____ 16 ____
—Quiero ver a la doncella de los ojos de mirlo. —Cale hizo esta petición esperando una negativa. Bosco no pudo entonces dejar de recordar que la ira de Dios hecha carne era además un simple adolescente. Había algo muy satisfactorio en poder contradecir las expectativas de Cale respecto a esa negativa:
—Por supuesto.
Y le siguió un gratificante silencio como respuesta.
—Ya —fue todo lo que respondió Cale al final.
—Se hará como deseéis. —Bosco alargó la mano hacia un montón de unos doce pergaminos que ya tenían puesto su sello, y empezó a escribir en él.
—Quisiera verla a solas.
—Yo no tengo deseo de volver a ver a la doncella de los ojos de mirlo, eso os lo aseguro —repuso Bosco, experimentando una nueva satisfacción.
Bosco aclaró que llevaría al menos hora y media traspasar los cuatro controles de seguridad que protegían a los diez ocupantes de las celdas interiores de la Casa del Propósito Especial. En el último control Cale tuvo que aguardar cincuenta minutos, porque había que enviar un mensajero a Bosco para que regresara con una carta de confirmación que corroborara la carta que portaba Cale. Cuarenta de aquellos cincuenta minutos, en los que Bosco dejó al mensajero esperando a la puerta de su despacho, constituyeron para él la tercera gran satisfacción de aquella tarde.
Finalmente regresó el mensajero, y el carcelero invitó a Cale a pasar delante por una gran puerta, y después a entrar en la celda de la doncella.
La doncella de los ojos de mirlo estaba acostada, pero se incorporó asustada al sentir que abrían la puerta de su celda. Tenía toda la razón en asustarse ante un acontecimiento tan extraordinario.
—Salid —dijo Cale. El carcelero se resistió—. No os lo diré una segunda vez.
—Tendré que cerraros.
—Volveréis cuando os llame —dijo, e hizo una pausa para dejar claro el sentido de sus palabras—: ¡No…!
El carcelero sabía exactamente lo que quería decir aquella advertencia aparentemente misteriosa, porque justamente lo que le rondaba por la cabeza era la idea de hacer esperar a Cale cuando lo llamara para salir.
Haciendo terribles esfuerzos por reprimirse, el carcelero cerró la puerta. Cale posó la vela que llevaba en la mano sobre la mesa sin silla que era junto con el catre el único mueble de la celda. La muchacha, que estaba escuálida debido a la comida de la cárcel, que además de horrenda era escasa, lo miró con sus enormes ojos castaños. Seguramente parecían más grandes de lo que eran debido a que le habían afeitado la cabeza, en parte por los piojos y en parte por maldad.
—He venido sólo a hablar con vos. No tenéis nada que temer. No de mí.
—¿De alguien más?
—Estáis en la Casa del Propósito Especial. ¡Por supuesto que de alguien más sí!
—¿Quién sois?
—Me llamo Thomas Cale.
—No he oído hablar de vos.
—Yo juraría que sí.
—A menos que seáis el Thomas Cale que ha enviado Dios para matar a sus enemigos. —Cale no respondió nada—. Dios —dijo en tono de reproche— es una madre para sus niños.
—Yo no he tenido madre —respondió Cale—. ¿Se trata de algo bueno?
—Homo hominis lupus[8]. ¿Es eso lo que sois vos, Thomas, un lobo para el hombre?
—Es justo decir —respondió pensativo— que he hecho mis lobunadas. Pero sólo porque los rumores hayan llegado incluso hasta vos, aquí en la celda, no quiere decir que sean ciertos. Tendríais que oír lo que dicen sobre vos.
—¿Qué queréis? —preguntó ella.
Ésa era una buena pregunta, porque él mismo no lo sabía muy bien. Ciertamente, tenía curiosidad por aquella mujer que había logrado irritar a los redentores de tantas maneras diferentes. Pero la verdad era que le había pedido a Bosco que le concediera aquella visita más por molestarlo a él que por satisfacer su curiosidad. Y había esperado que le respondiera que no.
De los bolsillos (ahora Cale podía tener tantos bolsillos como quisiera) empezó a sacar comida: una empanadilla, media barra pequeña de pan partida en dos trozos para mayor comodidad, una gran tajada de queso, una manzana y una porción de tarta de panela. Los ojos de la doncella, que ya parecían ocuparle todo el rostro, se le agrandaron aún más.
—Espero que no sea demasiado fuerte.
—¿Fuerte…?
—Para vuestro estómago.
—No soy ninguna vagabunda que no haya probado nunca un pastel o vivido toda su vida de nabos suecos. Vengo de familia importante, sé leer, sé latín.
—Entonces, ¿es por eso? ¿Pecado de orgullo?
—¿Saber leer?
—Me refiero a menospreciar a los pobres. No es culpa de ellos si nunca probaron un pastel ni la tarta de panela. Yo tampoco sabía mucho de esas cosas hasta hace poco. Vuestras palabras me ofenden.
En ese momento sonrió, y ella se tomó bien el reproche.
—¿Puedo…? —preguntó mirando la comida con ojos codiciosos.
—Por favor… —La doncella empezó a comer, pero sus intenciones de no atiborrarse quedaron olvidadas ante la pura maravilla de la empanadilla.
—Por regla general, la comida ya es bastante asquerosa fuera de este lugar, pero en esta pocilga debe de ser aún peor.
—Mnugh bwaarh gnuff —pronunció ella mostrando que estaba de acuerdo, pero sin dejar de comer.
Él la miró alarmado cuando el queso, que tenía que pesar por lo menos medio kilo, emprendió el camino ya recorrido por la empanadilla. Con cierta dificultad, le arrancó de los dedos lo que quedaba del queso, y lo posó en la mesa:
—Os pondréis mala. Dadle al queso una posibilidad de asentarse.
La sujetó por los hombros y la empujó para hacerla sentarse en el catre, dándole un minuto o dos para recuperar la serenidad de una hija de buena familia. Era como si la misma alma de la comida, de la leche, del queso, la impaciencia de probar la miel que llevaba la empanadilla, le estuvieran infundiendo nueva vida. Cale aguardó casi un minuto durante el cual ella le parecía un moribundo que va recuperando la vida: le daba la impresión de que crecía, y de que los ojos ya no se le salían de las cuencas, aunque se le empezaron a llenar de lágrimas.
—No sois el ángel de la muerte: sois el ángel de la vida.
No supo qué contestar a eso, así que no dijo nada.
—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó talmente como hubiera hecho la hija de una familia importante en el salón de su padre para impresionar a las visitas con sus buenos modales.
—Me he enterado de lo de los carteles que escribisteis y pegasteis en las puertas de la iglesia. Y que convencisteis a otros para que hicieran lo mismo. Quiero saber por qué.
Ella podía haber parecido una moribunda, pero no era ninguna tonta.
—¿Usarán lo que diga contra mí en el juicio?
—Ya habéis tenido todos los juicios que ibais a tener. —En cuanto lo dijo, se arrepintió de la brutalidad de sus palabras, pero ya era demasiado tarde—. Lo siento.
—No os preocupéis —dijo ella casi sin voz. Volvía a ser la cortés pero aterrorizada hija del alguacil—. ¿Sabéis cuándo me matarán?
Eso lo turbó. Se sintió culpable.
—No. No lo sé. No creo que sea pronto. Por lo que sé, creo que antes os llevarán a Chartres.
—Entonces, ¿volveré a ver el cielo?
Esto lo turbó aún más.
—Desde luego: pero está a doscientos kilómetros.
Hubo un largo silencio.
—¿Queréis saber por qué? —preguntó ella finalmente.
—Sí —respondió, aunque la verdad era que ya no tenía ganas de saber nada más sobre ella.
—Hace unos dos años entré en la sacristía cuando no estaba el sacerdote. Soy una metomentodo: eso es lo que dice todo el mundo.
Él asintió en la oscuridad, pese a que no sabía qué quería decir metomentodo.
—En el reservado de la sacristía, que se supone que tendría que haber estado cerrado, encontré una caja fuerte que también tendría que haber estado cerrada. Dentro se hallaban los cuatro libros de las buenas nuevas del Ahorcado Redentor. Eran las palabras del Ahorcado Redentor, tal como se las dijo a sus discípulos. ¿Habéis leído la Buena Nueva?
—No.
—¿Habéis hablado con alguien que la haya leído?
Se rió ante idea tan descabellada.
—Por supuesto que no. ¿Qué hacía un cura de parroquia con los cuatro libros del Redentor? Se supone que sólo los cardenales tienen derecho a leerlos, y eso sólo una vez, para no profanarlos con la comprensión humana. No son más que cincuenta en total los que pueden hacerlo, y esa cifra no incluye a ningún cura de la parroquia de Quintocoño del Valle. Sin intención de ofender.
Ella dio la impresión de estar, si no ofendida, al menos sobresaltada.
—Era una copia. Estoy segura de que era su propia letra. No era un verdadero amanuense, pero su caligrafía era primorosa.
—O sea que lo hizo de memoria. —Cale pensó en ello, pero no le parecía un gran prodigio.
—¿No os interesa saber lo que decía? —preguntó ella, claramente desconcertada.
—No.
La doncella no pensaba desistir.
—Pues decía que había que amar al prójimo como a uno mismo, tratar a los demás como quisiéramos ser tratados, y que si alguien nos pega en el moflete izquierdo, debemos presentar el derecho.
—¿Se refería a los mofletes de la cara, o a los del culo?
—¡Os estoy diciendo la verdad!
—¿Cómo lo sabéis?
—Estaba escrito en el libro.
—Del puño y letra de algún redentor chiflado. Cada año queman a una docena de ésos en el patio, a doscientos metros de aquí: majaretas que han recibido la palabra de Dios, revelada en una visión. La única diferencia es que vuestro cura tuvo la sensatez de intentar al menos guardar bajo llave esas sandeces.
—Era la verdad. Lo sé.
—Eso es lo que dicen todos. ¿Qué más?
—«Paz y buena voluntad para todos los hombres» —añadió.
Cale se rió como si aquello fuera la cosa más divertida que había oído nunca.
—Ofrece la otra —dijo—, ¡a otro perro con ese hueso! «Obedece y sufre…». «Quédate y aguanta las patadas»: eso es más del estilo de los redentores.
La doncella lo miró con ojos tan abiertos, según le pareció a Cale, como cierta extraña criatura del zoo de Menfis que tenía el dedo índice la mitad de largo que el cuerpo entero.
—«Aquellos que hagan daño a un niño serán castigados. Más les valdría tener una piedra de molino atada al cuello y que los tiraran al mar».
Cosa extraña: esto a Cale no le pareció tan divertido, y se quedó callado durante un buen rato. La doncella estaba sentada en el borde del catre, con su aspecto débil y raquítico. Cale pensó en lo que iba a ocurrirle, y se sintió mal por haberse reído de las cosas que la habían llevado hasta allí, a aquel lugar espantoso.
—Haré lo que pueda para traeros algo de comida. —No se le ocurría otra manera de consolarla. Ella lo miró y eso le hizo sentirse muy mal, horriblemente viejo y malo, muy malo.
—¿Podéis ayudarme a salir?
—No. Me gustaría, pero no puedo.
Una vez fuera de la Casa del Propósito Especial, se dio cuenta de que el invierno había llegado por fin, y en el gran patio del Santuario lo cubría todo la nieve recién caída, honda, llana, crujiente. Las chovas graznaban en los árboles sin hojas mientras Cale aplastaba la nieve al pasar, y los perros de caza, con sus dientes como uñas, le ladraban en medio del frío como si se tratara de un ladrón o un fugitivo. Nada podía otorgar ningún encanto a los monumentales pero sosos edificios del Santuario, pero cubiertos de nieve e iluminados por la luna, que las nubes tapaban por momentos, tenían esa noche una belleza glacial para quien no tuviera que vivir en ellos.
Más tarde, le preguntó a Bosco si podía enviarle comida a la doncella.
—Eso no lo puedo permitir.
—¿No…?
—No, no puedo. ¿No habéis oído nunca la frase: «Un león en la casa, un spaniel en el mundo»?
—No.
—Bueno, ahora ya la habéis oído.
—¿Qué es un spaniel?
—Un perro que tiene fama por su deseo de agradar. Yo puedo explicar vuestra presencia en su celda… una vez. En cuanto se supiera, y tardaría pocos días en saberse, que la he dejado comer más de lo estrictamente necesario para entregársela con vida al verdugo, se me consideraría al instante un hereje. Y lo sería. Sus pecados contra la fe del Redentor están fuera de toda medida.
—Le hice una promesa.
—Pues más tonto habéis sido.
—¿Sus pecados están fuera de toda medida porque leyó un ejemplar de los dichos del Ahorcado Redentor y habló sobre ellos?
—Sí.
—Supongo que vos quemasteis el libro que ella encontró.
—Era lo mejor.
—¿Y…?
—¿Y qué…? —El tono en que retaba a Cale incluía algo que casi parecía alegría.
—Ese libro de dichos del Ahorcado Redentor, ¿qué era?
Bosco hizo una mueca reflexiva, y al mismo tiempo un poco socarrona.
—Era un libro de dichos del Ahorcado Redentor.
Silencio.
—Os estáis riendo de mí.
—Efectivamente. Pero aun así, seguía siendo una copia de los dichos del Ahorcado Redentor.
—Una buena copia.
—Bastante buena. Cometió algunos errores, pero aun así el copista era un hombre inteligente, con una excelente memoria.
—¿Era…?
—Ahora os estáis haciendo vos el tonto.
—¿Por qué es tan terrible lo que hizo ella?
Bosco se rió.
—Como vos mismo dijisteis: la comprensión humana puede corromper fácilmente la palabra del Señor. Por cierto que es una gran frase. ¿Os importaría si la uso alguna vez en un sermón?
—¿Estabais escuchando?
—¿Pensabais que no?
Cale tardó un momento en responder:
—En realidad, no sé lo que significa. No es más que una frase que oí una vez a un amigo mío, en Menfis. Estaba bromeando.
