____ 30 ____
Era la noche del banquete. IdrisPukke y su hermanastro Vipond estaban especialmente brillantes. El primero de los dos había estado repartiendo bromas halagadoras con respecto a la belleza de las mujeres, y se había burlado de los hombres sobre su incapacidad para estar a la altura de las mujeres. Vipond, que cuando le apetecía podía hacer gala de un humor más comedido, levantó torrentes de carcajadas con una historia secamente divertida sobre la vanidad del Obispo de Colchester y el pequeño percance que tuvo con un pato de Aylesbury, historia que concluyó con la observación de que «no importa los grandes descubrimientos que se hayan hecho en el terreno del autoengaño, siempre quedarán grandes regiones por explorar».
Insuperable, IdrisPukke pasó con facilidad a su vertiente aforística, y deleitó a cuantos le rodeaban con el resultado de muchos años de experiencia en el estudio de la imbecilidad, la maldad y el ridículo humanos. Experiencia que incluía, justo es decirlo, su propia imbecilidad, maldad y ridículo.
—Nunca discutáis con nadie sobre nada. No, ni siquiera con Vipond, aunque él sea seguramente el hombre más inteligente que haya habido nunca.
Vipond, que estaba justo enfrente de él en la mesa y disfrutaba de la actuación de su hermanastro y el falso halago que aparecía en la burla, se rió con los otros y se unió a los golpes de aprobación sobre la mesa que daban media docena de Materazzi que ya estaban achispados.
—En lo que se refiere al autoengaño, mi hermano tiene toda la razón. Se podría estar hablando con Vipond durante mil años sin apenas empezar a tratar de toda la enorme cantidad de cosas absurdas en las que cree.
Entonces Vipond puso cara seria, y por un breve instante IdrisPukke temió haberse pasado de la raya. Pero lo que había alarmado al Canciller no era nada que hubiera oído, sino algo que había visto. IdrisPukke siguió la dirección de aquella mirada aprensiva, que llevaba a cierta parte de la sala que se encontraba más elevada. Aunque seguían la cháchara y las risas del resto de la gran estancia, alrededor de los hermanastros la mesa se había quedado en silencio.
Al final de la escalinata que llevaba al salón estaba Cale, vestido de pies a cabeza con un traje negro que parecía una túnica especialmente elegante, pero del estilo que se llevaba entre los jóvenes pudientes del Leeds Español, y que él había mandado hacer para la ocasión a su costurera, pagándole de nuevo con el dinero de Kitty la Liebre. Parecía un clavo y no le importaba que lo pensaran.
Cosa poco sorprendente, el mayor susto de entre las pocas docenas de personas que lo conocían de vista se lo llevó Arbell Materazzi, que estaba sentada al lado de su esposo y embarazada de ocho meses. Si una mujer se puede quedar tan blanca como un fantasma sin dejar de estar radiante, entonces eso fue lo que le pasó a ella. Las venas azules de sus párpados parecían vetas de mármol de Sofía.
IdrisPukke, que había perdido de repente el buen humor, observó cómo avanzaba lentamente Cale por el pasillo central, como la bruja malvada de un cuento de hadas, con los ojos, en medio de un círculo oscuro que parecía combinar bien con el traje, fijos en la hermosa mujer embarazada que tenía delante.
«Tendría que haberlo comprendido —pensó IdrisPukke—, tendría que haberlo comprendido…».
La silla que había al lado de Arbell, destinada a aquel Cale que habían dado por hecho que no se presentaría, le fue ofrecida por un criado en cuanto Cale se acercó, embargado de satisfacción ante la sensación de catástrofe que provocaba su presencia. Saludó a Vipond con una leve inclinación de cabeza, y a continuación fijó una mirada asesina en Arbell Cuello de Cisne. No hay palabra lo bastante fuerte para describir la expresión del rostro de Conn. Nadie tenía mucha dificultad en imaginar lo que pasaba por dentro de él. La cuestión de si Conn estaría al corriente de todo se le cruzó después numerosas veces a IdrisPukke por la mente. Era difícil creer que si estaba al corriente, la velada pudiera terminar sin contratiempos. Bose Ikard tenía que imaginarse que habría problemas, dado que él sí era seguro que estaría al tanto de todo lo ocurrido entre Conn y Thomas Cale. Pero lo que podía pasar era algo mucho peor que una simple riña de alta categoría entre niños precoces.
Hay distintas palabras para los diferentes tipos de silencio que existen entre personas que se odian. IdrisPukke pensaba que si volvieran a meterlo en prisión y dispusiera de uno o dos años sin nada que hacer en ella, podría llegar a completar una lista exhaustiva. Pero se llamara como se llamara aquel tipo de silencio, llegó a su conclusión gracias a un invitado de Vipond, el señor[12] Eddy Gray, una especie de embajador de los noruegos que intentaba, como muchos otros, encontrarle las vueltas a lo que pensaran o no pensaran hacer en un futuro próximo los Materazzi, si es que pensaban hacer algo. Provocador y altanero por naturaleza, Gray miró a Cale de arriba abajo de manera ostentosa:
—Tenéis el color adecuado para un Ángel de la Muerte, señor Cale. Sólo que sois un poco bajo.
Nadie oyó el sonido de las almas que tomaban aire sobrecogidas.
