que derrotar a estos pueblos de forma tan absoluta que pasaran muchos años antes de que decidieran aproximarse hacia los territorios púnicos. De esa forma dispondría de la posibilidad de contar con parte del ejército de Iberia para su avance sobre Roma.
El verano anterior ya había realizado algunas pequeñas incursiones hacia el interior del país, sometiendo entre otros a los olcades, pero ahora Aníbal reunió todo su ejército en Qart Hadasht y desde allí partió hacia el corazón de la península. Su primer objetivo era el de la provocación. Para ello avanzó cruzando el Segura, el Guadiana y el Tajo, hasta alcanzar la población de Hermándica, Salmantica para los romanos, a la que sitió y sometió. Prosiguió su avance cruzando el propio río Duero hasta llegar a Arbucala. Con el asedio y toma de esta población y sus posteriores combates con los vacceos del norte, Aníbal consiguió lo que deseaba, quizá incluso más allá de sus expectativas, pues todos los pueblos del interior de la península se levantaron en armas contra él.
Aníbal inició el repliegue volviendo a cruzar el Duero pero saqueando las tierras del pueblo más poderoso de aquella zona: los carpetanos. Éstos no lo pensaron más y constituyeron un inmenso ejército al que se unieron numerosas fuerzas provenientes del resto de las tribus agraviadas por las incursiones de Aníbal: vacceos, olcades, vettones, oretani y los propios carpetanos, que lideraban aquella enorme fuerza de ataque que había agrupado a un total de cien mil guerreros.
Los cartagineses avanzaron sin oposición hasta llegar al río Tajo, en un valle muy próximo donde unos años antes Amílcar había sido sorprendido y abatido por los iberos. Allí cerca Aníbal divisó, acampado junto al río, al enorme ejército que se había congregado para darle caza. El cartaginés ordenó acampar al atardecer a unos tres kilómetros de distancia del ejército enemigo que los doblaba en número. Ambas fuerzas se habían establecido al mismo lado del río, en la margen derecha. Los soldados púnicos observaban las infinitas hogueras que los celtas e iberos encendían mostrando la amplitud de su campamento y se sintieron sobrecogidos. Sin embargo, se sabían conducidos por un feroz general y en él y en su inteligencia, que tantas victorias les había dado, depositaron sus esperanzas para salir victoriosos de aquel valle.
Los jefes celtas e iberos se reunieron complacidos: habían comprobado que sus fuerzas doblaban en número a las del general cartaginés. Al amanecer atacarían y aniquilarían al invasor. Decidieron también que se tenía que hacer lo posible por atrapar al general cartaginés con vida para así torturarle y que sirviera de escarmiento a aquellas fuerzas extranjeras para que nunca más volvieran a adentrarse en el interior. Incluso algunos empezaron a hacer planes sobre cómo reconquistar la costa. Se comió y se bebió en abundancia. Mañana sería un día de gloria y victoria para sus pueblos.
Aníbal dio órdenes de encender las hogueras del campamento y al tiempo mandó exploradores que buscaran un lugar donde cruzar el río, diferente al vado principal donde se habían establecido los iberos. Al cabo de unas horas regresaron varios exploradores confirmando que a un par de kilómetros había un lugar donde el río se estrechaba y, aunque con cierta profundidad, caballos, hombres y elefantes podrían cruzar. La operación, no obstante, resultaba complicada especialmente si se hacía por la noche. El vado del que hablaban los exploradores estaba en dirección oeste, alejándose del campamento ibero. Aníbal no lo dudó. Tenía claro que un enfrentamiento en campo abierto supondría la aniquilación de sus tropas o, en el mejor de los casos, una grave derrota. Él tenía otras ideas. No pensaba sufrir el destino de su padre ni dejar su muerte sin respuesta. Ordenó entonces levantar el campamento, pero no sin antes avivar las hogueras para que pareciese que permanecían allí. De esa forma, al abrigo de la oscuridad de la noche condujo el ejército hasta el vado que habían encontrado sus exploradores y comenzó la complicada operación de cruzar el río. Los caballos relinchaban y algún elefante bramó con fuerza, pero la distancia salvaguardaba a los cartagineses y los ruidos que llegaban al campamento ibero eran débiles, de modo que éstos no pensaron que nada extraño estuviera ocurriendo.
Al amanecer, los carpetanos y sus aliados se sorprendieron al ver que el campamento cartaginés no estaba donde lo habían visto la tarde anterior, sino que los púnicos se encontraban al otro lado del río, justo enfrente de ellos, apenas a unos cientos de metros de distancia. Los jefes iberos volvieron a reunirse pero todos concluyeron que aquel cambio no alteraba en nada lo sustancial, su enorme superioridad al doblar en número a los cartagineses, y decidieron dar orden de cruzar el río y lanzarse en tropel sobre los cartagineses.
Los iberos se lanzaron todos a una sobre el flujo de las aguas. El vado por el que se adentraron era poco profundo pero cubría hasta el vientre a los caballos y a muchos hombres hasta los hombros. No era una operación difícil pero había un problema: era imposible cruzar rápido. Aníbal dispuso durante la noche numerosos grupos de hombres apostados en su margen del río con todo tipo de armas arrojadizas. A medida que los iberos alcanzaban el centro del río, los púnicos lanzaban andanadas de dardos y jabalinas acabando con los guerreros que se adentraban para cruzar. Los iberos, no obstante, no se arredraron y siguieron mandando más soldados hacia el río. Tal era el número de unidades, que el río se llenó de hombres y caballos hasta el punto de que varios efectivos empezaron a alcanzar la margen dominada por los cartagineses. Allí, no obstante, los esperaban los elefantes que, siguiendo el plan de Aníbal, patrullaban toda la margen izquierda. Desde lo alto de las bestias, los cartagineses lanzaban más dardos al tiempo que los propios elefantes pisoteaban con sus enormes pezuñas a decenas de guerreros carpetanos que, empapados y exhaustos, heridos por flechas o jabalinas, llegaban a la orilla. El avance ibero se transformó en una larga y lenta masacre dirigida con metódica decisión por el general cartaginés. Al mediodía, ordenó que los soldados de primera línea se replegaran y que los elefantes retrocedieran hasta reconstituir su ejército en perfecta formación, mientras los iberos que habían conseguido cruzar el río hacían lo propio. Ahora ambos ejércitos estaban en la margen izquierda del río, nuevamente reunidos en un mismo lado, pero los carpetanos habían visto sus fuerzas reducidas prácticamente a la mitad, mientras que los cartagineses apenas habían sufrido bajas.
El río bajaba rojo de sangre llevándose consigo el júbilo de los jefes carpetanos y tiñendo de desesperanza el corazón de sus hombres. Antes de que pudieran recomponer sus filas, Aníbal dio la orden final. A partir de aquel momento todos los carpetanos se encontraron luchando por su supervivencia, intentando resistir el empuje de los cartagineses, envalentonados por el transcurso de los acontecimientos y embravecidos por su general, siempre de un lugar a otro de los combates recordando a sus hombres que ese día vengaban al mejor de sus generales, que Amílcar Barca estaba siendo recordado aquel día con cada víctima enemiga que caía en la batalla.
Algunos iberos reconocieron en el timbre de aquella voz el mismo tono que hacía unos años había lanzado un terrorífico alarido de dolor que ascendió por las laderas de las montañas y, aunque no entendían aquella lengua extraña, comprendieron con claridad lo que estaba ocurriendo. Se encomendaron a sus dioses y prometieron vender caras sus vidas en lo que ya preveían como un vano esfuerzo.
Al anochecer, mientras los iberos se retiraban diezmados, arrastrando heridos y dejando sus muertos flotando en el río o tendidos sobre el campo de batalla a merced de los buitres, Aníbal se recostó en su tienda y, pese a los muertos y la sangre y la guerra, durmió sintiendo una inmensa paz por primera vez desde la muerte de su padre.
La tienda estaba rodeada de guardias orgullosos de su general dispuestos a seguirle hasta el final del mundo.
El Senado estaba reunido al completo. La preocupación por los movimientos de los cartagineses en Hispania con su creciente dominio sobre aquel territorio había sido el detonante de la sesión y el elemento motivador de la gran afluencia de senadores. Emilio Paulo se levantó y fue quien inició el debate.
