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LA GRAN CORDILLERA DE LOS BALCANES

Llegó el momento de acelerar el paso en dirección norte, por una llanura calurosa taladrada de cigoñales aquí y a allá, al azar, cada uno de ellos con su correspondiente grupito de hombres y mujeres diseminados a su alrededor, ocupados en labrar sus campos abrasadores. Tenían arados de madera y azuelas, y raspaban, sembraban y regaban huertos y campos de tabaco: una escena de diligencia digna de las Geórgicas, que daba sed ver y, de alguna manera, se hacía penosa. A lo lejos se veían retazos sueltos de verdor sobrenatural. ¿Eran cenagales, un espejismo o los arrozales de los que me habían hablado? El trabajo duro en planicies calurosas lo llena a uno de sentimientos confusos de malestar: alegría por no estar uno mismo trabajando ahí duro, culpa por esa alegría. Desde el punto de vista visual, solo es posible soportar una llanura si es absolutamente yerma, como los desiertos, las tundras o las estepas, adecuadas tan solo para el pastoreo; pero cuesta negarle el esplendor a un océano de trigo. Sin embargo, estas imágenes de prosperidad insignificante y agotadora embargan de pena al observador, y a sus profesionales los dejan impedidos. Ya nunca valdrán para mucho más.

Pero la redentora y bella línea de las montañas cruzaba el horizonte norteño. Avancé con decisión hacia ella, camino de la muesca que señalaba el paso entre las cadenas montañosas de Sredna Gora al oeste y Karacha Dagh al este. Finalmente, para salir más deprisa de la llanura, seguí un sendero que subía por las faldas de Sredna Gora, y, después de terminarme casi todos los suministros que me había dado Nadejda, me eché a dormir en un cobertizo de pastores abandonado, hecho de ramas. Era más alto y más frío de lo que pensé. Me desperté para contemplar el amanecer, mientras me fumaba tumbado a cuerpo de rey uno de los preciados cigarrillos. Al norte se extendía un valle verde y hondo de una docena de kilómetros de anchura, y al otro lado se levantaba la alta cordillera leonada de los Balcanes. ¡Un mundo nuevo! Después de beber un poco y lavarme en un caño que vertía su chorrito de agua helada en un pilón roto hecho con el tronco vaciado de un árbol, lleno de hierbas de un verde brillante y rodeado de un humus casi fósil de excrementos, inicié la bajada mientras iba dando mordiscos a la última manzana de Nadejda. Las sombras de las nubes que se deslizaban por los flancos de la Stara Planina se contorsionaban en las escarpas y los barrancos. Llegué al otro lado a última hora de la mañana y crucé un río, reducido, por la sequía, a una sinuosa lengua de guijarros que me llevó hasta la ciudad de Karlovo.

Estaba construida siguiendo una suave escalinata de roca por encima del río, formando estratos de tejados de madera y paredes de colores: blanco, verde, ocre y rojo, por entre los cuales asomaba un mar de copas de árboles y una corona de pináculos, y por detrás de ella la falda de la montaña. Subí hacia ella por unas callejas empedradas, entre arroyos cubiertos por la sombra de los sauces y casas con patios llenos de árboles, con cancelas altas de madera. Las callejuelas se transformaban en escaleras, combadas en el centro por el largo uso. A cada lado había tiendas donde estaban trabajando albarderos, herreros, hojalateros y carpinteros, y unos primitivos sombrereros con sus kalpaks de astracán hechos con moldes alineados al sol, puestos sobre unas columnas truncadas de madera. A continuación, venían bosquecillos blancos de mocasines, montados unos encima de otros formando pirámides, o colgados como guirnaldas: babuchas turcas holgadas y fáciles de quitar para los rezos o para echarse en un diván; y, a continuación, estantes carmesíes de feces en ringleras.

Estas cuestas convergían en una plaza semejante a una plataforma, con una gran mezquita a un lado, rodeada de minaretes. Por todas partes había turcos con turbante y fez, y mujeres con pantalones, con la cabeza y el torso tapados con negros ferejes que solo dejaban visibles los ojos: inestables siluetas cargadas con canastos y peroles que llevaban encima de la cabeza o con un yugo en los hombros del que colgaban bamboleantes calderos de bronce llenos de agua.

Era la primera vez que veía una aglomeración de más de media docena de personas de esta raza asombrosa. Las pruebas de su desaparecido imperio habían ido engrosando a ritmo constante a lo largo de los últimos centenares de kilómetros, y me los quedé mirando maravillado. Ellos eran los vestigios de más al oeste, los últimos descendientes de aquellas tribus de chamanes de Asia Central, parientes de los mongoles que todo lo arrasaron, quienes habían avanzado hacia el oeste, se habían hecho musulmanes, habían fundado el sultanato de Rum y luego habían conquistado el Imperio Romano de Oriente para finalmente, mediante la captura de Constantinopla, desencadenar la mayor catástrofe en Europa desde el saqueo de Roma por los godos mil años antes. Su imperio se expandió por Asia y África y cubrió tres cuartas partes de la cuenca mediterránea. Llegaba hasta las Columnas de Hércules, y por el norte alcanzó Polonia y Rusia, y por el oeste, Viena; una batida extraordinaria se había adentrado incluso hasta Ratisbona, a un solo día de marcha de Múnich. Cuando recordamos que solo en Tours, a orillas del Loira, se logró detener a los moros de España, hay momentos en que parece que fue por pura chiripa que San Pedro, Nôtre Dame y la abadía de Westminster no sean hoy tres famosas mezquitas, templos primos de Santa Sofía en Constantinopla.

La caída de la ciudad fue un jueves, y todavía hoy los descendientes de sus súbditos ortodoxos siguen considerando ese día de la semana como un día fatídico, un día de mal agüero para iniciar un viaje o para inaugurar una empresa. ¿El mal fario del verde en toda Europa (que no en Asia, donde simboliza el linaje del Profeta) podría provenir del color de los estandartes conquistadores de los turcos? Me lo he preguntado muchas veces. Si se bendice el nombre de Carlos Martel y de Juan Sobieski por rescatar a la cristiandad del islam, se debe deplorar el recuerdo de la Cuarta Cruzada y la codicia y el prejuicio sectario cristiano que llevaron a saquear Constantinopla, destruir el Imperio Bizantino y dejar sentenciada a la mitad oriental de la cristiandad. Es igual de presuntuoso culpar a los turcos de expandirse al oeste por encima de los restos del desastre, como hacer comparecer las leyes de la hidrostática por los daños de un desbordamiento fluvial.

Sus huestes avanzaron por toda Europa. Tuvo que ser una imagen sobrecogedora: la infantería anatolia, los feroces soldados asiáticos a caballo, la caballería beduina, arqueros montados llegados de los desiertos de Oriente, contingentes de albaneses, tártaros y cherkeses, negros de África y, con sus extraños emblemas y sus cascos decorados con esos abanicos de plumas, los jenízaros. Estos últimos eran en su mayoría cristianos a los que habían raptado de niños y que se habían convertido en musulmanes fanáticos y entrenados para hacer de ellos despiadados guerreros, un cuerpo militar cuya música marcial, obtenida a base de golpear los lados de sus enormes calderos de bronce, se entremezclaba de un modo extraño con la de los largos cuernos y los timbales. A continuación iban los derviches, medio tarados; y recuas interminables de camellos y cañones gigantescos con boca en forma de dragón; y, ondeando al viento por encima de sus cabezas, los estandartes de los pachás (en los que el número de colas de caballo se correspondía con el grado de cada uno); y, por todas partes, bajo medias lunas de metal rematadas con una punta, las siniestras banderas verdes. En los primeros siglos, a la cabeza iba el sultán en persona, un paladín o implacable o magnánimo. Tiempo después, cuando los nombres de Bayaceto el Rayo, Mehmed el Conquistador, Suleimán el Magnífico y Selim el Severo empezaron a convertirse en mitos, pasaron a encabezar los ejércitos el estandarte del gran visir, el serasquier o un pachá de tres colas, mientras el sultán, quien hasta su acceso al trono había vivido quizá toda su vida en una jaula,[17] estaba lejos de allí, entre los cenadores y las pérgolas del Gran Serrallo, dando jaque mate a complots, pasando el día en compañía de sus esposas, concubinas y adláteres, cultivando tulipanes, componiendo cuartetas en turco, persa y árabe, o (pasiones tan absorbentes que por falta de atención a cualquier otro asunto casi arruinaron el imperio) acumulando ámbar gris y martas cibelinas. El sultán no solo era emperador, sino califa también. Cuando sus lejanos seguidores tomaban por asalto una fortaleza cristiana, estaban librando una guerra santa. Si un guerrero caía en la batalla y su enorme turbante blanco (uno de esos globos gigantes plisados, retratados por Bellini o Pisanello) salía rodando, de su cabellera rasurada se desenrollaba un mechón de pelo jamás cortado, ofreciendo de este modo un agarre al parejo dedo índice de la mano celestial que lo levantaría dando vueltas y lo depositaría entre los frescos arroyos y las muchachas de ojos inocentes del paraíso.

Muchos de sus descendientes presentes en la plaza tenían un aspecto silvestre, tosco. Eran todos pastores y agricultores, al igual que sus convecinos búlgaros, y vestían unos pantalones harapientos llenos de pliegues, turbantes descoloridos y feces desteñidos. Mantenían en general una actitud de fatiga innata, cosa bastante contradictoria. Sentados con las piernas cruzadas en la soleada galería abierta que recorría uno de los muros de la mezquita, conversaban en voz baja, daban sorbitos a sus minúsculos cafés, hacían que los narguiles burbujearan o bien se afanaban en sus abluciones rituales. Cuando se les unía algún recién llegado y los saludaba tocándose el corazón, los labios y la frente, la respuesta en forma de suaves murmullos generosos de salaams iba acompañada de ese mismo triple arabesco con la mano, acabado con la palma cruzada sobre el pecho y una inclinación de la cabeza: un saludo nada mecánico en apariencia, de gracia y reposo infinitos. Yo recibí este halagador saludo cuando pregunté al hocha, un anciano de ojos llorosos de color azul clarísimo, con barba rectangular y una amable sonrisa, tocado con un chato turbante cuidado con esmero, enrollado alrededor del fez, si podía entrar a ver la mezquita. Entramos descalzos en el espacio en penumbra, alfombrado y de paredes blanqueadas. Allí, bajo el hueco de la cúpula, estaban el nicho del mihrab señalando a La Meca y el tramo de escalones que subía hasta el minbar, donde en los momentos adecuados leía él en voz alta el Corán. No había nada más. Después de indicarme aquellos dos elementos, me dejó a solas. Enseguida, después de una lenta sucesión de reverencias rituales y de agacharse hacia delante arrodillado para tocar la alfombra con la frente, se incorporó con un solo movimiento oscilante y se quedó sentado con las piernas cruzadas, absorto en la oración. De vez en cuando alzaba las manos, con las palmas hacia arriba, a cada lado del cuerpo durante unos segundos, como ofreciendo un presente liviano e invisible; luego las bajaba y volvía a apoyarlas sobre su regazo, donde los pliegues de sus voluminosos pantalones se abrían en abanico desde el borde escarlata de la faja. Allí lo dejé y, con su permiso, subí al minarete.

Desde el menudo parapeto amurallado, que abrasaba como una plancha caliente y cegaba después de la mezquita en penumbra, pude contemplar los tejados de madera y las copas de los árboles de la población. Tras ellos se sucedían los valles y las largas cordilleras ondulantes de Sredna Gora y Karacha Dagh. Cuando bajé por la escalera desde la oscura hélice hasta la mezquita de nuevo, el hocha seguía allí sentado, con la mirada fija en un punto indefinido y las palmas de las manos aún vueltas hacia arriba. Salí de puntillas.

Tras una siesta debajo de unas moreras, me acerqué paseando hasta una alta cascada cuya agua fría caía por la pared de roca (era el nacimiento de los arroyuelos que, como frías venas, recorrían el interior de la pequeña población, bajo la sombra de los sauces) y estuve de vuelta, tal como esperaba, un poco antes de la puesta de sol. Porque allí, doblado por la cintura a la altura del parapeto, parejas las manos a cada lado de la cara, atinadamente recortada su silueta contra el fondo cada vez más rojo del cielo, estaba el hocha como suspendido en el aire; y al poco las sílabas arábigas, lentas, lastimeras, entonadas de forma muy aguda, de la primera afirmación de la llamada del muecín cruzaron trémulas el aire de la noche hasta enmudecer; y luego la segunda frase, más larga, surcó lentamente el cielo y cesó.

Los largos intervalos de silencio eran como la propagación de las ondas por un estanque: tienen que desvanecerse las últimas vibraciones y el cielo volver a quedar inmóvil antes de que la siguiente frase, cuyas palabras son cada una un guijarro arrojado al vacío, pueda desencadenar su nueva secuencia de círculos. El muecín se desplazó por su pequeña plataforma amurallada hasta otro punto cardinal y hasta la frase siguiente; cuando llegó al oído, su lamento había bajado ligeramente a un tono diferente. Terminó de trazar su círculo, y la llamada final fue desgranándose lentamente, hasta que una pausa más larga se estiró y quedó transformada en silencio final. El último aro de rezo se había expandido hasta el infinito. Las famosas palabras se esfumaron del aire y de esas montañas infieles. El parapeto (que ascendía ondulante por el pálido eje del minarete, a lo largo de tres cuartas partes del mismo, y se afilaba en forma de punta de lanza coronada con una media luna vuelta hacia arriba) estaba vacío; el invisible muecín iba ya por la mitad de su oscura espiral. El sol se había puesto por detrás de las últimas bambalinas azules de Stara Planina y Sredna Gora, y bajo las moreras el revoloteo y los lances de las golondrinas me llenaron los oídos de un ruido parecido al siseo de las tijeras que uno oye en la barbería alrededor de su cabeza.

Al día siguiente me despertó la misma aguda recitación de rezos; esta vez la luz daba en el flanco opuesto del minarete. Qué curioso, me dije mientras me ponía en camino, que lo que queda de los turcos en Europa, a la que al fin y al cabo no trajeron más que desgracia, haya de distinguirse por tal encanto y elegancia: la arquitectura de las casas, los techos de madera tallada, las barrocas yeserías, los pozos y las fontanas, las galerías con soportales y, por encima de todo, estos globos y estos pináculos en refinado ascenso que ennoblecen el perfil hasta del villorrio más humilde. Dicho perfil, en las grandes poblaciones, en algunos casos es tan abigarrado como una era de espárragos; ¿y esas colonias de chatos cupulinos que emergen sobre los baños públicos y recorren los claustros de tekkes y madrazas? Sus arquitectos entendían la función de la sombra y del espacio y de los árboles y la manipulación del agua con fines de solaz y de placer para la vista. Es imposible también no deleitarse al pensar en esos puentes esbeltos casi semicirculares, con los que seléucidas y otomanos han unido las orillas de innumerables ríos y torrentes desde los Balcanes hasta los montes Tauro. Flotan sobre los barrancos, de lado a lado (muy por encima de los plátanos y de las adelfas y del vertiginoso vuelo de las aguzanieves), livianos como el arcoíris.

