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AL DANUBIO

La región que estaba atravesando producía una impresión de inmutabilidad, a pesar de que habían estado actuando en ella fuerzas insidiosas. Del cielo había desaparecido todo rastro de calina estival, y la luminosidad se había atemperado de tal modo que reinaba ahora una claridad traslúcida amarillo limón y las sombras eran más atenuadas. Los valles cincelaban y formaban nervaduras en las lejanas sierras del sur, y se distinguía con nitidez hasta la roca más pequeña de los majestuosos Balcanes, que se expandían hacia el norte para virar luego al este de mi ruta. En una de estas tierras altas, las señales rojas de unas hogueras y la estela de unas columnas de humo indicaban el lugar en el que los pastores estaban quemando rastrojos para limpiar el terreno para el pastoreo del año siguiente. Raro era el momento en que no se veía una nube en el cielo: por encima de mi cabeza pasaban deslizándose nubes como coliflores, arrastrando tras de sí sus sombras como si fueran anclas de navíos sobre las ondulaciones balleniles, unas sombras que las quebradas deformaban y partían, o bien se quedaban inmóviles en los altos collados ligeras como plumas de avestruz, o bien se estiraban oblicuas sobre los horizontes como plantas plumero. El sol del atardecer las convertía en la cola de un retriever gigante. Las lluvias habían dejado las pendientes, allí donde se inclinaban hasta parecer horizontales a simple vista, cubiertas del plumón verde y espumoso de la hierba tierna. Briznas jóvenes brotaban de la tierra oscura, que aparecía salpicada de ciclámenes y narcisos de otoño. Pero en las ramas las hojas seguían verdes y aún no habían menguado; tan solo un leve matiz dorado en las vides delataba la estación en que nos encontrábamos (laderas enteras, si las habían embadurnado con sulfato de cobre, tenían ahora el color del cardenillo): ellas lo delataban, y los nogales que empezaban a vestir sus ramas de gris acerado, y los álamos a la vera de las vaguadas que se habían despojado de sus hojas verdes doradas de la raíz a lo más alto de la copa, hasta quedar convertidos en altos espectros con un último penacho brillante en la punta, en forma de llama de una vela.

Muchas de las vides estaban cargadas aún de uvas sin vendimiar. Descendí por una pronunciada pendiente hacia un valle y unas pálidas cintas de humo anunciaron que me aproximaba a un pueblo (antes de que apareciesen a lo lejos las chimeneas y los tejados de tejas o de paja), y comí entonces de esas uvas en cantidad, junto con unas manzanas y unas peras increíbles. Había unas mujeres llenándose el mandil de membrillos para elaborar slatko, que luego se ofrecía a los invitados para tomar a cucharaditas. Abundaban los manzanos y perales silvestres, con sus frutos pequeños, prietos y con ese punto justo de acidez que dejaba en las encías un leve picor. Había aparecido en los pueblos gran cantidad de nueces, y yo me las comía a la vez que chupaba miel de una cuchara, y me llenaba los bolsillos con ellas, e iba cascándolas y masticándolas por el camino. En las proximidades de una de estas aldeas, me topé con un curioso jardín de apicultor en el que las colmenas eran unos conos de barro alargados, semejantes a las chozas de ciertas tribus del Camerún Británico. A veces encima de los arbustos espinosos o extendidas por el suelo, en las inmediaciones de las aldeas, había mantas puestas a secar que creaban extensiones enormes de rayas y zigzags de colores increíbles. El sereno paisaje aparecía salpicado aquí y allá de figuras que podaban plantas, las recortaban, reunían ramas, las quemaban, uncían búfalos, llevaban borricos o cuidaban de sus rebaños y sus perros.

Atrás había quedado el segundo equinoccio de mi viaje, y este nuevo salto hacia el norte a través de un territorio que yo jamás había planeado ver parecía, después de las primeras lluvias purificadoras, un amplio y límpido remanso de paz entre los rebaños que tintineaban a los lejos. La calma descendía del cielo. Las golondrinas no se habían marchado aún; ahora trazaban giros en el aire en los pueblos y volaban bajo; pero en los montes abundaban las urracas, que cruzaban una y otra vez el sendero o se quedaban paradas sobre los surcos oscuros. Ellas y los cuervos y los grajos, y también algún que otro búho, fueron las aves que durante el resto de mi viaje vi u oí con mayor frecuencia. A menudo, estando sentado o tumbado al pie de un árbol, me sacaba súbitamente de mi torpor el zumbido de un aleteo y un saltamontes enorme de ojos brillantes y antenas giratorias se me posaba en la rodilla. Ya anochecía antes —aunque se trate de un proceso constante de transformación sigilosa, uno no se da cuenta de los cambios hasta que de pronto un día repara en ellos y durante un tiempo se convierten en elementos sorpresa, como al darnos la vuelta jugando al escondite inglés—, pero las fases de última hora del día, de la puesta de sol y del crepúsculo se alargaban para dar lugar a una ceremonia más prolongada y elaborada gracias a la presencia nueva de las nubes: tonos dorados, de zinc, escarlatas y carmesíes teñían las cumbres de la gran cordillera de los Balcanes por la parte occidental, hacia Plevna: leguas de hilos de oro, bajíos y lagunas, alocados vuelos de querubines, flotas en llamas y la destrucción de Sodoma a cámara lenta.

Para evitar el tedio de la carretera principal que llevaba al norte, tomaba los senderos al pie de las montañas, por el lado oriental de la carretera, o bien marchaba directamente campo a través. La segunda tarde estuve subiendo y bajando en medio de una puesta de sol exactamente así, siguiendo un angosto sendero que discurría por la pendiente de la montaña, con un simpático perro negro. De nada sirvió decirle que se fuera a casa. Eso me pasó varias veces a lo largo del viaje; faltos de compañía, en ocasiones se me pegaban durante horas. La asombrosa puesta de sol se desdibujó y el ocaso ceniciento se volvió más profundo, y, justo antes de que oscureciese del todo, un recodo de este caminito de montaña nos mostró de frente una luna llena colosal. Surgió de detrás de la escarpada ladera, blanca fulgente, y si hubiese sido un cuadrúpedo probablemente habría soltado un largo aullido de sorpresa, como el perro negro que iba a mi lado. Echó a correr hacia el frente y entonces se detuvo y se puso a ladrar como queriendo ahuyentarla. Pero pasados unos minutos, cuando el camino bajaba por una hondonada, la luna se ocultó tras los montes. El perro se quedó más tranquilo, para volver a estallar de nuevo cuando una depresión del paisaje dejó otra vez la luna al descubierto. Se abalanzó hacia delante, seguido por su enorme sombra negra, y la asustó tanto que se escondió de nuevo tras la línea del horizonte, y a continuación el animal se volvió hacia mí meneando alegremente la cola y levantando la vista en busca de mi aprobación. La luna estuvo media hora asomando y escondiéndose una docena de veces por este paisaje tan marcadamente cambiante, y cada vez provocaba el mismo efecto en el perro. Cuando finalmente la luna campó libremente por el cielo alto, los frenéticos ladridos de mi compañero tardaron en remitir, hasta que quedaron convertidos en un gruñido de desaprobación. En ese punto el sendero descendía hacia un barranco amplio cubierto de árboles, por el que serpenteaba un río espejeante. Seguimos sus meandros a través de un mundo frondoso que rielaba. Cuando llevábamos caminando más o menos un par de kilómetros por la orilla del río llegamos a un claro rodeado de tilos, en uno de cuyos lados había una pequeña mezquita abandonada, flanqueada de zarzas. Me pasé media hora cogiendo moras y zampándomelas acompañado por unos gañidos intermitentes dirigidos a la luna.

La mezquita debía de llevar muchos años medio en ruinas. La cúpula y los muros estaban casi intactos, pero se les había desprendido gran parte del yeso y el minarete estaba partido en diagonal cerca de la base, de modo que la sección circular de la escalera alrededor de su columna central quedaba expuesta a la luz de la luna como las volutas de un fósil roto de amonites. No parecía un lugar muy normal para una mezquita, tan lejos de cualquier pueblo. A lo mejor era una tumba o la ermita en la que había vivido un derviche solitario dos siglos antes. De nuevo había, empotrada en el muro, una seductora losa de mármol con numerosos renglones de caracteres arábigos tallados en relieve. Una herradura oxidada, briznas de heno por el suelo iluminado por la luna, un plato viejo de hojalata, unos leños apilados y el tizne negro dejado por el humo en los muros indicaban que en ocasiones el lugar servía de refugio nocturno para viajeros a caballo. Era la guarida perfecta para una banda de haidukes, esos bandoleros a lo Robin Hood que desempeñaron precisamente ese papel en la vida búlgara bajo la dominación turca. Exploré el pequeño claro. Prácticamente engullidos por el helechal, la maleza y las zarzas había media docena de monolitos cubiertos de musgo, tocados con sendos turbantes y partido uno de ellos por la mitad, con su capitel ornado con pliegues y tendido de bruces entre la hierba. Una losa de piedra alargada se proyectaba sobre las aguas titilantes del río.

Dado que ese lugar maravilloso parecía hallarse a kilómetros de cualquier aldea, me quedé allí a dormir. Hice dentro una hoguera bien grande con aquellos leños, que me vinieron de perillas, y con unos tizones que me encontré entre los restos del mihrab, y compartí un salchichón húngaro y media hogaza de pan con el perro (el cual, pasante, sedente y finalmente yacente, se instaló junto al fuego como si no hubiese vivido nunca en otra parte), para terminar con unas peras y unas nueces, tras lo cual salí a fumar en la gran piedra de la orilla del río. En mi camino hacia allí, a punto estuvimos de tropezar con un búho que debía de estar entre la hierba. Voló en dirección a los árboles sin el menor ruido. Estuve posponiendo el momento de irme a dormir, fumando un cigarrillo tras otro junto al río mientras la luna hacía su recorrido entre las nubes ralas. Era un lugar sagrado y encantado. Solo perturbaba ligeramente este hechizo el chucho negro, que por suerte ya se había habituado al fenómeno celeste, y que al menor susurro de movimientos nocturnos salía disparado hacia los arbustos con el lomo erizado como un cepillo ropero, para volver siempre jadeando, sin nada entre las fauces y con la lengua colgando de su mueca sonriente; y entonces corría a echarse en el talud de la orilla y me miraba desde abajo con una mirada lunática en la que me suplicaba consejo o aprobación, cosas ambas que unas palmaditas en su cogote aquietado solo parecían satisfacer en parte. El rizo de su cola era un sempiterno oscuro signo de interrogación. Después de pasarnos gran parte del recorrido de la luna sentados bajo aquellas hojas de plata, escuchando el rumor del agua a nuestra vera, regresamos a la mezquita. Tumbado al lado de los leños crepitantes, con la cabeza apoyada en el consabido hueco de mi mochila y el perro tendido paladinescamente a mis pies, y enseguida rendido a un sueño profundo que ninguna presa fantasma perturbó, experimenté otro acceso de uno de los grandes y recurrentes placeres de estos viajes: el saber que nadie en el mundo sabía dónde me encontraba, y en este caso ni siquiera yo mismo con un mínimo de certeza. Mi mano extendida sobre los brillantes espinos proyectó, sin que nada la obstaculizara, una sombra gigantesca sobre la luz titilante de la lumbre en el hueco de la cúpula, anillada con círculos concéntricos, como los surcos de un vasija de aceite, hasta la cúspide justo encima de mí. El búho ululó en un árbol cercano.

