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BAILANDO A ORILLAS DEL MAR NEGRO
Era 1 de diciembre. Andando por ese ventoso borde del continente, vi que desde el último tramo de mi viaje entre las montañas del norte y el Danubio habían cambiado muchas cosas. Recorría kilómetros a un muy buen ritmo. Tierra adentro, al noreste, la cordillera de los Balcanes se elevaba con laderas más suaves que las que yo había cruzado (tres veces ya), pero a lo lejos, en la otra punta de esa brillante mañana, divisaba las cumbres occidentales resplandecientes en esos momentos por causa de una capa de nieve, brillante como el hielo y surcada a su vez de sombras azules, y al sudeste un atisbo lejano y tenue de las montañas Ródope. (Tal vez fue más o menos por ahí, al final del ancho pasaje entre las dos cordilleras, donde aquellas cigüeñas migratorias habían alcanzado la costa del mar Negro en su camino hacia África.) Todas las pendientes escalonadas, las colinas y los valles que iban sucediéndose hacia el interior estaban en esos momentos cubiertos del plumón de la hierba verde recién crecida y de unas plantas más etéreas aún que brotaban de la tierra con la misma brusquedad y optimismo que las semillas de mostaza y de berro al abrirse paso por la arpillera de un semillero. No había llegado aún el azote del invierno búlgaro, pese a que por fin había terminado el último tramo del otoño, y esas extensiones de color verde esmeralda o verde musgo brillante, que veteaban la empapada tierra rojiza, conferían al paisaje la ilusión de estar a principios de primavera. Los montes parecían deshabitados, pero de vez en cuando captaba algún atisbo de aldeas encaramadas, con sus chimeneas sosteniendo en equilibrio por encima de ellas velos flotantes tan finos y azules como el humo no inhalado del tabaco. Penetraba el aire gélido e inmóvil alguna que otra columnita alta, cimbreando y abriéndose en lo alto: lejanas hogueras, como si hubiese indios hurones haciéndose señales de humo de una sierra a otra. Una empinada ladera arada desplegaba sus ondas simétricas de surcos empapados, de color rojo oscuro, todos híspidos de briznas verdes entre cresta y cresta, y en algunos casos llegaban hasta el borde mismo del acantilado. Diseminados entre los matorrales, vi algunos grupos catalépticos de colmenas con rejillas, aguardando en silencio el brezo de la primavera. Los rebaños discurrían por los pastos empinados como lentos desprendimientos de tierra, y lo único que indicaba que se hallaban en movimiento era el tintineo de sus cencerros, que viajaba por el aire diáfano. Mientras iban paciendo, cruzaban la tierra búlgara a la velocidad de un glaciar. Algunos campos estaban blancos de gaviotas, que se quedaban tranquilamente en la hierba o entre los surcos, resueltas a disfrutar de unas breves vacaciones en tierra. En esos campos abiertos las únicas aves, aparte de las gaviotas, eran las urracas, de las que una por lo menos estaba normalmente trajinando a media distancia, o quieta en un labrantío o aleteando al otro lado del sendero. El camino del acantilado bajaba de vez en cuando a unirse con una honda garganta, y allí un riachuelo serpenteante entraba en el mar en medio de una media luna de arena o de guijarros, mientras los valles se curvaban hacia arriba formando largas hondonadas, muchas veces pobladas de bosques pero ahora peladas salvo por unos pocos retazos esqueléticos de follaje, sobre el cual descollaban los nogales de peltre con sus cortezas de perla y las finas ruecas de los chopos. La tierra estaba cubierta por una gruesa capa de hojarasca, que una ráfaga de viento del oeste soplaba ladera abajo creando una algarabía de hojas muertas que acababa en el agua.
En una de esas ensenadas, al borde de la arena, había un hombre sentado a la puerta de una cabaña inclinada de madera, con una barquita varada entre los arbustos a un costado de la casa. Su cara plana de pómulos altos parecía una hoja esquelética surcada de arrugas de benevolencia. Fumamos un cigarrillo juntos y conversamos sobre cuánto frío hacía ese día y cómo brillaba el sol, y entre una afectada frase y otra, sonreíamos de oreja a oreja. El hombre era un viejo pescador tártaro, vivía solo, y fue el único ser humano que vi en todo el día. Por el contrario, las ramas desnudas estaban negras y combadas bajo el peso de cientos de cuervos encapuchados, con su aspecto torvo y desgreñado, que llenaban el aire con sus graznidos. Una sola palmada bastaba para hacerlos revolotear por el aire con súbito clamor al tiempo que las ramas, liberadas de su peso, rebotaban hacia arriba, luego se ponían a dar vueltas en lo alto como una polvareda de hollín lanzada al aire, y, a continuación, de común acuerdo, se marchaban todos juntos en tropel valle arriba, rebasando los montes, como un manchón alargado de una legua más o menos, para dar luego media vuelta y envolver de luto nuevamente los desnudos bosquecillos. Alguien me había dicho, probablemente erróneamente, que esas aves (de mal agüero, de pronto, por la cantidad tremenda de ellas que había) llegaban a vivir cien años o más. Si fuera cierto, algunas podrían haberse dado un festín con los caídos de la Guerra de Crimea; quizás algunos de esos Matusalenes —pensé yo bastante fantasiosamente— habrían podido volver volando al sur, a través de Ucrania, después de seguir desde Moscú a los ejércitos en retirada…
A medida que los kilómetros se sucedían, la escena iba vaciándose. Entonces, una zona boscosa elevada tapó el interior del país. La pendiente oscura cubierta de árboles bajaba hasta el borde del mar. El sendero serpenteaba entre los árboles, hacia la mitad de la cuesta: subía y bajaba fácilmente y cruzaba pequeños claros oblicuos llenos de anémonas blancas y rojas, y otras blancas con manchas de color malva.
A mis ojos, que a lo largo de casi un año se habían adaptado a no ver nada más que panorámicas interiores de llanos y montañas, al posarse en ese momento como los ojos de un extraño en el bosque escalonado y en la orilla del mar, abajo, les pareció tan inverosímil y sublime la belleza de ese entrelazamiento de vegetación y agua que se les antojó pura ilusión. El aire frío estaba impregnado de la fragancia de las plantas aromáticas.
Mirtos, laureles y madroños, con sus hojas de color verde oscuro salpicadas de bayas grandes y aterciopeladas, tan escarlatas como las fresas, se extendían por la ladera entre matorrales de hoja perenne lanceolada y otros con hojas tan redondas y planas como las del uvero de playa; y entre ellos sobresalían unos árboles altos (¿era posible que fueran acebos?), de raíces curvilíneas que trazaban arcos plisados desde la pendiente como en los cuadros japoneses, y ramas de color negro azulado, cargadas de densa sombra. Abajo, al final de esos túneles de troncos y ramas en pronunciada pendiente, y pasada ya la vegetación de las cornisas salientes, cuyos tallos inferiores casi parecían tener sus raíces en el agua, el continente europeo se desgajaba formando picos y pequeños islotes empenachados que asomaban entre unas aguas traslúcidas de color verde claro, un verde que a medida que se alejaba de las rocas iba tirando a verde botella y al azul de las plumas del cuello de un pavo real, y acababa volando hacia la línea del horizonte. Las ondas que venían en dirección a la orilla, leves como las que forma en la seda un soplido suave, agitaban apenas el agua casi inmóvil, lo justo para ceñir las rocas con una fina pulsera blanca, pero sin llegar a alterar la simetría de los semicírculos y los tres cuartos de círculo que, irradiando lentamente, devolvían a su vez las rocas hacia el mar. Solo el fantasma de su suspiro ascendía por el aire, atravesando los graznidos y las alas de las gaviotas, iluminadas por el sol, trazando círculos en el aire. Uno tras otro, los cabos formaban una ristra de promontorios cubiertos de vellón que se perdía hacia el sudoeste, y cada par de cabos escondía entre sus brazos una cala; la hilera acababa transformándose en tenues hebras que podían ser tanto el mar como del cielo. A la caída de la tarde, los rayos del sol penetraron el bosque con un ángulo exactamente paralelo a la inclinación de la costa, inundando de luz los claros y pintando los troncos de los árboles y el follaje con capas de oro de invierno, bañando de luz las hojas, atravesando con sus radios luminosos el bosque y rompiendo los anillos de sombra de la superficie del agua con ventanas horizontales de luminosidad. Una luz celestial flotaba bajo las ramas. Anochecer en el jardín de las Hespérides. La soledad, la paz y el silencio eran perfectos. ¿Ese éxtasis callado que recorría el aire era un rumor de promesa —en esta fría punta nororiental de Tracia— de lo que me aguardaba en el Egeo, pasados el mar Negro, el Bósforo y el mar de Mármara?, ¿de lo que me depararían Grecia y aquellas islas remotas?
Ese mismo día habían pasado volando a ras del agua un trío de cormoranes. Los vi más tarde dándose un baño en uno de los desfiladeros de la costa, y sus cuellos estirados y sus picos giratorios daban la impresión de ser periscopios de submarinos. En ese momento había una docena de cormoranes repartidos por las rocas de delante de la garganta, de pie con las alas medio desplegadas, una pose relajada y cuasiheráldica. Para verlos mejor tomé una bifurcación que bajaba por la ladera y que seguía la línea de la costa desde más cerca del agua. Alzaron el vuelo todos a la vez y, formando una cuña urgente, se marcharon batiendo sus alas por encima del agua, surcada de zinc y lila.
Un kilómetro y medio después, avanzaba cuidadosamente por un sendero que a cada paso que daba iba llenándose de piedras. Cuando empezó a anochecer, el caminito había desaparecido del todo y tuve que pasar entre los arbustos, contoneándome, o bien trepando por las rocas, y en ocasiones ambas cosas a la vez. Dado que ir por encima de las rocas parecía facilitar el progreso, fui saltando de lancha en lancha, sorteando charcas, cruzando grietas de un salto, escalando por salientes húmedos y bajando por pasadizos irregulares, con la esperanza de llegar a algún tramo sin rocas ni vegetación que pudiese llevarme de nuevo a lo alto de la ladera. Al poco rato estaba bastante oscuro, salvo por un deslumbrante manto de estrellas, exigua ayuda en medio de semejante confusión de berruecos y agua. Me acordé de que llevaba una linterna en uno de los bolsillos de la mochila, y proseguí con su potente haz de luz, pisando con atención por las rocas cada vez más escarpadas, determinado a dar la vuelta si la cosa empeoraba. Justo después de tomar esa decisión, resbalé de pronto en un saliente escamoso y me precipité por una pendiente tan inclinada como la cubierta de un granero. Siguió luego una caída al vacío y, dándome un batacazo, caí en una charca que me cubrió hasta la cintura. Cuando hube salido del agua, me senté a orillas de otra charca todavía más honda, molido y vapuleado, con una brecha en la frente y la uña de un pulgar partida, tiritando aterido. Supe que esa segunda charca era más honda porque a unos ocho metros de profundidad estaba mi linterna encendida, creando con su luz un túnel brillante entre anémonas marinas, algas y una titilante concurrencia de peces. A mi espalda se elevaban negras paredes de roca, y frente a mí la misma elevación oscura del terreno, de aspecto rocoso, que salía hacia el mar y que conducía, no podía ser de otro modo, al cabo que yo había visto antes de caerme. Aturdido, pensé en lo que habría podido pasar si, cargado con mi macuto, el gabán y las botas, hubiese seguido la linterna hasta las profundidades. ¿Debía soltar todo ese lastre y tirarme al agua para recuperar la linterna sumergida? Ni hablar: estaba tiritando de la cabeza a los pies, los dientes me castañeteaban. ¿Debía esperar allí hasta que se hiciera de día? Acababa de ponerse el sol: habría significado quedarme quieto en esa roca durante doce o trece horas en plena noche gélida bajo aquellas estrellas rutilantes e inútiles. Por fortuna, acerté a divisar mi bastón, flotando, recuperable, en la parte menos honda de la poza. Por si daba la remota casualidad de que hubiera alguien por esa costa desierta, decidí llamar a gritos. Y ¿qué podía gritar? No recordaba cómo se pedía socorro en búlgaro, si es que lo había sabido alguna vez. Solo se me ocurría un grito formal de buenas noches: «Dobro vetcher!». Grité y grité, pero, tal como imaginaba, no hubo respuesta, salvo un «vetcher!» rebotado por la pared de roca.