Frente a todo esto es preciso recordar el hecho de que los turcos fueron el único pueblo de Bulgaria, aparte de los colaboradores tchorbaji propietarios de tierras, que en estos territorios sometidos tenían derecho y medios para construir algo más ambicioso que una casucha; además, estas fórmulas eran una adaptación del estilo bizantino que descubrieron en su recién conquistado imperio. De hecho, varias de las grandes mezquitas fueron diseñadas por arquitectos y mamposteros bizantinos. Con todo, existe por derecho propio un estilo turco diferenciado. Es posible que, al igual que sucede con sus edificaciones y jardines y fuentes, la melosidad y la ceremonia que dignifica sus saludos, incluso entre estos supervivientes harapientos y sucios de polvo, le deban mucho a sus antiguos vecinos, ya que, cuando llegaron de las estepas y ralentizaron el paso y echaron raíces en Asia Menor, esos vecinos eran, a excepción de la lejana China, las naciones más civilizadas del mundo: los griegos, los persas y los árabes. Todo esto es así; pero debemos alegrarnos de que los turcos tuviesen el tino de seguir esos modelos y de que, después, cuando no estaban encargando torturas como bastonazos en los pies, estrangulamiento con arco o ahorcamientos (o incluso, en fecha tan tardía como 1876, las atrocidades en Bulgaria que horrorizaron a Gladstone y —sin duda para asombro sincero de los propios turcos— al mundo entero), se dedicaban a diseñar jardines y fuentes, a decretar la creación de cúpulas del placer y a estudiar la trayectoria de las sombras. El Imperio Otomano se ha unido al Imperio Romano de Oriente que destruyó, pero un brillo póstumo y tal vez engañoso de encanto y elegancia domina sus recuerdos. ¡Qué apropiados son estos jardines en la sombra para tomar café y para meditar, para escuchar el tañido de instrumentos de cuerda o los cuentos de los Cuarenta Visires y los amores de Laila y Majnún!

Justo a las afueras de la ciudad quedaba uno de esos recuerdos: un cementerio turco bajo las sombras de los cipreses lleno de monolitos con turbantes y, entre ellos, arrancando con la punta de la hoz los hierbajos resistentes que habían sobrevivido al verano, el hocha en persona. Se enderezó al tiempo que, con arrugada sonrisa, ejecutaba el gesto ondulante de su saludo, y nos quedamos los dos sin saber qué decir en medio de las lápidas. Algunas de las columnas de mármol tenían apenas un palmo y medio de alto y estaban rematadas con un fez esculpido, otras eran casi tan altas como un hombre, y todas se abombaban de la mitad para arriba. Las más bajas y más antiguas, con la pintura cascada, agrietadas, ladeadas o tumbadas en cualquier ángulo imaginable, estaban coronadas con insólitos adornos de piedra labrada. (El fez, impuesto por Mehmed II en la década de 1820 y abolido por Ataturk dentro de las fronteras de Turquía en la década de 1920, tuvo exactamente un siglo de vida oficial.) Se abombaban de tal modo que parecían calabazas o calabacines gigantes, como un cono central rodeado de intricados pliegues, o como un casco en punta asomando por entre los bulbosos dobleces; en otros casos la piedra estaba esculpida como una larga tela enrollada en vueltas y más vueltas; y finalmente otros eran descollantes cilindros estriados, rematados con la cresta rota de un penacho. ¿Qué pachás y qué agas y qué beyes, qué arrogantes binbaşilar, qué miralais con bigotes de mandarín habían podido llevar estos pomposos tocados? Lo habría averiguado si hubiese entendido el turco, pues sus biografías recubiertas de musgo, escritas en árabe, enmarcadas en barrocas cartelas con la parte inferior más estrecha que la superior, estaban grabadas en las estelas funerarias que tenían debajo. El hocha leyó entrecortadamente algunas de ellas en voz alta: Osmán, Selim, Mehmet, Abdul-Aziz, Djem, Mustafá, Omar, Farid… Todas las inscripciones acababan con las dos mismas palabras melodiosas, y cada vez que el hocha las pronunciaba, bajaba la voz en actitud reverente. Esas vocales etéreas tienen algo evocador, casi hawaiano. Hasta años después no supe lo que querían decir: «Murmura una fàtiha». La fàtiha es la primera sura del Corán: «Gloria a Alá, señor de todos los mundos». Es una loa casi tan frecuente como las aliterativas sílabas de la misma sura sin la que pocas cosas en el islam comienzan o terminan: «Bismillah ar rahman ar raheem»: «En el nombre de Alá, el Más Misericordioso, el Más Clemente, cuya piedad no tiene límite».

Abajo, en el fondo de un ancho valle, el río Tunja discurría hacia el este formando meandros. El camino que tomé por la ladera de la gran cordillera de los Balcanes, muy por encima de la carretera principal y del río, ascendía desde una torrentera seca hasta un contrafuerte, para bajar de nuevo a la siguiente torrentera y volver a salir de ella, tejiendo así una tira de festones. Unos pastores, apoyados en sus cayados, apacentaban sus rebaños tintineantes por la erizada pendiente del segundo plano. Aguardaba hasta ver si llevaban kalpaks de astracán o turbante o fez (pues vestían idénticas fajas escarlatas anchas discernibles desde lejos) y entonces gritaba: «Dobro utro» o «salaam alikum!» en función de lo uno o lo otro. El forastero tiene obligación de saludar primero. Unos segundos después llegaba su voz de respuesta. Algunas de las aldeas de cotas muy bajas se apiñaban alrededor de la atenta línea perpendicular de un minarete. Tras uno de estos afables diálogos a larga distancia con un turco que pastoreaba su rebaño unos doscientos metros cuesta arriba, mi interlocutor se puso a gritar algo. Pensé que me preguntaba, como era habitual, adónde me dirigía, así que respondí: «Za Tzarigrad», y añadí a continuación: «Istanbul». Él agitó las manos como dando a entender que ese dato le traía al fresco y volvió a gritar, señalando con la punta del cayado en dirección al oeste, ladera arriba. Algo raro estaba pasando allí.

Una mancha difusa ensombrecía el cielo por encima de una muesca del perfil de la montaña: una mancha extensa cuyo centro parecía hecho de materia compacta. Estaba más difuminada en la franja exterior, compuesta por infinidad de puntitos en movimiento, algo así como si el viento soplase encima de un gigantesco montón de polvo o de hollín o de plumas, justo lo suficientemente lejano como para no distinguirlo con precisión. Una vez superado el lomo de la montaña, esta masa en movimiento, renovada de manera continua desde detrás del perfil montañoso, descendió por nuestro lado de la cordillera y, descomponiendo la figura inicial, empezó a expandirse y a parecerse más a un montón de plumas que a un montón de polvo o de hollín; se tornó predominantemente blanca. La vanguardia fue expandiéndose a medida que iba descendiendo e iba haciéndose más grande, y se mecía y fluctuaba, volando justo en dirección al tramo de ladera en el que estábamos nosotros observándola embelesados. Era una lenta horda aerotransportada, enorme e impresionante, compuesta por miríadas de aves cuyas capitanas empezaban ahora a diferenciarse, deslizándose en nuestra dirección con unas alas prácticamente inmóviles, y a volverse al fin identificables al recortarse de nuevo sobre el fondo del cielo. ¡Cigüeñas! Enseguida una desarrapada batida de escaramuzadoras apareció justo encima de ellas, rectas como quillas de canoas desde la punta del pico hasta la punta de las patas, que flotaban detrás de cada una de ellas como una estela, en equilibrio entre las inmensas alas abiertas casi inmóviles, y la luz del sol caía dorada entre la relativa transparencia de sus plumas y la silueta oscura de sus cuellos estirados, cuellos con forma de bobina de hilo. Las plumas abiertas eran lo único que vibraba. La ancha franja negra de sus alas iba del extremo hasta el punto en el que se unía al tronco, formando una oscura franja senatorial. Las capitanas nos rebasaron enseguida. Luego pasaron varias aves solitarias, y, a continuación, de repente, pasó por encima de nosotros un alto techo de plumas en movimiento, una flotilla que fue creciendo en número hasta convertirse en armada, hasta que al final no oíamos nada más que el roce y el susurro de las plumas, un frufrú aquí y allá cuando un ave variaba de posición con uno o dos lentos aleteos, y el extraño chirrido en masa de un sinfín de esbeltas articulaciones, como un montón de delicados goznes. Ensombrecieron el aire. A nuestro alrededor esta sombra despeluchada cubrió de motas la ladera de la montaña. Unas cuantas aves volaban por debajo del torrente principal de compañeras, desplazándose bajo su sombra, mientras que otras, sueltas o en grupitos, iban a los lados como escoltas expulsadas fuera del sistema. Una de las que volaban bajo cruzó la fluctuante penumbra en dirección al suelo, bajo una V formada con las alas dobladas hacia dentro, y de pronto descendió a tierra, dio uno o dos pasos torpes con sus zancos escarlatas flexionados, dejando aún las alas estiradas como si fueran la pértiga de un funámbulo. Tras menear cabeza y pico una o dos veces, tomó impulso para alzar el vuelo de nuevo y con un batir de alas lento y sin esfuerzo ascendió hacia el deslizante pabellón de plumas que pasaba por encima de nuestras cabezas. Eché la vista atrás y vi que las motas seguían apareciendo por el lomo de la montaña con la misma profusión que antes, para trazar a continuación una pequeña curva descendente junto a la ladera como si fuese una cascada y volver a salir casi de inmediato para sobrevolar el valle formando una sinuosa y continua lengua curvilínea. Las líderes, y pronto también las primeras unidades de la horda principal, habían descendido ya justo por debajo del nivel de nuestra línea de visión: podíamos ver la luz del sol reflejándose en los lomos y alas de sus seguidoras, mientras la línea iba alargándose. La masa irregular, larguísima, de aves se mecía, se inclinaba de un lado a otro, a veces rompía su superficie un remolino viviente, y sus bordes vibraban y se ondulaban, y atrás fue dejando el gran abismo que se abre entre la divisoria del paso balcánico de Shipka, a más de mil ochocientos metros de altura, que las aves acababan de superar, y las cimas no tan altas de la cordillera Karacha Dagh. Al poco rato, las líderes empezaron a transformarse en meros puntitos, y a continuación todas ellas comenzaron a formar una mancha oscura cohesionada, y mucho más abajo iba su larga sombra irregular, que las seguía a un kilómetro de distancia por debajo de ellas, como las sombras de una flota por el lecho marino. El flujo fue cesando gradualmente; la fila de aves fue espaciándose, los grupitos calados fueron menguando de tamaño, y al final solo quedó una retaguardia rezagada que pasó deslizándose en dirección al este. Varios minutos después, cuando las últimas integrantes habían cruzado ya el amplio valle del Tunja, una última cigüeña pasó volando por encima de nuestras cabezas trazando un lento y solitario camino. «¡Aprisa!», daban ganas de gritarle. Al poco tiempo se habían convertido en una mancha alargada que viraba lentamente y sin esfuerzo, navegando las corrientes invisibles del cielo, cada vez más difusa, hasta desaparecer del todo de la vista, de nuestros ojos que sí se esforzaban por seguirlas con la mirada, a leguas de distancia por el corredor balcánico.

El pastor turco se encogió de hombros y alzó los brazos y los bajó trazando un amplio arco de arriba abajo con el que pareció decir: «En fin, ya está. Se han marchado», pero no gritó nada, como si la impresión le hubiese dejado sin palabras, como a mí. Tal vez, también como a mí, le apenaba pensar que estas bellas y auspiciosas aves, que acompañan a la primavera y al verano, se disponían a abandonar Europa.

Me pregunté de dónde vendrían. A juzgar por la dirección que llevaban, debían de volar desde Transilvania y Hungría, o tal vez desde Polonia. En el verano anidan hasta en el Báltico. Las cigüeñas de Europa del Este, de Rusia occidental y de Ucrania suelen congregarse más al norte y al este de la línea que estas habían ido siguiendo. La Dobrucha es su punto de encuentro. A continuación, siguen el litoral del mar Negro hasta Constantinopla, cruzan el Bósforo y bajan por la costa de Levante hasta Egipto, sin perder nunca de vista la tierra. (A diferencia de las grullas, que no se amedrentan ante el mar abierto y vuelan por encima del archipiélago griego y Creta y continúan por la vacía extensión del mar de Libia hasta que alcanzan el desierto.) Cuando las cigüeñas llegan a Egipto, algunas ponen rumbo al sudeste en dirección a los oasis de Arabia, pero la mayoría continúan hacia el sur, camino del ecuador y, en muchos casos, más allá. Una minoría se abre hacia el oeste y llega hasta el lago Chad y el Camerún Británico: algunas han sido halladas, en su regreso a Europa, con puntas de flechas clavadas que pertenecen a un tipo solo fabricado por las tribus de esas regiones. Aquí deben de encontrarse con la rama familiar de Europa Occidental que se expande hacia el este (desde Alsacia y Lorena, España y Portugal), la cual cruza a África en Gibraltar y vuela rumbo al sur atravesando Marruecos y el Sáhara. Dado que todas las cigüeñas de Europa cruzan por uno de estos dos estrechos, el del Bósforo y el de las Columnas de Hércules, sería adecuado clasificar estas dos comunidades de aves como Bizantina y Hercúlea.

Desconozco la fecha exacta del paso que acababa de presenciar, pero debió de ser bien entrado el mes de septiembre. Nada había indicado un cambio de estación: ni una pista de que el equinoccio de otoño no se encontraba ya lejos. Todo en aquel paisaje achicharrado hablaba aún de estío; es decir, todo excepto una leve tregua del sofocante calor del solsticio y un adelantamiento apenas perceptible del momento de la puesta del sol. Todo el mundo había comentado lo mucho que estaba alargándose la estancia de las cigüeñas este año. También a las aves debió de engañarlas el increíble verano y hacerlas pensar que los días cálidos no acabarían nunca. ¿Qué presentimiento inconsciente de un cambio en el eje de la Tierra les habría dicho que había llegado la hora de partir? ¿Una bajada de temperatura, humedad en el aire, una combinación de vapores, la anunciadora formación de cúmulos a lo lejos o una tenue brisa procedente de una dirección funesta? Un síndrome de indicios: «¡Alejaos, paladines! La escena empieza a quedar sombría!».