El perro se había esfumado cuando me desperté. Y bien estaba así, ya que, si me hubiese acompañado más distancia, tal vez no habría sabido regresar; pero me dio pena. En ese preciso instante seguramente estaría llegando a su hogar. Fuera de la mezquita se expandía por todo el valle un amanecer rutilante, barriendo el rocío de la mañana como los sabuesos de Hipólita. Un rebaño pacía en la dehesa del otro lado del río, y la empenachada ruina de la mezquita reflejaba la luz de la mañana como un brillante positivo del negativo oscuro y argénteo de unas horas antes. Los rayos de sol, casi horizontales, formaban largas sombras sobre la hierba húmeda y descubrían algo que la engañosa luz trémula de la noche había ocultado: un confeti de setas apelotonadas en grupitos, que rodeaba por completo la mezquita y cubría también el campo de detrás. Llené de setas un gran pañuelo rojo y partí.

Aquí asoma un escollo. La distancia según mi mapa entre Tirnovo y Rustchuk podría cubrirse fácilmente a pie en menos de una semana. Pero en este tramo solo hay cinco cruces a lápiz, que indican dónde pernocté. A lo mejor se me pasó poner alguna. Sin embargo, de acuerdo con las dos únicas fechas que pueden corroborarse a ciencia cierta de la docena exacta en esta parte del viaje (el asesinato del rey Alejandro y un sello de aduanas de la frontera búlgara), el tramo me llevó trece días. Eso no tiene nada de particular: no había ninguna prisa, y a veces en Transilvania había tardado muchísimo más en recorrer mucha menos distancia. Pero en Transilvania había habido razones de sobra para rezagarme: gratas compañías, bibliotecas, caballos, amigos y relaciones sentimentales, y soy capaz de recordar cada habitación con sus muebles, sus libros y las vistas desde las ventanas, y cada rostro y cada nombre, incluidos los de vecinos y criados, caballos y perros, como si los hubiese visto hace tres minutos. Sin embargo, en esta parte no. ¿Por qué tardé tanto? Tal vez me retuvo algún suceso extraordinario, que me vendrá a la mente en un fogonazo iluminador en el instante en que estas páginas hayan pasado irremediablemente a otras manos. Aunque, de momento, por mucho que me concentre, está todo a oscuras, salvo unos pocos reductos luminosos del recuerdo rescatados a fuerza de tesón de entre estos kilómetros de nebulosas. En el caso de estos cartuchos de memoria que han llegado vivos hasta mí, como los de estas últimas páginas en los que de pronto asoma hasta el más mínimo detalle, como si en una cueva acercase una antorcha a un bajorrelieve, todavía puedo saborear las moras y captar de nuevo las notas del búho y la textura del pelaje negro del perro. A decir verdad, teniendo en cuenta la de veces que desde aquel entonces he pensado en aquellas horas baldías, a expensas de otras miles, al percibir una madera afín, o sin venir a cuento en mitad de una cena, o mientras esperaba un tren, el espacio que he dedicado a ellas aquí representa todo un logro de compresión.

Tal vez una de las razones que explique la imprecisión que empaña esos días posteriores tenga que ver con los contornos del país. A diferencia de la caída escarpada de la cara meridional de los Balcanes, toda la parte de Bulgaria al norte de la vertiente balcánica desciende formando una sucesión de cornisas, como olas que van gradualmente bajando hasta la cuenca del Danubio, meseta a meseta, como una escalinata en la que cada amplio escalón va remansándose un poco más que el anterior hasta acabar fusionándose de modo imperceptible con las diligentes vegas. Y, a cada peldaño, la línea de la vertiente se desplaza un poco más al sur, sin picos diamantinos a mano para incitar la mente, y así los montes y el recuerdo van difuminándose paso a paso hasta converger finalmente en la tabula rasa del llano.

Las ruinas iluminadas por la luna podrían haber tenido una importancia crucial en un cuento de hadas, y lo mismo cabe decir de la siguiente aparición superviviente, el último de los magníficos puentes otomanos de este viaje, que volaba sobre las aguas (probablemente sobre el mismo caudal que hacía girar la rueda del molino de un poco más abajo), trazando una pronunciada curva semicircular de mampostería gris poblada de telarañas. Esos días de recuerdos imprecisos aparecen dominados por el ambiente propio de los cuentos y leyendas populares. Muchas veces la inminencia de una aldea se anunciaba por encuentros fortuitos con viejecitas tullidas y desdentadas que andaban recogiendo leña por el lugar, dobladas por la mitad bajo una carga gigantesca de palos, y calcaditas a los personajes de las fábulas que, de haber sido yo el tercer hijo descerebrado y de haber acarreado yo su cargamento, me habrían concedido tres deseos y me habrían cubierto de oro. Pero nuestra conversación se reducía a un «dobro vetcher, gospoja»[31] por mi parte, o a un «dobro den», por la suya.

Otro instante: un icono de santa Irene en una vitrina sobre un poste prefabricado para iconos, a la vera del camino, y un pájaro que lo sobrevolaba y revoloteaba y que al final se lanzó a picotear el cristal como empecinado en romperlo para meterse dentro. Ahora que lo pienso, aunque no lo habría sabido entonces, podía tratarse de una collalba, pues con cada aleteo ascendente dejaba ver el chispazo blanco de su cola y su cuerpo, oscurecidos con la pincelada de sus alas de color más sobrio. El resto antiguo de un cirio dentro de la vitrina debía de parecerle un mendrugo de pan o una babosa. Estuvo diez minutos picoteando y aleteando, hasta que el asedio se dio por finalizado y el sitiador se dio por vencido y se marchó sin nada en el pico. La siguiente diapositiva en colarse y encajar en su ranura es una lechería de pueblo, en la que me estaba terminando un platillo de barro de uno de mis platos preferidos de Bulgaria: el yogur. (Echando la vista atrás, prácticamente me parece que vivía a base de yogur. Espolvoreaba azúcar sobre la costra llena de hoyuelos y me lo zampaba a cucharadas. Todavía no había aprendido que se podía exprimir un limón encima, para empapar el azúcar, como hacen algunos atenienses ingeniosos. Y aún me quedaba mucho más tiempo para aprender el delicioso método cretense: echarle un chorrito circular de miel, dando vueltas a la cuchara en lo alto, para cubrir a continuación las volutas crisoelefantinas con trocitos de nueces peladas. Una delicia indescriptible.) Los búlgaros están considerados los mejores fabricantes de yogur de la península de los Balcanes; en realidad, su habilidad como lecheros solo está por detrás de su dominio de la horticultura. Y curiosamente en Bulgaria jamás se usa la palabra «yogur»; ellos lo llaman kissolo mleko, «leche agria».

Un grupo de seis personas ocupó la mesa de al lado: todos ellos campesinos con sus fajas y sus zapatos artesanales de piel sin curtir, pero, mientras que dos de ellos se cubrían con sendos sombreros de paja de ala ancha, el resto llevaba gorra de tela. Parecían hechos de una pasta más fina que los labriegos búlgaros habituales y hablaban con voz queda, con los ojos muy abiertos, una mirada diferente pero amable, sonrisa franca y arrugas de simpatía en torno a los ojos y a las comisuras de los labios. Emanaba de ellos un encanto indefinible que dominaba todo lo demás. Cualquiera se habría sentido a gusto y contento cerca de ellos. Tal como adiviné (más por su atuendo delator que por las palabras desconocidas de su parlamento escuchado a hurtadillas), se trataba, lógicamente, de un grupo de apicultores ambulantes que iban de una punta a otra de la región limpiando las colmenas para el invierno. Me pregunté cómo se las apañarían con esos curiosos conos de barro que había visto; parecían hechos a prueba de apicultores. Una consecuencia de su vocación, suave como el polen, me impregnó con un toque de gracia: un cambio en este reino vehemente de «palabras sobre la paz que siempre se transformaban en matanzas» (como decía el poeta Kapetanakis); pensar en ellos, armados con algo tan inofensivo como una pistola de humo, afanándose en su bucólico oficio, ocupándose tan solo de las abejas y de la cera para los escultores y los zapateros y para fabricar candelas, y de la miel para todo el mundo; la cabeza tapada con su capucha de muselina, arreglando los panales, trajinando con las colmenas de las aldeas dispersas.

En este tramo del viaje me despertaba normalmente al alba o poco después, salvo cuando tenía la suerte de alojarme en casa de alguien o cuando las circunstancias me proporcionaban un confort inusual; pero no siempre. Alguna vez me quedé hasta media mañana leyendo en la cama, en un mísero camastro, y en cierta ocasión el día entero hasta la hora de cenar. Pero no porque hubiese podido tener motivo de queja con respecto a mi alojamiento en la pequeña población de Boritza, donde había conseguido una habitación para pasar la noche en una suerte de desván encima del taller de un carretero. Al asomarme por una trampilla, en la que se apoyaba una escalera de mano, casi pegada a mi cama, podía ver la calva de la coronilla del carretero, concentrado en su labor, metido hasta los tobillos en un mar de virutas y rodeado de un caos de hierbas, radios de ruedas, pinas y balancines de carreta, dando martillazos, desbastando o aserrando tablones con un serrucho cuadrado que parecía extraído de un pasaje de la Biblia, en el que la hoja estaba sujeta al marco cuadrado de madera mediante correas, o cortando en trozos o rebanando un bloque de madera con una azuela, que era como una especie de martillo, o dando golpes a algo con un mazo. Todas sus herramientas tenían aspecto de antigüedad nazarena. Los rayos de sol entre los útiles desperdigados danzaban con el serrín, y el olor a madera recién aserrada subía por los peldaños, un aroma solo superado por el de las tahonas cuando sacan las hogazas del horno. Al pie de mi ventana chacoloteaban y crujían por el empedrado cascos y ruedas, y al fondo se oía un coro de ranas.

Pero estas impresiones penetraban solo de manera intermitente: iba por la mitad de Los hermanos Karamázov, que había empezado la noche anterior y que había pasado la noche entera leyendo. Era mi primer contacto con Dostoievski, un libro de tapas amarillas y negras con la traducción al francés del comte Prozor. Hechizado perdidamente, iba posponiendo el momento de levantarme, de media hora en media hora, pese a la deslumbrante mañana otoñal que brillaba fuera. Pero a eso de las once la luz perdió su brillo en la página. Se habían acumulado las nubes y al poco rato el cielo se disolvió. Comenzó a caer un aguacero. Con esto estoy disculpado, pensé con deleite, y me dispuse a seguir cómodamente las andanzas de Aliosha, y solo a las dos bajé la escalera, con bastante vergüenza por dar la impresión de ser un inquilino tan holgazán. Me pasé la tarde entera en una taberna, apartando las perezosas moscas de otoño que correteaban por la página impresa, solo consciente a medias del sonido incesante de la lluvia, interrumpido de vez en cuando por el asombro amigable del dueño, que se había sentado en la otra ventana y espantaba las moscas que se le posaban en la frente. «Lees mucho», comentaba cada dos por tres; «mnogo [mucho]». «Da», respondía yo sin falta. Entre la comida y la cena solo vimos dos personas más aparte de nosotros: dos policías ceñudos que se pasaron una hora sentados en la mesa de al lado en silencio con los fusiles entre las rodillas, sin quitarme ojo, escrutándome con una mirada inquietante. Yo tenía el corazón en un puño. Al final uno de ellos se levantó, saludó y me preguntó educadamente si podía regalarle dos de esos cigarrillos ingleses que había estado fumando, para él y para su compañero. Les regalé varios con gran alivio. (Había cometido el despilfarro de comprarme dos cajetillas de Player’s Navy Cut en Tirnovo.) Había pensado que tal vez alguien de Tirnovo había podido ponerles sobre aviso para que me siguieran los pasos, después de oír de quincuagésima mano que Vasil sospechaba que yo podía ser un spion. La novela me absorbió por completo durante la cena, hasta la hora del cierre, y luego a la luz de la candela hasta las tres y media de la madrugada, cuando me la terminé por fin, exhausto y entusiasmado.

Desde aquel día, Dostoievski, o incluso la mención de su nombre, evoca en mí una impresión pasajera de lluvia y madera recién serrada.