Solo cabía continuar. Lancé una renuente mirada de Hilas a la linterna perdida y a la muchedumbre titilante de peces cinco brazas más abajo, que en esos momentos se detenían bruscamente, se agitaban y nadaban como locos alrededor de aquel portento caído del cielo, y comencé mi ascenso a tientas, dando toques a las rocas con mi bastón, palpando la pared de roca conforme esta iba apartándose de la línea de la costa. Me resbalaba, gateaba, trepaba por saledizos de roca tapizados con tiras resbaladizas de fucos marinos que crepitaban al aplastarlos, temiendo lo que pudiera haber al otro lado, vadeaba con el agua hasta la cintura, asustado de pensar que de pronto pudiese haber un vacío; de vez en cuando me detenía en alguna roca para lanzar mi grito reiterado de cortesía desesperada. Estaba a punto de perder los nervios. La única esperanza era no pensar en nada más que no fuese lo que alcanzaban a palpar mis dedos.
Las estrellas no me sirvieron de ninguna ayuda. Señalaban con una tenue silueta la existencia de masas de gran tamaño, pero, por el contrario, parecían sumir los detalles inmediatos en una oscuridad más densa que si un rebaño de nubes se hubiese interpuesto entre ellas y el mar. Pero después de avanzar una eternidad así, a resbalones y asiéndome como podía, aparecieron ante mí unas pocas constelaciones donde antes había estado todo negro, lo que indicaba que estaba aproximándome al cabo, y después de otro tramo interminable, rodeándolo. Si miraba hacia el lado opuesto al mar, la desaparición de las estrellas quería decir que la tierra firme las estaba tapando. No había más pistas de nada, ningún elemento que me permitiera saber si el promontorio quedaba kilómetros tierra adentro o a tiro de piedra, si era un acantilado escarpado o una suave pendiente: la nada, inmensa y negra. Seguí avanzando con grandes esfuerzos, prefiriendo chapotear en esos momentos, con temeridad. El agua, curiosamente, no estaba tan fría como el aire de la noche. Pero, cuando empecé a trepar por las rocas otra vez, mi ropa se convirtió en una armadura de hierro y plomo. Como si hubiesen estado conchabados, se me rompieron los cordones de las botas uno después del otro, con una diferencia de pocos minutos, y las botas se transformaron de pronto en dos cubos que tuve que arrastrar como si fueran dos anclas sumergidas, o dos grilletes chirriantes que frenaban mi avance por aquellas planchas inclinadas de piedra. Me sentía tan derrotado, exhausto y abandonado a mi suerte que me tumbé en una cornisa de basalto a recuperar el aliento, mientras me venían a la imaginación visiones fugaces de escuetos titulares de prensa que registraban el accidente sufrido por un joven o un estudiante en el mar Negro, tras el cual no se sospechaba que hubiese ningún acto criminal; hasta que el frío me advirtió que, si no continuaba, iba a pasar a mejor vida. Después de otra temporada en el infierno, al poner uno de mis pies mal calzados en lo que yo creí que sería la superficie de una charca, lo que descubrí fue arena sólida y el crujido de unos guijarros bajo mi peso. La siguiente pisada lo confirmó: me encontraba en la orilla de una ensenada. Rodeé el negro arbotante del acantilado y vi en la playa, no lejos de allí, el perfil irregular de un rectángulo de luz, extrañamente rodeado de muchos resquicios y rendijas brillantes a través de los cuales se filtraba luz. Corrí ruidosamente por la playa de guijarros, tiré de una puerta improvisada para abrirla, pronuncié entre mis dientes castañeteantes el último «dobro vetcher» de aquel día y entré en aquel lugar.
Una docena de personas sentadas en el suelo con las piernas cruzadas, concentradas en su cena, alzaron la vista a la vez y sus rostros iluminados por la lumbre me miraron con sorpresa y consternación, como si acabase de presentarse un agente enemigo, o un monstruo marino o el espectro de un ahogado hubiese cruzado el umbral de su casa.
Diez minutos más tarde, una vez cambiada mi ropa, vestido con mis zapatillas de deporte, los pantalones de lona, dos camisas y varias capas de jerséis, todo seco de milagro, con una capa de pastor de piel de borrego y con mi kalpak de astracán (cuya presencia al fin quedó justificada) encajado por encima de las orejas, me senté acurrucado en un taburete delante de un fuego de ramas de espino que alcanzaba la altura de una hoguera, con tres o cuatro tragos de slivo quemándome las entrañas, dando sorbitos a un segundo vaso de una infusión de hierbas silvestres, con tres dedos de azúcar, y aun así seguía tiritando. Uno de los moradores del lugar me había lavado la sangre y me había frotado con slivo las manos, la cara y los pies, lo que me produjo mucho escozor. Otro había sacado una toalla de mi mochila. Recobrados del susto de ver semejante aparición sangrante, blanca como la tiza, desaliñada y empapada, se habían movilizado prestos a ayudarme cual monjes benedictinos. Yo necesité un poco de tiempo para volver a ver con claridad y distinguir las figuras que se movían a mi alrededor a la luz del fuego, de las sombras y del humo de esa extraña concavidad.
Era una tropa con un aspecto asilvestrado. Seis de ellos vestían las acostumbradas prendas pesadas de tejidos artesanales de color tierra y azul oscuro, pero tan parcheadas y hechas jirones que costaba distinguir su color original, y calzaban el habitual equipo encostrado de envolturas, correas y mocasines de cuero sin curtir, con la punta hacia arriba, uno de los cuales parecía llevar varias décadas corroyéndose. Llevaba cada uno un cuchillo remetido entre la voluminosa faja de color escarlata, y la cabeza cubierta igual que yo, con unos raídos gorros maltrechos que habían perdido la mayor parte de la piel. El personaje dominante parecía ser un anciano de barbas blancas enmarañadas. Un segundo grupo de cuatro personas vestía ropas más ordinarias, pero igualmente remendadas y desgastadas, así como jerséis azules llenos de agujeros. Se tocaban con unas vetustas gorras de marinero, provistas de viseras que antaño habían sido relucientes, y las llevaban ladeadas sobre la mata desgreñada de sus cabellos. Todos parecían exactamente lo que eran: pastores y marineros. Uno de los marinos, que debía de rondar los cuarenta años, solo tenía una mano y llevaba en el dorso de la otra una estrella tatuada. Sus camaradas eran algo mayores que él.
El lugar extraordinario en el que nos encontrábamos, que al principio me había parecido poco más que un hueco iluminado por la lumbre, era una gran cueva. Su techo abovedado era muy alto, pero no se adentraba mucho en la pared del acantilado. Gran parte de la pared exterior estaba formada por planchas de roca verticales naturales. Los huecos habían sido rellenados con pedruscos y con una mampostería basta de piedras, sin mortero. Ramas y tablones completaban la pared, junto con bidones aplanados que lucían el nombre SOCONY-VACUUM en letras cirílicas, estampado en ellos. Las llamas iluminaban los abanicos abiertos de arbustos que brotaban en lo alto de la pared de roca, así como los grupos de estalactitas, y hacían salir de las sombras elementos sueltos, aparejos que delataban la doble función que cumplía la cueva: una barca puesta de costado, remos, timones, faroles de pescador, arpones largos rematados en puntas con pinchos, como peines metálicos de ocho dientes, anclas, peceras geométricas, nasas, cubos de sebo, corchos, calabazas secas vaciadas y redes enroscadas. En un tocón incrustado en el suelo había un pequeño yunque primitivo fijado a la madera mediante ganchos.
Al otro lado del fuego tenía lugar un elocuente cambio de parafernalia: repisas llenas de cestas para hacer queso, cayados inclinados y un bosquecillo colgante de pesadas esferas: los quesos vertían líquido en unas bolsas de piel de cabra, con la parte velluda hacia dentro, y las gotas blancas goteaban desde la panza. Un caldero enorme de suero lácteo borboteaba puesto encima de un segundo fuego. De vez en cuando, el anciano de la barba se inclinaba sobre el caldero, removía el contenido y quitaba la nata. Por último, al fondo de esta cámara inmensa, en la parte más oscura, discurría de una punta a otra una barrera de piedras blanqueadas y aulagas que llegaba a la altura de mi pecho. Desde la negrura de detrás se oyó una risotada burlona de loco, que me sacudió el letargo en que me tenían sumido mis propias tribulaciones. En respuesta a mi pregunta, el anciano cogió un hierro candente de debajo del caldero y lo sostuvo en alto: el breve óvalo de su llama reveló un conglomerado de astas en espiral y las barbas señoriales y las pieles greñudas, a rayas negras y blancas, de cincuenta cabras. Un floreo con la antorcha desató el destello momentáneo de un centenar de ojos de pupila oblonga, una segunda oleada de abucheos en falsete, un entrechocar de astas y el tintineo de varios cencerros de pesado bronce. Una pátina negra de humo y hollín cubría de lustre las protuberancias y las púas de la cueva. Las rocas que sobresalían del suelo eran utilizadas como mesas irregulares o respaldos contra los que apoyarse, pues el suelo era donde se sentaban los habitantes del lugar. Por la gruta paseaban o dormitaban media docena de perros. Uno grande, blanco, estaba tumbado con la lengua colgando y las patas delanteras cruzadas con gesto expectante; supervisaba la escena con unos ojos muy juntos, ojos de criminal, uno de ellos rodeado de una mancha redonda negra. La arena y los guijarros yacían bajo una gruesa capa pisoteada de cagarrutas de cabra y escamas de pescado, y el recinto apestaba a cabras, pescado, cuajada, queso, brea, salitre, sudor y humo de leños: una morada armoniosamente compartida por Polifemo y Simbad.
