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La Balada de Thomas Cale, el Ángel de la Muerte, es el segundo peor poema que haya salido nunca del Oficio para la Propagación de la Fe del Ahorcado Redentor. Esta institución llegó a ser posteriormente tan famosa por su habilidad para trenzar los más flagrantes embustes en beneficio de los redentores, que la frase «contar monjirías» ha pasado a ser de uso general.
Libro cuadragésimo séptimo: El enfrentamiento
¡Despertad! El sol ilumina ya el cielo celoso
mostrando la Mano Izquierda del Todopoderoso.
Os hablaré de Cale, hombre de brazo fuerte
que no comete yerro como Ángel de la Muerte.
A los traidores papicidas sin cesar buscando
Cale dejó el Santuario a la chita callando.
Para proteger al Papa de su infiel contrario
huyó por una soga del sosiego del Santuario.
A Bosco, su mentor, lo rechazó de este modo:
por Nuestro Señor el Papa hizo esto y lo hizo todo.
En Menfis, ciudad peor que Sodoma y Babilonia,
rescató a una princesa bella cual begonia.
Arbell con artimañas buscó la rueda de su alma;
Cale no la quiso: la mandó matar sin perder la calma.
Mucho había su padre contra el Papa conspirado
y atacó a los redentores para lograr lo buscado.
Pero en la gran batalla al pie de la colina
con Princeps y Bosco, Cale tuvo puntería fina.
El imperio de Menfis ese día perdieron;
Bosco y Cale a la lucha muy pronto volvieron:
a matar antagonistas sin pausa ni temblor.
¡Oremos nosotros todos por Papa y Redentor!
Es cosa bien sabida de todo el mundo que los sucesos reales pasan a la Historia y son transformados según los prejuicios de la persona que los registra. De ese modo, la Historia se va convirtiendo poco a poco en leyenda, emborronando todos los hechos según el interés de los transmisores, que con el tiempo llegan a ser muchos, variados y contradictorios. Al final, al cabo de mil años tal vez, todas las intenciones, buenas o malas, todas las mentiras y todas las verdades, confluyen en un mito de raigambre universal en el que cualquier cosa puede ser cierta o tal vez falsa. Ya no importa.
Pero lo cierto es que algunas cosas se apartan de los hechos reales tan pronto como suceden, para emborronarse en una espesa niebla de mitos casi antes de que termine el día en que ocurrieron. Los ripios que anteceden, por ejemplo, fueron escritos en los dos meses que siguieron a los incidentes que de manera tan torpe tratan de inmortalizar. Repasemos estos embustes verso a verso:
Thomas Cale había sido llevado al imponente Santuario del Ahorcado Redentor a los tres o cuatro años (cuál fuera esta edad exactamente, eso nadie lo sabía ni le preocupaba). Nada más llegar, el niño llamó la atención de uno de los monjes de la más adusta de las religiones, el redentor Bosco, mencionado tres veces en el poema tal vez por el hecho de que fue precisamente él quien lo mandó escribir. Pero que nadie piense que este poema fue inspirado por algo tan simple como la vanidad o la ambición humanas.
Los redentores no son sólo de infausta memoria por su dura visión de la naturaleza pecaminosa de la humanidad, sino aún más por su voluntad de extender ese punto de vista mediante la conquista militar llevada a cabo por sus propios sacerdotes, la mayoría de los cuales son formados más para la lucha que para la oración. Los más inteligentes y los más piadosos (una distinción que resulta más turbia entre los redentores que entre ningún otro grupo humano) eran responsables de asegurar la corrección de las creencias y la administración de la fe en todos los estados conquistados y convertidos. El resto eran consagrados al ala armada de la única Fe Verdadera: los Militantes. Se les formaba y frecuentemente morían (éstos eran los afortunados, según una broma muy comúnmente repetida) en un gran número de cuarteles religiosos, de los cuales el más grande era el Santuario.
Fue en el Santuario donde Bosco eligió a Cale como su acólito personal, un favoritismo al que sólo un niño de fuerza sobrehumana hubiera podido sobrevivir. Para cuando contaba catorce años (o tal vez quince), Cale era un ser tan frío y calculador que cualquiera preferiría no encontrárselo en un callejón oscuro, ni en ningún otro lugar, un ser movido aparentemente por tan sólo dos cosas: su profundo odio hacia Bosco, y su indiferencia hacia el resto del mundo.
Pero la mala suerte de Cale cambió a peor el día que abrió la puerta equivocada en el momento equivocado y descubrió al redentor Picarbo (que era el Padre Disciplinario), que estaba diseccionando el cuerpo de una jovencita que aún conservaba un hálito de vida, y estaba a punto de hacer lo mismo con otra. Eligiendo la propia seguridad antes que la compasión ante el espanto, Cale cerró la puerta con mucho cuidado, y se fue. Sin embargo, en un momento de insensatez que después siempre aseguró lamentar, la mirada que había visto en los ojos de la muchacha que estaba a punto de ser cruelmente destripada le hizo regresar al lugar de la terrible escena, y en la lucha que siguió mató a Picarbo, el hombre que ocupaba más o menos el décimo puesto en la línea sucesoria del Papa. Lo que ya sabéis de los redentores os servirá para comprender con toda claridad qué es lo que podía esperar Cale entonces: algo que, de eso podéis estar seguros, incluía muchos gritos.
Si huir del Santuario hubiera sido fácil, hace ya tiempo que Cale lo habría hecho. Es verdad que, como proclaman las bobadas escritas en la Balada de Thomas Cale, escapó por medio de una soga. Pero no lo es que hubiera ningún plan para asesinar al Papa, otra invención de Bosco para tapar la huida de un acólito al que tenía especiales ganas de recuperar, por razones que no tenían nada que ver con ninguno de los turbios y desagradables asuntos en que andaba envuelto Picarbo. Lo que el poema no menciona es que Cale escapó acompañado por otros tres: la chica a la que había salvado; Henri el Impreciso, que era el único acólito de todo el Santuario con el que se llevaba ligeramente bien; y Kleist, que, como el resto del Santuario, lo miraba con recelo y desagrado.
