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—¿Por qué no avanzan?
Bosco quería oír lo que tenía que decir Cale sobre la desconcertante inactividad de los lacónicos, y al mismo tiempo confirmar que Cale entendía lo incomprensible que resultaba esa inactividad.
Cale no levantó la mirada hacia Bosco mientras le hacía aquella pregunta, sino que siguió examinando la docena de yelmos que estaban sujetos con correas a las cabezas de madera.
—¿Tenéis esperanzas de averiguarlo? —le preguntó Cale a Bosco, aún sin levantar la mirada.
—No.
—Entonces, ¿por qué os preocupáis por eso?
—Os habéis vuelto muy insolente.
Esta vez sí que miró a Bosco.
—¿Estoy equivocado?
Bosco sonrió, pero su sonrisa nunca resultaba agradable.
—No. No os equivocáis.
El maestro herrero al que aguardaba Cale, llegó y le mostró el yelmo sobrante.
—¿Qué pensáis? —le preguntó Cale.
—Que se trata de un buen trabajo. Y el acero es bueno, pero está demasiado oxidado, diría yo. No me lo pondría yo para protegerme la cabeza. ¿Puedo ver los otros?
—Cuando haya terminado. Apartaos.
Y diciendo eso, le dio a cada uno de los seis yelmos de los Materazzi unos feroces golpes con una de las espadas curvas de los lacónicos.
—Ayudadme a desprenderlos —le dijo al herrero cuando terminó. Tres habían aguantado bien, uno estaba dañado, otros dos atravesados.
—Se supone que mañana recibiremos un par de miles de éstos.
—¿En las mismas condiciones?
—Probablemente. No lo aseguro. —Señaló los yelmos que había atravesado—. ¿Podréis repararlos? Soldadles una chapa de hierro en la parte de arriba.
El herrero los examinó detenidamente durante un minuto entero.
—Señor, creo que podría hacer algo para fortalecerlos. ¿De cuánto tiempo dispongo?
—No lo sé. De un par de días al menos, tal vez más. Hacedlo lo más aprisa que podáis. Que os ayuden todos los herreros que haya aquí. La primera tanda llegará aquí esta tarde. El intendente tiene orden de proporcionaros cuanto pidáis. Si hubiera algún problema, venid a mí directamente. No paséis por nadie más, ¿entendido?
El herrero miró a Bosco. Cale estuvo a punto de hacer un comentario, pero lo pensó mejor. Bosco asintió con la cabeza.
—Sí, señor.
Cuando salió, Bosco no pudo evitar hacerle una pregunta:
—¿Para qué necesitáis los perros?
—Cuando estaba en el Veld, los folcolares siempre echaban un animal muerto en los depósitos de agua para hacernos la vida un poco más difícil. Si hubiera un pozo habrían tirado uno también en él.
—Ya veo.
—No, no lo veis —dijo Cale—. Con el agua estancada no se puede disimular el hecho de que esté podrida, a causa del olor. Los lacónicos cogen su agua del arroyo que corre más allá de su campamento. Los perros los echaremos arriba, donde los lacónicos no podrán oler nada.
—Si el agua corre, entonces el veneno queda atenuado.
—Sí.
—En el monte Silbury los redentores andaban todos con diarrea, y pese a eso vencieron.
—Efectivamente.
—¿Sabéis que envenenar el agua es pecado mortal?
—Entonces es una suerte que yo no tenga alma.
Los doce perros muertos se quedaron en ocho cerdos muertos y una caja de pichones, todos convenientemente rancios y cuidadosamente colocados por Henri y una veintena de purgatores lo más cerca del campamento lacónico que se atrevieron a llegar. En medio de la noche y con el agua helada, manejar grandes cantidades de animales podridos era la tarea más desagradable que os podáis imaginar.
Habían pasado cuatro días y seguía sin haber ningún movimiento por parte de los lacónicos. El estado de los yelmos que les había llevado Henri el Impreciso podría haber sido mejor, pero también podría haber sido peor, y los herreros se iban acercando al objetivo mínimo marcado por Cale de dos mil yelmos fortalecidos.
