7
A VARNA
Después de esas tres semanas viviendo de un modo tan diferente del estilo a lo Kim, el vagón de tercera, con su asiento de madera y su luz débil, unido a la lluvia que caía desoladoramente sobre el llano, al otro lado de la ventanilla, creaban un contraste deprimente. El tren paraba en todas las estaciones, y a veces aguardaba largo rato junto a los andenes desiertos de paradas remotas. A bordo solo había un puñado de labriegos, todos con esa mirada atónita de refugiados que se les pone a las gentes de campo al subirse a un tren, las mujeres con pañoletas de colores y fardos a lo Anna Karénina en el regazo, y los hombres con las manos (romos instrumentos temporalmente ociosos) colgando tristemente entre sus rodillas, fláccidas como aletas de tortuga. No sabían qué hacer consigo mismos, y también yo me sentí un poco así después de dejar el bastón, tanto tiempo abandonado, con la mochila arrellanada en el asiento de al lado como un compañero sapo. Pensé en Bucarest. Contaminado por todo lo que había oído contar en boca de húngaros y búlgaros, en un principio le había cogido miedo, pero una vez allí me había fascinado. ¡Todos habían sido increíblemente generosos! Me costaba mucho creer que en un lapso de tiempo tan breve hubiese cabido tal cantidad de rostros, habitaciones y calles. Me pregunté con tristeza si alguna vez volvería a ver siquiera a alguno de ellos. El campo al otro lado de la ventanilla parecía muy remoto, informe, carente de hitos.
Mucho rato después, nos vimos obligados a sacudirnos nuestro amodorramiento intermitente y fuimos saliendo en manada. Al ver el nombre de la estación, me quedé atónito. ¡Giurgiu, en la ribera septentrional! Por alguna razón, había creído que cruzaríamos el Danubio mucho más abajo, por el gran puente de Cernavodă, para bajar entonces por la costa del mar Negro, pasando por Constanza, Mangalia y Badadag. ¡Pero resulta que estábamos en mi antigua ruta!
En el transbordador yo era el único pasajero. Mientras cruzábamos el río en dirección a las luces de Rustchuk y al muelle familiar, me dio la sensación de que volvía a animarme. Salí disparado hacia el hotel con la idea de hacer noche en él y de contarle a Rosa todas mis aventuras mientras compartíamos otra adorable comida al día siguiente en el filo del acantilado. Por fin una mujer desconocida, soñolienta, bajó las escaleras con un taconeo de chinelas. No, gospodja Rosa se encontraba toda la semana en Sofía. Dejé una nota a su suplente y me marché cabizbajo en dirección a la estación para echarme a dormir en un banco hasta que saliera el tren, y finalmente subí al vagón como un sonámbulo y volví a entrar en un limbo lento, traqueteante y frío. Me sentía fatal. ¿Podría tratarse de un resultado de efecto retardado de la cantidad de noches en que me había ido a dormir a horas intempestivas y de sabe Dios cuántas bebidas ingeridas de todas las clases, rematadas por la fiesta con Rubinstein y el baile en casa de los Stirbey de hacía siglos? Gracias a Dios, por lo general y casi siempre injustamente me libraba de sufrir íntegramente el castigo del katzenjammer y la gueule de bois, como un soldado de infantería con una potra increíble mientras sus amigos caen como moscas a su alrededor. En cualquier caso, ninguna de aquellas dos fiestas había alcanzado ni de lejos el ritmo de la noche que siguió a la representación de La Bohème. De todos modos, ¿es que en el momento de cruzar la frontera de un Estado soberano le registran a uno el equipaje por si lleva resacas escondidas, no declaradas incluso, como si fuesen contrabando?
Mucho rato después me despertó el amanecer que clareaba el cielo a lo largo de una sierra azul marino y que empezaba a iluminar unas quebradas pobladas de chopos raídos, taladrando la niebla bajo un cielo puro, acuoso, cargado de lluvia sin derramar, perforado por pálidos haces de sol. Las hojas brillaban con el rocío. Al igual que en Rumanía, solo que un poco más tarde, todos los bosques se habían cubierto de fuego en mi ausencia. Me comí un puñado de mititei frías de Giurgiu que me había guardado en un cucurucho de papel parafinado, y contemplé los Balcanes, más chatos y romos que hacia el oeste, pero hermosos igualmente, enroscándose en dirección a nosotros. Esa iba a ser la tercera vez que cruzase esas montañas, así que ya empezaba a sentirme como si fuesen mías. Acababa de cruzar el Danubio por décima vez (sin contar, claro está, los puentes tendidos entre Pest y Buda): más de una vez en Ulm, cuando aún está en mantillas; varias veces más en Bratislava; otra vez entre Checoslovaquia y Hungría, en Esztergom; en Budapest; luego de Orşova a Vidin en el vapor, y finalmente entre Rustchuk y Giurgiu, y viceversa. El delta, con sus maravillosas ramificaciones y sus carrizales rebosantes de aves, era aún un desconocido, así como su adorable nacimiento en Donaueschingen. Pero empezaba a tener una sensación de familiaridad con el inmenso río, el auténtico héroe, o tal vez heroína, de nuestro continente. Esos pensamientos acerca de la geografía de Europa oriental eran como los tanteos iniciales de un ciego familiarizándose con un texto complicado en Braille, como si estuviese empezando a aprehender la aspereza de unas cordilleras y la sinuosidad de unos ríos bajo la palma de mi mano.
El tren atravesaba los pasos balcánicos traqueteando y dando bandazos. Unas horas más tarde me encontraba paseando por la calle principal de Varna y poco después contemplando una extensión de agua perlada, rizada en los bordes y surcada de olitas, como una lámina extendida hasta el infinito: ¡el mar Negro!
Iba deambulando por la ciudad a la hora en que se encendían las farolas, preguntándome dónde podría encontrar a Gatcho, cuando oí que alguien me llamaba a voces desde la acera de enfrente y una figura familiar corrió hacia mí. Nos abrazamos como Orestes y Pílades. Una figura familiar, pero nada más. Su gorra, ladeada en un ángulo matador, era una de esas gorras planas que se usan en las universidades alemanas, con una bandita blanca y negra alrededor del borde y una viserita brillante. Vio mi cara de sorpresa y se levantó la gorra haciendo una cómica mueca de consternación al tiempo que me mostraba su cocorota totalmente afeitada. No quedaba rastro de su indómita cabellera negra. Se reía sin parar. Desde mi llegada había visto varios chicos rasurados y tocados con gorra como él, pero no había caído en la cuenta de que eran los estudiantes de la Handelsschule, como Gatcho. Sin dejar de hablar por los codos, nos dirigimos a un café y nos contamos nuestras aventuras. A él no le habían pasado muchas cosas, me explicó; había regresado a Varna poco después de mi partida. Y ¿qué había sido de mí? Le conté con pelos y señales la historia del robo de la mochila y la maravillosa intervención de Rosa. «Seguro que le dieron una buena tunda —comentó Gatcho—, y bien que hicieron». Yo cortocircuité la discusión (demasiado temprano para una bronca), y pasé a hablarle de Bucarest. El capítulo del Savoy-Ritz fue todo un éxito. Gatcho sonreía de oreja a oreja mientras se lo contaba. Recordando sus prejuicios, preferí no hacer mucho hincapié en mis andanzas mundanas, pero sí salí en defensa de los rumanos: no eran, ni mucho menos, los ogros que los búlgaros pensaban. En Rumanía había hecho lo mismo, solo que al revés —como el ratón que ayuda en la fábula de Esopo—. Con escasos resultados, empero. «Salvajes» había sido el comentario despreciativo de los rumanos, y «¡ladrones!» fue el de Gatcho. Tras discutir sin llegar a nada, empecé a preguntarle por nuestros conocidos de Tirnovo, para desviar el tema. Dos de ellos estaban ahí también, pero no Vasil, el cazador de espías, me explicó Gatcho con una sonrisa. Luego cenamos los cuatro juntos y yo me quedé a dormir, en un catre, en la casa de las afueras donde vivía Gatcho. ¿Por qué no me quedaba más y volvía con él a Tirnovo para Navidad? «¡Me espera el pavo!», repliqué yo dándome importancia, y señalé hacia la costa.