Aunque la inteligencia de Cale, adiestrada en la prolongada instrucción que había recibido, le había servido para evadir a los redentores que trataban de volver a capturarlo, su habitual mala suerte llevó a los cuatro a darse de bruces contra una patrulla de la caballería Materazzi a las afueras de la gran ciudad de Menfis, ciudad ésta más rica y variada que ningún París, Babilonia o Sodoma, otra de las escasas referencias de la Balada que contienen una pizca de verdad. En Menfis los cuatro evadidos concitaron la atención del gran Canciller, Vipond, y de su hermano, un hombre poco fiable llamado IdrisPukke, quien por razones poco claras para nadie, incluido él mismo, se interesó por Cale y le mostró algo que Cale no había experimentado hasta entonces: un poco de bondad.
Pero hacía falta mucho más que un toque de bondad para ganarse la confianza de Cale, cuya suspicacia y hostilidad le granjeaban rápidamente la enemistad de casi todo aquél con el que se encontraba, desde Conn, el niño mimado del clan Materazzi, a la exquisita Arbell Materazzi. Normalmente conocida como Cuello de Cisne (y no es mera coincidencia que el sueño asesino con el que comienza nuestra historia incluya un cisne como objeto de odio), Arbell era hija del hombre que gobernaba un imperio Materazzi de tan vastas proporciones que el sol no se ponía en él.
Bosco, sin embargo, había invertido demasiado en la belicosidad de Cale, y no tenía intención de dejar que éste la malgastara en una ciudad en la que resultaba muy probable que lo terminaran matando. No es nada sorprendente que, pese al desagrado que provocaba en ella, un muchacho como Cale terminara enamorándose de la distante belleza de Arbell Materazzi. Ella siguió considerándolo un matón incluso (o tal vez especialmente) después de que él le salvara la vida en un acto de violencia atroz (al que sus enemigos después restaron toda importancia haciéndolo pasar por una ostentosa escaramuza). Mucha gente empezó a comprender entonces lo que solía decir Kleist: que allí donde iba Cale no tardaban en celebrarse funerales. Y el que mejor lo comprendió fue IdrisPukke, que había sido testigo del frío y truculento rescate de Arbell.
Sin embargo, lo ajeno y lo extraño pueden atraer poderosamente a una joven, y de aquí la referencia que hace la Balada al intento de seducción de Cale por parte de la adorable Arbell. Sólo que no hubo seducción, si por seducción se entiende la persuasión de alguien reacio, ni hubo ningún momento en que por los labios de Cale cruzara la palabra «no» ni ninguna de ese estilo. Desde luego, Arbell nunca pagó a nadie para que lo asesinara, ni, como comentó Kleist cuando leyó el poema, hubiera hecho falta pagarle a nadie por eso, con tanta gente como había con ganas de hacer ese trabajo gratuitamente.
Igual de falso es lo que cuenta el poema de que el padre de Arbell hubiera albergado la más leve intención de atacar a los redentores. Todo aquel ataque ficticio había sido inventado por Bosco con el único propósito de tener ante sus superiores una disculpa para lanzar una guerra que de hecho fue diseñada con un solo propósito: recuperar a Cale para el Santuario. De acuerdo con la ley de las consecuencias imprevistas, el ejército de Bosco, al mando del padre Princeps, que se hallaba terriblemente debilitado por la enfermedad, se encontró atrapado en el monte Silbury frente a un ejército Materazzi diez veces mayor. Cale (que, por razones que sería arduo explicar aquí, había diseñado el plan de ataque de ambos ejércitos) observó, sin poder creerse lo que le mostraban sus ojos, la batalla que siguió, en la que una combinación de mala suerte, confusión, barro, locura y falta de comprensión de la psicología de las multitudes causaba uno de los reveses de la fortuna más serios de toda la Historia militar.
Para su propia sorpresa, Bosco se vio a sí mismo encumbrado a conquistador de Menfis y dueño de todo aquello que el mundo pudiera ofrecer, excepto de lo que él andaba precisamente buscando: de Thomas Cale. Pero hacía tiempo que Bosco había metido el dedo en el pastel más repugnante de Menfis: un terrible negociante, ladrón y proxeneta llamado Kitty la Liebre. Kitty sabía que Cale había entregado su inexperto corazón a la hermosa Arbell, y descubrió también a su debido tiempo que en ella empezaba a encenderse una intensa pasión por aquel joven tan peculiar. «Extraño fruto —comentó Kitty bromeando—, para aquella flor de invernadero». Eso fue un golpe de suerte para Bosco, cuyos hombres la habían hecho prisionera. Nada más llegar a Menfis, Bosco empleó sus conocimientos de la naturaleza humana, demasiado avanzados para una hermosa princesita por inteligente que pudiera ser, para amenazarla de modo muy convincente con devastar la ciudad si no renunciaba a su amor, al mismo tiempo que le aseguraba, esto sí con total sinceridad, que no tenía intención alguna de hacerle daño a Cale. De ese modo consiguió que ella aceptara traicionarlo, si es que eso era traicionarlo, aunque sería difícil explicar en qué estado de ánimo lo hizo. Y entonces Cale se rindió, con la condición de que pusieran en libertad a Kleist y a Henri el Impreciso, para enterarse de que había sido entregado al hombre que odiaba por encima de todas las cosas por la mujer a la que amaba por encima también de todo. Esto nos lleva al final de los embusteros versos de la Balada de Thomas Cale, que nos muestran a Cale abocado a la locura en medio de dos grandes odios que le roían el corazón: uno hacia la mujer que había amado; y otro, al que estaba más acostumbrado, hacia el hombre que acababa de decirle sobre sí mismo algo a lo que no paraba de dar vueltas en el cerebro. No tenía mucho que ver con herejes antagonistas y nada en absoluto con rezarle al Papa: lo que le había dicho Bosco era que dejara de apenarse por sí mismo, porque él no era una persona, no era nadie que pudiera ser amado o traicionado sino que, como nos asegura la Balada, era nada más y nada menos que el Ángel de la Muerte. Y que había llegado el momento de ponerse en serio con aquel asunto divino.
A partir de ahora, todo lo que sigue es la verdad.