Cuando llegué estaban terminando de cenar. Me sirvieron con un cucharón las sobras de las lentejas en un plato de hojalata, y uno de los pescadores echó aceite en la sartén, puso un par de pescados y, a su debido tiempo, los sacó, crepitantes, cogiéndolos por las colas y los depositó donde habían estado las lentejas. Yo pensé que no podía con más comida. Pero me zampé aquellos deliciosos pescados en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cómo se llamaban? «Skoumbri», dijo el pescador. «¡No, no! —gritaron los otros—. ¡Shumria!» (Eran caballas.) Se metieron los unos con los otros, en broma: los pastores eran búlgaros y los pescadores, griegos. Uno de ellos se disculpó al decirme que, vaya por Dios, se habían terminado todo el slivo y el vino. Me acordé del regalo de despedida de Gatcho y lo recuperé de la mochila: dos botellas de raki de Tirnovo, una de ellas a salvo porque la había metido en la redoma de madera de Nadejda, y la otra también milagrosamente intacta. A pesar de algún que otro escalofrío y de un castañeteo de dientes, empecé a sentirme a las mil maravillas a medida que la comida y la bebida iban acumulándose en mi interior. El raki iba circulando, prendió en los ánimos y dio comienzo una parranda náutico-pastoral, y cuando abrimos la segunda botella todos aquellos rostros cortados por el viento y curtidos a la intemperie estaban cantando canciones búlgaras, algunas de las cuales yo había oído anteriormente y una de ellas me la sabía. Había reparado en algo que colgaba de un gancho, que yo había supuesto que sería una bolsa de pellejo de cabra para ordeñar ovejas. Era una gaita. Pero su propietario, el viejo de la barba, dijo que creía que estaba rota. Cuando la infló, el zumbido del roncón terminó en un gemido estridente. Aquel estertor de muerte suscitó un gañido de respuesta, lúgubre como un cántico fúnebre, del perro blanco con monóculo negro, pero una bofetada dada con el revés de la mano lo acalló rápidamente. Se había rajado un pliegue del fuelle. Me las ingenié para arreglarlo con ayuda de un trozo de cinta adhesiva, cosa que aprobaron todos entre risas.
El bajo empezó a sonar de nuevo, cobrando fuerza, y uno de los pescadores más jóvenes se puso a hacer una parodia de la danza del vientre a la turca (creo que se llamaba kütchek), aprendida, según dijo, en Tzarigrad, es decir, Constantinopla. Resultaba muy convincente, incluido el fuerte chasquido que especialmente acompañaba los meneos espasmódicos de su cadera y su vientre, y que lo producía al separar sus dedos índices, entrelazados por encima de la cabeza con las palmas de las manos pegadas. El efecto cómico de esta danza resultaba todavía más gracioso porque el bailarín, Dimitri, era un tipo fornido con aspecto de pirata. «Necesita un charchaff», exclamó uno de los pastores, y ató un trapo de envolver queso alrededor de la mitad inferior de la cara de Dimitri, pasándolo por encima del puente de la nariz como un velo. Cuando levantaba la vista al techo, con los ojos enrojecidos por el humo, parecía una mezcla entre virago, hurí y el personaje de la viuda Twankey.
Mientras tanto, Costa, otro marinero, estaba preparando en la penumbra otra elaborada sorpresa. Ató un cabo de cuerda a un aro suelto, luego metió las piernas por el aro hasta la altura de las rodillas y, separando los muslos, fue enrollando la cuerda alrededor de sus piernas hasta dejar solo un bucle en el que encajó un grueso leño de unos sesenta centímetros de largo, que se sujetó gracias a la soga enrollada y quedó colocado como el brazo de una catapulta romana. Entonces, fue acercándose a la lumbre haciendo los mismos movimientos rotatorios que Dimitri, con lo que el tronco se balanceaba en círculos. Parecía Príapo en reposo, una imagen que provocó en todos nosotros un estallido de carcajadas desinhibidas. Dio comienzo entonces una persecución fingida del velado Dimitri, y, cada vez que Costa separaba los muslos, la cuerda se tensaba y el leño se levantaba hasta quedar horizontal para luego volver a dejarlo caer, rítmicamente. Separó los muslos más y el leño quedó en posición itifálica, y para mantenerlo en ese ángulo tenía que moverse dando saltitos, unos andares que eran una mezcla entre los pasos de un saltamontes y el avance de un pachá depredador decidido a perpetrar una violación. Desenvainó uno de los cuchillos de pastor y se lo puso entre los dientes. La gaita aullaba cada vez más fuerte y los espectadores llevábamos el ritmo con las palmas. Dimitri empezó a contonearse con gestos aún más obscenamente veleidosos. A Costa empezó a transpirarle la frente por el esfuerzo de mantener el movimiento de vaivén del leño. Las llamas proyectaban sobre la pared de la cueva sombras procaces monstruosamente agigantadas y distorsionadas. Finalmente, mientras la gaita emitía un soplido sostenido que anunciaba la culminación del número, dio varias vueltas alrededor de su contorsionado compañero con las piernas muy abiertas y las rodillas flexionadas, dando brincos girando sobre sí mismo, y a cada bote hacía que el leño golpease el suelo, y volvía a tensarlo para que se quedase en posición perpendicular, apuntando hacia arriba. Por último, lanzando un largo grito, puso fin a aquel pibroch[54] zafio y jadeante, y el berrido final, como el de un buey en la matanza, fue perdiendo fuerza hasta enmudecer. El bailarín se derrumbó melodramáticamente, riéndose, jadeando sin resuello. Su compañero, Dimitri, puso fin a su danza también, se arrancó el velo y se acercó adonde estaba recuperándose Costa. Entonces, con un brusco «esto ya no lo necesitas», sacó el tronco de su aflojado arnés y lo metió entre las ramas de espino de la hoguera, donde desató un chorro de chispas, al tiempo que Costa profería un aullido ensordecedor de fingido dolor. Esto último puso al público patas arriba. Volvió a circular el raki. La cueva era un clamor de risas y brindis a voces.
Al cabo de un rato, azuzado por los demás, Panayi, el cuarto pescador, sacó de la barca un objeto alargado, envuelto en un trapo. Volvió para sentarse con nosotros en el suelo, y, al quitarle la tela, apareció un instrumento a medio camino entre laúd y mandolina: la caja de resonancia era abombada, con adornos de marquetería, y su reluciente tapa estaba ribeteada de marfil y ébano, pero tenía un mástil inusualmente largo y esbelto, que al apoyar la caja en su regazo, sentado con las piernas cruzadas, sobresalió oblicuo hacia un lado, mientras él afinaba el instrumento atornillando las clavijas y pulsando las siete cuerdas de alambre con una púa hecha con una pluma de gallina. Parecía el instrumento de un músico de la corte de alguna pintura persa: un objeto incongruentemente delicado y refinado en aquella guarida tosca en la que estábamos. Cuando lo hubo afinado, el intérprete pobló de blancas y negras la gruta siguiendo un patrón musical largo y complicado, y ejecutó una sucesión de acordes metálicos en diferentes tonalidades. Luego, tras un silencio, acometió una melodía convencional con un ritmo lento, claramente marcado, que casi parecía dar tumbos, y que iba metiéndose insidiosamente en las venas hasta que el propio músico, ya encorvado hacia delante sobre las cuerdas, ya mirando fijamente al frente, pareció caer en el embrujo de su propia música. Era un hombre alto, musculoso, curtido, de unos treinta años de edad y con unos grandes ojos verdes. Tras unos compases, él y el viejo se pusieron a cantar. Sonaba como un lamento cantado con voz muy grave, salpicado de numerosos y elocuentes silencios y de repeticiones, y había momentos en que era deliberadamente chirriante, tenso y plagado de variaciones orientales. El viejo marcaba el ritmo golpeando la boca de uno de esos flotadores de calabaza, a modo de tambor, sujetándola con el muñón de una mano y tocándola con la palma abierta de la otra.
No mucho después, Dimitri y Costa estaban en pie de nuevo, metidos en una intrincada danza muy diferente del taconeo alegre y subido de tono que acababan de improvisar. Los bailarines danzaban uno al lado del otro, agarrados con sus brazos estirados, con una mano apoyada en el hombro del compañero, y con el rostro serio, bajando el mentón hacia el pecho como dos ahorcados. No podía haber nada menos desenfadado y menos orgiástico que el gesto avieso con que ejecutaban esos pasos, un baile de marineros en el que todo estaba premeditado, incluida una parada en seco. La secuencia se veía interrumpida por leves movimientos como doblar y estirar una rodilla o abrir en ángulo los pies y volver a cerrarlos, pegados al suelo, con los talones juntos. Levantaban entonces el pie derecho y lo balanceaban despacio adelante y atrás. Luego, dando un salto a la pata coja sobre el pie izquierdo, echaban el torso atrás en ángulo recto y caían en equilibrio sobre el pie derecho, que quedaba atrás, dando un fuerte pisotón en el suelo. A continuación, volvían al frente con varios pasos rápidos, frenaban y se detenían con la pierna derecha levantada, rotaban las rodillas en paralelo al suelo haciendo unos lentos movimientos de barrido, con los tobillos flexionados, y de nuevo el salto y caída hacia atrás. Daban dos palmadas a sus espaldas y se agachaban casi hasta quedar de rodillas, apoyadas otra vez las manos en los hombros, y se desplazaban de lado, y de nuevo ejecutaban aquellos movimientos rotatorios con el mismo ritmo suave, antinaturalmente acompasado. Esa suavidad, ese control y esa unión que parecían efecto de la hipnosis, ese aceleramiento brusco, esos movimientos de recuperación y los brazos que se soltaban para ejecutar dos piruetas idénticas antes de volver a entrelazarse, el escrupuloso aparcamiento de todo estereotipo…, ¿qué diantres tenía que ver toda esa sofisticación con la sencillez balcánica o con la sencillez campesina? Entonces se produjo el anticlímax planeado, compensado por un arrebato ensayado cuando, en cualquier otra danza, todo habría sido reducción de la intensidad y quietud. La aspereza, el vigor y la velocidad repentinos de su baile eran amordazados, amortiguados, en mitad de la caída en picado, como el destello del acero desenfundado hasta la mitad de la hoja de la espada, que a continuación se desliza dentro de nuevo, emitiendo un tenue chasquido final al tocarse la empuñadura y el borde de la vaina. La belleza sutil y compleja de aquella danza peculiar, comparada con todos los bailes que yo había visto en los meses inmediatamente anteriores, que además se produjo justo después de la diversión de paletos de la primera actuación, me sorprendió tanto como si hubiese encontrado sin previo aviso en una antología de poemas populares una larga composición metafísica escrita en una métrica muy elaborada y plagada de conceptos, tropos, asonancias, rimas internas y alusiones abstrusas. Creo que para los pastores aquello era tan nuevo como para mí.