Gracias a la palabra «estudiante» que figuraba en mi pasaporte, dio comienzo una vida bastante agradable. Desayunaba, comía y cenaba en un restaurante estudiantil frecuentado por Gatcho y sus amigos, donde hasta tenía mi propia servilleta enrollada en su servilletero. Dado que estábamos en pleno ayuno previo al Adviento, que los estudiantes y las personas que trabajaban allí se tomaban bastante en serio, la comida consistía principalmente en unas hierbas parecidas a las espinacas, canónigos, repollo, coliflor y dos de mis platos favoritos: judías y lentejas, acompañados con un pan negro maravilloso y bien regado todo con vino. Cuando Gatcho tenía tiempo libre, nos íbamos a dar vueltas por la ciudad y nos metíamos por los fascinantes barrios en los que tártaros y circasianos habían vivido sus primitivas existencias. Esos cherqueses habían llegado traídos por los turcos a mediados del siglo anterior y se habían radicado allí. La ciudad no tenía nada destacable, salvo su fantástica ubicación, asentada por encima del nivel del mar, con acantilados hacia el norte y hacia el sur cubiertos con un manto de bosques, y con las olas lamiendo los guijarros y la arena inmediatamente debajo.
Al norte de la ciudad, entre árboles altos, se erigía la villa Stanchev, y, detrás, Euxinograd, una mezcla entre villa y palacio rústico donde la familia real pasaba sus vacaciones de verano. A unos treinta kilómetros hacia el norte, por la misma costa y ya cruzando la frontera, la reina María de Rumanía[47] tenía su romántica residencia oriental de Balchik, donde residía a temporadas. Me pregunté si estas dos ramas de primos Coburgo desafiarían alguna vez los prejuicios de sus respectivos súbditos y se escabullirían a la otra orilla en lancha motora a tomar el té.
Gatcho y sus amigos dedicaban muchos pensamientos a las studentkas, las estudiantes, quienes, igual que ellos, habían venido a estudiar a Varna. También ellas llevaban gorras, muy parecidas a las de los chicos. A algunas les sentaban como un tiro, pero a otras les quedaban bastante bien y les daban cierto aire de apaches. Esos romances eran casi todos platónicos, creo, por dos razones: debido a la estrecha vigilancia a la que estaban sometidas las chicas, a las que sus primos o sus hermanos prácticamente nunca dejaban solas ni les quitaban ojo, como si fueran Argos, y a la actitud que se tenía en toda la región de los Balcanes hacia la virginidad, en sentido técnico. Entre el campesinado, la pérdida de la virginidad era causa de repudio y de derramamiento de sangre, y en las clases cultas el prejuicio está igual de arraigado. No se trata tanto de una cuestión de moral o de ética, cuanto de un sentimiento tribal, y debe de ser herencia en gran medida de la reclusión brutal de sus mujeres impuesta durante siglos entre la población musulmana ocupante. Esa fijación fisiológica estrictamente localizada, junto con las zafias comprobaciones que se llevan a cabo, así como así, para comprobar si la novia ha sido desvirgada o no, han debido de desembocar en situaciones de injusticia sin límite. Gatcho me contó que el pavor a la pérdida de la virginidad atormentaba tanto a sus propietarias como a sus potenciales perpetradores por el temor al castigo a sus familias (y tal vez por temor a las bodas de penalti, aunque se sabía que las chicas podían actuar de mala fe en esos casos). Pero, incluso sin pensar en semejantes sanciones, el candidato a seductor podía naturalmente tener sus reservas a la hora de plantearse cargar de por vida con una benefactora pasajera. Por eso, para evitar correr el más mínimo peligro, había que actuar con suma discreción hasta en los amoríos más inocentes. Y las raras ocasiones en que no eran tan inocentes exigían el mismo grado de estrategia y recursos que la toma de una ciudad. Con todo, cuando los enamorados habían sorteado todos los escollos, cuando habían drogado a los mastines, por así decirlo, sobornado a los centinelas y engatusado a la carabina, el siniestro veto tribal caía entre los dos como una espada: una maldición que solo podía exorcizar el equivalente fisiológico del mecanismo por el cual los teólogos de la Edad Media eran capaces de transgredir el espíritu de un texto manteniendo intacto el escrito sagrado.
Llegados a ese punto, le expliqué a Gatcho, con idea de animarle, cómo llaman los rumanos a esas enfermedades malignas que me habían llamado tanto la atención al verlas por primera vez en la placa de un médico en Arad: Boale Lumeşti (la primera palabra se pronuncia como si fuera bisílaba y la segunda, «lumeshti», y literalmente significan: «dolencias del mundo», pues lume es «mundo» en rumano), dos palabras de resonancias bastante líricas que, aun así, consiguen que una idea te recorra la columna con un escalofrío. «Boale lumeşti… ¡Boale lumeşti!». Pronunciamos aquellas dos palabras despacio, en voz alta, casi teatral, como si fuesen las de un encantamiento o un exorcismo. Weltliche Krankheiten…, las enfermedades del mundo…
Nuestras conversaciones giraban en torno a esos temas y otros análogos. Él sabía que los bogomiles habían aportado a la lengua inglesa, bastante lejos de aquí, la palabra más extendida para denominar la heterodoxia sexual. Por lo que me contó Gatcho, su práctica aquí prevalecía casi tanto como en Europa occidental, o quizás un poco menos. Como suele suceder en las culturas del Levante, la culpa, si es que había que buscarla, y en todo caso tampoco era muy grave, se achacaba a la pasividad, no en sentido moral sino en el de renuncia a la prerrogativa viril en un mundo en el que la rudeza se considera virtud. Pero aquí no se daba esa hostilidad cruenta propia de Inglaterra. La idea de encerrar a la gente en prisión por heterodoxia sexual, salvo si esta va acompañada de factores que harían que un delincuente heterosexual acabase también entre rejas, les parecía tan bárbara y atroz como a nosotros las atrocidades balcánicas. A lo largo y ancho de la península balcánica, la homosexualidad suscita una imagen que contrasta vivamente con el simbolismo occidental. En lugar de evocar un timbre de voz sinuosamente aflautado, ese término les hace pensar en un sujeto alto y fornido, muchas veces asiendo una cachiporra, hablando con una voz grave y lenta, enroscándose las puntas de unos poblados bigotes y observando atentamente a sus congéneres varones con una mirada ardiente, sagaz y especulativa.