Hay montañas más altas que el monte del Tigre, montañas mucho más peligrosas de escalar, montañas cuya cumbre escarpada y cuyos espantosos barrancos harían estremecerse a cualquier ser vivo. Pero no hay ninguna tan impresionante como el monte del Tigre, ninguna que pueda como el elevar el espíritu y provocar un estremecimiento ante su solitario esplendor. Su gran forma cónica se eleva desde la llanura tamética que lo rodea por casi todos los lados y expande su planicie en la distancia de tal modo que, viéndola a ochenta kilómetros de distancia, su majestuosa simetría parece obra del ser humano. Pero no ha habido jamás un hombre, ni siquiera el más ególatra, ni Akenatón ni Ozymandias[1], que haya sido capaz de construir una cumbre tan gigantesca como ésta. Al llegar más cerca, el visitante comprende lo inhumano de sus dimensiones, que superan cien mil veces las de la gran pirámide de Lincoln. No es difícil comprender por qué muchos tipos de fe diferentes han sostenido que ése es el punto del planeta desde el que Dios hablará directamente a la humanidad. Fue en lo alto del monte del Tigre donde Moisés recibió las tablas de piedra en que figuraban escritos los seiscientos treinta mandamientos. Ahí fue donde, en pago de su victoria sobre los amonitas, Jefté el de Galaad[2] (muy a su pesar, todo hay que decirlo) le rebanó la garganta a su única hija sobre el altar después de prometerle al Señor que sacrificaría a la primera persona que lo saludara en su regreso al hogar. Ella acudió allí de buen grado, y hasta el último instante el desolado Jefté estuvo esperando un compasivo indulto: una voz, un mensajero angelical, una indicación severa pero clemente de que aquello no era más que una prueba. Pero Jefté volvió del monte del Tigre solo. Y fue ahí, en el Gran Promontorio que se halla por debajo de la línea de las nieves, donde el demonio mismo, por instigación del Señor, mostró al Ahorcado Redentor todo el mundo que yacía debajo, y se lo ofreció.
Por otro lado los Montañeses, una tribu que no concedía en su vida mucho espacio a la religión y que había controlado el monte del Tigre durante ochenta y tantos años, se referían a él llamándolo el Gran Compañón. Cale se iba preguntando el porqué de ese nombre mientras empezaba a ascender la base de la montaña en compañía del padre Militante, Bosco, y de una treintena de guardias.
Llamar horrendo al estado de ánimo en que se hallaba Cale no sería hacerle justicia. No hay palabra en lengua alguna capaz de describir el bullicio de su corazón, la aversión que le inspiraba su regreso al Santuario y la amarga cólera ante la traición de Arbell Materazzi, conocida como Cuello de Cisne, y sobre la que no es necesario decir nada más relativo al resto de sus encantos: nada sobre la agilidad y suavidad de sus largas piernas, sobre la belleza sobrecogedora de su estrecha cintura, sobre la curva de sus pechos, que no es que fueran orgullosos, sino arrogantes hasta lo indecible: Arbell era un cisne en forma humana. En su mente Cale imaginaba insistentemente que le retorcía el cuello, y después que el cisne revivía milagrosamente, y que él la volvía a estrangular una y otra vez, en una ocasión con un violento chasquido, a la siguiente mediante un lento retorcimiento, y después tal vez arrancándole y quemándole el corazón, para revolver después las cenizas y de ese modo asegurarse completamente.
Durante las dos semanas después de dejar Menfis Cale no habló ni una sola vez, ni siquiera para preguntar por qué en medio del Malpaís habían cambiado de dirección y habían empezado a alejarse del Santuario. Bosco juzgó que sería mejor dejar a su antiguo acólito sufriendo con sus propios pensamientos. Pero había infravalorado las dotes de Cale para la ira silenciosa, y finalmente decidió romper el silencio.
—Vamos al monte del Tigre —comentó el padre Bosco con voz suave, incluso bondadosa—, porque hay algo que quiero enseñaros.
Podría pensarse que alguien cuyo corazón ardía en un odio infinito contra una persona en concreto podría no tener la suficiente fuerza para sentir el mismo odio contra otra. En parte era así, pero el corazón de Cale, cuando se ponía a odiar, tenía mucho sitio: lo único que había sucedido era que el odio hacia Bosco se había desplazado desde el centro de la hoguera hacia las cenizas de los bordes, donde se conservaba caliente antes de volverlo a meter al fuego. Sin embargo, y pese al actual desbordamiento de odio, Cale no pudo evitar desconcertarse por el gran cambio de la actitud que Bosco exhibía ante él de manera ostentosa. Desde que era un niño muy pequeño, Bosco se había mostrado con él como se muestra una tormenta con un barco: incesante, despiadado, cruel, sin dejarlo nunca en paz, sin darle nunca la posibilidad de descansar. Día tras día, año tras año, le había pegado brutalmente, enseñándole y castigándolo, castigándolo y enseñándole hasta que Cale se había puesto a su nivel. Sin embargo, de repente Bosco no mostraba más que compostura, suavidad, algo que parecía acercarse al cariño. ¿Qué sentido tenía aquello? No había modo de responder a esta pregunta, aun cuando su cerebro ahorrara las suficientes energías para planteárselo después de tanto asesinato de Arbell Materazzi, a la que mataba a golpes de palo, torturaba en una rueda, y ahogaba en un lago de alta montaña entre aplausos de imaginarios espectadores.