–Todos estamos informados de los acontecimientos en Hispania. Desde hace años los cartagineses han ido extendiendo sus dominios por la península. Pactamos con Asdrúbal y Cartago que el límite de sus dominios sería el Ebro, pero me parece difícil pensar que el nuevo general Aníbal tenga tan claros esos límites. Creo que es preciso enviar tropas y reforzar la frontera del Ebro ahora, antes de que sea tarde.
Muchos senadores asintieron con la cabeza. Publio Cornelio Escipión se levantó para apoyar a Emilio Paulo, con el que compartía planteamientos políticos y al que le unía una gran amistad.
–Estoy de acuerdo con Emilio Paulo. Algo hay que hacer; no podemos permanecer impasibles mientras este nuevo general va extendiendo su control por toda Hispania. Recientemente ha llegado a dominar amplias regiones del interior. ¡Ha sometido a los carpetanos y ahora acecha Sagunto!
Más asentimientos y un incipiente murmullo recorrieron la gran sala. Fabio Máximo escuchaba sin participar mientras otros senadores fueron dando opiniones similares. Estaba claro que el Senado quería actuar. Se preguntaba hasta qué punto los allí reunidos se daban cuenta de lo que estaban hablando. Él hacía tiempo que había decidido lo que se tenía que hacer, lo que más convenía al Estado y, por qué no decirlo, a sí mismo y a su familia. Los Emilio-Paulos y los Escipiones eran cada vez más fuertes, más respetados, más apreciados. Publio en particular estaba claro que pronto sería cónsul, entrando en la especial clase de la nobilitas, los que han sido cónsules alguna vez, los elegidos entre los elegidos. Estaba la plebe, los patricios, los tribunos y senadores y la nobilitas, cónsules y ex cónsules. Varios Escipiones ya lo habían sido y lo mismo en la familia de los Emilio-Paulos. Demasiado poder que había que contrarrestar. Encima ese amor estúpido y peligroso de los Escipiones por todo lo griego podía debilitar a Roma, una Roma que pronto entraría en una guerra larga y complicada. Fabio escuchaba y sabía que oponerse a las opiniones manifestadas no haría sino avivar el fuego de la guerra, pero de pronto todo encajó en su cabeza: la guerra era el camino. Sin duda alguna. La guerra era la ruta adecuada. Se levantó de su asiento y se quedó de pie hasta que se hizo silencio absoluto; sólo entonces empezó a hablar.
–Senadores, amigos, defensores todos de Roma. Sabéis que nunca he rehuido la confrontación cuando ésta ha sido necesaria, pero pensad bien en lo que estáis sugiriendo con vuestras palabras. Entrar con Cartago en una disputa sobre el dominio de Hispania es peligroso. Los saguntinos, es cierto, se han dirigido a nosotros pidiendo ayuda ante lo que consideran un peligro inminente, pero enviar tropas significaría la guerra contra Cartago y pensad bien las consecuencias: Cartago tiene un poderoso ejército que lleva más de quince años de combates en Hispania, mientras que nosotros, en estos años, hemos combatido contra piratas y hordas de galos en el norte. Una guerra contra Cartago no será igual de sencilla. – Fabio Máximo podía leer la contrariedad ante sus palabras en gran número de senadores; iba por buen camino-. Enviemos emisarios a parlamentar con Aníbal; veamos si es posible negociar primero. A tiempo de reclutar tropas siempre estamos. Ésa es mi opinión. – Y se sentó.
Su intervención encendió un intenso debate entre los partidarios de enviar tropas ya y los que deseaban apoyar la moción de Fabio Máximo. Este último permanecía en su asiento, como un espectador privilegiado, ajeno al torbellino de comentarios y nuevas opciones que se vertían desde los diferentes puntos de la sala. Paseando su mirada por los bancos de senadores se detuvo en el de Publio Cornelio Escipión, sentado junto a su hermano Cneo y el senador Emilio Paulo. Publio le estaba mirando fijamente. Fabio se preguntó si aquel Escipión sabría escudriñar en su mente, pero enseguida desestimó tal posibilidad. Ésa es una de las limitaciones de las personas nobles, incapaces de pensar que otros puedan actuar movidos por intereses distintos a los de la lealtad y la nobleza. Así lo decía Aristóteles; una de las pocas cosas interesantes que había encontrado en los autores griegos. Máximo tenía claro que no se trataba de defender Sagunto ni de evitar una guerra, sino de asegurarse de que la guerra tendría lugar. Si enviaban tropas a Sagunto era muy posible que Aníbal se retirase y que, encima, los Escipiones fuesen aún más admirados por el pueblo romano. Si enviaban emisarios, en realidad lo que se daba era más tiempo no a la paz, sino a la guerra. Se daba tiempo a Aníbal para que tomase la ciudad y, si esta ciudad caía, era seguro que el Senado declararía la guerra sin pensarlo más. Todo era cuestión de información. En Roma se pensaba que Aníbal acechaba, apoyado por los turdetanos, las tierras próximas a Sagunto. Fabio Máximo, sin embargo, sabía mucho más. Sabía que el asedio ya había empezado… y quería que el asedio triunfase. Sólo una guerra abierta y total contra Cartago podría ayudarle en sus objetivos: dominar el Mediterráneo y eliminar a los Escipiones y Emilio-Paulos del poder. Ahora la cuestión era mover las piezas del tablero con habilidad.
Aníbal había reunido un ejército de cien mil hombres. Tropas suficientes para emprender su gran plan, la estrategia diseñada por su padre, pero antes debía hacer estallar la guerra entre Cartago y Roma. Los turdetanos se lo habían puesto fácil al quejarse de las agresiones de los saguntinos. Avanzaron desde Qart Hadasht hasta Sagunto y después de arrasar sus campos y hacerse con el control de la zona entre la ciudad y la costa, para evitar que pudieran llegar refuerzos desde el mar, rodeó la fortaleza. Sagunto se levantaba sobre un gran promontorio a unos tres kilómetros del mar. Los saguntinos habían construido una muralla en torno a la ciudad que la hacía prácticamente inexpugnable, ya que en la mayoría de los puntos, allí donde terminaba la muralla, se abría un abismo de decenas de metros. La ciudad era una fortaleza infranqueable por el este, el lado del mar, por el sur y por el norte; sin embargo, la muralla del sector occidental se levantaba en la ladera más suave de aquella colina. En ese punto no había un desnivel pronunciado sino una paulatina pendiente por la que se podía ascender hasta la ciudad. Aníbal mandó a sus hombres que golpearan allí con todas sus fuerzas.
Los cartagineses, apoyados por gran número de mercenarios venidos de África e iberos que se les habían unido durante los años de dominación de la península, ascendieron con todo tipo de armas arrojadizas y picas para acceder a las murallas, pero encontraron una defensa impresionante. Los saguntinos, conscientes de que aquél era el extremo más endeble de su fortaleza natural, habían elevado los muros en aquella zona además de añadir varias torres, especialmente una altísima, desde las que empezaron a arrojar dardos y jabalinas. Los cartagineses, protegiéndose con sus escudos, fueron avanzando pese a la lluvia de proyectiles, pero al alcanzar la muralla los saguntinos lanzaron pez ardiendo, más flechas y rocas. El ejército púnico retrocedió.
Empezó entonces un largo asedio de desgaste. Aníbal ordenó que los ataques se intensificasen de forma especial cada atardecer, para aprovechar la luz cegadora del sol de poniente que deslumhraba a los defensores de la muralla occidental. Los cartagineses agruparon gran cantidad de catapultas con las que bombardear la ciudad, centrando sus objetivos en la muralla oeste. Los saguntinos respondieron de igual forma. Piedras enormes caían sobre los unos y los otros. La muralla estaba construida con rocas ligadas con arcilla de forma que allí donde recibía un proyectil cedía derrumbándose en pedazos. Los defensores se veían obligados a responder a su vez con más proyectiles al tiempo que se ocupaban en reconstruir las secciones del muro que se habían desmoronado. Incluso para proteger los trabajos de reconstrucción, los saguntinos organizaron una salida para alejar a las tropas cartaginesas. El combate fue encarnizado, librado apenas a doscientos pasos de las murallas. Los saguntinos fueron repelidos por el mayor número de cartagineses pero su arrojo permitió elevar de nuevo el muro y reorganizar las posiciones de defensa.
Aníbal dirigía el ataque sin descanso. Estaba dando órdenes para recuperar posiciones y reiniciar el bombardeo del muro con las catapultas cuando un soldado se le acercó.
–Mi general. En la costa… han llegado emisarios de Roma, son… -miró una tablilla en la que le habían anotado los nombres- Valerio Flaco y Quinto Baebio, senadores de Roma. Quieren hablar con vos.