Cale apenas hizo una pausa al apartar por primera vez los ojos de Arbell para posarlos en Gray.
—Así es efectivamente. Pero si os cortara la cabeza para ponérmela a los pies, sería más alto.
El cordón de silencio de aquellos que comprendían que pasaba algo se extendía hacia cada lado de los Materazzi, incluyendo, y no por casualidad, a Bose Ikard. Alertados por el desprecio en el tono de Gray, y por la rara apariencia del joven de negro, habían escuchado tanto el desprecio de Gray como la devastadora respuesta, y se echaron a reír.
Embargado con una tóxica mezcla de odio, adoración, amor y suficiencia ante la agudeza de su propio ingenio, Cale permitió que le colocaran la silla y devolvió una mirada a la vez ridícula y aterradora a la desventurada Cuello de Cisne. Un toro en una cacharrería, enloquecido por un enjambre de avispas, no habría provocado un alboroto tan incontrolable como la nube de deseos, resentimientos, traiciones y decepciones que inundaron la magnífica sala. No tenía nada de extraño que en el vientre de su madre el niño empezara a dar patadas y a retorcerse como un cerdito encerrado en un saco. Dice mucho a favor de la buena educación de Arbell Materazzi el hecho de que no diera a luz allí mismo a su primogénito.
Hubo, sin embargo, un signo de muy mala educación que provino, de modo completamente deliberado, de Cale: cuando los criados empezaban a servirle en el plato doble cucharada de carne con alubias y guisantes, Cale les dio las gracias a cada uno de ellos, sabiendo muy bien, porque se lo había explicado IdrisPukke repetidamente, que no era de buen tono darse cuenta de la aparición de comida en el plato, sino que se debía seguir hablando con el comensal de la derecha o el de la izquierda como si las lenguas de alondra o las chuletillas de pavo real hubieran aparecido allí por arte de magia o por propia voluntad suicida. «Gracias, gracias», decía, como si cada palabra de profundamente falsa gratitud fuera un golpe dirigido al corazón de la hermosa muchacha que estaba sentada enfrente de él, y una patada a las espinillas de su reluciente marido.
Ahora todos somos cínicos, supongo, y hasta un niño de teta sabe que salvarle la vida a alguien es crearse un enemigo para siempre. Pero aun cuando Conn hubiera desechado ciertas sospechas, desterrándolas a lo más recóndito de su mente, y aun cuando le disgustara el hombre que lo había salvado de una muerte espantosa en el monte Silbury, aun así podía, en los lúgubres sótanos de su mente, recordar los horrores de la muerte púrpura al aplastarlo. Era algo que seguía visitándolo en sueños; y no podía, por mucho que lo intentara, dejar sentir hacia Cale una gratitud de la que le hubiera gustado desprenderse.
El problema de Cale es que había dado comienzo a su ópera de venganzas de modo brillante, pero después se le había olvidado la letra de la siguiente aria. La burla del señor Eddie Gray había sido como echarle panecillos a un oso: Cale sabía cómo tratar con la agresión, verbal o física. Arbell no despegaba los ojos del plato de sopa, tal vez esperando que su contenido se abriera hacia los lados como el mar Rojo para tragarla a ella entera. Por el contrario, Conn no apartaba los ojos de él. Pese a todo su sufrimiento, Arbell Cuello de Cisne resultaba hermosa de un modo intenso y descorazonador. Sus labios, que normalmente eran de un marrón pálido, lucían un rojo encendido, y los blancos dientes que apenas asomaban tras ellos ponían una nota lírica en el odio de Cale, haciéndole pensar que eran una rosa entre cuyos pétalos escarlata asomaban restos de nieve.
Había pasado tanto tiempo pensando en ella durante los últimos horribles meses, que ahora que se encontraba a tan sólo unos palmos de distancia le parecía incomprensible, pese a todo el odio, que ella no riera de placer tal como solía hacer cada vez que él cerraba la puerta de sus aposentos y ella lo estrechaba en sus brazos y lo ahogaba a besos, como si nunca pudiera saciarse de tocarlo y de probarlo. ¿Cómo era posible que se hubiera cansado de él? ¿Cómo era posible que pudiera preferir al ser que estaba sentado a su lado, haberle dejado…? Pero ese pensamiento estaba muy próximo a la locura, a la que él ya se había acercado demasiado. Ni siquiera por un instante (debéis excusar su profunda ignorancia en tales asuntos), se le ocurrió a Cale pensar que pudiera ser él el padre del bastardo saltarín que se acurrucaba en el vientre de su madre. Ni se le había ocurrido que a los ojos de cualquier juez imparcial resultaría lógico que Arbell Materazzi prefiriera a un joven alto y guapo de su misma clase y educación, que era además la gran esperanza para el futuro de todos los Materazzi, a un asesino bajito y resentido contra el mundo, de pelo oscuro y alma siniestra. Es cierto que Arbell le debía la vida a él, y en cierta manera muy especial también la vida de su hermano menor. Pero la gratitud es una emoción difícil en el mejor de los casos, incluso (o tal vez habría que decir especialmente) hacia aquéllos a los que uno ha amado en otro tiempo. Y es una emoción que resulta especialmente difícil para las princesas hermosas, porque ellas han nacido, digámoslo así, para recibir cosas, y lo que sería una capacidad normal para la gratitud a ellas les pesaría demasiado, más de lo que puede soportar la naturaleza humana.