Pero, pese a los mazos que batían estruendosamente en su alma, una parte de Cale prestaba atención al terreno por el que se movían. Ese terreno lo distraía de sus pensamientos aunque sin llegar a aliviarlo, pues se hallaba en un lugar demasiado sombrío para tal cosa. Ya podía ver por qué se llamaba el Gran Compañón: ahora, empezando a subir la pendiente e internándose en ella, la suavidad de las líneas que se apreciaban a cincuenta kilómetros de distancia había dejado paso a un paisaje profundamente surcado por resaltos rocosos que seguían la dirección del agua que los tallaba, aunque a veces los dibujos aparecían también transversalmente, curvando la roca y volviéndola contra sí misma allí donde resultaba más dura. De tan cerca, la experiencia le hacía sentirse a uno como la más diminuta de las pulgas que intentara atravesar los testículos del mayor de los gigantes. Pese al hecho de no ser especialmente empinado, moverse por aquel laberinto difícil de comprender habría resultado inmensamente difícil de no ser por la ayuda que proporcionaba la estrecha senda trazada por los Montañeses, que serpenteaba entre rocas y sobre los numerosos barrancos y desfiladeros que habían rellenado parcialmente para hacerlos practicables. Esto se había hecho no con la intención de cometer un sacrilegio, sino para conseguir un acceso a las vetas de sal que trazaban su presencia en las pendientes medias de la montaña. Durante los ochenta años en que ellos habían dominado el lugar más sagrado de los redentores, los Montañeses habían creado una enorme red de túneles. Aunque no se tratara de un sacrilegio intencionado, cuando los redentores recuperaron su poder tras haber quedado debilitados en largas guerras civiles religiosas, les hicieron pagar su blasfemia matando hasta al último montañés, incluidos mujeres y niños.
Una vez pasado el Gran Compañón, la pendiente se hacía más pronunciada, aunque no en exceso. Pese a lo alto que era, el monte del Tigre no resultaba especialmente difícil de ascender. Aquel paisaje ya más regular estaba lleno de pequeños agujeros, que eran las entradas desmoronadas a los depósitos de sal que se hallaban a una profundidad de entre diez y treinta metros. Pese a su malhumor y completo silencio, Cale no podía evitar distraerse ante los curiosos rasgos de aquel paisaje sagrado. Pero si bien el recorrido carecía de grandes barrancos y riscos peligrosos, la marcha se volvía inevitablemente más empinada, y no tardaron en verse obligados a desmontar e ir tirando de los caballos por difíciles caminos. Al final llegaron a un paso estrecho flanqueado por dos paredes verticales de piedra.
Bosco ordenó a sus hombres levantar el campamento, aunque la tarde acababa de comenzar. A continuación se volvió hacia Cale y le habló directamente por segunda vez.
—Los demás se quedarán aquí; nosotros debemos seguir, porque hay algo que tengo que mostraros. También hay algo que quisiera que os quedara muy claro: el único modo de volver por esta parte de la montaña es a través de este paso, y si intentáis volver solo, ya sabéis lo que ocurrirá.
Con esta suave advertencia, Bosco empezó a caminar por el paso y Cale lo siguió. Fueron ascendiendo durante treinta minutos, Cale siempre diez pasos por detrás de su antiguo maestro, hasta que llegaron a una plataforma que se hallaba a unos seis metros de altura. A un lado se distinguía un altar de piedra sencillo pero de hermosa factura.
—Aquí fue donde Jefté cumplió la promesa que le había hecho al Señor y sacrificó a su única hija. —Su tono de voz era extraño, pero en absoluto reverencioso.
—Y me imagino —repuso Cale— que la mancha de ese lado es de la sangre de ella. Debe de haber sido de muy buena calidad, ya que sigue ahí, en medio de la montaña, mil años después de que fuera derramada.
—Todo es posible para Dios. —Se miraron el uno al otro durante un instante, tras el cual Bosco reconoció—: En realidad nadie sabe dónde la mató. Este altar fue construido en provecho de los fieles, a algunos de los cuales se les permite venir hasta aquí en Viernes Malo. Al día siguiente de la visita de los fieles viene un pintor y vuelve a pintar la mancha de sangre para que el tiempo vuelva a emborronarla antes del año siguiente.
—O sea que no es verdad.
—¿Qué es la verdad? —preguntó Bosco sin esperar respuesta.
Dos horas después, se encontraban a unos quinientos metros de la línea de las nieves, en el último ascenso antes de poder hablar con el propio Dios. Pero fue justo allí donde Bosco se volvió a un lado y empezó a caminar bordeando la montaña, en paralelo a la nieve. Allí la falta de oxígeno hacía el camino más duro pese a que ya no iban subiendo. A Cale le empezaba a doler la cabeza. Al seguir a Bosco en torno a un pequeño risco, lo perdió de vista por un momento, y cuando volvió a verlo casi se choca contra él. Bosco se había detenido y estaba observando con mucha atención una roca plana que sobresalía de la montaña en voladizo, como si fuera el arranque de un puente abandonado.
—Éste es el Gran Promontorio, donde Satanás tentó al Ahorcado Redentor ofreciéndole el dominio sobre todo el mundo. —Se volvió para mirar a Cale—. Quiero que vengáis conmigo hasta ahí —le dijo señalando el extremo del saliente.
—Vos primero.
Bosco sonrió.
—Pongo mi vida en vuestras manos tanto como vos la vuestra en las mías.
—No tanto —repuso Cale—, ya que ahí abajo hay treinta guardias con la mente llena de malvadas intenciones.
—De acuerdo, pero ¿creéis que me habría tomado tanto trabajo sólo para arrojaros montaña abajo?
—Yo no pierdo el tiempo pensando en qué pensáis vos.
En el pasado, Bosco habría apaleado severamente a Cale por haberle respondido de aquel modo. Y Cale se lo habría consentido. Fue en aquel momento cuando Cale comprendió algo, aunque no hubiera podido decir qué exactamente, con respecto a la magnitud del cambio que había tenido lugar entre ellos en tan sólo unos meses.
—¿Y si digo que no?
—No podré obligaros, y no lo intentaré.
—Pero me haréis matar.
—Os aseguro sinceramente que no. Pero no importa lo grande que sea vuestro odio hacia mí, algo que me duele profundamente, pues a estas alturas ya habréis comprendido que vos y yo estamos ligados por lazos inquebrantables… Si no me equivoco, más o menos ésa fue la expresión con que os dirigisteis a Arbell Materazzi cuando abandonamos Menfis.
Es posible que Bosco se diera cuenta de lo poquísimo que faltaba para que Cale se abalanzara sobre él y le rompiera el cuello. Pero, si se dio cuenta, no dio muestras de ello. Sin embargo, había una fuerte ansiedad en él: la ansiedad, incomprensible para Cale, propia de alguien que desea con todas sus fuerzas ser creído, ser comprendido, y que teme no serlo.
—Además —añadió Bosco—, tengo que deciros algo sobre vuestro padre y vuestra madre.