Fue una sorpresa inmensa, en la ciudad de Kazanlik, tras un largo día de caminata, que un chavalín de un café me llevase, con una insistencia que no cabía resistir y que parecía como si hubiese estado convenida previamente así, hasta la casa de un compatriota. «¿En serio, un inglés?», pregunté al chico. «Da, da Gospodin! Anglitchanin!». Y estaba en lo cierto, puesto que allí, al pie de los árboles de su jardín, sentado a la cabecera de una mesa, con anteojos y una mata de pelo blanco, estaba sentado mi inconfundible compatriota, el señor Barnaby Crane. Di adecuadas muestras de azaramiento por irrumpir en su casa estando él en plena comida. «No sea blando, joven —dijo el señor Crane alegremente—. Siéntese y cene algo»; así que hice lo que se me ordenó. El señor Crane, que era del norte de Inglaterra, se había afincado y casado en Bulgaria hacía una infinidad de años y había echado raíces profundas allí. Tan profundas, de hecho, que observé que en varias ocasiones a lo largo de la velada su discurso, escandido por el pausado repiqueteo de la ristra de cuentas de ámbar con borla verde que sostenía en la diestra, se veía interrumpido por la búsqueda de alguna palabra que en búlgaro le habría asomado a los labios más prontamente. Sus recuerdos de Inglaterra habían quedado aletargados muchos años, convertidos en una capa de cieno debajo de las vivencias de décadas en los Balcanes, y habían perdido nitidez y brillo. Una vaga nostalgia dominaba las escenas del Lancashire de su juventud: autobuses tirados por caballos en Manchester llenos de bombines, excursiones en bicicleta los domingos con el fondo de satánicas fábricas. Había llegado a Bulgaria en relación con los albores de la industria textil y ahora era, tal como merecía, un personaje amado y respetado en Kazanlik. Tuve la sensación, cuando nos despedimos, de que nunca más volvería a ver Lancashire. Stara Planina y Karacha Dagh le habían robado el corazón.

El valle entero estaba cubierto de rosales, había centenares de miles, que entonces estaban desplumados por el largo verano y por los dedos de los recolectores de rosas; en efecto, Kazanlik es uno de los lugares más importantes del mundo para la extraer el aceite esencial de rosas, esa potente destilación de aceite de rosa que tan preciada fue en las cortes y los harenes de Oriente, especialmente en India y Persia. La rosa de Damasco, de color carmesí intenso con el centro amarillo, famosa por su fragancia dulce y penetrante, es la flor ideal para el aceite esencial, y ejércitos enteros de hombres y mujeres llevan a cabo en el valle el arduo trabajo de recoger sus pétalos, que comienzan a escoger en cuanto amanece, antes de que el sol les arrebate el rocío y el perfume que durante las horas de la noche han almacenado. Después, en Kazanlik se vuelcan estas riadas de pétalos en unas cubas enormes, se recoge el aceite y se tira la masa gris de pétalos, despojados de su color y de su aroma. Luego, el precioso residuo se destila, como el Calvados en otoño en Normandía, a través de una batería de alambiques, y tan concentrada es la esencia resultante que son necesarios más de mil cuatrocientos kilos de pétalos de rosas para obtener kilo y medio de aceite esencial. El valioso elixir se embotella a continuación en unas diminutas ampollas de cristal tallado con acabados dorados, con tan solo un hilillo de aceite esencial en cada una, y se vende, comprensiblemente, a precios astronómicos. El olor es complejo, embriagador y un tanto empalagoso. Los perfumes de Arabia que, pese a su intensidad, no sirvieron para borrar de las manos de lady Macbeth el hedor a la sangre de Duncan, debían de ser exactamente así, lo más probable. En el momento álgido de la cosecha de rosas todo en Kazanlik huele a eso. El valle queda lánguido, y los pétalos, que se salen de las sacas llenas a rebosar, cargadas en carros y en carretas, salpican de carmesí los caminos polvorientos como si un ogro, herido de muerte, dando bandazos se hubiese retirado a su caverna.

Todo recto, hacia el norte, está el paso balcánico de Shipka, y enseguida estaba subiendo por un bosque de nogales, robles y hayas, desierto a excepción de un porquero y su piara de gorrinos escuchimizados: unos bichos oscuros y peludos que se dedicaban a hozar en busca de hayucos y bellotas que chascaban al pisarlas. Superada la parte boscosa, la ladera pelada y escabrosa de la montaña ascendía en pronunciada pendiente, y por ella iba escalando la carretera que llevaba hasta el paso, formando una sucesión de largas revueltas que yo iba cortando por difíciles atajos, hasta que ya por la tarde alcancé una cornisa de árboles en la cual se erigía, ante mi incrédula mirada, una versión menor de la catedral de San Basilio de la plaza Roja: un cúmulo de cúpulas altas con forma de cebolla afilada hacia la punta, cubiertas de una retícula resplandeciente similar al lomo de un pez de escamas glaucas y doradas. En lo alto de estos pináculos retorcidos brillaba una cruz rusa con sus tres travesaños horizontales (el más alto y a la vez más corto, símbolo de la tablilla con el INRI, y el más bajo, colocado en diagonal sobre el eje, símbolo del apoyo de los pies). Los edificios monásticos construidos alrededor de este curioso templo estaban salpicados de personajes, bien solitarios, bien en pequeños grupos, que mantenían esa actitud de apatía más bien tristona que acompaña al ocio mísero y no deseado. Eran en su mayoría hombres de mediana edad o viejos; muchos usaban bastón; su fisonomía difería del tipo búlgaro, y los fragmentos de conversación en eslavo que capté contenían una variedad mayor de modulaciones y flexibilidad de lo que puede detectarse en la lengua vernácula. La manera en que vestían sus prendas remendadas y raídas trataba de denotar cierta elegancia y dignidad. La única persona del clero que había entre estos legos monásticos era un alto y benevolente Rasputín, que vestía un hábito ceñido con un ancho cinto con hebilla, y que llevaba los cabellos rubios cortados a cazón y tocados con un alto cono de terciopelo adornado en la frente con un crucifijo ortodoxo.

Eran veteranos e inválidos, y serían unos doscientos. Habían subsistido en este lugar gracias a la mísera manutención que les proporcionaban sus antiguos adversarios, desde la disgregación de los ejércitos imperiales rusos tras la revolución bolchevique. Uno de ellos, un exteniente de artillería que había servido en el ejército contrarrevolucionario de Kolchak,[18] me llevó por los diferentes edificios. La iglesia y el monasterio se habían construido tras la victoria rusa contra Turquía en la Guerra Ruso-Turca de 1877-1878. Mi guía, que hablaba un francés impecable con un cautivador acento ruso, me explicó la campaña delante de un mapa como si él mismo hubiese combatido en ella. Describió el avance de las tropas rusas por el Danubio, situó con una varilla la colocación de los generales Skóbelev, Gurko, el príncipe Mirski y el zarévich, el desaparecido Alejandro III, así como la de los bajás Suleimán, Osmán y Vessil. Me narró el asedio y la caída de Plevna y, sobre todo, después de un punto muerto que duró muchos meses y que se saldó con muchas vidas, la terrible matanza durante las nevadas de pleno invierno en el paso de Shipka, que estaba inmediatamente por encima de nosotros. Las palabras del despacho de Skóbelev al final de la acción: «Na Shipke vseo spokoino» («Todo en calma en Shipka») se hicieron famosas, y esta frase vino a representar, para rusos y búlgaros por igual (ya que los batallones de voluntarios búlgaros habían desempeñado un papel valeroso en la acción), la guerra entera, una guerra que aseguró la liberación de Bulgaria del yugo turco en el Tratado de San Stefano, después de que los ejércitos rusos avanzasen hasta los muros de Constantinopla.

Pasamos a ver el feo interior nuevo de la iglesia y unos iconos llevados de Rusia, tachonados de diamantes, tras lo cual nos incorporamos a un grupo de veteranos que estaban sentados alrededor de un samovar en una sala gris alargada, decorada con retratos del zar Nicolás II, Kolchak y Denikin, y cuadros con vistas de Moscú y San Petersburgo, de la avenida Nevski con nieve, de las batallas de Plevna y Shipka y de ejércitos cruzando el río Berézina. La conversación, que por deferencia conmigo se desarrolló en francés con niveles variables, giró en torno a sus antiguos regimientos y guerras pretéritas, y especialmente las desesperadas campañas del ejército ruso blanco en las que casi todos ellos habían participado. En sus manifestaciones daban a entender claramente que la fase actual era una fase de transición, y el régimen soviético, una chifladura pasajera plagada de las semillas de su propia disolución. Que otro golpe de timón colocaría al gran duque Kiril[19] en el trono, y el doble águila aletearía de nuevo sobre Peterhof, Tsárskoye Seló y el Palacio de Invierno y los trasladaría a todos ellos, por arte de magia, a un honorable retiro en sus hogares de Kiev, Tambov, Odesa y Ekaterinoslav. Hondos suspiros salpicaron esta charla, y repentinos silencios delatores. La tristeza del otoño se adueñó de la larga sala.

No me crucé con nadie más en el resto del camino hasta la cumbre, excepto con unas cuantas carretas. Tiraban de ellas unos recios caballos, y los listones de madera de ambos lados de las bestias estaban unidos mediante unos curiosos balancines curvos que pasaban a la altura de la cruz de los caballos como semicírculos de madera. Un clavo traicionero de mi bota derecha empezó a causarme dolor al poco rato. Cuando llegué al paso de montaña, que no es realmente un paso, ni mucho menos, porque apenas se hunde un poco la línea de la divisoria, el dolor se había convertido en un suplicio tal que me senté al pie del inmenso león que conmemora la batalla e hice lo que pude con ayuda de piedras y una navaja para localizar y aplanar el pincho torturador; tenía un dedo del pie en carne viva y me sangraba. Pero no sirvió de nada, porque, cuando volví a ponerme la bota, el clavo invisible no solo parecía más largo y afilado, sino que, cuando traté de andar, parecía estar al rojo vivo.

La célebre batalla se había librado alrededor de este collado ventoso. En algún lugar cerca de allí un avezado geógrafo habría podido apoyar el índice de una de sus manos en alguna piedra afilada del borde mismo de la divisoria y saber que, si una gota de lluvia caía en el filo y se partía en dos, la media gota del norte acabaría llegando al Danubio y finalmente al mar Negro, mientras que su hermana resbalaría en dirección al sur y llegaría al Tunja y de ahí al Maritza y al final saldría por la desembocadura del ancho Hebro para formar parte del Egeo y del Mediterráneo.

La proximidad del ocaso estaba empezando a desdibujar los detalles de los dos mundos cóncavos que resplandecían con una luz cada vez más tenue a cada lado del paso. La caída de la noche y el estado de mi pie suscitaron una punzada de preocupación. Iba cojeando en medio del anochecer, aguzando el oído por si detectaba el esperado traqueteo de una carreta. Por fin, se me acercó una vacía con dos campesinos sentados en el pescante. Iba en la dirección buena. El carretero tiró de las riendas en respuesta a mi suplicante saludo con la mano y le pregunté si se dirigía a Gabrovo. Así era. Le expliqué que tenía un piel mal, y, para mostrárselo, cojeé teatralmente dos o tres pasos: ¿podría llevarme? El aldeano, tocado con su kalpak, me miró de hito en hito y entonces dijo: «Kolko ban?». Atónito, le pregunté a qué se refería, aunque entendí perfectamente bien: «¿Cuánto dinero?». Él repitió la pregunta, sonrió de oreja a oreja y se frotó el pulgar y el índice de una mano, estirada hacia mí, como palpando un billete imaginario. Convencido de que estaba de guasa, le respondí: «Edin million», y me dispuse alegremente a subir a la carreta. Pero me detuvo la mano que sostenía el látigo y la pregunta fue formulada de nuevo. Claramente, había malinterpretado su sonrisa. Me propuso llevarme a Gabrovo por el equivalente a diez chelines. Como solo me quedaba una libra, aduje ser pobre, estar cojo y ser forastero por esos pagos. El tipo abrevió el coloquio chasqueando la lengua en ademán de negación y echando la cabeza hacia atrás, hizo restallar el látigo y allá que se fue con el traqueteo de su carreta a las entrañas de la noche. Sin que me diera tiempo a recuperarme del pasmo ante un comportamiento tan sin precedentes en ningún camino de Europa, a mis oídos llegó el ruido de otra carreta acercándose. ¡No todo estaba perdido! Pero unos minutos después el sonido de las ruedas se desvanecía de nuevo, tras un diálogo prácticamente calcado con otro hosco carretero. (Este afán por ganar dinero con bobadas fortuitas, tales como recoger a un caminante en una carreta vacía, es un fenómeno que en Bulgaria me tocó vivir en varias ocasiones, pero que no he vuelto a encontrar en ningún otro sitio de Europa, ni antes ni después. Se oyen casos así en Italia. Pero un comportamiento semejante en Grecia, sobre todo si hay un forastero de por medio, y más aún un forastero tullido e ignorante, sería motivo de vergüenza para toda la vida.)

No cabía plantearse pasar la noche en el collado, pues estaba soplando un viento rápido y helador. No había dónde refugiarse ni dónde cobijarse. Era inhóspito como un desierto. Al cabo de un par de kilómetros más, divisé con regocijo, a la luz de la luna que empezaba a salir, una casa en la vera del camino. Mi presencia desató un aluvión de ladridos de un perro pastor blanco. Cuando me acerqué a la puerta de la vivienda, la raya de luz de debajo de los postigos se apagó. Llamé con los nudillos en la puerta y en el postigo, y expliqué lo que me pasaba en un búlgaro tan penoso como el estado de mi pie. «Soy un viajero inglés, tengo el pie mal. Hace mucho viento frío (gulemo studeno). ¿Me deja entrar, por favor?». Podía oír susurros en el interior, donde antes había oído voces; entonces se hizo el silencio, roto solo por los ladridos y gruñidos que salían de las fauces babeantes del can Cerbero, peligrosamente cerca de mí. La repetición de mi patética letanía fue gradualmente perdiendo poder de convicción. Al final, cuando había perdido ya toda esperanza, proseguí la ardua caminata en dirección al norte, ladera abajo, soltando tacos y maldiciones a voz en grito, cegado por lágrimas de ira y frustración. Ninguna de las frases de Nadejda parecía útil en aquella situación. Este ser que gesticulaba y profería insultos habría podido aterrorizar a cualquiera que lo hubiese visto. Pero lo que me dominaba por encima de todo era una sensación de perplejidad. ¿Qué pasión de xenofobia o de afán depredador o de timidez se escondía en esa horrible cordillera? ¿Pensaban que era un bandido, o un asesino oculto tras la máscara de estudiante extranjero errante que para corroborar su disfraz hablaba un búlgaro chapurreado? ¿O un djin, un afrit, un demonio, un hombre lobo o un vampiro, buscando presas vestidos todos con esa misma librea extraña, o algún otro de los numerosos moradores sobrenaturales y perversos que infestan las tinieblas balcánicas?