Los siguientes días estuvieron marcados por una lluvia intermitente, que encharcaba las tierras bajas y un ramillete cada vez más tupido de aldeas. Ya no abandoné la carretera principal; de vez en cuando veía pasar algún que otro automóvil y algún que otro tentador autobús, con las letras PУCCE pintarrajeadas en la parte delantera («Russe», el topónimo en búlgaro de Rustchuk). Apenas se veía otra cosa que carretas, siempre con su yugo semicircular, y gitanos, inevitablemente, las mujeres con sus vestidos de volantes, mojados, ondeando a la altura de los tobillos y las largas cabelleras pegadas a las mejillas. Iban todos descalzos y llevaban más de un crío pequeño en la parte trasera de las carretas, completamente desnudos entre los cacharros y los canastos a medio hacer y los palos para las tiendas. En un momento dado de mi trabajoso avance, me vi rodeado por unas maniobras militares a gran escala: bajo el aguacero se abrían paso unos pelotones cargados con enormes macutos de cuero mate, con sus pertrechos para dormir atados con correas a la cintura. Por la carretera llana, rectilínea, pasaron chirriando unos cañones tirados por caballos, y en un momento dado una sección de la caballería dio un cuarto de vuelta y cruzó la carretera primero al trote y a continuación al galope para alejarse por el llano, con las vainas de los sables rebotando al compás, arriba y abajo, contra el flanco de unas monturas recias y greñudas. Eran bastante imponentes, recordaban esas láminas a toda página de las Guerras de los Balcanes de los volúmenes encuadernados de la colección Illustrated London News. Los soldados ya llevaban el uniforme de invierno. También yo había cambiado de atuendo y llevaba los bombachos y las polainas que tanto tiempo habían pasado doblados, y hasta el abrigo, que durante meses había estado fuera de servicio, salvo para hacerme de cobertor por las noches.

Durante uno de estos tramos bajo una lluvia fina coincidí con otro caminante que se dirigía hacia el norte, como yo, un joven barbero de Pazardjik, de nombre Ivancho, un chico de ciudad, vestido con unas prendas raídas, con una cara que parecía la de una liebre. ¿De dónde era yo? «Anglitchanin? Tchudesno!» («¡Fantástico!»). Al oír esta revelación, el chico se puso a hablar por los codos sin esperar réplica alguna. Tan rápido salían las palabras por su boca que apenas logré entender nada; el soliloquio era a un tiempo entusiasta, confidencial y estridente, carente del menor asomo de puntuación, y estaba acompañado de un sinfín de ademanes, de una sonrisa imborrable y de esos ojos de liebre protuberantes que no paraban de girar en sus órbitas, como si nada los mantuviese en sus cuencas. La perorata continuó kilómetro tras kilómetro hasta que la cabeza empezó a darme vueltas y a dolerme. Intenté aislarme, tirando de recursos internos, y simplemente farfullaba «Da» o «Nè» cuando se hacía un breve silencio. Pero esas no eran siempre las respuestas correctas, y mi compañero empezaba de nuevo, cogiéndome por el codo y dándome golpecitos con el dedo índice con redoblada urgencia, con sus andares rápidos y saltarines marcados por un paso de cangrejo que todo el tiempo me obligaba a echarme hacia la cuneta y casi salirme al campo, y entonces yo rápidamente me colocaba al otro lado para volver de nuevo al centro de la carretera, pero acto seguido él volvía a acorralarme y a arengarme, empujándome otra vez hacia la vera, al otro lado, con la misma sonrisa y la misma urgencia y con los ojos como hipnotizados, de manera que parecía imposible hacer que desviase la mirada. A ratos se daba la vuelta para continuar andando de espaldas dándome la cara, y era como si danzase marcha atrás por la carretera, mientras el torrente imparable de palabras seguía manando de su boca sonriente sin solución de continuidad. Yo intenté contraatacar cantando a voz en cuello, muy decidido, Stormy Weather, pero la canción es demasiado lenta y él se colaba entre compás y compás, así que cambié a Linconshire Poacher, Lillibulero, On a Friday Morn when We Set Sail y el Valentine de Maurice Chevalier, que repetí tropecientas veces. Cada vez que él intentaba meter con cuña otro chorro de palabras o cada vez que yo hacía una pausa para coger aire, me ponía a caminar ruidosamente, con exagerada determinación, cada vez más deprisa y con la vista al frente. Cuando después de un crescendo espantoso me callé para ver si había ganado la batalla, él aprovechó para aplaudirme y soltar una aguda carcajada, y volvió a inundarlo todo con su verborrea. Me había derrotado. Pasada otra hora más, me detuve en seco y alargando las manos al cielo exclamé: «¡Por favor! ¡Ivancho, por favor! Molya! Molya!». Creo que llegué a agarrarle por los hombros y zarandearle, pero por toda respuesta obtuve otra carcajada y doscientas mil sílabas más. Aunque yo reanudé la marcha andando como un sonámbulo, o como un condenado, con la cabeza gacha y los ojos cerrados, él derramó sobre mí su aluvión estridente sin el menor reparo. Me estallaba la cabeza, suspiraba por la paz de la tumba y el silencio de la eternidad. A menudo se habían metido conmigo por mi tendencia a hablar como una cotorra, especialmente si estaba achispado. ¡Si hubieran podido ver aquel castigo!

Solo tenía una esperanza. Ivancho pertenecía a una especie de gremio panbúlgaro de barberos (me había enseñado un carné ajado, con una foto pegada), y, en dos aldeas cercanas por las que habíamos pasado antes de que me enterara de cómo funcionaba la cosa, había entrado en una barbería, había mostrado su carné y había salido con un puñado de leva. En el siguiente pueblo, aproveché la coyuntura para poner discretamente pies en polvorosa y salir escopetado por la carretera. Cuando eché la vista atrás, vi que emergía, divisaba mi silueta menguante y partía en pos de mí. Pero yo había hecho una buena salida y el trecho entre los dos aumentó. Yo iba raudo como un ciervo, cada vez más animado, y cuando vi que a mi espalda la carretera aparecía desierta, ralenticé el ritmo, libre al fin. Pero a los pocos minutos se acercó por detrás un automóvil en dirección al norte, aminoró la velocidad e Ivancho se apeó de un salto desde el estribo del vehículo, meneando el dedo índice como amonestándome en broma.

No había nada que hacer. El tormento continuó toda la tarde, siguió durante la cena y no cesó hasta que al final me fui a la cama tambaleándome, aunque no pude pegar ojo en toda la noche. Sin embargo, afortunadamente, debido a falta de espacio, nos cobijaban techos diferentes. Tras varias horas acuciado por pesadillas, me levanté en plena madrugada, pagué y me escabullí antes del desayuno, y me largué de allí. Pero no había recorrido ni un estadio cuando una sombra al acecho salió de detrás de un árbol. Una voz alegre, renovada tras el descanso, me dio los buenos días y una mano se posó con camaradería en mi hombro. El día despuntó lentamente.

Atónito y molido, vi mi oportunidad a primera hora de la tarde. Estábamos resguardándonos de la lluvia, tomando té ruso endulzado con dedo y medio de azúcar en el kretchma de un pueblo grande. Cuán acremente perdura el recuerdo de aquellos kretchmas: el cubículo con una barandilla de balaustres de madera en una esquina, las botellas puestas en hilera en estantes, las mesas metálicas, las sillas desvencijadas, tal vez un carnero maneado en un rincón y media docena de aves vivas atadas juntas por las patas, carrasperas y estertores y escupitajos, el barullo en eslavo, las pisadas por el piso encharcado amortiguadas por pies envueltos en trapos, los carreteros bebiendo sin soltar el látigo, el olor a slivo, a café, a té dulce, a tabaco rancio, a humedad incrustada en los tejidos artesanales, a sudor, a carbón, a perros, a establo y a cuadra. ¡A mí me agradaban bastante! Estaban siempre llenos de vida. Fuera había estacionado una tartana de autobús, y el conductor estaba bebiendo un trago en otra mesa con unos amigotes. Me levanté con la excusa de ir al lavabo y, una vez fuera, hice señas al conductor a través del cristal de la mitad superior de una puerta, para que saliera. El hombre acudió y le expliqué mi situación como buenamente pude. Él había oído y visto la deliciosa compañía que tenía en mi mesa; a lo mejor solo con ver mi mirada comprendió que tenía ante sí un alma en pena.

Cuando regresé al salón le hice a Ivancho la traicionera proposición de coger el autobús para llegar a Rustchuk, y librarnos así de la lluvia; yo pagaba el trayecto. ¿Le importaría sacar él los billetes, ya que yo hablaba tan mal el búlgaro?, le dije, tendiéndole el dinero. Él asintió encantado y siguió hablando sin parar. Ante la puerta del autobús surgió una complicación: insistió en que subiese yo primero. Hubo un tira y afloja, y el conductor dio una voz, impaciente. Conseguí meterle de un empujón, el conductor tiró de la palanca que cerraba la puerta, y arrancó. Vi que Ivancho gesticulaba y gritaba, pero todo en vano. Me lanzó una mirada asesina con sus ojos de liebre, yo le dije adiós con la mano, y la lluvia los engulló. Al poco rato tomé un sendero que cruzaba un campo de girasoles empapados. Para no jugármela, tracé un amplio semicírculo que me alejó de los peligros de la carretera principal. La culpa que la mirada recriminatoria de Ivancho cargó sobre mí casi consiguió emborronar la sensación subsiguiente de alivio y liberación, pero no llegó a tanto. Ni siquiera el viento gélido del este, firme e imparable como un tren expreso, fue capaz de estropeármela.

Uno de los contados arrebatos de pesimismo y dudas que de vez en cuando atemperaban la euforia y la emoción de este tipo de viajes me azotó esa noche. Aunque lo causó en parte el remordimiento tras la jugarreta ligeramente deshonrosa que me había permitido escapar de la compañía atrozmente infinita de Ivancho, la depresión que se abatió sobre mí había ido labrándose por el aguacero incesante, convertido en maliciosa furia inhumana por obra del viento implacable del noreste que daba la sensación de soplar sin obstáculo ni impedimento, como probablemente así era, directamente desde Siberia. (A fin de cuentas, ya que la barrera de los Balcanes quedaba lejos, hacia el sur, no había a este lado de los Urales ningún cortavientos que frustrara su embate.) El furibundo vendaval cargado de lluvia había convertido en un suplicio cada uno de los pasos de mi arduo avance por los embarrados senderos, hasta bien entrada la noche.

¿Y eso de sospechar que era un espía? Ese desánimo general me incitó a volverme contra los búlgaros en conjunto e in vacuo. Todas sus cualidades evidentes, su valentía y su escrupulosa honestidad, su frugalidad, su tenacidad, su diligencia y su alfabetismo a ultranza (me habían repetido hasta la saciedad que Bulgaria era el país con menor tasa de analfabetismo de todos los países balcánicos)…, todas esas cosas las eché en el olvido o las menosprecié, junto con su hospitalidad, sus bellas y extrañas canciones, su don para la música y, en muchos casos, una seriedad innegable, atractiva y bastante melancólica. A Gatcho, al que realmente apreciaba, y a Nadejda, a la que adoraba (de todos modos, era medio griega, habría argüido yo), los dejé fuera del saco, así como, en tronos menores, a los muchos búlgaros que me habían gustado o que habían sido graciosos o amables, o ambas cosas. Despojados de todo eso, qué pelmazos, aburridos y algunas veces sanguinarios me parecían (aunque en mi romántica idea de los Balcanes esta última característica, común a todos los países vecinos de Bulgaria, no me desagradaba tanto como hubiese debido, y su papel político de villanos de Europa poseía cierto glamur turbio). Y pasaba por alto el daño causado por la ocupación bárbara durante medio milenio, que había atrofiado y asfixiado el país, y tampoco los felicitaba por la compensadora ruptura con el feudalismo medieval, más bien se lo reprochaba, por la ausencia de reliquias y tradiciones; asimismo, no me daban ninguna pena por haber quedado excluidos del Renacimiento y del siglo XVIII, ni les daba la enhorabuena por no haber tenido ninguna Bastilla que asediar ni ninguna Revolución Industrial que sufrir. Antes bien, les recriminaba que se tomaran las cosas tan al pie de la letra como si fueran zoquetes: un pan sin levadura, una baraja de naipes sin comodín. De toda esta diatriba en la oscuridad, quizá injusta, esta última acusación es la única que sigue pareciéndome que posee algo de base.