Y diciendo esto, avanzó unos pasos por el rugoso granito del Gran Promontorio. Cale lo observó durante un momento, anonadado como se suponía que tenía que estar con lo que había dicho Bosco. No resulta fácil imaginar lo que sentía en ese momento alguien como Cale, para quien la noción de padre y madre era tan abstracta como lo pueda ser la de mar para un campesino de tierra adentro. ¿Qué podía sentir tal persona en el momento en que le dijeran que el océano se hallaba justo al otro lado de la siguiente colina? Cale entró en el saliente con mucha más cautela que Bosco, pues aunque no tenía vértigo a las alturas, éstas tampoco le hacían gracia. Además, al caminar sobre el saliente éste parecía aún más frágil que cuando se hallaba de pie delante de él. Cuando se acercó a Bosco por detrás, su antiguo maestro se hizo a un lado tan descuidadamente como si estuviera en medio del campo de entrenamiento del Santuario, y le hizo a Cale un gesto para que se colocara a su lado, a unos pocos centímetros del aterrador vacío que se abría a sus pies.
Cale echó una mirada al mundo, sintiéndose sostenido en mitad del cielo. El corazón le palpitaba y tenía los ojos completamente abiertos de asombro. Dominaba a su alrededor una gran extensión, bajo el vasto cielo azul y sobre la tierra amarilla, que se torcía al encuentro del cielo en el arco formado por una neblina temblorosa y amoratada. Parecía como si tuviera a sus pies el mundo entero, y no sólo una porción en forma de media luna de unos ochenta kilómetros. Bosco permaneció callado durante varios minutos, mientras Cale se sentía apabullado por la enormidad. Por fin, Cale se volvió de cara a Bosco:
—¿Y…?
—Lo primero: vuestros padres. He oído los rumores —se detuvo durante un instante—, los rumores que corrían por Menfis no mucho después de que matarais a Solomon Solomon.
—Tuvo lo que se merecía, cosa que no puede decirse de los hombres que me hicisteis matar vos.
De todos los recuerdos desagradables que compartían ambos, aquél era el peor. Convencido de que las dotes asesinas de Cale estaban inspiradas por Dios, no se le había pasado por la cabeza a Bosco que obligarle a luchar a muerte con media docena de soldados experimentados, si bien caídos en desgracia, podía resultar profundamente traumático para un niño de doce (o tal vez trece) años, por muy dotado para la lucha o muy insensible que fuera.
—Tuve el corazón en un puño durante cada segundo en el que pensé que os hallabais en peligro.
Esto no era tan falso como podría parecer. Al principio él había contemplado extasiado las sangrientas pruebas del talento que el muchacho tenía para reatar. Su actuación era de una excelencia que sólo podía explicarse por inspiración divina. Pero después de la sexta muerte, Bosco pensó que tal vez Dios pudiera molestarse ante aquella necesidad de exigir pruebas por parte de Bosco, y podría castigar su atrevimiento permitiendo que Cale cayera herido. Nada más comprender que estaba actuando con demasiado atrevimiento, Bosco sintió un temor repentino por Cale, y mandó poner fin a la matanza.
Fue más la sorpresa que la propia contención lo que le impidió a Cale tirarlo del Gran Promontorio para abajo en aquel mismo instante. El hombre que lo había apaleado por el más leve motivo que pudiera encontrar una mente retorcida, y la mitad de las veces sin ningún motivo en absoluto, le mostraba ahora que se preocupaba por él con pruebas que habrían penetrado el más duro de los corazones. Pero el corazón de Cale era sumamente duro, y si ahora dejaba vivir a Bosco era sólo porque su curiosidad superaba a su odio. Además, allí abajo seguían esperándolo una treintena de bastardos.
—Contadme lo de los rumores.
—Después de que matarais a Solomon Solomon, empezó a correr el rumor de que los redentores os habían cogido cuando erais un bebé, de una familia directamente emparentada con el Dogo de Menfis. En suma: que erais un Materazzi, y no de los de poca monta.
—¿Puede el silencio expresar el más profundo asombro? Cualquiera que se hubiera hallado ante el Gran Promontorio en aquel momento habría dicho que sí.
—¿Es verdad eso? —A su pesar, la voz de Cale salió tan floja como un leve susurro. Hubo una breve pausa.
—Desde luego que no. Vuestros padres eran campesinos analfabetos, que no tenían la menor importancia en ningún sentido.
—¿Los matasteis?
—No: ellos os vendieron a los redentores, y afortunadamente, por seis peniques.
Hasta Bosco se quedó sorprendido por las sonoras carcajadas que siguieron a aquella frase.
—Creí que os sentiríais decepcionado. Por lo de los Materazzi, me refiero. Pero ¿os gusta haber sido vendido por seis peniques?
—No importa lo que me guste. ¿Por qué estamos aquí?
Bosco contempló la gran llanura que se extendía a sus pies.
—Cuando Dios decidió crear a la humanidad, tomó una costilla de su primera gran creación, el ángel Satanás. Y de la costilla de Satanás formó el primer hombre, que salió del polvo de la tierra. Molesto porque Dios, sin consultarle, le hubiera quitado una costilla mientras dormía, Satanás se rebeló contra el Señor y fue expulsado del cielo. Pero a Dios le dio lástima la humanidad porque se había equivocado al hacerla de una costilla de un servidor tan poco fiel. Y como había sido un error del Señor, éste envió muchos profetas para salvar a la humanidad de su propia naturaleza, esperando de ese modo sacar a la luz todas esas cosas buenas de las que la humanidad había sido formada. Al final, como recurso desesperado, envió a su propio hijo para salvarlos. —Bosco se volvió ligeramente: tenía una expresión de profundo asombro, y los ojos llenos de lágrimas—. Pero ellos lo ahorcaron.
Volvió a quedarse completamente callado durante dos o tres minutos.
—El Señor Dios lamentó esta terrible herida durante mil años, pues Dios es amor. En todo ese tiempo le dio vueltas en la mente a todo lo que los hombres tenían de bueno, y eso fue un acto de bondad. Pero siempre podía ver y oír el enfrentamiento insoportable entre lo que los hombres tenían de divino y el envenenado error introducido en él por su amorosa pero terrible equivocación.