Tras una hora andando a un martirizante paso de tortuga, a la luz de la luna y azotado por el viento, vislumbré un resplandor a la izquierda de la carretera, en una amplia hondonada. El viento fue cesando a medida que mi camino, que se hundía por debajo de la trayectoria de sus soplidos, bajaba a una serena hondonada repleta de hayas. Al final del camino, en el lindero del sotillo, ardían sin llama unas altas piras oscuras y el aire estaba impregnado de un penetrante olor a aromático humo de leña. De la puerta abierta de una cabaña salía un haz de luz. La casucha estaba construida con ramas ingeniosamente armadas, formando una especie de cueva frondosa, y en su interior tres personajes satánicos, cuya ropa harapienta mostraba a la luz de un candil un tono negro polvoriento, jugaban a las cartas sentados con las piernas cruzadas en una alfombra de hojas, con un cedazo puesto del revés haciendo las veces de mesa. Eran carboneros. ¡Qué diferente fue la bienvenida aquí! Los tres se levantaron de un brinco, me sentaron entre ellos, me ayudaron a sacarme la bota encharcada en sangre, me lavaron el pie herido con slivovitz y me lo vendaron con un pañuelo limpio, me colmaron de slivo para beber y a continuación de pan y queso. Finalmente, después de compadecerse de mí por los reveses sufridos, me prepararon un lecho con ramas recién cortadas, me desearon buenas noches y rodaron sobre sus costados para cerrar los ojos y dormir. Uno de ellos apagó la luz del candil de un soplido y salió a la luz de la luna para encargarse de alimentar y sofocar con un poco de agua los tres grandes conos humeantes, moviéndose entre los tocones de violentada madera, procedente de árboles jóvenes cortados con tajos blancos.

Uno de los samaritanos localizó el clavo de mi bota a la mañana siguiente y con gran astucia lo aplanó a martillazos valiéndose de la hoja de una azada como una mezcla de horma y yunque. Por el claro resonaba el golpe de unos hachazos, interrumpidos ocasionalmente por el estruendo de un tronco al caer. Las ramas se talaron a podadera, y el producto del desmembramiento se colocó debidamente sobre los oscuros conos y se cubrió de cenizas; a través de la carbonera se filtraban siniestras fumarolas de humo, como la superficie de un frágil volcán a punto de entrar en erupción por una veintena de puntos. Mis tiznados benefactores, con toda la pinta de fogoneros del infierno, trepaban con cuidado por los lados de esas piras humeantes y las atizaban con horquetas y bastones. Nos despedimos diciéndonos adiós con la mano, y yo subí desde la hondonada hasta la carretera y, tras un largo día de sinuoso descenso por la ladera, llegué a Gabrovo.

Un largo día de sinuoso descenso por la ladera. Escribirlo así es fácil, y escribirlo sucintamente tiene su explicación. Porque, a diferencia del lado sur de la gran cordillera de los Balcanes y del ascenso desde Kazanlik, de los que conservo con nitidez cada detalle, de esto no logro recordar absolutamente nada.

Y esto pone sobre el tapete la cuestión misma de la composición de un texto con elementos que tuvieron lugar años atrás (veintinueve, para ser exactos), cuestión que debía haber abordado en algún momento antes de ahora.

La mala suerte persiguió mis notas y mis bocetos a lo largo de todo este viaje. La primera tanda de diarios y papeles me la robaron en Múnich. De inmediato comencé una nueva tanda, en cuadernos y blocs de dibujo alemanes de tapa rígida, y los conservé, al menos los cuadernos de notas, hasta el final del viaje que recogen estas páginas y algo después, en Grecia. Los bocetos (que realmente no eran otra cosa, pues nunca tuvieron gran calidad) fueron espaciándose hasta desaparecer. Los cuadernos los tenía conmigo cinco años después, cuando el estallido de la guerra me pilló en la Alta Moldavia, en el norte de Rumanía.

Esa había sido mi base en Europa Oriental los cuatro años previos, y había repartido el tiempo entre aquello y las islas griegas, un período aderezado con el interludio de un año bastante insulso en Inglaterra, adonde regresé, con las estancias de duración variable en París, l’Île de France y la Provenza, y con los lentos viajes de vuelta en tren por Europa (más lentos aún debido a mis escalas para visitar a viejos amigos en Viena, Hungría y Transilvania). Obviamente, mi comprensión de lo que entrañaba la guerra era más bien poca y menos aún mi don para la profecía, pues, cuando partí para Inglaterra en septiembre de 1939 con objeto de alistarme en el ejército, dejé todos mis libros y papeles en esa casa de Moldavia. Había planeado regresar al acabar la guerra. Pero al finalizar el conflicto esa casa, al igual que la mayoría de los lugares descritos en este relato, había quedado fuera de mi alcance, al otro lado del Telón de Acero. Había sido pasto de las llamas y de un terremoto y sus moradores habían sido dispersados, hechos prisioneros y expulsados de sus hogares, pero, ay, no al otro lado de las fronteras rumanas, no al mundo libre.

Los únicos testimonios tangibles que quedan de mi viaje son dos mapas ajados y una fina línea a lápiz que va señalando mi itinerario, puntuada con una cruz que indica dónde pernoctaba. Estas indicaciones son en su mayor parte, aunque no en su totalidad, innecesarias, ya que a lo largo del viaje a pie iba repasando mentalmente las diferentes fases del recorrido y repetía los topónimos que lo componían, tan a menudo que todavía hoy puedo recitarlos casi de corrido. Aparte de esto, el único documento de la época que ha sobrevivido hasta hoy es el pasaporte que confiadamente me expidieron en Múnich para sustituir el que me habían robado. Gracias a él quedan fijas las fechas de cada cruce de frontera. A este escueto calendario se añade el recuerdo de dónde me encontraba exactamente en días señalados como Navidad, Pascua, festividades oficiales en honor de santos patrones locales, y aniversarios privados como cumpleaños de miembros de mi familia; y también el recuerdo de dónde me hallaba cuando me enteré de noticias relativas a algún acontecimiento político impactante: el veredicto del juicio por el incendio del Reichstag,[20] la purga de junio,[21] la revolución de febrero[22] en Viena, el asesinato de Dollfuss.[23] (Aquel año se batió el récord de asesinatos.) En un año en el que vivía novedades prácticamente a diario, ya fueran geográficas o psicológicas, o con frecuencia de los dos tipos a la vez, es más fácil delimitar el terreno gracias a estos pocos datos sueltos. Por lo general, hechos que no tenían una fecha concreta se pueden ubicar, por deducción, una semana antes o una semana después de la fecha en que debieron de suceder, e incluso en algunos casos con más precisión aún.

Todos estos fragmentos dispersos se ensamblan para formar un rompecabezas que ni mucho menos está completo; pero, a fuerza de remontarme en el recuerdo, de ir tirando del hilo de la memoria, de obligarla a concentrarse en un espacio en blanco concreto, he descubierto que a menudo las piezas que faltaban afloran a la superficie y encajan en su sitio. El haber puesto ya en una ocasión por escrito este tramo del pasado, en un cuaderno de notas, pese a que el documento original se ha perdido, quizá me haya ayudado a fijar gran parte del mismo con varios estratos de profundidad. Tonos de voz; estados de ánimo; la luz; detalles del paisaje o del atuendo; calles; castillos; sistemas montañosos; verrugas; pestañas; muelas de oro; cicatrices; olores; la disposición de los objetos de una habitación; un verso de una canción; el sabor de platos o de bebidas degustados por primera vez; el título de un libro abierto encima de un banco; un titular de prensa o, bastante a menudo, algún objeto irrelevante puesto a la venta en un escaparate que ni despertó especialmente mi admiración ni mi deseo de tenerlo; un rostro con bombín o con la sombra del ala de un sombrero de fieltro, al pie de una farola o en un bar, rostro del que nunca conocí a su propietario con el que nunca crucé palabra ni quise siquiera conocer o cruzar palabra con él, sino que simplemente observé (¡con qué nitidez en medio de la galaxia de baudelerianos desconocidos que pasaban por delante de mí y que ansiaba conocer, como en el personaje de «A une passante»!), así, raudos unos, parsimoniosos otros, otros con sigilo van saliendo de la penumbra cubierta de telarañas que los ha albergado durante cerca de treinta años. Pero hay lagunas que ni con toda la concentración del mundo es posible llenar: la pieza que falta se ha extraviado irremediablemente.

Lagunas de estas hay en abundancia. Gabrovo es una de ellas. Recuerdo que es un centro de la industria textil, a pequeña escala (¿no hubo alguien que la llamó «la Manchester búlgara»?), pero soy incapaz de recordar haber visto ni una sola chimenea industrial, y eso que debía de haber varias; o de recordar cualquier otro detalle, de hecho, salvo que (y esto es lo chocante: ¿cómo llegué a ese lugar, y quién me llevó?) al anochecer estaba apoyado en una media puerta, de esas como las de las cuadras, cuya mitad superior estaba abierta. Estaba en una calleja en pendiente que bajaba hasta un río, en el que se veía el reflejo de los árboles y más allá del cual se alzaban las montañas que yo acababa de cruzar un poco antes. Estaba inclinado sobre la puerta y conversaba con la persona que había dentro, en cama al fondo de la habitación, arropada con una colcha de patchwork, recostada sobre varias almohadas, con un camisón blanco de algodón con las mangas largas y cuello grande, y acariciaba con sus dedos largos un gato atigrado que dormitaba en su regazo. Era una inglesa que se había casado con un búlgaro, inglesa del norte del país, como el señor Barnaby Crane, pero ella era de Yorkshire, como enseguida quedó patente con su voz dulcísima. Estaba convaleciente de no sé qué proceso de tipo infeccioso; de ahí mi relegación al umbral. ¿Era sarampión? ¿O escarlatina? No me acuerdo, como tampoco recuerdo quién me llevó allí. Se llamaba Betty y tenía veintipocos años; tenía las mejillas consumidas por la enfermedad y unos ojos de un azul clarísimo, y una larga melena lisa rubia. Era blanca como una náyade, o como una lánguida heroína de Rossetti. Qué curioso estar en lo más profundo de los Balcanes escuchando en el crepúsculo aquellas encantadoras, débiles sílabas de Yorkshire. Conversamos durante varias horas y nos contamos el uno al otro nuestra vida a grandes rasgos. Ella era hija de un agricultor de una granja perdida de los Dales, tan alejada del mundo que a veces se quedaban aislados por la nieve, sin contacto con el mundo exterior durante una semana o hasta quince días enteros. Parecía tener ganas de charlar. «Al final se siente una un poco sola, ¿sabes? Hablando nada más que búlgaro durante meses y meses, y sin haber aprendido aún a hablarlo bien». Por lo que me contaba, su padre debía de ser un tipo excelente: todo el mundo le apreciaba en kilómetros a la redonda; un tipo sin igual, criador de galgos de carreras, organizador de excursiones a pie a Wensleydale y Swaledale y a la abadía de Fountains con otros críos. He olvidado cómo conoció a su marido (que iba a estar fuera unos días, en Sofía). Creo que él había estado estudiando la industria textil en la ciudad vecina. Su padre se opuso en un primer momento al matrimonio, pero acabó dando su brazo a torcer; y ahí estaban. A ella los búlgaros le caían bien; pero, dijo, eran una raza curiosa: terriblemente supersticiosos. Los acosaba un terror animal a las enfermedades de cualquier naturaleza, no solo las infecciosas.

Desde que vivía en Gabrovo, había caído enferma dos veces, y en las dos ocasiones se había sentido como una paria: la rehuían, la temían y le hacían el vacío. «Están majaretas». Tenía una risa muy atractiva, que sonaba débil y fatigada en medio de la luz crepuscular, y su conversación, sobre todo cuando hablaba del mundo lluvioso y neblinoso del que procedía, irradiaba súbitas vibraciones de nostalgia que se esparcían por toda la habitación cada vez más en penumbra. Uno por uno los detalles de este interior fueron desapareciendo de la vista: la librería donde se encontraban Belleza Negra, la Pears Encyclopaedia, Jock of the Bushveld, Chatterbox, Precious Bane, Angel Pavement y los poemas reunidos de Rupert Brooke; el piano vertical, la máquina de coser, la lámina enmarcada de la Catedral de York, la colcha de patchwork y el gato atigrado durmiendo, hasta que lo único que quedó fue la mancha pálida de su camisón, de su cara y de sus cabellos y el sonido de nuestras voces. Había oscurecido bastante cuando alguien vino para llevarme de nuevo a las luces de Gabrovo. Solo pude vislumbrar apenas el trémulo movimiento de despedida de un brazo cubierto por una manga blanca levantado para decirme adiós. Regresé a la ciudad bajo el revoloteo de los murciélagos y el telón del olvido se cierne sobre la escena.

El mismo olvido cubre el viaje del día siguiente y la pequeña población de Dranovo; una cruz a lápiz, borrosa, pintada en el ajado mapa hace casi treinta años indica que debí de pasar allí la noche. La vista se despeja de pronto nuevamente a última hora de la tarde de lo que debió de ser el día siguiente, cuando doblaba un recodo del camino al pie de un despeñadero altísimo. Encajada entre este corte a plomo en la cadena montañosa y un alto pináculo de roca similar a un monolito al otro lado de una carretera, y enmarcando la imagen como si estuviese viéndola por el ojo de una cerradura gigantesca, apareció la ciudad de Tirnovo a un par de kilómetros en línea recta. Se erigía en medio de un cañón, como una emanación que brotase de la tierra, en forma de nítidos tramos de casas que iban ascendiendo en oleadas a lo largo del borde de un precipicio que se alejaba liviano y volvía sobre sí a continuación trazando una curva de tres cuartos de círculo. A medida que la ciudad iba ganando altura, la pared de roca aparecía por debajo de ella bajando hacia un abismo de roca abarquillada como los tubos de un órgano, todo él tensión y plagado de sombras densas, descendiendo hacia la curva sinuosa del río Yantra. Campanarios y árboles ponían su copete a las cubiertas de tejas de esta alada insurrección de casas, y en el extremo más lejano de este cuasianfiteatro, donde ya no llegaban las casas de la ciudad, las rocas más altas aparecían salpicadas de iglesias. La etérea ciudad se proyectaba hacia delante por medio de sus balcones orientales, asomados al vacío sobre vigas diagonales, y centenares de ventanas de cristal devolvían el reflejo del sol del atardecer, hileras de cuadradas lentejuelas en llamas, como si se hubiese desatado un incendio detrás de cada una de ellas.