—¿Estáis bien? —le preguntó Cale al fin. En ningún momento de la historia universal ha sido hecha tal pregunta con tal tono de amenaza.
Ella lo miró un instante, y su natural atrevimiento venció sobre su confusión.
—Muy bien.
—Me alegro mucho de oírlo. Para mí las cosas han sido duras desde nuestro último encuentro.
—Todos hemos sufrido.
—Hablando por mí, he causado más sufrimiento del que he tenido que soportar.
—¿No os pasa siempre eso?
—Tenéis mala memoria. Y peor desde que son tantas las cosas que me debéis.
—Cuidad vuestras maneras —dijo Conn, quien se hubiera levantado y arrojado la silla al suelo en un gesto teatral de no ser porque Vipond lo agarraba del muslo y apretaba con fuerza sorprendente para un hombre de su edad y profesión.
—¿Cómo anda vuestra pierna? —le preguntó Cale. Era, al fin y al cabo, todavía joven en muchos aspectos.
—Por Dios… —susurró IdrisPukke.
Para entonces aquella actitud de sobrecogido silencio se había contagiado a la mitad de la sala. Pero habiendo ido allí con la intención de atormentar todo lo que pudiera a Arbell Cuello de Cisne, Cale comprendió que había perdido el necesario autocontrol que hubiera hecho posible tal cosa. Se había abierto en su interior un enorme pozo de ira y pérdida, algo más hondo aún de lo que había creído sentir. Y había creído sentir muy hondo.
—No sois bienvenido aquí —dijo Conn—. ¿Por qué no dejáis de avergonzaros vos mismo y os vais?
Cualquiera de esas dos cosas habría funcionado. Como una hoguera a merced de un fuelle que bombeara un loco frenético, Cale se encendió y perdió el control de sí mismo. Se puso en pie, y se llevaba la mano al cinto cuando unos débiles dedos le cogieron la muñeca.
—Hola, Tom —dijo con voz amable Henri el Impreciso—. He traído a alguien que tenía ganas de veros.
Como un jarro de agua fría, su voz se derramó sobre el expectante silencio de los curiosos. Cale contempló por un instante la blanca piel y la aún llamativa señal del rostro, y después dirigió la mirada a los dos hombres que lo acompañaban: Simon Materazzi y el siempre reservado Koolhaus.
—Simon Materazzi os dice hola, Cale —dijo Koolhaus. Entonces el joven sordomudo lo estrechó en sus brazos y ya no lo soltó hasta que se encontraron fuera del salón, fumando al aire libre, húmedo y frío, del Leeds Español.
Dos horas después los encontró IdrisPukke, mediante el sencillo procedimiento de esperar en el cuarto de Cale a que éste regresara.
—Llevaos a Henri y Simon a la cama antes de que se caigan —le dijo a Koolhaus, quien, de muy buena gana, hizo lo que se le mandaba. Cale se sentó sobre la cama, sin mirar a IdrisPukke.
—Supongo que estaréis orgulloso. Vuestra reputación ya no es ser la ira de Dios, sino el tonto del pueblo.
Aquello le dolió lo suficiente para hacerle levantar la mirada, aunque no dijo nada, sintiéndose tan desgraciado como un tambor roto.
—¿Os creéis que podéis asustar al mundo?
—Hasta ahora se me ha dado bastante bien.
—Hasta ahora tal vez sí. Pero eso no es gran cosa, teniendo en cuenta que sois muy joven y os queda tantísimo mundo.
Ninguno de los dos dijo nada durante un minuto entero.
—Quiero hacerla sufrir. Se lo merece.
Lo dijo con voz tan suave y tan triste que IdrisPukke apenas supo qué decir.
—Sé lo duro que es renunciar a un gran amor.
—Yo le salvé la vida.
—Ya.
—¿Hice algo mal?
—No.
—Entonces, ¿por qué…?
—Nadie tiene la respuesta para eso. No se le puede decir a nadie que ame a tal mujer o a tal hombre.
—Pero ella me amaba.
—Lo que los amantes se dicen uno al otro queda escrito en el viento y en el agua. No sé qué poeta dijo eso, pero el caso es que es cierto.
—Ella me entregó a Bosco. Eso no puede quedar así.
Intentando ser justo e imparcial, IdrisPukke podría haber observado que Arbell se había visto entonces en una situación muy difícil. Pero hacía años que ya no era lo bastante tonto para hacer ese tipo de comentarios.
—Por desgracia, vivimos tiempos interesantes. Vos podéis tener una parte importante en ellos, tal vez la parte más importante de todas. Así que, joven como sois y por mucho que os duela, en asuntos de amor, de política y de guerra, las pequeñas cosas de la vida deben ceder ante las grandes.
Cale lo miró.
—No si las pequeñas llegaron antes.
Otro largo silencio. Ni siquiera IdrisPukke sabía qué responder. Cambió de tema:
—Yo no sé lo que los redentores y su Papa piensan hacer con respecto a vos. No me fío de que no vayan a hacer nada. Vos hacéis enemigos con la facilidad con que otros respiramos. Hablar de la manera airada en que lo hacéis, mostrar vuestro odio en lo que decís o en la manera en que miráis, son conductas innecesarias, peligrosas, estúpidas, ridículas y vulgares. Aunque supongo que la vulgaridad es el menor de vuestros problemas. Deberíais o aprender a ser más discreto, o empezar a correr ya.