Bosco se quedó un poco decepcionado. Se había sentido orgulloso de Cale al oírsela decir. Al fin y al cabo, la frase era completamente acertada. Tal vez el hecho de no poder cumplir la promesa que le había hecho a la doncella había hecho desaparecer por un instante su gran vanidad. ¿Y por qué no explicársela, al fin y al cabo?
—Incluso para aquellos redentores que no han comprendido que Dios ha decidido empezar de nuevo, lo que está claro es que en lo que se refiere a hombres y mujeres, no hay fin para sus riñas y barullos con respecto a todo. No hay declaraciones que Dios haya hecho directamente por su boca, no importa lo sencillas y fáciles de comprender que sean, que no nos inviten a rebanarnos la garganta unos a otros a propósito de su verdadero significado. Por lo que a mí respecta, hacer pública la palabra de Dios a la humanidad es como echar margaritas a los cerdos. De cualquier modo, lo que ha hecho la doncella de los ojos de mirlo es imperdonable.
Algo más tarde, esa misma noche, la nieve llevó al Santuario algo más que su acostumbrada belleza: llevó allí también al General Redentor Guy van Owen en busca de refugio. El general llevaba diez minutos esperando ante la gran cancela, y se hallaba de un humor de perros porque los guardias no lo dejaban entrar. Van Owen intentaba volver a su puesto en los Altos del Golán que protegían el frente oriental, y ése era un viaje que normalmente pasaba a treinta kilómetros de distancia del Santuario. Pero la nieve había hecho impracticable el camino, y como con las prisas por volver no se había preparado para un tiempo tan extremado, se vio obligado a elegir entre refugiarse en el Santuario o morir.
Van Owen odiaba a Bosco porque treinta años antes había creído verlo sonriendo desdeñosamente durante un sermón que había pronunciado él sobre la Santa Emulsión. Lo cierto es que en aquella ocasión Bosco no estaba más que aburrido y pensando en el chocolate caliente que seguiría al sermón de Van Owen, un placer muy propio de aquella festividad en particular, dado que el santo en cuestión había sido sumergido en azúcar hirviente.
Hicieron esperar a Van Owen durante diez minutos bajo el viento helado hasta que Bosco, levantado de la cama, apareció en una de las torres que guarnecían la gran cancela.
—¿Quién sois vos y qué deseáis?
—Sabéis perfectamente quién soy, voto al Diablo —le gritó en respuesta Van Owen.
—Yo no sé más que lo que le habéis dicho al Capellán Abanderado. Si pensáis que con eso basta para dejaros entrar a vos y a vuestros cien hombres en el Santuario y en medio de la noche… —No terminó la frase.
Van Owen soltó maldiciones y gritó a su farero que levantara la linterna para que pudiera vérsele el rostro al levantarse la capucha.
—¿Satisfecho?
—Decidle al farero que vaya pasando a lo largo de las filas. Quiero ver a los hombres que van con vos.
—¡Por todos los santos bujarrones! —exclamó, volviéndose hacia el farero—. Haced lo que os dice.
Le costó a Bosco otros diez minutos darse por satisfecho. Ciertamente, hubiera hecho lo mismo aunque Van Owen hubiera sido un amigo, pero en el caso de Van Owen, forzar aquella espera le proporcionaba un considerable placer. Finalmente se dio por satisfecho y desapareció de delante de Van Owen. Éste tuvo que aguardar, cada vez más furioso e inseguro, durante otros dos minutos hasta que se abrió la cancela lentamente y sólo en parte, de tal modo que los hombres y los caballos se vieron obligados a ir pasando despacio, de uno en uno.
Van Owen pasó el primero, con intención de decirle a Bosco cuatro cosas.
—¿Dónde está Bosco? —le gritó al Capellán Abanderado.
—El Señor Redentor ha ido a acostarse, padre. Os recibirá mañana por la mañana después de la misa. Os conduciré a vuestra habitación. Vuestros hombres tendrán que dormir en el salón principal, que quedará cerrado con llave.
Echando chispas, a Van Owen lo llevaron a través de la prístina capa de nieve, sin que lo observaran sus hombres, que sólo estaban interesados en acomodar a los caballos y en entrar en calor. Pero había alguien que sí lo observaba atentamente desde una ventana elevada. Cuando lo vio penetrar con todo su malhumor en el edificio principal, Cale encendió una vela de cera de abeja y se fue hacia la biblioteca, abrió la puerta con una llave que le había robado a Bosco, y buscó atentamente en las estanterías la carpeta sobre Van Owen, y después un documento mucho más delgado: «Tácticas del mercenario lacónico». Entonces se sentó ante la mesa de Bosco y sobre la acolchada silla de Bosco, y empezó a leer.
—Tengo que estar de vuelta en el Golán en dos días.
—¿A qué viene tanta prisa, padre?
—Decidle a vuestro acólito que se vaya, si sois tan amable.
—¿Mi acólito? —Aquello le hizo gracia a Bosco—. ¡Ah, éste no es «mi acólito»! ¡Éste es Thomas Cale!
Van Owen miró a Cale con una expresión que era mezcla de asombro y desprecio. Cale le devolvió la mirada más inexpresiva que os podáis imaginar.
—Como queráis.
—Pues eso quiero. Ahora, como el tiempo apremia tanto… Van Owen hizo una pausa, pero sólo para otorgar su importancia trascendental a las noticias que tenía que transmitir.
—Hay ocho mil mercenarios lacónicos a sueldo de los antagonistas, marchando a través del Machair hacia los Altos del Golán.
—Y vos vais a tomar el mando de la defensa. —Se trataba de una afirmación más que de una pregunta.
—No —repuso Van Owen, claramente encantado de poder contradecir a Bosco—. No es ésa mi intención. El Golán va a ser la base para una posterior defensa de los Altos. Yo estoy decidido a no permitir que esos seres inspiren el miedo y la alarma que están acostumbrados a inspirar. Un ejército redentor no tiene nada que temer de ningún soldado, y menos de esos espantosos sodomitas. Tengo ocho mil de mis hombres aguardando en el Golán, y mañana se les unirán diez mil hierofantes.
—¿No tenéis nada que temer, pero pretendéis sobrepasarlos por más de dos a uno?
Van Owen sonrió, sintiendo que había sorprendido a Bosco con su audacia.
—No sois el único, Bosco, que cree en las tácticas nuevas. Pero yo prefiero ser audaz sin correr riesgos innecesarios.
—Sí —dijo Bosco, como si admitiera algo—. Es una audacia.
Hubo un reconocimiento satisfecho pero mudo por parte de Van Owen. Cale habló por primera vez:
—Es una locura atacarlos en el Machair.
—¿Conocéis bien esos terrenos, pequeño?
—Sé que son bastante llanos. Y el terreno llano es terreno llano en cualquier parte. No podría ser un campo mejor para los lacónicos. Atacadles allí, y les haréis el mejor regalo de cumpleaños que hayan recibido en su vida. —Esta frase de los cumpleaños la había oído en Menfis y le había gustado cómo sonaba. Como comprendió nada más pronunciarla en voz alta en las habitaciones de Bosco, no sonaba igual de bien usada ante gente que no celebraba su cumpleaños. Recordaréis que un redentor tenía derecho a matar a un acólito que hiciera algo lo suficientemente inesperado. Quién sabe qué podría haber ocurrido si Van Owen se hubiera quedado menos pasmado de que se le hablara de tal modo, o simplemente si hubiera llevado un arma con él.
Bosco alargó el brazo a través de la mesa y le propinó a Cale un tremendo golpe en el rostro. Esta vez, le tocó a Cale el turno de no poder responder a causa de la sorpresa.
—Debéis perdonarle —le dijo Bosco a Van Owen con voz tranquila—. Por la gloria de nuestro Redentor, le he consentido demasiado debido a su talento, y se me ha vuelto algo insolente y engreído. Si nos disculpáis, os aseguro que vos recibiréis toda la ayuda posible y que yo le castigaré. Lo lamento profundamente.
Semejante humildad por parte de su enemigo era casi tan sorprendente como la rudeza de Cale, y Van Owen se encontró a sí mismo asintiendo estúpidamente, y saliendo al corredor en cuanto Bosco le mostró la puerta, que cerró tras él.
El General Redentor se volvió hacia Cale casi sin respiración. No era agradable verlo. El muchacho se había puesto blanco de la furia, algo que Bosco no había visto nunca antes, no ya en Cale, sino en nadie.
—Hay un cuchillo en el cajón, justo a la izquierda —dijo Bosco—. Pero antes de que me matéis, cosa que sé que podéis hacer, os pido que me escuchéis.
Cale no respondió ni cambió de expresión, pero tampoco se fue a buscar el cuchillo.
—Vos estabais a punto de decir algo que podría haber cambiado el mundo. Nunca —dijo en voz baja pero levemente temblorosa—, nunca debéis interrumpir a vuestro enemigo cuando está cometiendo un error.
Cale no se movió, pero poco a poco algo parecido al color, una especie de tono rojizo impropio de un ser humano, comenzó a regresar a su rostro.
—Voy a sentarme —dijo Bosco—. Aquí. Cuando termine, podréis decidir si me matáis o no.
Por primera vez desde que había vuelto de la puerta, apartó la mirada de Cale y se sentó en un banco de madera que había arrimado a la pared. Los ojos de Cale perdieron aquella mirada amarilla de perro salvaje y recobraron cierto aspecto humano.
Bosco resopló, y volvió a hablar.
Eso fue veinticuatro horas antes de que Cale apareciera en el convento para contarle a Henri el Impreciso lo que había sucedido.
—Faltó esto —dijo Cale, juntando casi del todo el pulgar con el índice— para que lo matara.
—¿Por qué no lo hicisteis?
—Por mi ángel de la guarda. Mi ángel de la guarda me detuvo.
Henri el Impreciso se rió:
—¿Os dijo cómo se llamaba? Porque me gustaría darle las gracias a ese ángel de la guarda vuestro. También a mí me salvó el cuello.
—No os alegréis demasiado, porque también hay malas noticias.
—¿Cuáles?
—Bosco llegó a un acuerdo con Van Owen para que se llevara con él a los purgatores, y a mí.
—¿Por qué?
—Como observadores. Le dijo a Van Owen que los purgatores y yo, pese a los éxitos cosechados en el Veld, teníamos mucho que aprender de un soldado como él. Lo convenció diciéndole eso, y con un pequeño soborno además.
—¿Un soborno…? —Henri el Impreciso se quedó con los ojos como platos al oír aquella palabra. Tal vez existe un nivel en el que el corazón humano alberga tanto odio que ya no puede aceptar más. Así pensaba Henri el Impreciso que le ocurría a él en relación con los redentores. Pero le desconcertaba la simple idea de que uno de ellos aceptara un soborno.
—Bosco le ofreció —dijo Cale— el pie incorrupto de san Bernabó.
—Van Owen siente una especial devoción por san Bernabó. Ya habéis oído hablar de esa cosa que los gatos de Menfis se vuelven locos por conseguir. A él le pasó lo mismo.
Cale no fue capaz de contarle a Henri el Impreciso que también había tenido que disculparse ante Van Owen. Era necesario, pero fue algo muy duro de hacer. «Tendréis que hacer de tripas corazón —le había dicho Bosco—. No tardaréis en verle fracasar, y eso os resarcirá». «¿Estáis seguro de que fracasará?», le había preguntado Cale. A lo que Bosco había respondido: «No».
—¿Cuáles son las malas noticias? —preguntó Henri el Impreciso.
—Que vais a venir conmigo.
—¿Yo…? ¿Por qué…?
—Porque yo se lo he pedido.
—¿Por qué demonios hacéis eso?
—Porque necesito que me acompañéis.
—Eso no es cierto.
—Deberíais tener un concepto más alto de vos mismo.
—No hay nada de malo en el concepto que tengo de mí mismo.
—Necesito a alguien que escuche mis ideas. ¿A quién más podría contárselas?
—Yo no quiero ir.
—De eso estoy seguro. Apuesto a que preferiríais quedaros aquí echando polvos con un montón de chicas muy dispuestas a la labor y que piensan que el sol sale de vuestro trasero. Pero no es posible. Ha llegado el momento de ponerse en funcionamiento.
—¡Vale! —exclamó Henri el Impreciso—. ¡Vale, vale, vale! —Resopló como un caballo enfurecido, y lanzó una maldición—. ¿Cuándo…?
—Parece que él quiere salir mañana.
—¿Y Bosco por qué me deja ir?
—Porque piensa que ninguno de los dos dejará a las chicas en la estacada.
—¿Y no lo haremos?
—No lo sé. ¿Vos qué pensáis?
Henri el Impreciso no contestó directamente.
—Al menos eso explica por qué nos ha dejado gozar los pecados de la carne.
—Explica por qué os permitió a vos disfrutar de ellos. A mí me dejó entrar ahí porque no se puede corromper a la ira de Dios.
—¿Y es eso lo que sois?
—¿A vos qué os parece?
—¿Insistís en preguntármelo a mí?
—Porque quiero saberlo. Ya os he dicho que valoro vuestra opinión. —Hubo un silencio—. Por cierto, ¿os parece que debería llevar a mi acólito, Model, al convento antes de que nos vayamos?
—¿Por qué?
—Por bondad. ¿Quién sabe qué nos ocurrirá a nosotros? Tal vez nunca tenga la ocasión de ver a una mujer…
Henri el Impreciso lo miró, furioso de pronto.
—Ellas no son animales del zoo de Menfis. No os pertenecen, así que no podéis andarlas prestando a vuestros amigos.
—De acuerdo, no os sulfuréis. No recuerdo que pusierais pegas cuando os tocó el turno.
—Ellas no tocan por turnos.
—Como queráis. ¡Dios mío!, no fue más que una idea.
Henri el Impreciso no contestó.