De repente comprendí el entusiasmo de Nadejda. El mío propio iba en aumento a cada paso que daba en dirección a la ciudad, y acabó desbordado y transformándose en pura emoción cuando me encontré subiendo la larga y estrecha escalinata de una calle principal que serpenteaba sin fin hacia arriba. Encima de los dinteles de las casas y bajo los salientes pronunciados de los amplios aleros se enroscaban parras cargadas de uvas, o tendidas sobre espaldares se desparramaban sobre las losas del suelo y los adoquines. Las callejas que salían hacia la derecha por el lado que daba al valle, en las que las plantas superiores de las casas casi parecían de estilo Tudor, con sus maderos entre el enlucido, y avanzaban sobre el plano de la fachada como ansiando fusionar balcones con las casas de enfrente, se proyectaban cual tablones de trampolín de piedra, con el cielo detrás. Mocasines, fajas escarlatas y gorros de piel de borrego poblaban los escalones y se entremezclaban con rebaños, burros y mulas; por la empinada vía pública unos subían y otros bajaban, como el tráfico de la escalera de Jacob. Un pope descomunal con barba de tirabuzones las estaba pasando canutas con su caballo; asía con fuerza su sombrilla y las riendas, y los resbalones y reculadas de su montura en las resbaladizas piedras le habían descolocado el cilíndrico sombrero y le habían soltado el moño, que le caía por la espalda como un largo mechón, como si fuera una aleta acaracolada, y por poco no volcó la bandeja de recipientes de barro llenos de yogur que un lechero que pasaba por allí portaba en equilibrio encima de la cabeza.

Todo este trasiego de personas y animales quedaba verdaderamente represado gracias a una larga carreta cruzada en diagonal en mitad de la calle, delante de una bodega. El carro era una suerte de artesa de madera basta con ruedas, y dentro de ella dos hombres, desnudos hasta los muslos, pisoteaban con fuerza en medio de una maraña de uvas en estado semilíquido. Mientras, otros iban echando sin parar nuevos cargamentos de uvas, y los chorros de jugo que salían por una espita los recogían en unos botes de metal que luego llevaban dentro y vertían en los barriles y tinajas que los esperaban allí. Un poco más allá varios hombres con mandiles embadurnados de sangre y con la ayuda de cuchillos y cuchillas de carnicero sajaban el cuerpo muerto de un gorrino cuya agonía había debido de dejar sordo al vecindario no mucho rato antes. Un chavalín bastante siniestro, en cuclillas en medio de los adoquines escarlatas, rodeado de gatos y moscas, había recibido las tripas del cerdo, para realizar alguna tarea o tal vez como entretenimiento. Con los carrillos hinchados, estaba inflando una de ellas: a cada soplido que daba, se inflaba un nuevo tramo curvo de tripa, hasta que al final el intestino entero acabó estirado y tieso como el serpentón de la banda de música de los coros de pueblo de antaño. El sol de la tarde se colaba por las callejas laterales en forma de blanquecinas líneas casi horizontales que cruzaban de parte de parte todo este maremágnum. Hay veces (y esta fue una de ellas) en que las poblaciones de montaña de los Balcanes parecen lugares tan remotos como el Tíbet.

Una sombra empañaba un tanto todos estos detalles. En el bolsillo solo llevaba el equivalente en levas a un puñado de chelines, y mis botas, aunque ya no eran los instrumentos de tortura que habían sido en el paso de Shipka, estaban empezando a caérseme a pedazos. Había escrito desde Plovdiv dando Tirnovo como la siguiente dirección a la que podían mandarme fondos desde Inglaterra, unas cuantas libras esta vez, ya que desde Sofía no había dado ninguna seña más. Yo procuraba espaciar el envío todo lo posible para que estas libras semanales fuesen acumulándose y poder así recibirlas todas de una vez, en lugar de tener que hacer tiempo en una población que había escogido al buen tuntún sobre el mapa sin saber a ciencia cierta si coincidiría o no con mi vagamente previsto itinerario. Era infinitamente mejor aguardar a que el sobre certificado de encima del alféizar de la lista de correos diese tres o cuatro de esos billetes pardos de libras; antes de partir me había parecido que sería la manera más sensata de transferir esas pequeñas cantidades, y así resultó ser. (Ni una sola vez en todo este viaje se extravió uno.) Un billete de cinco, fino papel blanco cubierto de caligrafía y que tan suntuosamente crujía al arrugarse, representaba una cantidad más grande que había que cambiar de inmediato y que se esfumaba aún más rápido, así que más valía estirar cada billete todo lo que diera de sí, antes de convertir otro más en florines, marcos, chelines, pengos, lei o leva. Pero no en los bancos de Rumanía o de Bulgaria, que la cotización en el mercado negro, que podía proporcionarme cualquier tendero, panadero o cambista en la esquina de una calle, era casi el doble de la oficial. Un caritativo empleado de banca fue quien, viéndome ingenuo en un tris de cometer un error financiero garrafal, me sopló por primera vez este secreto desde el otro lado del mostrador. Para alguien que viajaba tan modestamente como viajaba yo (me gustaba fumar, pero podía pasar sin ello sin mucho esfuerzo —por increíble que ahora parezca—, y beber —de lo que gozaba igualmente y que era igualmente prescindible y que hoy es igualmente increíble que lo fuese—), la vida casi no me costaba nada. Estaba haciéndose demasiado tarde para dormir a la intemperie mucho tiempo más (se iba a acabar lo de hacerme un ovillo al pie de un árbol o debajo de un puente), pero los humildes alojamientos que frecuentaba eran cualquier cosa menos caros, y encima parecía que a menudo acababa bajo algún techo acogedor del que salía sin merma de mi integridad. La libra antes de la guerra valía tres veces su valor actual, o tal vez más. Añadan a esto lo increíblemente barata que era la vida en los Balcanes por aquel entonces (un viajero normal podía vivir cómodamente con tres o cuatro chelines al día, y se podía dar uno un auténtico festín de numerosos platos por una moneda de seis peniques) y se verá que mi trance, el de vivir con unos gastos no muy superiores a los de un palmero medieval, no era ni mucho menos tan terrible como pudiera parecer. Las había pasado moradas viviendo con una libra a la semana cuando había estado en el oeste y centro de Europa, incluso a mi modesto nivel; pero aquí manejaba una extraña y muy relativa suerte de abundancia, una rara cornucopia.

Pero en este preciso instante estaba a punto de quedarse seca. Solo tenía dos peniques aproximadamente, y tan reciente había sido mi carta en la que pedía más fondos que la demora del servicio postal búlgaro amenazaba con convertirse en una espera prácticamente a dos velas. Pero esa noche no solo me acuciaban la inminente escasez de medios y el estado de mis botas. No dejaba de pensar en Plovdiv y en la bondad y gracia de Nadejda. Había algo triste en la satisfacción de expatriado del señor Crane. La grosería de los habitantes y de los carreteros del paso de Shipka, asaz banal, me había dejado un regusto sombrío, y una nota de amargura había contaminado el encanto de los rusos blancos del monasterio con sus voces quedas. Una aflicción inconfesada lastró la conversación crepusculina con la paciente de Yorkshire en Gabrovo. La deserción de las cigüeñas, más que ninguna otra cosa, anunciaba el fin de estación. Los días seguían siendo luminosos y estivales, pero había una hebra de palidez otoñal en su oro. La suma de todas estas consideraciones menores daba como resultado un estado general de depresión, y le quitaba a mi paso parte de su acostumbrada liviandad, ahora que me hallaba subiendo la escalinata de aquella romántica vía pública.

Compré media hogaza de pan caliente en una tahona y entré en un colmado a comprar una cuña del delicioso queso blanco de cabra que ellos llaman siriné y otra del amarillo denominado kashkaval. (Supongo que es el mismo que el caciocavallo —«grupa de caballo»— italiano, pero desconozco si la palabra búlgara es una eslavización de la italiana o viceversa.) Mi plan era llevarme ese tesoro a un rincón apartado, cortar en rodajas con mi enorme daga un par de cebollas que llevaba en la mochila, espolvorearlas con la pimienta roja que llevaba en un cucurucho de granos de pimienta, y echarme a dormir en alguna parte al socaire de uno de los espolones de las afueras de la población, donde montaría una suerte de guarida rocosa hasta que me tocase la lotería. Las luces de la ciudad empezaron a titilar en todas las ventanas, el sol se había puesto y la perspectiva de este retiro de eremita a lo san Jerónimo se me antojaba bastante sombría, sobre todo comparada con el rutilante interior del colmado, con sus cubas de anchoas, sus piezas colgadas, la luz de las lámparas refractando una batería de botellas, los higos secos ensartados en broquetas de bambú, los barriles, las cajas de embalar, los tarros, las pirámides de mercancías traídas de Alemania y Austria, la cortadora de panceta escarlata con su brillante cuchilla de disco, los quesos descomunales y los montículos cubistas de halva. Resplandecía como la cueva de Aladino.

Pero la tienda estaba desierta. Un chico de más o menos mi edad que había estado sentado leyendo un libro en la puerta se levantó y me siguió al interior. ¿De dónde era yo? ¿Muy cansado? Una presteza alegre y una mirada amigable acompañaron estas preguntas. Cuando nos atascamos, cosa que sucedió tan pronto como se agotó mi magro acervo lingüístico de búlgaro, seguimos en alemán, que él hablaba bien, con un curioso acento eslavo. Al poco rato estábamos sentados en el filo de sendos barriles, brindando con sendos vasitos de slivo y contándonos nuestra vida el uno al otro. Gatcho era el hijo del dueño y estaba cuidando del establecimiento mientras su padre asistía a la fiesta del aniversario de unos exoficiales, una reunión de antiguos camaradas de las Guerras de los Balcanes. Gatcho, muy prosaicamente, estaba pasando las vacaciones en su ciudad natal, pero estudiaba en Varna, en la Höhere Handelsschule, adonde había ido tras acabar sus estudios en el instituto de Tirnovo y donde estaba formándose para un empleo en una próspera empresa de importación y exportación que tenía su tío abuelo en Sofía. Esto quería decir, tal vez, viajes, ver mundo, cualquier sitio, fuera de Bulgaria: Budapest, Viena, Múnich, París quizá. ¿Conocía yo esas ciudades? ¿Colonia, Düsseldorf, Rotterdam? Era mi oportunidad y la aproveché. A la hora dejaba mis bártulos en el cuarto de su hermano (que estaba haciendo el servicio militar en Berkovitza, der arme Kerl),[24] y media hora después estaba sentado en un cuarto iluminado con lámparas, en la trastienda, en compañía de Gatcho y sus dos hermanas pequeñas, atacando un delicioso guiso cocinado por su corpulenta y alegre madre, mientras escuchaba hablar sobre la poesía búlgara, Hristo Botev, el bardo nacional, e Iván Vazov («el Woodsworth búlgaro»). Todo había cambiado. Ya no tenía que pensar en la fría ladera de la montaña.

La suerte me había sonreído al entrar en el colmado. Tenía cama y la mitad de las veces comía con la familia de Gatcho. Además, uno de sus tíos era el mejor zapatero remendón de Tirnovo. Gatcho llevó mis maltrechas y desintegradas botas, y al día siguiente estuvieron listas, sin cargo alguno, como nuevas, los tacones armados con unas herraduras en miniatura, las suelas lanzando destellos gracias a unas tachuelas muy profesionales que arrancaban chispas al contacto con los gastados adoquines y losas de Tirnovo. Pero era mejor reservarlas para las carreteras y las montañas; en estas vertiginosas callejas había que usar zapatillas deportivas. El cuartito del hermano de Gatcho con su icono de san Nicolás en un rincón me vino como caído del cielo. Me pasaba las horas leyendo tumbando en la cama, o sentado con las piernas cruzadas o tendido boca abajo en el diminuto balcón (no daba para más), con los codos apoyados en el piso, poniendo al día laboriosamente mi diario.

Aquellos cuadernos destrozados, de tiesas tapas y de una pulgada de grosor en los que escribía yo tan industriosamente… Cuánto lamento no tenerlos conmigo en este preciso instante, para dotar de la nitidez del registro inmediato a estas frases del recuerdo. Con todo, quedan aún retazos: la perspectiva de las montañas que nos rodeaban, las vueltas del río abajo y, más acá, por un lado los muros apelotonándose, de arriba abajo, y por el otro el pronunciado hundimiento de tejados, que caían por debajo de mí tan abruptamente como los pisos de un castillo de naipes. Las tejas en muchos de ellos estaban pobladas de nidos vacíos, cual villas de veraneantes en zonas costeras de moda, a la espera del retorno por primavera de sus inquilinos. (Recuerdo que pensé: «¿Se habrán establecido ya en algún lugar o estarán todavía viajando esforzadamente rumbo al sur con el ecuador ya a sus espaldas, oteando los bosques y los majestuosos ríos perezosos, virando para evitar un claro salpicado de chozas que recordase zumbidos de flechas, avanzando sin parar hasta que determinada disposición de cubiertas, la recordada geometría de bosques, asentamientos y arroyos y la corroboración final, al observar con más atención, de los nidos del invierno anterior les dijesen que estaban ya en casa? ¿Cuánto tiempo llevaban esas aves yendo y viniendo de este modo, entre ambos puntos? ¿Cuántas generaciones de cigüeñas?». La población llevaba mucho tiempo habitada. Había sido la capital imperial del Segundo Imperio Búlgaro en el siglo XII, pero mucho antes ya había prosperado en este mismo lugar una ciudad. ¿Y ese jinete tallado en relieve en la pared rocosa, a las afueras de la ciudad, y que data probablemente de los tiempos de Alejandro? Por aquel entonces debía de haber construcciones en las que posarse, tan solo mil doscientos huevos atrás, y más por la rama directa. Solo en su etapa europea, se habían desbancado una tras otra una docena de religiones, habían alcanzado su apogeo y se habían hundido una veintena de imperios, y se habían librado un centenar de guerras a los pies del itinerario de estos impasibles emigrantes. ¡Una posición mantenida en el tiempo de manera formidable! El adoctrinamiento por parte de Gatcho sobre la historia de su ciudad no había caído en saco roto.)

Gatcho resultó ser un amigo encantador y oportuno. Tenía un humor cambiante: tan pronto se mostraba alegre, entusiasta y extrovertido, como permanecía callado y reconcentrado hasta un grado que más bien intimidaba a su familia; pero por suerte conmigo no era así. En Tirnovo se respiraba un ambiente de relax y de vacaciones. La primera mañana me despertó el ruido atronador de unos toneles vacíos rodando cuesta abajo. Justo cuando me asomaba a mirar desde el balcón, uno de ellos rebotó y rompió su rodadura, brincando de un escalón a otro como un animal desbocado, asustando a los borricos, volcando puestos de frutas y siendo esquivado por los pelos por los vecinos, produciendo tal estruendo que parecía la caída de Jericó.