Al final de la danza, Dimitri se sentó con nosotros delante del fuego y añadió al acompañamiento su propia voz y más percusión con otra calabaza. La siguiente danza, en la que se embarcó Costa a solas, fue todavía más extraña, aunque similar a su predecesora. Estuvo caracterizada por la misma morosidad y la misma deliberación, el mismo movimiento de la cabeza colgada hacia delante con la gorra ladeada, con un cigarrillo en el centro de la boca del bailarín. Miraba hacia el suelo con los ojos casi cerrados, y daba vueltas sobre su propio eje, sin moverse del sitio, con las manos cruzadas detrás a la altura de la rabadilla. Poco después empezó a levantarlas por encima de la cabeza, como un buitre desplegando las alas, y fue ejecutando barridos de abajo arriba, uno tras otro, con la cabeza hacia abajo y chasqueando de vez en cuando, estratégicamente, el pulgar y el índice conforme evolucionaban sus lentos y complicados pasos. La mirada gacha, la concentración, la colocación precisa de los pies, el quiebro repentino del cuerpo, la flexión sobre una rodilla o sobre la otra, el movimiento de barrido de una pierna estirada trazando en el aire tres cuartos de círculo, con los brazos estirados de pronto en diagonal cuando el ejecutante se levantaba de nuevo haciendo girar el cuerpo lentamente otra vez, cogiendo impulso hasta terminar girando durante unos segundos a toda velocidad y, acto seguido, ralentizando, llevándole la contraria a todas las leyes de la velocidad: esos pasos, esas poses y, sobre todo, esa mirada clavada en el suelo hacían pensar que el bailarín estuviera demostrando, sobre el suelo cubierto de escamas de pescado y excrementos de cabra, algún teorema perdido sobre tangentes y circunferencias, o volviendo sobre las conclusiones de Pitágoras acerca del cuadrado de la hipotenusa. A veces, en alguno de los momentos en que bailaba agachado, daba una palmada en el suelo con una mano y volvía a saltar hacia arriba como una flecha. Luego, después de unos pasos graves, casi estáticos, surcaba con toda facilidad el aire de un salto y aterrizaba inmóvil con las rodillas flexionadas y los tobillos cruzados. Dejaba de estar agachado para erguirse, al tiempo que echaba hacia delante el tronco, con la firmeza de unas tijeras al cerrarse, y el humo de su cigarrillo trazaba espirales a su alrededor. Esas acrobacias abruptas y esos calculados arrebatos de fuerza veían redoblado su efecto por el contraste con la suavidad y la abstracción mesuradas de los pasos de antes y después. Esa aceleración y ese freno controlados iban entretejiendo todos los movimientos en una única línea coreográfica solemne. Tal vez lo más llamativo eran el aura trágica y funesta que envolvía toda la danza, el alarde rápidamente acallado y la actitud distante del bailarín, reconcentrado, cerebral, tan alejado con su gesto de indiferencia de los demás ocupantes de la cueva que perfectamente habría podido estar a solas en otra habitación, aplicando artilugios rituales a adivinanzas renuentes a desvelar la respuesta de sus acertijos, o exorcizando un dolor personal e incomunicable. Su soledad era absoluta. Los cánticos habían cesado y no le acompañaba nada más que el rasgueo de las cuerdas de alambre.
Sobre una roca, cerca de donde me encontraba, estaba la pesada plancha de madera que hacía las veces de mesa baja, en la que yo había cenado. Costa pasó por su lado dando vueltas y se apoyó en ella con el cuerpo inclinado hacia delante. De repente, la mesa levitó, pasó volando por delante de nosotros y pivotó en ángulo recto respecto de su cabeza, en una sucesión de giros amplios, amarrada firmemente por el borde con la boca, sujeta mediante los dientes clavados en la madera. Daba vueltas como una alfombra voladora, rebanando medias lunas en la nube de humo de la leña, tan rápido en algunos momentos que los cuatro vasos que había encima, la gaita alicaída con su asta perforada de vaca colgando, la petaca de raki, los cuchillos y las cucharas, la cacerola de barro que había contenido las lentejas y las raspas de las dos caballas con sus cabezas y sus colas colgando por el borde del plato de hojalata, todo se disolvió durante unas cuantas vueltas rápidas en un borrón circular, para redefinirse de nuevo otra vez, a medida que se ralentizaba el ritmo, y convertirse en una naturaleza muerta que se desplazaba en círculos amplios por toda la cueva. Sin dejar de girar, Costa fue agachándose hasta el suelo y la luz de la hoguera iluminó la mesa desde arriba. Luego, volvió a subirla hacia la oscuridad, de modo que quedó iluminada solo la parte de debajo. Simultáneamente, fue acelerando el paso y reduciendo el diámetro del círculo rotando más y más deprisa sin moverse del sitio, arrancando con sus revoluciones chispazos de atónitos aplausos en toda la gruta que rápidamente se transformaron en un clamor de admiración. Había echado la cabeza hacia atrás y sus rasgos difusos se veían surcados de venas y tendones. Tenía los brazos abiertos, como los de los derviches, y llegó un momento en que pareció que la mesa misma se fundía en un disco inmenso, del doble de su diámetro, girando en el centro de la cueva a una velocidad tal que debería haber desparramado su naturaleza muerta giratoria por las sombras del suelo. Lentamente la velocidad fue aminorando. La mesa era otra vez una mesa, que daba vueltas entre el humo a un metro y medio del suelo, que iba saliendo poco a poco de su órbita, que regresaba mientras rotaba a su roca-lanzadera y se posaba en ella pausadamente con toda su carga inalterada. Las manos del bailarín no la habían tocado en ningún momento, pero, justo antes de que volviera a ocupar su sitio, cogió la colilla del cigarrillo que había dejado consumiéndose encima de la roca y, bailando despacio, regresó al centro sin el menor atisbo de prisa o de vértigo y desprendió la larga ceniza con el dedo anular de su mano izquierda levantada. Volvió a ponérselo entre los labios, dio unos giros, se agachó y recuperó la secuencia de sus sobrios pasos iniciales (¡otra vez el anticlímax planeado!), para, a continuación, habiendo recuperado su posición de partida, inmóvil, recto como una flecha, elevado sobre las puntas de los pies, romper la figura y pasearse, fumando con los párpados entornados, hasta la mesa recolocada, de donde cogió su vaso de raki, dio un sorbito meditabundo, haciendo caso omiso del clamor, y se agachó tranquilamente para sentarse entre nosotros.
¡Cómo lamenté no saber griego! Mientras hablaban entre ellos, conseguí entender una palabra aquí y otra allá, palabras sueltas en medio de un torrente en romaico incomprensible. Y ¿cómo iba a averiguar, tirando de mis toscos rudimentos de búlgaro, el origen de esas danzas, la raíz de su rareza única, absoluta, ni aunque lo conocieran los propios bailarines? Panayi estaba envolviendo ya su instrumento: su labor incendiaria había terminado, pero su mensaje vibraba aún y se detenía un instante, y volvía a vibrar en las venas de todos nosotros. Dimitri se había adormilado un momento, apoyando la cabeza en el brazo, y el anciano manco había arrimado un ojo al cuello de la botella de raki, como haría un almirante con un telescopio, para ver lo que quedaba. Costa, el bailarín, fumaba y sonreía con el gesto distendido de un geómetra que acaba de demostrar algo que había que demostrar: quod erat demonstrandum, parecía decir su sonrisa debajo de la visera de su vieja gorra, echada hacia delante para protegerle los ojos de las llamas.
Solo obtuve datos acerca de aquellas danzas tiempo después, estando ya en Grecia: que algunos entendidos sitúan el nacimiento de la primera danza en Tatavli, el barrio de los carniceros de Constantinopla, y la segunda entre los zeybeks, una tribu salvaje de las montañas de Frigia, y consideran que es posible que daten de época bizantina. Otros quieren ver sus orígenes en tiempos mucho más remotos de la historia de Grecia, y para las diferentes fases de las dos danzas se han desarrollado analogías mitológicas bastante seductoras. Sin embargo, otros estudiosos, haciendo caso omiso de su rareza y su compleja perfección, y renegando de los posibles ecos de esclavitud turca, relacionan esos descendientes auténticos de la guerrera danza pírrica con las danzas en cadena, mucho más simples y elegantes (en las que el primero de la cadena hace piruetas asombrosas), que bailaron durante siglos en las montañas libres los kleftes, quienes resistieron contra los turcos. (Esas danzas son un símbolo de ese espíritu guerrero, igual que lo son la falda blanca plisada, los zapatones de punta curva adornados con pompones, el yatagán y la larga arma de fuego.) Esos críticos llevan razón al no ver nada belicoso ni simple en las dos danzas que yo acababa de presenciar (conocidas conjuntamente, con su música y sus canciones, como «mas ta rebetiko»). A decir verdad, son la quintaesencia del fatalismo y de la soledad taciturna, un consuelo, un calmante en una situación de desgracia personal, y con las canciones que las acompañan crean un fuerte antídoto métrico y coreográfico. Y tienen en contra otro punto negativo: se asocian con los bajos fondos de los barrios de refugiados, con antros de borrachos, con fumaderos de hachís y tascas de zonas portuarias, con horas ociosas fumando de narguiles y con la costumbre de matar el tiempo pasando esas cuentas de ámbar ensartadas en sus cordeles con borla, con pose y atuendo de dandis. Tradicionalmente van de la mano con un estilo elegante en el vestir, hoy en día obsoleto en gran medida: calzado de punta, pantalones holgados por arriba y más ceñidos por la parte inferior, sujetos mediante una faja roja, con la chaqueta suelta, puesta sin más sobre los hombros con las mangas colgando. Y se completa con bigotes con las guías curvilíneas, un copete caído sobre la frente y la gorra puesta hacia arriba, prácticamente en la nuca. Todo eso va unido a unos andares relajados, un golpeteo suave, lánguido y sincopado, de las cuentas de ámbar alrededor del dedo índice, con la mano detrás a la altura de la rabadilla, un cigarrillo en la comisura de los labios, una leve sonrisa burlona, cara de póquer, gesto impasible deliberado y un peligroso brillo de ironía en los ojos velados.
La figura urbanita en la que confluyen esos atributos se conoce normalmente como mangas, y, aunque el paso del tiempo ha podido modificar su atuendo decimonónico, su espíritu, sus modales y su mentalidad siguen intactos. El mangas habla despacio, con voz grave, susurrante, irónica y, peor aún, empleando una jerigonza compuesta de términos arcanos, en gran medida desconocidos para todo el que no pertenezca a su hermandad, aderezados con un lenguaje indecente y extraños juramentos. Susceptibles en asuntos relativos a la dignidad personal, rencorosos, escépticos e imperturbables, al menos de puertas afuera, los mangas aplican un riguroso código de honor y de conducta entre ellos que no tiene absolutamente nada que ver con el código de leyes oficial. Mantienen lazos inquebrantables de amistad y, cuando se comprometen a algo, no conocen la traición. Una melancolía profunda acompaña el arquetipo clásico de este dandi proletario, como sucede con otras poses de dandis más a la moda; e, igual que en el caso de estos, dicha melancolía viene a ser la forma de expresar una filosofía: independencia, menosprecio de los valores burgueses, disponibilidad para llevar adelante cualquier plan osado, renuencia a aceptar puestos de trabajo como empleados (en especial, puestos de charcutero, aunque por alguna razón los carniceros poseen un glamur y una elegancia que los dispensa), desdén hacia la rutina; su trabajo ideal es el contrabando o cualquier otra actividad ilegal por el estilo, incluso a veces prácticas ilegales más avanzadas; pero los mangas no son nunca proxenetas, y muy rara vez canallas consumados. En los círculos de los mangas es mucho más probable que un asesinato venga motivado por un insulto o por una aventura amorosa frustrada que como consecuencia de unas actividades delictivas a tiempo completo. Como parte de esa postura melancólica, sufrir reveses sentimentales es casi una condición sine qua non. Ni siquiera en momentos de gran alegría se permiten relajar el semblante, no vaya a fastidiarse la cara de pocos amigos que han de mantener en todo momento: pueden expresar esa alegría de manera simbólica mediante una rosa puesta detrás de la oreja o cogida entre los dientes, en el mismo ángulo que el cigarrillo al que viene de desbancar. Sin embargo, esta mentalidad antisocial carece de la inmadurez juvenil que en Occidente parece convertir a los adeptos de grupos similares en bebés incapaces de crecer hasta edades muy avanzadas. Los mangas, al contrario, tratan de dar una imagen de masculinidad y de recelosa independencia adulta. Si alguna vez se resquebraja su coraza de distanciamiento ceñudo y bajan la guardia y moderan su burla desquiciante, muchas veces resultan ser espontáneos, entusiastas y, a pesar de que su intención sea justamente la contraria, sumamente ingenuos y cándidos. Tienen muchas variantes y muchos apelativos diferentes que indican sus categorías: rebetis, mortis, dervisis (derviche), kutzavakis, meraklis; todas esas categorías son subespecies de mangas (y, por cierto, el término mangas puede emplearse también, dicho en un tono de burla cariñosa, para decir simplemente «pillo» o «granuja»). La tentación de seguir abundando acerca de estos personajes a lo largo de varias páginas más me resulta casi insoportable, pero, dado que en la época que estoy describiendo yo no sabía absolutamente nada de ellos, como tampoco sabía ni una sola palabra de griego moderno, será mejor que me detenga inmediatamente.
