5
LA LLANURA VALACA

Al principio se me hacía raro que me llamaran «domnule» en lugar de «gospodin», pasar del búlgaro incipiente al rumano incipiente, y ver, en lugar de un chato de slivo en la mesa, un traguito de tsuika en su recipientito triangular con cuello cilíndrico; en los periódicos y en la publicidad, en lugar del cirílico, renglones de caracteres latinos con las tildes encima (un acento circunflejo y una media luna panza abajo que nasalizaba o velaba las vocales) y debajo (una virgulilla semejante a la cedilla, como una correa para que se agarren los pasajeros que van de pie en los tranvías, que convertía la s en sh y la t en ts). Para remachar el cambio, si era necesario (pues la diferencia en cuanto al ambiente se percibía de inmediato sin ninguno de esos indicadores delatores), se veía en las paredes el semblante inteligente y la cara más bien mofletuda del rey Carlos,[38] bajo su casco de adecuado aspecto Hohenzollern (unas veces con un águila sobre la coronilla, otras con una cascada de crines blancas), con su reluciente peto y la Orden de Miguel el Valiente en el hombro. A su lado, invariablemente, un retrato del príncipe y exmonarca Miguel, cuyo padre regresó repentinamente del exilio para desplazarlo del trono (y allí se quedó hasta que diez años después más o menos volvieron a cambiarse el sitio); un chavalín guapo y de mirada dulce, con jersey o con camisa abierta, y su mata de pelo muy bien cepillada.

Alguna vez, pero raramente (debido, como me decían siempre, a la frialdad entre el rey y su madre), se veía a la reina María con sus rasgos elegantes, más bien llenos, con sus ojos enormes y acuosos en extraño contraste con la toca blanca como de monja y el griñón bajo la barbilla que enmarcaban su cara. Pero no hacían falta estos emblemas, ni la diferente combinación tricolor encima de la garita de aduanas, ni el águila en el anverso de los lei que llevaba en el bolsillo, que había sustituido al león rampante de los leva, para enfatizar el cambio a otro mundo. Las gentes a mi alrededor tenían algo como más rápido, más afilado, más crispado y más verbal (más insustancial tal vez), muy diferente de la solidez lenta, de perfiles toscos, del pueblo al que acababa de dejar. Era el cambio del mundo eslavo al mundo latino. En el exterior, la oscura extensión del Danubio, con la gargantilla rutilante de Rustchuk al otro lado (¿qué estaría haciendo Rosa? ¿Estaría cenando? ¿Leyendo? ¿Sacando brillo a algo? ¿Cosiendo?), con su línea de puntitos en la mitad del río para delimitar la frontera, representaba una brecha mucho más grande que su auténtica envergadura geográfica.

En la orilla opuesta, a unos diez o doce kilómetros río arriba, en la misma zona de Rustchuk donde se encontraba el sitio en el que habíamos almorzado, justo donde se había apagado del todo el último resto de luz del día, se había librado la batalla de Nicópolis en 1396, en la que Segismundo de Hungría, quien posteriormente se convirtió en emperador del Sacro Imperio Romano, junto a una nutrida fuerza de caballeros franceses a las órdenes de Juan Sin Miedo, hijo de Felipe II de Borgoña, el Atrevido, que hacían campaña en dirección al este para detener la amenaza otomana, fueron derrotados y capturados por Bayaceto el Rayo, que los mantuvo prisioneros en Turquía hasta que cobró un rescate por ellos. (Seis años después el propio Bayaceto fue derrotado en Ankara por Tamerlán, que lo encerró en una jaula, y trece años después todavía muchos de aquellos mismos caballeros franceses combatieron en Agincourt.) Muy rara vez se topa uno con la irrupción de Occidente en la extraña y aparentemente tenebrosa tierra de nadie que son los principados ortodoxos y los zaratos eslavos que se extienden entre las fronteras del Imperio Romano de Oriente y el Sacro Imperio Romano en mitad del Danubio. Pero a unos cien kilómetros hacia el sur, tres siglos antes, fueron bastante conocidos por las Cruzadas, cuyo primer avance tomó una ruta que pasaba por el norte del Egeo y cruzaba Macedonia para llegar hasta Asia Menor. Ese extraño itinerario inauguró una migración occidental que acabó salpicando el Levante de claustros, recintos para celebrar justas, campanarios, almenas con cernícalos y salones enclaustrados para banquetes, y poco a poco fue transformando a los paladines normandos de Sicilia en sátrapas entre jazmines: personajes tocados con turbantes y vestidos con brocados, con un halcón posado en la muñeca, más propios de una miniatura persa que del tapiz de Bayeux.