—¿Ahora me pondréis al tanto de vuestras tácticas? —Cale se quedó un poco desconcertado por el tono utilizado por Bosco, que era frío aunque respetuoso. Consideró la posibilidad de callarse, no porque sus tácticas no estuvieran listas, sino simplemente por fastidiar. Por otro lado, pese a todo lo que odiaba a Bosco, se trataba, junto con Henri, de la única persona que podía apreciar correctamente su inteligencia. Además, quería someter sus planes a prueba con su viejo maestro y con Princeps. Aun cuando la campaña hubiera sido planeada por Cale, había sido Princeps el que había logrado en el monte Silbury aquella victoria de barro y sangre. Estaba seguro de que sus planes para destruirle en Silbury habrían funcionado, pero después de la cagada de los Materazzi, ¿cómo podría estar seguro? Desde luego que había cometido errores en el Veld, pero nadie es perfecto, y ya había aprendido de ellos, y ahora los folcolares estaban hechos polvo en sus miserables praderas, y no se les había oído ni rechistar en dos meses. Aun así, no podía permitirse cometer un error contra los lacónicos. Necesitaba poner a prueba sus ideas, pero sólo con la gente a la que respetaba. Y con la excepción de Henri, la gente a la que respetaba era también gente a la que odiaba.
Así que con ese ánimo muy susceptible, pero también satisfecho consigo mismo, fue como Cale desplegó el mapa de sus planes para derrotar al ejército más poderoso que los lacónicos hubieran puesto nunca en el campo en una sola vez, y cuyas derrotas en tales circunstancias estaban sin listar, presumiblemente porque nunca habían sido derrotados.
—Los lacónicos se desplazan más fácil y rápidamente que ningún otro ejército del que tenga noticia directa ni a través de lecturas. Desde el risco pude ver que fortalecían su ala derecha tan sólo dos minutos antes del encontronazo. Así es como empiezan a tomar ventaja sobre sus oponentes. Tienen a sus mejores hombres colocados a la derecha, y en un momento los trasladan al medio, y donde ya eran fuertes son repentinamente el doble de fuertes.
—¿Y…? —preguntó Bosco.
—Tenemos que doblar la fuerza en la derecha.
—¿Así de sencillo? —preguntó Princeps.
Ésta era una buena pregunta cuya respuesta Cale tenía preparada:
—No tiene nada de sencillo. Si hacemos tal cosa sin preparación, se convertirán en una multitud que empezará a empujar y a caer unos sobre otros. Les he hecho practicar doce horas al día para hacerlo bien. Cuanto más se demoren en atacar los lacónicos, mejor para nosotros.
—Y están los yelmos.
—Sólo hay suficientes para cuatro filas a la derecha y dos en el resto.
—¿No hay posibilidad de conseguir más?
—No. La mayoría se han oxidado a la intemperie. Los que han traído estaban enterrados en lo hondo del montón. Fue un tremendo desperdicio dejarlos allí.
Hubo un silencio que Cale disfrutó, pero no Bosco ni Princeps, aunque no era culpa de ninguno de los dos.
—En cualquier caso, si los lacónicos quiebran más de cuatro filas en la derecha, no creo que tengamos muchas probabilidades. En los Ocho Mártires perdimos tan rotundamente porque el difunto Van Owen, que Dios tenga en su Gloria, era lo bastante bondadoso para hacer planes a beneficio de los enemigos.
—¿Y vos no? —preguntó Princeps.
—No. Si avanzan directamente hacia el Vado del imbécil y evitan atacar las Cumbres, entonces hay un lugar donde intentaré luchar —dijo colocando un dedo en el mapa.
—Parece tan llano como los Ocho Mártires —dijo Princeps.
—Pero no lo es. Me di cuenta cuando recorrí estos parajes, y desde entonces he vuelto por ahí media docena de veces. La elevación que hay aquí, en el medio de la llanura, es realmente gradual, pero engaña. Tiene de colina más de lo que parece, y corta en dos la llanura. Por aquí no podría avanzar un frente de soldados como en los Ocho Mártires, sino que tendría que pasar o por un lado o por el otro. Estoy levantando una empalizada para los arqueros en esa elevación: los lacónicos no conseguirán chocar con nosotros sin tener el doble de bajas de las que tuvieron en la anterior batalla. Y me parece que puedo ponerles peor las cosas. Por aquí está la cuesta del Golán, que es demasiado empinada y está demasiado alejada para los arqueros. Tengo que mostrároslo.
Eso fue media hora después, cuando la luz empezaba a apagarse en la llanura que se extendía enfrente del campamento. Naturalmente, Hooke echaba de menos su espantosa barba roja, y llevaba la cabeza completamente afeitada, pero Bosco lo reconoció de inmediato.
—Éste es Chesney Fancher —explicó Cale.