O casi inmediatamente. Lo que nos desvió del asunto fue la relación entre las dos danzas, la de Costa y la de Dimitri, y las características de sus exponentes más comunes. Los otros grandes bailarines de la hasapiko y de la zeybekiko, como se conocen por separado estas dos variantes de danzas rebetiko, son los pescadores, en especial los que navegan entre las islas y los puertos del Levante en barcos mercantes, buques de vapor y caiques. Las cuitas de los marineros en tierra y las de los mangas de las zonas portuarias son fácilmente equiparables, pueden superponerse, confundirse. Los expertos en estas danzas pueden tener razón al tildarlas de orientales, pero se equivocan al decir que son no griegas. Sean cuales sean sus orígenes y se bailen donde se bailen, jamás he visto ni escuchado decir que las ejecuten otras gentes que griegos, en especial marineros griegos, en Constantinopla, el delta del Danubio, Trebisonda, Esmirna, Beirut, Alejandría o cualquier otro puerto del Levante mediterráneo o del archipiélago griego —ni nunca he visto que se consideren otra cosa que danzas griegas—. En cualquier caso, en El Pireo, en Salónica y en Patras se conocen desde hace mucho tiempo, aunque se toman casi por danzas de los bajos fondos. Sin embargo, curiosamente, desde la última guerra han salido a la luz y se las ha explotado, con lo que han perdido gran parte de su integridad y de su mística. Pero no del todo. Para mí en aquel entonces representaron (y lo siguen representando hoy) exactamente esa amalgama entre Grecia y Oriente que denota la palabra «bizantino», en relación con la ciudad que durante más de mil años fue el alma y el corazón del mundo heleno. Los hay que han opinado como yo, otros sitúan las danzas rebetiko en épocas más antiguas, y otros les restan abolengo diciendo que son de antes de ayer. Cualquiera puede estar en lo cierto (aunque creo que la simple probabilidad juega en contra del tercero de esos veredictos), puesto que no existe ni la más mínima prueba que corrobore una u otra teoría, ni realmente tiene por qué haberla. Siendo así, yo tengo mi propia subdivisión de la hipótesis bizantina. Para mí esas danzas compendian los dos últimos siglos de Bizancio, cuando el imperio, saqueado y desmembrado por las Cruzadas, sobrevivió a sabiendas de que al final aguardaba la hecatombe. Sus pasos parecen simbolizar todo el artificio, la pasión por la complejidad, las sutilezas, la sofisticación, el desánimo, los renacimientos repentinos, el reto lanzado desde la necesidad de hacer alardes, la resignación, la sensación del enemigo acercándose, el abandono por parte de todos los que tendrían que haber sido amigos, la inevitabilidad del sino funesto cada vez más próximo y la determinación de perecer, llegado el momento, con estilo. Resulta tentador añadir a todo esto el ramalazo metafísico de los últimos tiempos de Bizancio, el desapego introspectivo, ese mirarse el ombligo, de los seguidores del hesicasmo. Yo me entrego a esa tentación. No quiero decir que esas danzas sean una copia literal de los bizantinos del último período, de quienes la historia habla tan poco, a diferencia de los emperadores, césares, sebastocrátores y logotetas. Sobre los hombros de ningún otro pueblo pesa tanto una historia más larga, más resplandeciente y más trágica, como en los de los griegos. El resorte del atavismo está firmemente arraigado en su interior desde hace mucho tiempo. Así pues, si son ciertas mis figuraciones, casi carentes de fundamento e imposibles de someter a comprobación, cualquier mangas medio analfabeto de El Pireo, atontado por el hachís, o cualquier pescador griego en una cueva de la costa del mar Negro (aislado por las fronteras en medio de una mayoría extraña) en realidad no está haciendo giros, deteniéndose en seco ni irguiéndose desde suelo para interpretar la congoja de la pobreza o de la mala fortuna ni el dolor por el amor menospreciado —al menos no en el modo directo que indican las letras de las canciones—. Es el inocente microcosmos y el intérprete de unas penas más antiguas y más dolorosas.
En mi mente no podía haber nada de todo esto —salvo tal vez una vaga sensación embrionaria—, cuando los moradores de la cueva, después de un último trago de raki, empezaron a prepararse para dormir. A mí me tocó en la parte náutica. Hospitalariamente, Costa y Dimitri extendieron cerca del fuego una capa nueva de hojas, hicieron un bulto con un abrigo para que lo usara como almohada, y apilaron varias mantas y me taparon con el sayo del viejo pastor. Estaba tan bien cobijado allí dentro como una tortuga. «Kyro? —me preguntaron—. Studeno? Cold?». Habían aprendido cuatro o cinco palabras inglesas en sus viajes. «No». Solo un escalofrío de vez en cuando, a intervalos cada vez más cortos, me recordó mis percances del anochecer, que las impresiones posteriores habían difuminado. Entendí que los griegos eran tres primos y un tío. En ellos no había ni un ápice de precaución, apatía o actitud de mangas. La melancolía como en trance que había teñido sus pasos se había esfumado junto con los últimos vapores de las danzas y de la música. Sus cuatro pares idénticos de ojos grises denotaban sentido del humor, curiosidad, viva atención e inteligencia. Me había parecido entrever más afectuosidad de lo normal en su bienvenida y en el modo en que me habían saludado estrechándome la mano con las suyas tan callosas, y lo interpreté, como me sucedió con el abuelo de Nadejda, como síntoma prolongado de los sentimientos griegos hacia todo compatriota de lord Byron. No estaba equivocado. Eso fue lo que me dijo Dimitri. Pronunció las palabras «Lordos Vyron?» y levantó una mano con todos los dedos juntos apuntando hacia arriba, en un gesto de aprobación. Costa, ocultando de miradas indiscretas su propio gesto, colocó los dedos índices uno junto a otro, diciendo: «Grtzia, Anglia! Good!», y a continuación los enfrentó por las yemas, haciéndolas chocar en gesto de antagonismo, diciendo: «Grtzia! Bulgaria! Tk, tk!», chasqueando la lengua y echando hacia atrás la cabeza: no tan bien. Pero esos pastores eran majos, deduje que pensaban. Eran amigos.
Aquel día que había comenzado antes del amanecer en Varna había sido el día más largo y más extraño de todo mi viaje, pero me costó mucho rato conciliar el sueño. Tenía muchas cosas en las que pensar, especialmente acerca de Grecia y los griegos, un terreno desconocido para mí, que cada día estaba más cerca. De vez en cuando se oía un cencerreo proveniente de las cincuenta cabras del fondo de la cueva, o la caída de un leño de la lumbre. Más allá de la armonía de ronquidos en doce tropos, alcanzaba a oír el tenue susurro del Ponto Euxino, a pocos metros de nosotros. La luz del fuego fue retrayéndose de las paredes y de las estalactitas, y los troncos se redujeron a un resplandor tenue. A través de una abertura que había en lo alto de la pared exterior de la cueva, tres cuartos de Orión brillaban como un rombo al bies de cristales de hielo. Justo cuando estaba a punto de quedarme dormido me despertó un suave chacoloteo, y me quedé observando la figura espectral, sigilosa, confiada creyendo que todos estábamos dormidos (¡ah, no, todos no!), del perro del monóculo negro, lamiendo con destreza el último resto de lentejas que había quedado en la cacerola.
Las cigüeñas que, meses antes, a un centenar de brazas por encima del suelo, habían surcado el cielo remando a espadilla en dirección al ecuador apenas habían podido tener una panorámica un poco más aérea que yo de esa concatenación desierta de eses formada por la infinidad de acantilados escarpados. Los cabos me habían aupado nuevamente a las alturas, disparándome hacia el cielo por entre capas y capas de gaviotas, alejándome de esas ensenadas de arena y guijarros que formaban el inicio de hondas quebradas, sinuosas como sacacorchos. El interior iba ondulándose en dirección a las montañas lejanas, y todo se hallaba más vacío que nunca de seres humanos. Arrastrado tierra adentro ante la ausencia de moradas o cobijo, había dormido en una aldea (¿es posible que se llamase Dolni Chiflik? —justo por ahí pasa un pliegue del mapa y la zona está borrada—) y me avituallé de pan, queso, cebollas y ajos. El invierno había hecho que unos tersos corazones verdes inflaran en esos momentos los resecos dientes de ajo, de entre cuyas cascarillas como de papel salían sendos brotes. Masticando ajos, ataqué con energía mi camino en zigzag, rumbo al sudoeste. El suplicio de mi avance por el agua no había dejado ni rastro gracias a la terapia de la caverna inconmensurable. El viejo pastor ciclópeo me había cambiado los cordones rotos de las botas por unas tiras de pellejo de cabra medio curtido: con mis botas atadas gracias a aquellas correas peludas, me sentía capaz de enfrentarme a lo que fuera. Dos días antes, los pastores y los pescadores habían vaticinado que nevaría, y yo para mis adentros había anhelado que así fuera («la costa del Ponto…»), pero esa nitidez de frío cortante que había parecido presagiar nieve se relajó y dio paso a un brillo más suave del sol, a unos cúmulos sin rumbo fijo y a una llovizna intermitente, suave como la cualidad de la clemencia.[55] Ese plácido paisaje que iba desplegándose poco a poco, el destello a poca altura de las sierras montañosas, el mar cabrilleando por la brisa, todo ello apaciguaba el ánimo. El sol y la lluvia se alternaban, y a menudo se combinaban formando esa unión propicia a los arcoíris que en algunos lugares se conoce como boda de zorros.[56] Ocasionalmente toda la escena se disolvía, cubriéndose de vaho. El hecho de que ese mundo invernal estuviese deshabitado por completo entrañaba un embeleso casi ininterrumpido, un aquietamiento de los nervios y una relajación de la mente. Si mi cabeza fuese un pequeño sol y mi mirada sus rayos, ¿cuántos kilómetros tendría que viajar, atravesando los velos tendidos desde el cielo, para poder generar algo más que esas debilísimas sombras acuosas? Había descendido sobre el mundo la serenidad del invierno, la paz de la hibernación, cuando las ideas y la inspiración caen tan silenciosamente como el rocío.