Valaquia, a pesar de su nombre en rumano (Muntenia, el país de las montañas), es en general tierra llana. Más al norte pasan por ella varias serranías que finalmente se yerguen para formar la majestuosa cordillera, alta y empinada, de los Alpes de Transilvania, el ramal más meridional de los Cárpatos por su cara oeste, al otro lado de la cual queda Transilvania, donde durante tanto tiempo había remoloneado yo ese mismo año. Pero esos pantanales sureños danubianos no eran como la ribera búlgara, donde la tierra va bajando hasta el río por una lenta escalinata de cornisas y se detiene bruscamente en forma de acantilado al llegar a la orilla. Donde acaba el río, empieza el llano, y, en la media distancia, bastante a menudo, emborronaban esa llanura franjas encharcadas, bulliciosas de aves acuáticas, que eran exactamente como los signos convencionales empleados en cartografía para indicar su presencia.

La carretera principal, por la que yo avanzaba pesadamente (no tenía sentido desviarme de ella), cruzaba la llanura de punta a punta, recta como una flecha. Pacían por toda ella rebaños inmensos. Los pastores y vaqueros llevaban el conocido calzado de cuero sin curtir (opinci en Rumanía, tservuli en Bulgaria), pero el resto de la vestimenta, como también ocurría en Transilvania, era todo blanco: túnicas blancas ceñidas con cinto, que les llegaban casi hasta las rodillas, semejantes a blusones sin remeter. De nuevo aquí todos llevaban cojocs, esas zamarras de piel de borrego, con la parte velluda hacia dentro y la parte lisa hacia fuera, un rompecabezas de motivos decorativos y costuras; y, en lugar de los kalpaks chatos búlgaros, al estilo de los húsares, ellos llevaban caciulas, conos de astracán negro o marrón, puestos de lado. Cada pocos kilómetros había una aldea ruinosa de casas enjalbegadas con techumbre de carrizo, con los puntos de ensamblaje de largas carretas tiradas por caballos o búfalos, y a continuación el llano. En rumano, «izquierda» y «derecha» se dicen «stinga» y «dreapta». Creo que fue andando por esta carretera cuando reparé por primera vez en las palabras que empleaban los campesinos rumanos para indicar ambos sentidos, al dirigirse a los búfalos y a los bueyes. «¡Juisss!», dicen, con voz grave, estirando la palabra, y las bestias viran lentamente hacia la izquierda; «¡chala!», y viran a la derecha. Se veían caravanas de gitanos con mayor frecuencia que al otro lado del Danubio, y había muchos campamentos junto a la carretera. Muchas veces fui en compañía de algún grupo nómada, pero por lo general desertaba al cabo de un kilómetro o dos. Tenía la impresión de pinchar en hueso cada dos por tres, lo cual resultaba aún más humillante al recordar la facilidad con que parecían establecer cierta camaradería con ellos otros viajeros de los Balcanes. Un par de años después, en Moldavia, llegué a conocer bastante bien a varios gitanos rumanos, pero se trataba de comunidades estáticas, donde hablaban romaní, asentadas en pueblos en los que llevaban viviendo desde hacía varias generaciones —desde la abolición de la servidumbre feudal en las grandes propiedades, a mediados del siglo anterior—. Era como si con los nómadas no pudiese traspasar la barrera del limosneo que se sienten moralmente obligados a mantener.

Más al este, la llanura se convierte en la estepa real en la llanura de Baragan, que se extiende a lo largo de la gran curva del Danubio hacia el norte, y al otro lado sigue por la Dobrucha: totalmente yerma y desierta, y muy hermosa a su siniestra manera. Allí no crecen nada más que cardos, y estos se marchitan y cruzan rodando la superficie de la estepa, juntándose con otros y formando grandes bolas de hierbajos en movimiento, como vilanos gigantes. Yo la crucé solamente una vez, en un coche en pleno verano. El viento había creado una carrera de esas bolas y, conforme arreciaba, las fue agrupando, junto con el polvo circundante y con los palitos y desechos que hubiesen podido caer de las carretas que habían cruzado renqueando el llano, además de fragmentos podridos de tablones. Formaron unos torbellinos de desperdicios cada vez más altos que giraban a una velocidad increíble, y que acabaron convertidos en unas gruesas tolvaneras de varias decenas de metros de altura, negras por la basura que había ido adhiriéndose a ellas, trazando giros que cambiaban constantemente de dirección cuales tirabuzones irregulares de azúcar caramelizada, que se deshilacharon finalmente a una altura descomunal. Entonces, todos los desperdicios que se habían apelotonado para formar el torbellino y que habían ido subiendo por sus roscas ascendentes se esparcieron llevados por el viento, liberados. Tres más se habían formado a la vez y rotaban todos ellos por la llanura barriendo el suelo, segándolo, con un fuerte sonido de fricción, inclinándose todos en la misma dirección y todos aparentando gesticular como locos con los cabos sueltos de sus crestas despeluchadas cada vez más abiertas. El llano seguía palpitando, poblado de espejismos: aquellas cuatro columnas se desplazaban a toda velocidad en medio de un crepúsculo cuya luz el manto de polvo refractaba, creando un vasto y trágico drama de color naranja, ámbar, rojo sangre y violeta, y que se descomponía en la distancia. Hay leyendas que hablan de carromatos enteros atrapados por estos demonios giratorios, junto con ovejas y búfalos. Los labriegos cuentan historias de pastores solitarios que tuvieron que correr llano a través perseguidos por ellos, que fueron capturados y lanzados por los aires, dando vueltas, y que luego fueron descubiertos como espantapájaros espachurrados o descuartizados. No es de extrañar que estos engendros se presten a la leyenda; si es que son leyendas…

