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Manifiesto del padre Picarbo:
Es evidente y no precisa grandes disquisiciones el hecho de que nuestros antepasados se encontraban en un error. Esto no es cosa fácil de decir cuando se trata de hombres famosos y dignos de elogio. Pero equivocarse es humano, y Dios nos ha dado razones para que nos afanemos en hacer lo mejor que esté en nuestra naturaleza.
La mujer nos fue dada en primer lugar como amiga, pero no ha resultado ser la compañera que requeríamos. No: no lo ha sido, ya desde el comienzo. ¿Tentaría un amigo y compañero a un hombre a su propia destrucción?, ¿le haría prestar oídos a Satanás?, ¿le haría comer la única cosa, la única, por Dios, la única que les estaba prohibida al hombre y a la propia mujer? ¡Qué generosidad tan grande la de Dios, y qué carga tan pequeña que soportar a cambio de tanta felicidad y alegría! Todo se perdió porque las mujeres nunca se sienten satisfechas, sino que están siempre zumbando en torno a los oídos de los hombres, anhelando todo aquello que no pueden tener. No es de extrañar que incluso los extraviados Jane, que rehúsan representar el mundo en imágenes, representen al demonio mediante una lengua femenina, y la tentación mediante una oreja de varón.
Así pues, las mujeres corrompieron desde el comienzo la amistad que Dios había ordenado que hubiera entre hombres y mujeres. La amistad que nace de la razón ha ardido en llamas y consumido esa razón a causa del deseo de las mujeres. El deseo ha hecho que la amistad se vuelva loca. Hombres y mujeres deberían vivir como esposos y esposas, en armonía y compañerismo, y sin embargo vemos una y otra vez a los hombres, agitados siempre por las mujeres, amar a sus esposas de modo inmoderado. Un amor adecuado toma a la razón como guía y no consentirá ser barrido por el impetuoso deseo. Y así el cuerdo y razonable es corrompido por la mujer, que desea (y he aquí la mayor de las depravaciones) ser amada como si fuera una adúltera. Todos los hombres cometen adulterio con sus propias esposas y no pueden evitar hacerlo así, pues las mujeres no consentirán ser amadas con mesura y razón. El amor hacia ellas es toda su existencia, y en su naturaleza está la incapacidad para tolerar aquello que es moderado o racional. En soledad, el alma del hombre lucha, como la historia ha probado, por liberarse del deseo y elevarse hacia la divinidad. Ninguna mujer permitirá esta salida para el hombre. Para ella, es ella y no Dios quien debería ser el centro de todo.
Por mis investigaciones y experimentos he descubierto que las mujeres inflaman la razón del hombre no sólo con sus encantos y caricias, sino con un secreto líquido que fluye de su vesícula.
Tal como hemos hecho muchas veces con cerdos y ovejas, criando a unos para que nos den mejor carne, y a las otras para obtener de ellas mejores lanas, por diversos medios yo he instruido a las mujeres que aquí he tenido recluidas en todo lo que es voluptuoso, preocupadas únicamente con la sensación física que atañe al placer de la belleza, de la delicadeza de la piel y el cabello, y en todos los modos en que los órganos de la sensación inmediata pueden crecer y exagerarse. Han sido instruidas desde muy jóvenes en todo lo referente al deleite de los hombres, de tal manera que (más aún que las mujeres ordinarias) no piensan en otra cosa que en dar placer a los hombres, para que los hombres en correspondencia encuentren placer y solaz tan sólo en su compañía y no en seguir a Dios. Por estos medios, he estimulado en gran medida su matriz de manera que rezume leche uterina con tal intensidad y fuerza que, estrangulada y espesada por sus propios excesos, se ha aglutinado y convertido en algo tan sólido como el ámbar o la brea (que es más apta para ser sustancia del infierno). Con mis industrias, e inspirado por Dios y por el Ahorcado Redentor, he descubierto y extraído esas resinas para averiguar que tienen el poder, reducidas a un polvo y mezclado éste con santo crisma, de proveer al hombre con esa bondad original de la amistad de la hembra que tan rápidamente ellas arrancaron de los hombres y de ellas mismas. Con esa mixtura elaborada, que he llamado «Óleo del Redentor», no sólo los hombres podrán resistirse a las mujeres liberándose de su lujuria, sino que incluso los redentores que se han extraviado en la locura y espantosos accesos podrán recuperar la felicidad y la camaradería y rescatarlas de la furia del pene y de la tristeza de la ausencia de la hembra que a tantos aflige.