—Maestro Fancher. —Bosco inclinó levemente la cabeza, y también lo hizo Princeps, sin decir palabra.
El problema de intentar introducir ideas nuevas a un redentor (¿y qué es una buena arma, más que una buena idea convertida en máquina asesina?) era que los redentores desaprobaban las ideas nuevas. Las ideas salían del pensamiento, y pensar era algo que los seres humanos hacían extremadamente mal. Pues, como dijo una vez san Agustín de Hipona, que era lo más cercano que tenían los redentores a un filósofo: «La mente humana está mal formada para el pensamiento. Como la amputación, sólo los muy entrenados en él deberían llevarlo a cabo, y aún eso raramente». Ni siquiera Bosco y Princeps, que a su modo eran pensadores peligrosamente independientes, iban a resultar fáciles de convencer.
Con juvenil crueldad, Cale había querido usar cerdos vivos en su demostración del uso de los morteros adaptados de Hooke. Pero Hooke le había persuadido de que, aparte de sus propias aprensiones, intentar colocar aquellas armaduras diseñadas para hombres en el cuerpo de recalcitrantes cerdos sería buscarse muchos problemas. A regañadientes, Cale desistió. Pero no para la segunda demostración, para la cual Cale insistió en emplear animales vivos. Al menos, Hooke se consoló pensando que, por muy espantosa que pudiera ser la segunda demostración, sería rápida.
Cale ofreció a los dos redentores un recorrido por los dos emplazamientos, para recelo y desconcierto de ambos. El primer emplazamiento consistía en una doble fila de dieciséis cerdos muertos, con trozos de armadura Materazzi sujeta a los cuerpos allí donde se habían podido encajar. El segundo, a cincuenta metros de distancia, era un redil con una docena de cerdos vivos que gruñían de contento junto a tres grandes cajas de madera fuertemente atadas con una cuerda.
Se retiraron tras un muro de gruesos troncos de metro y medio de alto, a unos cien metros de los cerdos muertos. Hooke sostenía una gran bandera roja que ondeaba en el extremo de un asta. Los redentores vieron que Cale le hacía señas para que empezara. Hooke agitó enérgicamente en el aire la gran bandera. Nada sucedió durante treinta segundos, pero entonces los dos expectantes redentores observaron una densa nube que aparecía en el aire elevándose enseguida por encima de los cerdos y de la tierra, con una serie de destellos y ruidos como de fuertes golpes. Cale condujo entonces a los dos sacerdotes de nuevo ante la fila de cerdos, y los invitó a inspeccionar los daños. En una zona de treinta y tres metros cuadrados, el campo estaba espesamente cubierto por saetas de veinte centímetros de largo, que habían salido de las dos docenas de morteros colocados en el Golán, a unos setecientos metros de distancia. De aquellas saetas que habían impactado en los cerdos, no mucho más de dos dedos sobresalían de la carne. Incluso las saetas que habían perforado las armaduras habían penetrado después la carne hasta una profundidad de ocho o diez centímetros.
—Podemos poner cincuenta morteros de éstos en los salientes que hay a media altura en el Golán. Desde esa altura podemos alcanzar el valle a una distancia de casi dos kilómetros. Siempre y cuando pueda obligar a los lacónicos a venir por el paso izquierdo, podremos alcanzar como mínimo su flanco derecho, y probablemente más allá.
Hicieron preguntas, pero no muchas. Era difícil no quedarse impresionado. A cincuenta metros de distancia, los cerdos vivos les gruñían como mostrando que estaban de acuerdo.
—Tendremos que retroceder un poco —les dijo Cale a los dos hombres.
Pero esta vez Hooke, que parecía nervioso, no fue con ellos, sino que se acercó caminando hacia el redil de los cerdos, donde le esperaba uno de los purgatores de Cale con una tea encendida. Tras el muro de troncos, Cale, nervioso él también pero disimulándolo mejor que Hooke, le hizo seña de que comenzara. Hooke se alejó del redil junto con el purgator, pero este último se paró a unos treinta metros del redil mientras Hooke seguía hasta meterse en una gran trinchera. Se oyó un grito de Hooke, y entonces el purgator, elegido especialmente por su velocidad, dejó caer la tea en el suelo y echó a correr por el campo como alma que lleva el diablo, y desapareció metiéndose en la trinchera al lado de Hooke. Unos cinco segundos después, en el redil de los cerdos se abrieron de par en par las puertas del infierno, y un enorme foso de fuego se abrió en torno a ellos con un estallido digno del fin del mundo.