El escenario de estos pensamientos malhumorados y pesimistas no hacía sino exacerbarlos, gracias a mi pasión masoquista por la vida ruda (pasión que no ha desaparecido del todo aún). De vuelta en la carretera principal, calado hasta los huesos y rodeado de negrura, me había precipitado como un forajido pidiendo asilo hacia la primera ventana iluminada que vi en las lindes del primer pueblo. (Es posible que tuviera un letrero indicando Dolni Pasarel, recuerdo este nombre, y su vecino Gorni Pasarel, el Pueblo de Arriba y el Pueblo de Abajo, pero ¿cuál era este? No me atrevo a aventurarlo.) Había cruzado algo menos de cien metros embarrados llenos de pocilgas y, quizá con modales más bien hoscos, por hallarme empapado y agotado, había ofrecido pagar por alojarme allí esa noche. El ofrecimiento fue aceptado con un atisbo de mala gana, probablemente porque ni hacía falta pagar nada ni me lo habían pedido. Y allí me quedé, en la casa rural más primitiva que había visto hasta la fecha. Bajo la lluvia todas las casas me habían parecido curiosamente chatas, como si estuvieran hundiéndose en la tierra bajo unos tejados de paja que parecían más bien matas de flecos enmarañados, empapados, astrosos. Por debajo del nivel del suelo tenían aproximadamente un tercio de su altura, de tal modo que al entrar había que bajar varios escalones para acceder a una única habitación, semitroglodítica y carente de ventanas, con el suelo de tierra, húmedo, y un poyo que recorría las cuatro paredes. Los muros eran de cañizo, encalados por el exterior pero con el mortero, la paja y el mimbre a la vista en el interior, y perfil abombado. El techo bajo estaba hecho de bambú, entre unas pesadas vigas envueltas en telarañas y negras y cochambrosas por el hollín acumulado durante décadas. La chimenea no se veía por ninguna parte; si estabas de pie, tu cabeza desaparecía en una capa de humo que estaba suspendida allí, de la que salías encorvándote, con los ojos rojos y tosiendo, una limitación que obligaba a los siete moradores de la habitación a moverse con andares de oso, más de lo ya acostumbrado. (Volvió a aflorar por enésima vez, en viviendas rústicas de la Europa oriental, la idea de la ausencia de privacidad. Nunca se está a solas, ni para engendrar, ni para parir, ni para morir; todo está como mínimo al alcance del oído, ya se trate de refriegas nocturnas a oscuras, de neolítica partería, o del estertor y las endechas de la muerte.) Habíamos engullido una cena de ayuno consistente en espinacas hervidas, un queso que parecía cemento, y agua, en medio de un semisilencio, probablemente impuesto por mi cara de pocos amigos (que después me causaría remordimientos), y nos recogimos.

Tumbado en el banco corrido en aquella habitación en penumbra, con el viento y la lluvia del exterior compitiendo con la estertórea polifonía del interior (un coro que variaba por sorpresa cada cierto tiempo por un cambio de tonalidad o si alguno de los siete durmientes de pronto dejaba de roncar), podía discernir apenas, a la luminosidad tenue del icono y el fulgor menguante de los leños, delante de los cuales humeaban mis botas, mi abrigo y mis polainas festoneadas, unos pocos elementos sueltos sobre el banco de obra y el suelo: un bigote prominente, una boca abierta, la punta curva, hacia arriba, de un mocasín de cuero en el extremo de una pierna colgada en el aire, ceñida con correas cruzadas de piel sin curtir. Es posible que prácticamente no hubiese cambiado nada desde los tiempos de Omurtag. Estábamos en el mundo de Gurth y Wamba, en el cobertizo de un porquero sajón, nada más oírse el toque de queda. No podía ser mucho más tarde de las diez, y ahí estaba yo, tanteando a oscuras en busca de una pulga saltarina o posiblemente dos pulgas saltarinas debajo de mi camisa húmeda, y tan lejos de conciliar el sueño como lejos estaba de cualquier referente geográfico o psicológico conocido. (He mencionado muy rara vez las alimañas en este relato porque los viajeros que recorren los Balcanes escriben largo y tendido sobre ellas. Los bichos fastidiaron más de una noche.) Pero ese no era el problema, ni lo era tan siquiera la idea, asociada a lo anterior, de la cantidad de semanas que pasaba sin darme un baño, exceptuando alguna zambullida ocasional en estanques y ríos; ni el tiempo, ni las tribulaciones mezquinas del camino, ni la atmósfera viciada ni la claustrofobia.

Tampoco era un problema la disimilitud de mi hábitat en comparación con Chenonceaux o Chatsworth, ni la angustia que en determinadas estaciones entre las ruinas de Luxor, en los pasos del Atlas o en las laderas mismas del Partenón detiene de repente a viajeros más sofisticados que yo, los agarra por el pescuezo y les empaña los ojos con una mirada lejana, al pensar que van a perderse la temporada, tan breve, de los guisantes jóvenes y de las patatas nuevas de comienzos del verano, o la de las frambuesas con nata, o la de las perdices (como en esta época del año); o, anhelo menos imperioso debido a que sus siete meses de temporada no constituyen un recordatorio tan punzante de la fugacidad del tiempo, la de las ostras.

Mi desánimo no era tan concreto, pero, en algún sentido, era similar a eso, y lo provocaban dos cosas. Una se explica fácilmente. Se trata de esto: hasta donde me alcanzaba la memoria, mi umbral para el aburrimiento había sido tan alto que apenas existía. Con la excepción de un puñado minúsculo de tipos, entornos y paisajes físicos y mentales y atmósferas y órdenes de conversación, yo era inaccesible al aburrimiento, como un buque imposible de hundir. Parecía que no me habían equipado con el instrumento gracias al cual todo hijo de vecino era capaz de segregar, a partir de circunstancias aleatorias, aquello que los estimulase, entretuviese y recompensase intelectualmente, pudiendo así concentrarse en ello y descartar el resto, y salvarse del tedio. Mi problema era que prácticamente todo, no solo las cosas y las personas más dispares, contradictorias y mutuamente excluyentes, sino muchas otras que cualquiera habría encontrado repulsivas, insufribles, poco gratificantes y sobre todo tediosas, me fascinaban desaforadamente. Creo que la confusión producida por todos estos entusiasmos indiscriminados, concurrentes y totalmente indisciplinados era lo que me había puesto tan a menudo en un brete. Acababan desbordándome, y a continuación venía el bajón. (Además, al igual que muchos jóvenes caía intermitentemente en el convencimiento, que los reveses desconcertantes no lograron disipar hasta pasado mucho tiempo, de que con tiempo y ganas sería capaz de refutar a filósofos, comandar ejércitos, gobernar países, componer óperas, pintar y esculpir mejor que Miguel Ángel, batir el récord de escalada del Everest, escribir en dos semanas una serie de sonetos que obligaría a los expertos a evaluar de nuevo a Shakespeare y luego, tras descubrir la cura del cáncer y ganar la carrera hípica del Grand National, ponerme a declamar ripios y reflexiones que sentarían las bases de la poesía durante varias generaciones.)

Este antiaburrimiento plagado de calamidades se encontraba muy activo antes de iniciar el viaje. Una vez cruzado el Canal de la Mancha, había empezado a galopar, increíblemente sin contratiempos; o sin ellos hasta ese momento, en cualquier caso. Sería imposible exagerar la emoción y el deleite arrebatados que impregnaban cada segundo. Iba por ahí tan inexactamente boquiabierto como lo está la foca al tratar de coger al vuelo el arenque ahumado que le arrojan. Apenas dejaba sin intensificar y transformar nada que fuese susceptible de ser detectado por los cinco sentidos, cuyo goce además se veía incrementado curiosa y milagrosamente por efecto de la familiaridad y la repetición. A pesar de las incontables ocasiones en que había estado bajo techos rústicos, esa morada semisubterránea, en lugar de parecerme como me parecía esa noche, una guarida mísera y deprimente, habría podido estar tan repleta de maravillas como la gruta de Aladino. A juzgar por mis reacciones ante los fenómenos a lo largo de la mayor parte de estos miles de kilómetros, podría haber sido un toxicómano de campeonato. El tiempo transcurrido desde entonces ha hecho que esa euforia esté abocada a ser una de las cosas que escapen a este relato. Pero intensificaba los sabores, transformaba los olores, tachonaba rostros y paisajes con luces y facetas ilusorias, otorgaba a los sonidos resonancias aumentadas, complicaba superficies, formas, texturas y consistencias, e incrementaba el voltaje hasta un grado que en ocasiones debió de causar la impresión de que me faltaba un tornillo.

El corolario de esto era un abatimiento espantoso, tan exagerado como lo anterior, que solía asaltarme sin aviso previo pero afortunadamente no con frecuencia, y los últimos meses aún menos. Esa noche me había asaltado. Tendido en la oscuridad, me dediqué a rascarme y a abominar del lugar en el que me encontraba. Qué sitio tan dejado de la mano de Dios. Incluso aunque hubiese hablado bien su idioma, en vez de mi chapurreo locuaz, ¿de qué habría podido conversar con esos palurdos que hibernaban ruidosamente, envueltos en sus capas de ropa, repartidos por todo ese cuchitril de mala muerte? ¿De cultivos? ¿De guerras? ¿De calabazas y calabacines? ¿De hombres lobo? ¿Vampiros? ¿No había oído hablar ya bastante de ellos en los últimos meses? Empezaron a brillar y proliferar en la penumbra frágiles fantasías alternativas, fantasías muy convencionales además, todas con la forma temblorosa, los colores tornasolados y la longevidad de una pompa de jabón: Oxford y Cambridge albergaban ahora a un montón de compañeros y amigos míos, donde un virtuosismo sin esfuerzo en Griego, Latín, Historia y Literatura iba de la mano de ratos maravillosos al estilo de Sinister Street.[32] ¿Un trimestre o dos en Heidelberg, con sus vidrieras, sus jarras con tapa, sus coníferas y sus Junkers con cicatrices y con nombres que sonaban a cañonazos lejanos? Tal vez, pero más atractiva que estos, la Sorbona: ¿pasarse la mitad de la noche charlando con contertulios estupendos y brillantes todos ellos, volcados en cómo sacar libros de poemas, y sentado junto a estudiantes preciosas en la mesa de un café al pie de unos árboles o en un estudio como sacado de una ilustración? Una escena de caza se deslizaba temblorosa, por un instante, hacia el techo y explotaba como una pompa, inaudiblemente.