Al día siguiente, cuando llevaban dos horas en el camino hacia los Altos del Golán, Henri el Impreciso tenía frío, se sentía fatal, y echaba mucho, mucho de menos a las adorables muchachas que dejaba atrás, a casi todas las cuales dejaba llorando, salvo a su favorita, Vincenza, que lo besó en ambas mejillas y después levemente en los labios. Él temblaba, y no a causa del frío, al recordar lo que ella le había dicho al oído entre un suave beso y otro. Vincenza, que era con diferencia la más inteligente de todas las chicas, lo convertía en suyo al decirle: «Regresad a mí y os mostraré algo que no habéis visto nunca».
Las echaba horriblemente en falta. ¿Quién podría reprochárselo? Si existía el cielo, no podría ser mejor que la vida en el convento. El único aspecto en que podía mejorarlo era en no encontrarse rodeado de infierno. Y éste era el gran problema: estaba deseando atravesar el infierno para volver con ellas, pero no podía. Sólo había una persona con la habilidad, con la capacidad de amenaza, la violencia y la ira necesarias para hacerlo.
Pasaron otros seis días antes de que llegaran al Golán. El Golán es un gran resalto en el terreno que tiene unos setenta kilómetros de largo, la misma distancia que va hasta el palacio oficial del Papa en la ciudad santa de Chartres, cuyo flanco protegía. El lado izquierdo del Golán da a los Macmurdos orientales, unas montañas que resultan intransitables para cualquier ejército antes de descender, trescientos kilómetros después, en un paso llamado el Paso de Buford, disputado por los lacónicos y los neutrales suizos. Ésta era la única debilidad en las defensas naturales de los redentores, en el este del Golán. Si los lacónicos acordaban sumarse a los antagonistas, aquel paso sería el lugar por el que atacarían. A la izquierda del Golán, Chartres y los vastos territorios de los redentores que había detrás eran protegidos por los Frentes, una línea de trincheras que en ocasiones podía consistir hasta en diez trincheras paralelas, y que se alargaban durante ochocientos kilómetros hasta la siguiente defensa natural: el mar Weddell. Desde tiempo inmemorial, los antagonistas estaban inmovilizados tras aquellas grandes defensas, tanto naturales como artificiales. Sólo la mina de plata descubierta en Argento podría persuadir a los lacónicos de colocar un ejército entero en el campo, porque su política era la de no poner al servicio de nadie más de trescientos soldados a la vez, para proteger del desastre su más grande recurso. También tuvieron que ser sobornados para afrontar la guerra contra los suizos a cuenta de la posesión del Paso de Buford, que por lo demás era un lugar de poca importancia estratégica para ninguno de los lados.
No hubo avances hacia el Golán para los lacónicos durante el verano. Normalmente el Golán era un lugar de inviernos suaves que hacían que mereciera la pena contemplar la posibilidad de emprender campañas en época tan desacostumbrada, siempre que el dinero no diera problemas, pero habían llegado unos fríos que hacían de aquél el peor invierno que nadie recordaba.
Los caminos cubiertos por una gruesa capa de nieve, la dureza del tiempo, la amargura de los días, las noches insoportables… Bosco tranquilizó a Van Owen respecto a que no importaría que se demorara en el Santuario, pues por malo que fuera el tiempo en Peña Shotover, donde se hallaba el Santuario, sería peor para los lacónicos que intentaban abrirse camino por el Machair. En las raras ocasiones en que nevaba allí, los vientos circulaban por sus espacios anchos y abiertos provocando la formación de enormes montículos. Los lacónicos podían soportar mayores adversidades que ningún otro hombre, pero no podían volar, así que se quedaban atrapados donde estaban, con su sopa negra y sus desgraciados helotos que morían de frío por docenas.
En cuanto llegaron al Golán, Van Owen les hizo sudar la gota gorda a Cale y a Henri el Impreciso, encargándoles cualquier menudencia desagradable o inútil que lograba encontrar para ellos, cosa nada difícil ya que bajo los vientos heladores era una tortura llevar a cabo incluso la más sencilla tarea. Van Owen alojó a los purgatores en los lugares más incómodos y fríos, y les destinó las peores provisiones.
—¿Quiénes son esos tipos? —le preguntó a Cale refiriéndose a los purgatores, de los que estaban algo alejados—. No me gusta su aspecto. Hay algo en ellos que no me encaja.
Pese al hecho de que sabía que Bosco tenía razón, y que revelar algo a alguien que le deseaba lo peor era señal de infantilismo y podría llevarle fácilmente a la tumba en una situación en que mantener la boca cerrada podría significar la diferencia entre la vida y la muerte, simplemente no se pudo refrenar.
—De la madera torcida de la humanidad, padre, nunca ha salido cosa recta. —Ésta era quizá la frase más célebre de san Bernabó, el del pie incorrupto, objeto predilecto de la veneración de Van Owen.
—¿Estáis intentando burlaros?
—No, padre.
—Entonces os lo vuelvo a preguntar: ¿quiénes son esos tipos?
Otra frase famosa de san Bernabó era: «Una verdad que se dice con mala intención sobrepasa a todas las mentiras que puedan inventarse». Cale la conocía porque había hojeado una biografía del santo en la biblioteca la noche anterior a su huida del Santuario. Le había impresionado aquella frase acerca de la verdad, porque le parecía que san Bernabó había dicho muy bien algo que él había aprendido por sí mismo sobre las mentiras, cuando no era más que un niño pequeño.
—Son hombres que han transgredido las normas, pero que expiarán sus errores mediante una especial valentía. Aparte de esto, he jurado por el pie de san Bernabó no decir nada más.
Si Van Owen hubiera estado más acostumbrado a que los acólitos le tomaran el pelo, habría comprendido que se mofaba de él. Era un error tensar tanto la cuerda, pensó Cale, y al mismo tiempo que hablaba se sintió avergonzado de su propia estupidez. Dios sabe qué habría ocurrido si Van Owen hubiera estado más acostumbrado a detectar las gracias de los jóvenes insolentes. Van Owen no sabía muy bien qué pensar de aquel muchacho poco agradable que tenía delante, aparte de que, efectivamente, se trataba de alguien poco agradable. Los niños santos no eran algo desconocido, aunque personalmente él nunca se había encontrado con ninguno. Normalmente eran santos porque habían muerto demostrando su santidad, y por tanto no habían tenido tiempo de convertirse en un incordio. No había habido un niño guerrero reconocido como elegido por Dios desde san Juan, hacía trescientos años, que convenientemente había muerto de viruela unos años después de derrotar a los Cenci en Saint Albans. Pero una cosa era un niño elegido, que tenía visiones encantadoras de la madre del Redentor y además se le daba bien lo de anunciar profecías incomprensibles que podían ser interpretadas a su conveniencia por cabezas más sabias, y otra muy diferente una escurridiza oveja metida en piel de lobo, especialmente si había salido del redil de Bosco. El problema era que Van Owen no era tan sólo un zorro interesado y ambicioso, cosa que desde luego era, sino además un pío creyente en el Ahorcado Redentor. ¿Y si aquel odioso papanatas que tenía delante no era tan sólo una especie de salvaje espadachín especialmente dotado para la carnicería, sino que realmente estaba bendecido por Dios? Cometer un error en aquel asunto era cosa grave, pues ese error atañía a algo más que su posición en la política: atañía a su alma inmortal.
El tiempo anormalmente extremado que había llevado consigo la nieve finalizó tan de repente como había empezado. Los vientos helados del norte fueron reemplazados por otros más cálidos del este, que en menos de tres días provocaron el deshielo de la nieve. La tierra del Machair era ligera, de turba, y los orificios y folículos de las rocas de llamativas formas sobre las que la tierra se asentaba absorbían el agua del deshielo con tanta facilidad como si se tratara de la bañera con el tapón quitado de un palacio de Menfis.
Ocupado en sus preparativos, Van Owen no tenía tiempo de pensar en Cale, que en cuanto pudo se llevó consigo a Henri el Impreciso en busca de comida extra para los purgatores.
—Dejadlos que se mueran de hambre —repuso Henri el Impreciso—. Y que se congelen. Espero que atrapen la fiebre porcina para que la columna vertebral se les tuerza hacia un lado y la oreja izquierda se les caiga de puro podrido en el bolsillo de la derecha.
—Tranquilo, Henri. Antes o después, tu vida y, lo que es más, la mía, dependerán de ellos.
Fue durante una de aquellas tareas inútiles, la innecesaria custodia de una caravana que llevaba combustible de las minas de carbón de Sluff, que estaban situadas a unos dieciséis kilómetros al sur del Golán, cuando tuvo lugar un encuentro muy curioso. Forzados en su regreso a dar un rodeo hasta el Golán a causa de una pequeña avalancha que había cerrado el camino principal, se vieron bordeando las espantosas fundiciones de las minas, que dependían del carbón que se extraía de ellas para obtener el calor que se necesitaba para producir el hierro y el mucho más raro acero, tan caro y tan difícil de elaborar que apenas era empleado por los redentores. Al llegar a una pequeña colina, ambos vieron casi al mismo tiempo el gran montículo que se alzaba a sus pies. Sujetaron las riendas de los caballos. Mudos, alelados, espantados, se quedaron contemplando la pequeña montaña, allí abajo. Amontonadas todas juntas en el enorme montículo, azotadas por el viento y sólo en parte cubiertas por restos de nieve, estaban las armaduras de los Materazzi, provenientes del gran desastre del monte Silbury. Desde la distancia, parecía un enorme montón de caparazones de alguna criatura marina de forma humana, caparazones vacíos y olvidados como los de los cangrejos y langostas que tiraban al suelo después de vaciarlos, junto a los puestos de marisco en la bahía de Menfis. Cinco minutos después, Cale y Henri el Impreciso se hallaban a las puertas de aquel vertedero, donde dos ancianos estaban encogidos ante un brasero, calentándose mientras observaban a media docena de hombres que cargaban un carro con piezas de la gran montaña de armaduras que tenían delante.
—¿Qué ocurre?
El más anciano los miró preguntándose si el niño redentor se merecía una insolencia. Adoptó una actitud intermedia.
—Éstas son las armaduras de aquella victoria sobre los Mazzi. ¿Dónde están ahora ellos con todo su orgullo? —Entonces añadió en tono piadoso—: Convertidos en polvo.
—¿Adónde se las llevan?
—A fundir. Allí. En la gran fundición. Aunque ahora no está en funcionamiento. No hay bastante carbón, como veis. Tal como está el tiempo…
Los hombres del carro trabajaban con rapidez, no tanto por celo laboral como por entrar en calor. Uno de ellos cantaba mientras trabajaba una parodia blasfema que mezclaba uno de los más venerables himnos de los redentores y una canción de taberna sobre Barnacle Bill:
Muerte, juicio, infierno y gloria:
las cuatro postrimerías de la historia.
Yo más quisiera a Marie la zorra:
a ver qué hace con una buena porra.
Congelados, los otros seguían sin escuchar, separando cada trozo de la armadura y cortando las correas de cuero cuando no estaban podridas, para después arrojar al carro las piezas más ligeras. Los guanteletes repicaban, los yelmos y espaldares repiqueteaban, los codales y brazaletes resonaban levantando chasquidos metálicos y mucho barullo al chocar unos contra otros, y así iban llenando el carro hasta arriba del todo. Uno de ellos vio a Cale y Henri el impreciso y advirtió:
—¡Callaos, Cob!
El que cantaba se calló al instante, y su buen humor quedó, como por arte de magia, reemplazado por una hostil cautela.
Cale permaneció allí inmóvil, viendo a Henri el Impreciso dirigirse hacia el montón.
—Es un dólar por mirar, amigo —comentó uno de los hombres.
—Cerrad el pico —respondió Henri el impreciso de buen humor.
—No está permitido el paso.
—Y ahora serán dos dólares —dijo el que había estado cantando.
—Descuidad —respondió Henri el Impreciso—, que os daré lo que os merecéis.
Cale se acercó a los hombres y les entregó un dólar sin decir palabra. ¿Qué era lo que hacía a Henri el Impreciso actuar de aquel modo?
—Hemos dicho que dos.
—No forcéis más la suerte.
Volvió la espalda a los hombres, que parecían haber aceptado que efectivamente no era prudente forzar más la suerte. Cale observó cómo Henri el Impreciso caminaba por entre los restos de armaduras esparcidos al pie del gran montón, y se agachaba para coger un yelmo medio aplastado. El yelmo ostentaba una insignia esmaltada sobre la protección nasal, que era sólo un poquito más grande que el pulgar de un hombre: una insignia de ajedrezado rojo y negro con tres estrellas azules.
—Éste es el escudo de armas de Carmella Materazzi. —Hizo un gesto con la cabeza señalando otro yelmo que era exactamente igual, pero que, incluso pese a la mugre que se había acumulado encima, se veía claramente que era completamente nuevo—. Y ése debe de ser el de su hijo. Oí que habían muerto los dos, aunque nadie lo sabía con seguridad. Kleist robó la bolsa del muchacho, y después recibió diez dólares al devolverla diciendo que la había encontrado en los jardines de Sally. —Colocó el yelmo con delicadeza en el suelo, y caminó hasta el borde del montón, posando un pie en alto, como si se dispusiera a escalar aquella montaña. Con esfuerzo extrajo un nuevo yelmo, éste con una pluma sucia y enmarañada, retorcida, a la que no le quedaba nada de color debido a la exposición al duro invierno—. Ya me parecía que me era familiar. Este yelmo —dijo presentándoselo a Cale— perteneció a aquel despreciable Lascelles. Una vez me tiró de las orejas por meterme en su camino.
—Bueno, espero que aprenda la lección.
Henri el Impreciso se rió.
—Tenéis razón. La maldición de Henri cae sobre todo aquel que me juega una mala pasada. —Abrió y cerró la celada tal como había visto hacer a los marionetistas en el mercado de Menfis—. ¿Dónde quedaron vuestras pullas, amigo? —Contempló la enorme montaña. A fin de cuentas, Menfis le había proporcionado grandes alegrías—. Sería una pena —dijo al fin— no darle una utilidad a todo esto. ¡Esto vale una fortuna!
Los hombres, que ponían mucho cuidado en aparentar que no escuchaban, no pudieron contenerse al oír aquello:
—¿Cuánto, señor?