De nuevo hizo una breve pausa, mientras contemplaba el vertiginoso paisaje que se extendía a sus pies. Cuando volvió a hablar, el tono de su voz era aún más suave y más razonable.
—El corazón de un hombre es cosa pequeña, pero contiene enormes deseos. No es lo bastante voluminoso para servir de cena a un perro, pero es demasiado grande para que el mundo entero pueda saciarlo. El hombre no perdona nada que esté vivo: mata para alimentarse, mata para vestirse, mata para adornarse, mata para atacar, mata por defenderse, mata por instruirse, mata por divertirse, mata por el gusto de matar… Al cordero le saca las entrañas y hace resonar su arpa con ellas; al lobo le extrae su diente más mortífero para pulir hermosas obras de arte; al elefante los colmillos para hacer juguetes para sus hijos.
Bosco se volvió otra vez hacia Cale. Sus ojos brillaban con todo el amor y la esperanza de un padre amantísimo que necesita ser comprendido por la persona que más quiere en el mundo.
—¿Y quién exterminará a quien extermina a todos los demás? Vos. Vos sois el encargado de matar al hombre. De la Tierra entera vos haréis un enorme altar sobre el que todo lo que vive será sacrificado. Sin límite, sin medida, sin pausa, hasta la aniquilación de todas las cosas, hasta que el mal se haya extinguido, hasta la muerte de la muerte.
Bosco sonrió a Cale con una sonrisa tolerante, comprensiva.
—¿Que por qué haréis algo tan terrible? Porque está en vuestra naturaleza hacerlo. Vos no sois un hombre, vos sois la ira de Dios hecha carne. Lleváis en vos la suficiente humanidad como para desear ser alguien diferente de quien sois. Queréis amar, queréis mostrar bondad, queréis tener piedad. Pero en el fondo del corazón sabéis que no sois nada de eso. Por eso la gente os odia y por eso os temen más cuanto más intentáis amarlos. Por eso os traicionó esa chica y por eso os traicionarán siempre mientras viváis. Vos sois un lobo que se hace pasar por cordero ante sí mismo.
»¿De dónde, si no, creéis que sale vuestra habilidad para la lucha y la muerte? Vos matáis con la misma facilidad con que otros respiran. Os presentáis en la mayor ciudad del mundo y pese a todas vuestras buenas intenciones tan sólo os cuesta seis meses dejarla en ruinas. Vos no acarreáis el desastre: vos sois el desastre. Os guste o no, vos sois el Tétrico: el Ángel de la Muerte. Pero si no os gustara, tendríais que acostumbraros a caminar entre gentes que os despreciarían, y a que todo el mundo intentara mataros sin entender siquiera por qué lo hacen. Venid conmigo ahora, y cuando vuestra misión dé fin, y todo cuanto ahora vive esté ya muerto, volveréis aquí para ser conducido al Reino de los Cielos. Ése será el único modo de que tengáis algún día la mente en paz. Os lo prometo.
Al cabo de tres horas, habían hecho el camino de vuelta hasta donde los esperaban los redentores. Después, un respetuoso Bosco estuvo hablando con un silencioso Cale hasta bien entrada la noche.
—¿Sabéis por qué os hizo Dios? —Se trataba de una cita reconocible al instante que provenía del Catecismo del Ahorcado Redentor.
Cale recitó de memoria su cauta respuesta:
—Él nos hizo para que lo conozcamos y lo amemos.
—¿Pensáis que a Dios le salió bien el hombre?
—No según mi experiencia —respondió Cale—. Pero tal vez yo haya tenido mala suerte.
—Pero vuestra experiencia se ha dilatado considerablemente en estos últimos ocho meses. De hecho, creo que ha sido excepcional. Es evidente que Dios os ordenó escapar y que todas las cosas extraordinarias que os han acontecido han ocurrido precisamente para que pudierais responder a esa pregunta. Os habéis codeado con los más grandes de este mundo, habéis sido amado de todos los modos posibles por la más bella, habéis hecho importantes servicios y a cambio no habéis recibido más que traición.
Todo esto tenía, desde el punto de vista de Bosco, la gran ventaja de ser más o menos lo mismo que pensaba el joven sobre lo acontecido: una mezcla de verdad y autocompasión que formaba un todo armonioso.
—Yo diría —prosiguió Bosco— que habéis comprobado mejor que nadie que los hombres son lobos para los hombres.
—Son unos hipócritas —contestó Cale—. Me he cruzado con un montón de ellos últimamente. Por eso ahora entiendo cuántos hay.
—Eso va por mí, supongo —dijo Bosco, aparentemente sin sentirse ofendido—. Creo que deberíais explicar por qué lo decís.
—¿Cómo podéis todavía mirarme a la cara y hablar de traiciones?
—Seguís sin entenderme. Suponed que os hubiera dejado en manos de aquella buena gente que quería venderos por seis peniques. Desde el día que hubierais aprendido a caminar, os habríais encontrado con un arado en las manos, contemplando durante quince horas al día el culo de un caballo. Habríais sido tonto, ignorante, y a estas horas probablemente estaríais muerto. Lo mismo que nada.
—Dios ha tenido compasión. Además, creía que yo era especial.
—Hay mucha gente que nace especial. Como dijo el Ahorcado Redentor: «Más de una flor nace para brillar donde nadie la ve y perder su aroma en el aire del desierto».
Cale se rió.
—¿Una aromática florecita? Así soy yo, sin duda: una florecita más olorosa y delicada de lo que se cree la gente.
—Es una licencia poética, desde luego, pero dejadme que lo exponga con más claridad: vos nacisteis para llegar hasta el trono de Dios por medio de la muerte. Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. Sin embargo, yo os he elegido a vos, y eso os convierte en agente del final prometido.
—¿Tenéis idea de lo demenciales que suenan vuestras palabras?
—Desde luego. En momentos de crisis he llegado a plantearme si de verdad estaba cuerdo.
Sonrió haciendo un gesto que (cosa extraña) le sentaba bien, un gesto con el que se reía de sí mismo.
—¿Y…?