Me di cuenta de que había transformado este tipo de escenas en un híbrido curioso. El protagonista de estas historias de éxito fugaces y absurdas era una especie de superyó, con unos diez años más, con la pose mundana de un anuncio de Moss Bros (¿un joven comodoro de permiso?), pero también con un lustre europeo y cosmopolita: apoltronado tan ricamente en un sillón junto a un fuego, bajo hileras de volúmenes de lomo dorado suavemente iluminados desde abajo, recién salido de un baño, sosteniendo en alto un vaso de pesado cristal tallado de whisky con soda. Volvería a aparecer de nuevo (eran las diez y media ahora en esta oscura casa de pueblo) al final de una cena envuelto en una fina película de humo de cigarro, con viejos y jóvenes asombrosos, sagaces, omniscientes e ingeniosos en medio de una constelación de llamas de vela y copas de brandy (globos dentro de globos), deteniéndose un instante al bajar por una escalera al salón de baile iluminado por un bosque de candelabros, junto a una beldad fría y enigmática mientras, desde abajo, llegaba un aluvión de miradas suspirantes dirigidas a ella desde cien metros a la redonda, rebotando en el aire luminoso cual flechas al chocar contra un escudo. Con los párpados caídos y en silencio, habilidad de expertos y gesto altivo, más que bailar, empezaban a flotar, las miradas suspirantes se enroscaban como innumerables hilos alrededor del huso que giraba lentamente de los dos bailarines, quienes acabarían trazando unos giros en sentido contrario a las agujas del reloj hacia las contraventanas, y los hilos desenroscados caerían desmadejados nuevamente mientras ellos se perdían de vista, deslizándose entre los árboles. Llegados a ese punto, el semidesconocido se había vuelto tan insufriblemente engolado que había dejado de identificarse con su copropietario e inventor; hasta tal punto era así que me dejaba atrás, formando parte del celoso apelotonamiento de rostros contra las ventanas. De todos modos, mientras los veía desaparecer me había dado cuenta con cierta sorpresa de que era un palmo más alto que yo, moreno, con bigotito y un lunar en la sien izquierda. Me vengué aniquilándolo.

Dedicaba muchos pensamientos a estas mujeres imaginarias. En momentos como ese de repugnancia hacia la rudeza balcánica, la figura abstracta dominante tendía, por reacción (como el suprimido alter ego antes de largarse fuera de mi alcance), hacia la urbanidad y la sofisticación, y su vestido hacía un suave frufrú al moverse. Eran todas bonitas y románticas; en una punta había una muchacha más bien asilvestrada, interesada como mínimo en la literatura o en la pintura o en una de las artes, que tenía tantos conocimientos como yo (lo que no era muy difícil) o, idealmente, unos pocos menos que yo. En la otra punta había otra mujer del mismo estilo, que sabía mucho más que yo, que era mucho más serena y tenía mucho más mundo, seguramente me sacaba varios años, y era la que estaba en alza en esos momentos, pero tenía suficientes rasgos en común con la otra para resultar ser la misma mujer solo que con unos años de diferencia entre una y otra; las dos tenían una risa parecida.

A medida que avanzaba la noche, estos pensamientos u otros parecidos sustituyeron el abatimiento del principio, y la emoción de esta relación completamente imaginaria con alguien cuyo rostro yo no veía en ningún momento era demasiado fuerte: demasiado fuerte y demasiado ansiosa, pues ya no me servía de nada sonreír desdeñosamente en la oscuridad y tratar de dormirme, dado que la acumulación de datos había sacado limpiamente la situación del ámbito de lo hipotético, para instalarla en algún lugar muy próximo a la realidad. (Y no andaba desencaminado, pues seis meses más tarde, mucho tiempo después del final de este libro, se hizo realidad milagrosamente.)

El inevitable desmantelamiento fue raudo e indoloro. Al empezar a clarear, las fronteras de Europa occidental, tras haberse fundido en un batiburrillo nostálgico que tan tortuosamente había suscitado las conocidas fantasías de las últimas horas, ubicándolas en su espacio geográfico concreto, estaban otra vez su sitio, desenmarañadas ya las capitales y las ciudades de provincias con sus puentes y sus diques en sus aguas espejeantes. Allí aguardaban, desconocidas aún la mayoría de ellas, al otro lado de la noche. La distancia parecía inmensa. ¿Este viento escita, que seguía azotando con lluvia los muros de cañizo, cruzaría todas las llanuras y cordilleras que encontrase hasta allí y haría girar todas las veletas del oeste con un millar de chirridos desperdigados?

Anteriormente, pensar en el oeste había planteado otro problema, de orden más general y mucho más perturbador, que solo me asaltaba en momentos de depresión y resistencia baja: ¿qué demonios estaba haciendo? Una pregunta embarazosa, una pregunta a la que trataré de dar respuesta en algún punto entre aquí y la última página. Pero ahora todo había cambiado. La depresión había desaparecido; el interior de la casucha, oscuro como la pez salvo por la titilante luz suspendida en un rincón, era armonioso y severo, ¿o eso que rodeaba la puerta era una línea de amanecer acuoso? Entre los durmientes se produjo un leve rebullir y pronto sería hora de regresar a la carretera para llegar a Rustchuk.

Cuando llegué allí al atardecer del día siguiente, me pareció una población bastante atractiva, con sus comercios iluminados y sus farolas eléctricas, la multitud de cafés, los fiacres con las capotas ribeteadas subidas, incluso uno o dos taxis, y, al fondo de las calles alumbradas por farolas el Danubio con sus embarcaderos, sus hangares, sus grúas y sus embarcaciones ancladas, entre ellas tres cañoneras que formaban el núcleo duro de la armada búlgara.

A mis ojos no saciados, todo esto confería al pequeño puerto ribereño un aura casi de metrópoli. He escuchado decir a otros viajeros que está considerada una ciudad fea y sin encanto. Que no era nada antes de los turcos y muy poca cosa hasta el siglo XIX. Para mí no fue así. Algunas zonas de la ciudad transmitían una sensación de población victoriana deteriorada; mejor aún: gracias al majestuoso río junto al que se erigía, atemperaba su consistencia balcánica una mezcolanza a lo Mitteleuropa inconfundible y bastante atractiva. Había incluso una librería y quioscos con prensa extranjera, sobre todo alemana y austríaca: Neue Freie Presse, Frankfurter Zeitung, Hannoverscher Anzeiger, Berliner Tageblatt, además del Pesti Hirlap (este no me servía, ¡ay!), Le Matin y, sí, The Times, The Continental y el Daily Mail. Me pregunté quiénes podrían ser esos lectores reales y supuestos. Y mejor todavía, una pila de números atrasados sin vender. Compré un montón de ellos y, después de un café vienés descomunal, me leí de pe a pa el drama de dos semanas de antigüedad del asesinato del rey Alejandro y Barthou. Parecía que nadie ponía en duda las prerrogativas búlgaras. Gatcho estaría contento. Luego, mientras el charco de agua de lluvia iba creciendo debajo de la mesa, alrededor de mis botas, me recosté en el respaldo y me puse a fumar alegremente, tosiendo, uno de esos cigarros austríacos casi negros, recreándome en las luces, la sequedad y el agua, y la agradable mezcla de ajetreo y ociosidad. Me sentía como un avezado viajero por los Balcanes, Europa Central o Rusia, sacado de los relatos y las novelas de Saki. Levanté la vista para contemplar la calle iluminada, en el exterior, licuada y fragmentada como un cuadro puntillista por efecto de las gotas refractantes que salpicaban y escurrían por los cristales, mirando con deleite la extensión de mesas de pesado mármol (esa superficie maravillosa para dibujar disimuladamente con un lápiz o, mejor aún, con una estilográfica) y, cerca de la puerta, la arquitectura endeble de las cajas de bombones, con su cinta y, tan a menudo e inexplicablemente, rematadas con un bebé de celuloide o una marquesa empolvada con miriñaque de satén: se trataba de un establecimiento Evropaiski, donde eran reacios a servir café turco y prestos a desmayarse si a alguien se le ocurría sugerir un narguile. Yo me había aficionado a ellos muy rápidamente, y me tiraba horas haciendo burbujas envuelto en sus redes, declamando en murmullos cuartetas del Rubaiyat de Omar Khayyam (me lo sabía de memoria casi entero por una edición de bolsillo que me había mandado mi madre) en cafés más humildes con rejas en las ventanas. Pero este, además de las elaboradas hileras de pasteles occidentales y de las medias lunas hinchadas, lustrosas, rellenas de crema y espolvoreadas con semillas de amapola y alcaravea, y de los pretzels que recordaban a Struwwelpeter, no era tan europeo como para no incluir un surtido variado de dulces orientales, de entre los que destacaba el kadaif, que parecía un plato de virutas dulces de trigo, o, mucho mejor, el baclava. Varias veces, de madrugada, había podido escudriñar la cripta caliente de algún obrador, y a los reposteros sentados en corro, con las piernas cruzadas, en las tarimas de madera embadurnadas de harina, estirando esas membranas de masa casi transparentes de varios metros de diámetro, que luego, después de haber ungido cada lámina con miel o sirope y haberla espolvoreado con almendras y nueces trituradas, doblaban capa sobre capa en unas fuentes chatas del tamaño de escudos troyanos para, tras recortar con destreza el sobrante con unos cuchillos largos, meterlas con unas varas largas en unos hornos en los que parecía rugir el aliento de un dragón. De ahí salen luego convertidos en fragilísimos discos marrones, y entonces los cortan en porciones con unas llanas, adquiriendo esa forma deliciosa y chorreante que tiene la consistencia, mas no el sabor, de los milhojas. Estos triunfos del gusto y del deleite sensorial se extendieron por los Balcanes y el Levante y, aunque se diga que son turcos, probablemente son de origen bizantino, como tantas cosas heredadas por los otomanos de sus predecesores. Tengo la sensación de que los conocían ya los logotetas y los sebastocrátores mucho antes de que ningún pachá les hincase el diente. Los cortan invariablemente siguiendo un patrón romboide, mediante cortes en intersección; de hecho, a ellos deben su nombre en griego demótico todas las variantes de enrejados en el gremio de los carpinteros. Es mucho más probable que un hombre de negocios balcánico que se escabulla un instante de su despacho a última hora de la mañana salga a tomarse un bocadito rápido de baclava que un trago.

Inspeccioné despreocupadamente los enchufes redondos de la instalación eléctrica que salpicaban al tuntún las paredes del café, o que se apiñaban aquí y allá como constelaciones apelotonadas, y la cantidad de puntas y cabos sueltos de cable eléctrico que asomaban por el yeso como bigotes: ufanos emblemas de la victoria, extendida por toda la península balcánica, frente a los malos viejos tiempos del aceite y la cera. (Otro testimonio de oleadas similares de modernidad —por mucho que llevasen cogiendo herrumbre desde los tiempos del zar Fernando— era el caótico despiporre de las cañerías a la vista que recorrían todas las habitaciones de las casas conectadas al suministro de agua, con sus borborigmos y sus boquetes sin cicatrizar.) También ahí colgaban del techo los apliques globosos blancos, translúcidos (en los cafés más finos eran empañados cuencos de alabastro colgados de tres cadenas metálicas), con su manchón oscuro en el fondo por los cadáveres de mosca acumulados allí a lo largo de diez años. En los últimos meses me había pasado en estos oasis innumerables horas leyendo o escribiendo, feliz, y conocía bien sus detalles y sus categorías. Busqué otro complemento que no faltaba nunca: la victoriana fotografía ampliada del fundador del establecimiento, y ahí estaba, con su cuello alto poco habitual y su mostacho lacado y con una ondulación a lo káiser; también los retratos de la reina Juana y del zar Borís, triste, con su remilgado bigote y su mirada cordial, vestido de uniforme blanco y con las manos apoyadas en la empuñadura de su espada.[33] (Siempre me sorprendía que algún búlgaro entendido me recordase que su casa real, la casa de Sajonia-Coburgo y Gotha, es por la línea masculina la misma que la nuestra. El zar Borís era muy querido, y con razón, a decir de todos.)