Aníbal no se giró ni respondió. Seguía supervisando el nuevo emplazamiento de las catapultas. En su lugar, se dirigió al jefe de la caballería del ejército púnico, Maharbal.
–¿Cuándo llegan los escorpiones}
–Están a punto de llegar, mi general -dijo Maharbal-. Salieron de Qart Hadasht hace una semana y los traen a toda velocidad, pero son máquinas pesadas. Pronto llegarán.
–Bien. En cuanto lleguen los dispones detrás de las catapultas y que se redoble el lanzamiento de proyectiles sobre el muro occidental. Ese muro tiene que caer. Ése ha de ser tu objetivo día y noche, ¿me entiendes?
–Sí, mi general.
Aníbal por fin se volvió hacia el soldado que le había traído el mensaje de los emisarios romanos. Roma despertaba de su letargo. Era de esperar. Sin girarse dio su respuesta al soldado.
–No tengo tiempo para recibir a legados de Roma. Que se marchen. ¡Que no se atrevan a acercarse a la ciudad o no respondo de su seguridad! Ésa es mi respuesta… y no quiero más interrupciones, lo único que quiero saber es cuándo llegan los escorpiones.
El soldado asintió y desapareció del lugar del asedio con su nuevo mensaje. Valerio Flaco y Quinto Baebio se quedaron sorprendidos y se sintieron humillados ante tal respuesta. La quinquerreme romana que los traía volvió a recogerlos y emprendieron rumbo a Cartago, en el mismísimo corazón de África, para plantear sus quejas por el asedio de la ciudad y por el desprecio de Aníbal.
En lo alto de la colina, próximo al muro occidental Aníbal recibió la noticia de la llegada de los escorpiones, enormes máquinas que a modo de gigantescas hondas podían lanzar rocas hasta a quinientos pasos de distancia. Los cartagineses las emplazaron detrás de las catapultas, bien lejos del alcance de las armas arrojadizas de los defensores de la ciudad.
Desde el mar, Valerio Flaco y Quinto Baebio vieron cómo una lluvia de gigantescas piedras caía sobre Sagunto. Aquella fortaleza no podría resistir mucho tiempo. Ordenaron acelerar el ritmo de los remeros. Debían llegar a Cartago cuanto antes.
Los saguntinos asistieron aterrorizados a la lluvia de rocas que esta vez no sólo caía sobre el muro, sino que con la enorme potencia de las nuevas máquinas que había traído el enemigo, con frecuencia alcanzaba casas y edificios del centro mismo de la ciudad. El pánico se apoderaba de toda la población y el desánimo empezaba a reinar en sus corazones. No obstante, no estaba todo perdido. El muro occidental seguía resistiendo y los cartagineses no podían acercarse por otros lados por lo inaccesible y abrupto del terreno. Sacaron entonces su última arma de defensa: la faldrica. Una especie de catapulta diseñada para lanzar a mil pasos no rocas, sino jabalinas con puntas de hierro y lanzas incandescentes. La llevaron al sector occidental y desde detrás de los muros empezaron a arrojar jabalinas, modificando el tiro en función de las instrucciones que los observadores de las torres iban haciendo a partir de donde había caído el proyectil anterior. Centraron sus objetivos en los soldados cartagineses que manipulaban las catapultas y los temibles escorpiones. Los observadores escudriñaban el horizonte para determinar bien la dirección en que debía orientarse la falárica. Al atardecer su labor se hacía casi imposible por la luz del sol de poniente; los ojos les lloraban, pero aun así seguían en sus puestos con determinación, aun a riesgo de quemar la retina de sus ojos.
Aníbal se movía entre las máquinas de guerra animando sin descanso a sus hombres. Maharbal hacía lo mismo. De pronto una jabalina cayó a escasos metros de distancia ensartando el cuerpo de uno de sus soldados que cayó muerto en el acto. Estaban retirando el cuerpo cuando otra jabalina se precipitó desde el cielo sobre el escudo de un mercenario hispano. No había sido herido, pero de pronto la lanza prendió y tuvo que arrojar el escudo quedando desprotegido. Cada segundo caía una nueva jabalina o una lanza en llamas en la zona donde estaban las máquinas de guerra dejando heridos y cadáveres junto a las catapultas. Los oficiales cartagineses no daban crédito a lo que ocurría. Estaban demasiado lejos para que ningún defensor pudiera alcanzarlos con un proyectil. Aníbal escudriñó los muros y observó el cielo.
–Salen de dentro. Está claro que tienen alguna máquina que les permite lanzar esos proyectiles hasta tan lejos -comentó-; pero no podemos ceder ahora. Si ellos nos bombardean con lanzas, nosotros debemos redoblar el lanzamiento de piedras sobre el muro con las catapultas, ya que no alcanzan más, y sobre la misma población con los escorpiones.
Maharbal distribuyó las órdenes entre los oficiales. Los cartagineses continuaron el ataque protegiéndose con escudos, resguardándose como podían de las jabalinas. Intermitentemente un silbido en el aire anunciaba la inminente caída de un nuevo dardo mortal.
En la ciudad se seguían recibiendo andanadas de rocas, pero el ánimo crecía al saber, por los observadores de las torres, que ya no eran los únicos que sufrían desde el cielo. Cada soldado cartaginés ensartado por una jabalina de la falárica era celebrado con gritos de júbilo en la ciudad.
Ajustaron de nuevo la posición de la máquina. Trajeron otra jabalina. Tensaron las cuerdas y el mecanismo, esperaron las instrucciones desde las torres de observación y recibieron la indicación. Soltaron el mecanismo, las cuerdas cedieron lanzando con enorme potencia una nueva jabalina al aire. Ésta navegó por el cielo, cruzando por encima de las murallas de la ciudad, surcando el espacio entre la población y el emplazamiento de las máquinas de guerra cartaginesas; llegó el momento en que perdió fuerza y empezó su descenso; gobernada por el peso del hierro de su afilada punta empezó a caer, suavemente primero y luego en un picado mortífero, descendiendo y adquiriendo cada vez mayor velocidad, apuntando con su filo sobre los soldados cartagineses que se movían entre las catapultas y los escorpiones, ocupados en traer rocas y retirar heridos. La jabalina al final adquirió tal velocidad que su picado comenzó a generar un estridente silbido que anunciaba la llegada a su objetivo marcado por el destino. Aníbal se movía animando a sus guerreros para que no cejasen en sus esfuerzos; tenían que debilitar la moral de los defensores y sabía que el continuado bombardeo, sin ceder al miedo de las jabalinas mortales, era lo que se debía conseguir aquella mañana. Súbitamente escuchó un silbido en el aire, miró al cielo, pero ya era demasiado tarde y cuando quiso apartarse de la trayectoria del proyectil que se le venía encima no tuvo tiempo. La jabalina se abrió camino en la piel de su muslo izquierdo, desgarrando tendones, músculos y venas, penetrando con potencia y rapidez hasta asomar por el otro extremo. Aníbal cayó de rodillas. Sintió un dolor indescriptible que le atenazó el cuerpo y lanzó un aullido apagado de sufrimiento incontenible. No quería gritar ante sus soldados. De forma que se levantó de nuevo y con la lanza atravesada en el muslo, ordenó que se continuase con el lanzamiento de rocas con todas las máquinas de guerra.
–Maharbal -dijo Aníbal, engullendo con cada palabra el dolor de la herida abierta-, hazte cargo del ataque. No paréis en todo el día. No paréis.
Maharbal asintió. Un reguero de sangre corría por la pierna de Aníbal. Varios soldados fueron a socorrerle, pero el general cartaginés los apartó. Y allí, delante de todos, asió con las dos manos la jabalina que le atravesaba y, lanzando esta vez sí un enorme grito de dolor, la arrancó de su pierna y la arrojó al suelo. Perdió entonces el sentido y los soldados, siguiendo las instrucciones de Maharbal, cogieron el cuerpo desvanecido de su general y lo llevaron a su tienda.
Mientras los cartagineses retiraban a su líder herido escucharon cómo desde la población asediada llegaba el unánime grito de victoria emitido por todos los habitantes de aquella ciudad.