—¿Diez mil dólares? ¿Quince mil?
—Mentís…
Tanto Cale como Henri el Impreciso se rieron a carcajadas al oír aquello.
—Lo siento, señor, pero eso no es posible.
—Como vos digáis. Pero mirad su estado. Apenas queda ya nadie vivo que pueda llevar semejantes trastos. Se necesitan años para aprender a moverse con estos tegumentos. De todas maneras, no les sirvió de gran cosa. Las armaduras tienen su precio. En cualquier caso —añadió Henri el Impreciso—, es una locura echarlo todo a fundir.
—¿Por qué una locura? Dentro de tres horas será de noche. Mejor nos vamos.
Cuando se iban, los llamó uno de los hombres.
—¿Dónde podríamos llevarlas, señor? Decídnoslo y os recordaremos en nuestras oraciones.
En las grandes Bodegas de Vituallas del Bendito Honorato en las laderas traseras del Golán, Cale pidió las dos mitades de un buey mediante una solicitud que había robado de los cuarteles de Van Owen falsificando la firma del intendente.
—¿Y si averigua que habéis sido vos?
—Con un poco de suerte, la habrá palmado antes de que eso ocurra.
—¿Y si vencen? O, sencillamente, ¿y si sobrevive?
—No creo que eso pueda pasar. Que puedan pararles los pies, me refiero.
—Eso pensábamos también en el monte Silbury.
Como podéis imaginaros, no es pan comido introducir en un campamento las dos mitades de un buey sin llamar la atención. Pero había mucho bullicio en el lugar, y Cale y Henri el Impreciso esperaron a que se hiciera casi de noche, además de llevarlas por el camino más largo y seguro, así que la carne, acompañada con nabos suecos, llegó a su destino sin contratiempos, donde fue recibida con agradecida emoción por los purgatores. Asaron y estofaron las dos mitades del buey en un santiamén.
Además Cale había arrancado una hoja del libro de Bosco, y había puesto en ella el trozo que había cortado de los cimientos de madera de los cuarteles de Van Owen, en una pequeña caja de latón que había hallado entre las pertenencias de un cadáver del Veld, y cuyo aspecto le gustaba. Le aseguró al padre carbonero que se trataba de una astilla de la auténtica horca en que había sido sacrificado el Ahorcado Redentor. A cambio, éste le había entregado catorce sacos de carbón y un manojo de leña. Cale y Henri el Impreciso contemplaban a los dichosos purgatores comer y calentarse ante el fuego como si fueran unos niños malcriados.
—Qué bien se siente uno —comentó Cale sonriendo. Pero el problema era que Henri el Impreciso no conseguía reprimir sus sentimientos, pese a todos los esfuerzos que hacía por intentarlo. Se sentía bien, efectivamente, viendo a aquellos hombres cuyos hermanos en la fe le habían amedrentado y acosado toda la vida. En aquel momento, viéndolos disfrutar tanto, calentándose y comiendo bien, con la comida y el carbón que él les había proporcionado y por los que le estaban tan patéticamente agradecidos, empezaba a sentir una extraña conexión con ellos, como si una cuerda los atara a todos juntos. Y eso no le gustaba.
—¿Cómo es posible que sienta compasión por ellos? —le susurró a Cale mientras la cabaña grande pero mal hecha en que se cobijaban se iluminaba con los murmullos, el placer, y la intensa satisfacción que sólo pueden proporcionar unos pies calientes y un estómago lleno. Cale lo miró.
—Cuidado con las lágrimas, os podéis ahogar.
A la mañana siguiente, los dos estaban preparados para partir antes del alba. Cuando el cielo empezaba a clarear, ya estaban montados y empezaban a alejarse del campamento del Golán, que se desperezaba en aquellos momentos como un enorme perro, dando inicio al último día de preparativos.
Acostumbrados como estaban a ver entrar y salir a ambos, con toda la admiración que despertaba la reputación de las victorias de Cale en el Veld, los guardias accedían con un gesto de la cabeza a dejarlos pasar para descender las cumbres en dirección a la llanura del Machair. Sonaban las campanas convocando a los redentores a misa. Los perros paria ladraban al tiempo que ellos dos emprendían su camino. Durante media hora avanzaron rápido pero vigilantes por aquella llanura cómoda de cabalgar. Aquí y allá quedaban obstinados restos de nieve, que se iban haciendo más raros conforme se alejaban de las cumbres.
—De todos modos —comentó Henri el Impreciso cuando se detuvieron durante unos minutos para que descansaran los caballos—, no me preocupa lo duros que sean los lacónicos. Aunque ahora haga bastante calorcito, seis noches a la intemperie con ese frío les quitarán toda la chulería.
—Supongo —respondió Cale.
Cuando los caballos descansaron, volvieron a montar y fueron al paso, pensando que si se encontraban con la caballería lacónica haciendo labores de exploración, sería mucho mejor que los caballos estuvieran descansados. Lo que Cale pretendía era hacerse una idea del terreno, de cómo el deshielo había afectado al suelo, de si había cuellos de botella que defender o atacar. Un suelo embarrado, como era de esperar, sería una desventaja, y tal vez importante, para los lacónicos, que, aparte de sus otras habilidades, siempre buscaban el cuerpo a cuerpo con sus enemigos y empleaban su habilidad para luchar en grandes secciones de diez filas y dominar a sus oponentes merced a su fuerza, ferocidad y habilidades únicas para mover esas secciones como si, más que soldados, fueran bailarines de una compañía de danza.
—Les encanta bailar: eso dice en los documentos.
—Sí, lo hacen siempre que no están dándose por…
—Nunca sabe uno. Según los documentos celebran ese tipo de ceremonias, me refiero en público, en las que cumplen con todos los vicios de Gomorra, como una especie de fiesta.
—A otro perro con ese hueso…
—Yo no digo que sea verdad, sólo digo lo que pone en los papeles.
—Si eso es cierto, entonces mejor que no os atrapen.
—Mejor que no. De todas maneras, a vos no os pasará nada.
—¿Por qué lo decís?
—Porque sois demasiado feo.
—Eso no es lo que aseguran las chicas del Santuario.
—¿Ah, no? ¿Y qué es lo que aseguran ellas?
—Que soy muy hermoso, una absoluta preciosidad.
Riéndose, continuaron cabalgando en silencio durante casi diez minutos.
—¿Lo habéis visto?
—Sí. No parece que se esfuerce mucho en esconderse.
Durante varios minutos, un hombre a caballo los había ido siguiendo a una distancia de doscientos metros. Había salido de detrás de un promontorio pequeño, pero lo bastante alto para ocultarlo si ése hubiera sido su deseo.
Sonó un fuerte chasquido cuando Henri el Impreciso empezó a tensar la cuerda de la ballesta ligera. La ballesta colgaba de la silla de montar de tal modo que el jinete no podía ver que estaba preparando el arma.
—Será mejor que volvamos.
Cale asintió con la cabeza, y ambos empezaron a girar el caballo. El jinete se detuvo un instante, pero no tardó en volver a seguirlos.
—Si se os acerca más, volved a cargar la ballesta. Enviadle una saeta que le pase rozando.
—¿Y por qué no una que le pase a través?
—¿Para qué? Basta con espantarlo.
Henri el Impreciso levantó la ballesta, apuntó con ella e hizo un disparo de advertencia. El caballo dio una coz cuando pasó a su lado la saeta, aún más cerca de lo que había pretendido Henri el Impreciso. Pero, al fin y al cabo, él mismo estaba montado a caballo, y algo falto de práctica. Los dos muchachos se detuvieron y observaron.
—¡Vaya! —gritó el explorador lacónico—. ¿Os importaría si hablamos más civilizadamente?
Cale se detuvo y volvió su caballo, mientras Henri el Impreciso volvía a cargar la ballesta.
—¿Estás preparado? —le preguntó.
—¿Qué pretendéis? Éstos no son momentos para conversaciones civilizadas.
—No estoy de acuerdo. Tal vez no tengamos otra ocasión.
—¡Acercaos! —gritó Cale—. Y mantened las manos donde yo pueda verlas. Mi amigo no falló el disparo anterior, y tampoco fallará el siguiente.
—Mi palabra de honor —gritó el jinete, riéndose.
—¿Tienen palabra de honor los sodomitas? —preguntó Henri el Impreciso.
—¿Por qué me lo preguntáis?
—Acercaos. Despacio —gritó Cale—. Intentad lo que sea, y se os acabarán las ganas de reíros.
El jinete se adelantó tal como le pedían, hasta colocarse a unos diez metros de distancia.
—Es suficiente.
El jinete se detuvo.
—Es una bonita mañana —comentó—. Le hace a uno alegrarse de estar vivo.
—Por poco tiempo en vuestro caso —advirtió Henri el Impreciso—, si es que tenéis algún compañero por ahí pensando en unirse a la fiesta. Podría meteros una en el cuerpo y daríamos alcance a nuestra patrulla antes de que llegarais al suelo.
—No es necesario nada de eso, amigo mío —dijo el joven, que estaba bien afeitado y llevaba el pelo primorosamente trenzado.
—¿Qué queréis? —preguntó Cale.
—Pensé que podríamos charlar.
—¿Sobre…?
—Sois redentores, ¿no?
—Tal vez. ¿A vos qué os importa?
—Perdonadme por decirlo con tanta franqueza, pero ¿no sois muy jóvenes para andar por ahí cuando se prepara semejante carnicería?
—Pensé que los lacónicos eran cortos de palabras —comentó Cale.
—Normalmente lo somos, es cierto. Pero el mundo sería muy triste si todos fuéramos iguales, ¿no os parece?
—¿Sois de la Kripteia?
El jinete pestañeó repetidamente e hizo la cabeza a un lado. Sonrió.
—Tal vez. Estáis bien informado, si me permitís decirlo.
Cale echó una rápida mirada hacia atrás y hacia los lados para ver por qué volvía él la cabeza, sabiendo que Henri el Impreciso no dejaba de apuntar con la ballesta al pecho de aquel hombre.
—Vuestro amigo… espero que tenga el pulso firme.
—La verdad es que no lo sé —respondió Cale—. Así que yo no me movería si fuera vos. Ya os lo he preguntado: ¿qué queréis?
—Simplemente pensé que podríamos charlar.
—¿Así lo llaman ahora? —preguntó Henri el Impreciso.
—No estoy seguro de entenderos —respondió el joven, aunque reconocía una burla en cuanto la oía.
—Si yo fuera vos, no lo distraería —comentó Cale—. Al menos no lo haría mientras tuviera esa cosa apuntándome al pecho.
El joven miró a Cale. Parecía que se estaba divirtiendo, nada nervioso.
—¿Vuestro nombre, muchacho?
—Vos primero.
—Robert Fanshawe. —Inclinó la cabeza, pero sin apartar los ojos de Henri el Impreciso—. Vuestro seguro servidor aquí y en el infierno.
—Dominic Savio —dijo Cale. La inclinación de su cabeza fue tan ligera que para notarla hubiera hecho falta tener la vista de un águila—. Y ya que mencionáis el infierno, ahí es adonde iréis a parar si hacéis cualquier cosa que no le guste a mi amigo aquí presente. Siempre me enfado con él por su facilidad para disparar.
—Es un honor conoceros, Dominic Savio.
—El honor es todo vuestro.
Pero entonces ocurrió algo raro. Los ojos de Fanshawe parpadearon. Inquieto por alguna razón, el caballo de Cale empezó a irse para un lado. Dio un paso más.
—¡Quieto! —le gritó al caballo, pero Cale no era un gran jinete, y el caballo siguió moviéndose. Los cascos del caballo parecían hundirse de modo imposible en la maraña de brezo, cálamo y hierbajos, y entonces el mismo suelo se elevó como si fuera un depredador que hubiera estado acechando a su presa. Relinchando de terror y perdiendo el equilibrio, el caballo se alzó sobre las patas de atrás y derribó a Cale, que cayó al suelo con un fuerte golpe. La caída fue tal que Cale se quedó allí tendido, boca arriba, gimiendo. Entonces las cosas sucedieron demasiado aprisa para verlas: un hombre surgió de entre los matorrales y agarró al desconcertado Cale, lo levantó para utilizarlo a modo de escudo, y le puso un cuchillo en la garganta.
—¡Tranquilo, tranquilo! —le gritó Fanshawe a Henri el Impreciso, quien, tan conmocionado por lo sucedido como por la velocidad con que había sucedido, no había llegado a disparar. Fue mejor así, pues si lo hubiera hecho, habría acabado con la vida de Fanshawe, pero también con la de Cale—. ¡Tranquilo, tranquilo! —repetía Fanshawe—. Podemos vivir todos para contarlo. Dejadme que os explique.
Temblando, Henri el Impreciso dijo:
—Adelante.
—Simplemente, dejé ahí escondido a mi amigo. —Echó un vistazo a la tela de dos metros por poco más de uno que aparecía cubierta de cálamos y hierbas, que estaban cosidos a la tela—. Eso fue cuando os vi acercaros a él. Pensé en seguiros para asegurarme de que pasabais de largo, pero os estabais acercando demasiado. Entonces me di cuenta de que no erais lo bastante mayores para ser soldados. Pensé en alejaros. Me volví a equivocar, ¿verdad?
Esbozó una sonrisa, esperando tranquilizar con ella a Henri el Impreciso. Según pensó Fanshawe, aquel muchacho daba muestras de una combinación peligrosa: era impulsivo, y sabía lo que hacía.
—Podemos salir de ésta todos con vida —repitió Fanshawe—. Bajad un poco la ballesta, y mi amigo soltará a Dominic.
—Vosotros primero —dijo Cale—. Ya os lo dije.
—¡Le rebanaré la garganta a este niño, y después a vos! —amenazó el hombre que agarraba a Cale.
—A ver si nos calmamos todos. Ahora le pediré a mi amigo que levante a Dominic, y podremos irnos todos de aquí. ¿De acuerdo?
Henri asintió con la cabeza.