El llano que estaba atravesando no se parecía a nada de esto, pero la tendencia inhóspita estaba latente en la campiña monótona, lúgubre y bastante bella, a un lado y otro. Reina en estos llanos un sentimiento de melancolía profunda y de desesperanza. En el amplio trecho entre el río y las montañas, no hay, aparte de los pozos, nada que arrobe la vista, ningún esqueleto de roca que sobresalga de la superficie homogénea, ningún indicio de la variedad que estimula el mundo frondoso y empinado de Transilvania. En verano es mejor, cuando se viste de trigales y maizales ondulantes, pero incluso entonces prevalece esa melancolía. Las aldeas descollaban sobre la superficie con ese punto incierto de los espejismos, y la voz y las expresiones de sus habitantes denotaban una docilidad mansa, pasiva. Eran gentes que habían sido gobernadas por príncipes ortodoxos que muchas veces eran tiránicos y abusivos, y explotadas por sus propios compatriotas terratenientes, de modo que se les había despojado —exceptuando algún que otro estallido agrario frustrado— hasta de ese impulso de sublevación contra un conquistador extranjero que había actuado de acicate y de bálsamo para amotinados en Grecia, Bulgaria, Serbia, Montenegro y las partes cristianas de la población de Bosnia, Herzegovina y Albania. Y, aunque los cristianos de los Balcanes pasaron en bloque a ser súbditos de los otomanos, estaban todos en el mismo barco y se libraron de la servidumbre interna que prevaleció al norte del Danubio, y a cuya existencia decidieron poner fin los propios terratenientes durante las tendencias liberales del siglo XIX. Habían existido personajes románticos a lo Robin Hood, principalmente en las montañas, pero de nuevo aquí los pandurs y los haiduks, cuando eran algo más que bandoleros, se alzaban en armas contra injusticias internas, más que contra el otro enemigo concreto, universal, del turbante, como sí hacían los kleftes, o los comitadjis más al sur. Porque el dominio otomano directo no pasaba del río. Pero durante siglos los principados de Valaquia y Moldavia (que solo desde mediados del siglo XIX han estado unidos bajo el nombre común de Rumanía) fueron vasallos de Turquía, y una de las tareas principales de los príncipes electivos que ocuparon los antiguos tronos de Miguel el Valiente y Esteban el Grande consistió en reunir el colosal tributo anual al sultán y, de paso, enriquecerse ellos mismos (este último, un deber autoimpuesto). No es fácil saber a ciencia cierta si esta subordinación a poco menos que la codicia turca resultó más onerosa para los principados en general que el yugo otomano más inmediatamente mortificante en la nuca de los campesinos de los Balcanes.

Cuando los dos principados se unieron a mediados del siglo XIX, a su príncipe conjunto, Alejandro Cuza, le sucedió tras un breve reinado Carlos de Hohenzollern, quien posteriormente se convirtió en el rey Carlos I. Esto era el regat, el viejo reino (en contraposición con el reino nuevo, el que se formó al anexionarse todas las provincias concedidas a Rumanía tras la Gran Guerra, en virtud del Tratado de Trianon): Rumanía par excellence. Las nuevas provincias que, basándose en razones de tipo etnológico, fueron súbitamente añadidas a ese antiguo núcleo, muchas de las cuales llevaban siglos separadas de él, eran la Dobrucha al sur del delta del Danubio, que Bulgaria reclamaba; Besarabia, que había sido rusa durante cien años o más; Bukovina en el extremo septentrional, que había sido una punta lejana del Imperio Austríaco, y Transilvania y el Banato en el sudoeste, que antiguamente habían formado parte de Hungría. Con su anexión, agrandaron extraordinariamente el país, incrementaron sus riquezas y despertaron la ira irredentista de sus vecinos, especialmente de Hungría y Bulgaria.