Tito Macio, ajeno a los acontecimientos que absorbían a la gran metrópoli romana, estaba preocupado por cosas más mundanas, como, por ejemplo, encontrar algo que comer aquel día. Hacía meses que había perdido no ya el orgullo, sino la dignidad y se arrastraba por la ciudad mendigando. Aquel día se acercó a los alrededores del foro. Había una reunión en el Senado y gran ir y venir de padres conscriptos. Era la hora ya en la que debían terminar los debates. Se arrodilló en una de las calles que daban acceso al foro y allí postrado aguardaba que la generosidad de alguno de los prohombres de la ciudad le solucionase el agudo dolor de estómago que estaba padeciendo y la gran debilidad que sentía ante la carencia de alimentos. Era ésta, no obstante, una actividad no exenta de ciertos riesgos. Muchos de los senadores de la ciudad caminaban escoltados por guardias o esclavos y, con frecuencia, ambas cosas a la vez, que los protegían de la chusma, sus ruegos y sus peticiones. Si alguien deseaba algo de un senador, lo mejor era acudir a casa de éste bien vestido uno de los días que tuviera designado para recibir a clientes en su domus y, luego, una vez allí, esperar tu turno en una larga cola de peticionarios que esperaban en el vestíbulo. Era conveniente acudir provisto de una buena bolsa de dinero con la que apoyar tu solicitud.
Tito veía grupos de senadores que, sin detenerse siquiera a mirarle, pasaban de largo. Viendo que su posición de sometimiento al estar de rodillas no conducía a ningún sitio y agotado por el esfuerzo bajo el sol de aquella mañana, que cada vez calentaba con más vigor, decidió acurrucarse en una esquina próxima guarnecido en la sombra de las paredes circundantes. Por la calle apareció entonces una comitiva de fornidos guardias armados con espadas y pila, como si se tratara de legionarios, algo que muchos de aquéllos habían sido en un pasado no muy lejano. Los guardias iban despejando el camino para asegurarse de que su protegido, su amo y quien les pagaba bien, no fuera importunado por ningún molesto viandante o, como observaron en aquel instante, por algún mendigo furtivo y sucio.
Al llegar a la altura de Tito, dos de los guardias le pegaron un par de patadas en las costillas. Tito, sorprendido por la enorme agresividad, se acurrucó aún más si cabe en la esquina, mientras aullaba de dolor. Los guardias volvieron a pegarle más patadas.
–¡Fuera de aquí! ¡Fuera del camino del senador Quinto Fabio Máximo! ¡Fuera de aquí, perro!
Tito dio un respingo para salir de aquella esquina y, gateando como si realmente de un perro se tratase, se arrastró por una bocacalle para quedar fuera del camino donde su presencia resultaba tan molesta. Los guardias le dejaron en paz y se reincorporaron a la comitiva que había llegado ya adonde se encontraban. Tito, desde una distancia más segura, con las manos en su pecho, encogido por el sufrimiento de los golpes, observó la figura del senador Fabio Máximo ascendiendo por la calle de regreso hacia su villa en las afueras de la ciudad, rodeado de sus fieles servidores. Se le veía satisfecho, orgulloso de sí mismo: acababa de ser elegido miembro de la embajada que viajaría a Cartago para negociar sobre Sagunto. En su cabeza, el viejo senador ya ideaba el plan a seguir. Se sintió molesto porque su marcha se vio ligeramente detenida por la absurda e inoportuna aparición de algún miserable mendigo. Fabio sonrió para sus adentros. Pronto incluso estos mendigos serían de utilidad para el Estado. Haría falta mucha carnaza que ocupase la posición de infantería ligera en las legiones que pronto habrían de constituirse.
El asedio de Sagunto pareció estar detenido unas horas. Aníbal yacía inconsciente en su tienda. Los médicos aplicaban cataplasmas con manzanilla y arcilla en las heridas. Habían conseguido detener la hemorragia y le habían cosido la herida que la jabalina había abierto en la piel de su general. Las fiebres, sin embargo, atenazaban al cartaginés.
Maharbal esperaba a su lado. No había respuesta de su líder, pero no lo dudó. Salió de la tienda y ordenó proseguir con el ataque: las catapultas y los escorpiones volvieron a arrojar enormes proyectiles sobre la ciudad y se lanzaron varios ataques de soldados con picas para volver, aunque infructuosamente, a acceder a los muros. Maharbal sabía que no se iba a conseguir mucho en esos ataques, pero su objetivo era mantener a los defensores de la ciudad ocupados e ir mermando sus fuerzas y su voluntad. Quería que comprendieran que ni siquiera las heridas de su general iban a hacer desistir a los cartagineses en su voluntad de rendir aquella fortaleza.
Pasaron semanas de ataques y bombardeo sin descanso. Una mañana Aníbal salió por su propio pie de la tienda y habló con Maharbal. Éste escuchó atento las instrucciones de su general. Aníbal regresó a su tienda y siguió recuperándose. Mientras, en el exterior, siguiendo las órdenes de Maharbal, centenares de cartagineses se afanaron en cortar árboles y empezar a construir un gran andamio de madera de varios pisos, pero con una peculiaridad: en la base habían incorporado una serie de gigantescas ruedas de madera reforzadas con hierro en sus bordes y en el centro.
Cuando Aníbal salió por fin restablecido de su herida, Maharbal le recibió con la más alta torre de asedio que los púnicos habían construido jamás: alcanzaba los treinta metros de altura y disponía de tres pisos con catapultas en cada uno. Desde las torres de la ciudad los saguntinos habían asistido impotentes a la construcción de aquel gigante de asedio. Temerosos ante lo que se les venía encima habían redoblado sus esfuerzos de reconstrucción de todas las partes dañadas de la muralla.
Una fría mañana de otoño, tras varios meses de asedio, Aníbal dio la orden final. La enorme y pesada torre, arrastrada por elefantes, empezó su tedioso y lento ascenso por la pendiente que daba acceso al sector occidental de la muralla.
Estaban reunidos Cneo y Publio Escipión, Pomponia y los dos hijos de la pareja, el joven Publio y Lucio en el jardín de su casa. Pomponia había ordenado que dispusieran cinco triclinium junto a la fuente ya que el tiempo era agradable y la brisa fresca invitaba a estar al aire libre.
–Este Fabio me desconcierta -dijo Publio.
–Pues a mí no especialmente -Cneo parecía ver las cosas con más claridad-. Se opone a la guerra y ya está. Está haciendo todo lo posible por dilatar nuestro enfrentamiento con Cartago, algo que es inevitable.
–Exacto -dijo Publio-, eso es lo que hace, dilatar, retrasar nuestra intervención para ayudar a Sagunto, pero eso sólo va a conducir a la caída de la ciudad. La gente no querrá entonces que dejemos pasar esa afrenta, una ciudad amiga de Roma arrasada por los cartagineses. Será la guerra general, en lugar de haber acudido a socorrer a una ciudad concreta en un momento concreto. Y ese enorme interés suyo por formar parte de la delegación que hemos enviado a Cartago para negociar la paz o declarar la guerra…
–Es uno de los senadores más influyentes y ha sido dos veces cónsul, es razonable que la gente confíe en él una misión tan delicada -respondió Cneo.
–¿Quién va a ir a Cartago? – preguntó Pomponia.
–Pues… -Publio hizo memoria-, Fabio Máximo y… Marco Livio, Emilio Paulo, Cayo Licinio y Quinto Baebio… Sí, esos cinco van para allá. Pero Fabio es el que lleva la voz cantante. Ya se asegurará de controlar la embajada.
Un esclavo llegó con una mesa y otro dispuso fruta y trozos de cerdo asado sobre la misma.
–Y… -se aventuró a preguntar el joven Publio-, ¿es tan peligroso entrar en guerra contra Cartago? Ya los derrotamos hace años. ¿Por qué ha de ser distinto ahora?
–Los hay que temen -empezó Cneo- que los cartagineses se hayan recuperado en estos años y que hayan constituido un poderoso ejército forjado en la lucha en Hispania. Pocos lo reconocen, pero ése es el temor que hay, ¿me equivoco, hermano?
Publio padre asintió. En su mente la duda pesaba mucho: ¿adónde conduciría una guerra con Cartago?
–Creo -empezó entonces Publio padre- que la guerra ya está declarada.
Todos le miraron. Se explicó.
–Por mucho que Fabio Máximo se llene la boca con la paz, llevaba la guerra escrita en sus ojos, pero no una guerra por salvar Sagunto, una guerra más allá de aquella ciudad, una guerra cuyo fin no alcanzo a divisar y… y eso me preocupa.
Se hizo el silencio. El joven Publio y Lucio se estiraron para coger sendas piezas de fruta, dos ciruelas.
–Si sigues así vas a asustar a tus hijos -comentó Pomponia.