—Contaré hasta tres: uno, dos, tres…
Entonces el hombre que sujetaba a Cale tiró de él hacia arriba hasta que ambos se encontraron de pie, pero no apartó un centímetro el cuchillo de su garganta.
—Muy bien —dijo Fanshawe—. Lo estamos haciendo a las mil maravillas.
—¿Y ahora qué? —preguntó Henri el Impreciso.
—Está complicado, lo admito. ¿Y si nos…?
En ese momento Cale levantó el pie derecho, lo pasó raspando la piel del hombre que lo agarraba al tiempo que le hundía un codo en las costillas. Lo agarró de la muñeca y se la retorció con todas sus fuerzas. El grito del hombre fue ahogado por el aire que le salía de los pulmones. Raudo como el rayo, Cale se desembarazó y se giró hacia un lado, volvió a hundir el codo en el antebrazo del hombre, y le desprendió el cuchillo de los dedos. Para sorpresa de Cale, el hombre todavía podía moverse: paró el golpe que le asestaba Cale con el cuchillo, y le lanzó a Cale un puñetazo que le dio en un lado de la cabeza. Lanzando un grito de dolor, Cale se echó un poco hacia atrás, para tener el espacio necesario para lanzar otro golpe. Fue directo al pecho, pero el hombre esquivó el golpe una vez, dos veces, y después lanzó una patada a la espinilla izquierda de Cale, levantándole un pie del suelo de tal manera que Cale cayó sobre la rodilla. El hombre lanzó otro golpe terrible, que de haberle acertado lo habría dejado sin un solo diente, pero Cale consiguió esquivarlo echándose hacia atrás. Los nudillos del amigo de Fanshawe le dieron en la parte de abajo de la barbilla y rebotaron en otro sentido. Se había vuelto a poner en pie, mientras su contrincante perdía el equilibrio a causa del puñetazo fallido, y se tambaleaba. Se pusieron frente a frente, de pie los dos, Cale con el cuchillo y con todas las de ganar. Se miraban el uno al otro, aguardando la ocasión de atacar.
—¡Alto! ¡Vamos a dejarlo aquí! ¡Díselo! —le gritó Fanshawe a Henri el Impreciso—. Podemos irnos todos de rositas. No es necesario que muera nadie.
—A mí me da igual —repuso el hombre mirando a Cale.
—¡A mí no! —gritó Fanshawe—. Haced lo que os estoy diciendo, y dejad de pelear. Hacedlo así o, voto a Dios, iré ahí a ayudarle.
Aún más adiestrado en la obediencia que en la muerte, el hombre retrocedió un paso y después otro, con toda la cautela que os podéis imaginar.
—Enhorabuena. A todos. Subíos detrás de mí, Mawson —dijo mirando a Henri el Impreciso—. ¿Puedo, mi niño?
—No soy vuestro niño.
Fanshawe cogió las riendas y acercó el caballo a Mawson, que seguía mirando a Cale como si tratara de decidir si se comería primero el corazón o el hígado.
—Detrás de mí, Mawson.
—Mi cuchillo —dijo Mawson. Fanshawe lanzó un suspiro y le dirigió a Cale una mirada que quería decir: «Ya veis lo tonto que se pone».
Cale se echó hacia atrás, levantó el cuchillo, y lo tiró con considerable fuerza a unos treinta y cinco metros en la dirección que quería que tomaran.
—Gracias —dijo Fanshawe. Sin esperar órdenes, Mawson, ya sin aquella expresión de experto asesino, cogió su manta de cálamo y saltó a la grupa del caballo de Fanshawe con la misma facilidad con la que hubiera sacado una silla para sentarse a cenar. De pronto parecía mucho más joven.
—Hasta la próxima, muchachos —dijo Fanshawe. Entonces volvió el caballo y, deteniéndose tan sólo para permitirle a Mawson recuperar el cuchillo, enseguida se encontraron a quinientos metros de distancia, y se perdieron tras el promontorio del que había surgido Fanshawe tan sólo diez minutos antes.
—Espero que no haya próxima vez —comentó Henri el Impreciso—, a mí no me van este tipo de reuniones.
—Eres un verdadero encanto —dijo Cale. Y diciendo eso, se fue a buscar su caballo, y se largaron de allí hacia el Golán lo más aprisa que podían.
Fanshawe y Mawson, sin embargo, no se alejaron mucho después de desaparecer tras el promontorio. Habían encontrado una hondonada, y tras extender la manta de hierba y cáñamo bajo ellos, se entregaron furiosamente a las bestialidades lacónicas.
Era la noche que precedió a la batalla de los Ocho Mártires, llamada así porque en los últimos seiscientos años ése era el número de redentores que habían dado su vida por la fe en los alrededores o en el punto exacto en que iba a tener lugar la batalla. En absoluto era casualidad que allí hubiera un campo de batalla ya consagrado por la sangre de los mártires. Tan odiados habían sido los redentores por sus muchos adversarios a lo largo de los años, que quedaban muy pocos lugares donde uno o más de ellos no hubieran sido colgados, o decapitados, o despedazados, o desmembrados, o estrangulados, o agarrotados, o crucificados. Había mucho donde elegir para los redentores cuando se trataba de dar a los campos de batalla el nombre de sus santos mártires. Naturalmente, apenas había una pelea de pueblo a la que no hubieran podido dar el nombre de uno de ellos.
A Cale no le habían pedido que asistiera a las últimas instrucciones para la batalla, pero tampoco se lo habían impedido. Mientras merodeaba con Henri el Impreciso por la casucha en que Van Owen iba a impartir las instrucciones, esperando a que se formara algún grupo ante la puerta para poderse colar dentro sin que se dieran cuenta, Cale susurró a Henri el Impreciso:
—¿Qué vamos a hacer?
—Mantener la bocaza cerrada.
—Tenéis razón.
Entonces llegaron cinco o seis alféreces de los redentores, y Cale entró tras ellos, muy pegado a los alféreces. Se dirigió después hacia el rincón más oscuro y abarrotado de la sala, que sólo estaba bien iluminada en la parte en que se encontraba colgado el enorme plano de la batalla.
Para decepción de Cale, Van Owen no bosquejó ninguna especular estupidez en el terreno táctico. Ni tampoco presentó nada interesante, aparte del uso de una armadura mucho más pesada para la primera fila de redentores, que sería la que sufriría más el choque inicial contra los lacónicos. Cale tenía que reconocer que, teniendo en cuenta lo poco que Van Owen sabía sobre las tácticas guerreras de los lacónicos (por supuesto, no había tenido acceso a los documentos de la biblioteca de Bosco), era difícil criticar ninguna de sus decisiones. Su única leve satisfacción fue el desdén que le merecía el pequeño tamaño de las reservas. Dada la ventaja de dos a uno, pensaba que Van Owen mantendría en reserva una mayor parte de su ejército, para tener la posibilidad de enfrentarse a cualquier imprevisto.
—Sin embargo —dijo Henri el Impreciso cuando Cale volvió a salir, sin ser notado debido a las prisas de todo el mundo por irse para empezar a preparar las cosas para el día siguiente—, supongo que guardar reservas supone debilitar el primer impacto al no emplear toda la fuerza posible. Mantener una reserva demasiado grande es como dividir las fuerzas. No estoy seguro de que yo hubiera decidido otra cosa diferente en su lugar.
—Nadie os ha preguntado.
—Pues sí que me habéis preguntado, para que lo sepáis.
—Bueno, pues lo lamento, y le pediré perdón a Dios.
—¿Lo hacéis todavía? Me refiero a lo de rezar.
Cale no respondió.
—¿Y…?
—Sí, todavía rezo. —Hubo una pausa—. Rezo para que me libre del mal y de tener que veros la fea carota durante todo el día.
—¿Mi fea carota…? Pero si soy un encanto. Hasta vos lo habéis dicho.
Cuando volvieron al pabellón de los purgatores, tenían allí un mensaje que había dejado uno de los ayudantes de Van Owen: Cale y sus hombres podrían observar la batalla si lo deseaban, pero se les ordenaba mantenerse apartados tanto del centro de mando como del campo de batalla. No intervendrían con ningún motivo.
Aquélla era una noticia excelente. El miedo que tenía Cale era que Van Owen le inmiscuyera por pura maldad en alguna misión peligrosa. Pero estaba claro que, en la victoria o en la derrota, no quería arriesgarse a que Cale aumentara su propia fama. Cale envió una contestación aceptando la orden, y se fue a dormir muy contento.
Al día siguiente dejó durmiendo a la mayoría de los purgatores (algo por lo que siempre estaban suspirando), mientras él partía al alba con Henri el Impreciso y diez hombres más. Al abrir la cancela, el pequeño grupo pasó a través del ejército, que se preparaba para la empresa del día. Pasaron por delante del campo de los Ocho Mártires, ignorados por los hombres, que tenían demasiado en que pensar, y siguieron cabalgando hacia el norte hasta un pequeño risco desde el que había una buena vista del campo de batalla que habían vislumbrado antes del encuentro con Fanshawe. Cale hizo que sus hombres comprobaran los alrededores en busca de avanzadas lacónicas que hubieran podido instalar después de su anterior visita al lugar, y confirmó por sí mismo que había dos rutas por las que poder escapar, en caso de que las cosas se pusieran feas. Entonces subieron a lo alto del risco y aguardaron en silencio a que comenzara la batalla. Ya los lacónicos, al tiempo que observaban el despliegue de los redentores, se iban colocando muy desparramados al final de la llanura, no en una formación disciplinada, sino al modo en que lo hace la multitud en una feria provinciana más grande de lo normal.
Antes que nada llegaron los Cordelias negros, que eran tres mil hombres fuertes cubiertos de armadura morada y negra, color este último que les daba nombre. Incluso desde el risco, a tres kilómetros de distancia, se oían fragmentos del himno que cantaban y que el viento llevaba hasta allí. Riéndose, los muchachos empezaron a cantar en son de burla:
Recuerda, amigo, que pasas caminando,
que estuve un día vivo y podía contarla,
que mañana tú serás como yo soy ya:
prepárate a seguirme nada más palmarla.
Hoy crío malvas, y mañana lo harás tú.
No soy más que polvo, tú serás serrín.
Así es la verdad de la muerte para todos,
y así será para todos el postrero fin.
Los dos muchachos estaban casi histéricos de alegría, observando que, sin importar el resultado de la batalla, sus enemigos acudían a la muerte mientras ellos permanecían a salvo. Henri el Impreciso recordó una canción que solían cantar los cuatrillizos del palacio de Arbell Cuello de Cisne. Le costó un rato rememorar la melodía, y no llegó a acordarse de las primeras líneas:
Muerte, muerte, ¿dónde está tu aguijón?
¿Tu victoria es siempre un final así?
Las campanas del infierno hacen tin ton.
Aún no tocan por mí, ¡pero ya tocan por ti!
El viento debía de ser ligeramente cambiante, ya que los himnos tan pronto se apagaban como volvían a oírse. Un incensario gigante del tamaño de una campana catedralicia dominaba la formación de modo imponente. Los Cordelias negros lo llevaban siempre a las batallas, y lo balanceaban hacia delante y hacia atrás para que desparramara su incienso, que ascendía hacia lo alto formando una densa columna de humo.
Los lacónicos se desplazaban por delante de su campamento como una multitud que hubiera salido a la calle a contemplar un espectáculo callejero más o menos interesante. Y en aquellos momentos, el espectáculo lo constituía el segundo ejército del Golán con sus cinco sodalidades que sumaban un total de seis mil hombres: los esclavos del Inmaculado Corazón, los Simones Pobres de la Adoración Perpetua, los Norbetinos, los imponentes Oblatos de la Humillación, y por último los de aspecto más lúgubre de todos: los integrantes de la Hermandad de la Misericordia. Durante la hora siguiente se estuvo desplegando el ejército redentor: ropas de oro, rojas enseñas, estandartes púrpura, peciolos de los confesores, frondas rosa de los frailes médicos, que no podían tocar al moribundo hasta que pedía la extremaunción. Todo ello acompañado por el sonido de las gaitas, que eran lo bastante potentes para desafiar el fuerte viento, y con las que Van Owen, observando desde el promontorio que sobresalía del Golán, transmitiría indicaciones una vez que comenzara la batalla y los himnos dejaran de elevarse como si fueran su propia voz, cada sodalidad teniendo su propio sonido particular y sus propias instrucciones de avance, vuelta o retirada.
Entonces, cuando los redentores estaban ya parcialmente alineados en filas de ataque, los soldados lacónicos empezaron a moverse, si bien con la misma falta de ganas con la que antes parecían quedarse observando. Sin embargo, en menos de tres minutos formaron en una serie nada apretada de cuadrados irregulares que parecían salidos de la nada. Pese a ello, enseguida dio la impresión de que volvían a perder el interés, pues los grupos conservaban su forma bien definida pero no adquirían la disciplina precisa y marcial de las filas bien formadas. Volvían a contemplar cómo terminaba de formar el segundo ejército redentor: una fila continuada de Cordelias negros al frente, y los demás formados en seis filas en total, más ágiles y de armadura más ligera cuanto más al final. Casi un kilómetro más atrás, en un grupo bien apretado, quedaba una reserva de unos mil hombres. Entonces, tras un toque de trompeta, los seis gaiteros interrumpieron su son, y el sonido fue vagando por los aires como el último aliento de un enorme animal herido.
Durante un minuto todo quedó casi en silencio. Tan sólo se oía, de vez en cuando, el grito de un sargento o el resoplido de un caballo, proveniente del grupo de quinientos jinetes que quedaban detrás del flanco derecho de los redentores.
Hubo movimientos delante de los lacónicos: ocho hombres, con dos banderas cada uno, salieron corriendo a cada lado, delante de su ejército, que seguía agrupado sin apretujones pero a cierta distancia unos hombres de otros.