Era imposible saber hasta qué punto los dos o tres siglos oscuros (¿o habían sido oscuros todos los siglos a lo largo de su historia?) habían contribuido a la melancolía fatalista que yo creía detectar siempre en los campesinos rumanos, y más particularmente en los de las llanuras, ni cuánto habían hecho por mitigarlo las numerosas reformas agrarias, la reiterada fragmentación de las grandes propiedades y su distribución poco sistemática. Dejando aparte otras fuentes de problemas, los anales rumanos se pueden interpretar como un catálogo de desastres: la invasión bíblica de insectos, la destrucción de cultivos, la comalia, las terribles plagas que una y otra vez diezmaban poblaciones enteras, el paso de ejércitos, botines, incendios y rapiña. Sobre todo, en los siglos interminables que no recogen los anales, antes de que los primeros monjes escribieran sus crónicas y después de que hubiesen sido llamadas a Roma las últimas legiones romanas (de las que descendían directamente los dacios autóctonos, los rumanos), estos llanos fueron el lugar de parada y de acampada, la inmensa parcela desocupada en la que todos los pueblos bárbaros que llegaban desde Asia hacia el oeste, y a través de la llanura escita del norte del mar Negro —los godos, los hunos, los ávaros, los magiares, los búlgaros, los cumanos y los pechenegos— tiraban de las riendas de sus monturas, antes de enfilar al sur y al sudoeste por el Danubio para acelerar la muerte de Roma y a continuación aporrear las murallas de Bizancio, y tal vez echar raíces en los Balcanes; o dirigirse al oeste sin impedimento alguno por entre la dócil bandada en movimiento de los eslavos, para desafiar a la cristiandad occidental, amenazar París, conquistar España y repoblarla o, como los magiares, enraizarse en la llanura de Panonia.

Pero cualesquiera que hayan podido ser los males y las vicisitudes de la historia, cuesta creer que estas planicies inertes y en apariencia ilimitadas, con su superficie agostada y polvorienta en verano, y sus extensiones nevadas en invierno y el cielo inmenso y esos bellos atardeceres sin esperanza al final de cada día, pudieran crear un ambiente para el optimismo desbordante, el ánimo entusiasta o la resiliencia. El rumano es rico en vocablos que expresan diferentes matices de tristeza; el monosílabo estirado dor, que expresa descontento y añoranza vagos, angustiosos, sin un objeto claro (aunque puede emplearse en el sentido concreto de «anhelo triste en el amor») recoge esta idea con exactitud: «Mi e dor», «tengo dor», «yo anhelo, o yo suspiro…», sin un objeto ni una causa expresos. Con frecuencia se oye en boca de los campesinos. Hay otra palabra que siempre me pareció la mejor que he oído en mi vida para expresar melancolía irremediable: «zbucium», pronunciado «sbúquoum», ese espondeo desgarrado de absoluto pesimismo, ese blues moldovalaco. «Mi e zbucium…». (Aunque no hay ninguna relación entre las dos palabras, más allá de cierta similitud en el oído, este vocablo evoca siempre otro vocablo rumano, «bucium», que quiere decir «cuerno metálico largo» de unos cuatro metros de longitud, que se sostiene apoyado en los esforzados hombros, y que acaba en una curva hacia arriba —muy similar en aspecto a los que usan los monjes budistas y se toca en las lamaserías—, que pastores y vaqueros hacen sonar para llamar a sus rebaños en los altos Cárpatos, produciendo unos bramidos largos y siniestros asombrosamente torvos y cargados de zbucium, cuyo eco reverbera por los valles del Olt y del Bistritsa.)

Se trata de un terreno peligroso. Un buen número de coloridas crónicas de viajes nos lo han contado todo acerca de la melancolía de las estepas y de la tristeza de los llanos: la nostalgia y la Sehnsucht de los espacios abiertos, el alma rústica que canaliza su sentir a través de la música, cosas que más de una voz rimbombante, siguiendo el rastro del pastor cuya silueta se recorta sobre el fondo del atardecer mientras conduce a su rebaño, ha manido hasta rebasar todo límite aceptable de lo que puede considerarse rancio. Ojalá no lo hubieran hecho, porque precisamente, y casi únicamente, es aplicable aquí. Gran parte de la música y de las canciones rumanas, que a mí me encantaban, encarnan todas estas cosas, y en especial un tipo de canción denominado «doina». No tiene nada que ver los gimnásticos cambios de tempo, de lánguido a desquiciado, en los que son expertos los gitanos, ni con el matiz plañidero, más oriental, y la escala diferente de los Balcanes, ni con los cánticos fúnebres agudos y temblorosos del Mani profundo. Es un cantar que emana de aldeas, campos y el llano, infinitamente lento y con pausas largas y melodías inaprehensibles, arrobadoramente bellas, que uno alcanza a oír desde la ventanilla de un tren o desde detrás de un almiar, cuando los segadores han cortado su última franja, o desde una aldea al anochecer conforme va uno acercándose a pie, como estaba haciendo yo en ese momento; se detiene y aguza el oído, y comprende que el orden y el análisis métrico que estos trenos han impuesto son el único modo de hacer soportable un estado de ánimo que se cierne de manera constante sobre las gentes y dicta que todas las cosas que te pueden destrozar el corazón están aquí, y que son todas vanas.