–Bueno -dijo Cneo-, sea como sea no parecen haber perdido el apetito.
El joven Publio y su hermano Lucio se habían metido la ciruela entera en la boca y ambos se esforzaban por ver quién se la comía antes.
–Ya veo -comentó su padre, y mirándolos se dirigió a su hermano-. Creo Cneo, que es hora de que estos dos dupliquen sus esfuerzos de adiestramiento. A partir de ahora los puedes entrenar en el combate mañana y tarde.
Los dos jóvenes se atragantaron y se tragaron las dos ciruelas, incluidos los huesos. Cneo sonrió satisfecho y Pomponia, para su sorpresa y su satisfacción, no planteó ninguna queja. Tanto ella como su marido empezaban a divisar un futuro no demasiado lejano donde quizá lo más valioso que pudieran poseer sus hijos fueran las enseñanzas de Cneo en el combate. A su padre, no obstante, le quedaba la duda de si las lecciones de griego, literatura y estrategia del pedagogo que había educado a sus hijos servirían también para algo. Educar a un hijo, pensó, era lo más difícil a lo que nunca jamás se había enfrentado. Puede que uno no arriesgara la vida en el proceso de enseñar a un hijo, como ocurría en el campo de batalla, pero sin duda era donde más horas de sueño se le habían escapado. En aquel momento el senador no supo anticipar hasta qué punto su propia vida dependía ya de la de su propio primogénito.
Desde la torre móvil las catapultas se pusieron en marcha a un tiempo. Las andanadas de rocas proyectadas a gran velocidad impactaron sobre la muralla destrozándolo todo a su paso. Las cargaron de nuevo. Los saguntinos se afanaron con rapidez en traer piedras y arcilla con las que reparar, en lo posible, algunos de los destrozos. La torre siguió avanzando. Una segunda andanada de las catapultas barrió a los defensores que se habían reincorporado a la muralla. Los saguntinos abandonaron las tareas de defensa y se lanzaron a las de ataque: cargaron la falárica y empezaron su lanzamiento intermitente de jabalinas apuntando a los hombres de la torre móvil. Una nueva andanada de las catapultas se concentró en la elevada torre de observación de los saguntinos. Las paredes de la misma se agrietaron por el impacto de varias rocas a la vez. Los saguntinos oyeron entonces un ensordecedor crujido y ante sus ojos su torre fortificada se desmoronó ahogando en el fragor del derrumbamiento los gritos de los soldados de su interior. La torre móvil siguió avanzando. Los lanzadores de la falárica tuvieron que disparar sin disponer ya de la información que les daban desde la torre de la muralla. Nuevas andanadas consecutivas desde la torre de asedio acabaron con la ya debilitada estructura del muro occidental que se vino abajo con enorme estrépito. Aníbal ordenó entonces que sus soldados entrasen en la ciudad.
Los saguntinos, aun así, presentaron una inusitada resistencia. Luchaban más allá de toda esperanza. No era un combate por sobrevivir, sino tan sólo por retrasar la llegada de su muerte. El fin estaba cerca y cada defensor buscaba la forma más digna de morir. Algunos de los nobles de la ciudad levantaron con ayuda de sus sirvientes una gran pira en el centro de la plaza principal a la que prendieron fuego y a ella arrojaron gran parte de su oro y plata y otros objetos de valor. Finalmente, en un arranque de absoluta desesperación, muchos de ellos se lanzaron al fuego mismo para ser devorados por las llamas antes que caer bajo las espadas de los cartagineses que entraban en la ciudad. Sin embargo, en aquel momento, la entrada de los cartagineses fue detenida por la tenacidad de los defensores que, seguros ya de su muerte, no dudaban en hacer padecer a los atacantes el mayor sufrimiento posible antes de rendir su ciudad. Así, después de unas horas de incansable lucha entre las ruinas de la muralla, los cartagineses consiguieron penetrar hasta un altozano del sector oeste en el que se hicieron fuertes, pero los saguntinos a su vez levantaron barricadas en una muralla interior en la que se apostaron dispuestos a librar la lucha cuerpo a cuerpo hasta el final.
Aníbal ascendía por la colina examinando con orgullo la enormidad de la torre móvil que, finalmente, les había abierto el paso a la victoria. Fue en ese momento cuando decidió dar la estocada final a aquel asedio, un poco cansado ya por el largo esfuerzo de aquella lucha que aún se preveía larga por la resistencia sin fin de los defensores. El general cartaginés escaló sobre un montículo de escombros de la muralla y desde allí, a voz en grito, hizo saber a todos sus soldados que el botín que se consiguiese en el saqueo de la fortaleza sería para el ejército victorioso.
No tuvo que hacer más. Al bajar de aquel montículo el destino final de Sagunto había quedado sentenciado. Aníbal observó en el rostro de sus hombres cómo la codicia era capaz de renovar las fuerzas de la tropa más allá del cansancio o del miedo. La caída de Sagunto era cuestión de horas. En ese momento un emisario que llegó al galope se hizo escuchar por encima del fragor de la lucha.
–¡Mi general, mi general! ¡Tenemos un problema con los carpetanos!
–¡Bien, soldado, desmonta! – y bajando la voz-, y si es posible entrégame el mensaje a mí, no hace falta que lo pregones a los cuatro vientos.
–Perdón, mi general.
Los carpetanos se habían levantado oponiéndose a la política que los cartagineses habían llevado en los últimos meses para reclutar entre aquellos iberos infinidad de guerreros que incorporar a las filas del ejército púnico. Aquél era uno de los precios que Aníbal había obligado tras imponerse a aquel pueblo en la batalla del Tajo.
Curioso, pensó Aníbal. Había concluido que después de la atroz derrota que los carpetanos habían sufrido en el Tajo no tendrían ya ganas de levantarse en armas contra él. Aquello no podía dejarlo pasar. Se dirigió a Maharbal.
–Manten las posiciones. Si puedes tomar la ciudad bien, y si no limítate a mantener las posiciones. Volveré en unos días. Me llevo parte de nuestras tropas africanas. Voy a terminar con este asunto de los carpetanos de una vez para siempre.
Con determinación Aníbal fue descendiendo lentamente sin aún haber pisado la ciudad de Sagunto.
No se habían adentrado apenas en el territorio de los carpetanos cuando una comitiva de aquel pueblo ibero salió a recibir a Aníbal. Éste avanzaba con veinte mil soldados africanos dispuesto a terminar con aquel amago de rebelión. La comitiva llegó junto a Aníbal.
–¡Que los dioses te guarden, Aníbal!
El cartaginés no respondió enseguida. El silencio se hizo pesado en el rostro de los iberos que veían atemorizados la determinación en la faz del cartaginés y aquella determinación subrayada por el gran ejército que lo acompañaba.
–Creo -empezó uno de los iberos- que ha habido un malentendido.
–¿Un malentendido? – inquirió Aníbal.
–Bien -el carpetano tragó saliva-, quiero decir, que sólo teníamos algunas diferencias que plantear sobre las nuevas levas de guerreros que ordenasteis… en fin, no hace falta venir con un ejército para… hablar de esto… en fin… creo – Aníbal tenía prisa.
–He interrumpido un asedio de varios meses por este malentendido. Mis órdenes son específicas: quiero los soldados que necesito y no admito discusión. Si no los rehenes que tenemos en Qart Hadasht morirán al amanecer y mi ejército se ocupará de que no tengáis muchos días para llorarlos ya que estaréis más ocupados en implorar por vuestra propia vida. No sé si me explico con suficiente claridad.
Los iberos no habían esperado una reacción tan radical por parte de Aníbal, pero comprendieron con precisión que no había mucho margen para la negociación.
–Sí, entendemos. Las levas se llevarán a cabo como deseáis.
–Bien -dijo Aníbal y, antes de dar por concluido el encuentro, añadió un mensaje final-, y sólo una cosa más: hoy acepto que ha habido un malentendido; pero ya no consideraré nunca más esa posibilidad. La próxima vez asumiré que he dado una orden y os negáis a cumplirla.
Aníbal dio media vuelta y con él su ejército africano fue replegándose en dirección a Sagunto.
Los carpetanos se quedaron quietos, rodeados por la polvareda que los caballos cartagineses levantaban, rumiando con tristeza su imposibilidad de oponerse a las órdenes recibidas.