En cuanto se dispersaron, los ocho hombres levantaron sus banderas y empezaron a transmitir órdenes con ellas. Como un caballo perezoso que flotara en la corriente de un río y de pronto empezara a dar enloquecidas córcovas ante el contacto de una espeluznante anguila, el ejército de lacónicos pareció despertar y empezó a moverse. Eran seis flojos cuadrados de bordes afilados, como llanas de albañil. Hubo un nuevo destello de banderas, y los lacónicos empezaron a marchar hacia los redentores, kilómetro y medio por debajo de ellos, perfectos en el paso y concertados como una gran compañía de bailarines.
Entonces volvieron a agitarse las banderas. Los seis cuadrados se detuvieron en el mismo instante. Se oyó un golpe, y volvieron a moverse las banderas. Un grito, una voz, ocho mil hombres. Tremendos choques de espadas contra escudos. La cara interior del escudo se volvió rápidamente contra los enemigos: un gran destello de color amarillo y rojo. Cada una de las filas se desplazó entonces a la derecha o la izquierda, de tal modo que los cuadrados se convirtieron en una línea que se alargaba por el campo, y que de treinta filas pasó a un grosor de diez. Otra vez las banderas se agitaron y se oyó otro grito, y de nuevo los hombres volvieron los escudos hacia dentro y hacia fuera. Los seis antiguos cuadrados se juntaron para formar un muro de mil metros de largo y seis hombres de ancho. Desde el puesto de Van Owen, en las cumbres del Golán, bramaron las trompetas y se elevó un grito de la boca de cada sacerdote:
¡MUERTE!, ¡JUICIO!, ¡INFIERNO!, ¡GLORIA!
¡LAS CUATRO POSTRIMERÍAS DE LA HISTORIA!
Incluso desde la seguridad de su risco y en la neutral malevolencia que sentían Cale y Henri el Impreciso, un desagradable estremecimiento les recorrió desde la nuca hacia abajo por toda la espina dorsal. Henri el Impreciso desafió la fuerza de aquella espantosa plegaria cantándole suavemente en voz muy baja:
Yo más quisiera a Marie la zorra:
a ver qué hace con una buena porra.
El gran ejército de los redentores avanzó como un toro metido en el fango y que se consiguiera por fin liberar. Cale y Henri el Impreciso se quedaron atónitos. Los mercenarios lacónicos empezaron a correr hacia su enemigo como si estuvieran encantados y deseando morir. No se trataba de ningún paso ligero, sino de una carrera que debía resultar fatal para el orden y fuerza del enorme muro que formaban, que residía en la voluntad única de miles de hombres que actuaban al unísono.
Mientras los dos grandes ejércitos se extendían uno al encuentro del otro como dos grandes manchas de aceite, los pequeños animales del Machair se veían constreñidos en el espacio que quedaba entre ambos. Los primeros y los únicos que lograron escapar fueron los faisanes, que no se espabilaron hasta el último momento, justo cuando la fila lacónica estaba a punto de pisotearlos, y entonces se agitaron cacareando y tratando de volar. Las liebres corrían para ponerse a un cubierto que no llegarían a encontrar, corriendo hacia atrás y hacia delante entre la carrera de los lacónicos y la paciencia letal de los redentores. El zorro que había ido persiguiéndolas también intentaba escapar, primero hacia un lado y luego al otro, aterrado, y entonces fue engullido por las hordas como lo fueron por el agua los animales que no pudieron entrar en el arca de Noé.
Aquella repentina prisa de los lacónicos expulsó hacia la izquierda y la derecha a los centenarios de los arqueros de los redentores. Ya el repentino echar a correr por la leve pendiente hacia el frente de los redentores los había pillado por sorpresa. Unos segundos de tardanza agravaron la confusión, pues lo único que conocían hasta el momento era el avance firme. Para cuando los centenarios oyeron las órdenes del furioso Van Owen, ya era demasiado tarde para lanzar dos sartas de flechas. Entonces se recuperaron, dispararon, y los dos muchachos vieron cómo las temibles flechas atravesaban el aire hacia los hombres de rojo que acudían a la carga. Semejante velocidad les hizo evitar el arco que trazaban en el aire, de tal modo que las flechas sólo cayeron sobre los lacónicos de la retaguardia, y muchas lo hicieron malgastadas en el suelo.
Ya tan cerca, los arqueros redentores se vieron obligados a disparar horizontalmente a los lacónicos, y las flechas se incrustaron en sus escudos. Otra sorpresa: los mercenarios habían contratado ellos mismos a otros hombres para que lucharan por ellos. Siendo como eran malos arqueros, dado que habían desdeñado durante demasiado tiempo el afeminamiento que para ellos suponía luchar a distancia, habían llevado consigo cuatrocientos arqueros de la Pequeña Italia que iban justo detrás de los lacónicos, a la derecha, y que estaban recibiendo la mayoría de las flechas que no habían conseguido impactar en el grueso del ejército atacante. Ciento cincuenta de ellos ya estaban muertos, y los demás detenidos. Pero entonces, cuando los arqueros redentores tenían la posibilidad de disparar según su voluntad, ignoraron a los arqueros de la Pequeña Italia, y éstos contaron con tiempo suficiente para recuperarse y disparar a su vez contra los arqueros redentores.
Tuvo lugar entonces un terrible desconcierto. Al no esperar el ataque de arqueros, y poco acostumbrados a recibir la misma medicina que solían repartir ellos, los arqueros redentores sucumbieron al pánico y la confusión ante una lluvia de flechas que fue a caer entre sus concentradas filas, a razón de casi una por cabeza. Los centenarios y los sargentos gritaban por encima de los chillidos de los heridos: «¡AGACHAD LA CABEZA! ¡AGACHAD LA CABEZA! ¡AGACHAD LA CABEZA!».
«¡Cuidado!», se gritaban unos a otros. «¡Mirad!». «¡POR AHÍ!, ¡POR AHÍ!». Un redentor recibe una flecha en el pecho, pero es el superviviente que tiene al lado el que se estremece como un caballo que recibe un latigazo inesperado. Algunos hombres se agachan y se encogen por nada, otros simplemente se quedan en pie y reciben una flecha en el estómago o en la cara, como si el ataque los hubiera pillado completamente por sorpresa. Los arqueros que habían devastado de aquel modo a la caballería Materazzi menos de un año antes se veían indefensos, sin poder hacer nada, mientras los lacónicos, apenas afectados por sus flechas, embestían como un ariete contra las filas de los Cordelias negros.
El estruendo que produjo el choque de escudos grandes contra pequeños tuvo más de feo estrépito que de grandiosa colisión. Pero en todo el mundo sólo los redentores podrían haber recibido con sus armaduras el impacto de una fuerza tan grande, y lanzada a tal velocidad, y resistir. Algunos rompían la fila, redentor y lacónico se enredaban uno sobre el otro en un torpe embarullamiento. Mala cosa para los mercenarios que esperaban que resistieran o que cayeran todos a una, y que al penetrar en las filas enemigas morían en el suelo a manos de los norbetinos que estaban aguardándolos.
Entonces empezaron los empujones, los gritos y las rítmicas señales de cada lado para que actuaran todos al unísono, señales que eran como bramidos en el juego de tira y afloja de los carnavales. Los hombres de detrás empujaban a los de delante, que hacían lo mismo contra los que tenían delante a su vez, hombros contra espaldas, gruñendo y empujando a cada uno a su sitio, y así todo el camino hasta la línea frontal. En la colina, desde tan lejos, el rojo oscuro de las capas de los lacónicos y los variados colores de las sodalidades redentoras parecían aceite y agua derramados sobre una mesa. Pero aquí y allí, a lo largo de la línea divisoria, se veían pequeñas manchas de color mezclado que duraban hasta que los intrusos caían muertos, o bien retrocedían para volver a integrarse en las filas propias.
Entonces recibieron una segunda sorpresa: sabiendo que se las veían con hombres que, al igual que ellos, no hacían otra cosa que luchar y aprender a luchar, los lacónicos habían robado cierto invento de alguna de las muchas guerras en que habían participado: sacaron sus nuevas espadas tomadas a los Strouds, que medían casi un metro de largas y se curvaban abruptamente al final. Semejante arma les permitía atravesar fácilmente los escudos de los redentores, y hacerlo con una fuerza terrible hasta llegar al yelmo del que tenían delante. Como eran yelmos diseñados para recibir sólo un golpe o corte, se partían ante la fuerza de algo que parecía al mismo tiempo una maza y un pico. Las terribles heridas infligidas con cada uno de esos golpes aplastantes hacían temblar las filas de los Cordelias negros. Entonces hubo una última vuelta de tuerca cuando entró en juego la horrible destreza de los lacónicos. El flanco derecho del ejército lacónico estaba constituido por los hombres más fuertes, en tanto que la sección central se hallaba bloqueada. En cuanto en la retaguardia de esta sección central comprendieron que la fila del centro no cedería, se desplazaron hacia el flanco derecho, haciéndolo de ese modo aún más fuerte. La parte central y el flanco derecho de los redentores empezaron a retroceder lentamente, mientras los Cordelias negros caían ante las curvas espadas y eran reemplazados por otros hombres más débiles o con peor armadura. El flanco izquierdo sufrió un derrumbe, incapaz de resistir las curvas espadas, la fuerza de los lacónicos, y el rápido y repentino refuerzo de aquel flanco. «¿QUÉ ES ESO? ¿QUÉ? ¡ESPERAD! ¡QUEDAOS AHÍ! ¡QUEDAOS AHÍ!». Confusión, colapso y gritos: tanto en un lado como en el otro, la mayoría de los soldados no tenían ni idea de si estaban a punto de vencer, o de morir.
En medio de aquel estruendo de gritos, órdenes, trompetas que tronaban instrucciones y lamentos de los moribundos, el flanco derecho de los lacónicos rompió el frente enemigo. Aquellos que podían hacerlo, echaron a correr; aquellos que no podían, encontraron la muerte. Y tan sólo sus cuerpos, resbalosos a causa de la sangre, los excrementos y la tierra, entorpecían el avance de los lacónicos. Los mercenarios perdían el equilibrio al pisar los cuerpos que yacían a sus pies, sobre la fofa pesadez de los muertos, en las manos de los moribundos que se aferraban a los vivos, ante la algarabía permanente de los heridos, algunos de los cuales seguían intentando luchar y eran capaces de apuñalar a los tambaleantes mercenarios que, empujados por detrás, perdían de repente la ordenación y se volvían vulnerables.
Muchos más lacónicos murieron en aquel giro decisivo pero confuso de la batalla que en los diez años anteriores de lucha. Pero cuando ese paso quedó superado, la batalla estaba concluida, aunque no la matanza. Van Owen seguía observando con horror desde lo alto de su colina, incapaz de hacer otra cosa que enviar sus magras reservas de hombres a morir, retrasando una derrota inevitable. En aquellos momentos, mientras los redentores del centro y el flanco derecho seguían luchando, los lacónicos les atacaron desde un lado, y con toda sencillez, aunque con mucha profusión de sangre, se los llevaron por delante como quien sacude el mantel con los restos al final de un picnic. Los redentores que no huyeron, perdieron la vida.
La segunda batalla que contemplaban Henri el Impreciso y Cale había resultado ser una nueva masacre. Los purgatores que los rodeaban habían estado gritando palabras de ánimo, gritadas con tanta fuerza que Henri el Impreciso les había mandado callar de malos modos. Estaba a punto de hacerles notar que aquéllos a los que animaban eran hombres que hubieran aplaudido en su ejecución, y que los miraban como si fueran muertos vivientes, como hombres sin alma. Cale comprendió lo que Henri el Impreciso estaba a punto de decir, porque él pensaba exactamente lo mismo, pero le puso una mano en el brazo para hacerle callar. Aquella vez, a diferencia del fiasco de monte Silbury, Cale no se sentía implicado, y se retiró mucho antes de la terrible conclusión de la batalla. Pero, a diferencia de lo que les pasó a los redentores aquel día, él tuvo un golpe de suerte.
En el pelotón de purgatores, algunos lloraban, otros rezaban por los muertos y los moribundos.
—¡Muerte, juicio, infierno y gloria! —clamaba el purgator Giltrap, que en otro tiempo había sido el Catequista de Meynouth antes de ser condenado por tres de las nueve ofensas contra la razón.
A lo cual, recordando la reprimenda de Henri el Impreciso, respondieron los otros en voz baja:
—Las últimas cuatro cosas en que vivimos.
Con la cabeza gacha, los dos muchachos que marchaban al frente pudieron ocultar sus indecorosas sonrisas.
Al volver hacia el Golán, Cale protegía a la columna desplazándose por rodeos a lo largo de los Dedos del Machair, llamados así porque, largos, bajos y finos, sus regordetes extremos apuntaban al camino que bordeaba las cumbres. Los lacónicos no eran mejores jinetes que ellos arqueros, pero tenían reservas, no empleadas aquel día, de hombres que podían desplazarse rápidamente porque lo hacían a caballo, y antes de que abandonaran el risco, Cale los había visto en la distancia, recorriendo lentamente su camino por el otro lado del promontorio de Van Owen. Cale retrocedió lentamente hacia el Golán, con cautela, por si se tropezaba con tropas lacónicas montadas. A lo largo de los dedos, a cada lado y justo bajo la cima de aquellas colinas, tenía exploradores montados en burro, bien firmes sobre las irregulares laderas, con un ojo avizor para vislumbrar cualquier cosa que pudiera representar una amenaza. Justo ante el extremo regordete de los dedos, uno de ellos hizo señas a Cale para que se acercara adonde él se encontraba, en la cima. Cale subió a pie, acompañado por Henri el Impreciso, y entonces el explorador les señaló un grupo de unos veinte redentores que emprendían camino hacia el Golán.
—¿Será Van Owen? —preguntó Henri el Impreciso, mientras Cale miraba por el catalejo.
—Supongo que sí —respondió Cale, pasándole el catalejo a Henri—. Mirad hacia allá.
Henri el impreciso miró en la dirección que le indicaba Cale. Alrededor de treinta lacónicos a caballo marchaban en persecución de la guardia de Van Owen, que parecía, a juzgar por la lentitud con que se desplazaba, completamente inconsciente de que estaba a punto de ser atacada.