Dos partidas de naipes estaban en pleno desarrollo, y cada carta era lanzada como un guantelete; también se oía el ruido de las piezas de dominó al ser mezcladas, el chacoloteo de los dados, el chasquido, uno tras otro, de los naipes al ser arrojados desde arriba con fuerza y las enérgicas palmas para llamar imperiosamente a los camareros. Estaba claro que ese sitio, de todos los cafés de Rustchuk, era el centro, el lugar en el que se reunían los comerciantes y los minoristas más avispados, médicos, abogados, boticarios y oficiales. Había una mesa llena de jóvenes oficiales de la marina, con sus puñales al cinto engastados en oro, y un vladika con su cayado pontifical con remate de plata y un adorno de oro en el pecho, inflado el hábito negro azabache, dirigiendo una homilía al alcalde y al secretario municipal (según me dijeron); la barba blanca le bajaba como una cascada desde las orejas, las aletas de la nariz, las mejillas y casi desde los ojos, que observaban con mirada fulminante bajo un canoso ceño móvil. Mientras él enfatizaba el torrente de su retórica con un dedo índice enorme y elocuente, yo casi podía ver las palabras que manaban de su boca, como una inscripción compuesta por renglones y renglones en alfabeto cirílico iluminada en el papel vitela de la página de un misal. La portentosa estatura de este prelado me causó admiración, como me había pasado al contemplar a miembros del alto clero en Sofía y en Rila. Después, en Grecia, desarrollé la idea de que a lo mejor a los obispos ortodoxos se les ascendía en función de su estatura; los metropolitanos son todos altos, los arzobispos más aún, y los patriarcas, descomunales. Un amigo mío profundamente versado en estas materias es de la opinión de que la estatura viene luego, en la talla espiritual: el nombramiento los estira cual telescopios. Parece como si los cabellos largos y todas esas barbas voluminosas representasen fortaleza, como en el caso de Sansón, y los convierten en velludos atletas de Dios; lo opuesto a la humildad monástica que anuncian los carrillos rasurados y las cabelleras afeitadas occidentales. Debe de ser este principio el que provoca que hasta el clero de los mirditas católicos del norte de Albania se deje barba. En efecto, en el mundo griego ortodoxo estas barbas sugerían superioridad y majestad divina como la nube que envolvió a Zeus sobre Ténedos.

La mayor parte de los periódicos, metidos en sus tiesos organizadores, eran alemanes, y sus lectores conversaban entre sí con acento austríaco. Los lectores de prensa armenia discutían en armenio, y los sefardíes se enmarañaban en su español ladino. Imagino que todos ellos tenían relación con el comercio en el Danubio, como representantes o delegados locales. En estos sitios me sobrevenía una suerte de trance. Me parecía imposible sustraerme a los influjos arrulladores de este continuo, que se desarrollaba lentamente, eludir las tentativas permutaciones y exfoliaciones, las biografías especuladas y las relaciones ocultas implícitas en este flujo en el que casi no pasaba nada. En una ocasión o dos había tardado hasta medio día (peor que el pueblerino Horacio, que contemplaba el río acodado en un puente), pero tenía que encontrar hotel. La sustracción se produjo.

«¡Va usted hecho una sopa!».

Estando ya bastante mojado, había salido sin abrigo, sin pensármelo dos veces, aprovechando una tregua de la lluvia, y me había pillado un chaparrón. Esas palabras me las dijo con cariñosa preocupación una persona, en alemán, y unos instantes después, lo que tardó en ir a por una toalla, me estaba frotando enérgicamente la cabeza, al compás de un sentimiento de conmiseración, con un chasqueo de la lengua, medio para reñirme.

Había decidido pasar la noche en algún sitio que fuese un poco más elegante que mi estilo miserable habitual, y darme por fin un baño, en el primer sitio en el que recalase. ¿El Zar Fernando? ¿El Hristo Botev? ¿El Bulgaria? ¿Los Balcanes? Encontré un hotelito, no lejos del río, pero el nombre se me ha olvidado. Una linda mujer con un mandil almidonado e impoluto cosía sentada en una silla de anea en una oficinita decorada con una postal del archiduque Otto en la pared. Repitió las preguntas en alemán. ¿De dónde venía yo? Había estado lloviendo el día entero. Lo que necesitaba era un baño caliente. Enseguida ponía el fuego. «¡Mire cómo está!».

Pocas veces se había producido algo así; el acostumbrado revuelo que levantó mi petición de darme un baño fue en esta ocasión mayor de lo necesario. Aquello era una maravilla. Había dejado mi macuto en el café mientras salía a buscar hotel, y la mujer dijo que tendría el baño bien calentito para cuando volviese. Salí henchido de júbilo a las calles encharcadas. En breve tuve que borrar de mi rostro esa sonrisa. La mochila había desaparecido. La había dejado junto a un perchero, al lado de la puerta. Nadie la había visto desaparecer, si bien había llamado la atención cuando entré empapado la primera vez con ella al hombro. Todas las pesquisas resultaron infructuosas, y finalmente el dueño insistió en ir conmigo a la comisaría; facilité los detalles, quedó registrada mi dirección y manifestado un pesimismo general, y regresé al hotel con el ánimo por los suelos.

Era lo peor que podía pasarme. Tenía mi pasaporte y mi dinero; haberme quedado sin la ropa iba a ser un fastidio, y me quité de la cabeza el cuaderno de bocetos (en el que los añadidos habían ido escaseando) con más facilidad que si lo hubiese perdido unos meses antes. Lo importante eran los diez meses de anotaciones. ¿Cómo demonios no se me había ocurrido mandarlas a Inglaterra por correo? Tampoco pesaban tanto. ¿Por qué no había entregado la mochila al empleado del café? ¿Por qué no había…? Las numerosas alternativas me hacían hervir la sangre. En cierto modo, era como si mi vida entera hubiese girado en torno a esos cuadernos de ejercicios de tapas duras; ponerlos al día había adquirido el encanto y el misterio de una fe secreta, practicada a diario y en ocasiones varias veces a lo largo de un día; y los libros mismos se habían convertido en objetos de culto, pues contenían el registro detallado del tramo recorrido cada día, descripciones florales, conversaciones, notas a vuela pluma o reflexiones elaboradas, versos, «pensamientos», señas, bocetos de trajes, edificios, herramientas, armas, arreos, motivos decorativos, croquis, planos, glosarios, mis pinitos en alemán, húngaro, rumano y búlgaro, fragmentos de romaní y de yidish, las letras de un montón de canciones, intentos de traducción de poemas franceses y latinos, chanzas, adivinanzas particulares y juegos de palabras, todos esos datos elocuentes pero temporalmente inutilizables que reservaba para mejor ocasión (pero de los que casi nunca echaba mano), todos los subproductos que vomitan la soledad, el ocio, el lápiz y el papel. Solía admirar con orgullo esos volúmenes, esparcirlos sobre una cama, sopesarlos alternativamente en mi mano y acariciar su encuadernación jaspeada. La pérdida de la otra mochila en Múnich me había parecido en su momento una pérdida irreparable, pero en aquel entonces solo había dado tiempo a que se hundiera en el limo el aluvión de notas recogidas en un mes. ¡Cuán celosamente había protegido al principio su sustituta! Esta segunda pérdida fue una amputación.

Debí de reaparecer en el hotel aún más cariacontecido que la primera vez. La mujer del mandil blanco vio de inmediato que había pasado alguna cosa terrible. Lo entendió enseguida. «No se preocupe. Seguro que la recupera». Insistió en que estaba tiritando, y, sintiendo pena de mí mismo, acepté de buen grado su solicitud. Sacó una botella de schnapps austríaco y me hizo tomarme de un trago un par de vasos, mientras yo gemía con obsesiva desesperación lamentando la pérdida de mis libros. ¡Cómo habría disfrutado del esperado baño en otras circunstancias! La bañera había sido llenada con el agua de uno de esos altos cilindros centroeuropeos de bronce labrado, y para cada usuario había que encender un fuego especial. Cuando entré descalzo en mi habitación (envuelto en una toalla, con la ropa en una mano), no di crédito a lo que veía: ¡había lamparilla de noche! Normalmente había solo una bombilla monda y lironda en mitad del techo. Pero ahí había un armario ropero de caoba majestuoso, reflejado en un espejo, y una gran cama Biedermeier con sábanas limpias y resplandecientes (cosa nunca hallada en los habituales hoteles modestos y jans que yo frecuentaba), la de arriba abotonada (al estilo Mitteleuropa) a un edredón de color rojo vivo. La pared estaba decorada con oleografías de una montaña de los Alpes al amanecer y del lago Maggiore con las islas Borromeas (emotivos recuerdos de infancia para mí) y una escena amorosa del Orlando Furioso con tañido de laúd. Extendida encima del edredón había una camisola blanca de dormir, a la antigua. Me la puse y me metí en la cama. Las plantas de mis pies tocaron la superficie de una botella gigante de barro llena de agua caliente. ¡Era increíble! Agotada por completo toda pasión, me tumbé boca arriba, despojado de mis posesiones, en una nube de serenidad melancólica. Notaba esa pizca de alivio e impotencia que deben de sentir los forajidos en la enfermería de la cárcel, tras haber sido capturados después de una larga persecución por los páramos. Pero solo una pizca; el resto fue cosa de Las mil y una noches.

Me despertó la presión de una bandeja: «Siéntese y tómesela ahora que está caliente». Volvió a salir. Había una sopa deliciosa, una jarra de vino y un panecillo caliente envuelto en una servilleta, mantequilla, pimienta, sal. En cinco minutos esa mujer maravillosa regresó con unos huevos revueltos con mantequilla y una pera. Se sentó y cruzó las manos sobre su regazo. «Fui a la policía mientras se daba el baño —dijo—, y les expliqué que era un escritor inglés famoso, a pesar de su juventud; weltberühmt como John Galsworthy, solo que más joven. Van a hacer todo lo posible».

Mi benefactora (se llamaba Rosa) era la jefa de camareras del hotel, de hecho la única camarera en esos momentos, y también la encargada real. El establecimiento había conocido tiempos mejores, los propietarios no se interesaban por el negocio; ella hacía lo que podía. A menudo estaba vacío, como a la sazón (salvo por mí), y gracias a eso había podido darme la mejor habitación. Por regla general era un sitio bastante tristón, poblado de ecos. ¡Estos pasillos desnudos! ¡Sin alfombras! ¡Tantas reparaciones pendientes! «Ayi, mayi! —suspiró, y sacó su labor sobre el regazo—. ¡Ojalá me dejaran a mí ocuparme! ¡Ya vería usted!».

Rosa era de Rustchuk, pero a los diecisiete años se había ido a Viena a trabajar de criada con la familia de un representante de una empresa tabacalera y se había quedado allí cuando ellos regresaron, desempeñando empleos al servicio de familias austríacas, hasta que terminó de doncella de la mujer de un banquero vienés. Se había casado con un austríaco que bebía mucho y que acabó muriendo, no sin antes gastarse casi todo lo que tenían (supuse yo más por sus insinuaciones que por que lo dijera expresamente). Había vuelto a Bulgaria hacía solo uno año, al morir su señora, en América, adonde pensaba acudir para estar con ella. Había recorrido toda Europa Central con su señora, e incluso había estado en Milán y París. Así se explicaban esos modales tranquilos, su estilo, su eficiencia, su pulcritud sin alharacas. Tenía unos cuarenta años, era más bien rolliza y llevaba el cabello recogido en un pulcro moño, detrás de su cabeza elegante, y su gesto era algo serio cuando estaba en reposo y encantadoramente franco cuando hablaba; se le iluminaba toda la cara si algo le hacía gracia o despertaba su interés.

