____ 17 ____
Cale no había visto nunca a Bosco riéndose. Pero cuando se presentó ante él después de la audiencia, su viejo maestro se mostró decididamente contento.
—¡Ja, ja! ¿Cómo adivinasteis que el del trono era ese pomposo tonto de Waller, disfrazado de Pontífice? ¡Me apuesto algo a que lo hacía muy bien!
—Por los zapatos —dijo Cale, un poco desconcertado por la extremada jovialidad y admiración que encontraba en Bosco.
Durante un instante Bosco pensó en lo que le decía, y de pronto comprendió: el rostro se le iluminó con una alegría aún más intensa.
—¡Maravilloso! ¡Maravilloso!
—¿Qué queréis decir? —preguntó Henri el Impreciso desde el otro lado de la estancia.
No era fácil para Cale responder mencionando a Bosco, porque cuando hablaba con Henri no tenía costumbre de referirse al redentor que ahora tenía ante él de otro modo que como «ese cerdo de Bosco».
—Por alguna razón, recuerdo que hace años, cuando yo era muy pequeño… Recuerdo que el redentor aquí presente me habló de los zapatos del Papa, y me contó que se los hacían especialmente para él en seda roja, y que nadie más que el Vicario del Ahorcado Redentor estaba autorizado a llevar zapatos de seda de ese color. No sé por qué me acordé de eso, y vi de pronto aquellos zapatos rojos a mi derecha. Todos los demás llevaban zapatos de cuero negro. Es como si le hubieran colgado un cartel al cuello.
—Nada de eso… —dijo Bosco muy contento—. Jamás en mi vida he visto con tanta claridad la mano de Dios: Él os inspiró.
Tal como ocurrieron las cosas, no queda claro si aquella peculiar payasada tuvo mucha o poca influencia a la hora de nombrar a Cale como cabeza del Octavo Ejército. Ya había predicadores por las esquinas de las calles de Chartres que preconizaban a Cale como encarnación de la ira de Dios, y sólo algunos de ellos eran obedientes subordinados de Bosco. Si ha habido algún momento en que la gente estuviera más preparada y dispuesta a recibir a un salvador que entonces, la Historia no lo recuerda.
Las noticias sobre la inexplicable dejadez de los lacónicos al no atacar ni rodear el Golán habían llegado ya a Chartres, pero el que estaba a punto de ser nombrado jefe del Octavo Ejército no pensaba en lentos mercenarios ni en asombrosos planes de ataque. Estaba, como un tierno cachorro, llorando por su amor perdido. Sus lágrimas, sin embargo, no eran, como requieren las convenciones de las leyendas populares, lágrimas de ausencia y arrepentimiento, aunque en el batiburrillo de sentimientos que albergaba hacia Arbell Cuello de Cisne, la ausencia y el arrepentimiento también estaban presentes. Pero las suyas eran más que nada lágrimas de cólera y humillación, especialmente de humillación; lágrimas centradas en un día en particular en el que no quería pensar, pero al que se veía siempre arrastrado en el amargo insomnio de la noche, igual que la lengua se va siempre hacia la muela picada.
Había sido la noche más feliz de su vida.
Ciertamente, no había mucha competencia para alcanzar aquel honor de ser la noche más feliz de su vida. Pero, a diferencia de lo que ocurre en las leyendas populares a las que ya se ha hecho alusión, la vida real no tiene ningún interés en ir preparando las cosas para que poco a poco lleguen a un clímax final que será, después de muchos dolores y sufrimientos, el punto álgido de la historia, que ya después concluye con pasos amplios y seguros. Porque ¿cuántos hombres y mujeres, cuántos niños incluso, han comprendido un día que el momento álgido de su vida quedaba muy atrás? Éste es un pensamiento triste, cuyo único consuelo es que uno nunca puede estar seguro: las cosas siempre pueden remontar, siempre podrá suceder algo que arregle las cosas: un hermoso desconocido, el éxito de un hijo, el reconocimiento repentino, el encuentro casual, el feliz regreso: cualquiera de estas cosas es posible. El último y gran consuelo es que nunca se sabe.