Cale no dijo nada mientras IdrisPukke se sentaba en la cama, entristecido por el extraño muchacho que tenía a su lado. Unos minutos después, IdrisPukke empezó a preocuparse de que en su silencio la mente de Cale pudiera estar llegando demasiado lejos.
—¿Os fijasteis en el cielo nocturno mientras estabais ahí fuera?
Cale se rió con una sonrisa suave y extraña, según le pareció a IdrisPukke. Pero era mejor que el silencio precedente.
—No —dijo Cale—. ¿Siguen brillando las estrellas?
—Habéis sido Maestro de Ceremonias —le dijo Vipond a IdrisPukke más tarde, aquella misma noche— en una gran cantidad de desastres, pero éste debe de haber sido de los más estrepitosos.
—En absoluto. Me he visto envuelto en cosas mucho peores que una riña entre amantes.
—Sabéis que ha sido mucho más grave que eso. Bose Ikard quiere echarnos, y podéis tener por seguro que mientras hablamos estará en camino hacia el rey de Suiza un informe sobre la reyerta que ha tenido lugar entre los herederos Materazzi y vuestro joven amigo el Malo Malísimo. Y será un informe muy adornado.
—El rey Zog puede ser más mojigato que una vieja, pero no nos va a echar por una pelea como ésta, por mucho que se empeñe Ikard.
—Lo hará si le dice que hay dudas sobre la paternidad del hijo de Arbell.
—¿Qué pensáis vos al respecto?
—¿Y vos, qué pensáis?
—Que es posible.
—Eso está claro. El caso es que los rumores se están filtrando por debajo de las puertas de cada casa del Leeds Español. El rey Zog tiene un punto de vista muy tonto sobre el comportamiento promiscuo, sobre todo cuando tiene lugar entre una aristócrata y el pilluelo que le lleva el carbón a sus aposentos.
—Cale es mucho más que eso.
—No para el rey Zog de Suiza. Dios no ha hecho jamás un esnob tan rematado como ése. Su única lectura consiste en pasarse horas ante el Almanaque de Gotha, suspirando de placer cada vez que se entera de un nuevo cotilleo relativo a su ascendencia.
—Por si no lo habéis notado, hermano —IdrisPukke no lo llamaba nunca así, salvo que estuviera muy enfadado con él—, los Materazzi hemos descendido hasta convertirnos en una especie de nada. Sin Cale para contenerlos, los redentores están listos para arrasar con los antagonistas, los lacónicos, con Suiza y con todo lo demás, como quien enrolla una vieja alfombra. Y al pasar se harán pis encima del rey Zog.
—Conn Materazzi no deja de ser una esperanza para el futuro.
—Cale diseñó la estrategia de nuestra destrucción, y después la de los lacónicos. No está mal para ser el pilluelo que le lleva el carbón a la princesa. Si pensáis que Conn Materazzi es capaz de algo remotamente parecido, entonces sois el tonto más tonto del mundo.
—Acerca de la derrota de los lacónicos, no tenemos más que su palabra.
—Sin embargo, en el monte Silbury estábamos allí, viendo lo que nos hacían los planes de Cale.
—Dejando las excusas a un lado, eso se debió tanto a la suerte como a la inventiva.
—¿Y qué no?
—Vos no podéis controlarlo.
—No.
—Ni él se controla a sí mismo.
—Tampoco será el primero al que le pasa. Es joven, lo superará.
—En eso os equivocáis. Le oí amenazarla al abandonar Menfis, y de nuevo esta noche. Nunca se liberará de ella. La gente habla de los niños como si fueran de alguna manera distintos a los adultos. Pero no hay ninguna diferencia, realmente no. No son más que almas que necesitan con locura ser amadas. El amante y el asesino están en él entretejidos. No se puede separar uno del otro.
—Entonces habrá que sacar a Arbell del Leeds Español, y a Conn con ella. Ojos que no ven, corazón que no siente. Después podremos contar con Cale para que idee un plan para hacer frente a los redentores.
—¿Y por qué tendría que ayudarnos?
—Cale odia a Arbell porque la amaba y la salvó, y pese a todo ella le entregó.
—Eso lo hicimos todos.
—Hablad por vos. Además, Cale no veneraba el suelo que pisabais vos. A él le interesa llegar a un acuerdo con nosotros porque no hay ningún otro sitio al que pueda ir. Con Cale dirigiendo un ejército suizo, al menos hay una oportunidad para nosotros y para él. Cale terminará comprendiéndolo. Con Arbell o sin ella, la supervivencia ha estado siempre en su mente.
—¿No es un peligro para todo el mundo?
—Entonces tenemos que ayudarle a enfocar su atención allí donde pueda hacer más daño.
—Eso no llega a ser un plan.
—Pero no tenemos otro mejor.
—¿Sabíais que ha estado hablando con Kitty la Liebre?
—Sí.
—¡Mentiroso! —le dijo en el tono en que le chilla esta exclamación un niño pequeño a otro, sin ánimo de ofender. Y Vipond no se ofendió.
—¿Le habéis contado a alguien más todas vuestras idas y venidas?
—Soy célebre por mi cándida naturaleza.
—Eso es exactamente. Si a los que quedamos va a salvarnos Cale de los redentores, espero que tenga mucha suerte.