Así pues, los jóvenes hallaban dos maneras posibles de canalizar sus romances platónicos. Al atardecer, cuando toda Europa del sur se echa a la calle, a pasear lentamente por las avenidas más importantes mientras va poniéndose el sol, se observa una segregación por sexos (salvo en el caso de los grupos familiares) tan estricta como en la nave de una iglesia, y por lo general va cada uno en una dirección, de tal modo que los enamorados se encuentran a corta distancia solo durante unos pocos segundos palpitantes cada kilómetro. Las dos corrientes de paseantes se convierten en una maraña de furtivas observaciones voraces, miradas perdidamente enamoradas, parpadeos, repasos hambrientos y, cuando no mira nadie, cartas de amor que cambian apresuradamente de manos. Esos billetes plegados muy prietos son la otra vía de contacto. Gatcho estaba involucrado hasta el tuétano en una de esas amistades por correspondencia, y, al haberme hecho su confidente por ser yo alguien totalmente ajeno, pude maravillarme del fervor eufuístico y rimbombante de una y otra parte. Suspiros, lágrimas, el anhelo amoroso que los tenía consumidos, amenazas de suicidio confesas o veladas, noches de insomnio que dejaban la almohada empapada en lágrimas (Gatcho dormía plácidamente) eran moneda de cambio habitual en esas misivas, así como unos ripios en los que todos los elementos de la naturaleza (la golondrina, la alondra, las gaviotas solitarias y los ruiseñores que reclinaban el pecho en un espino hasta traspasarse el corazón) eran reclutados a la fuerza. Gatcho, cosa censurable, andaba metido en tres de esos romances: dos eran ejercicios estilísticos, pero con la heroína del tercero, Ivanka, iba más en serio. Me la señaló durante el paseo del atardecer: una chica muy bonita de Shumen. Y Gatcho me llevó con él cuando recibió una invitación formal a tomar café y slivo en casa del tío de ella, con motivo de la onomástica de su tía, una oportunidad perfecta para el intercambio furtivo de epístolas.
Lo curioso de todos esos romances es que rara vez culminan en algo, y menos aún en boda. El matrimonio es casi siempre una cuestión de dotes y negociación entre las familias, en las que ninguna de las dos partes tiene mucho que decir y los sentimientos generalmente cuentan muy poco. La misma regla impera en todos esos países. Al parecer, da muy buen resultado. Todo eso coloca la inmensa cantidad de canciones que hablan del amor (creo que este incluso supera a la guerra como tema preferido) en una categoría extrañamente teórica y abstracta. Esos sentimientos, por así decirlo, dan vueltas y vueltas en el vacío, como una elaborada maquinaria que se engrana en algo tan poco consistente como el aire. Gatcho admitía que así era. Sin embargo, yo más bien envidiaba la emoción con que vivía todo aquello, la correspondencia ilícita, la sofocante Schwärmerei, los subterfugios y la connivencia, todo lo cual en cierto modo puede ser un fin en sí mismo.
Había señales que indicaban que el viejo orden empezaba a relajarse y, para restar fuerza a mi aplastante tesis, Gatcho acabó casándose con Ivanka dos años después, enfrentándose a una oposición considerable por parte de las dos familias, que tenían otros candidatos en sus listas, y vivieron los dos felices desde entonces o, al menos, hasta la última vez que supe de él, un año antes de la guerra.
Muchos elementos han hecho que Varna tenga un hueco en mis recuerdos. Uno fue un anciano que debió de caer con el primer resfriado del invierno: al fondo de una calleja del extrarradio vi que sacaban un objeto alargado por una ventana; se trataba de un ataúd, tal como pude comprobar cuando estuvo a salvo sobre los hombros de sus portadores. Me pegué a la pared y vi pasar al sacerdote con sus ropas talares y a los dolientes (la mayoría eran viejas, algunas de las cuales plañían lastimeramente), abarrotando el angosto callejón. El ataúd pasó a un par de palmos de mí, abierto, y en su interior iba un anciano vestido con traje negro y zapatos de charol, comprados para la ocasión, tal como me contaron después, y seguramente más elegantes que cualquier otro calzado que hubiese gastado en vida. A su alrededor habían puesto unas cuantas flores, y una cinta de satén mantenía juntas sus manos nudosas. La cabeza, con sus mejillas hundidas, cuencas enormes y una boca desdentada ligeramente entreabierta, parecía más pequeña que la cabeza de una persona viva, como si la muerte se la hubiese reducido; y también bastante diferente. Se le mecía en la almohada a cada paso de los portadores. El pequeño grupo, con sus cirios altos a merced del viento, dobló la esquina. Los tristes cánticos y plañidos se perdieron. Cerraban la retaguardia dos críos cargados con una tapa de ataúd demasiado pesada para ellos, discutiendo con aires de importancia y posesividad acerca de cómo había que llevarla.
Unos diez minutos después, un grupo más próspero pasó por la calle principal. Los transeúntes se detenían, se quitaban el sombrero y se santiguaban. Unos acólitos portaban cruces procesionales de las que irradiaba una profusión de rayos de oro y plata que ellos hacían girar ligeramente desde los mástiles, de modo que los rayos metálicos entrechocaban entre sí produciendo un sonido similar al del papel de estaño al agitarse. En medio, portado a paso lento y con una inclinación casi perpendicular, iba un pequeño ataúd forrado de flores en el que reposaba una niña preciosa de unos cuatro años, con un tieso vestido blanco de fiesta y una corona de flores blancas alrededor de sus cabellos negros delicadamente peinados, en los que le habían anudado unos grandes lazos blancos de satén. Su palidez le confería el aspecto de una muñeca de cera expuesta en una vitrina, donde no habían olvidado ningún detalle salvo el rubor de las mejillas. En este caso, los cánticos eran en armenio, y la comitiva al completo acabó perdiéndose de vista al entrar en la iglesia armenia. (Los sombreros de los clérigos armenios tan solo diferían de los cilindros de los ortodoxos en la manera en que estaban rematados: estos últimos tenían remate plano, mientras que los katimankia armenios se tocaban con un cono acanalado.)
Gatcho se quedó anonadado cuando poco después le expliqué que acababa de ver unos cadáveres por primera vez en mi vida. ¿Cómo era posible que hubiese cumplido diecinueve años sin haber visto ya docenas? Le respondí que siempre había visto los ataúdes cerrados. Menuda ocurrencia extraña, y vaya vida tan poco real debíamos de llevar. A mí aquello me había dejado bastante impactado.
El señor y la señora Collas, el cónsul británico y su mujer, vivían en una casa de la zona alta, con amplias vistas al mar Negro. Varias veces comí allí con ellos, en un ambiente muy agradable, y tomé prestados libros suyos y recibí muchas muestras de generosidad por su parte. Unos días después se presentó Judith Tollinton, en cuya residencia de Sofía me había alojado, para pasar uno o dos días. De paseo por los acantilados, jugábamos a las analogías o a otros complicados juegos de adivinanzas, con la hojarasca arremolinándose por el aire frío de los días soleados. Una vez me quedé hasta altas horas de la noche; creo que estábamos jugando a juegos de lápiz y papel. Después del último whisky con soda, me marché finalmente para regresar a casa de Gatcho, asiendo como de costumbre un par de aquellas latas redondas de Player’s con que me obsequiaban los Collas.