A este recordatorio más de la época de vendimia siguió una excursión en bicicleta a una granja propiedad de otro pariente de Gatcho, a unos kilómetros de distancia, para ver el prensado de la uva. El sitio era un antiguo tchiflik turco, la residencia de un bey desaparecido, rodeada de campos de cultivo y viñedos, con unos plátanos inmensos que daban sombra al lugar y una fresca hilera de chopos, indicio de presencia de agua. Penachos de pelusas de los cardos marchitos revoloteaban por el aire y pasaban rozando por la superficie del arroyo. Se habían juntado unas cincuenta personas, y en el centro del grupo tres hombres como los que había visto la noche anterior, descalzos, sin mocasines ni calzado de cuero o de tela, pisoteaban, salpicados, con las piernas remangadas el contenido de una cuba inmensa y poco profunda. Participábamos todos, por turnos, y la sensación de las uvas al estallar y despachurrarse bajo nuestras pisadas (una sensación que yo experimentaría varias veces de nuevo en Grecia y en Creta, siempre que se me presentaba la ocasión) era asombrosa. La materia bullía alrededor de nuestros tobillos y nos llegaba casi hasta las rodillas. Era una reunión festiva. Empezaba a tomarse el nuevo mosto de uva, y el viejo circulaba en grandes cantidades, que bebíamos de unas damajuanas. Los humeantes kebabs iban asándose en sus largos espetones, y los prensadores de uva, apoyando la mano en el hombro del de al lado, bailoteaban dando zapatazos contra el suelo de tierra, empapados de vino derramado y uvas sueltas, ejecutando su danza con pasos vacilantes, con las espinillas teñidas de morado, al son de un violín y de un extraño instrumento de cuerda ovalado, con mástil grueso, toscamente tallado a partir de un solo trozo de madera. Era como un violín neolítico, que se sujetaba por debajo del mentón o bien se tocaba poniéndolo de pie en las rodillas del intérprete, y se tañía con un arco corto y semicircular. (Ellos lo llamaban «tzigulka» o «gadulka»; era semejante a la gûzla montenegrina, según supe después, y pariente lejano de la lyra cretense.) Finamente todo el mundo se acomodó en unas alfombras rojas y amarillas extendidas al pie de un plátano gigantesco de cuyas ramas bajas —en las partes donde casi rozaban el suelo— pendía un sinfín de vasijas de madera y de morrales de los invitados, para seguir comiendo, bebiendo y cantando. Todo olía a uvas aplastadas y tenía un tacto pringoso. Abundaban las moscas, las avispas y unos amenazadores avispones pardos y naranjas, pero ni siquiera esa maraña de zumbidos consiguió estropear la algazara de los allí congregados ni alterar el sueño profundísimo que vino a continuación cuando, uno por uno, fuimos cayendo: nos vencíamos de lado, desde nuestra posición de sentados con las piernas cruzadas, y nos poníamos a roncar tan pronto como caíamos.

Cuando desperté entre las raíces ensortijadas no sabía dónde estaba. Todo había cambiado. Unas sombras largas cruzaban el claro. A media distancia unos hombres, calzados y con los pantalones debidamente puestos otra vez, pero con sus andares y sus maniobras entorpecidos por un torpor delator, exhortaban a las bestias y las cargaban de unos odres de vino que eran como fantasmas húmedos e inflados de cabras, chirriantes y calvos, ya que les habían dado la vuelta como un calcetín, con los atados muñones de sus patas hinchados en poses rígidas. Había muchas polillas. Gatcho me zarandeó por el hombro. Si no volvíamos a Tirnovo, llegaríamos tarde a una fiesta de estudiantes. Dimos con nuestras bicicletas y, tambaleándonos en ellas, emprendimos el regreso a la ciudad entre los viñedos polvorientos y bañados por una luz crepuscular.

Esa temporada en concreto parecía estar, una vez más, repleta de celebraciones, fiestas y festividades religiosas, que nos tenían en pie hasta altas horas, conque no nos librábamos de un dolor de cabeza por las mañanas. Gatcho me enseñó cómo averiguar si el día siguiente iba a ser un día de fiesta, con un método más o menos igual de fiable que el de predecir la llegada de un desconocido mediante las hojas del té. Encontró mi kalpak de astracán entre mis enseres amontonados encima de mi cama; cierto sentido latente del ridículo había evitado que me lo calase en las dos últimas semanas aproximadamente, posiblemente por algún comentario burlón de Nadejda. Él se abalanzó con regocijo sobre el gorro y exclamó: «Vamos a ver si mañana es prazdnik [fiesta]», y entonces lo alzó por encima de su cabeza y lo lanzó al suelo, donde cayó con un golpe sordo. Las cejas se le juntaron, contrariado. Repitió la prueba varias veces. Si el gorro caía plano, boca abajo, produciría un sonido fuerte similar al de una bolsa de papel al reventar. «Ahí lo tenemos —dijo—. Todo está bien. Mañana, prazdnik». Y así fue.

En la madrugada de una de estas celebraciones acabamos en una cabaña a las afueras de la ciudad con media docena de los niños bien de Tirnovo, fumando hachís. Las hojas secas y pulverizadas se metían a presión en el canuto de un papel de liar del cual unos dedos diestros habían extraído laboriosamente el tabaco con ayuda de un palito. Una vez encendido, y pasado con gesto solemne de mano en mano hasta que las nubes de humo nos envolvían en un tufo dulzón a hierba, provocaba una ligera sensación de mareo y un ataque colectivo de risa floja. La palabra más tonta o el más leve gesto bastaban para que nos desternilláramos de risa otra vez, hasta el punto de que teníamos que luchar por recobrar la respiración y se nos saltaban las lágrimas. Al parecer, Bulgaria era uno de los mejores huertos naturales de cáñamo del mundo. La Cannabis indica crece con abundancia embarazosa. Tal como me explicaron mis compañeros entre calada y calada, estaban estrictamente prohibidos tanto su cultivo, que apenas resulta necesario, como su consumo. «Mnogo zabraneno. ¡Ja, ja, ja!». Pero la prohibición parecía tan poco efectiva como legislar contra el perifollo oloroso o las ortigas. No había muchos fumadores habituales. Solo aparecía en escena como un elemento ocasional para la diversión. Yo ansiaba que surgiera la oportunidad para poder decir: «¡Esta fiesta ha sido la caña!». De todos modos, el que no se me presentara la oportunidad no me impidió decirlo igualmente y mondarme yo solo de risa ante mi propio chiste.

Esta estancia en Tirnovo, de por sí bastante agradable, mejoró aún más con la llegada del dinero. Pasados unos días apareció por fin en el mostrador de la estafeta de correos la tan anhelada carta certificada en su sobre alargado de papel recio, cruzado por las dos líneas azules perpendiculares y con el matasellos de Holland Park (¡qué lejos me parecía todo aquello tanto en espacio y tiempo como en estado de ánimo!); y, dentro del sobre, mejor todavía: la emocionante acumulación de billetes de libra, nuevos y tiesos aún. El pago a Gatcho de parte de su hospitalidad, una ruta despejada hasta el mar Negro, una camisa nueva, dos pares de calcetines, otro cuaderno, papeles, lápices, una goma de borrar, cigarrillos, tabaco y una pastilla de jabón para sustituir la fina oblea que había estado administrando, un cepillo de dientes nuevo, comidas, vino, slivo… Puro lujo. Volví al colmado del padre de Gatcho andando como si no pisara el suelo.

Gracias a todos esos festejos, habían pasado tres días y aún no había visto ninguna de las iglesias que habían constituido el pretexto de este considerable desvío hacia el norte en mi itinerario. Tras aprovisionarnos con queso, salami y sardinas en el rico mostrador paterno, partimos a última hora de la mañana. La loma sobre la cual se erigía la ciudad continuaba cuesta arriba, y las casas empezaron a escasear hasta desaparecer del todo, donde la cresta viraba formando una curva en dirección al monte en el que se congregaban todas las iglesias que había divisado desde la carretera, antes de llegar a Tirnovo. Los restos de murallas almenadas ceñían este peñón casi inviolable, y un puente turco lo conectaba con la cresta. Desde la ventosa plataforma de lo alto de la elevación, la pared de roca caía escarpada hacia el valle, recta como un telón en algunos tramos. Desde un punto del filo de ese precipicio, en otros tiempos se arrojó a cautivos y malhechores, y desde ahí se podía ver la solitaria torre de base circular en la que Balduino de Flandes —uno de los cuatro emperadores francos de Constantinopla durante el extraño gobierno occidental que siguió a la captura de Bizancio en la Cuarta Cruzada—, hecho prisionero por el zar de Bulgaria, había estado encerrado durante años y había muerto.

Los zares del Segundo Imperio Búlgaro, los Asen (posiblemente de origen valaco), de cuyos recuerdos de piedra estaba cubierto ese monte pedregoso, fueron una dinastía feroz y drástica. Imitadores y rivales de Bizancio, estos Pedros, Ivanes, Androniks y Kaloyans son tan difíciles de imaginar o de dotar de vida (de tan parcos como son los documentos sobre ellos y de tan formales como son las crónicas que conmemoran sus traiciones, sus magnanimidades, sus masacres y sus conquistas) como las figuras representadas en los frescos que recorrían las paredes de todas las iglesias y monasterios, muchos hoy medio en ruinas, con las que con tanta prodigalidad salpicaron las cumbres circundantes. Solo uno de esos monasterios continúa habitado, en este caso por una pequeña comunidad de monjas. Una de ellas, una chica preciosa de tez pálida vestida con un hábito negro y toca negra sobre la cual llevaba un pañuelo también negro atado por debajo del mentón, nos ofreció tímidamente café y una cucharada de mermelada en una salita de visitas con las paredes encaladas.

Deambulamos de una iglesia a otra. En algunas hasta el último centímetro disponible de pared era una representación pictórica de alguna escena bíblica o de un martirio. También vimos pálidos reyes y príncipes, y pálidos guerreros, espléndidamente ataviados con las vestiduras y armaduras de aquellas oscuras cortes y de aquellas guerras a duras penas conjeturables. Aun así, las gestas de uno de estos misteriosos zares del siglo XII, Pedro Asen II, quien amplió las fronteras del Estado búlgaro hacia el oeste desde la costa del mar Negro hasta el Adriático, abarcando limpiamente la península de los Balcanes, y por el sur hasta el Egeo, nada menos, han dejado en Bulgaria un legado de resquemor, el sueño de un imperio desaparecido, que ha rondado la mente de los búlgaros desde entonces. Este irredentismo es, junto con la Iglesia ortodoxa, lo único que sobrevivió de la antigua Bulgaria bajo la ocupación turca y su catalepsia, que todo lo destruyó. Este mazazo, que hizo saltar por los aires las coronas y los cetros, los zares y las princesas y los boyardos ataviados con pieles y brocados, cayó sobre Tirnovo en el año 1393, sesenta años antes de que la caída de Bizancio acabase con los imperios y reinos cristianos de Europa oriental durante siglos. Bulgaria fue el primer reino en quedar sometido bajo el poder de los turcos y casi el último en liberarse.

Cuánto odiaban los búlgaros a los bizantinos, igual que sus descendientes aborrecen hoy a los griegos actuales, y con cuánta abundancia les devuelven ese odio. Con qué deleite, en la iglesia de los Cuarenta Mártires, tradujo Gatcho las inscripciones que conmemoran la victoria de Iván Asen contra las huestes bizantinas y la captura de Teodoro Comneno. En ambos bandos, el epítome de ese odio es el acto de un emperador bizantino, Basilio el Asesino de búlgaros, quien dejó ciegos por completo a diez mil hombres de un ejército búlgaro capturado, dejando un ojo a uno de cada cien soldados, de tal modo que los demás pudiesen regresar a tientas a su patria y ante su zar: un espectáculo tan atroz que, cuando llegó la patética procesión, el zar murió de pena y conmoción. Este oscuro suceso medieval sigue siendo fuente de sombrío orgullo para acérrimos y rústicos enemigos de Bulgaria en Grecia, y los búlgaros llevan desde entonces queriendo equilibrar la balanza. Los búlgaros, por un motivo u otro, han detestado siempre a todos sus vecinos. Con ese odio se mantienen calientes.

Estuvimos horas dando vueltas por los abovedados interiores policromados, contemplando las resplandecientes paredes y rompiéndonos el cuello para escudriñar las pinturas de bóvedas, cúpula y cupulinos. En una de ellas, Gatcho señaló una columna insertada allí por su fundador, un Asen, adornada con una inscripción del jan Omurtag, anterior soberano de Bulgaria del siglo IX. Pertenecía a los tiempos anteriores a que el zar Borís abrazase el cristianismo y lo convirtiese en religión oficial: una venerable reliquia de los años en que los búlgaros, una horda asiática de jinetes mongoloides tocados con gorros de piel, paganos y chamanísticos, procedentes de la otra orilla del Volga, irrumpiesen por primera vez en el país y lo conquistasen y gobernasen y, después de darle su nombre, fuesen absorbidos por los eslavos, más afables que ellos, que se habían establecido allí dos o tres siglos antes. Los ásperos sonidos de su lengua asiática, emparentada probablemente con la rama ugro-finesa-turania de las lenguas uraloaltaicas, quedaron ahogados por las sílabas eslavas, más dulces, de la población que los rodeaba, hasta perderse finalmente. La raza búlgara había emergido con el zar Krum del Primer Imperio Búlgaro, que pertenecía todavía a la dura estirpe conquistadora, y de su greñuda jerarquía de boyardos terratenientes. Medio siglo después, el zar Borís se convirtió al cristianismo y el gran soberano Simeón I consolidó el imperio, y la interminable pugna con Bizancio comenzó.

La conversión de Bulgaria habría de dejar una marca perdurable en la cristiandad oriental y en el mundo eslavo en general, exceptuando Polonia, Bohemia, Moravia, Eslovenia y Croacia, las cuales recibieron el mensaje cristiano a través del Occidente católico con el latín como lengua litúrgica. Pero el cristianismo que san Cirilo y san Metodio llevaron a Bulgaria, así como su adaptación de las letras griegas para dar acomodo a las vocales velares eslavas (y los sonidos j, sh y sht, desconocidos para los griegos), dieron lugar a la escritura cirílica que pasó a ser el alfabeto de Bulgaria, Serbia y Rusia y hasta de la latina (aunque ortodoxa) Rumanía hasta la reforma del siglo pasado. Por tanto, el eslavo antiguo, un idioma estrictamente litúrgico más próximo al búlgaro que a ninguna otra rama del grupo de las lenguas eslavas, se convirtió en la lingua franca religiosa de todos los ortodoxos eslavos (hasta que el nacionalismo lo sustituyó, sin seguir un orden sistemático, por las lenguas vernáculas locales), de igual modo que el latín se convirtió en la lengua litúrgica universal de la cristiandad occidental.