Cale, sin embargo, no estaba aquella noche muy receptivo a los consuelos de la filosofía. Los recuerdos lo habían llevado al lecho de Arbell, un lugar que le parecía que había quedado varios siglos atrás. Ella estaba a su lado, adormecida, respirando con suavidad y emitiendo de vez en cuando un sonido de placer. Por algún motivo él no lograba dormir aquella noche, pues con la blandura de los tiempos lo había abandonado aquella facilidad para dormirse y despertarse en un santiamén que tenía antes. Varias velas ardían al otro lado del dormitorio, y a su tenue y cálida luz se levantó para servirse algo de beber. Al hacerlo, apoyando la espalda contra la pared, vio su rostro dormido. Cale odiaba los rostros de los hombres cuando dormían, el ruido que hacían, el olor, todo lo que los envolvía cuando dormían alrededor de él. Pero la luz de las velas no le hacía daño al rostro de ella: ni a la nariz ligeramente larga (otra más pequeña habría dejado su rostro tan banal como el de una muñeca), ni a los labios mucho más gruesos de lo que tendrían que ser (pero que en su rostro resultaban perfectos). ¿Cómo era posible que estuviera él allí? ¿Cómo podía haber ocurrido tal cosa? Una repentina ráfaga de felicidad le invadió el pecho, una comprensión de lo maravilloso, de todas las infinitas posibilidades de la vida. Despacio, con cuidado, se acercó a la cama y descubrió la sábana que la tapaba. Aquel esbelto cuerpo estaba tendido desnudo, delante de él, con la leve barriga, con aquel poquito de grasa de bebé, con aquellos pechos pequeños (¿cómo podía existir algo tan bello?), con aquellas piernas largas, con aquellos dedos de los pies, algo retacones. La miró de arriba abajo, admirado, y después, casi en contra de su voluntad, contempló el vello oscuro y escondido entre las piernas, en un rincón que le cortaba el aliento. ¿Cómo podría el paraíso ser mejor que aquel aturdimiento de piel suavemente plegada?
—¿Qué hacéis?
Arbell no se había movido. Tan sólo había abierto los ojos, despertando de repente. Si él hubiera estado contemplando su rostro, como hacía la mayor parte del tiempo, o hubiera tenido el cuerpo vuelto hacia ella, Arbell habría visto la ternura en sus ojos. Pero entonces volvió a taparse, y esa simple acción fue como una regañina, acompañada por una expresión de disgusto del hermoso rostro.
—Me siento expuesta —dijo ella, temblando de una manera que a él le resultó incomprensible. Cale comenzó a hablar, a explicarse.
—No. Marchaos, por favor.
Y eso hizo Cale. Con un poco de suerte, la humillación de aquella noche podría no haber tenido lugar: él podría haber conciliado el sueño con más facilidad, o ella podría haber seguido dormida, y todo habría ido bien y como tenía que ir.
Cale se durmió al final con el suave tañido de las pequeñas campanas que tocaban los cuartos en Chartres. Lo despertó a las seis Henri el Impreciso: ya no quedaba tiempo más que para la guerra y los asuntos de la vida y la muerte.
Mucho le hubiera gustado al General Redentor Bosco que le dejaran en paz con sus meditaciones. Pero tenía una visita. Al principio Bosco tenía demasiadas instrucciones que dar e informaciones que recibir, pero el escuálido redentor resultó tan insistente que acabó viendo cómo el General Redentor se detenía un instante, esperando que aquel incordio se alejara de allí.
—¿Quién sois vos? —le preguntó Bosco.
El hombre suspiró, claramente a disgusto con aquella manera en que se le trataba. Esperaba que se le tomara en serio.
—Soy el redentor Sí, del Oficio del Santo Espíritu.
—No he oído hablar nunca de tal cosa.
—Antes se llamaba Oficio del Celibato.
—Sí, he oído hablar de tal cosa.
—Por tanto, os daréis cuenta de que no se trata de un asunto sin importancia.
—¿Qué queréis?
—Ayudaros, redentor.
—Estoy tratando de ganar una guerra, así que podéis ayudarme marchándoos.
—La Iglesia tiene la amorosa obligación de ayudar a sus obispos.
—Yo no soy obispo.
—De ayudar a sus obispos y a los prelados que son tan importantes como los obispos a evitar que abandonen el celibato. Como acto de amor, los del Oficio queremos acompañar al prelado en todas las ocasiones para evitar la aparición de una vida secreta o privada. ¿Cómo podríamos pediros, padre, que todas vuestras acciones como padre de la Iglesia sean puras, y no prestaros para ello el auxilio necesario?
—¿Auxilio necesario…?