—En esos momentos me terminaba preguntando qué tipo de cosa es el hombre, con su defectuosa capacidad de razonamiento, sus escasas capacidades, la fealdad de su forma y de sus movimientos, con lo mucho que se parece al demonio en sus acciones, y a una vaca en sus aprensiones. ¿La belleza del mundo? ¿El parangón de los animales? Para mí el hombre no es más que la quintaesencia del polvo. —Bosco parecía haberse extraviado en sus palabras, pero de repente se volvió hacia Cale con enorme interés y le preguntó¿No estáis de acuerdo?
Cale no respondió.
—Olvidad por un momento vuestro odio hacia mí y considerad vuestra experiencia del mundo. En el fondo del corazón, ¿no estáis de acuerdo conmigo?
Hubo otra larga pausa.
—Preferiría que siguierais con vuestra explicación.
—No es ésta la primera vez que el Señor barre a la humanidad de la faz de la Tierra a causa de sus pecados. No es del conocimiento general el hecho de que ya hubo una especie humana antes de Adán. Dios la destruyó en una gran inundación en la que ahogó al mundo entero para comenzar de nuevo.
—¿Ahogó al mundo entero?
—Al mundo entero. Hasta la última hoja de hierba.
—Parece sencillo. ¿Por qué no hace lo mismo ahora?
—Porque hay demasiada gente y demasiada hierba. Y no hay suficiente agua.
—¿Cree el Papa algo de todo eso?
—No exactamente —respondió Bosco—. Pero cuanto él pierda en la tierra se perderá en el cielo.
—No lo entiendo… Ah, me parece que ya vislumbro algo… —Cale meditó en lo que le parecía comprender—. Vais a matar al Papa y ocupar su puesto.
—Si no os conociera bien, diría que tenéis más de demonio que de ángel. ¿Creéis que se puede matar al Papa ungido por el Señor sin dañarse uno mismo?
—Supongo que no.
Se quedaron callados, sentados los dos. Bosco esperaba que Cale le pidiera una explicación. Consciente de ello, y pese a toda su curiosidad, Cale se resistió a proporcionarle esa satisfacción.
—El Papa ya no es el que era —dijo Bosco.
—¿Quién es ahora? —respondió un Cale asombrado, malinterpretando la frase de Bosco.
—¡Lo que yo quería decir es que no se encuentra bien! Es muy anciano, y sufre una enfermedad mental. Se trata de una enfermedad que lo debilita, y que va a peor. Se olvida…
Yo me olvido…
—A él se le olvida quién es.
—Si está tan mal, no tardará en morir.
—Él está mal, pero la gente que padece la enfermedad que padece él a menudo vive mucho tiempo…, mucho tiempo.
Volvió a mirar a Cale, disfrutando la sensación de volver a ser, una vez más, el maestro de su alumno.
—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó Bosco. Y no lo preguntó para recabar consejo, sino para que Cale demostrara su buen juicio.
—Debéis estar allí cuando muera y convertiros en Papa.
Bosco se rió.
—Eso es bastante más fácil de decir que de hacer.
—Os podéis reír —dijo Cale—, pero ¿me he equivocado en la respuesta?
—No… Miremos las cosas complejas con mirada sencilla. Ése es, efectivamente, el final, pero ¿cuál es el comienzo? Incluso para alguien muy inteligente puede resultar dificilísimo observar con una mirada nueva y un poco de distanciamiento algo que ha tenido delante de las narices toda la vida.
—¿Cuánto poder tenéis vos? —preguntó Cale después de un rato.
—¡Excelente pregunta! —dijo Bosco riéndose—. Al matar al padre Picarbo tuvisteis la bondad de promoverme desde, digamos, el décimo en la línea de sucesión al Papado al puesto noveno más o menos.
—¿No me habríais castigado por ello?
—No es fácil decirlo. Vuestras acciones me parecieron inconvenientes en aquel momento. Mis planes con respecto a vos, con respecto a todo, eran cosa a varios años vista. Estar el décimo en la línea sucesoria al Papado es como no estar en la línea sucesoria. Pero vuestra desaparición y posterior captura han representado un avance espectacular e inesperado. Menfis ha caído. Yo tengo gran parte del mérito, y el mérito que no me corresponde a mí os corresponde a vos. Ahora soy el tercero en la línea sucesoria. Pero, en fin —dijo con una sonrisa—, estar el tercero en realidad es sólo un poquito mejor que estar el décimo o el duodécimo.
—¿Quiénes son el primero y el segundo?
—¡Vais directo al grano! —dijo Bosco en tono de broma—. Gant y Parsi.
—Jamás he oído hablar de ellos.
—¿Y por qué tendríais que haber oído sus nombres? Sin embargo, creo que me equivoqué al pensar que era demasiado pronto para poneros al corriente de estas cosas.
—¿Entonces me vais a poner al corriente ahora?
—Ahora lo que os voy a pedir es que lo averigüéis.
—¿Y por qué no me lo explicáis, sencillamente?
—Porque lo veréis todo con más claridad si lo averiguáis por vos mismo. Y también porque eso me dará más placer a mí.
Es curioso que el demonio que ha atormentado a alguien durante toda su vida le proponga a ese alguien que adivine sus secretos, pese al profundo odio que sabe que inspira.
—En la biblioteca había un libro que tenía cerradura: el censo. Logré abrir otros, pero ése no.
—Sin embargo, conseguisteis echar a perder la cerradura.
—¿Cómo es de grande el imperio del Redentor?
—No es un imperio, sino una mancomunidad. La mancomunidad ha logrado la unión de cuarenta y tres países y, de acuerdo con el último censo, tiene la posibilidad de redimir a cien millones de personas.
—¿Cómo es de grande el mundo?
—No lo sé realmente, pues conocemos muy poco de lo que concierne a China y a las Indias. Pero en lo que se refiere a las llamadas cuatro partes del mundo, sin incluir Menfis, tiene probablemente cuatro veces el tamaño y varias veces la riqueza que suele creerse.
—¿Por qué sin incluir Menfis?