Muestras de este bello alfabeto, en forma de caligrafía borrosa en estado de desintegración, acompañaban a las pinturas de reyes y santos en los pilares y las paredes que nos rodeaban, creando complicados epígrafes, y llenaban los rollos que se entregaban unos a otros, cumpliendo la misma función que los bocadillos de las tiras cómicas al presentar de este modo sus declaraciones clave en las manos de estilitas y mártires. Mientras desentrañábamos los textos y Gatcho desvelaba su significado en su alemán urgente, profetas, paladines, anacoretas, sagrados atletas y caciques nos observaban a través de diez mil ojos de fija mirada. Qué curioso pensar en esta maltrecha bombonera unos años antes de Crécy. Entonces estaba nueva y el interior era aún una malla de andamios, escaleras de mano y rayos de sol en la que los monjes, como si fueran arañas, trabajaban suspendidos bajo los arcos y hemisferios semipintados, machacando cinabrio para aplicarlo a un horno rugiente o a la destrucción de Sodoma, mezclando claras de huevo para las aún más arácnidas manos de sus celestiales modelos, todas levantadas en gestos de bendición, advertencia o reprensión. Abajo, el suelo de losas nuevas traídas directamente de la cantera debía de estar ya sucio de trocitos de cáscara de huevo, como si acabasen de romper el cascarón un sinfín de pollitos que acto seguido hubiesen salido correteando.

La tenue luz de este universo abovedado de aureolas entrelazadas se apagó un poco más. De hecho, se volvió mucho más tenue de lo que correspondía a esa hora de la tarde. El cielo recortado en el arco de la entrada, al fondo de nuestra última iglesia, había adquirido un color extraño. Al salir vimos que una lámina de un color azul verdoso eléctrico lo cubría de un horizonte a otro. Las sombras habían perdido intensidad y el aire pesaba, sin pizca de viento, pero por el cañón, abajo, una amenazadora y compacta hilera de nubes (que parecía estar casi al nivel de nuestro elevado mirador, en el anfiteatro que formaban los montes) avanzaba en dirección a nosotros montada en su brisa particular, semejante a una procesión de guantes de boxeo morados que, conforme se nos acercaban, fueron engordando y convirtiéndose sucesivamente en gaitas, odres, reses, un rebaño de elefantes y un banco de ballenas, hasta que el cielo quedó encapotado por completo como si lo hubiese tapado la gigantesca cubierta combada de un entoldado, oscuro, armado con multitud de pértigas y a punto de desplomarse.

Abajo, a lo largo del serpenteante curso del Yantra, los árboles inmóviles comenzaron a retorcerse cual fregonas zarandeadas. Al formarse unas furiosas nubes de polvo, altas como olmos, unas diminutas figurillas a lo lejos, muy abajo, corrieron en busca de refugio, y luego, con un rugido, el viento nos golpeó de repente como queriendo lanzarnos hacia atrás dando vueltas, contra los frescos, y hacer añicos la antigua iglesia en cuyo porche nos cobijábamos nosotros. Con un sonido sibilante, el monte a nuestro alrededor, polvoriento y atestado de ruinas, quedó convertido en una piel de leopardo por los negros goterones, un sarpullido que en otro segundo se cohesionó dando lugar a un rutilar universal en movimiento y luego a un centenar de charcos danzantes y a repentinos ríos caquis que bajaban a toda velocidad. Pasados unos minutos, las gotas se transformaron en granizo, en unas bolas del tamaño de grosellas que rebotaron y saltaron entre las piedras, y ruidosamente cayeron sobre las tejas eslavobizantinas de la techumbre con el estruendo de una ametralladora. Entonces desaparecieron y una cortina homogénea de lluvia perpendicular nos transportó a una región submarina. «Regen», había dicho Gatcho en tono sobrecogido cuando empezaron a caer las primeras gotas, y «Hagel!» cuando granizó, ciñéndose así a la verdad. Y cuando el fogonazo del primer relámpago ahorquilló el empapado aire, acompañado simultáneamente del estallido desgarrador de un trueno que resonó y salió catapultado por los desfiladeros y bramó formando eco en el interior de la iglesia que teníamos a nuestras espaldas: «Donner und Blitzen!».

Supongo que a lo largo del verano y del otoño de aquel año debió de llover una o dos veces, pero yo no lo recuerdo. La impresión que conservo es la de un clima siempre seco y un sol abrasador, casi de sequía; desde luego, nada que pudiera compararse con esta tormenta apocalíptica. Ensordecidos por aquellas salvas de truenos, esperamos sentados bajo el arco del siglo XII del pórtico de la iglesia, escrutando por entre el gris chaparrón, escuchando el rumor del agua al caer, el gorgoteo de los riachuelos por doquier y el choque de los guijarros. Cada resplandor de un relámpago nos ofrecía una estremecedora vista de la ciudad, de los valles y de las montañas en un primer plano extrañamente enfocado que parecía saltarse la lógica de la distancia y de las dimensiones. Nos sentíamos aislados y abandonados entre las ruinas en lo alto de ese monte, como si el resto del mundo se hubiese ahogado; o, más bien —decidimos mientras dábamos buena cuenta de nuestro picnic y nos pasábamos el uno al otro la botella de vino y encendíamos sendos cigarrillos escudriñando el prematuro crepúsculo de lluvia torrencial— como si fuésemos hombres rana en las profundas aguas del mar explorando una catedral sumergida o una cueva de coral en la cima de una montaña del fondo del mar (¿o quizá las cúpulas y cupulinos eran nuestra campana de inmersión de buceo?), mientras encima de nosotros unas flotas se hacían pedazos entre sí en pleno fuego a quemarropa: Lepanto, Trafalgar, Navarino, Jutlandia. Imaginamos un buque insignia yéndose a pique —la lenta mancha difuminada pasando junto a nosotros directa a la sima—, cargado de cañones y tesoros y hombres ahogados (si la batalla se librase lo bastante atrás en el tiempo, algunos de ellos estarían encadenados aún a sus bancos entre un geométrico caos de remos), con sendos tirabuzones de argénteas burbujas y espuma enroscados entre sí, empenachando su viaje en espiral al fondo del mar.

O supongamos que ese monte fuese el Ararat, como en las numerosas inundaciones de los frescos pintados en paredes de nártex, y que el resto del mundo sucumbiese durante este segundo diluvio y que solo se hubiesen librado de él este pico sagrado y sus dos moradores; ¿la línea de flotación se detendría al pie de las almenas? Vale, pero ¿qué hay de la repoblación posterior? Tras un silencio para asimilar ese siniestro pensamiento, nos volvimos el uno al otro a la vez y dijimos con idéntico deje acusatorio: «Schade, dass du nicht ein Mädel bist».[25] El hecho de que ni él ni yo fuésemos una chica condenaba la raza a la extinción. «¿Y las sirenas? —sugirió Gatcho, descorchando una segunda botella con un ¡pop!—. Supón que llega a la orilla un bello banco de sirenas con sus arpas y se quedan a vivir con nosotros, formando un harén acuático». Ah, pero ¿cómo trataríamos con ellas, cómo asediar esos escamosos lomos sin mancillar? ¿Alguna habría con cola doble, como las faldas abiertas, no? ¿Eran vivíparas u ovíparas? ¿Y qué saldría del cruce? ¿Humanos hasta la rodilla? Y luego láminas hasta la pantorrilla, y, ya con las nietas, hasta los tobillos. Pero gozando de una larga vida y de un vigor inquebrantable (seguro que de eso no nos faltaría), había esperanza. Tal vez una bisnieta nuestra se acercaría a nuestros parejos lechos de muerte andando con cautela sobre la punta de sus aletas para mostrar orgullosa ante nuestros ancianos ojos las anheladas uñas de los piececillos de sus criaturas gritonas, un niño en el caso de Gatcho y una niña en el mío, o viceversa. Y nosotros exhalaríamos nuestro último aliento sabiendo que habíamos vuelto a poner a la humanidad de pie: una hermosa camada anfibia de subnereidas y criptotritones en los que nada delataría su ascendencia acuática, salvo, tal vez, un reflejo verdoso delator pero no desfavorecedor en sus rubios bucles: ágiles escaladores de acantilados, diestros pescadores de caña y tañedores de arpa, viviendo gracias a una saludable alimentación a base de huevos de gaviota (dado que ninguna arca había rescatado a los animales terrestres ni a sus aves moradoras de árboles) y de sus propios primos lejanos de las profundidades.

Al igual que con su estallido, la tormenta cesó sin previo aviso. El azote de la lluvia torrencial quedó acallado y el velo se levantó. Las nubes, ahora raídas y vacías, se descompusieron y se alejaron en forma de ondulantes jirones por un cielo de turquesa límpido y apacible. Todo estaba distinto, las cordilleras con sus paredes angulosas habían dado una larga zancada hacia el frente, los tejados y muros de la población, abajo, reflejaban el fulgor del sol, las ventanas estaban encendidas, y los diáfanos campaniles se elevaban. Centenares de arroyuelos momentáneos, desatascados por el largo aguacero, discurrían por la ladera para reunirse con el hinchado Yantra. La monocromía del estío se había sometido a una sinuosa guirnalda de vapor. Por un instante, muy fugaz, esos vapores ensortijados transformaron las arboledas en bosquecillos del mesozoico. Los labrantíos en pendientes de color pardo eran ahora de color chocolate oscuro; los viñedos, verde tormenta; las peñas y piedras sueltas que las lluvias habían desperdigado eran pepitas multicolores y poliedros y pirámides de mineral brillante. Las matas, las flores y las hierbas se habían despojado de su prolongado estado de trance: flotaba en el aire una confusión de fragancias, contenidas desde la primavera por los meses secos. Los árboles estaban hechos de metal, las hojas rutilantes colgaban de ellos mediante cables de plata, y, de una punta a otra del despeñadero, como un arco morisco hispano que formaba un círculo casi cerrado, pendía un arco iris de una consistencia y un brillo tales que hicieron estremecer al más arrojado y menos circunspecto de todos los pintores.

Quizá fuese mera ilusión que el clareado ejecutado por la lluvia había alterado la resonancia de estas quebradas y hecho más nítido su eco. El resurgir de cada sonido (un cencerro del cuello de una cabra o una campana en una torre, un balido, un rebuzno o la voz de un pastor, reverberando desde el fondo del precipicio) emitía una nota más claramente recortada. Mientras volvíamos, una cualidad prismática del aire, semejante a un millón de petit points de agua colgantes, creaba un engañoso hechizo de transparencia en ese paisaje posdiluviano, poblando las relucientes cuestas de pollinos diamantinos y cabras talladas en cristal. La vía que llevaba hasta la perspicua población era un torbellino circular de perros de cristal, beodos con la mezcolanza de olores.

Al igual que el de Plovdiv, el centro social de Tirnovo era una combinación de bar restaurante y pista de baile al aire libre, un círculo de cemento rodeado de mesas y cansadas acacias, en un saliente del despeñadero en lo alto del cual se erigía la ciudad, de modo que desde la barandilla del borde podía uno mirar el mundo inferior por entre capas descendentes de cernícalos, vencejos y palomas. Pero, a diferencia de Plovdiv, más metropolitana, apenas había chicas. Había un puñado de tenderos y campesinos que habían acudido al mercado, pero la mayoría de los que estaban allí eran los apuestos jóvenes de la ciudad, los estudiantes mayores del Gymnasium y grupos de jóvenes oficiales con sus blancas camisas rusas, sus gorras con cinta roja y sus espuelas, mimando sus sables con borla y empuñadura en espiral mientras se tomaban en las mesas sus diminutos cafés o sus slivos, escuchando tangos y foxtrots elegantes, marciales. Al final de la tarde escribía allí mi diario o leía, lo que a veces consistía en inferir, titubeante, el sentido de un texto de Vasil Levksi o de Iván Vazov mientras Gatcho me leía despacio sus poemas en voz alta,[26] o yo le exponía mis muy inmaduras ideas sobre literatura inglesa. Los únicos escritores de los que él tenía noticia eran los mismos que parecían haberse hecho un hueco especial a lo largo y ancho de Europa Central en la traducción alemana de Tauchnitz: Dickens, Wilde y H. G. Wells, y, después, dejando un espacio entremedias, Galsworthy, Somerset Maugham, Charles Morgan y, sorprendentemente, Rosamond Lehmann. Su pesadilla, debido a El hombre y las armas, era Bernard Shaw.

Una tarde noche el suave runrún de las conversaciones se vio interrumpido de pronto por un disparo desde la entrada. Vimos que en las mesas más próximas se ponían en pie y se arremolinaban con gran emoción alrededor de un vendedor de periódicos que sostenía extáticamente su mercancía. La banda dejó de tocar y todo el mundo se sumó al grupo. Un estudiante que yo conocía se había puesto a leer en voz alta las columnas impresas bajo los enormes titulares, con tal regocijo que se le entrecortaba el habla. Le rodeaba un corro de miradas intensas, jubilosas, y de vez en cuando alguno de sus oyentes le interrumpía con un vítor o una carcajada incrédula de admiración, hasta que los demás le mandaban callar para que pudiera proseguir la lectura. Las bocas tenían gesto anhelante, los ojos estaban abiertos como platos y la alegría desbordante aumentó de manera inconfundible a medida que manaba el ansioso torrente de sílabas. ¿Qué había pasado? Solo entendía algunas palabras sueltas de vez en cuando: Serbski, Kral, attentat, Marseilles, Frantzuski, Trianon, Malko Entente, Makedonski cada dos por tres. Cuando concluyó la página, todos prorrumpieron en grandes vítores y se pusieron a hablar y reír y dar pistones al suelo, abrazando y plantando besos al que tenían más cerca y dándose palmadas los unos a los otros entre los omóplatos. Por fin conseguí preguntarle a Gatcho qué había pasado. Con la cara brillándole de emoción y una sonrisa de oreja a oreja, dijo: «Man hat den serbischen König getötet! Heute! In Frankreich! Und es war ein Bulgare, der hat ihn umgebracht!». «¡Han matado al rey serbio! ¡Hoy, en Francia! ¡Y ha sido un búlgaro el que se lo ha cargado!».