—Nos vendría de perlas que los redentores volvieran a amenazar a Arbell. Sería una buena excusa para animar a Arbell a que se fuera.
—¿Y se iría Conn con ella?
—Eso es mucho esperar. Además, Zog no pondrá a un granuja al frente del ejército que paga él, penséis lo que penséis.
—Entonces es un imbécil.
—Eso nadie lo pone en duda.
—¿Podríais controlar a Conn?
—Sí —respondió Vipond.
—¿Lo suficiente para que se convirtiera en la mera fachada de alguien que podría ser el padre de su primogénito?
—No pensaba yo en eso. Además, él tiene una ventaja.
—¿Qué es…?
—Que no quiere creerlo. Tenemos que potenciar todo lo posible ese deseo natural.
Pero aquel plan, endeble o no, tenía un defecto imprevisto. Aunque eso es algo que no habría sorprendido a ninguno de los dos.
Una parte de las estratagemas que utilizaba Bose Ikard para hacer que los Materazzi se sintieran mal recibidos se basaba en asegurarse de que se les ofrecía un alojamiento inadecuado. En lo que se refería a Arbell, esto incluía un mensaje claro, que consistía en ponerla en habitaciones diseñadas doscientos años antes como residencia de la nueva novia del rey, la infanta Pilar[13]. La infanta no llegó a crecer más allá de dos codos y medio (siendo un codo la distancia entre la punta de los dedos extendidos y el codo de una persona de tamaño normal). Adorada por su buen carácter, ingenio y generosidad con los pobres, la infanta inspiró numerosos edificios en la subsiguiente afición por todo lo español que había terminado dando a lo que hasta entonces se había llamado Leeds a secas su extraño nombre adicional. En otro tiempo el nombre de la ciudad había sido sinónimo de sombrío («Tienes pinta de Leeds» era una antigua broma con la que se mortificaba a los infelices, y también a Leeds), pero el deseo de agradar a la infanta había llevado a una explosión de exóticas casas públicas y privadas construidas al estilo español. Los aposentos personales de la infanta fueron mandados hacer por su amantísimo marido a escala de ella, y no a la de los gigantes que la rodeaban. El resultado para Arbell era que aunque los aposentos resultaban ciertamente adecuados para una reina, lo eran sólo para una reina muy pequeña, que no llegara al metro diez de estatura. Para la infanta el techo había sido alto, pero Arbell se veía obligada a agachar ligerísimamente su hermoso cuello en muchas partes de sus aposentos.
Era la noche posterior al horrible banquete. Conn y Arbell estaban sentados en sus aposentos. Dado que los dos eran altos, su postura daba a las proporciones de la estancia un aspecto cómico, como si estuvieran sentados en un lugar a medio camino entre un camarote de barco y una gran casa de muñecas.
Arbell se observaba los pechos y el vientre.
—Me siento —le dijo a Conn con tristeza— como si tuviera en el cuerpo las cabezas de tres calvos. Tres calvos cabezotas. Dios mío, ¿durará esto mucho más?
—Estáis muy hermosa.
—Eso os he obligado yo a decirlo.
Conn sonrió.
—Es verdad que me habéis obligado. Pero sigue siendo cierto.
—Mentís de manera tan dulce que casi es un placer dejarse engañar por vos.
—Tomáoslo como queráis —dijo cogiéndola de la mano.
—Prometedme que os mantendréis a distancia de Thomas Cale —le pidió ella.
—Me preguntaba cuánto tardaríais en sacarlo a relucir.
—Pues ahora ya lo sabéis. Prometédmelo.
—Os olvidáis de que me salvó la vida. No es tan fácil matar a alguien al que se le debe tanto. También os salvó a vos, y eso lo hace aún más duro. Así que lo prometo, aunque haya sido tan grosero con vos.
—Lo soportaré. Pero quiero pediros otra cosa mucho más difícil.
—¿Qué?
—Él no es tan cortés. Quiero que no entréis al trapo si él os busca las vueltas.
—Eso es más difícil.
—Hacedlo por mí.
—¿Y mi orgullo?
—Eso no es nada. Se pasará. El orgullo no es nada.
—Decís eso porque sois mujer.
—¿O sea que yo no tengo orgullo?
—Lo que alimenta vuestro orgullo es muy diferente. Y lo que es posible o imposible para vos también es muy diferente.
—¿Y os enorgullece a vos hacer lo que Cale quiera? No será lo bastante tonto como para provocaros cuando tengáis la armadura puesta, porque sabe que tendríais ventaja. —Un poco de halago, que tal vez fuera justo, se hacía necesario aquí, puesto que le estaba presionando demasiado.
—¿Y qué se supone que tendré que hacer si me desafía?
—¡Dios mío, parece que habla un niño pequeño!
—Si elegís no comprender… —Le molestaba que le hablaran de aquel modo, pero había que ser indulgente con las mujeres, y especialmente con una mujer que se halla en las últimas semanas de embarazo—. Si yo huyo de él, entonces mi reputación, lo que yo soy, huirá de mí al mismo tiempo. Me decís que seguiréis respetándome, ¿pero lo haríais de verdad?
—Por supuesto que sí.
—Eso es lo que decís ahora. Y no tendré el respeto de nadie más.