—Menfis basaba su influencia en su poder militar. Nosotros hemos conquistado Menfis y destruido a los Materazzi, pero no hemos conquistado su imperio, que simplemente se ha colapsado. Cada uno de los países de ese imperio se ha declarado libre y ha empezado a reñir con sus vecinos por las mismas cosas que solía reñir antes de la llegada de los Materazzi. Menfis ha resultado ser una bendición a medias, y con el tiempo podría convertirse en un regalo envenenado, sencillamente.
—Pero si el imperio del Redentor es mucho más grande de lo que todo el mundo piensa…
—La mancomunidad… —corrigió Bosco.
—… de lo que todo el mundo piensa, ¿por qué os encontráis en un punto muerto en la lucha contra los antagonistas?
—Buena pregunta. Efectivamente, es cierto que nos encontramos en un punto muerto. —Bosco se mostraba claramente contento con aquella pregunta—. La mancomunidad de los redentores no sólo es grande, sino que está inflada y llena de contradicciones. Algunas partes de la mancomunidad son flojas en sus creencias, y están tan llenas de blasfemias que no resultan mucho mejores que los antagonistas. Muchos nos sacan más a nosotros en subsidios de lo que pagan en impuestos. Otros son verdaderamente fanáticos en sus creencias, pero están siempre disputando unos con otros acerca de este o aquel punto de la doctrina. Hay numerosos cismas que amenazan con convertirse en herejías tan grandes como el propio antagonismo.
—Pues si las cosas están tan mal, ¿por qué no os han derrotado ya los antagonistas?
—Tampoco ésa es mala pregunta: los antagonistas se enfrentan a los mismos problemas que nosotros. No es la falta de religión lo que destruye a la humanidad, sino la humanidad la que destruye la religión. Una criatura así es incapaz de aspirar a la semejanza de Dios. Dios lo intentó pero fracasó. Pero volverá a intentarlo.
—Creí que Dios era perfecto —repuso Cale.
—Dios es perfecto.
—Entonces, ¿por qué ha hecho semejante estropicio con la humanidad?
—A causa de su perfecta generosidad. Dios no es ningún tramposo de los que engañan en su propio juego de naipes. Desea atraernos libremente, que nuestro amor por Él sea elección nuestra. Ni siquiera Dios puede cuadrar un círculo. Dios se siente solo, y quiere que la humanidad elija libremente obedecerle, no obligarla a que lo haga. ¿Comprendéis lo que estoy diciendo?
—Comprendo lo que decís, sí.
—Que conste que ni yo ni el Dios al que ambos servimos tenemos necesidad de que estéis de acuerdo. Vos no sois un hombre, y tampoco sois un Dios: vos sois la decepción y la ira hechas carne. Lo que hacéis es lo que sois. Lo que penséis, sin embargo, resulta irrelevante.
—¿Y cuando todo haya acabado?
—Se me ha revelado en mis visiones que os llevarán a la isla de Avalón para que viváis allí apartado. Es un lugar en el que fluyen la leche y la miel. Os quedaréis allí, vestido con las más ricas y blancas sedas hasta que llegue el momento, si llega, en que Dios vuelva a necesitaros.
Tras eso, Cale se quedó callado un buen rato.
—Habladme de Chartres.
—El Santuario es el corazón militar de la fe, pero por eso lo pusieron aquí, en el quinto pino, donde no supone un peligro para ellos. Aunque yo tenga gran poder, cualquier capitán del Santuario que se acerque a menos de setenta kilómetros de Chartres debería ser excomulgado por orden del Papa. A mí se me permite ir allá sólo mediante su expreso consentimiento, que rara vez se otorga, y no me dejan ir acompañado por más de una docena de sacerdotes. Incluso así, nunca me he encontrado a solas con él desde que Gant y Parsi lo recluyeron del mundo, encerrándolo como un guisante en su vaina.
—No sé lo que es eso. —Hubo una pausa—. ¿Por qué no os matan?
—Seguís yendo al grano, como de costumbre… A mí me consideran un rival, pero un rival neutralizado de hecho porque todo mi poder reside en el ejército, y no en Chartres. Pero vais muy aprisa, Cale, pasáis demasiado rápidamente por encima de los asuntos.
—O tal vez sois vos —repuso Cale—, que permitís que se os vayan de las manos.
—En absoluto. Casi desde el día en que llegasteis aquí, comencé a reclutar trescientos oficiales de la milicia que han asumido el hecho de que la humanidad no tiene remedio, y que vos sois la solución. No tardarán en llegar aquí. Vos entrenaréis a ese número ya considerable de hombres, y ellos entrenarán a otros trescientos más, y así sucesivamente. Al cabo de cuatro años habréis preparado a cuatro mil oficiales, y yo estaré en condiciones de avanzar contra Gant y Parsi. Si logro mi objetivo, se nos invitará a entrar en Chartres para salvar al Papa.
—¿Y cómo lo haréis?
—Eso no tiene por qué preocuparos.
—Pero me preocupa.
—Entonces olvidad esas preocupaciones.
—¿Qué era ese vestido blanco que mencionasteis antes?
—Un vestido hecho con las más ricas sedas. Sedas blancas y entretejidas de oro, dignas de un rey.
No es que Cale se creyera lo que Bosco decía sobre Avalón, aunque Bosco era claramente sincero al mostrar su certeza sobre la existencia de aquel lugar. A Cale le molestaba aquella imagen de lo que supuestamente tenía que satisfacerle.
—El último al que vi vistiendo pesadas sedas blancas fue un arzobispo que daba una misa solemne en alabanza del Señor. Aquellas cuatro horas fueron un buen castigo. Por si no lo habéis notado, yo no soy de los que rezan.
—¿Y por qué ibais a serlo? En Avalón os cuidarán setenta y dos seres que no serán exactamente ángeles.
—¿Qué queréis decir?
—Se cuentan entre los ángeles rebeldes que desafiaron a Dios y fueron arrojados al infierno. Pero setenta y dos de ellos se arrepintieron ante la victoria final de Dios y fueron enviados a Avalón en parte como castigo por haber flaqueado en su lealtad y en parte como premio por su arrepentimiento. Os aguardan allí para serviros en todos vuestros deseos.
—Como las monjas del convento…
—Eso será cosa vuestra. Y por eso asumo que no será exactamente como las monjas del convento.
—¿Y cómo sabéis todo eso?
—Me fue revelado en el desierto.