El único sitio para dormir en la primera aldea hechizada por las doinas en la que paré esa noche fue el colmado judío, que hacía también las veces de posada. El tendero era un pelirrojo dicharachero, muy distinto de los sefardíes de Plovdiv y de Rustchuk: un asquenazí de los asquenazíes, al que los aldeanos llamaban Domnul David. Con su familia hablaba en yidish y conmigo en un curioso alemán nasal, Judendeutsch. ¡Qué lástima! A diferencia del viejo rabino del Banato, no conocía muy bien las Escrituras. Ansiaba preguntarle acerca de la diferencia exacta entre la Torá y el Talmud, que yo siempre confundía, y sondearle sobre el Golem y el jasidismo. Aquí solo había pequeñas comunidades aisladas, me dijo. Adonde tenía que ir era a la Alta Moldavia, muy muy al norte, a ciudades como Botoshani o Dorohoi (la ciudad natal de Domnul David), que eran casi completamente judías. (Fue exactamente lo que hice, un año o dos después.)

Ya fuera debido a la sagacidad judía para los negocios o a la falta generalizada de aptitudes de los rumanos para el comercio, o probablemente por ambas causas, casi todos los tenderos del pueblo eran judíos, algo que también sucedía en gran parte del comercio de las ciudades, excepto en el delta del Danubio, especialmente en Constanza, Galatsi y Braila, donde los griegos tenían un papel muy activo en las actividades mercantiles, sobre todo en el negocio de las gabarras que servían para el comercio fluvial del Danubio mismo, sobre el que se habían amasado grandes fortunas griegas. En las fincas grandes, los agentes y los administradores eran casi siempre griegos. Tal vez como consecuencia de esto, no siempre gozaban de la simpatía de la gente. Pero era una flaqueza tibia, comparada con el antisemitismo arraigado y casi universal de los rumanos hacia el millón aproximado de judíos que vivían en el país. Este prejuicio era todavía más vehemente que en Hungría. No solo se trataba de que todos los vicios se atribuyesen a los posaderos, tenderos y comerciantes del pueblo, era un sentimiento de una intensidad casi mística. Entre el campesinado seguía dándose crédito a las leyendas sobre asesinatos rituales. Sin embargo, en estratos sociales más sofisticados, los húngaros parecían aún más obsesionados con el asunto que los rumanos. Una y otra vez me ponían en las manos los libros de Jean y Jérôme Tharaud (La Fin des Habsbourg; Quand Israël n’est plus roi, etc.) para que los leyera y corrigiera mi manera de entender el rol de los judíos en la revolución de Bela Kun. No era nada extraño oír a la gente hablar del plan de dominar el mundo que contenían Los protocolos de los sabios de Sion, una teoría cuya falsedad había quedado demostrada hacía tiempo. (Según un señor húngaro con afición a la genealogía, semejante plan estaba llevándose a cabo, generación tras generación, a través de la infiltración de los judíos mediante enlaces matrimoniales con toda la aristocracia de Europa occidental, con Francia a la cabeza e Inglaterra pisándole los talones. Con el fin de arrimar el ascua a su sardina, me mostró un raro volumen que se mencionaba con frecuencia pero que pocas veces se había visto, el Semi-Gotha. Este tomo gordo y compacto, compilado por alguien que, como M. Galtier-Boissière, debió de tener un solo propósito en la vida, tenía el mismo formato y la misma consistencia que los tres volúmenes de referencia publicados en el Almanaque de Gotha que parecían constituir la única lectura para ciertos señores que apenas poseían conocimiento en otras ramas del saber: el Hofkalender de tapas rojas sobre familias reales, mediatizadas y principescas, el Gräfliche de tapas azules y el Freiherrliches Taschenbuch verde. Amarilla era la encuadernación de un cuarto tomo impreso por un particular, y, en lugar de las correspondientes coronas y tiaras de los otros tres, este llevaba grabada una Estrella de David dorada. Para ilustrar la expansión del judaísmo mundial y las insospechadas guisas bajo las que acechaba, aquel señor fue señalando nombres uno tras otro con un dedo meñique, delgado y heráldico, y con una expresión de melancólico triunfo. Winston Churchill fue el primero que dijo, lord Rothermere, el segundo, cosa bien triste, pues el lord Rothermere del momento estaba considerado la gran esperanza del revisionismo húngaro.[39] Conque nunca se sabe, dijo. Cuando yo le manifesté mis dudas respecto de la relevancia y de la exactitud de su libro favorito, él reaccionó con perplejidad, dolido.)[40]