Tenía una facilidad innata para contar historias. No habían pasado ni dos horas y ya me sabía el nombre de sus patronos y de todos los hijos e hijas de estos y de sus amigos, y el ambiente que se respiraba en su casa de la Ringstrasse y en su casa de campo de Estiria, y los diversos personajes del salón de los criados, y los detalles de una trama fascinante de rencillas, amoríos, coqueteos y crisis en un lado y otro de la casa. Era una mujer que rebosaba confianza y amabilidad. Habría podido pasarme la vida entera observándola coser, algo que hacía con suma destreza, y escuchando sus historias fascinantes. Muchas eran tan graciosas que podía oír la reverberación de mis carcajadas por todo el hotel. Las contaba con el toque justo de parodia e imitación. Había querido mucho a esas personas, en especial a su señora, que por lo que decía debió de ser un encanto; pero su sentido del absurdo los presentaba inevitablemente en papeles cómicos. Al cabo de una hora más o menos, enrolló su labor, estiró las sábanas y me arropó con la competencia de una matrona. Yo le rogué que continuase contándome historias como aquellas. «Mañana —dijo—, ahora a dormir. No olvide apagar la luz». Salió con la bandeja, en la que había apilado las cosas, y cerró la puerta con un ademán del pie muchas veces practicado, entre enganchando la puerta y tirando de ella, mientras la paraba hábilmente con un hombro para que no diese portazo. Yo estaba aún tan absorto en las aventuras y tribulaciones de Hansi, Max, Friedrich, Konrad, Teresa y Liselotte, y tan interesado en cómo continuaría su historia, que no volví a pensar en la desgracia del día hasta que estuve casi dormido. Me prestó un volumen encuadernado de Max y Moritz para distraerme. Perfecto.

Al despertar me encontré con un enorme agente de policía al lado de la cama. Mi mochila. ¡La habían encontrado! Habían atrapado a un ladrón con ella andando a toda prisa por la carretera de la Dobrucha. Desconocía los pormenores. Cuando me levantase, ¿sería tan amable de acudir a comisaría a firmar ciertos documentos y hacer una declaración? «Ahora no, está malo», dijo Rosa, a su espalda. «¿Lo ve?, ¿qué le dije?», me dijo ella en tono triunfal. El policía salió de la habitación y regresó cargado con el familiar petate que había paseado yo durante tantos meses. Tenía que comprobar mis pertenencias. El temor de último momento quedó disipado en un periquete: allí estaban todos los cuadernos, remetidos por los laterales para ocupar menos sitio. El ladrón, quienquiera que fuese, había debido de tener demasiada prisa para deshacerse de ellos. Los saqué con emoción y alivio. El policía se cuadró y se marchó. Mientras yo admiraba exultante aquel tesoro recuperado, Rosa se dedicó a registrar el resto y fue sacando, uno por uno, sucios y arrugados trofeos chasqueando la lengua, horrorizada, sosteniendo con el índice y el pulgar una mugrienta camisa o un calcetín fétido lleno de tomates, al tiempo que exclamaba: «¡Fiu!» o «¡válgame Dios!» («Ich frage Sie!»). Las cosas del fondo, que yo no había mirado desde hacía semanas, emergieron como una cascada: cáscaras de nuez, manzanas medio podridas, hierbas secas para hacer infusiones, un huevo de aluminio con sal en un extremo y pimienta roja en el otro, una o dos cebollas, dientes de ajo sueltos (a los que nunca había dado uso), reliquias de lápiz, gomas de caucho, polvo, migas, cigarrillos partidos y hojas de tabaco; además, un maravilloso hallazgo: un paquete doblado pero fumable de los cigarrillos de Nadejda. Finalmente salió de la habitación briosamente con un enorme fardo en los brazos.

El contenido del macuto variaba ligeramente todo el tiempo mediante un lento proceso por el cual iba deshaciéndome de cosas y entrando en contacto con otras. Pero en esos momentos creo que se componía de lo siguiente, más o menos: un pijama, dos camisas grises de franela, un par de camisas azules de manga corta, dos camisas blancas de algodón que podían ponerse con una corbata si surgía la necesidad, dos pares de pantalones grises de lona, uno de ellos reservado para cuando había que ir presentable, calcetines, una corbata azul oscuro y otra roja que usaba mayormente de cinturón, un suave jersey grueso blanco de cuello alto, y cantidades de pañuelos diferentes de vivos colores, empezando por los pañuelos rojos con puntos blancos, como los que usan los peones para llevar la comida. La prenda estrella de este tesoro, la prenda más elegante, era una fina y liviana chaqueta de paño de lana gris, de precioso corte. La había sacado de un armario ropero una amable señora húngara de Transilvania cuyo nieto llevaba diez años en Argentina, y me la había regalado («Está haciéndose tan rico que no la va a echar en falta nunca»). La había confeccionado un sastre muy bueno de Budapest, y nada más ponérmela me sentí diferente, listo casi para cualquier cosa. Con el mejor par de pantalones debidamente planchado, casi hasta podía parecer presentable, aunque lamentaba no haber tenido un traje azul fino con el que destacar en elegantes círculos urbanos, las raras ocasiones en que me había aventurado a entrar en ellos. Todo este conjunto caía al nivel más bajo por culpa de las horrendas zapatillas de loneta que me había comprado en Orşova, para las cuales, aparte de un par de zapatillas deportivas, mi única alternativa eran mis pesadas botas.

Mi atuendo se completaba con las prendas que había llevado por el mal tiempo: la chaqueta de piel marrón, que había adquirido un maravilloso tacto blando y desgastado, los cómodos bombachos que igualmente habían aguantado bien el esfuerzo, adquiridos ya un año antes de iniciar el viaje, con las correas, demasiado claras al principio, indistinguibles del resto desde hacía tiempo; y un cinturón de piel ancho bastante resultón, con hebilla de latón, al que le tenía mucho apego. Y esas botas tachonadas, las heroínas de este viaje a pie, con su suela nueva y sus remiendos, podían aguantar eternamente. Las polainas probablemente tenían un aspecto algo tonto y pseudomilitar, pero eran fantásticas para un tiempo como aquel, y le transmitían a uno una sensación de solidez infatigable. Y ahí estaba el abrigo de soldado raso, colgado de la puerta, a prueba de todo. Siempre había pensado en teñirlo. (Pero ¿de qué color?) Por último, en un rincón, estaba apoyado el bastón húngaro, bellamente equilibrado, que me habían regalado en la Alföld, todo él adornado con un relieve de hojas de roble enroscadas: un tanto llamativo, pero mejor que la vara de fresno de Sloane Square con la que había iniciado el camino y que había extraviado, toda ella recubierta de Stocknägel de aluminio brillante, esas plaquitas figurativas que dan a los Wanderer en las papelerías de todas las ciudades de Alemania y Austria. A esas alturas ya se habría convertido en una varita rutilante y embarazosa, de la que me habría hartado hasta la saciedad pero de la que sentimentalmente habría sido incapaz de desprenderme. A su sustituto le tenía una gran estima fetichista. La única otra prenda de vestir que poseía era la vieja medalla de plata, bastante suave, del tamaño de un penique, que Nadejda había encontrado en el fondo de su arcón y que me había colgado alrededor del cuello con un cordón de cuero. En una cara se veía un barco que cabeceaba en plena tempestad, y en el reverso un santo ecuestre atravesando a un dragón con su espada: san Jorge o san Demetrio. (Era imposible saber cuál de los dos era, ya que en la iconografía bizantina solo se diferencian por el color de sus corceles: gris en un caso, ruano en el otro.)

Rosa había dejado esparcidos sobre la mesa otro puñado de enseres: el kalpak con dotes adivinatorias para las prazdnik; un cinturón enrollado decorado con galón rojo trenzado, de Arad; una flauta de pastor de Transilvania, para mí imposible de tocar salvo dos notas difusas de dudosa calidad; una pipa austríaca de fumar, rota, con una gamuza tallada como si estuviera encaramada en ella, y otra búlgara con cazoleta de barro fino y una cánula de bambú que parecía una especie de cálamo corto, que yo había fumado durante una semana o dos con bastante apuro; un tálero de María Teresa; una redoma tallada de madera para beber slivo; un par de navajas y la daga búlgara en su funda; una brujulita, cuadernos de bocetos; material para escribir (lápices desde HH hasta BB), y los dos fabulosos mapas de Europa oriental de la Freytag vienesa. (Uno, hecho trizas, lo tengo delante de mí en estos momentos, único superviviente de este dispar tesoro. En su día no había caído en la cuenta de que debían de ser mapas de justo antes de la guerra, y Bosnia y Herzegovina estaban incluidas dentro de las fronteras austríacas. También las fronteras de Bulgaria mostraban uno de sus breves abultamientos.) Luego, aparte de los cuadernos, había uno o dos diccionarios de bolsillo y algunos mapas de los que me deshice cuando terminé. Rematando todo esto, en ese momento tenía el Crime et châtiment. Creo que eso era todo. Todos esos bártulos abultaban lo suyo. En la maravillosa mochila bávara no solo cabían un montón de cosas, sino que, con su estructura acolchada y sus correas anchas, daba sensación de liviandad. No había que encorvarse. De todos modos, una de las recompensas de este tipo de viaje era la portentosa salud que proporcionaba. Yo me sentía curtido y tostado por el sol, hasta el tuétano, delgado, musculoso, con una fuerza y una energía vibrantes, y capaz de absolutamente cualquier cosa, con una sensación de bienestar y vigor tales que ni el fumar como un carretero ni la falta de sueño parecían afectarme en absoluto.

Siendo así, me sentía un impostor al quedarme tan a gusto en la cama, y se lo dije a Rosa. Pero ¿por qué no? Ella dijo que seguía lloviendo y que para ella era agradable tener algo en que ocuparse, para variar. Mientras ella bregaba con el agua y el jabón, yo me deleité en la recuperación de mis efectos personales y me dediqué a escribir en el cuaderno; y, cuando ella hubo terminado, entró con un vestido que estaba cortando y se puso a trabajar en la mesa, y mientras cortaba y troceaba la tela con unas tijeras enormes fueron saliendo más historias fascinantes. Creo que le gustaba tener compañía en ese edificio tristón, y yo gocé con esta maravillosa oportunidad de recibir mimos como cuando era un crío, y con el placer de la conversación y de la amabilidad de Rosa, como habría podido gozar un viajero recién varado que acabase de llegar a un oasis inesperado. Ella tuvo que irse después del almuerzo y yo empecé Crimen y castigo con el sonido de fondo del repiqueteo de las gotas de lluvia y alguna sirena de vez en cuando desde el Danubio. Si me incorporaba, podía ver el río, gris y apagado bajo la lluvia, pero majestuoso pese a todo, con ristras de gabarras y balsas alargadas navegando a favor de la corriente. Parecía mucho más ancho que la última vez que lo había visto, hacía un siglo, en Lom Palanka, y eso que desde ese punto solo se le habían unido dos grandes ríos, el Jiu y el Olt, ambos desde la ribera rumana. A lo lejos quedaba la ciudad rumana de Giurgiu y la llanura con unos pocos árboles sueltos. Había visto el gran río tantas veces desde aquel primer río estrecho en Ulm que me sentía parte de él.

Como estaba inquieto, me levanté y fui a dar una vuelta por los muelles, por la zona de los hangares, y volví luego a la ciudad. Me intrigaba la cantidad de nombres armenios que había en los rótulos de los comercios, no solo porque siempre me han gustado, sino por una razón especial. Allí nació Michael Arlen, con el nombre de Dikran Kuyumchian.[34] En una tienda armenia de suministros para barcos pregunté si le conocían. «Sí, sí, sí, veamos —musitó el viejo fabricante—, Kuyumchian…, ¡claro! ¡Había más de uno! Pero no durante muchos, muchos años…». Sí, había oído decir que uno de ellos era un gran escritor en Europa, sí, sí…

Los judíos sefardíes eran otra minoría en Rustchuk. Habían prosperado en los tiempos de la dominación otomana, y los turcos, creo, llevaban a cabo gran parte de sus negocios a través de ellos; se los consideraba más fiables que los indiferentes búlgaros; al igual que los judíos de Plovdiv, hablaban español y tenían motivos de sobra para sentirse agradecidos con los turcos, pues el Imperio Otomano y la Toscana eran prácticamente los únicos sitios que los acogieron después de ser expulsados de España en 1492 por Fernando e Isabel. El miembro más distinguido de esta pequeña comunidad es Elias Canetti, el autor de Masa y poder y Auto de fe; pero él se había ido a Viena, como Rosa, a la edad de seis años y se hizo vienés. (Le conocí dos meses antes de escribir estas líneas, cuando se alojó bajo el mismo techo amigo, en la isla de Eubea, que me cobija a mí en estos momentos. Hablamos de Rustchuk, pero muy comprensiblemente mis recuerdos eran más recientes que los de él.)