—Asistencia permanente a cargo de un miembro del Oficio.
—¿En mi dormitorio, asistencia permanente?
—Especialmente en vuestro dormitorio, padre. Pero vuestro asistente tendrá los ojos tapados durante las horas de oscuridad. Además, como acto añadido de amor, el Oficio os proveerá de un par de guantes de noche. Los guantes de noche son…
—Sí, ya comprendo lo que son —interrumpió Bosco. Su rostro se relajó—. Comprendo vuestras preocupaciones, por supuesto, padre. Sí. Tenéis toda la razón al decir que no puede haber intrusión en la privacidad de alguien que no tiene vida privada. —Sonrió, como si se lamentara—. Pero ya veis que tengo que tratar con… Tal vez esto no sea una gran amenaza, pero es más apremiante.
El redentor Sí no puso cara de pensar que las ofensas contra el Espíritu Santo fueran más apremiantes que las cuestiones de supervivencia.
—No tardaré en volver, de un modo u otro, si me lo permiten mis ocupaciones. Y entonces podremos conceder a este asunto la atención que merece.
El redentor Sí no acababa de quedarse a gusto por cómo dejaba las cosas. Le daba gran tristeza que los obispos no fueran más hospitalarios con él y con su Oficio. Obviamente, él tan sólo trataba de ayudar, pero era difícil creérselo. Un poco a regañadientes, Sí accedió a volver la semana siguiente, y se fue. En cuanto lo hubo hecho, Bosco llamó a Gil:
—Ese redentor Sí: añadidlo a la lista.
Lo de ser vigilados estaba también en mente de otros.
—¿Cómo nos vamos a escapar ahora que os han nombrado Señor Dios Todopoderoso del Puto Mundo?
—¿Y qué iba a hacer yo, negarme? Si se os ocurre algo, adelante, soy todo oídos.
—Ya veo que estáis con el corazón partido. —Henri el Impreciso miró a su amigo de la manera menos simpática que os podáis imaginar—. Os gusta así, ¿verdad?
—Lo que creo es que, como de costumbre, o me gusta o me aguanto. ¿Y qué? Hago algo que se me da bien y además no tengo elección.
—Perder.
—¿Qué…?
—¡Podéis elegir perder!
—¿Por qué no lo decís más alto? Me parece que en la otra punta de la ciudad no os han oído.
—De acuerdo. Imaginaos que lo he dicho en voz baja.
—No he oído nada tan tonto en toda mi vida.
—¿Por qué? Dejad a los lacónicos y, como vos mismo dijisteis, empezarán a arrasar trincheras de aquí a Trípoli. Chartres caerá en una semana, y después no se interpondrá nadie en su camino en cinco mil kilómetros. ¿Por qué tenemos que detenerlos?
—Porque arrasarán con nosotros. Ya sabéis lo que les hacen los lacónicos a los niños, ¿no…? Lo que nos harían si tomaran prisioneros. En el Veld maté antagonistas folcolares a miles. ¿Creéis que no han oído hablar del Ángel de la Muerte de Bosco? Los antagonistas tenían antes doce cartas con una descripción de los doce redentores más perversos, a los que debían matar nada más verlos. Ahora son trece.
—Y supongo que os encantó cuando lo oísteis: ¡Thomas Cale, el gran «Aquí estoy yo»!
—¿Qué queréis decir con eso?
—Lo sabéis perfectamente.
—Nunca os he pedido que vengáis conmigo. ¿Qué demonios estáis haciendo aquí?
Era una pregunta hecha con toda la bilis que tenía dentro. E hizo daño.
—Eso es precisamente lo que yo me pregunto.
—Bueno, pues es una pena que no os hicierais esa pregunta en Menfis. O en cualquier lugar que no fuera éste. ¡Por Dios, como si no tuviera ya bastante de lo que preocuparme!
—No me pareció que os quejarais cuando yo os salvaba la vida mientras vos os poníais en plan Fritigerno el Temible en la escalinata del viejo palacio Materazzi. Y cuando bajabais a la carrera por la colina de Silbury como el soberano capullo que sois por esa traicionera Arbell Culo de Cisne… ¡Os salvé la vida una docena de veces, mientras vos repartíais mamporros moviéndoos como pez fuera del agua!
Hubo un silencio envenenado. Y Cale fue el primero en romperlo.
—No creo que en el monte Silbury me salvarais la vida más de media docena de veces. Pero está bien saber que las vais contando.