Al día siguiente, durante unos cuantos kilómetros más, el bosque otoñal se acercó con su espuma de ramas hasta la línea irregular de los acantilados y de las rocas. Inmensas bahías desiertas iban sucediéndose formando medias lunas entre saliente y saliente. La Khodja Balkan se perdía, rotunda, tierra adentro para encontrarse con el lejano conglomerado de las montañas búlgaras que se divisaba a lo largo del acuoso horizonte. Aquí y allá un valle se ensanchaba para acoger un pequeño pantano, y en uno de estos, erizado de copetes de juncos y juncias como el signo convencional empleado en los mapas para indicar terrenos pantanosos, vi sentado en una barca de fondo plano a un viejo vestido de marrón de la cabeza a los pies, con una escopeta apoyada en las rodillas. Un grupo de aves acuáticas, alertadas quizá por mi proximidad, alzaron el vuelo desde el lago, y, al pasar por encima de su cabeza, el hombre levantó la escopeta, una lengua de fuego salió disparada del arma y un instante después un sonido fuerte y seco como la explosión de una bomba hizo estremecer el aire. El humo mantuvo oculto al tirador durante uno o dos segundos. Luego, cuando se hubo disipado, no se produjo la recompensa de un ave caída rizando la superficie del agua, así que el hombre se afanó con su arma. Entonces me vio, remó hasta mí y me preguntó si tenía un cigarrillo. Podía darme un paseíto por el pantano. Me metí con cuidado en su batea encharcada y él siguió recargando el arma, una tarea laboriosa, ya que la escopeta era de las que se cargan por el morro y tenía un cañón muy largo y oxidado. Vertió en él lo que pareció una libra de pólvora, de una vieja petaca de bronce, a continuación un puñado de perdigones y, alternativamente, trocitos de papel de periódico y trozos de trapo para el relleno, y por fin lo metió bien todo con ayuda de una baqueta. El cañón estaba sujeto a la madera con varias vueltas de bramante, tiras de latón oxidado y un viejo pañuelo atado alrededor como si fuese un vendaje. «¡Aquí vienen!», dijo después de desplazar la barca con media docena de golpes de remo. Soltó los remos, dejándolos en sus agujeros, y levantó su aterradora escopeta en dirección a las aves que regresaban. Siguieron una explosión ensordecedora y un fogonazo como un cohete, y el humo lo oscureció todo. El hombre volvió a materializarse, agitando un puño hacia la cuña de aves que ya se perdía de vista sin que le faltara ninguna de sus integrantes y gritando: «Pezevengi!» («cabronas», en turco). Su arma parecía más a punto de desintegrarse que nunca. Cuando la tuvo lista de nuevo, remamos hasta la orilla y estuve encantado de bajarme. Un cuarto de hora después oí otra detonación y miré angustiado a lo lejos: mi benefactor seguía vivo, imprecando a otra bandada de escurridizas cabronas.
El sendero discurría a la vera de un arroyo, y, al doblar un recodo, casi me tropiezo con un jabalí bebiendo de sus aguas, un bicho greñudo de color gris oscuro, con unos colmillos enroscados amarillentos. Volvió el morro hacia mí unos instantes y se alejó trotando entre zarzas para meterse en un bosque. Era la primera vez que veía un jabalí. Crucé la carretera que conducía a Byala, y a última hora de la tarde llegué por un largo camino de tierra al insulso pueblo de Avantlar, así que decidí temerariamente seguir adelante. El siguiente pueblo quedaba a tan solo dos horas, me dijeron. Anocheció. Debí de perderme, porque hasta mucho más tarde, después de una larga marcha por las subidas y bajadas del oscuro monte, no divisé una o dos luces tenues que titilaban. Se trataba de un villorrio tétrico, llamado Hadjikoë. Pero solo era tétrico de aspecto. Pregunté a una figura en sombras que encontré por la calle mayor dónde estaba el khan. No había khan alguno, me respondió con un extraño acento. Pero me cogió por un codo y me llevó a una casita oscura, a cuya puerta llamó, murmurando: «¡Rustum!». ¿Quién era? «Suleimán», contestó mi guía. Cuando apareció una luz vi que los dos eran turcos, y media hora después estaba sentado con ellos y con un grupo de amigos del pueblo (Chem, Abderramán, Mustafá, Mehmed, Hasán Alí y Selim), sentados con las piernas cruzadas en el suelo de tablones de madera de un porche desvencijado, comiendo bollitos de pan y pasturma frita; ni gota de vino, naturalmente. Al fondo, en la penumbra, varias figuras con velos negros habían trajinado sigilosamente, descalzas: habían entregado a los hombres un mangali (lleno de brasas) y, después de oírse un crepitar de ramas de espino, nos ofrecieron una mesa baja redonda provista ya del vertiginoso cargamento de energéticos platos. Era la primera vez que probaba la pasturma, la versión de Asia Menor del pemmican o biltong. (Un par de meses después pregunté a un tabernero de Iconium, un exiliado griego, cómo se elaboraba ese asombroso alimento. Se le iluminaron los ojos. «Pues coges camello o buey, aunque mejor camello —dijo con elíptica premura—, y lo metes en una prensa de aceitunas, y lo prensas hasta sacarle hasta la última gota de jugo. ¡Hasta la última! Luego lo cortas en tiras y lo salas, y lo pones al sol durante uno o dos meses, mejor aún en las ramas de un árbol para que el viento lo cure también, pero, claro, metido en una caja, para que los cuervos no lo puedan picotear». Entonces se coge y se reboza en una pasta de ajo machacado y el pimentón más picante que puedas encontrar en el mercado, potenciado todo ello con las especias orientales que se tengan a mano. Cuando se seca, envuelto en una costra dura, tiene casi la consistencia de la madera: puede aguantar años. Suele comerse crudo, cortado en lonchas finas con un cuchillo muy afilado. A veces se cocina, y entonces su aroma, que al no iniciado le resulta siempre amedrentador, se vuelve explosivo. Tiene un sabor brutal y divino, pero a mucha gente le resulta espantoso, no solo porque el olor normal del ajo se ve elevado al cuadrado o al cubo —el aliento le sale a uno con la violencia de un soplete—, sino que además exuda por todos los poros una fragancia funesta de alcance y fuerza inmensas: la gente se echa para atrás y deja alrededor del comensal un espacio vacío, como si estuviera retorciéndose describiendo parábolas incendiarias.)
A medida que fui acostumbrándome al sabor de la pasturma, empezó a cobrar forma en mí una teoría sabrosa y poco sólida acerca de sus orígenes. La gastronomía turca, al igual que la arquitectura turca, es en realidad una coalición de las civilizaciones de las razas a las que invadieron y conquistaron en su viaje hacia Occidente: los orígenes de casi todos sus platos son persas, árabes y bizantinos. Tal vez la pasturma sea el último superviviente culinario de los tiempos previos a la irrupción de los turcos en la historia occidental. La carne seca es auténtica comida de nómadas, una técnica primordial desarrollada quizás en las estepas de los Urales y del Altái, donde los camellos se contaban por cientos de miles: un alimento imperecedero, agradable y nutritivo. Una teoría secundaria se presenta por sí sola. Se dice que los hunos, parientes de los turcos, se alimentaban de carne cruda que trataban atándola entre los faldones de la silla de montar y los velludos flancos de sus corceles. Cuando al anochecer desensillaban sus monturas, la carne, humeando y empapada de sudor, tenía que tener un sabor acre y salino que los selyúcidas echaban de menos cuando al fin tiraron de las riendas de una vez por todas para explotar sus vastas conquistas. Tal vez, al igual que sus primos actuales, los kirguises, y los escitas de Heródoto, esas hordas lavaban la pasturma con la leche fermentada de sus yeguas y camellas. ¿Es posible que la salazón intensa se hubiese improvisado como sustituto de ese penetrante sabor que proporcionaba el sudor animal, ahora que sus caballos se dedicaban simplemente a pastar y que sus camellos estaban lejos, en pacíficas caravanas: un modo de recuperar, en cuanto a consistencia y sabor, el regusto abrasador de aquellas comidas, en medio de corrientes de aire, de las tribus ghuzz de Alp Arslan y Tugrul Beg? El sultanato de Rum debía de apestar con esos platos, y, cuando se expandieron en las siguientes invasiones, el viento que debieron de levantar habría desatado el pánico antes incluso de que pudieran oírse el tronar de sus cascos y los gritos de guerra, provocando que sus enemigos se echasen a temblar y se desperdigaran aprovechando que aún no estaban al alcance de las flechas.
La mecha encendida iluminó un titilante corro de rostros amables y bastante tristes. Todos ellos, salvo uno o dos, aceptaron de buen grado compartir comida y bebida con el infiel entre sus filas al que miraban con ojos inexpresivos, una mirada sobresaltada pero firme. Menos el hocha, Suleimán, nuestro anfitrión, que llevaba un tocado blanco, todos los demás usaban maltrechos feces envueltos en telas a modo de turbantes. Sus anchas fajas de color escarlata, sus raídas prendas artesanales, estaban tan ajadas y remendadas que apenas aguantaban sin deshacerse. También mostraban señales de decadencia algunos de sus dueños: una narina carcomida, un globo ocular borrado por el glaucoma, rostros picados de viruela o con los característicos cráteres de la leishmaniasis. Un anciano, con las orejas separadas como dos alas, que se le volvían rosadas cuando les daba la luz por detrás, miraba ensimismado hacia el infinito, cogiéndose los dedos gordos de los pies (todos se habían quitado las babuchas) con la mano contraria como si soltarlos hubiese acarreado consecuencias fatídicas. Aquel grupo debía de ser el resto más aislado y apolillado del desaparecido Imperio Otomano en todo el territorio balcánico.
El búlgaro que hablaban era casi tan rudimentario como el mío: Inglaterra les sonaba tan remota y vaga como Samoa o las Aleutianas. Solo el viejo hocha, por lo que más o menos pude entender, había estado en Estambul, hacía muchísimo tiempo, antes de las Guerras de los Balcanes. Estuvo hirviendo diminutas cazuelas de café, una tras otra, e iba vertiéndolas en borboteantes dedales.
Cuando pregunté por Atatürk (Kemal Paşa), la conversación se animó. Unos cuantos de los más jóvenes parecían estar discretamente a favor de él. Pero el hocha, durante cuya niñez el sultán Abdul Hamid seguía siendo padishá y califa, echó la cabeza hacia atrás enérgicamente, una y otra vez, chasqueando la lengua en señal de desaprobación. La discusión continuó exclusivamente en turco. Entendí que, para el hocha, Kemal era poco mejor que tener a un infiel gobernando. El cambio de la sagrada escritura del Corán a los caracteres latinos, las bebidas alcohólicas, la disolución de los derviches, los rezos en lengua vernácula, la prohibición del fez y la eliminación del velo de las mujeres… Todo eso era obra de Satanás. Así que me quedé atónito cuando, a la hora de dormir, el hocha me llevó, acompañado por los demás portando mantas, almohadas y una palangana, a una construcción similar a un granero que a la luz de un farol resultó ser la mezquita, o más bien un diminuto anexo que había a un lado, donde prepararon mi lecho encima de una alfombra. Creo que sus casas eran tan humildes que carecían de la tradicional división entre el haremlik y el salemlik para alojar invitados. Tras un breve rezo en silencio, esos amables espantapájaros se despidieron de mí con sus salaams de buenas noches y sus elegantes florituras temblorosas. Dormí al pie de un cartel descolorido de la década de 1890 que, a juzgar por la primitiva ilustración en color de un buque de vapor con la media luna en el tope del mástil y otra de la Kaaba rodeada de fieles, todo ello rodeado de una desteñida maraña de arabescos tipográficos, había sido un anuncio publicitario de la peregrinación a La Meca. Para mí fue una sorpresa enorme que permitieran que alguien a quien debían de considerar no circuncidado contaminara un lugar tan sagrado. Cuando estaba quedándome dormido, la lluvia empezó a caer en las baldosas. Me desperté al amanecer, cuando el hocha enrolló la desvencijada persiana de su casa, poniendo en fuga con su chirrido a los horrorizados yins.