Aníbal ascendió por la ladera occidental que conducía a las murallas de Sagunto. La ciudad estaba en llamas. Se oían gritos de sus habitantes, corriendo despavoridos para zafarse de los cartagineses que habían tomado la ciudad. Una vez en la acrópolis ibérica, Aníbal identificó enseguida el olor de la carne quemada. Centenares de saguntinos se habían inmolado antes que rendirse. El resto huía o seguía luchando. Ocho meses de asedio. Ocho meses de resistencia más allá de toda esperanza. Si al final del primer o segundo mes le hubieran propuesto algún tipo de pacto, él lo habría aceptado. Ocho meses. Aníbal nunca había visto tanta decisión en mantener un acuerdo. Los saguntinos podrían haberse pasado al bando cartaginés y se podría haber negociado un acuerdo razonable para ambas partes. Al cabo de cuatro meses aquel asedio ya era algo personal para él. Una cuestión de puro amor propio. Tenía que enviar la señal clara e inconfundible al resto de los pueblos de Iberia sobre quién era la nueva potencia dominante en todo aquel vasto territorio, aunque para ello tuviera que destruir la cultura y la ciudad más merecedoras de su admiración. Los carpetanos, los vacceos, los edetanos y tantos otros pueblos con los que había llegado a diferentes acuerdos y que ahora poblaban su ejército con multitud de mercenarios, eran gente inconstante y de cambiante lealtad. Sin embargo, los saguntinos se habían mostrado incorruptibles, inflexibles, intrépidos. Por eso los admiraba más que a ningún otro pueblo de Iberia. Por eso tuvo que destruirlos por completo. No se sentía orgulloso. El olor, los gritos, las heridas de su cuerpo aún no bien cicatrizadas le hicieron sentirse mal. Aníbal se detuvo y se sentó sobre unas piedras que antes habían constituido parte de la muralla occidental de Sagunto. Se había mareado. Se dobló y vomitó. Sus hombres mantuvieron una distancia prudente ya que el general no pedía ayuda. Sabían que aún estaba débil por las heridas que arrastraba, pero nadie se acercaría a no ser que él lo solicitase. Aníbal se incorporó y sus hombres se relajaron. Era asco lo que sentía, pero ya no había vuelta atrás. Todo estaba ya en marcha. Sólo desde el horror conseguiría poner en movimiento las fuerzas necesarias para cambiar el curso de la historia.
Los trabajos de adiestramiento militar se habían intensificado notablemente desde que el padre de Publio y Lucio diera mano libre a su tío Cneo para que los instruyera tanto por la mañana como por las tardes. Cneo estableció un horario muy exigente. Los jóvenes, de dieciséis y catorce años de edad, se tenían que levantar al alba, desayunar fuerte y salir con Cneo, que los esperaba en el atrio de su casa, para el campo de entrenamiento. Por la mañana corrían, hacían ejercicios y practicaban con las armas de lucha cuerpo a cuerpo: la espada y las lanzas largas de los triari. También combatían contra su tío, que siempre empezaba atacando, luego aflojaba para permitirles a ellos que le atacaran y terminaba siempre reanudando su ataque con poderosos y rápidos golpes de espada que empujaban a sus sobrinos a retroceder y, en muchos casos, a caer. Por las tardes, Cneo se centraba en desarrollar la destreza de los muchachos sobre un caballo: cabalgaban al paso, luego al trote y por fin, esto es, sin duda, lo que más disfrutaban los jóvenes, al galope. La tarde terminaba con luchas a caballo. Cneo les pedía que intentasen derribarle en una maniobra de ataque cabalgando al trote. Para estas prácticas finales su tío había decidido recuperar las espadas de madera, ya que sobre el caballo sus sobrinos no tenían el mismo control que pie a tierra.
Aquella tarde empezó Lucio el avance sobre su tío. Espoleó al caballo con sus talones y éste arrancó con fuerza. Cneo le salió al paso y, en lugar de lanzar un golpe para protegerse con el escudo, se limitó a tirar de la rienda del caballo en el último momento desviándose de la trayectoria que su sobrino pequeño tenía diseñada para su golpe. El joven perdió el equilibrio al no encontrar la oposición esperada en la que había volcado toda su fuerza y cayó al suelo, al tiempo que veía cómo su montura se alejaba a galope tendido. Su tío se acercó con rapidez.
–¿Estás bien?
Lucio se había sentado sobre la hierba que cubría el prado en el que practicaban. Le dolía el trasero y un poco la cabeza, pero estaba bien. Asintió con la cabeza.
–Bien -dijo Cneo-, pues ve a por tu caballo y ve veloz porque me parece que tienes una buena caminata.
En la distancia, a unos quinientos o seiscientos pasos, se veía al caballo de Lucio que por fin se había detenido para pastar con sosiego ajeno a los sufrimientos de su jinete caído. El joven se levantó y se puso en camino dispuesto a recuperar su montura. Caminaba despacio masajeándose con una mano el final de la espalda y con la otra palpándose la frente. No sintió sangre. Respiró más tranquilo.
–Bueno -comentó Cneo dirigiéndose a su sobrino mayor-, ahora te toca a ti. Cuando quieras.
Publio escuchó la instrucción, pero no se movió de su sitio.
–He dicho que cuando quieras, Publio -insistió su tío-. ¡Vamos, adelante!
Sin embargo, Publio permaneció sobre su caballo, quieto, sin mover un ápice su cuerpo.
–¿Tienes miedo? – su tío le preguntaba nervioso-. Si tienes miedo, tienes que superarlo. Ya has visto que a tu hermano no le ha pasado nada, pero tienes que intentarlo, tienes que intentar derribarme.
Publio calló unos segundos, pero al fin respondió con fuerza.
–No, no tengo miedo, pero no voy a atacar. Ataca tú cuando quieras.
Cneo se quedó sorprendido por el desparpajo de su sobrino, aunque se alegró de que aquella reacción no pareciera tener relación con el miedo. Algo tramaba Publio. Estaban los dos sobre sus caballos, enfrentados, a una distancia de unos cincuenta pasos. Había espacio suficiente para una arrancada rápida de un caballo que, bien dirigido por un jinete diestro, pudiera conducirle a derribar con un fuerte golpe a su rival.
–Ésa es una respuesta bastante impertinente -se mofó su tío-, puede que ese tono te valga con las mejores fulanas de la ciudad, gracias en gran medida a la generosidad de mi bolsillo, pero no confundas mi aprecio por ti con complacencia. Si no acatas mi orden y me atacas, no tendré condescendencia contigo, sobrino, y te advierto que te arrepentirás durante largo tiempo. – Pero Publio permanecía inmóvil-. Te lo advierto por última vez, y me da igual si luego tu madre no me habla el resto de su vida. Si no atacas, voy a ir a por ti y te voy a romper algún hueso.
–Muchas palabras, tío. Aquí te espero.
Lucio llegó en ese momento de vuelta sobre su caballo para ser testigo de cómo su tío Cneo se ponía rojo por el creciente enfado ante la osadía de su sobrino mayor. Escupió entonces en el suelo, espoleó a su caballo y con violencia levantó la espada de madera y se lanzó sobre el joven Publio. Lucio, que observaba la escena atónito pues no daba crédito a la actitud de su hermano mayor, sacudía la cabeza. No un hueso, sino todos eran los que Cneo le iba a romper a su hermano mayor, pero ya era tarde para intervenir.