—Estaréis de acuerdo en que tenía mejor visión de lo que sucedía allí que vos.
—Y no soy ningún soberano capullo —repuso Cale.
—Sí, claro que lo sois —respondió Henri el Impreciso—. Y ahora tenemos que pensar en cómo escapar, y pronto.
—Ahora sois vos el que habla como un capullo. No existe ningún sitio al que escapar. Por si acaso os habéis quedado sordo: estamos rodeados de bastardos asesinos por los tres lados. Cuando estábamos en Menfis no vi que allí nadie tuviera nada bueno que decir sobre los antagonistas. Que no sean redentores no quiere decir que en su país cuelguen cigarrillos de los árboles y uno se pueda quedar los domingos en la cama.
—No pueden ser peores que los redentores.
—Sí que pueden. Y aunque no lo sean, por lo que a ellos respecta, nosotros somos redentores, yo sobre todo. ¿Contra quién pensáis que luchaba yo, contra la abuelita de Caperucita Roja?
Se oyó un golpe en la puerta, que fue abierta al instante por el guardia que estaba fuera. Era Bosco. Estaba mucho menos contento que la última vez que lo habían visto.
—El Papa ha confirmado vuestro nombramiento, aunque es temporal y sometido a posterior confirmación. Tenéis que firmar estas hojas. —Puso dos documentos sobre la mesa.
—¿Qué es?
—Sentencias.
—¿Qué tipo de sentencias?
—Ésta es para la ejecución de la doncella de los ojos de mirlo.
—No es más que una muchacha.
—Por supuesto que es más que eso. Firmad.
—No.
—¿Por qué?
—Ya os lo he dicho: no es más que una muchacha.
—Vos sabéis que clavó carteles en las puertas de las iglesias de las ocho ciudades criticando la quema de herejes por el Papa como algo que iba contra las piadosas enseñanzas del Ahorcado Redentor. ¿Cómo se puede hacer tal cosa y esperar vivir para contarlo?
—¿Y aún brillan las estrellas en el cielo?
—Os estáis poniendo ridículo. Sabéis perfectamente que la doncella no debe vivir, sino que debe morir.
Por supuesto que lo sabía. Era sorprendente que ella no hubiera ardido espontáneamente, siendo tan grande el número de sus incendiarios crímenes.
—Dejadme que os enumere sus pecados —dijo Bosco—. Palabras escritas en la puerta de la iglesia: pena de muerte; críticas al Papa: pena de muerte; mostrar compasión por la vida de los herejes: pena de muerte; ofrecer opinión sobre la cualidad humana del Ahorcado Redentor: pena de muerte; hacer todo eso siendo mujer: pena de azotes; y hacerlo todo vestida de hombre para poder llegar de noche hasta la puerta: pena de muerte. —Hizo entonces un gesto señalando la orden de condena—. Firmad, si no os importa. Y firmad aunque os importe. Pero firmad.
—¿Por qué se necesita mi firma?
—Porque el Papa es tan misericordioso que no puede firmar penas de muerte. Tiene que firmarlas el comandante del ala militar de los redentores de Chartres. Y ése, desde esta misma mañana, sois vos.
—Pues como soy el comandante, he decidido pensármelo.
—Las cosas no son tan sencillas. En cuanto vos os vayáis de aquí, cosa que deberíais hacer esta misma tarde, el siguiente clérigo militar de la ciudad, es decir yo, pasará a ser comandante de la guarnición. Y yo firmaré.
—Entonces ya no hay problema.
—Sí que lo hay. Firmar esta pena de muerte es un gran honor, como lo es asistir a la ejecución de la pena impuesta. Si vos no firmáis, eso querrá decir que vuestro primer acto como cargo nombrado directamente por el Pontífice consiste en insultar a la única Fe Verdadera. Insultarla de manera atroz. Se os apartará del oficio y entonces no serviréis para nada. Hagáis lo que hagáis, la doncella está muerta. Así que firmad.
Cale lo miró, hosco y desanimado.
—Van Owen —dijo al fin—. Van Owen es el siguiente clérigo militar más importante de la ciudad.
—Dejará de serlo —repuso Bosco en voz baja—, en cuanto hayáis firmado la segunda orden.
Como sabréis con que hayáis asistido a un par de ellas, una ejecución se parece mucho a cualquier otra: la multitud, la espera, la llegada, los gritos, el chillido, la muerte (ya sea larga o breve), la sangre, y las cenizas en el suelo.