Pues bien, ahora viene una cosa muy curiosa, tan peculiar, a decir verdad, y tan inconclusa —ya que sigo sin entenderla del todo—, que dudo de si ponerla o no por escrito. Pero tampoco me resulta fácil omitirla. Regresaba andando a casa de Gatcho, donde me alojaba. Sería cerca de la medianoche. La llave no estaba en el sitio de siempre. Obviamente, Gatcho se había olvidado de dejarla allí. Había luz en la casa, así que le llamé por su nombre una o dos veces y luego eché unas piedrecitas a la ventana. No hubo respuesta. Había debido de acostarse dejando las luces encendidas. Así pues, trepé por un caño de desagüe (la habitación de Gatcho estaba en el segundo piso), abrí la ventana y me metí en el cuarto de puntillas con el mayor de los sigilos. Gatcho no estaba en su cama, sino sentado en el borde de la misma, vestido de pies a cabeza, y me miraba fijamente, el ceño nublado de histriónica tormenta. Le pregunté alegremente qué había pasado con la llave. Gatcho estalló: «¡Márchate! ¡Te odio!». Lo dijo de un modo tan dramático que yo creí que se trataría de alguna broma rebuscada, me eché a reír y di unos pasos hacia el centro de la habitación. Él se levantó y gritó aún más fuerte: «¡Ich hasse Dich!». Y añadió gritando más todavía: «¿De qué te ríes?». Aplaudí y dije: «¡Bravo, Gatcho!». Entonces, Gatcho cogió el enorme cuchillo búlgaro de filo doble que estaba encima de mi cama junto con un montón de cachivaches más, le quitó la funda y se plantó debajo de la lámpara con el brazo del cuchillo estirado en ángulo recto respecto de su cuerpo, apuntándome con la punta levantada. Casi dolía ver lo levantadas que tenía las cejas, y me miraba con los ojos muy abiertos y muy fijos, y con los labios tan apretados que apenas se le veían. Por fin entendí que no se trataba de ninguna broma y le agarré la muñeca derecha con ambas manos. Hubo un momento de impasse. No hizo ningún intento de atacarme con el cuchillo, pero sí opuso resistencia a mi embestida. Esto provocó que cayésemos al suelo, y el cuchillo salió disparado estrepitosamente por la habitación. Me zafé, cogí el cuchillo y lo arrojé al jardín por la ventana todavía abierta. Llevados por aquel arranque de violencia, habíamos volcado el mangali, un enorme brasero de latón con unos aros pesados que se usaba para caldear la habitación. El suelo estaba cubierto de ascuas de carbón. Sin mediar palabra, nos pusimos los dos a recoger aquella rociada carmesí con ayuda de cualquier cosa que encontramos a mano y a echarla otra vez en el mangali ya puesto en su posición correcta. Mientras recogíamos el estropicio, se oyeron unos pasos subiendo las escaleras ruidosamente. Kiril y Veniamin, los dos amigos de Tirnovo que vivían debajo, irrumpieron en la habitación y preguntaron qué era todo ese jaleo. «El mangali nada más —respondimos nosotros, con la mirada fija en nuestra labor—. Venid a echarnos una mano». Una vez hubimos recogido todo el carbón, y cuando los otros chicos se hubieron marchado, nos sentamos cada uno en nuestra cama sin decir ni mu, y Gatcho hundió entre las manos su frente rasurada. Siguió un largo silencio. Entonces nos miramos el uno al otro, perplejos. Cuando hubimos recobrado un poco la compostura, yo le pregunté qué demonios había pasado. Gatcho respondió: «No sé. De verdad que no lo sé. —Y, tras una pausa—: Perdóname, por favor». Nos estrechamos la mano ceremoniosamente. «No habría podido hacerte daño. No me preguntes más, por favor». Me pareció inútil insistir en ese momento. Nos fuimos a dormir, nos dimos las buenas noches con tristeza y apagamos la luz de un soplido.
¿Qué había pasado? De una cosa estaba seguro: aunque yo no me hubiese lanzado a por el cuchillo, Gatcho nunca me lo habría clavado en la mollera. No había atacado y había soltado el cuchillo de inmediato. Era tan fuerte como yo y, si hubiese querido, habría podido soportar una pelea mucho más larga. Evidentemente, fue mi risotada discordante, poco perspicaz y, sin duda, espoleada por el whisky, lo que le había movido a coger el cuchillo por pura exasperación. Pero ¿qué era lo que había motivado todo, para empezar? Antes de ese momento no se había producido ni el más mínimo roce, y cuando me marché de Tirnovo nos habíamos despedido con alegría. Tampoco había existido el menor rastro de discordia sentimental, rivalidad por alguna studentka ni fricción de ningún otro tipo. ¿Podría ser que yo hubiese hablado más de la cuenta acerca de la aborrecida Rumanía? Creía haber sido cuidadoso en ese aspecto. ¿O quizá me había pavoneado más allá de lo soportable de mis elegantes nuevos amigos de Bucarest? A mí me parecía que había obrado con suficiente tacto para no meter la pata. ¿Era posible que hubiese dado la impresión de abandonar a Gatcho y a sus colegas esos últimos días, para ir con mis amigos ingleses y codearme con el elevado círculo de amistades del cónsul? No podía ser eso. Estaba seguro, además, de que no se trataba de que quizás estuviese abusando de su hospitalidad, lo cual a fin de cuentas podría haber sido así. (De pronto empecé a preguntarme hasta qué punto había resultado yo un incordio para incontables personas durante el último año: ¿acaso había hecho de mí mismo un verdadero latazo a lo largo y ancho de toda Europa Central? Se abatió sobre mí un hondo pesar añadido, que casi convirtió en un alivio el volver a la cuestión principal.) Tal vez con mi presencia le había impedido estudiar. Pero justamente yo no le había distraído durante las dos últimas noches. Además, Gatcho era un noctámbulo aún más empedernido que yo, e igual de atraído por los excesos y el comportamiento atolondrado. A decir verdad, creo que, a este respecto, ejercíamos lo que los directores de colegio tan condenatoriamente denominan «una mala influencia recíproca». Al final llegué a la conclusión, mientras escrutaba el techo a oscuras, de que a lo mejor había hecho algún comentario inapropiado, tal vez mientras jugábamos a meternos el uno con el otro con más carga de la cuenta, o había podido decir algo bastante inocente que en su momento había pasado desapercibido pero que después había sido malinterpretado, una de esas expresiones que dan lugar a una rencilla, una frase que no se puede ni expiar ni borrar ni aclarar, y que después de abrir una herida y de enconarse había explotado como una bomba de relojería. El resultado había podido ser uno de esos arrebatos de ira ciega que le daban a Gatcho, cuyos estragos en otras personas había podido presenciar con mis propios ojos… ¿Estaba exculpándome alegremente? De repente, Gatcho me preguntó si estaba dormido y volvió a disculparse. Yo respondí que estaba seguro de que todo había sido culpa mía. «¡No, no, no!». «¡Sí, sí!». Menudo diálogo lacrimógeno. Pero era mucho mejor que nada. Los dos fingimos quedarnos dormidos.
A la mañana siguiente estábamos mucho mejor, pero no bien del todo, ni mucho menos. Tanto él como yo nos sentíamos incómodos y evitábamos mirarnos a los ojos. Estando los dos acuclillados delante del mangali, sujetando encima de las brasas sendos pucheros de asa larga con los que nos estábamos preparando café a la turca, dije: «Gatcho, no entiendo bien lo que ha pasado, pero me parece que debería buscarme otro alojamiento. Siento haber sido una molestia». (De nuevo, estaba esperando correo.) Él me asió de un brazo, con lo que estuvo en un tris de volcar otra vez el mangali, y exclamó: «¡Oh, no! ¡Por favor, no, por favor! ¡Piensa en la vergüenza que sería para mí!». Se refería a la afrenta a la hospitalidad balcánica. Yo le rogué que viniese conmigo a almorzar ese día en un café que había descubierto y que había convertido en mi cuartel general para escribir y leer durante el día, en lo alto del acantilado. No nos dijimos nada más hasta que él se marchó, salvo un: «No les vayas con el cuento a los demás, por favor». (¡Como si hubiese podido hacer algo así!) Cuando salí, me asomé a ver cómo estaba el caño del desagüe. El cuchillo se había clavado en ángulo recto en una montante del tabique de la leñera, y lo había penetrado casi tres centímetros por la violencia con que lo había lanzado. Lo guardé en su sitio.