—No le arriendo la ganancia a Van Owen —dijo Henri—. Por lo que vi, esa guardia está formada por viejos, predicadores, y un par de vigilantes de la ortodoxia.
Cale volvió a coger el catalejo y observó cómo se acercaban los lacónicos a caballo. Su cerebro trabajaba como un martillo. Aun sin catalejo, Henri el Impreciso podía distinguir con bastante claridad. En cinco minutos los lacónicos se habían acercado a unos doscientos metros, antes de que los descubrieran los hombres más retrasados de la guardia de Van Owen. Henri el Impreciso observó cómo pasaron todos a la vez del galope lento al galope tendido. Salvo cinco o seis guardias que rodeaban al que debía de ser Van Owen, todos se quedaban atrás para cortarles el paso a los atacantes, interponiéndose entre ellos y Van Owen. Sin embargo, aunque los lacónicos no fueran muy buenos jinetes, seguían siendo mejores que los redentores, y contaban además con mejores caballos. Estaba claro que los redentores no tardarían en ser alcanzados. Mostrando al menos algo de sensatez, los guardias se dirigieron a una pequeña colina que en el paisaje parecía apenas algo más que un grano con pretensiones. Desmontando, los guardias de Van Owen adoptaron una disposición circular alrededor de su general, y de ese modo aguardaron. Cale le pasó el catalejo a Henri el Impreciso. Entonces éste vio cómo desmontaban los lacónicos, a no más de treinta metros de Van Owen, y se disponían en rápida formación para ascender el pequeño montículo. Y acto seguido empezó la lucha.
Cale hizo ademán de volver a descender la pendiente, pero Henri el Impreciso lo agarró del brazo.
—¿Qué pensáis que hacéis?
—¿Yo…? Voy a salvar a Van Owen. Vos quedaos aquí.
—¿Por qué?
—Vale. Venid conmigo.
—No pienso ayudar a ese cerdo. ¿Por qué queréis hacerlo vos?
—Mirad y aprended, joven.
—Estáis como una cabra.
—Ya lo veremos. —Y diciendo eso, bajó de la colina como una cabra montesa.
Henri el Impreciso aguardó en lo alto del dedo, junto con el explorador, que seguía montado en su burro, y se limitó a observar mientras Cale y sus purgatores bajaban a la llanura y se iban a encontrarse con la lucha, en lo que más tarde llamarían Colina del Imbécil, a menos de un kilómetro de distancia de Henri.
Mientras veía avanzar rápidamente a Cale y a los purgatores, Henri comprendió que su amigo no era tan impulsivo como le había parecido al principio. Siempre que fuera lo bastante rápido, Cale podría atacar a los lacónicos por la retaguardia. Apretados entre las filas de redentores, la segura victoria de los lacónicos se convertiría en una derrota casi inevitable. Además, Cale no se arriesgaría a atacar directamente. Henri el Impreciso siempre decía que los ballesteros podían reemplazar fácilmente a los arqueros, porque estos últimos necesitaban años de práctica. La ballesta, sin embargo, ofrecía los mismos resultados, y a veces aún mejores, en tan sólo unos meses. Así resultó la cosa cuando Cale hizo desmontar a sus purgatores, a unos sesenta metros de la cima de la Colina del Imbécil, y permaneció en pie detrás de ellos, a cierta distancia, y empezó a darles instrucciones para que dispararan a los lacónicos con las ballestas. Después, ese mismo día, uno de los purgatores le dijo a Henri el Impreciso que uno de ellos había puesto en cuestión la orden, a causa del peligro que entrañaba para la guardia de Van Owen. La respuesta de Cale había sido pegarle un puñetazo tan fuerte que, como lo describió el purgator, «la nariz le reventó como una ciruela madura».
Fuera el que fuera el peligro en la Colina del Imbécil para la eminente guardia de honor, el efecto en los lacónicos resultó devastador. En cosa de un minuto, cayeron media docena de mercenarios de capa roja. No tenían más elección que salir y atacar a Cale y sus purgatores. Pero con la guardia de honor detrás, parecía que sus posibilidades se limitaban a elegir entre un tipo de derrota u otro. Cargaron colina abajo, y eran una imagen aterradora incluso desde la distancia a la que lo contemplaba Henri. Con sólo tres bajas más, penetraron entre los purgatores. Lo que siguió fue una lucha terrible y muy igualada, en la que no se sabía quién llevaba las de ganar. No tendría que haber sido así, pero la guardia de honor de Van Owen, en vez de bajar de la Colina del Imbécil y proporcionar a los lacónicos la imposible tarea de luchar por delante y por detrás, se limitó a quedarse donde estaba, contemplando cómo los hombres que habían acudido en su rescate entablaban una lucha desesperada por conservar la vida. Pese a su inferioridad numérica, que ahora era de dos a uno, los lacónicos iban con armadura, si bien no era tan pesada como la de los hombres que no iban a caballo, y se encontraban en la parte de arriba, en un terreno ideal para su modo de luchar. Los purgatores lucharon ya sin ventaja ninguna y comprobando que, en vez de perseguir a los lacónicos tal como dictaba el sentido común, la guardia de honor había decidido quedarse mirando. Cale se puso las manos delante de la boca, en forma de bocina, y gritó:
—¡¡Ayudadnos!!
Pero los guardias siguieron mirándolos fijamente, tan impasibles como una vaca. Cale permaneció a unos diez metros por detrás de los purgatores, echando maldiciones, fuera de sí al comprender que la guardia no estaba malinterpretando lo que se necesitaba de ellos, sino que se quedaba donde estaba a propósito. «¿Por qué? —pensó Cale—. Lo lógico sería ayudarnos». Pero no si uno es un general que cree en el martirio y el sacrificio y en que es vital, por encima de todo, la propia supervivencia por el bien general. Ya Van Owen y su guardia estaban bajando por el otro lado de la colina, reemprendiendo el camino hacia el Golán.
Si Cale hubiera sido Henri el Impreciso o Kleist, podría haberse mantenido a salvo con su buena puntería, eliminando lacónicos desde una distancia más segura. Pero no lo era. Su única elección era luchar cuerpo a cuerpo. Lanzó un grito de furia, irritado por su propia idiotez, y entonces corrió hacia la parte izquierda de la lucha, y ensartó por la espalda al primer soldado lacónico que encontró metiéndole la espada por debajo del yelmo para atravesarle el cuello. Tenía ventaja por llegar del lado izquierdo, pues de ese modo para luchar tenía que inclinarse hacia el lado derecho. Como normalmente no era buena cosa perder el equilibrio, Cale levantó la pierna izquierda no más de medio metro para darle una patada al siguiente en la vulnerable rodilla. El grito de agonía que lanzó el hombre al partírsele la articulación fue cortado de repente por la patada en un lado de la cabeza que recibió en plena caída. Cale agarró a los dos purgatores en apuros que había salvado, e intentó aniquilar a los lacónicos desde un lado, trayendo a su lado a todos los purgatores que podía rescatar para formar con ellos un flanco.
Al otro extremo de la fila, las cosas se ponían feas para los purgatores, que no llevaban armadura, y que no podían igualar la fuerza ni la destreza de sus contrincantes, que estaban mejor entrenados que ellos. Pero Cale, furioso por la traición de Van Owen, se había transformado en un torbellino de odio y bilis. Sin pretenderlo, daba un ejemplo a sus hombres, mostrándoles en toda su monstruosa habilidad lo que ellos consideraban simple valor, e incluso amor por ellos. Había algo en su talento para matar que parecía impresionar incluso a los lacónicos, para quienes la muerte violenta era su manera de vivir. Cada uno de los movimientos de Cale estaba completamente falto de gracia o elegancia, en todo salvo en la brutal convicción que infundía a cada estocada o cada golpe que cualquier otro hubiera fallado; y cualquier cosa que hecha por otro hubiera resultado inútil, en él provocaba la desmoralización de los lacónicos, que se veían arrollados desde la izquierda. Apenas daban muestras de ello, despiadados como eran consigo mismos tanto como con los demás, pero durante los minutos previos a su muerte, los lacónicos tenían tiempo de paladear la derrota. De siete pasaron a tres, de tres a uno, y después todo terminó. Entonces tuvieron lugar las acostumbradas monstruosidades: los heridos que clamaban, los entumecidos, los felices…, el cruel fin de los lacónicos que seguían con vida. Uno de los lacónicos estaba tan sólo ligeramente herido en la pierna, y los dos purgatores temían cualquier peligro (tal vez una daga escondida), mientras disfrutaban provocándolo y haciéndole retroceder de sus pinchazos.
—¡Cerdo antagonista! —Y le gritaban algo que no era muy acorde, pero sí lo peor que se les podía ocurrir—: ¡Ateo malhechor!
Eso hubiera sido bastante acertado para definir a los lacónicos, si bien el término estaba mal empleado con respecto a los antagonistas. Es curioso que la mayoría de los redentores no tuviera ni idea de que los antagonistas eran una escisión de su misma religión, y que por tanto creían en casi todo lo que creían ellos.
El filo de una de las espadas le dio al soldado lacónico en la mano y se le hundió por la palma hasta el fondo. El grito de dolor que lanzó atrajo la atención de Cale, que arremetió contra los dos purgatores e, irritado, los apartó de delante. Los ojos del soldado lacónico, ya muy abiertos, se volvieron la imagen misma del terror al descubrir que Cale se erguía ante él. Estaba agachado, con los brazos abiertos, esperando. El golpe llegó al instante, entrándole por la clavícula hasta el corazón. Una horrible expectoración que duró segundos, y después la inconsciencia y la muerte.
Fue aquél un final más piadoso que el que durante las horas siguientes iban a sufrir muchos, a los que dejaban morir con los dolores de sus heridas o a los que la crueldad infligía una muerte lenta. Todo aquel horror estaba aún por llegar para miles de hombres en el campo de batalla. A veces es mejor, le había dicho IdrisPukke a Henri el Impreciso, cuando estaban comiendo pescado con patatas en una playa de arena en el golfo de Menfis, reservarse el derecho a mirar para otro lado.
Fue entonces cuando llegó Henri, aunque el explorador seguía montado en su burro y a trescientos metros de distancia. Observó la carnicería a su alrededor.
—Nunca vi nada así —les dijo a los purgatores supervivientes, que eran ocho. Cale lo miró fijamente, comprendiendo con exactitud qué era lo que quería decir, y que no se trataba de un cumplido.
—Quitadles la armadura y las armas a un par de ellos, rápido.
Se fueron un par de minutos después, llevándose con ellos a sus muertos.
Pese a haberse encontrado aún más cerca de la muerte que en el monte Silbury, las cosas al final habían salido bien. Cale aprendió una lección, aunque como le dijo después a Henri el Impreciso: «Todavía no sé cuál fue». Y vivió para contarla. Pero el día aún no había terminado para él.
Aunque el brezo y el cálamo del campo de batalla de los Ocho Mártires fuera lo bastante robusto, un buen trozo había quedado revuelto, y el barro de debajo expuesto y levantado. Pese al frío helador que había hecho tan sólo una semana antes, los cálidos vientos del mar que habían derretido la nieve se habían vuelto aún más cálidos. Esa tarde hacía un calor nada propio de la estación en que se encontraban, y ese calor insufló nueva vida donde no había más que espantosa muerte. Los mosquitos habían puesto sus huevos en el barro, bajo la calidez del cálamo, a varios centímetros de profundidad. Expuestos al aire por la batalla y calentados por el sol, salieron del cascarón por millones, y en tan sólo una hora formaron una columna que giraba incesantemente, cuya base tenía el tamaño del campo de batalla y se elevaba hasta mil metros de altura.
Los cerca de tres mil redentores que habían sobrevivido a la carnicería y huido en desbandada hacia la base del Golán miraron atrás y vieron en el aire algo que muy pocos de ellos habían visto antes: una nube en el cielo que se movía no como lo hacen las nieblas sino como algo vivo.
Que es lo que era, al fin y al cabo. La nube tan pronto parecía una comadreja erguida sobre sus patas de atrás, como una ballena (para los que alguna vez hubieran visto una). Pero a la mayoría, exhaustos, avergonzados y temerosos como estaban, les parecía que se trataba del Ahorcado Redentor, que negaba furioso con la cabeza ante la espantosa pérdida y el sacrilegio que suponía la victoria de los lacónicos. Y después, al final, cambiaron el viento y el vuelo inmotivado de los insectos, y el rostro apenado del salvador se convirtió por un instante en el rostro severo y atento de un niño implacable. O eso les pareció después a muchos. De hecho, unos días después se lo parecía incluso a muchos hombres, cada vez más, que ni siquiera se habían encontrado allí.
En cuestión de horas, los supervivientes comenzaron a entrar en riadas en el Golán, y los rumores empezaron a extenderse como la mantequilla sobre el pan: noticias del final prometido, noticias de que los judíos acudían a Chartres en masa para convertirse, noticias de que los cuatro jinetes enanos del Apocalipsis habían cabalgado por las calles de Ware. En la Colina Pedregosa, un dragón rojo apareció sobre una mujer envuelta en sol[9]; y en Whitstable una bestia de la tierra había forzado a la gente de la ciudad a adorar a una bestia del océano. En New Brighton, un ángel apareció llevando en un cuenco la ira de Dios. En cuanto estos rumores fueron de común conocimiento, surgió una extraña exaltación del horror de la espantosa derrota. La historia que recorrió el Golán decía que un acólito, un niño, había derrotado a cien soldados del enemigo con una quijada de asno y había rescatado al padre Van Owen de los traidores antagonistas que habían traicionado a su propio ejército.
Si este último no era completamente falso, ninguno de los rumores era del todo accidental. Los hombres de Bosco en el Golán, junto con aquellos que sabían y creían, vieron cómo su versión tergiversada de números y sucesos en la Colina del Imbécil llegaba a oídos ansiosos de escuchar.