Cneo avanzaba con su caballo hasta estar a treinta, veinte, diez pasos de su sobrino cuando éste espoleó a su montura al tiempo que con las riendas dirigía al caballo hacia un lado. Su enorme tío pasó como una centella y el gran volumen de su cuerpo acompañado del caballo generaron una ráfaga de aire. La espada de madera pasó apenas a unos centímetros del rostro de Publio, pero no llegó a tocarle. Cneo entonces quedó ligeramente desequilibrado pero su gran experiencia en el combate le hizo restablecerse sobre la montura con rapidez al tiempo que tiraba de las riendas para detener el brío de su caballo y poder así iniciar el giro para arremeter de nuevo contra su sobrino, pero ocupado en detener a su propio caballo y confiado en su destreza y superioridad en la lucha, no prestó mayor atención a los ágiles movimientos que Publio estaba ejecutando: el joven, nada más pasar su tío a su lado, hizo que su caballo girase sobre sí mismo y le siguiera de forma que mientras Cneo tiraba de las riendas de su montura no vio cómo por su espalda su sobrino se acercó y, dejando por un instante las riendas de su caballo sueltas, asió la espada con las dos manos y con todas las fuerzas que pudo reunir concentró un poderoso golpe sobre el hombro de su tío que aún permanecía de espaldas sin ver lo que se le venía encima. El impacto fue seco, fuerte y rotundo. Cneo sintió como si le embistieran por su lado izquierdo, como si un toro le acabara de dar alcance y entre desprevenido, sorprendido y que aún pugnaba por reinstaurar su equilibrio sobre la montura después de su primer golpe fallido, en lugar de encontrar el centro de la montura, se vino a un lado, al tiempo que el caballo de su sobrino, falto de dirección al venir suelto sin nadie que gobernase las riendas, chocó con el de su tío de modo que éste también se espantó por el encuentro inesperado, relinchó y se irguió alzando sus patas delanteras, y lo que ni el golpe fallido de Cneo ni el certero impacto por sorpresa de su sobrino habían conseguido, lo logró la propia bestia: Cneo, todavía dolido por el golpe y sin el equilibrio recuperado vio cómo su caballo le echaba hacia atrás con toda su enorme potencia de forma que en un segundo se vio cayendo sobre el suelo, derribado, abatido. El caballo de Cneo, pese a todo bien adiestrado, en lugar de alejarse, se detuvo apenas a unos pasos de su jinete, mientras que Publio refrenó el suyo a unos veinte pasos de su tío. Cneo se levantó del suelo, se sacudió la hierba que se le había pegado a la piel sudorosa y empezó a meditar su reacción. Si su sobrino le hubiera acometido con una espada de verdad, su herida habría sido mortal de necesidad. Aquel jovenzuelo le había dado una lección de humildad.
–¡Bueno -empezó-, me has derribado! ¡Ya tenía yo ganas de que alguno de los dos me derrotase en algún lance! ¡Creo, sobrino, que estás listo para el combate! Y tú, Lucio, no dudes en que pronto lo estarás, pronto lo estarás. Bien, ahora recojamos todo y nos volvemos para casa. ¡Ah, y una cosa, esto que quede entre nosotros! Yo no le he contado a vuestro padre las infinitas veces que os he derribado así que no es necesario que ahora vayáis corriendo a contarle el episodio de esta tarde, ¿está claro?
Los dos jóvenes hermanos se miraron, sonrieron y asintieron.
Llegaron a casa y Publio y Lucio desaparecieron en busca de la cocina; no podían esperar a que su madre diera todas las instrucciones necesarias para organizar la cena. Dejaron a su tío a solas en el atrio de la casa, aunque enseguida salió su hermano Publio a recibirle.
–¿Sabes lo que ha ocurrido esta tarde? – fue la pregunta con la que Cneo abrió la conversación.
Publio negó lentamente con la cabeza; temía algo malo, pero al entrar había alcanzado a ver la fugaz sombra de sus hijos corriendo resueltamente hacia la cocina y parecían enteros. Su rostro delataba confusión.
–Tu hijo mayor me ha derribado del caballo.
Publio Cornelio permaneció de pie, en silencio, contemplando los dos metros de hermano que tenía ante sí. Cneo amplió su comentario.
–Primero evitó mi golpe con agilidad y mientras yo recuperaba el equilibrio en el caballo me sorprendió por detrás con un golpe certero y fuerte, muy fuerte. No me pude mantener en el caballo y caí, bueno, tu hijo me derribó.
Publio Cornelio Escipión no daba crédito a sus oídos. Pomponia había entrado también en el atrio y escuchó las últimas palabras de su cuñado con la boca abierta.
–Cneo, esto te lo estás inventando para que me sienta orgulloso de mi hijo o estás de broma. Si es broma, no tiene gracia.
–No, la formación de tu hijo nunca me la he tomado a broma. Tu hijo me derribó.
–Comprendo -Publio empezaba a asimilar la información.
–Es rápido, es fuerte y piensa por sí mismo. Está preparado. Si fuera a entrar en el campo de batalla, no me importaría entrar en combate junto a él. Sé que el flanco por el que Publio cabalgase no debería preocuparme, pero -cambiando con rapidez de tema y llevándose una mano al estómago-, ahora lo que me gustaría saber es si esos dos devoradores nos van a dejar algo para cenar.
Pomponia salió del atrio sin decir nada; al igual que su marido, iba asimilando la información; fue a la cocina a poner orden en su casa. Los dos hermanos se quedaron solos. Publio aprovechó el momento de intimidad para una última pregunta.
–Y…, ¿y sabe mi hijo que es la única persona que te ha derribado y que permanece viva para contarlo?
Cneo sonrió.
–Bueno -dijo-, es sangre de mi sangre. Te parecerá tonto, pero me siento un poco como si yo mismo me hubiese derribado -y concluyó-, será un gran soldado. Sólo espero poder vivir lo suficiente para verlo.
Quinto Fabio Máximo, cónsul de Roma en el 233 y 228, esperaba en el vestíbulo del Senado de Cartago. Le acompañaban Marco Livio Salinator y Lucio Emilio Paulo, los cónsules de aquel año. A Fabio le habría gustado deshacerse de la incómoda compañía de Emilio Paulo, el pater familias de aquella molesta poderosa familia romana, pero en su actual condición de cónsul era del todo imposible negarse a su inclusión en la comitiva de emisarios a Cartago. Cerraban el grupo de enviados los senadores Cayo Licinio Varo, cónsul del 236, y Quinto Bebió Tánfilo, que aunque no había sido cónsul, había formado parte de otras embajadas a Cartago.
Durante el viaje en barco rumbo a África, Quinto Fabio Máximo ya dejó claro que él, en calidad de dos veces cónsul y senador de mayor edad, era quien debía actuar como portavoz. Emilio Paulo le miró fijamente durante unos segundos mientras el resto permanecía en silencio. Estaban en la cubierta de una quinquerreme con un poderoso viento del norte que los empujaba hacia su destino. Emilio Paulo al fin, sin abrir la boca, se limitó a asentir con la cabeza. Fabio Máximo ya se había esforzado en desprestigiar su gestión con duras críticas a las cuentas del Estado durante aquel mandato consular, insinuando que era la familia Emilio-Paula la beneficiaría. Eran invenciones sin demostrar, pero el prestigio de Emilio Paulo estaba en cuestión, de forma que éste sabía que no contaría con los apoyos del resto de los senadores para oponerse a la portavocía de Fabio Máximo, que, hábilmente, como siempre, había sabido defenderla sobre dos datos objetivos: edad y mayor número de consulados.
Emilio Paulo se alejó del resto del grupo y dejó que el aire fresco del mar despejase sus pensamientos. Sus intentos, no obstante, fueron en vano: una sensación de pesar le invadía el alma. Presentía que aquel viaje era el último que haría ya lejos de Roma. No sabía bien por qué, pero de algún modo su destino se estaba fraguando en aquella embajada y no intuía que fuera positivo para su familia. Pensó sobre todo en su joven hija Emilia, apenas una niña que había pasado a mujer a sus catorce años. Su dulce beso en la mejilla al despedirse, la sonrisa al desearle buen viaje y aquella tibia lágrima deslizándose por su rostro mientras le despedía desde la distancia. Tras la muerte de su madre, Emilia era la luz que iluminaba la vida del viejo senador. La familia la protegería si le pasaba algo, pero quién podría defenderla de los ataques de Fabio Máximo. Si él desaparecía, toda la familia corría peligro. Sólo los dioses sabían hasta dónde deseaba llegar Fabio Máximo en su interés por la limpieza del Estado, como lo llamaba él: eliminar a todo lo no romano y, con ello, a todos los romanos que se interesaban por culturas de otros países, especialmente la griega.
El viento dejó de soplar de golpe. Emilio Paulo se giró hacia el norte. El barco fue frenando su marcha. Los oficiales daban orden para que los remeros suplieran con un esfuerzo adicional la falta de viento.
Los soldados cartagineses que escoltaban a la comitiva de embajadores romanos se detuvieron frente a la gran puerta de bronce que daba acceso al Senado de Cartago. Los senadores romanos aguardaron con calma primero, pero a medida que pasaban los minutos y no había señal alguna de que la inmensa puerta fuera a abrirse, empezaron a sentirse incómodos.
–¡Esto es inaceptable! – comentó en voz alta Fabio Máximo. Quinto Bebió, que ya había participado en anteriores embajadas, pensó en recordar al viejo senador que ya les había comentado que era frecuente que se hiciera esperar a las embajadas de Roma, quizá para humillar o quizá para demostrar que no tenían ningún miedo a los enviados ni a sus mensajes, pero se lo pensó dos veces y prefirió mantenerse en silencio.