El café tenía la misma orientación que el sitio en el que había almorzado con Rosa a las afueras de Rustchuk, solo que en lugar del Danubio estaba el mar Negro. Parecía que nadie frecuentaba aquel local. El anciano kafedji me dijo que tenían salchichas y que podría encontrar unas patatas para freírlas cuando fuese el momento. Pasé allí la mañana, triste y abatido, tratando de entender, en vano, lo que había pasado la noche anterior, con la mirada perdida en las olas moteadas de lluvia, hasta que apareció Gatcho con una bicicleta prestada. Apuramos un primer chato de slivo y nos servimos otro a continuación. Nuestras palabras iniciales fueron prácticamente idénticas y embarazosamente contritas. Yo dije: «Lo siento muchísimo, sea lo que sea. No fue intencionado». Y Gatcho: «Lo siento muchísimo, no fue mi intención. Debo de estar loco. No hablemos de ello», a lo que siguió un silencio incómodo con un signo de interrogación gigantesco sobre nuestras cabezas. Me entretuve con la botella de vino y la conversación se tornó menos forzada. Gatcho me preguntaba cosas y yo respondía. Me di cuenta de que estábamos repasando uno por uno casi todos los temas de los que habíamos hablado desde mi llegada a Varna. Gatcho me escuchaba en silencio, haciendo de vez en cuando movimientos afirmativos con la cabeza. Yo temía cometer en el mismo error, como el hombre de las historietas al que vuelven a invitar a una casa años después de haber incurrido en una metedura de pata colosal, y que entonces vuelve a cometerla. ¡Ojalá supiera dónde se ocultaba el escollo! Hablé por los codos, pero con más cautela de lo habitual. A pesar de observarle con atención, no pude detectar ningún momento a partir del cual la tensión se diluyera de repente, pero al menos habíamos roto el hielo. Después, asomados al acantilado, me di cuenta de que íbamos agarrados del brazo (me recordó de pronto a Constantine en el baile), como si no hubiera pasado nada. De alguna manera, las cosas se habían arreglado.
Las aguas volvieron a su cauce. Dos días más tarde le pregunté cuál había sido el motivo de aquello. Él me contestó, en tono de disculpa, que simplemente fue por su carácter lunático. Pero yo sé que no fue por eso. Yo había dicho algo que él debió de malinterpretar. Una vez aclarado el asunto, creo que le dio vergüenza reconocer que había sido una tontería.
La explicación de este extraño incidente se ha alargado demasiado. Pero, aunque para un texto como este he tenido que descartar muchos elementos, este suceso no podía omitirlo, por mucho que no tenga una explicación concluyente (le he dado muchas vueltas desde entonces y siempre me genera confusión), y, una vez iniciada la exposición, de haberla abreviado, el episodio habría quedado presentado erróneamente. Abatido, concluí que había herido sin querer a otra persona, y no por primera vez. Ni por última, ay de mí. Pero ojalá supiese de qué manera exactamente.
… a dar un largo paseo por St. James’ Park. El edificio de la Marina visto desde el puente Regent’s parecía el palacio de una ilustración del libro ruso de los cuentos de hadas, de color perla y marfil, con los pináculos y las cúpulas flotando encima de la bruma más fina imaginable, pero donde el único indicio del otoño eran unos puntitos dorados en las hojas verdes de un plátano, como el mechón plateado de Whistler.[48] Estaba contemplando plácidamente los pelícanos (¡cuánto pueden llegar a ensuciarse de hollín!), cuando un simpático vagabundo entrado en años, con una nariz que parecía el Vesubio en erupción y una gorra de tela de color rosa y decididamente magenta, me preguntó si eran…
… y la media de precipitaciones en Nepal es la más alta del Himalaya, con un 82% anual, así que estaré encantado de volver a Shimla. El atuendo del rey y de los funcionarios de la corte es de lo más pintoresco. Yo estaba interesado, por supuesto, en un tramo secundario del sistema retoalpino de capa sedimentaria no combada, con un superestrato de esquisto desmenuzable y fallas de gneis y hornblenda del Jurásico. Espero que observes que…
Estas cartas de mi madre y de mi padre, reenviadas varias veces y recogidas aquella mañana, habían debido de quedarse rezagadas en alguna de sus numerosas etapas. Las cartas de mi madre, escritas a vuela pluma, eran (y siguen siendo) largas, deliciosas y divertidas. Varias veces sorprendí al encargado del café con mis carcajadas hasta que llegué al final de la epístola («todo en esta vida, incluida Cromwell Road,[49] tiene su final, conque…»). Junto con la cartas, como siempre, había un grueso rollo de semanarios y recortes de prensa interesantes o divertidos, tiras cómicas, crucigramas de The Times, etcétera. Yo, a mi vez, contestaba con largas crónicas del viaje (esas respuestas, que pedí prestadas cuando me senté la primera vez a escribir este libro, también se extraviaron, desgraciadamente, como los cuadernos). Las cartas de mi padre, mucho más breves y más formales y puntillosas tanto en la forma como en el fondo, eran menos frecuentes. Mis padres se habían separado hacía unos doce años, y ya antes él solo regresaba a Inglaterra para pasar seis meses cada tres años, con el resultado de que, al igual que muchos padres e hijos angloindios (en mi caso, un hijo que nunca había pisado la India, aunque mi madre y mi hermana habían nacido en la India y mi padre vivió allí prácticamente toda su vida), éramos casi unos desconocidos, pese a los decididos esfuerzos por ambas partes.
Pasé mi niñez en Londres, en la muy emocionante compañía de mi madre, con mi hermana Vanessa (que era cuatro años mayor que yo) cuando no estaba en la India: la primera vez, teniendo yo unos cinco años, en los Primrose Hill Studios, donde por las noches se oían los rugidos de los leones del zoo. Esos estudios estaban habitados exclusivamente por escultores y pintores, y mi madre convenció a Arthur Rackham para que pintase la puerta de nuestro cuarto infantil (que también hacía las veces de aula) con un Peter Pan en los jardines de Kensington navegando por el Serpentine en un nido de pájaros. Luego vivimos unos años en un piso bastante increíble, un piso alto en el número 213 de Piccadilly. Desde la cama de mi habitación se veía un letrero luminoso de una azotea del otro lado de la plaza circular: una coctelera que vertía un combinado en una copa que tenía una cereza dentro («GINEBRA GORDON’S, ¡EL CORAZÓN DE UN BUEN CÓCTEL!»). En verano alquilábamos una casita en Dodford, Northamptonshire, en las lindes de uno de los pueblos más diminutos y remotos del país, junto a un arroyuelo que atravesaba unos bosquecillos empinados poblados de zorros. Allí mi madre se dedicaba en cuerpo y alma a escribir sus piezas teatrales, que firmaba con el seudónimo Aeleen Taafe, obras que nunca tuvieron realmente suerte, pero que a mí me parecían fabulosas y tremendamente emocionantes, sobre todo leídas en voz alta. La mayoría tenían que ver con la India, estaban repletas de aventuras e historias de amor, y estaban escritas no sin conocimiento.