Ella lanzó un suspiro, y no dijo nada más durante un rato.
—Yo sé lo que sois: vos sois valiente, hábil y osado. —Más halagos, y también justos—. Pero él no lo es. —Buscó desesperadamente la palabra adecuada, pero no la encontró—. Él no es normal. No es que Cale acarree la catástrofe, es que él es la catástrofe. Su amigo Kleist, a quien nunca le gustó, decía que Cale tenía funerales en el cerebro. Pues bien: es cierto.
—¿Cómo puede vivir alguien sin respeto? ¿Y de qué le serviría vivir?
Arbell volvió a suspirar, movió hacia los lados el cuello agarrotado, y profirió un gruñido.
«Miraos —pensó—, tan gordo como la propia gula».
—¿Cuándo terminará esto? —preguntó en voz alta, mirando de soslayo a su marido—. Vos le debéis la vida.
—Sí.
—Entonces, ¿cómo podríais matarlo de manera honorable? Yo de vos, dejaría que se supiera que se comportó de modo valeroso. Es más, yo elogiaría su valor, para que la gente os admire más a vos de lo que le admira a él. Dejad claro que estáis en deuda con él, y todo el mundo os respetará por esquivar el enfrentamiento si él os provoca. ¡Qué valor! ¡Qué cosa tan honorable, que Conn Materazzi, pudiendo tan fácilmente luchar, arriesgue su honor por portarse honradamente! Al fin y al cabo es cierto, lo dijisteis vos mismo…
—¿No significará eso que él gana reputación…?
Tenía que pensar en ello: ¿se trataría de un rechazo honorable, dadas las circunstancias? ¿Adquiriría reputación de valiente?
—No os preocupéis por eso —respondió Arbell—. Cale no tardará en echar a perder la buena opinión que cualquiera pueda tener de él. Cale piensa que le rebaja ser admirado por personas a las que desprecia. Y desprecia a todo el mundo.
—Sois muy inteligente.
—Sí que lo soy. —Él le apretó la mano—. Ahora marchaos y dejadme dormir.
Conn se levantó y se machacó la cabeza en el techo.
—¡Aaay!
Arbell se estremeció de dolor por simpatía con él, aunque se dio cuenta de que en realidad no estaba herido. Se movió para poder besarlo mejor, cosa que en su estado era una proeza.
—Quedaos donde estáis —le dijo él.
No necesitaba que se lo repitiera.
—Lo haré, ya que no os importa.
Él se inclinó y la besó suavemente en la boca. Entonces, con un cuidado cómicamente exagerado, se dirigió a la puerta y salió. Arbell se recostó mejor en el sofá, retorciéndose de un lado al otro para colocar mejor la dolorida espalda. Decidió esperar otros diez minutos antes de hacer el esfuerzo de irse a la cama. Cerró los ojos, disfrutando la paz y la tranquilidad.
Y entonces, procedente de la penumbra que envolvía la parte de atrás de la estancia, dijo una voz suave:
—Sigo rondándoos.
Alguien ha dicho que el mundo terminará en hielos. Si es así, tuvo que ser el inicio de esos fríos finales lo que congeló el vello de la nuca de la joven y futura madre. Se movió lo más rápido que os podáis imaginar, teniendo en cuenta el dolor de la espalda y el enorme bulto, y se volvió horrorizada al tiempo que Cale salía a la luz de la vela.
—Por si os lo estáis preguntando —dijo mencionando justamente lo que ella más temía—. He oído todo lo que habéis dicho. No ha sido muy amable.
—Voy a gritar.
—Yo no lo haría. Las cosas no le irían nada bien al que cruzara la puerta cuando lo hicierais.
—¿Esperáis que muera sin una queja?
—No, por Dios. Yo no esperaría ni que os peinarais sin quejaros. —Eso no era justo: Arbell no era en absoluto una persona quejica—. Quejaos cuanto queráis, majestad, pero hacedlo en voz baja.
—¿Me vais a matar?
—Lo estoy pensando.
—Sé que pensáis que os he ofendido, pero ¿cómo ha ofendido mi bebé?
—Por eso es por lo que estoy pensando si mataros.
—Es vuestro.
—Me imaginaba que lo diríais.
—Es la verdad.
—Es verdad que os salvé dos veces la vida, y es verdad que me dijisteis que me amabais más que… —Sonrió con una sonrisa poco agradable—. ¿Sabéis?, no consigo recordarlo, pero tenía que ser mucho. Tal vez me podáis ayudar.
—Es la verdad —dijo ella con voz casi inaudible.
—Por el mercado de verduras corría el rumor de que sois una puta. Y se hacían apuestas sobre quién sería el padre: si el villano idiota de Menfis, o el obrero que os llevaba el carbón al dormitorio.
—Vos sabéis que eso no es cierto.
—No lo sé. Vos me vendisteis a hombres que creíais que me llevarían a un lugar de ejecución, me colgarían y me cortarían en trozos aún vivo, me sacarían las tripas… delante de mis ojos, las freirían… delante de mis ojos, me cortarían la polla y los huevos… delante de mis ojos. Bueno, reconoced que la cosa tenía mala pinta.
—Me prometieron que no os harían daño.
—¿Y qué os hizo pensar que una promesa significaba más para ellos de lo que significaba para vos? Os habíais cansado de mí, y queríais que os dejara en paz. Sin importaros cómo.