Hasta Cale, que sabía qué esperar, se asustó; y en cuanto a Bosco y Princeps, recibieron tal impresión que cayeron al suelo, impulsados no sólo por el miedo sino por la irresistible convulsión física que había provocado aquel estallido espantoso. En el fondo Cale disfrutó aquella caída casi tanto como la satisfactoria carnicería que vio que había tenido lugar en el redil. Les dejó cinco minutos para recobrarse, y después llevó a los consternados redentores hasta el redil, donde estaban ya Hooke y el purgator, junto a lo que quedaba de los cerdos que lo habían ocupado antes, en espera de su examen. La cosa, como esperaba Hooke, había sucedido rápidamente, pero el daño producido superaba con mucho cualquier cosa que los dos sacerdotes hubieran podido imaginar. El espeluznante proceso y efecto de las ejecuciones era algo que habían presenciado a menudo, pero aquellas muertes judiciales eran lentas y laboriosas, porque en realidad así se pretendía que fueran. Lo que veían ahora ante ellos, aquellos cuerpos algo más grandes que los cuerpos humanos, con órganos internos, patas y cabezas arrancados, era la marca de una fuerza que era terrible e inhumana. Aquella violencia era de otro mundo y les resultaba incomprensible. No se habrían quedado más sorprendidos si el demonio mismo hubiera llegado volando hasta allí para desgarrar a los cerdos con sus manos desnudas.
Sin embargo, Cale y Hooke se quedaron estupefactos cuando una hora después, y todavía pálido de espanto, Bosco se negó a permitir que Cale utilizara aquel invento abominable contra los mercenarios lacónicos.
—¿Os dais cuenta —dijo— de lo que haría la Curia si se enterara de esas explosiones? ¡Harían tal hoguera con cada uno de nosotros que podrían calentarse el culo en Menfis! ¿Tenéis idea de lo que habéis soltado hoy vos y ese necio?
—¡Lo que hemos soltado hoy, Señor Redentor —le gritó Cale, respondiendo con furia—, es el único medio seguro de derrotar a un ejército que ya anteriormente nos ha llevado por delante! Y si ahora lo vuelven a hacer, podrán seguir todo el camino hacia el trono del Ahorcado Redentor en Chartres sin que nadie les rechiste.
Esta declaración desmesurada pero cierta en lo sustancial los sobresaltó a ambos, que se quedaron mudos. Princeps y Hooke, con la identidad de Fancher, observaban sin dar crédito a sus oídos aquella discusión de verduleras entre el gran prelado y el niño que no era realmente un niño sino la indignación de Dios hecha carne. Controlándose, fue Cale el que rompió el silencio.
—Si me derrotan, no habrá segunda oportunidad. ¿Eso es lo que queríais de mí?
—Aún no ha llegado la ocasión de enfrentarse a la Curia.
—¿Y es que habrá más ocasiones?
No era posible llevarle la contraria, y en cuanto Bosco comprendió que todo aquello por lo que había trabajado durante treinta años había llegado a su momento decisivo, apenas dijo nada más. Si no era entonces, no sería nunca.
—Tendremos que irnos ahora si vamos a tener que preparar las cosas en Chartres. Si lográis la victoria, enviad noticias con toda celeridad. Si no, serán los lacónicos los que lleven la noticia por vos.
Y así fue la cosa. Bosco dejó la tienda sin decir nada más, pero volvió casi de inmediato con una carta en la mano.
—Hace ya varios días que quería entregaros esto. Es sobre vuestro reemplazo en el Veld. Pensé que os interesaría.
Cale hizo alarde de metérsela en uno de sus bolsillos, que resultaban ostentosamente numerosos. Ostentosamente, porque los acólitos tenían prohibido tener bolsillos, que para las creencias de los redentores representaban todo lo que había de secreto y oculto en el alma humana. «Bolsillo» era un apodo que se utilizaba para el mismísimo demonio.
Veinte minutos después, Bosco y Princeps marchaban de camino a Chartres. Cale estaba terminando de contarle a Henri lo que había sucedido mientras él, desde fuera de la tienda, trataba de enterarse de lo que se decía dentro. Se quedaron en silencio, allí sentados, durante un rato.
—Ésta podría ser una oportunidad para escapar, si queréis intentarlo —dijo Cale.
—Creía que habíais dicho que era demasiado arriesgado.