Su familia era una mezcla de sangres irlandesas e inglesas. Habían vivido allí desde hacía tres generaciones. Mi abuelo llegó a la India como guardiamarina de la naviera East India Company. Arribó justo en pleno Motín de los Cipayos, y su bienvenida consistió en una visión atroz de los rebeldes siendo bombardeados por un cañón. Mis abuelos poseían varias canteras grandes de pizarra en Bihar y Orissa, y cuando estaban en la India vivían rodeados de un esplendor a lo Hickey o Thackeray, con un ejército de criados más nutrido de lo habitual incluso, y un número incontable de caballos: una finca elísea que desapareció hace ya muchos años. A diferencia de muchos angloindios, mi madre no solo aprendió a hablar hindi y urdu a la perfección, sino también a leer y escribir en los dos idiomas, y llegó a tener de la India un conocimiento nada superficial. (Había veces, tiempo después, en que dando un paseo por un campo empapado del centro de Inglaterra mi hermana y ella se ponían de pronto a hablar en un idioma desconocido para mí. Entonces yo intentaba acallarlas lanzando una perorata a grito pelado en latín. Pero para ellas no era ni remotamente una lengua lo bastante arcana para representar una venganza real.) Ello se acompañaba de grandes cantidades, y muy aleatorias, de lecturas, una auténtica devoción por montar a caballo y, por encima de todo, el teatro amateur que tanta importancia parecía tener en la vida de Calcuta y Shimla. Aquellos montajes de teatro aficionado fueron lo que despertó en mi madre su pasión por el arte dramático en todos sus aspectos (el cual —me refiero a la parte entre bambalinas— siempre ha suscitado en mí, perversa y tristemente, un retraimiento instintivo. Tal vez erróneamente, porque el teatro me sacó precisamente de un aprieto durante la guerra, en El Cairo, cuando me vi en una situación, digamos, apurada. Un general, un señor mayor bastante agradable, estaba ocupándose mecánicamente de disparar un misil, cuando arrugó la frente con expresión meditabunda. «¿Pudo ser su madre la que vi interpretando el papel protagonista de The Maid of the Mountains en Shimla en 1913? ¿Era ella? ¡Querido muchacho, nunca la he olvidado! ¡Estaba maravillosa! Me temo que ella nunca recordaría a un viejales como yo, pero, por favor, salúdela de mi parte». Se le empañaron los ancianos ojos y el misil olvidado se apagó con un chisporroteo. Fue un alivio enorme y aquello me llegó al alma.) Esa existencia post-Kipling de lecturas, idiomas, gymkhanas y teatro, que iba desarrollándose al pie de los cedros de la India, se veía entorpecida y a la vez favorecida por mi abuela. Pintaba retratos bastante bien, muy al estilo de Burne-Jones, y había dejado un cuadro de mi madre de aquella época: una niña bonita con un vestido blanco y la cabeza inclinada en una pose de mansedumbre absolutamente engañosa, con el fin, creo yo, y con bastante buen criterio, de mostrar la larga cascada prerrafaelita de sus cabellos de color rojo fuego.
Esa vida entre Londres y Northamptonshire, que abarcó toda mi calamitosa etapa escolar, estuvo animada alrededor de un par de años por la súbita pasión de mi madre por las alturas, lo que entrañó largos viajes en coche al aeródromo de Castle Bromwich y después la espera angustiosa de mi hermana y mía mientras la veíamos desaparecer en diminutos biplanos Moth, y luego, peor aún, esperas mías a solas. Por fortuna aquella fase terminó sin tener que lamentar ninguna desgracia. Pero mucho más emocionantes que los placeres que ofrecían Londres y la campiña fueron nuestros viajes a Francia, y al Oberland bernés a esquiar, afición que nos apasionaba a los tres. (Mi madre se había casado con dieciocho años, por lo que podía compartir muchas actividades con nosotros.) Pero mejor aún que eso, o que Francia, o que los museos y las galerías de arte de París y Londres, que ella se conocía como la palma de la mano y que dotaba de gran emoción, o mejor que las interminables obras de teatro, mejor que eso era el don de mi madre para leer en voz alta: enormes cantidades de textos de Shakespeare, poemas, docenas de libros, que venían a ser inmensos tratados de literatura inglesa, a veces durante horas; y, además, gran parte de aquellos textos, dado que yo era cuatro años menor que mi hermana, apenas estaban al alcance de mi comprensión, lo cual los hacían doblemente misteriosos y memorables, por lo que dejaron una huella más honda que cualquier otra cosa de aquella época. Hubo muchos ratos dedicados a recitar versos, cantar con acompañamiento de piano y disfrazarnos. Lo extraordinario de toda esa diversión, de todos esos estímulos y de aquella maravilla de decorado era que todo se conseguía con apenas nada de dinero —cosa que durante años yo no supe—, gracias a un auténtico don para la improvisación y la dirección de escena: una emanación milagrosa y absolutamente exitosa de una fuerte personalidad dotada de una gran imaginación y capacidad de invención.
Por debajo del juego rutilante y nada convencional de las olas de la superficie acechaban, bastante insospechadamente, montes diamantinos sumergidos de convicciones heredadas y nunca puestas en duda. En ocasiones, eran capaces de arrancarle la quilla a alguna embarcación que pasase navegando confiadamente por allí. A veces esos peligros submarinos parecían cambiar de posición, lo cual aportaba a la escena la imposibilidad de calcular los resultados, la sensación de que uno jamás aprendería las sutilezas del arte de navegar aquellas aguas. De repente podían acumularse nubes en una región inesperada, preñadas de angustia y perplejidad, pero no era un precio demasiado alto a cambio del encanto, la generosidad, el estímulo, el espíritu emprendedor, la diversión y la emoción que constituían el clima normal, y menos aún su paciencia y bondad para con mi tormentosa carrera estudiantil, que a cualquier otra persona habría podido desesperar, justificadamente. Yo creo que su propia testarudez y su propia infancia turbulenta atemperaban su exasperación, caritativamente, con una secreta empatía conmigo, por mucho que hubiese de reprimirla por mor del decoro. Con su personalidad polifacética, suscitaba cualquier tipo de reacción menos el tedio. Precisamente su estilo animado y su sentido del absurdo, reflejados en esa larga carta, eran lo que me hacía reír a carcajadas, una y otra vez, para pasmo del encargado de aquel café búlgaro.
Decir que uno de los escribientes de las cartas era capaz de transformar una jornada corriente en Londres en algo cautivador y lleno de vida, y que el otro se las ingeniaba, no sé cómo, para despojar de sus diamantes y de sus penachos a una corte entera de un reino del Himalaya no es una comparación justa. Tal vez apunta a una diferencia de tempo y de temperatura, pero también es interesante por otra razón. Mis propias cartas a mi padre eran tan formales y apagadas como las suyas. Debido a la escasez de permisos que tenía para abandonar la India, y a que las vacaciones de verano solo coincidían en un pequeño tramo con esos paréntesis, apenas nos conocíamos. Nos vimos por primera vez cuando yo tenía cinco años, y desde entonces, juntando todos los períodos en común, estuvimos uno en compañía del otro unos seis meses en total durante el tiempo en que se solaparon nuestras vidas. Aquellos momentos nunca fueron nada del otro mundo, y yo pienso que siempre nos despedíamos con secreto alivio, después de habernos esforzado mucho los dos. Me hubiera gustado haberle conocido no siendo ya un niño, porque si por ejemplo le viera hoy, sentado en un hotel de las montañas italianas, me habría muerto de ganas de conocerle exactamente por las mismas razones que en aquel entonces me llenaban de malestar.
Era altísimo y muy delgado, de aspecto distinguido y culto, usaba gafas gruesas y, la vez que me viene ahora a la memoria (eran tan raras esas ocasiones que cada una de ellas dejó en mí una huella indeleble), su atuendo y los objetos que portaba ponían de manifiesto sus intereses con la misma claridad que las armas parlantes de un escudo. Nos encontrábamos en Baveno, en el lago Mayor, un mes de abril. Nos disponíamos a subir el monte della Croce, justo detrás de nosotros. Yo debía de tener ocho o nueve años, creo. Él llevaba puestas unas pesadas botas, cuidadosamente engrasadas y enceradas, que tenían unos herretes que asomaban hacia atrás, unas medias verdes gruesas, bombachos de mezclilla gris y blanca y una anticuada chaqueta Norfolk de la misma tela, con su cinturón, su tableado a la altura de los bolsillos y sus intrincados botones forrados de piel, y un reloj sujeto al ojal de la solapa mediante una correa de cuero. En los bolsillos se metió una lupa, una brújula, mapas, sándwiches, una barrita de chocolate, una manzana y una naranja, un cuaderno, un bloc de dibujo, lápices, un frasco de cianuro[50] y guías de botánica y avifauna de la región, y luego se colgó (de manera que cruzaban su larga anatomía) una bandolera ancha de rejilla en la que llevaba una caja linneana barnizada con laca japonesa, unos gemelos y un cazamariposas plegable. Cerca de nosotros estaba su bastón montañero, apoyado. Hasta ahí todo bien, pensaba yo, de pie en posición de firmes como un botones reacio ante todo aquel equipamiento. Pero me daban miedo los dos elementos que venían a continuación. El primero de ellos era un martillo de geólogo, cuya cabeza llevaba grabada la flecha ancha, apenas visible, con que se sella todo aquello que es propiedad estatal (dado que mi padre era funcionario del Gobierno de la India). Una de las bromas favoritas de mi padre era decir que los únicos que poseían ese utensilio eran él, sus colegas y los presos de Dartmoor para picar piedra. Yo sabía que lo decía en broma, pero ¿lo sabría también el resto de la gente? Cuando se lo colgaba metiéndolo por el cinturón de su chaqueta, yo siempre rezaba para que la cara visible no fuese la de la flecha. Esta vez se veía clamorosamente. Fingí ajustárselo oficiosamente para que le resultara más cómodo y aproveché para intentar darle la vuelta. Entonces mi padre dijo con voz austera y grave desde su altura: «¿Qué diantres haces, Paddy?». Me acobardé y lo dejé, y confié en que los ingleses que hubiera en el vestíbulo no se diesen cuenta, a pesar de que yo no tenía ojos para nada más, y que los italianos desconocieran su significado. El segundo objeto me causaba casi el mismo temor: una gorra semicircular enorme, creo que pensada, en origen, para viajar por el Tíbet, y que era como una calabaza bisecada, hecha de piel, con visera y unas orejeras forradas de piel que se ataban en la coronilla con un lazo bochornoso (eso si no iban atadas por debajo de la barbilla, lo cual era todavía peor).