—¡Eso no es la verdad! —Lo dijo casi gritando, pero de modo apenas audible.
—Eso puede que no sea toda la verdad, pero es bastante cierto. En cualquier caso, estoy cansado de oíros.
—No os hicieron ninguna de esas cosas. Bosco me prometió que os convertiría en un gran hombre. ¿Y es que no lo sois? ¿No cumplió su promesa?
Aquello era demasiado. Dando unas zancadas se abalanzó sobre Arbell, mientras ella retrocedía hacia la pared, levantando las manos aterrorizada para proteger al niño. Él le cogió la cabeza por detrás, le agarró la dorada coleta y la arrastró al sofá, poniéndola de rodillas.
—Os mostraré cómo mantuvo su promesa, perra mentirosa.
Siguió agarrándola fuerte del pelo con una mano, y llevó la lámpara de la mesa hasta el sofá para que hubiera más luz. Entonces se metió la mano libre en uno de los bolsillos de atrás y sacó la carta que le había enviado Bosco, y por la cual había reñido con Henri el Impreciso. La desplegó sobre la alfombrilla del sofá, y le empujó violentamente la cabeza hacia abajo hasta casi tocarla con la nariz.
—¡Leed! —le ordenó.
—¡Me estáis haciendo daño!
Él le retorció el pelo bruscamente. Arbell lanzó un chillido.
—Chillad en voz baja —susurró él—. Alguien podría tener la mala suerte de oíros. Ahora leed quién la remite. —Y le propinó otro tirón para animarla a hacerlo.
—Del General Redentor Archer, Comandante de las Fuerzas del Veld, al General Redentor Bosco.
—Os podéis saltar las cinco primeras líneas.
Arbell siguió con cierta dificultad. Él la agarraba con fuerza, y ella estaba demasiado cerca del papel.
—«Antes de partir, Thomas Cale nos ha ordenado barrer cada pueblo del Veld en ochenta kilómetros y traer a todas las mujeres y los niños, cuyos animales serán utilizados para dar de comer a las tres mil almas que hemos logrado confinar. Una especie de peste bovina ha matado a la mayor parte del ganado y reducido mucho la leche de las reses que han sobrevivido. Como a menudo nosotros mismos no contamos con las raciones suficientes, no tenemos nada que repartir. Dada su debilidad, muchos han muerto de hambre, de sarampión y de cólicos, en total unas dos mil quinientas personas. Yo no fui informado hasta muy tarde, y cuando inspeccioné el campo, era tal la desdicha que se presentaba ante mis ojos, que cualquiera los habría apartado…».
—No os preocupéis por lo que sigue —dijo Cale señalando más abajo en la carta—: Continuad aquí.
—«Por cada rincón del lugar se acercaban arrastrándose a cuatro patas, porque las piernas no podían aguantar su peso. Parecían la anatomía misma de la muerte, y hablaban en susurros como fantasmas que gritaran desde la tumba. Me dijeron que estaban contentos de comer musgo cuando lo encontraban y luego de raspar desesperados los huesos de las tumbas. Sé que sois una persona clemente, pero aunque yo describiera cosas lastimosas, y más fáciles de leer que de contemplar, no hay esperanza de que estos antagonistas se corrijan, y es de extrema necesidad aislarlos. Este juicio de los cielos que nos hace temblar, no nos despierta la piedad».
—Es suficiente —dijo soltándole el pelo y empujándole con tal fuerza la cabeza contra el cabezal del sofá, que rebotó, lo cual hay que reconocer que no era la señal de violencia más terrible que Cale le había ofrecido al mundo.
Lentamente, ella se incorporó y se colocó sentada sobre el sofá.
—No comprendo —dijo por fin—. ¿Qué tiene que ver esto conmigo? Ni con vos… Ese espanto no es lo que vos andabais buscando, ¿me equivoco?
—¿No lo habéis oído? La carretera al infierno está pavimentada de buenas intenciones. Mi intención es que me dejen en paz, con una cama decente y un poco de comida también decente. Pero lo que hago es justo lo que habéis dicho. La catástrofe me sigue adondequiera que vaya. Yo estaba ahí sentado, en la oscuridad, escuchando a vuestro hijo de papá quejarse sobre su reputación…
—¡No es un hijo de papá!
—No levantéis la voz. Mi reputación dice que soy un niño sanguinario al que no le preocupa la vida de la gente más de lo que le preocupa la vida de un perro. Mi reputación dice que reduzco a cenizas todo lo que toco. Y vos me enviasteis de nuevo con ellos. La sangre que he derramado desde entonces os mancha las manos a vos tanto como a mí.
—¿Por qué no dejáis simplemente de matar gente en vez de culpar a todos los demás?
Dijo esto con más violencia de lo que tal vez era prudente, dadas las circunstancias. Pero Arbell no carecía de valor.
—¿Y me indicaréis cómo se supone que puedo hacer tal cosa? Los redentores no se detendrán por nada del mundo. Pretenden envolver este mundo en una manta, echarle brea encima, y prenderle luego como si fuera una cerilla. No se detendrán. —Se apartó un poco, mirándola fijamente como si fuera el Ogro de Gissinghurst. Lo cierto es que Arbell le devolvió una mirada de odio, tan intensa como la de Cale—. Ahora voy a salir por la puerta, que no es como entré, por si os lo estáis preguntando. Quiero que penséis en ello en las próximas noches. No vais a llamar a nadie, porque si lo hacéis mataré a quien acuda. Y aunque me atraparan, no me olvidaría de mencionarle a ese hijo de papá que tenéis por marido que me habéis asegurado que el padre de ese niño soy yo.