Debió de ser unos kilómetros más al sur cuando se produjo la ocasión memorable en que divisé por primera vez un grupo de sarakatsani. Los había oído mucho antes de alcanzar a verlos, pues por el aire húmedo viajaron hasta mí tintineos y vibraciones en muchas notas diferentes. Una hondonada abrupta en aquella tierra de inhóspitos cabos costeros me permitió divisar un puñado de chozas cónicas apiñadas como colmenas pardas en el filo de una pendiente verde coronada con un bosquecillo, y desde lo alto de cada uno de esos conos bulbosos de carrizo y mimbre mañosamente entretejidos, un penacho de humo se elevaba en medio de la llovizna. En la cima de la colina, inclinados por la pendiente de tal modo que ofrecían una vista de pájaro de su interior, había una serie de enormes apriscos para las cabras, hechos con espinos y paja, semejantes a zariba africanos. Figuras oscuras se movían entre las chozas, que eran como las wigwams de Norteamérica. En el centro, entre huecas artesas de madera para abrevar a una multitud de animales, se erigía la pértiga alta y bifurcada de un pozo, en la que pivotaba una viga transversal de tres brazas de longitud. Había varios caballos, mulas y burros, una yegua o dos con sus potrillos trotando a su lado y ladridos de muchos perros, pero todos ellos quedaban irremediablemente superados en número por los millares de ovejas y cabras, cada una de las cuales hacía su aportación, mediante el sonido de los cencerros de hierro o bronce atados al cuello, a la melodía mineral en incesante variación que dominaba el húmedo paisaje. Había muchas más cabras que ovejas, grises y a rayas, algunas casi blancas, melenudas, con sus cuernos enroscados, pero la gran mayoría eran de color marrón oscuro tirando a morado o negras. Me dirigí en línea recta al corazón de aquella algarabía. Los pastores, hombres altos de aspecto asilvestrado, presentaban tal variación en el color de sus ojos y de sus cabellos como su grey. Unos tenían los ojos grises o azules, y unos cuantos jóvenes se tocaban con chatos pastilleros negros puestos de lado en medio de una maraña de pelo revuelto, aclarado por el sol. Pero en esos momentos todos llevaban la cara bien tapada bajo las puntiagudas capuchas de sus capas artesanales de lanudo tejido negro, unas capas que les llegaban casi hasta los pies, tiesas como el cartón, con cada hebra chorreando agua de la lluvia. Portaban cayados largos como lanzas, rematados en unos ganchos tallados con una elaborada ornamentación. Su porte y sus miradas denotaban una actitud de alerta y de precaución, e iban vestidos y enfajados con prendas casi tan tiesas como sus capas. ¡Y todos de negro! Las mujeres, algunas de las cuales cargaban con sus críos en cunitas de madera como las madres indias americanas mientras hilaban la lana con sus ruecas talladas o tejían con su traqueteo monótono en los telares del interior de las chozas, llevaban los cabellos trenzados, cubiertos con toca, y vestían unas prendas increíbles, llenas de plisados y zigzags blancos y negros, tan adornados como la vestimenta de las reinas de las barajas de naipes.
El lugar apestaba a caballos, a cabras, a cuajo y a humo de leña. Todo estaba construido y fabricado con ramas, espino, carrizo y leña. Todo estaba sujeto con estaquillas, o plisado, o tejido o atado con correas. Había calderos de cobre y de hierro, cubos y toneles de madera, pellejos vueltos del revés y atados a la altura de los cuellos y patas, cortados para hacer con ellos chirriantes odres, de los que chorreaba leche y suero. El jaleo y el ajetreo eran tremendos. Habría podido perfectamente encontrarme dentro del arca de Noé. Mientras bebía a sorbitos una taza de espumosa leche caliente que un amable pastor me sirvió de un odre, pensé que esas figuras encapuchadas y con capas negras, esas mujeres con sus zigzags blancos y negros, esas chozas cónicas y el multitudinario tintineo de sus rebaños por los lluviosos bosques de Rumelia representaban la comunidad más misteriosa que había visto en mi vida. Los rodeaba un aura de leyenda, a ellos y a toda aquella escena, que en esos momentos se tornó todavía más extraña por el efecto de los rayos de sol que se abrieron paso entre la borra de las nubes, creando docenas de pálidas estacas concéntricas. Las gotas de lluvia casi parecían inmóviles en la quietud del aire cargado del eco de los cencerros: un lento confeti de lentejuelas microscópicas. Enseguida se vería más de un arcoíris.
«¡Karakatchan!», me había contestado un búlgaro viejo que cargaba al hombro con un arado, cuando los divisé por primera vez a lo lejos. Después de un breve silencio, añadió: «Grtzki». Y el griego fue el idioma que oí lanzarse con tono de urgencia de un negro monolito de pastor a otro, cada cual blandiendo su lanza rematada en gancho y cada cual varado en medio de su poza estancada de animales paciendo con parsimonia, o apresado en el remolino momentáneo de las cabras al desplazarse en todas las direcciones por el terreno irregular al pie de las colinas. Y aquellas súbitas insurrecciones sonoras fueron las únicas notas que sobrevivieron cuando todos ellos estuvieron a varios centenares de metros de distancia, detrás de mí, y el campamento se hubo reducido a un pequeño cogollo de apariencia inverosímil de conos humeantes en la otra punta del vítreo paisaje.
Sin embargo, yo aún estuve meditando sobre esas gentes durante una legua o dos, invadido por una gran emoción. Los sarakatsani («karakatchan» es la única palabra en búlgaro para designarlos) son una comunidad fascinante. Griegos de raza e idioma, son los únicos nómadas puros de los Balcanes. Están diseminados por todo el norte de Grecia. Esos que yo había visto habían quedado tristemente separados del resto de las tribus de Grecia por las fronteras que surgieron tras la Segunda Guerra de los Balcanes, por todo el territorio que antes había pertenecido al Imperio Otomano antes de su hundimiento. Algunos autores defienden que esos nómadas son los descendientes directos de los primeros nómadas griegos que se asentaron en Grecia, solo que ellos nunca se hicieron sedentarios: en verano viven en las altas cumbres, en otoño sus inmensas caravanas y rebaños descienden a los pastos verdes de las tierras bajas, y, cuando llega la primavera, regresan a sus montañas. Aquel campamento era el típico asentamiento de invierno: herbosos pastos en tierras bajas, bien provistos de agua, lejos de carreteras y pueblos y de las autoridades civiles que ellos odian, allí y en cualquier otra parte, y a salvo de la nieve y de los lobos de las montañas Ródope, que era su lugar de residencia en verano.
(En las décadas siguientes yo iba a ver mucho a esas gentes. Aunque no podía saberlo, tres meses después iba a alojarme en una de sus chozas, cuando dejase momentáneamente el escuadrón de la caballería griega cuyo avance yo estaba acompañando durante la revolución de Venizelos, que estalló en marzo. Subí a caballo hasta uno de sus altos nidos macedonios. Qué tentación, la de extenderme acerca de los sarakatsani. Pero, dado que ya lo he hecho en otro texto, dedicando al tema una extensión nada desdeñable, debemos seguir adelante.)[57]
Pastores ocasionales con su blanco rebaño, estampas más bien anodinas después de cruzarme con los sarakatsani, fueron las únicas personas que vi a lo largo de lo que quedó de aquel día. Ellos y, dando tumbos por el invisible sendero, una araba: una de esas carretas turcas de pequeño tamaño, plana como una bandeja, con una balaustrada baja de estacas alrededor, tirada por un caballo viejo. Un turco iba sentado con las piernas cruzadas en la parte delantera y detrás de él, también sentadas con las piernas cruzadas y tan profusamente veladas con sus charchaffs y ferejes que parecían cocteleras negras, sus cuatro esposas.
Me había desviado tierra adentro. Cuando volví a ver mar, no había ni un árbol en la sucesión de cabos, y, mirando desde lo alto de uno de ellos a última hora de la tarde, vi doce delfines brincando y retozando en la bahía: salían disparados por encima del agua trazando un semicírculo en el aire, se zambullían, recorrían, nítidamente visibles en las aguas transparentes, el lecho marino como sabuesos y asomaban de nuevo a la superficie en medio de anillas concéntricas para saltar limpiamente, como un juego frenético. Los chapoteos y los sonidos rasgados de su tránsito acuático llegaban nítidos hasta lo alto del acantilado. Me quedé media hora observándolos, arrobado, hasta que por un capricho repentino todos viraron al este y se marcharon con sus espirales hacia el horizonte, como si estuvieran empeñados en alcanzar el Cáucaso. La ondulación de los montes era cada vez menos pronunciada. Al ir oscureciendo, empezó a titilar en medio del ocaso un pequeño conjunto de luces, más abajo, que sobresalía hacia el mar. Al principio me pareció que sería una islita, pero, al acercarme, vi que estaba conectado con la tierra a través de una estrecha pasarela birriosa, con una amplia bahía a cada lado. Unas leguas antes la costa había trazado una curva cerrada hacia el sudoeste, y cada pocos segundos, desde el cabo que quedaba al noreste (que yo me había saltado no sé cómo, en mi serpenteante avance), el haz rotatorio del faro de Eminé (Eminé Bunar) alumbraba y desaparecía.
Un hechizo extraño, bastante tristón y a la vez cautivador, envolvía las callejas adoquinadas de Mesembria, esa pequeña población parpadeante en medio del anochecer. Solo la unía con el continente aquella fina línea, y por eso parecía que el mar Negro la rodeaba por los cuatro costados. A simple vista, daba la impresión de que había más iglesias que casas de vecinos: iglesitas bizantinas, que yo empezaba a reconocer por sus cúpulas y por la hilada roja descolorida de ladrillos y baldosas, algunas medio en ruinas, encastradas en montones de escombros e invadidas por hierbajos y ramas, todas cerradas a cal y canto, en silencio, como muertas. Antes de la era cristiana había sido durante siglos un asentamiento griego, y en la época bizantina fue una ciudad próspera; luego fue tomada por el terrible zar Krum y reconquistada por los bizantinos, y las numerosas iglesias databan principalmente de los tiempos de los emperadores de la dinastía de los Paleólogo y de los Cantacuzene, tras lo cual la población cayó finalmente en manos de los turcos, muy poco antes que la propia Constantinopla. Pero hasta principios de este siglo sus habitantes eran exclusivamente griegos. Oscuros acontecimientos los habían diezmado, y cuando, tras las Guerras de los Balcanes, el pequeño puesto avanzado fue asignado a Bulgaria, su población se redujo aún más debido a la emigración y al intercambio de habitantes. Pero todavía quedaban algunos, melancólicos y reacios a abandonar el que había sido su hábitat durante dos mil quinientos años: tal vez en secreto, al igual que los sarakatsani y los pescadores de la cueva, contaban con la mutabilidad de las fronteras políticas. Tanto en las contadas callejas sinuosas como en el café, lo que se oía era griego, más que búlgaro, y también entre la flotilla de barcas de pescadores varadas en la playa y entre las guirnaldas rojizas de las redes enrolladas. En efecto, era un lugar anfibio. El agua chapoteaba al final de las calles, cascos de barco y mástiles quebraban la línea del horizonte, incluso había algo del oficio del calafate en las fachadas de las casas viejas, con sus travesaños de madera a la vista, que en la parte de arriba sobresalían de la vertical y hacía que se acercasen a la fachada opuesta por encima de las callejuelas como la popa de galeones anclados popa contra popa. La ciudad estaba tan apagada, era tan ambigua, tan acuosa, envuelta en esa penumbra del anochecer que compite con el momento en que se encienden las farolas, que bien habría podido decirse que estaba sumergida en el fondo marino. El sonido del mar suspiraba en cada calle, en cada tienda, en cada habitación, como si estuviésemos dentro de una concha. Y eso era precisamente lo que era, una concha, pero en un sentido diferente.