Emilio Paulo veía en la actitud de Fabio Máximo el inicio de la confirmación de sus peores presentimientos, pero no podía hacer nada sino tomar buena nota de lo que allí ocurriese y luego reunirse con su familia y los Escipiones para decidir qué hacer a partir de aquel momento.
Las enormes puertas de bronce al fin se abrieron, y los embajadores romanos siguieron a los soldados que los escoltaron hasta el centro de un gran semicírculo rodeado de gradas de mármol repletas de senadores cartagineses. La gran sala, culminada por una amplia bóveda, si bien no tan grande como la de Roma, resultaba impactante para los enviados romanos, habida cuenta de que los rostros de los que los rodeaban eran abiertamente agresivos, enfurecidos contra los embajadores aun antes de que éstos hubieran empezado a hablar. Emilio Paulo entendió en aquel instante que aquél era un lugar para ejercer la máxima diplomacia si se quería conseguir algún tipo de acuerdo. Miró a Fabio Máximo, que se había situado justo en el centro del semicírculo, ligeramente adelantado a los demás enviados romanos, encarando a los dos sufetes de Cartago, la autoridad máxima de la ciudad con rango equivalente al de un cónsul de Roma. La faz de Fabio Máximo no destilaba precisamente un anuncio de negociación o flexibilidad, sino que ante la orgullosa mirada de los senadores cartagineses, el dos veces ex cónsul respondía con un porte que sus adeptos en Roma definirían como digno, y que para Emilio Paulo resultaba demasiado próximo a la arrogancia para el lugar en el que se encontraban.
–Hasta aquí hemos llegado -empezó Fabio Máximo en latín, sin esperar a que alguno de los sufetes le concediera la palabra como era preceptivo al ser miembro de una embajada extranjera en aquel país-, para que se nos den explicaciones sobre las actuaciones de Aníbal Barcal, general a vuestras órdenes, en la ciudad de Sagunto en Hispania, ciudad aliada de Roma y bajo nuestra protección.
Los sufetes, al igual que una gran mayoría de los senadores de Cartago, entendían el suficiente latín como para comprender la sustancia de lo dicho por Fabio Máximo, pero esperaron a que el joven intérprete que tenían sentado a sus espaldas terminase de traducir con la mayor fidelidad y precisión posible los términos del embajador romano.
–La pregunta es -continuó Fabio Máximo mirando a las gradas de senadores cartagineses- si Aníbal Barca actúa bajo vuestras órdenes expresas o si actúa por cuenta propia; sólo en este último caso Roma podría entrar en algún tipo de negociación que nos reportase la suficiente compensación como para dejar…
Le interrumpió el sufete de mayor edad, un hombre delgado, de unos sesenta años, de labios finos, con pelo cano y barba blanca que se levantó al tiempo que interrumpía a Fabio Máximo.
–Creo -dijo- que tratas de asuntos que no competen a un embajador extranjero. Si un general a nuestro mando actúa siguiendo nuestras órdenes o su propio criterio es algo que sólo nos interesa debatir a nosotros y en función de lo que decidamos aquí, entre nosotros, se actuará. No voy a discutir con un extranjero sobre si un general cartaginés cumple o deja de cumplir el mandato de este Senado. La cuestión es, ya que mencionáis Sagunto y parece que por esa ciudad os encontráis aquí, la cuestión es que tenemos un tratado firmado con Roma donde claramente se establece el río Ebro como frontera natural entre nuestros dominios y los vuestros, y que Sagunto se encuentra en nuestra región. Esa ciudad se sublevó contra nuestro poder y nuestro ejército ha respondido en consecuencia. Lo que les ha sobrevenido a los saguntinos ellos mismos lo han provocado al desatar nuestra ira.
Fabio Máximo no estaba acostumbrado a ser interrumpido. En el Senado de Roma nadie osaba hablar mientras él tenía la palabra en los últimos veinte años, de modo que la abrupta interrupción del sufete le había cogido por sorpresa. Tragó saliva para contener su ira mientras escuchaba las palabras del sufete que, como forma expresa para herirle, había elegido el griego como lengua para expresar su respuesta. Fabio, pese a su conocida furia contra todo lo griego, dominaba la lengua lo suficiente como para entender lo que se le decía, al igual que el resto de los embajadores.
Cuando el sufete terminó su parlamento volvió a sentarse, despacio, teniendo cuidado de no doblar su toga en exceso al tomar asiento. Muchos senadores cartagineses asentían en silencio tras sus palabras. Fabio, no obstante, no se sintió intimidado y volvió a la carga.
–Sagunto era, es aliada de Roma y en el tratado se establece que se deben respetar los aliados de ambos.
–Sagunto -respondió nuevamente el mayor de los sufetes sin esperar a la traducción del intérprete- no estaba mencionada expresamente en el tratado ni era aliada de Roma cuando se llegó a aquel acuerdo. Las amistades que esa ciudad ha cultivado con posterioridad al tratado, teniendo en cuenta su ubicación en nuestros dominios, no hacen sino darme más la razón: los saguntinos jugaron a provocar a quien debían obediencia y ése es un juego que ahora están aprendiendo cuan caro puede resultar. La soberbia y el orgullo son malas consejeras.
La última frase, pensó Emilio Paulo, parecía ir con doble destinatario: el sufete parecía aludir directamente a los saguntinos al tiempo que indirectamente estaba avisando a Fabio Máximo. Este último tomó de nuevo la palabra.
–¿Hemos de entender entonces que no hay posible marcha atrás ni disculpas ni compensaciones a recibir por los saguntinos y por Roma por lo que está ocurriendo? Porque, si es así, si esta…
El sufete volvió a alzarse de su asiento y esta vez gritó su respuesta con inusitado volumen, retumbando su voz en toda la gran sala, hasta crear eco de forma que sus palabras sonaron una y otra vez en las cabezas de los embajadores romanos.
–¡Dejad ya de hablar de Sagunto y parid ya de una vez lo que vuestra intención lleva largo tiempo gestando! [Literal de Tito Livio, XXI, 18, 13, según la traducción recogida en Cabrero (2000), pág. 37.]
Y se mantuvo en pie, desafiante, esperando la respuesta de Fabio Máximo. Éste, en lugar de bajar el tono de su argumentación, dio un paso al frente y anunció sin elevar la voz pero con gran claridad en la expresión.
–Vengo dispuesto a ofreceros tanto la guerra como la paz; de vosotros mismos depende cuál de las dos os entregue. – Nos es indiferente -respondió el sufete.
–En ese caso os ofrezco la guerra -concluyó Fabio Máximo, que con ánimo retador paseó su mirada por los rostros de los senadores cartagineses.
El joven intérprete, enmudecido, callaba sin traducir aquellas palabras, algo que, en cualquier caso, era del todo innecesario. El debate había llegado a un punto donde las palabras parecían estar de más. La cuestión era más bien cuándo empezarían a hablar las espadas.
–La aceptamos -respondió el sufete, erguido, noble, decidido, y a su alrededor todos y cada uno de los senadores cartagineses fueron levantándose, muchos de ellos con heridas en el rostro o en su cuerpo, fruto de anteriores enfrentamientos con Roma, y el grito «la aceptamos» fue repitiéndose y subiendo de tono hasta convertirse en un clamor ciego al debate, lejos ya de toda posible marcha atrás.
Fabio Máximo se mantuvo sereno, escuchando, por fin, las palabras que había venido a buscar, satisfecho de sí mismo, ponderando tan sólo si aquellos bárbaros, exacerbados por su ánimo de guerra no querrían empezarla ya mismo contra los propios embajadores de Roma. Muchos de aquellos senadores los amenazaban con sus puños en alto e incluso alguno desenvainó alguna daga que llevaba consigo. Fabio Máximo, de pronto, sintió por primera vez en su vida un sudor frío que le poblaba la frente, una dificultad grande para respirar y un ansia incontenible por estar lejos de aquel lugar. No había esperado una reacción tan virulenta de aquellos senadores africanos, no era como tenía pensado que debía desarrollarse el fin de aquel debate. Allí no estaba aún arropado por sus legiones, preparado para el combate. Fabio Máximo mira nervioso de un lugar a otro de la gran sala. Se vuelve hacia la puerta. Busca la salida. El sufete cartaginés, tranquilo, en sosiego con su espíritu le contempla moviéndose como un gato atrapado y se toma unos minutos antes de alzar su mano para calmar los ánimos de sus senadores.