—No os creerá.
—Se quedará con la duda.
Y diciendo eso, se dirigió a la puerta y salió. Avanzó rápidamente por los pasillos casi vacíos, donde los únicos guardias que había eran jóvenes, inexpertos y fáciles de evitar. Pensó en su labor de aquella noche con una peculiar satisfacción. Había conseguido que Arbell se sintiera peor, y eso era lo que importaba. Era difícil saber si él también tenía el corazón destrozado por las consecuencias no buscadas de sus órdenes concernientes a las mujeres y los niños del Veld. Como decían los ingleses: la verdad depende de dónde empieza uno a contar la historia.
Al día siguiente, Cale pensaba de otra manera sobre su visita de la noche anterior. A fin de cuentas, había amenazado a una mujer embarazada, empleando la violencia, y se había comportado como el monstruo que Arbell había dicho que era mientras él escuchaba agazapado en la oscuridad. En cuanto al niño, sin duda ella le había mentido para salvar la piel. A duras penas podía pensar en lo que significaba si no era así. De modo que no pensó en ello.
Deprimido y avergonzado, había salido a dar un paseo y se había encontrado de casualidad en el gran parque que se extendía, trazando la extravagante forma de una salamandra, justo al norte del centro de la ciudad. Era un día cálido para la época del año en que se encontraban, había un sol brillante y el parque estaba abarrotado de gente, de hombres y mujeres que flirteaban, de niños que jugaban y chillaban, de parejas mayores que caminaban de una punta a otra de los grandes paseos con sus tilos a punto de florecer, paseos que habían dado fama al Leeds Español durante doscientos años, ya se sabe: aquello del ver y ser visto.
Sintiéndose extrañamente mareado y con un oído bloqueado como si le hubiera entrado el agua del baño, caminó bajo el sol hasta que llegó a un borde del Parque de la Salamandra: un enorme muro escarbado en el granito que coronaba la ciudad. Lo habían hecho liso, arrancando gran parte de la roca. Toscamente talladas, se encontraban allí las grandes figuras de la Reforma Antagonista que se habían refugiado en el Leeds Español durante la persecución inicial, antes de desplazarse a la ciudad antagonista de Salt Lake. Eran relieves de nueve metros de altura de los hombres que habían luchado contra los redentores hasta recibir una espantosa muerte, y de los cuales él nunca había oído hablar: Butzer, Hus y Philip Melanchthon, Menno Simons, Zwingli, Hutt y los hermanos Mosarghu, de triste aspecto. ¿Quiénes eran aquellos gigantes que tenía ante sí, y en qué demonios creían? Era casi imposible de comprender que el rechazo de los redentores pudiera ser tan fuerte.
Entonces siguió andando por el parque, sintiéndose cada vez más distante y apartado del flujo de ordinaria felicidad que las personas extraían del sol y también unas de otras, como harían una semana después y seguirían haciendo durante toda la primavera y todo el verano. Y en aquel momento tuvo que salir por las grandes cancelas de hierro fundido y muy adornado del extremo norte del parque, y rodear un lateral para dirigirse a su cuarto. Estaba ya cansado, intensamente agotado, exhausto en un sentido que le resultaba completamente nuevo. Iba caminando cada vez más despacio por la calle, como si cada paso lo envejeciera un año. Aquello era mucho peor que la fatiga ordinaria. Sentía que no había parado durante mil años, y que no había tenido un lugar en el que sentarse, ni paz, ni descanso: nada más que lucha y terror ante el siguiente golpe. El corazón le pesaba tanto en el pecho que sintió que le obligaba a pararse. ¿Cómo era posible sentirse así y seguir viviendo? Para entonces se hallaba ante la Cancela de Poniente, y se detuvo a descansar la cabeza, de la que caían gotas de sudor en la piedra arenisca.
—¿Estáis bien, hijo? —oyó decir, pero no tuvo fuerzas para responder.
Después de eso, no podía recordar cómo había conseguido llegar a la habitación, ni cómo había abierto la puerta. Sólo sabía que se había tendido en la cama, jadeando como un pez que se ahoga fuera del agua.
Y entonces tuvo el acceso: un terremoto en las tripas, un temblor y una avalancha de derrumbes y arranques. Su mundo interno hizo entrega de carne y alma al mismo tiempo, con un espantoso dolor de lágrimas y erupciones. Corrió hacia el excusado. Sufrió arcadas y más arcadas, pero no salió nada, aunque resultó tan violento como si el alma estuviera tratando de abandonar sus entrañas y su vientre mientras él seguía con vida. Y así siguió la cosa durante una hora tras hora. Regresó a la cama y lloró, pero no como un niño ni como un hombre, y aquello no le proporcionó ningún alivio. Fue entonces cuando pensó, si es que era pensamiento aquello, que aquel bramido de dolor sin lágrimas no pararía nunca. Y empezó a reírse y siguió riéndose durante horas. Y así fue como lo encontró Henri el Impreciso justo antes del alba: aún riendo, llorando y sufriendo arcadas.