El cartel de una película puso freno a este deambular: una imagen mal pintada de una chica rubia vestida con frac de hombre, cigarrillo y chistera ladeada con elegancia. Debajo, las enormes mayúsculas decían: EL ÁNGEL AZUL, con Marlene Dietrich y Emil Jannings. Era la primera noche que se pasaba, y empezaba en una hora. Corrí a casa y no hice caso de los peros de Rosa. No había tiempo que perder. Me impresionó bastante mi tono autoritario. Ella se ruborizó de gozo al oír el plan, preparó una tortilla a toda velocidad y se cambió. Yo me puse mi abrigo primorosamente planchado y nos fuimos. La película se había estrenado hacía varios años. Yo conocía todas las canciones y lo sabía todo acerca de ella, pero, extrañamente, teniendo en cuenta mi pasión por la estrella, cuya única competidora era Greta Garbo, me la había perdido. Rosa la había visto durante un viaje corto a Fráncfort del Meno cuando la estrenaron, pero estaba deseando volver a verla. Llegamos justo a tiempo.

En el camino de vuelta, extasiados por la película, deprimidos por una parte y eufóricos por otra, pasamos por delante del café de la mochila. Yo dije: «¡Vamos, tomemos una copa!». Ella respondió: «No, no, no. ¡Por favor! Ni hablar. Esto no es Viena. Ahí es donde van todos los Hochbürgertum de Rustchuk». Yo insistí. Era la primera vez que veía a Rosa perder algo de compostura. Se sentó muy erguida con las manos metidas hasta el fondo en los bolsillos de su abrigo, la persona mejor y más discretamente vestida de todo el local, pensé yo. Bebimos tres brandys y fuimos los últimos en salir, y regresamos al hotel cantando las canciones de la película. Se me ocurrió probar con ella mi ridícula broma de cantar hacia atrás Falling in Love Again, que era mi recurso favorito; en alemán nunca lo había intentado. La trabajé mentalmente mientras ella hablaba y entonces dije: «Así es mucho mejor. Escuche»:

Chi nib nov Fpok sib Ssuf

Fua Ebeil tlletsegnie

Nned sad tsi eniem Tlew!

Rosa estaba atónita. Nos detuvimos al pie de una farola. Ni inglés, ni francés, ni ruso: ella sabía cómo sonaban. ¿Era sueco? ¿Finés? ¿Letón? Se lo expliqué. «Cántela de nuevo muy despacito, por favor», dijo. La canté despacio y ella escuchó con mucha atención. Cuando hube dicho por segunda vez aquello de sthcin, lánguidamente, ella soltó una gran carcajada, me miró con cara de lástima, se dio unos toquecitos en la sien con la punta del dedo índice y dijo, exagerando el acento austríaco: «Me temo que está usted completamente chiflado». («Leider, ganz deppert», dijo.) «Ahora otra vez con su tempo normal…».

Cuando me hube sentado y me hubieron ofrecido un cigarrillo y un café turco, y hube firmado el recibo de la mochila y de su contenido en el despacho del jefe de la policía, intenté averiguar lo que había pasado. El hombre se mostró claramente avergonzado de que hubiese ocurrido una cosa semejante en Bulgaria y me pidió disculpas haciendo muchos aspavientos. Mala gente había en todas partes… Todo había sido un error… Se agitaban sus manos en el aire. La expresión que había dicho Rosa sobre mí, que era un «hombre de letras», parecía haber dado sus frutos, a juzgar por la deferencia aturullada. Estando en medio de estas desconcertantes explicaciones, se oyó a gente pasar por la sala exterior y el oficial se interrumpió para ordenar que cerraran la puerta. En el centro de la sala contigua vi un rostro inconfundiblemente conocido. ¡Imposible no reconocer esos ojos de liebre y ese pelo rojo! Mi traicionero comportamiento en la carretera de Rustchuk me había provocado muchos remordimientos desde entonces. Agité la mano y le saludé con un «¿cómo va todo, Ivancho?» campechano y poco sincero.

«¿Le conoce?», preguntó el policía con perplejidad. Le conté que éramos viejos amigos y me levanté para saludarle. Nunca es tarde para enmendarse. Vi que llevaba puestas unas esposas. Todas las piezas encajaron.

Imaginé, pensando a una velocidad inusitada en mí, que había debido de verme entrar en el café o por la ventana del mismo, y había debido de ubicar la mochila, y, cuando yo salí, él se coló dentro y la afanó. ¡Con razón estaba ahora menos parlanchín que de costumbre!

Tenía un aspecto espantoso, la cara pálida y verde, un corte feo en un labio y lo que parecía el comienzo de un ojo a la funerala. Yo había oído hablar de la rudeza policial automática, no solo en Bulgaria sino en prácticamente todos los países del entorno. Se le veía completamente acongojado y su silencio resultaba bastante siniestro. Recordé que mucho antes yo había llegado a la conclusión de que estaba como una regadera. La mochila estaba nuevamente en mi poder, sana y salva, y en mi vida todo iba de maravilla en esos momentos. También sentí que yo mismo me había visto en un aprieto muchas veces y que él estaba ahora tan con el agua al cuello que mi presencia entre las filas de la autoridad tenía un tinte de farsa (sobre todo, si era una autoridad que trataba mal a sus presos). En cuestión de un segundo me puse de su lado.

Por una vez, fingí hablar el búlgaro peor de lo que ya lo hablaba. Me agarré a que el oficial había dicho que todo había sido un error. Había sido un error strashmi («¡un terrible error!»). Señalé con perplejidad las esposas de Ivancho y les miré a cada uno a los ojos, indignado. El oficial y los dos agentes que estaban con Ivancho me miraron con igual pasmo. Yo decía una y otra vez que el chico había debido de estar yendo hacia un hotel equivocado con la mochila, que había debido de olvidar el nombre, y miré ceñudo a Ivancho, con mucha intención, esperando que me siguiese la corriente. Luego, diciendo que era una pena no saber hablar mejor el búlgaro, me marché tras soltarle a Ivancho una palmada amigable y ostentosa en el hombro, y les dije a todos que esperasen, que iba a buscar a una persona que sabría explicarlo mejor.

Rosa acababa de terminar de planchar. Todas mis posesiones estaban en una pila de ropa recién planchada. Me escuchó atentamente mientras yo exponía la curiosa historia, y luego se puso el abrigo. Le parecía una tontería que interviniésemos. Al fin y al cabo, él había robado. Pero viéndome tan empeñado… Ella conocía al jefe de policía y dijo que hablaría primero con él, y que luego volvería para recogerme. Yo esperé en un café a un par de calles de allí. Regresó al cabo de una hora.

—Bueno —dijo sonriendo—, todo arreglado. Les expliqué que usted solo hablaba un poquito mejor el alemán que el búlgaro, que él era un amigo al que usted le había pedido que le recogiese la mochila y que él había salido en dirección a un hotel equivocado cuando le pillaron. Como anteanoche les había pedido con tanta insistencia que la encontrasen, me sentí un poco una tonta. Su amigo captó la idea y dijo lo que tenía que decir… Bueno, habló demasiado. Yo hice como si estuviera tan hecha un lío como ellos. No estoy segura de si los policías quedaron convencidos o no, pero desde luego confundidos sí que están. Volví a comentar lo famoso que es usted y creo que están encantados de dar el asunto por zanjado.

—¿Cree que le soltarán?

—Ah, ya está fuera. Les aseguré que me encargaría de llevarle al hotel. —Al ver mi cara de consternación, se echó a reír—. No se preocupe. Me libré de él. Le conté que se había marchado. Va de regreso a Pazardjik. —Guardó silencio unos instantes—. Tiene razón en que está tarado. Cuando le confesé que sabía lo que había pasado en realidad, me miró con cara de verdadero asombro. Estaba convencido, así que no insistí más. Se ha quedado tan pancho.

Nos reímos los dos. Era una mujer increíble.

Esa noche cogía el barco para cruzar el Danubio. Había escampado. Después de preparar la mochila con todas mis pertenencias devueltas a la vida, pagué la cuenta del hotel. Rosa atemperó el viento al cordero trasquilado,[35] y el montante final resultó casi indecentemente pequeño. En uno de esos coches de tiro que parecían sacados de una novela de Sherlock Holmes, fuimos hasta una taberna ubicada sobre un acantilado no muy alto, con vistas al río, rodeada de chopos en plena muda y castaños. Fuera tenía una pequeña pista de baile de cemento, en esos momentos impracticable a causa del barro y la hojarasca. El sitio estaba cerrado hasta el final de la temporada, pero el cochero fue a buscar al dueño a unas casitas próximas, y comimos mirando el Danubio desde arriba y la lisa extensión de la llanura valaca, más allá. El viento deshacía en jirones las nubes, creando así una suerte de mapa cambiante de rayos de sol y sombras de nubes sobre la perspectiva bella y triste del río y del bosque. Esas ráfagas levantaban espirales de hojas secas que pasaban por delante del ventanal de vidrio de la taberna desierta. Todas las emociones de la mañana y, una vez más, la inminencia de la partida, actuaron como freno a la conversación en un primer momento, pero no importaba. Me sentía como si conociera a Rosa desde hacía una eternidad. Pero después de un par de vasos de slivo que Rosa apuró muy deprisa y haciendo una mueca como si se tratase de una medicina asquerosa, y mucho antes de que hubiésemos dado cuenta de aquellas jarras de vino, en su mayor parte bebidas por mí, estábamos conversando y yo me desternillaba de risa como nunca en mi vida. Después encontramos y recogimos un montón de castañas, que por toda la hierba empapada rompían ya sus joyeros de púas forrados de fieltro, y nos sentamos en un tronco, mirando corriente arriba y preguntándonos cuántos días habría tardado la parte austríaca del río que discurría a nuestros pies para venir desde Passau, Linz, Krems, Viena o Bratislava o, ya puestos, desde su nacimiento en la Selva Negra.

Se estaba haciendo tarde, así que llamamos a voces al cochero. El hombre salió renqueando de las casitas, se subió de un salto al pescante, hizo restallar el látigo y salimos disparados. Fuimos casi todo el trayecto cantando canciones austríacas. El cochero se sacó una botella de un bolsillo y nos la tendió sin darse la vuelta. «Menos mal que ya te marchas —dijo Rosa—, porque si no iba a terminar en un asilo para alcohólicos». Después de cantar Wien, le tocó el turno a Adieu mein kleiner Gardenoffizier, In einer kleinen Konditorei, Sag beim Abschied leise Servus, la Kaiserjägermarsch, Ich bin von K.u.K. Infanterieregiment, Gute Nacht, Wien y Zu Mantua in Banden der treue Hofer war.[36] «Canta Ich bin von Kopf bis Fuss[37] al revés», dijo cuando entrábamos en Rustchuk con la trápala de cascos. El barco daba la impresión de estar moviéndose. Pagué al conductor estando aún dentro del coche que corría que se las pelaba, y, en lo que tardó en llegar, Rosa y yo fuimos despidiéndonos. Casi había anochecido.

Llegamos al muelle justo a tiempo. Aguardaron unos instantes, quejándose amargamente, mientras yo subía a bordo como buenamente podía y el cochero me lanzaba la mochila desde tierra, salvando el vacío que iba ensanchándose ya. «¡No vuelvas a perderla!», me gritó Rosa riéndose. Me decía adiós desde el muelle, sonriendo, con la otra mano metida en el amplio bolsillo de su gabán azul, y yo estuve agitando la mía hasta que el barquito estuvo en mitad del río y ya no podíamos vernos el uno al otro diciéndonos adiós con la mano. Cuando echamos el ancla en la orilla rumana, se veía corriente arriba un cielo verdusco.