Acababan de expulsarme de un colegio privado de primaria (motivo por el que me encontraba en Italia en pleno segundo trimestre, siendo por una vez mi padre quien tenía que vérselas con la segunda de esas calamidades recurrentes), pero la expulsión no se había producido a tiempo de ponerme a salvo del adoctrinamiento de los colegios privados de primaria, los cuales, a diferencia de los internados, convierten a los críos, quienes hasta entonces habían sido todos ellos cuasigenios que arrastran nubes de gloria,[51] en pequeños santurrones conformistas asustados e insoportables. (En estos Potsdams para niños, no en los elitistas internados privados, es donde se teje la mortaja sociológica de la vieja Inglaterra. Si se hiciera saltar por los aires todos esos sitios espantosos, la liberación humanística, que está inesperadamente latente en los internados, tendría al fin una oportunidad.) Una vez en la calle, con el gorro en posición y el sol de la Lombardía arrancando destellos al martillo y a su ancha flecha grabada, me quedé rezagado con la patética esperanza de que nadie creyese que nos unía algún tipo de relación, deseando con todas mis fuerzas que me aniquilase un caritativo rayo, hasta que con tono bondadoso y sepulcral se me reprendió por distraerme. Me sonreí al pensar en todas estas cosas, en el café de Varna, y pensando en cuánto se aproximaba en ese momento mi atuendo al de él.
Por aquel entonces mi padre era el director del Instituto Geológico de la India, y lo fue durante muchos años. Era el responsable del bienestar mineral de todo el subcontinente y, cuando podía escaparse de Calcuta y Shimla, viajaba constantemente por todo ese territorio (siempre —imaginaba yo de niño, por una fotografía descolorida— a lomos de un elefante enorme, con gesto serio y su salacot para protegerse del sol, sentado detrás de un mahout con un aukus en la mano, atravesando paisajes de junglas y montañas). Llegaban cartas de Bangalore, Ceilán, Sikkim, Waziristán… Como auténtico naturalista darwiniano que era, el mundo físico en su conjunto le fascinaba. Yo presumía en el colegio de que mi padre había descubierto un tipo de copo de nieve, una oruga que tenía ocho pelos en el lomo y un mineral llamado Fermorita, afirmación que, por insólita, muchas veces dejaba anonadados y mudos a otros fanfarrones. Una de esas hazañas le valió su ingreso en la Royal Society. Por alguna razón nunca conseguimos conectar. Creo que para mí él era demasiado austero, lejano y frugal, y su instinto naturalista le aseguraba una pasión científica por la clasificación, de tal modo que, por ejemplo, aquel mismo día estuvo explicándome cómo saber si las gencianas que encontramos justo antes de la cota de nieve en el monte della Croce eran dicotiledóneas o monocotiledóneas, sin mencionar en ningún momento su colorido. A mí me iba más una música más salvaje, un vino más fuerte…[52] Me da miedo conjeturar qué pensaría él de mí, un incordio constante que vivía allende los mares, una fuente de perplejidad y de gastos. Por otra parte, se había tomado con bastante tolerancia las fechorías que he que apuntado de soslayo aquí y allá; y había aceptado con filosofía la suspensión de sus planes para mí, implícita en mi viaje a pie. Tal vez percibió que era el principio de la disolución de nuestro vínculo lejano, cosa que, a decir verdad, así resultó ser.
Prácticamente lo único que teníamos en común era el gusto por los juegos de palabras, un gusto que aún no ha muerto en mí, siempre que sean juegos lo bastante largos y elaborados. Un don magnífico de mi padre, un don bastante sorprendente y que parece desmentir la impresión que he descrito aquí, era su maravilloso talento para contar historias. Noche tras noche, en los hoteles de Devonshire, Suiza o Italia que fueron nuestro hábitat cuando venía de la India, iba hilando esos seriales complicados y emocionantes que nos contaba a nosotros y a otros chiquillos con los que coincidíamos en los hoteles (todos los cuales aparecíamos en su relato camuflados bajo nombres fantásticos), y nosotros le escuchábamos mudos y hechizados sentados en el suelo a oscuras.
Guardé otra vez las dos cartas en sus sobres con múltiples sellos, cada una con su fragancia contrapuesta, tan diferentes la una de la otra, pero ambas igual de lejanas y carentes de conexión con el mar Negro y con el paisaje balcánico que me circundaba.
El café, mi nuevo cuartel general en lo alto del acantilado con vistas al mar Negro, donde parecía que nunca iba nadie excepto yo, era poco más que una cabaña entre los árboles. Tenía solo un ventanal, y a través de él contemplaba el mar Negro, allá abajo —de color azul intenso con la luz del sol de invierno, o gris acero, o cobalto, surcado de nubes raudas, estremecido por las gotas de lluvia, agitado por el viento que formaba en él súbitas olas enojadas y, una vez, invisible bajo una bruma con arabescos que transformó todos los árboles y las matas asomadas peligrosamente al filo del acantilado en un bosque fantasmagórico—, y repetía todos sus nombres lentamente, con deleite, una y otra vez, en inglés, luego en alemán, en rumano, en turco: Schwarzes Meer, Marea Neagra, Kara Deniz y, el más profundo y oscuro de todos, el búlgaro Cherno Moré. Al parecer, los antiguos marineros griegos cambiaron su nombre original (el Pontus Axeinos, el mar hostil o antiextranjeros) por su contrario, el Ponto Euxino, «el mar que da la bienvenida», para aplacar las repentinas y terribles tempestades, siguiendo el mismo principio supersticioso por el que a las Furias se las llamaba «las bondadosas». Este mar está lastrado con millares de pecios. Yo miraba al norte, siguiendo los empenachados acantilados, hacia la Dobrucha y Constanza, la antigua Tomis, donde Augusto desterró a Ovidio por escribir el Arte de amar. (¡Ojalá en Tristes hubiese escrito más acerca del lugar!) A continuación venía la vasta extensión del delta del Danubio, finísimas hebras de agua despeluchadas como las hebras destrenzadas del extremo de una larga soga, y luego Besarabia y finalmente Rusia. Todo me parecía muy próximo. Odesa, Crimea, el mar de Azov (los tártaros de Crimea y toda la extensión del imperio escita, la oscura tierra de los cimerios), Novorosíisk y, casi frente a mi mesa, la Cólquida, donde Jasón robó el Vellocino de Oro: una larga travesía para el Argos desde el monte Pelión. Si mi dedo índice pudiera estirarse como un telescopio de varios cientos de kilómetros de largo, se toparía con el Cáucaso, se abriría paso por los valles de Imericia y Mingelia y se internaría en Georgia, atravesaría el universo Lérmontov de Tiflis, tocaría la punta del monte Ararat y, al otro lado, se mojaría en el Caspio. Los montes Elburz, Azerbaiyán, Persia, todo eso me parecía de repente cercano y accesible. Moviendo el índice hacia el sur, apunté en dirección a Trebisonda, el antiguo reino de Ponto y la Paflagonia, la costa de Asia Menor, toda Turquía septentrional y, al final, al sur y un poco al este, a unos doscientos cuarenta kilómetros en línea recta, el Bósforo y, en su orilla, la ciudad de múltiples nombres que era mi meta. Un espíritu salvaje y fabuloso flotaba por encima de las olas, como si esa costa fuese todavía el fin del mundo, el siniestro límite de la realidad más allá del cual comenzaba una nebulosa de leyendas, rumores y conjeturas.