Era una característica del trato de los redentores el ser siempre tan obsequiosos y halagadores entre ellos como desdeñosos y arbitrarios con los demás. Dejando aparte el reino de terror creado en torno a la conspiración antagonista o al abuso de los niños, los redentores eran bastante indulgentes en lo que se refería a los pecados cometidos por ellos mismos. Incluso en lo referente a abusos graves, para que quedaran probados había que reproducir en parte los tocamientos. En cuanto a las consecuencias de levantar falso testimonio, que es tanto como decir testimonio auténtico que no lograba demostrarse, los resultados para el acusador eran espantosos. Los redentores se congratulaban de que tal cosa ocurriera muy raramente, asegurándose de que tan sólo las víctimas más desesperadas armaran escándalo. Y la mayoría de esas víctimas no tardaban en lamentarlo.
Siendo normalmente muy cautos a la hora de castigar a uno de los suyos, la decisión de culpar a Van Owen de la derrota en el frente del Golán carecía de precedentes. Van Owen sería acusado de traición e incompetencia. Pero parecía inconcebible que un general que en el pasado siempre había luchado bien, de pronto capitaneara tan mal a sus hombres. Era obvio, por tanto, que aquello era un ejemplo de algo que a menudo se utilizaba para explicar las derrotas de los redentores: «la puñalada por la espalda». La batalla de los Ocho Mártires había sido una puñalada por la espalda porque estaba tan claro como el agua que Van Owen era un traidor antagonista que había conspirado en secreto para conseguir una derrota donde la victoria era segura.
Van Owen fue juzgado sin estar él presente, para asegurarse de que no aprovechaba la ocasión para extender los sucios embustes antagonistas. Y eso fue lo que le llevó a media tarde al Patio de la Emancipación, tan sólo tres días después de ser condenado. Sin embargo, ni siquiera el Obispo Redentor de Verona, cabeza de la Sodalidad de los Cordelias negros, que habían sufrido tan terribles pérdidas, había objetado cuando se aprobó la sentencia contra Van Owen con el muy considerable privilegio de ser colgado antes de quemado. Aunque personalmente le hubiera gustado sacarle las tripas a Van Owen con una pala sin afilar por haber causado práctica mente el exterminio de los Cordelias negros, ni siquiera él estaba deseoso de romper con los precedentes establecidos. Al fin y al cabo, uno nunca sabía.
Los redentores importantes, al frente de los cuales iba un Cale de aspecto hosco, se sentaron en un estrado que dominaba el Patio de la Emancipación y dos andamios. El Papa no se hallaba presente, y tampoco Henri el Impreciso. Había sin embargo una considerable multitud que aguardaba con enfurecido buen humor que alguien cargara con las culpas.
Cuando Van Owen apareció entre cuatro guardias, la emoción recorrió la multitud. Algunos aplaudían como locos, otros lanzaban pullas indecentes. Les embargaba a todos una feroz alegría que, como dijo después el historiador Solerine, «les asemejaba más a las bestias salvajes que a los hombres». Pese a los numerosos guardias, la multitud empujaba hacia el patíbulo, pues cada cual deseaba ver lo mejor posible. Tal como dictaba la costumbre, el Supervisor Dominico Novella ordenó que a Van Owen le despojaran de sus vestiduras. Aunque siguió vestido con una túnica de lana, hubo un fuerte murmullo de desaprobación procedente de las últimas filas del estrado de los redentores.
—¿Realmente es necesario todo esto?
Pero era demasiado tarde para intervenir: Van Owen se había despojado ya de las vestiduras, tan obediente como si fuera un niño a punto de ser castigado. Sabiendo que eso iba a ocurrir, había intentado decir algo piadoso en aquel momento, algo referente a lo mucho que había apreciado el honor de llevar aquellas vestiduras sagradas, pero el miedo le secó la boca y las palabras se le quedaron dentro. Entonces el Supervisor Novella, que estaba cada vez más descolorido, lo condujo a la escalera de subida al patíbulo. Van Owen pidió agua, y tan apabullado se quedó el Supervisor ante el horror de hacer algo que, oído en la corte, hubiera satisfecho con entusiasmo, que se olvidó de ofrecerle su propia petaca. Van Owen quería humedecerse la garganta para poder hablar, pero el verdugo, más acostumbrado a los aspectos prácticos de aquellos acontecimientos que Novella, comprendió lo que pretendía Van Owen, y no tenía intención de permitir que ningún heroísmo empañara la belleza del espectáculo.