A duras penas, cuando logré arrancarlo del barullo, me contó que el rey Alejandro de Yugoslavia había llegado a Marsella aquella misma mañana en visita de Estado a Francia.[27] Había acudido a recibirle Louis Barthou, el ministro de Asuntos Exteriores y, por tanto, ex officio, su colega en la Pequeña Entente y en los Tratados de Trianon y Neuilly, que habían reducido las fronteras de Bulgaria después de la guerra.[28] Durante el desfile ceremonial desde el muelle, un asesino había emergido de entre la muchedumbre, se había dirigido hacia el coche descubierto y había vaciado su revólver sobre los dos pasajeros del vehículo, matándolos. Y, por si la noticia no hubiera sido lo bastante buena, el asesino era un búlgaro, un macedonio; y, aunque es verdad que la policía lo mató allí mismo, ¡menuda hazaña! (Más tarde circuló a través de la prensa el rumor de que el asesino no era ningún búlgaro, sino un miembro de la Ustacha, el grupo separatista de Croacia de ideología católica, que miraba hacia Occidente y se oponía encarnizadamente a la inclusión de su provincia en el nuevo reino balcánico de Yugoslavia, más atrasado; un rumor que desató la furia entre los búlgaros. A fin de cuentas —me contó uno de ellos con indignación—, el asesino llevaba tatuado en el brazo SVOBODA ILI SMERT, «Libertad o Muerte», el viejo lema del Comité Revolucionario Macedonio. Se llamaba Vlado Chernozemski y procedía de Strumitza. ¡Croata, ciertamente!) El relato fragmentado de Gatcho quedó silenciado por el Shumi Maritza, el fiero himno nacional búlgaro. Cantaron el estribillo desgañitándose tan fuerte que se les marcaban las venas en la frente: «Marsh! Marsh! S’generala nash! V boi da letim, vrag da pobedim – dim – dim – dim. Marsh»,[29] y da capo igual.

Las mesas que rodeaban el disco de cemento se llenaron de estallidos de risas jubilosas, conversaciones enardecidas y voces pidiendo más slivo. Me preguntaba si sería este el ambiente que reinó en Belgrado cuando el partido pro-Karageorgevich asesinó a Alejandro Obrenovich y a la reina Draga y arrojó sus cuerpos por la ventana de palacio;[30] o, para el caso, cuando Princip disparó al archiduque Francisco Fernando y a la duquesa de Hohenberg en Sarajevo. El tintineo de un vaso de slivo lanzado a la pista de baile desató vítores. Al poco tiempo volaban más vasos por los aires y se estampaban por todo el suelo. Todavía más vasos de licores y copas de vino volaron a continuación, hasta que una garrafa llena que surcó el aire y estalló en el centro con gran estrépito, dejando una oscura estrella de vino derramado, hizo que se pusieran todos en pie y se juntasen a empujones en la pista, y echaron los brazos alrededor de los hombros del vecino formando una hora gigante que se puso a girar alrededor de los músicos mientras estos trataban de seguirles el ritmo. Incluso se quedó desierto el rincón de los oficiales, una maraña de sables abandonados; sus botas con espuelas estaban cruzándose y pisando con fuerza la pista junto a los demás, moliendo los fragmentos de cristal, haciéndolos más pequeños a medida que se desarrollaba la danza circular. Las mesas estaban vacías, salvo por un cura viejo que sonreía benignamente en el sereno nido en espiral de sus barbas y llevaba el compás con su paraguas, y también salvo por mí, que miraba en dirección al bar con una discordante expresión sombría. Alguien había escrito en la pared en atrevidas letras mayúsculas, agarrando la barrita de tiza por el centro para conseguir que las letras fuesen más grandes: «¡El rey de Serbia ha muerto!».

Un rato después vi a Gatcho con media docena de estudiantes más, cogidos del brazo, dando bandazos entre las mesas; estaban quitando los manteles, tirando al suelo una cascada de cristalería y cubertería que aún estaban intactas, y se ataban los manteles alrededor de la cabeza como turbantes, al tiempo que cantaban una canción que tenía fascinada aquel año a toda la juventud búlgara. «Piem! Peem! Pushim! —berreaban—. Damadjani sushim! Da jiveyet tarikatite!». «Bebamos y cantemos y fumemos hasta que la damajuana esté vacía! ¡Así hacen los chicos!». El encargado, preocupado por el estropicio, se dirigió hacia ellos a toda prisa, pero una distracción aún más gorda le hizo cambiar de rumbo. Un integrante de una cuadrilla de campesinos había encontrado una mesa completamente preparada, junto al balcón. Asiéndola por dos patas, la había levantado sobre su cabeza. El encargado corrió hacia él como un rayo, pero llegó demasiado tarde. Con un grito, y ante los aplausos y vítores de la masa, el campesino la tiró por el borde, desde donde cayó dando vueltas y más vueltas en medio de una nebulosa de cuchillos, tenedores, cucharas, jarras, vasos, vinagreras, lonchas de salchichón, anchoas y panecillos, hasta que se estampó contra la pared de roca, mucho más abajo, rebotó por la quebrada y se desintegró.

Unos días después me dirigía al norte por los montes otoñales, entre Tirnovo y el Danubio, y no al este, hacia el mar Negro, como tenía planeado. Mientras trazaba de forma aproximada sobre el mapa mi ruta hacia el este, en Tirnovo con Gatcho, me había fijado en la tentadora línea del Danubio al norte y, más allá, el irresistiblemente atractivo triple círculo cartográfico de Bucarest. Una vez más, esa vuelta se apartaba cientos de kilómetros de mi itinerario y era diametralmente opuesta, de manera literal, a mi meta de Constantinopla. Pero ¿por qué no? Gatcho estaba en contra: él regresaba a Varna en cuestión de una semana, más o menos; ¿por qué no me iba con él y me alojaba en su piso, para partir después al sur, hacia Turquía? Pero —argüía yo— podía hacer eso mismo después de haber estado en Bucarest y de haberme dirigido de nuevo al sur cruzando la Dobrucha. La verdadera razón de su propuesta era su odio hacia los vecinos del norte de Bulgaria. Los rumanos eran de lo peor, aseguraba: embusteros, ladrones, estafadores, villanos, inmorales. Yo dije que no podían ser tan malos. «Nos robaron la Dobrucha —sentenció arrugando mucho la frente—. Toda la tierra entre el delta del Danubio y el mar Negro. Es totalmente búlgara». Dije que solo quería ver cómo eran, verlos en su propio terreno, no como los había visto, a través de los ojos húngaros, en Transilvania. «¡También nos la robaron!», exclamó. Yo no era un observador político, añadí; etnias, idiomas, el aspecto de la gente, eso era lo que me interesaba: iglesias, canciones, libros, la ropa que llevaban y la comida y los rasgos, ¡qué demonios! ¿Es que no podía entenderlo alguien como él, a quien le interesaba la literatura extranjera y la república de las artes y que deseaba ver también el mundo exterior, igual que yo? Monasterios, templos, pinturas —proseguí—, cordilleras, arte, historia. «¡Esto es historia!», cortó él acaloradamente, y ahí me metió un gol importante.

Nos quedamos callados, sentados los dos. Tenía que recuperar el terreno perdido. «Supón que hubiesen asesinado al rey de Rumanía. ¿Habrías lanzado vítores y habrías bailado como hiciste ayer por el rey Alejandro de Yugoslavia?», pregunté yo. Gatcho se echó a reír. «Pues claro que sí. Y también habría hecho doblar las campanas de la iglesia». Las cosas se ponían de mi parte. «¿Y por el rey de Grecia?», dije, con la suavidad insidiosa de quien está tendiendo una trampa. Gatcho se rió burlonamente. «No hay ninguno. No en estos momentos. Deberías saberlo. Pero por supuesto que lo haría». La trampa se había desmontado. «Sé por qué me estás haciendo todas esas preguntas. Inglaterra es aliada de Francia. Tú estás de parte de Francia, de parte de la Pequeña Entente». Declaré enardecido que amaba Francia, que todos la necesitábamos si no éramos unos bárbaros sin remedio, pero que me importaba un pito la política francesa en los Balcanes, o la inglesa: ¿o es que hay que comprometerse con la política del país de uno? «Pues claro que sí —replicó Gatcho—. A vosotros en Inglaterra os da igual, con vuestro inmenso Imperio. A vosotros nunca os han invadido ni conquistado. Porque sois una isla». «¡Claro que nos han invadido!». «¿Ah, sí? ¿Cuándo?». Le dije la fecha con poca convicción. «¡Hace nueve siglos! ¡Lo que yo te diga!». «Bueno —dije yo—, de todos modos odiáis a todos vuestros vecinos, Grecia, Rumanía y Yugoslavia. ¿Qué pasa con Turquía?». Esos eran los peores, dijo, los que destrozaron Bulgaria en primer lugar. Casi seis siglos de ocupación. Ciertamente, un lapso tan grande, que iba de Chaucer a Dickens y abarcaba casi la mitad de la historia del país desde su nacimiento como nación, que impresionaba solo pensarlo. «Pero los hemos derrotado una vez, en la Primera Guerra de los Balcanes». «Con la ayuda de Rumanía, Serbia y Grecia», agregué. Él desdeñó la participación de aquellos antiguos aliados, «y podríamos derrotarlos de nuevo. Pero, vamos a ver, ¡si casi tomamos Constantinopla!». Después de unos instantes de silencio para rumiar sobre el tema, le pregunté si había algún país extranjero que fuese de su agrado. Tras otro largo silencio, él respondió: «Russland».

La excepción que había hecho Gatcho con Rusia respecto de su aversión generalizada, a pesar de su rechazo del comunismo, que era intenso, no me sorprendió tanto como pudiera haberlo hecho. No cabía esperar que la solución de los problemas del irredentismo de Bulgaria estuviese allí. De hecho, aunque el régimen alemán no le hiciera ninguna gracia, en ocasiones se planteaba como mera especulación si, en cuanto a lo que él llamaba realpolitik, Bulgaria no debería mirar hacia Alemania en busca de rectificación. (Precisamente eso es lo que hizo Bulgaria unos años más tarde; y durante uno o dos añitos Bulgaria, como aliada de Alemania, engordó súbitamente gracias a grandes tajos rebanados de sus vecinos.) Pero, al margen de tendencias políticas, existía a lo largo y ancho de la mística Bulgaria un gusto arraigado, instintivo, casi cariñoso hacia la idea de Rusia. En el pasado había sido el país paladín de la ortodoxia eslava, por lo que había actuado como contrapeso de la aborrecida supremacía eclesiástica griega en Constantinopla durante la dominación turca. Fue la Rusia de Alejandro II la que los había liberado de su larga esclavitud y la que, por así decirlo, había creado la moderna Bulgaria. Y de todas las lenguas eslavas, el búlgaro y el ruso eran las dos más afines. Curiosamente, la enconada hostilidad de la Unión Soviética en aquel entonces hacia la Rusia de los zares que había propiciado todos estos beneficios no era impedimento para esta arraigada simpatía. Excepto entre los comunistas, donde no cabía la ambigüedad, aversión política y atracción étnica coexistían a pesar de toda lógica; el gran imán eslavo hacía reaccionar a Bulgaria y apartarse del norte verdadero, del mismo modo que en una brújula hay que dejar margen al norte magnético. Era el clásico caso en que le cœur a ses raisons. Sin embargo, este sesgo instintivo no fue óbice para que durante la Primera Guerra Mundial, impulsada por un oportunismo miope, Bulgaria luchara contra sus antiguos benefactores, con resultados calamitosos para el país. (Las mismas razones volvieron a colocarla en el bando equivocado en la Segunda Guerra Mundial, y los resultados fueron peores aún; aunque tal vez el desastre final hubiese ocurrido igualmente —como también sucedió, ¡ay!, con los otros países de Europa del Este— con independencia de en qué bando luchó.) Los búlgaros tienen un triste don para escoger el bando equivocado en que combatir. Si se hubiesen dejado llevar más por el corazón que por la mente política, la cual a menudo parece haber carecido de principios y de astucia a partes iguales, su historia habría podido ser más feliz.

Yo no dije nada de todo esto (de lo que podía haber dicho en aquel entonces, claro), porque se había abatido sobre nosotros un silencio bastante tenso, como si tuviésemos unos ángeles sobrevolando nuestras cabezas. Gatcho estaba recostado con las manos metidas en los bolsillos, arrugada la frente en su cara de chico guapo y terco, con los ojos clavados en la mesa del café y los cabellos negros cayéndole hacia delante. Esa misma incomodidad de mirada huidiza nos acompañó el resto del día. Pero acabó deshaciéndose a la caída de la tarde. Le pregunté si había sido por algo que yo había hecho o dicho. No, respondió él, para nada. Era simplemente uno de los arrebatos de mal genio que tanto bochorno causaban a su familia, como yo mismo había podido comprobar. Se disculpó muy azorado. Después, mientras hablábamos de los amigotes y coetáneos de Gatcho que habían sido nuestros compañeros de correrías en los últimos días, me preguntó: «¿Qué opinión te merece Vasil?», que era el último de quien hablamos. «Pues no me cae muy bien», reconocí yo. «A mí tampoco —dijo Gatcho—. Y tampoco tú le caes muy bien a él». «¿Por?». «Porque piensa que eres un espía».

Mi primera reacción ante semejante opinión fue una risotada de incredulidad. Gatcho también se rió. «Ha debido de ocurrírsele la idea al verte siempre con la nariz metida en el mapa», dijo, señalando el maltrecho Reisekarte de Freytag desplegado encima de la mesa, delante de nosotros. «Pero si yo no tengo facha de espía, ¿no?», protesté yo. «¡Ah!, los espías nunca tienen facha de espías». Me pregunté si la ocurrencia de Vasil no habría despertado el mismo recelo en Gatcho, y empecé a pensar que había notado un atisbo de retraimiento en nuestra amistad, durante el último día o dos, un rastro de frialdad. «De ninguna manera, ni por mi parte ni por la de ellos —repuso él con vehemencia. Luego, tras una pausa, añadió algo que no fue realmente de gran ayuda—: Pero, de todos modos, ¿por qué no podrías serlo?». Viendo que estaban empezando a bullir en mí la indignación, la angustia y el descargo perplejo de toda responsabilidad, apoyó su mano en mi hombro y pidió más vino a voz en cuello. Ahora me tocaba a mí parapetarme tras una actitud malhumorada y dolida y retomar el asunto con renovada, aunque menguante, exasperación, cosa que realmente sentía, entre canción y canción a lo largo de lo que quedaba de tarde.

Era la primera de muchas otras ocasiones, desde un incidente en la frontera checoslovaca, en que me tropecé con el peligro que acecha de vez en cuando, y especialmente en tiempos revueltos, a los viajeros que recorren los Balcanes, incluida Grecia también. La rabia que suscita en el acusado es todavía más desesperada por la impotencia inherente. Por suerte, es como si el cargo de que se le acusa se esfumase con la misma frívola facilidad con que se suscita, desapareciendo de un plumazo como si se tratase de una conjetura planteada sin seriedad. Lleva su tiempo perfeccionar el suspiro de hastío y la sonrisa lastimera que culminan la jugada. Pero al principio, incluso después de su retracción, deja siempre un rastro desagradable, como el escozor después de sacar un aguijón. Gatcho se disgustó de verdad porque yo, a mi vez, me disgusté de un modo muy evidente. Cuando al día siguiente me puse en camino, me hizo prometerle una y otra vez que me alojaría en su piso de Varna cuando fuese hacia el sur.