«He pateado la Britania y también la Galia, y la costa del Ponto donde cae la nieve»,[53] eran unos versos que me venían a la mente cada dos por tres en esos días. Otra asociación literaria de la región, junto con las de Ovidio y Pushkin, fue el túmulo que señalaba la tumba de Mazepa, un montículo solitario entre la maraña de los desagües del Danubio. Me habían hablado de ella en Bucarest, y rápidamente leí el poema de Byron, ya que mis pensamientos acerca de la llanura que se extendía desde el río, cruzando Ucrania hasta Kíev, estaban incompletos a partir de ahí sin esa imagen a la Géricault del hetman de Pedro el Grande atado desnudo al lomo de un caballo salvaje, y este galopando con sus crines al viento y los ojos y las narinas crispados en el crepúsculo de la estepa.
Pero Varna, o más concretamente la región boscosa que se extendía tierra adentro desde mi guarida, está marcada especialmente por un desastre de dimensiones mayores. Allí, en noviembre de 1444, el joven rey Vladislao de Hungría y Polonia, junto con el gran Juan Hunyadi, príncipe de Transilvania, y Vlad el Demonio, príncipe de Valaquia, avanzaron con sus huestes contra Murad II —temerariamente, pues, tal como Vlad explicó al joven monarca, «el sultán, cuando sale de caza, lleva una comitiva más numerosa que todos nuestros ejércitos juntos»—. Y así fue. Las huestes de aquel Murad II entablaron batalla con las de Vladislao Jagellón (descendiente de la gran dinastía lituana que reinó en Polonia, Hungría y Bohemia). Tras una lucha encarnizada, el ejército cristiano quedó hecho pedazos. Las suaves pendientes aparecieron cubiertas de cadáveres de caballeros y soldados, entre ellos dos obispos y el cardenal Cesarini, artífice del enfrentamiento, a pesar de la tregua pactada aduciendo que vulnerar un acuerdo sellado con el infiel no era pecado. Los prisioneros de categoría fueron liberados a cambio del pago de un rescate, pero el resto fue pasado a cuchillo por los turcos. El terreno quedó despejado para los otomanos y nueve años más tarde tomaban Constantinopla.
El joven rey cayó en el fragor de la batalla con su corcel acribillado por las flechas. Un jenízaro, Hidja Hirdir —resulta curioso que hayan llegado hasta nosotros esos nombres, como el del primer jenízaro que se coló, tiempo después, por las murallas resquebrajadas de Teodosio—, le cortó la cabeza de un tajo. La metieron en una olla llena de miel y Murad envió a un emisario con el perol a Brusa, la capital de su reino, para anunciar la gran victoria; en las inmediaciones de la ciudad sacaron la cabeza de la olla, la lavaron en un arroyo, la clavaron en una pértiga y la portaron triunfales por las calles jubilosas.
Fuera, todo se había teñido de diferentes tonalidades de azul que brillaban con luz trémula, sin sol. Después de que el kafedji encendiera una lámpara y la pusiera en mi mesa —hacia las cinco empezaba a oscurecer—, pude verla como un fantasma en la cara interior del ventanal, junto con mi propio reflejo fragmentado, iluminado por ella; y entre los dos espectros, como dos escenas recogidas a la vez en una misma fotografía, los azules mortecinos del cabo, del mar y del firmamento. En medio de este vacío de un color azul cada vez más oscuro se vieron, difusos, los puntitos amarillos de las portillas de un barco que venía del noreste, tal vez un buque de vapor ruso, de Odesa, podría ser, o de Jersón, Yalta, Novorosíisk. El único trocito del litoral del mar Negro del que yo no sabía nada de nada era el tramo que quedaba inmediatamente al sur. Pronto lo conocería, pues partía al día siguiente.
«Eso —me explicó Gatcho señalando un zigzag apenas visible de socavones semejantes a zanjas— son trincheras de la guerra, de cuando pensaron que a lo mejor la flota rusa del mar Negro intentaba un desembarco». Estaban invadidas por una maraña raída de zarzas y helechos, de modo que eran como un borrón serpenteante a lo largo del borde del acantilado. Era como si las hubiesen cavado hacía una eternidad, más o menos un año después de que hubiésemos nacido todos nosotros: dieciocho años de polvo y barro casi las habían borrado. El motín del Potemkin había tenido lugar en algún punto de ese mar. Era domingo, un día despejado y luminoso pero gélido, y Gatcho y los otros dos chicos de Tirnovo que vivían en el piso de abajo, Kiril y Venianim, me habían acompañado unos quince kilómetros en mi marcha hacia el sur. Nos habíamos escabullido de la ciudad como malhechores, mucho antes del amanecer. Las vaharadas de nuestro aliento en el aire invernal, que salían proyectadas desde las cabezas de nuestras siluetas, habían sido el primer síntoma de la aurora. Acabábamos de comer pan y queso y de bebernos una botella de vino, a los pies de una mata de espino. El nombre de Veniamin me había tenido intrigado, y resultó ser la versión ortodoxa de Benjamín (la B pasa a V, y la J a I): un chico gordo y simpático, soñoliento, que se había traído una pistola y, sorprendentemente, atinó al disparar a una liebre, un bicho enorme, que en esos momentos llevaba agarrada por las patas traseras y colgaba arrastrando las orejas por el suelo. Era hora de que iniciasen su regreso. Después de aquel almuerzo con Gatcho, todo había ido bien entre nosotros, mejor que nunca, como suele suceder a raíz de una bronca. La noche anterior nos habíamos quedado los cuatro hasta muy tarde en una bodega subterránea, bebiendo a la luz de las velas en un pasillo angosto rodeados de enormes barricas en penumbra.
En el camino de vuelta a casa nos habían arrestado por ir cantando por la calle cogidos del brazo —por dos policías que resultó que iban más borrachos que nosotros, que solo estábamos achispados—. El oficial al mando de la comisaría nos liberó inmediatamente, en cuanto apareció por allí y nos encontró recitando en voz baja Die Lorelei en el banco de una celda. Un policía amigo de Veniamin nos contó, cuando salíamos de la ciudad, que nada más salir nosotros de comisaría metieron a nuestros dos captores en la misma celda que acabábamos de desalojar, lo cual provocó en nosotros un estallido de júbilo.
Era hora de que diesen la vuelta. Nos despedimos con abrazos y luego nos dijimos muchas veces adiós con la mano, mientras yo veía perderse entre las dunas las coronillas rojas de sus tres gorras estudiantiles y la liebre a rastras. Estuvimos escribiéndonos de manera intermitente hasta la guerra, pero ya no volví a ver a Gatcho nunca más.