—Abandonad la idea de echar un discursito sobre vuestra inocencia. Seguid el ejemplo de nuestro Santo Padre en la horca, y cerrad el pico. —Entonces lo empujaron bruscamente para que subiera la escalera. A medio camino, el verdugo, animado por la ansiosa multitud, empezó a hacer el payaso ofreciendo una reverencia y casi se resbala y se cae. Aquel vergonzoso comportamiento tuvo el efecto de despertar a Novella de su aturdimiento, y al hacerlo le gritó con furia al verdugo. Eso le puso tan nervioso que para cuando llegaron a lo alto de la escalera todas sus fantochadas habían sido sustituidas por el miedo. Van Owen empezó a decir sus últimas palabras.
—En Tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu, con la esperanza de que este mismo día encenderé una vela como nunca se haya…
Esta despedida cuidadosamente ensayada fue interrumpida por un empujón tan prematuro y rotundo que no sólo cayó con la soga alrededor del cuello, que se le partió al instante, sino que el empujón fue tan torpe y tan fuerte que se quedó balanceándose como el péndulo de un reloj. En vez de utilizar su sentido común para subirse a la pira de leña y sujetar el reciente cadáver para que se quedara quieto, el redentor encargado de prender la pira aplicó la antorcha inmediatamente. La leña estaba seca y empapada en aceite, y la hoguera se alzó magnífica. Desgraciadamente, el cadáver seguía balanceándose de un lado para otro como un niño en un columpio. Como por arte de brujería, se levantó un fuerte viento que apartaba las llamas del cadáver, que no dejaba de moverse. Atemorizada al ver aquello, la multitud se había quedado boquiabierta: «¡Milagro, milagro!». Pero un minuto después el viento cesó, el balanceo se hizo más lento, y la multitud no tardó en volver a empujar para conseguir cada cual un mejor punto de vista.
Al cabo de unos minutos en los que la multitud permaneció absorta en el horror y la fascinación, el fuego quemó por completo la cuerda que ataba las manos de Van Owen. Tan intenso era el calor, que provocó que la mano izquierda se le levantara lentamente, y al hacerlo parecía que la mano señalaba acusadoramente a la multitud. Más tarde, el Oficio para la Propagación de la Fe aclararía que aquello no era ningún signo de maldición de Van Owen contra los fieles que habían deseado su muerte, sino de bendición, la cual otorgaba como muestra de su arrepentimiento.
Para entonces, los redentores del estrado estaban hasta la coronilla de todo aquel proceso, y algunos tuvieron el detalle de sentirse culpables y avergonzados por lo que habían hecho. Sin embargo, la cosa aún no había acabado. Era tarea de los Arrabiate humillar los cuerpos de los herejes, y diez de ellos marcharon, tal como estaba previsto, arrastrando una pesada bolsa de piedras que representaban el arrepentimiento y el remordimiento. Formando fila delante del ahora ya muy quemado cuerpo, empezaron a acribillar el cadáver con piedras del tamaño de un puño, de modo que de vez en cuando se desprendían y caían al fuego cachitos del cadáver medio consumido. «Llovían —escribió Solerine— sangre y entrañas».
Pocas personas, aparte de la cúspide jerárquica de los redentores o la de los antagonistas, habrán visto nunca quemar a una persona viva. En la imaginación popular de los que viven en las cuatro esquinas del mundo, esa experiencia está formada por las vastas hogueras de las fiestas invernales, en las que se coloca al muñeco de Guy Fawkes o del general Curly Wurly en la cúspide de una montaña de leña. La realidad es más mundana, y muchísimo más horrible. Si podéis, imaginaos la hoguera que podría prender en la parte de atrás de su tienda un comerciante moderadamente rico. Después imaginaos quemar vivo en tan modesta hoguera a un cerdo crecido. Entonces comprenderéis por qué no voy a hablaros de los quince minutos que le costó morir a la doncella de los ojos de mirlo, ni de los gritos que superaban en tono e intensidad cuanto esperaríais oír nunca saliendo de una garganta humana, ni del olor ni, ¡Dios Santo!, del tiempo que llevó todo. Y durante todo el proceso Cale siguió mirando hacia ella, sin apartar la vista ni una vez. Al fin y al cabo, hasta el más espantoso de los martirios debe seguir su curso.