—Tal vez no. Y ahora Bosco tendrá que confiar en mí tanto si quiere como si no. Nadie os perseguirá. También es arriesgado quedarse. Más o menos igual.
—No puedo irme.
Era evidente que Henri tenía algo más en mente.
—¿Por qué?
—No puedo dejar a las muchachas.
Cale lanzó un gruñido de incredulidad.
—No podéis hacer absolutamente nada por ellas.
—¿O sea que debería irme?
—Si no hay nada que podáis hacer, ¿por qué no?
—¿Y si vencéis? ¿Qué haréis con respecto a ellas?
—Lo que pueda, que seguramente no será mucho. O nada. Ni siquiera sé qué hacer conmigo mismo, ni con vos.
—Pero sabéis cómo derrotar al mayor ejército que jamás haya luchado en una batalla.
—Tal vez.
—¿Cómo puede ser eso?
—Porque derrotar a los lacónicos es posible, pero entrar y salir del Santuario volando a lomos de un ángel no lo es.
—Queréis luchar contra ellos, ¿verdad?
—Prefiero probar suerte haciendo lo que se me da bien, que escapando, que está claro que no es mi fuerte.
—No es sólo eso. Deseáis luchar contra ellos. Os gusta.
—Decidme qué otra elección tengo.
—Iros.
—Ya os lo he dicho. No. Una posibilidad peor no es una posibilidad.
—Pero sí lo es para mí, ¿no?
—Yo no he dicho eso. ¿Por qué buscáis pelea?
—Mirad quién habla. Buscar pelea es precisamente lo que hacéis vos. Es lo que sois. Buscarías pelea con un perezoso de un ojo.
—Eso no tiene ningún sentido. ¿Qué demonios es un perezoso?
—Los tienen en el zoo de Menfis.
—¿Tienen buen carácter?
—Buenísimo.
—Si subís con Hooke al Golán, estaréis allí más seguro que en ningún otro sitio.
—Lo haré.
—Entonces, ¿no me vais a insistir en que queréis permanecer conmigo en el meollo de la batalla?
—No.
—Al fin dais muestras de algo de sentido común.
—¿Vais a estar vos en el meollo de la batalla?
—No si puedo evitarlo.
—Eso pensasteis en los Ocho Mártires.
—Trataré de aprender de mis errores.
—Esta vez será mejor que no cometáis ninguno.
—No.
—No podemos abandonarlas.
—Claro que podemos. Bosco no las matará sólo porque sí.
—No siempre teníais tan buena opinión de él.
—Es cierto. Pero ahora lo conozco mejor. Lo que cree que yo puedo hacer le importa más que su propia vida. Desde luego, le importa mucho más que las chicas del Santuario.
—¿Y qué es lo que pensáis vos que podéis hacer?
—¿Qué queréis preguntar con eso?
—No estoy seguro. Tal vez quiera sugerir que os está empezando a gustar la idea de ser un Dios.
—Sois vos el que se piensa que puedo llevarme a las chicas volando por los aires, no yo. Lo único que yo trato de hacer es conservar el pellejo. Y, por alguna razón que se me escapa, hago lo mismo por vos.
—Decidme que no ansiáis que llegue el día de mañana.
—No ansío que llegue el día de mañana.
—No os creo.
—Me importa un bledo que me creáis o no.
Se hizo un silencio, mientras ambos trataban de encontrar algo más desagradable que decir. Curiosamente, fue Cale quien renunció a hacerlo.
—No matará a las muchachas aunque huyamos —dijo.
—¿Por qué no?
—Porque si las guarda podrían serle útiles.
—Eso no lo sabéis.
—No, pero es lo que pienso.
—Es lo que pensáis que yo quiero oír.
—Eso además. Pero de todos modos es cierto. Todo lo que Bosco hace es por un motivo. Yo antes pensaba que me pegaba porque era un cerdo. Pero la cosa es mucho más complicada.
—¿Os gusta Bosco?
—Lo admiro.
—Os gusta.
—Está tan loco como una cabra, pero todo lo medita. Eso es lo que admiro. Y lo que me gusta, sí. Ése es un rasgo que me salvará, que nos salvará… si logro adivinar qué es lo que pretende.
—Si termináis de comprender a Bosco, será mejor que os andéis con cuidado.
—Bla, bla, bla… ¿Estáis hablando, o no es más que el sonido del aire que expedéis por vuestra zona posterior?
—Esa palabra no existe.
—Demostradlo.