Esos sentimientos hostiles estaban mucho más arraigados en el norte, donde la población judía había aumentado de unas dos mil familias a casi un millón en ciento treinta años, la mayoría llegadas tras huir de las terribles condiciones de vida en Polonia y en la Zona de Residencia rusa, hasta el punto de que en varias ciudades grandes de Moldavia, entre ellas Yassy, la capital, superaban ahora en número a la población rumana y monopolizaban el comercio de la provincia. No es de extrañar que esta indigesta explosión demográfica provocase consternación, resentimiento y hostilidad entre los habitantes; aquello no tenía el menor parecido con la posición armoniosa, establecida desde antaño, de los refinados sefardíes mucho menos numerosos del mundo otomano; ni tampoco es de extrañar que los judíos, a los que se denegaba tanto la ciudadanía plena como prácticamente cualquier vía de mejora o de honorabilidad, se expandieran y destacaran en el único ámbito que el prejuicio no les vedaba. El remoto principado en el que de pronto empezaron a proliferar carecía de clase media; esa sociedad rural desconocía que pudiera haber algo entre el feudalismo medieval de los terratenientes (los grandes boyardos y los boyardos menores, muchos de los cuales rara vez ponían el pie en sus miles y miles de hectáreas) y un vasto campesinado explotado cruelmente. No había clase media urbana, y, cuando el país amplió su territorio, la población judía, sobre todo la de Moldavia, se convirtió en una burguesía semiextranjera de intermediarios y minoristas.

Todo el mundo reconocía a regañadientes que los judíos, aunque despiadados, eran honrados en sus tratos comerciales y respetuosos con los contratos. También me fijé en que, por mucha predisposición que en general hubiera en su contra, prácticamente todo el mundo tenía un amigo judío «que no era como los demás», un conjunto de exenciones que, sumadas, debían de arrojar un cómputo total impresionante. No pude conocer, conversar e incluso trabar amistad con judíos que no se hallaban aislados en medio de un mayoría gentil hasta tiempo después, cuando realicé otros viajes por Moldavia y Bukovina. Al no haber tenido la necesidad de amoldarse a estilos de vida ajenos, habían podido conservar absolutamente intacto el suyo: los caftanes negros, los sombreros de terciopelo negro de ala ancha, los casquetes, las barbas negras, pelirrojas, rubias, las patillas con forma de tirabuzones (como las que lucían mi anfitrión y su hijo en la espesura del Banato), y un yidish prácticamente libre de préstamos rumanos, pero sí plagado de palabras polacas y rusas, y el hebreo que estudiaban los rabinos y los estudiantes de teología. Aquí se oían también las entonaciones nasales y se veían los gestos orientales de centenares de hombros y manos móviles levantadas con las palmas hacia arriba, en su más pura manifestación. Fue en estas regiones, y particularmente en Chernivtsi, la capital de Bukovina (bajo los Habsburgo hasta el final de la Primera Guerra Mundial), donde tuvo su origen el talento judío que, trasplantado a América, ha florecido de manera tan triunfal sobre los escenarios, en las pantallas, en la música y en las artes, un talento atravesado por una veta humorística imposible de encontrar en ninguna otra raza, que es en lo que consiste la genialidad, y que abastece al mundo con todas sus divertidas historias judías.