Uno de aquellos pisos superiores proyectados hacia delante constituyó mi refugio las siguientes dos noches y el día entre ambas: un matrimonio de ancianos griegos, cuyos hijos y nietos habían levantado el vuelo, me acogieron en su hogar. Dentro, el parecido con el castillo de popa de un viejo navío lo hacía doblemente atractivo. Todo estaba revestido de madera, el techo era un artesonado de rombos y, como en la casa de Nadejda, en Plovdiv, un diván recorría todo el perímetro de la mitad elevada del salón. A través de las ventanas, similares a las escotillas de popa, y a través de su infinidad de pequeñas secciones de vidrio, lo único que se veía era el mar Negro. Me pasé allí metido casi todo el día siguiente escribiendo, plasmando en el papel todo lo que había visto a lo largo de la costa del Ponto Euxino. Me costó —y me cuesta— captar el encanto que tuvo ese tramo del viaje por aquella costa prácticamente deshabitada y esa sensación que reinaba de apacible aislamiento, de consuelo. Y el mejor lugar para escribirlo fue esa pequeña población flotante, donde todo estaba invadido por la humedad, alabeado, anegado, oxidado, en proceso de ruina, impregnado de una magia acuática. Después de un paseo por la orilla poblada de juncias del otro lado del istmo, me senté a escribir un montón de cartas. (Resultaba difícil creer que acabarían encontrando el camino para llegar a sus diferentes destinos, repartidos por toda Europa Central, por no hablar de Londres y Calcuta.) Cuando hube terminado, el mar terso de fuera se deslizaba hacia el horizonte bajo un elaborado cielo aborregado, que, más que recordar a un banco de peces, parecía el combado techo de la tienda de un emir imponente, en el que cada línea curva estaba teñida con una increíble tonalidad violácea. Bajo ese cielo, una goleta entró en escena surcando suavemente las aguas, toando tres barcas, rumbo a Ancialo o a Burgas con su cargamento de peces (alcancé a verlos, destellando en cubierta, mientras los marineros inclinaban el cuerpo hacia las redes); y, rodeando la embarcación por todas partes, semejantes a los remolinos de copos de nieve que se agitan al volcar una de esas bolas de cristal en cuyo interior hubiera un barquito en miniatura, revoloteaba en círculos una estridente bandada de gaviotas.
Estando sentados junto al brasero, antes de acostarnos, intenté recitar para mis anfitriones los fragmentos de Homero que me sabía de memoria, así como un par de poemas de Safo. Supongo que fue como si un griego se pusiese a musitar, con un acento ininteligible pero echándole muchas ganas, pasajes de Sir Gawain y el caballero verde en inglés medieval ante una pareja de ancianos pescadores en una casita de Penzance.[58] Aun así, pareció que aquellos versos tuvieron para sus oídos una suerte de valor de talismán, y que les complació escucharlos, más que provocar en ellos el desconcertado tedio que su equivalente en inglés habría podido suscitar en Cornualles. Tuve más suerte con las canciones populares griegas de Fauriel, de la antología del abuelo de Nadejda. Se sabían unas cuantas, y mi anfitriona, Kyria Eleni, una anciana despierta, de grandes ojos azules, vestida de negro y tocada también de negro con una elaborada pañoleta, cantó incluso algunas frases sueltas con voz temblorosa. En cuanto le pillé el tranquillo a la pronunciación moderna de las vocales y de los diptongos, a lo que se añadía que todos los sonidos aspirados habían desaparecido y que todos los acentos indicaban simplemente dónde recaía el énfasis de la palabra, vi que en cuestión de poco tiempo leerlas en voz alta sería pan comido, aunque al principio me atrancase un poco. También fui capaz de comprender la configuración sintáctica de las frases y, de vez en cuando, y a pesar de estar en demótico profundo, captar incluso el aire aproximado de lo que más o menos querían decir. Unos periódicos viejos me revelaron el significado de sus textos con una pizca más de claridad, como viendo por un espejo, veladamente, pero, cuando abrí un ajado misal que encontré en una estantería, fue casi como ver cara a cara.[59] Todo aquello estaba cargado de promesas para los meses siguientes, puesto que, una vez alcanzada Constantinopla, planeaba mi invasión personal de Grecia. Pero, para poder conversar en ese momento, seguimos confinados a mi titubeante y prácticamente inexistente búlgaro, cosa que me daba muchísima rabia.
Esos escarceos con los misterios del griego provocaron más de un suspiro. Ellos nunca habían pisado Grecia y ya nunca lo harían (a diferencia de mí). Parecía que les agradaba tener de nuevo un invitado. Yo sentí que el hecho de ser inglés tuvo su peso en su amable bienvenida. En cualquier caso, cuando intenté ofrecerles algo de dinero antes de partir a Burgas al día siguiente, los dos se echaron atrás espantados, como si las monedas hubiesen estado al rojo vivo. Dormí en el diván corrido, al pie de la lamparilla titilante del icono. Tenían un icono de pan de plata de la Virgen (empezaba a reparar en esos detalles) y otro de los santos Constantino y Elena, sujetando la Vera Cruz entre los dos; además, dos coronas de casamiento, entrelazadas, dentro de una vitrina, cuidadosamente conservadas del día de su boda, a finales del siglo pasado. Durante toda la noche se oyó el chapoteo del agua, y, cuando me desperté, las ondas plateadas que se reflejaban desde el mar se arremolinaban por todo el artesonado de madera del techo. De vez en cuando, una de las gaviotas se posaba en el alféizar y se paseaba de un lado a otro antes de alzar el vuelo de nuevo.
«Pero, bueno, muchacho, ¿qué es lo que has comido?». El señor Kendal se detuvo en seco, en mitad del salón, cuando se disponía a estrecharme la mano en señal de bienvenida. En el camino desde Mesembria había troceado las últimas lonchas de la pasturma que me habían regalado los turcos y, sin saber nada aún de la reacción que podía provocar en sociedad, me las había comido al pie de un algarrobo, contemplando las marismas de las tierras bajas, los llanos de sal, los lejanos malecones y las grúas de Burgas. En esos momentos, me encontraba en el consulado británico, desde cuyas ventanas se dominaban unas vistas presididas por la versión agrandada de los barcos y del largo malecón que yo había divisado a lo lejos.
Más de una vez a lo largo de aquel año di de mí mismo una imagen disparatada, tal vez alarmante, como un elefante greñudo y desastrado, por así decir, entrando en la cacharrería de un entorno civilizado. En aquella ocasión había procurado hacer algo al respecto antes de presentarme ante el señor Kendal, a quien los Tollinton habían prometido escribir desde Sofía. Cuando me puse a rebuscar en mi mochila, en el destartalado caravasar de un hotel, vi que poca cosa iba a poder hacer: la chaqueta y los pantalones parecían, después de la caída en la poza, trapos viejos. No me quedaba más remedio que seguir con las polainas y los bombachos andrajosos y con las botas claveteadas. Me sacudí todo lo que pude el polvo y el barro reseco, un chiquillo con un puestecillo portátil de limpiabotas, que parecía un santuario con sus apliques de latón de adorno, les dio a mis botas un brillo inusitado, metí la cabeza debajo del grifo, me cepillé el pelo y me puse una corbata bajo la chaqueta de piel sin mangas. Me dirigí con paso firme al consulado, sabiendo que iba hecho una pena pero al menos un poco aseado, aunque todo había sido en vano.
Sin embargo, eso no tuvo la menor importancia. La vieja chaqueta de tweed del señor Kendal, con una cadena de piel para el reloj desde el ojal de la solapa hasta el bolsillo de la pechera, los pantalones grises y (creo) la corbata de regimiento, su rostro jovial y sonrosado, su complexión robusta, el bigote recortado y los cabellos rubicundos con entradas tempranas, todo ello, a mis ojos aclimatados a los Balcanes, y con el León y el Unicornio encima de la puerta y las miradas serias de Jorge V y de la reina María desde sus retratos enmarcados en la pared, formaba un conjunto tan inconfundiblemente inglés que temí que mi facha desastrada pudiera interpretarse como un desaire para el país. Pero el tono de voz, simpático y amable, y sobre todo la expresión de amabilidad transparente de sus brillantes ojos azules acabaron de un plumazo con mis miedos.
Olisqueó el aire. «¡Lo tengo! ¡Pasturma! Y la más fuerte que he olido en mi vida». Poco después, en la zona del edificio que estaba reservada a la vivienda privada, el señor Kendal me ofreció algo de beber, al tiempo que me decía que era un héroe por no estar usando tenacillas.
En esas circunstancias, el hecho de dejar mi hotel para instalarme aquella noche en la habitación de cuando su hija Cecily era pequeña dice mucho del alma generosa de Tony Kendal y de su mujer, Mila. Era como haber invitado a una mofeta, por lo menos durante otras veinticuatro horas. Mila, con su voz suave y su talante discreto, irradiaba una benignidad que era el complemento perfecto de la exuberancia y el ánimo expansivo de Tony. El padre de ella, que pasó un día con nosotros, era un general búlgaro retirado: un caballero alto e imponente, entrado en años, con bigote blanco y una mirada acerada de tanto escudriñar campos de tiro desde los pasos de la gran cordillera de los Balcanes.
Aquellos días en Burgas, y los días inmediatamente anteriores, constituyen uno de los tramos de este viaje que quedaron recogidos de forma bastante extensa en el diario intermitente tan curiosamente recuperado dos décadas y media después de haberlo perdido y mucho después de haberme embarcado en la escritura del presente libro. Así pues, en lugar de encajar de memoria esas piezas de tiempos perdidos, de repente me encuentro con una avalancha de anotaciones escritas día a día, sin pulir y tan sucintas que no se pueden usar tal como están. Pero, por lo menos, desde aquí hasta el final del viaje y de este libro, sé a grandes rasgos lo que pasó a lo largo de cada día y dónde pernocté, sin tener que armar un rompecabezas en el que algunas piezas faltan o están rotas, o se les ha borrado completamente el dibujo. En cierto sentido, semejante abundancia resulta un tanto embarazosa: hacer uso de toda ella significaría cambiar el enfoque, cambiar de clave respecto de todo lo anterior, además de una tentación de, por ejemplo, extenderme indebidamente acerca de esos días en Burgas.
La tentación resulta aún más fuerte porque recuerdo mis días bajo el techo de Tony y Mila como uno de los períodos más alegres de todo el viaje. Veo, por mis anotaciones, que las delicias de vagabundear sin prisa por la costa del mar Negro habían estado acompañando un ligero pero creciente sentimiento de soledad, propiciado por el acortamiento de los días, el comienzo del mes de diciembre y la pizca de melancolía que me producen siempre los inviernos en los Balcanes. Sufrí ataques repentinos, fugaces, de nostalgia del hogar de los que, al rememorarlo tiempo después, me había olvidado y a los que me había creído inmune. Pero después ya no hubo cabida ni para la soledad ni para la morriña: los Kendal tenían un montón de amigos entre los habitantes de ese pequeño puerto multirracial en el que estaban representadas muchas de las razas de los Balcanes; y, sin embargo, en otro sentido, aunque
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