Al final los acontecimientos conspiraron a favor. Los lacónicos, en vez de avanzar e intentar tomar los Altos o incluso rodear y atacar por la retaguardia a los redentores cobijados en la trinchera, se quedaron exactamente donde estaban, para sorpresa de todos. En cosa de horas, todos los redentores del Golán sabían con certeza absoluta que los lacónicos se habían detenido a causa de la visión del Ahorcado Redentor, y que su ira manifiesta los había apaciguado mediante el temor en Dios.
Pero no fueron ni Dios ni los mosquitos los que hicieron a los lacónicos replegarse al campamento que ya ocupaban desde una semana antes de la batalla, sino un miedo terrible, persistente y habitual. Es un dicho sabio aquel que dice que si pones todos los huevos en una cesta, perderás todo el tiempo vigilando la cesta. Y ésa es una perspectiva aún más preocupante si los huevos de la cesta son excepcionalmente raros. Aquél era el meollo del problema para los lacónicos. Su capacidad para trabajar juntos como bailarines en el caos y el horror del campo de batalla era el resultado de una vida de brutales ejercicios y violencias. Cada lacónico costaba una fortuna en tiempo y dinero, y el tesoro que se precisaba para comprar ese tiempo se ganaba mediante esclavos. Esos esclavos no los conseguían en los cuatro cuartos de la tierra, destruyendo familias y todos sus demás vínculos, sino mediante la esclavización de pueblos enteros que vivían junto a ellos, codo con codo. Y los esclavos eran muchos, mientras que los lacónicos eran pocos. Apenas había un guerrero lacónico que tuviera miedo a la muerte, y sin embargo no había ninguno que no se lo tuviera a los hombres y mujeres que le pertenecían. En la batalla de los Ocho Mártires, los lacónicos mataron a catorce redentores por cada una de sus bajas. Y sin embargo estaban traumatizados con aquella pérdida. El trabajo que se había ido a la tumba con aquellos mil cien hombres era tal que no podrían reemplazarse ni en una generación entera, dado lo poco numerosos que eran los lacónicos y lo dura y larga que era su preparación.
A la luz de un éxito tan catastrófico, los éforos de Laconia tendrían algo que decir. Por eso se habían detenido los lacónicos, cuando de haber rodeado los Altos del Golán y tomado las trincheras de los redentores por la retaguardia, aquella gran guerra podría haber acabado en meses o incluso en semanas.
Los éforos ordenaron a sus tropas ante el Golán que se atrincheraran e hicieran una oferta a sus esclavos helotos: que eligieran a los tres mil hombres más fuertes, más valerosos y más vivos de entre ellos. Si esos tres mil hombres luchaban con los lacónicos en el Golán, al regreso serían liberados y se les daría doscientos dólares y una franja de tierra a cada uno. Los helotos aprovecharon aquella oportunidad sin precedentes de conseguir la libertad y la prosperidad, y tres mil de sus mejores hombres se presentaron sin armas en el momento y el lugar designados. Allí mismo, los lacónicos los mataron a todos. Y de ese modo, seguros tanto de haber matado a los más fuertes como de haber al mismo tiempo aterrorizado a los helotos que quedaban, los éforos tomaron el dinero adicional ofrecido por los antagonistas y decidieron volver a avanzar. Pero planear y llevar a cabo una masacre lleva su tiempo, y sacarles más dinero a los antagonistas también, y por eso pasaron casi tres semanas antes de que el ejército lacónico se pusiera en marcha, tiempo que Bosco aprovechó para lucirse.
En menos de dos días le llegaron noticias de la derrota, y al cabo de otros dos ya se había aprovechado de la parálisis en que se había sumido la Santa Sede y se hallaba en Chartres insistiendo en que se le concediera audiencia papal, al tiempo que enviaba sin cesar mensajeros, con mensajes muy persuasivos destinados a su secreta fraternidad de seguidores, quienes, aunque muertos de miedo, también querían saber qué podían hacer de provecho en medio de aquel desastre.
Pese a la desesperada necesidad de salvarse de los lacónicos, no todo el mundo tenía tantas ganas de creer en Cale. Los enemigos de Bosco estaban en un aprieto. Por un lado, estaban tan consternados por la derrota ante los lacónicos como cualquier redentor, e igualmente horrorizados por sus probables consecuencias. Y el hecho de que fueran traicioneros, intrigantes y egoístas no quería decir que carecieran de auténtico celo religioso. ¿Y si Cale resultaba ser el Tétrico prometido desde hacía tanto tiempo, si bien en términos vagos y por medio de rodeos y ambigüedades? Algunos incluso dudaban de que el Tétrico fuera una profecía en absoluto, pues podía tratarse de una mala traducción del texto original, que se hallaba en un estado francamente defectuoso, y tal vez no significara un destructor mortal de los enemigos de los redentores, que podría o no traer consigo el final de todas las cosas, sino un tipo de pastel sagrado de setenta uvas pasas y frutos secos que sería otorgado por el Señor para poner fin al hambre que los habría asolado durante más de un año. El debate sobre si la profecía hablaba de un oscuro destructor o de un enorme pastel era muy poco importante, teniendo en cuenta que no cabía ninguna duda de que la fe del Redentor encaraba decididamente la aniquilación.
Al principio, la asombrosa petición de que Cale fuera puesto al mando del Octavo Ejército del Wras fue rechazada de plano. Una decisión mucho más cauta y plausible fue la que tomó el Papa en un breve instante de lucidez al pedirle al General Redentor Princeps, vencedor de los Materazzi y ya en Chartres, que tomara el mando. Sin embargo, por órdenes de Bosco, Princeps aseguró que se hallaba a las puertas de la muerte, con una espina de pescado atravesada en la garganta. Escribió una carta, no por primera vez, dejando claro que él sólo había seguido los planes de Cale en su victoria sobre los Materazzi, y pedía con toda humildad al Pontífice que confirmara al joven como cabeza del Octavo Ejército. Para convencer a los que no creían en su enfermedad, que eran muchos, Princeps pedía que el mismísimo Papa rezara por él oraciones de esas que se destinaban a los moribundos. Aquello era un sacrilegio que no hubiera aceptado cometer más que ante la fuerte insistencia de Bosco, que sostenía que de no implorar esas oraciones, a sus enemigos les olería a gato encerrado.
Sería difícil exagerar el golpe que esto supuso para Gant y Parsi. Veían a Princeps, si no como su última esperanza, sí ciertamente como la mejor.
—Tenemos que actuar juntos o estaremos perdidos. Habrá que confiar en el muchacho —se lamentó Parsi.
—¡Qué me ahorquen si expongo la fe a un acto tan temerario! Si él es un mensajero de Dios, consideraré una visión sangrienta mejor signo que una niebla mágica o que la palabra de ese bastardo de Bosco.
Pero entre los fieles, que estaban ansiosos de un salvador, había demasiado fervor para que los dos se cruzaran de brazos.
—Bien. Entonces —dijo Gant al fin—, dejaremos que el perro olfatee la liebre.
Al cabo de una hora, un mensajero pontificio y ocho guardias armados llegaron a las dependencias de Bosco y pidieron que Cale se presentara de inmediato para una audiencia. Bosco, alarmado por aquel acontecimiento repentino, trató de ir con él, pero el mensajero, aterrorizado, le ordenó quedarse donde estaba.
—He recibido las órdenes directamente, padre —se disculpó—. Vos no podéis venir.
Y de ese modo, incapaz de explicarle a Cale siquiera brevemente qué decir y hacer, o qué no decir y no hacer, se vio obligado a verlos partir hacia lo que sabía que sería una especie de trampa.
Condujeron a Cale hasta una antecámara y le pidieron que aguardara, con la idea de que tuviera tiempo suficiente para desquiciarse y ponerse hecho un flan ante la perspectiva de la audiencia. Al final de la estancia, iluminada con velas y aromatizada con el humo de cuatro incensarios, había una estatua del primero de todos los mártires redentores, san José, en el momento de ser lapidado.
Aquella escena representaba un acontecimiento notable a causa de un detalle menor: había sido seguramente la última ocasión en que alguien, movido por la compasión, había intentado intervenir a favor de un redentor. Cuando los hombres de la ciudad se reunieron para tomar parte en la ejecución de san José por haber blasfemado contra su propia única Fe Verdadera, un predicador ambulante, aunque muy respetado, había tratado de evitar la ejecución gritándoles: «Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que tire la primera piedra». Por desgracia para el compasivo predicador y aún más para el desgraciados san José, un hombre, impertérrito, corrió hacia él con una gran piedra y gritó lleno de confianza: «¡Yo estoy libre de pecado!», y arrojó la piedra a una de las espinillas del redentor, que se partió haciendo un espantoso «¡crac!».
La estatua representaba el instante en que el verdugo libre de pecado levantaba otra enorme piedra por encima de la cabeza y estaba a punto de tirarla sobre el agonizante san José. Cale estaba acostumbrado a ver estatuas de madera policromada de terribles martirios, tallas ordinarias o simplemente pasables, pintadas plenamente, con colores simples, hechas en serie para beneficio de los fieles de cada iglesia redentora.
Pero las estatuas de Chartres, que eran muchísimas, no se parecían a nada que hubiera visto antes. Parecían más reales que la realidad misma, y la talla no sólo estaba hermosamente esculpida, sino llena de vida.
Las manos del verdugo no solamente estaban bellamente talladas, sino finamente observadas: eran las manos de un obrero. Había pequeños cortes cicatrizados o casi cicatrizados en casi todos los dedos. Había suciedad debajo de cada uña, salvo una. La expresión de su rostro era algo más que un gruñido de maldad: estaba allí plasmado el deleite de la crueldad, el placer, y debajo del animado rostro había algo de desesperación. Los dientes, hechos del más delicado marfil, habían sido primorosamente descoloridos, dos de ellos estaban partidos, uno parecía cariado.
En cuanto a san José, habría despertado la compasión del más duro de los corazones: la pierna izquierda la tenía no sólo rota por la primera piedra, sino además aplastada, y el hueso le salía de la espinilla, partido, ensangrentado, doliente; el refulgente tuétano que manaba del hueso roto estaba hecho de cristal; la boca estaba abierta en un grito de dolor; no había santa resignación ante su destino, sino miedo y angustia expresados en cada rasgo y cada arruga; había levantado la mano para detener el segundo golpe, con su brazo delgado, un brazo de anciano con manchas de vejez que parecía temblar de miedo y dolor. Pero los ojos de Cale volvieron hacia el hombre que permanecía en pie ante él, con el rostro contorsionado por el odio y los ojos tan llenos de una furiosa ira que sólo la muerte de otro podía satisfacer.
El propio corazón de Cale se llenó de aversión contra el hombre que había hecho aquella obra extraordinaria y trataba de hacerle sentir compasión por un fanático en el momento de su muerte. Sus pensamientos fueron interrumpidos por una tos procedente de la puerta, al otro extremo de la antecámara. Con aquella mezcla de aturdimiento e inquietud que sentía casi siempre antes de una lucha, Cale caminó hacia el redentor que acababa de toser y que le aguardaba.
De pronto se encontró en la estancia, ante el Pontífice de todos los redentores. Era una estancia tan espléndida que le dejaba a uno sin respiración, con sus vidrieras que iban del suelo al techo y sus extraordinarias estatuas de escenas religiosas, tan maravillosas y espantosas como la de la antecámara.
A cincuenta metros de distancia se hallaba el Pontífice sentado en su trono, con vestiduras de oro, el rostro de Dios en la tierra, poderoso, austero, lejano y sabio, con el pelo gris que le asomaba bajo el solideo dorado que llevaba siempre. Observando a Cale desde ambos lados del trono, había ochenta redentores vestidos con las diferentes túnicas de las festividades, redentores que estaban allí aquel día con el propósito de atemorizar al presuntuoso acólito de Bosco.
Desde detrás del trono empezó a cantar un coro, con un bajo profundo terrible, imponente y retumbante que parecía reverberar en las mismísimas entrañas de Cale, tal como esperaba Gant. Observando a todos desde sus quince años, Cale recorrió los cincuenta metros que le separaban de la cuerda azul que hacía de barrera antes de llegar al trono. Al concluir el recorrido (y se trataba de una estancia lo bastante grande para llamarlo recorrido), el redentor que tenía a su lado le tocó el brazo como para evitar que pasara al otro lado de la cuerda.
El gran coro alcanzó un clímax capaz de destrozar los nervios. Hubo un instante en que la nota final pareció llenar el aire de alguna sustancia celestial, una sustancia enorme, capaz de llevarse consigo cualquier recuerdo de uno mismo y de cualquier otra cosa para dejar sólo el sentido religioso. Durante una larga pausa, el fuerte Pontífice de cabeza de león, el señalado por Dios, miró al niño que tenía delante, exponiendo su alma a la sabiduría divina.
—¿En nombre de quién habéis venido a molestar al ungido del…?
—Vos no sois el ungido —repuso Cale con naturalidad.
Algunos se quedaron con la boca abierta, y la majestuosa cara del hombre que estaba sentado en el trono se encogió como el globo de un niño de Menfis al que se le sale el aire.
—¿Qué queréis decir con que…?
—Que vos no sois él.
—¿Quién es, entonces? —La voz del hombre sonó ahora muy alejada de la voz propia de la Santa Majestad: sonó quejumbrosa, ofendida, claramente enfadada por la facilidad con que había sido descubierto.
Cale fijó unos ojos insolentes en los ojos del contrahecho Pontífice, y sin mirar elevó la mano derecha para señalar a un anciano fraile que se encontraba de pie, a mitad de la fila de cuarenta redentores que flanqueaba el camino al trono. Un asombro que a Cale le resultó completamente satisfactorio se apoderó de los presentes. Lenta, solemnemente, Cale volvió el rostro en dirección al fraile al que estaba señalando con la mano. Inclinó la cabeza ante aquel anciano fraile. El redentor que estaba a su lado le hizo un gesto para que se adelantara hacia él, y Cale se acercó al verdadero Pontífice hasta casi tocarlo. El Santo Padre lo miró y sonrió distraídamente, ofreciendo la mano para que se la besara.
—¿Habéis venido de lejos?