Desde los días que pasé con aquel rabino del Banato, había decidido aprender todo lo que pudiera acerca de la historia de los judíos, y husmeé en todas las enciclopedias y obras de consulta que encontré en Sofía, en cualquier idioma que fuese capaz de entender. Ya había estado una vez en una sinagoga asquenazí de Bratislava, y, aunque fue por demasiado poco tiempo, allí un amigo judío me dio a conocer las costumbres que seguramente incomodan a cualquier extraño. Una vez, en Plovdiv, después de oír misa en honor de un santo fascinante en la iglesia armenia, había vacilado largo rato ante las puertas de la sinagoga sefardí, pero, al no conocer a nadie allí, no me atreví a entrar. (No fue hasta veinte años después que, llevado por mi fascinación por los cánticos ortodoxos y el canto gregoriano —y su probable origen en la liturgia de los grandes templos de Antioquía y Jerusalén de los tiempos de los Apóstoles, en especial en los salmos—, que escuché canciones sefardíes, bellamente interpretadas, en la elegante sinagoga luso-holandesa de estilo carolino de Artillery Row, en la City londinense.) Por eso, sabía mucho del tema: por qué los judíos del norte hablaban un dialecto alemán y llevaban apellidos de origen germano (Schwartz, Weiss, Abendstern, Weintraub, Blumenblatt, Goldberg, por ejemplo, o con terminaciones eslavas, como Moiski o Rabinovich) en lugar de sus antiguos patronímicos hebreos. Estuve charlando de estas cosas con Domnul David en su local, mezcla de colmado y posada, después de haberse ido todo el mundo a dormir, aunque no me resultó de gran ayuda cuando le pregunté por los macabeos, el exilio en Babilonia, la caída del Templo, la diáspora o los jázaros; no mucha más que la que me habría ofrecido un tendero inglés —se me ocurrió pensar— acerca del Danegeld o del Witenagamot; pero le hacía gracia mi interés.

Antes de cerrar los postigos dijo algo que perdura en mi memoria hasta hoy. Estábamos comparando el judaísmo y el cristianismo. «Te voy a decir cuál es la gran ventaja de nuestra religión sobre la vuestra: que nadie puede practicar debidamente el cristianismo y llevar una vida normal y corriente. A no ser que seáis santos, los cristianos os quedáis siempre por debajo de lo que se espera de vosotros: nunca estáis del todo bien ni por un segundo, siempre culpables, siempre abatidos, siempre caídos en desgracia, por mucho que os esforcéis. Sin embargo, la religión judía está hecha para seres humanos. Hay un puñado de reglas que tenemos que respetar, y punto. Nosotros podemos practicar nuestra religión sin temor a equivocarnos y seguir viviendo como seres humanos normales y corrientes. Ser buen judío es fácil, ser buen cristiano es imposible. Pero los cristianos no son más virtuosos que los judíos, ¿verdad que no? Somos más o menos iguales, ¿no? Entonces, ¿qué diferencia hay? ¿Cuál es el resultado? Pues que nosotros somos felices con nuestra religión, y vosotros, desgraciados, eso es todo. Nosotros tenemos un montón de problemas diferentes, pero la religión no es uno de ellos. Gott sei dank. No nos ataca por la espalda, como a todos los goyim».

Se hace preciso abrir aquí un paréntesis explicativo, y el sitio para hacerlo es esta breve cesura, tendido en una cama de hierro, debajo del calendario sin hojas plagado de moscas de Jacob Bercovici, mercader de grano de Galaţi, en el que aparece Judit ante Holofernes.

A lo largo de esta última docena de páginas ha habido una serie de referencias que apuntan a una relación con Rumanía más larga de lo que verdaderamente podían proporcionarme los meses de verano que estuve allí, cuando me moví entre húngaros exclusivamente, o el breve lapso de esta curva transdanubiana. Esto fue lo que ocurrió: durante los cinco años que transcurrieron entre el final de este viaje y el estallido de la guerra, regresé en varias ocasiones a todos los países que había cruzado hasta ese momento, con la sola excepción de Bulgaria, país que por pura casualidad nunca más volví a visitar después de que ese año llegara a su fin. Pero de todos estos países, Grecia (que se columbra allende la última página de esta crónica, si bien no aparece en ella) y Rumanía fueron los dos que más a menudo visité, y viví en ellos. En Rumanía residí dos temporadas, de un año cada una aproximadamente. (Y tal vez me habría quedado más tiempo, de no haber sido porque la guerra estalló súbitamente, como el final de las vacaciones de un verano maravilloso, y me arrastró de vuelta a lo que me parecieron las rejas claveteadas de un largo trimestre de invierno en los patios del cuartel de infantería, habitados por estruendos, taconazos y voces de mando.) Establecí mi base en los valles de la Alta Moldavia y recorrí todo el país hasta el delta del Danubio y Bukovina, y volví a Transilvania, Dobrucha, Besarabia y Bucarest muchas veces. Por eso, a mis primeros recuerdos se añaden muchos más, y, al escribir acerca de aquellos primeros encuentros, no es nada fácil excluir las ideas que recogí después; pretender tal cosa sería como asumir una pose de espuria ingenuidad. Sería difícil dejar mis experiencias posteriores fuera de estas irrupciones iniciales en el Regat. Me siento tentado de un modo casi irresistible a colar uno o dos globos de fechas posteriores en las páginas que quedan. Es un proceso peligroso, pero, si encuentro una ocasión acertada (un posible final de párrafo, o un hueco atractivo en la áspera carpintería disponible de este libro), puede que me entregue a ello, no sin antes advertir al lector. A fin de cuentas, no es muy probable que vuelva a pasar por aquí una vez se haya publicado, y hay impresiones posteriores de este país extraordinario que quisiera intentar capturar de nuevo. Ya veré cómo lo encajo.