—¿Cómo ha ido? —le preguntó Henri el Impreciso.
—Si queríais enteraros, tendríais que haber ido.
—Decidme que fue rápido.
—Estuvo muy lejos de ser rápido.
—No fue culpa vuestra.
—Pero vos me culpáis de todos modos.
—No.
—Sí. Vos pensáis que debería haber utilizado mi poder para llevármela por arte de magia a algún lugar seguro, dondequiera que pueda estar ese lugar. Si yo conociera un lugar seguro, me iría allí yo mismo. Tal vez pensáis que yo debería haber saltado del estrado de los Bienaventurados para desatarle las manos, y después echar alas y llevármela volando.
—No he dicho nada de eso.
—Dos veces ya le he salvado la vida a una doncella inocente en peligro de muerte, y mirad cuántos miles de personas han muerto como consecuencia de que yo metiera las narizotas en asuntos que no eran de mi incumbencia.
—Sé que no es culpa vuestra. Pero me siento mal, eso es todo.
—No lo bastante mal como para ir a verla.
Henri el Impreciso no dijo nada. Al fin y al cabo, ¿qué podía decir?
Unas horas después, habían salido de Chartres y se acercaban al campamento, levantado en un santiamén, del rápidamente constituido Octavo Ejército. El campamento ya estaba protegido por zanjas, terraplenes y empalizadas de madera. A los pocos minutos de su llegada, Cale examinó las nuevas espadas lacónicas que tal devastación habían producido en las filas de los Cordelias negros. Probó la curva de su hoja en varios cascos de redentores colocados sobre cabezas de madera: todos menos uno se abrieron al primer golpe. Regresó a su tienda, meditó durante veinte minutos, y después se volvió hacia Henri.
—Quiero que os llevéis treinta carros al vertedero aquel donde estaban las armaduras de los Materazzi, y que me traigáis todos los yelmos que podáis encontrar. Llevad con vos cincuenta hombres, o más si los necesitáis. Nada más lleguéis allí, enviadme a alguien con media docena de yelmos para que los pueda probar.
—Es demasiado tarde para salir ahora.
—Entonces salid mañana. Ahora llamad a Gil.
Gil se presentó en cinco minutos.
—Quiero que me traigáis una docena de perros muertos —le ordenó Cale.
—¿Dónde voy a encontrar perros muertos por aquí?
—No tienen por qué ser perros, ni tienen por qué ser doce. Valdrán veinticuatro gatos muertos. ¿Me habéis entendido?
—Sí.
—No quiero que le rebanéis la garganta a la mascota familiar de ningún campesino. Necesito que estén podridos. Necesito que la carne se esté desprendiendo de los huesos.
—El padre Bosco desea veros.
Cale sonrió.
—Como siempre. Hacedlo pasar.
Estuvieron hablando de cosas intrascendentes durante varios minutos. Cale se extendía lo más posible para no abordar el tema que ambos tenían en mente, de manera que su viejo mentor se vio forzado a plantearlo él.
—Entonces… —dijo Bosco al fin—. ¿Puedo conocer vuestros planes?
—No tengo planes. Por lo menos no escritos, estrictamente hablando.
—Y estrictamente hablando, ¿qué tenéis?
—Todavía estoy pensando.
—¿Y no estáis dispuesto a compartir vuestros pensamientos?
—Necesito uno o dos días.
—¿Uno o dos?
—Dos, seguramente.
—¿Y si ellos atacan antes?
—Entonces creo que aplicaremos el plan B.
—¿Qué es…?
—No lo sé, padre. Ni siquiera tengo todavía un plan A.
—Es infantil andar tomándome el pelo.
—Lo sería si os lo estuviera tomando. Vos tenéis preguntas, pero yo no tengo respuestas.
—Comprenderé que no sean respuestas muy concretas.
—No. Decís que comprendéis, pero no estáis comprendiendo lo que os digo.
—Lo haré.
—No, no lo haréis. Sólo creéis que lo haréis.
—O sea que la respuesta es: «No».
—La respuesta es sí, pero todavía no.
Cinco minutos después, tal como Cale sabía que ocurriría, Gil entraba en la tienda de Bosco para informar a su superior:
—Ha pedido dos mil yelmos oxidados y doce perros muertos.