Con esta frase equívoca quiero decir que la muy curiosa y gozosa tarea de compilar esta arqueología particular se ve asediada por dos problemas principales. El primero de ellos consiste en el advenimiento repentino de la nebulosa cuando la memoria deja de funcionar con precisión y un tramo del itinerario aparece en lontananza desprovisto de sucesos, y no hay señal de lápiz en el mapa que acuda en mi ayuda. Esto ya me ha pasado varias veces y volverá a pasarme, sin duda. Al principio, estos bloqueos me angustiaban. Me quedaba mirando fijamente la página y el mapa, alternativamente, con un sentimiento creciente de amargura conforme iban pasando los minutos y no asomaba nada, absolutamente nada, a la superficie. Ahora ya no. Este vacío lo interpreto como una señal de que allí no hubo nada digno de recordar, desde el punto de vista de mi propósito personal. Ninguna reflexión acerca del paisaje o de los pueblos, o incluso de las ciudades o sus moradores. Seguramente más de una vez vi edificios de enorme interés que a lo mejor ahora daría lo que fuera por admirar (o simplemente debieron de pasárseme por alto, o se me fueron completamente de las mientes, por alguna especie de defecto mío particular), cordilleras enteras rebosantes de historia y de maravillas naturales, tendencias políticas o acontecimientos de importancia trascendental. Esta última consideración me lleva a pensar que, incluso después de un lapso de tiempo tan largo, esta debe de ser la crónica de viajes cargada de la menor cantidad de exclusivas que haya visto la luz. Mi excusa particular es que esto no es ni un manual sobre cultura, ni una guía, ni un informe político o militar. (Es políticamente incorrecto darle más vueltas a estos defectos.) La feliz contrapartida de todas estas lagunas es que nos evitan tanto a usted como a mí fenecer ahogados bajo la riada indiscriminada de la capacidad absoluta de recordarlo todo.

El segundo de los problemas es justo el contrario: mientras voy componiendo el puzle con unos fragmentos que no había vuelto a tocar en veinte años o más, aflora inopinadamente a la superficie un detalle cuyo efecto es tan poderoso como el sabor de la magdalena que desató en Proust todos los recuerdos de infancia. La avalancha de detalles irrelevantes, secuencias interconectadas de pensamientos y asociaciones mentales, y los ecos de ecos que a su vez me llegan reverberados y rebotados, es abrumadora, y, con la esperanza de alcanzar algún tipo de redentora sombra de simetría y equilibrio, hay que volver a echar por la borda gran parte de estos tesoros irrelevantes para que retornen a las oscuras pozas en las que han pasado escondidos todo este tiempo. Para un escritor que además es él mismo su propio redactor, semejante tarea representa un verdadero suplicio. En momentos así, casi da la sensación de que el bloc de folios que tengo a mi izquierda contuviera ya en tinta invisible lo que me dispongo a escribir y que cada hoja, tan pronto como la pongo delante de mí, trocase su blancura en concatenación de detalles, olvidados hasta ese preciso instante, como si el plumín de la estilográfica se nutriese, no de tinta, sino de una sustancia química que propiciase el revelado; y que, para cuando esa hoja pasa al mazo de páginas manuscritas de mi derecha, los globos formados por los añadidos introducidos en el texto fuesen tan grandes que podrían transportar el pliego hasta el techo blanqueado característico en las islas griegas que tengo encima de mí, y muchos de ellos o a la mayoría hay que pincharlos o desinflarlos si se desea lograr un mínimo de equilibrio o de armonía.

Surge además un tercer problema: el del afán por presentar una impresión de un país que sea verdadera, y no me refiero a una descripción real en términos absolutos, si es que tal cosa existe, sino una descripción que sea fiel a la impresión de conjunto en la que, llegado siempre el momento de partir, se han condensado los innumerables fragmentos de la experiencia; una síntesis muy personal que solo será útil para alguien que ande buscando un hipotético absoluto, perdonando por entero la ceguera del autor, su sesgo y sus conocimientos incompletos. Pero tengo la sensación de que, si limitase estas páginas a las experiencias de aquella primera toma de contacto, acabaría muy lejos de la diana. De ahí la tentación de colar una o dos cuñas de fecha posterior. Pero de momento no hay que preocuparse. Aunque pueda haber alguna compulsión merodeando en los diferentes estratos de mis recuerdos de Rumanía, los detalles de mi llegada a Bucarest están nítidamente definidos; conque vamos allá.