Se abrió la puerta y apareció Bosco, que regresaba.
—¿Habéis terminado?
—Aún no.
—Dejadme ver.
Cale señaló la última frase que había leído, pues cuesta erradicar los viejos hábitos. Lo hizo antes de poderse refrenar.
—Bueno —dijo Bosco, recordando con desagrado su propio pasado—. Podéis leer más tarde lo que os falta. ¿Cuál es vuestra opinión?
—Demasiada furia del pene.
Bosco sonrió.
—Desde luego. A su modo Picarbo estaba tan poseído por las mujeres como cualquier fornicador. Si pensáis que lo que acabáis de leer es una locura, os puedo adelantar que el manifiesto continúa exponiendo sus planes para montar una granja especial en la que sus criaturas serían criadas para producir esa resina en cantidad suficiente para calmar al mundo entero. Pero si no hubiera sido por esto, vos no habríais abandonado nunca el Santuario, y por tanto el imperio Materazzi seguiría dominando las cuatro partes del mundo. ¿No es extraño el modo en que resultan las cosas?
—¿Qué haréis con esas muchachas?
—No lo sé. Pueden quedarse donde están.
—Serán una trampa para alguno.
—Justamente. ¿Os gustaría conocerlas?
Es justo decir que Cale se quedó pasmado.
—¿Serán una trampa para mí?
—Hay muchas trampas tendidas para vos, pero ninguna por mí. Yo soy vuestro seguro servidor.
—Sí… Quiero decir que sí, que claro que quiero verlas.
—Lo tendré todo dispuesto para cuando volváis del Veld. Picarbo puede haber sido un lunático, pero su obra era muy interesante.
Una semana después, Cale estaba en la colina baja del Vado del Zopenco, rodeado por Guido Hooke y por los purgatores, que se encontraban recelosos, esperanzados, cautelosos y resentidos, todo al mismo tiempo. Cale había pensado que podría haber una batalla por el control del Vado, especialmente si los folcolares que lo dominaban se daban cuenta de que no había más que doscientos treinta redentores para ofrecerles resistencia. Según resultaron las cosas, para cuando ellos llegaron, los folcolares ya se habían desvanecido en las pampas.
—Mirad a vuestro alrededor —gritó Cale—. Si sois tontos, moriréis aquí. Si sois inteligentes, moriréis aquí. Si utilizáis todas las importantes habilidades que habéis adquirido, moriréis aquí. Dejadme que os diga una cosa: si no os convertís en niños [4], moriréis aquí.
—¡Hablad más alto! —gritó un redentor que estaba de los últimos. Cale le lanzó una mirada a Gil, que en compañía de dos guardias se colocó tras el redentor que había gritado—. Le hicieron un gesto para que se adelantara. El redentor dio un paso al frente con paso arrogante, y se colocó delante de Cale, mirándolo con unos ojos que tenían el color de los restos de espuma que quedan en una jarra de cerveza.
—¿Qué dijisteis? —preguntó Cale.
—Dije que hablarais más…
Cale avanzó contra el hombre y le dio un golpe con la frente en pleno rostro. El redentor cayó al instante al suelo, aferrándose la nariz rota. Cale regresó entonces a la peña de superficie plana desde la que había estado hablando.
—Si sois duros de oído… moriréis aquí.
Les dijo que se dieran la vuelta, y entonces bosquejó los diversos modos en que se había defendido el Vado del Zopenco, señalando aquel sistema de trincheras de allí, el otro de más allá, y cómo habían reforzado la colina, cubriendo todo el campo de alcance de las armas para prevenir un ataque.
—Lo que todas las tácticas tienen en común —dijo cuando hubo terminado de plantear las características del campo de batalla— es que todos los que las planearon y todos los que las llevaron a cabo están muertos. Vosotros os colocaréis en cohortes de quince. Elegiréis un jefe de cohorte, además de un segundo y un sargento. Aprenderéis juntos o moriréis. Tenéis un día para recorrer el lugar, y cada cohorte presentará un plan para conservar la vida durante los tres días que tardarán en llegar los refuerzos. No necesito amenazaros diciéndoos que si os derrotan os mandaré al Santuario para que os hagan inmediatamente un Acto de Fe, porque los folcolares se encargarán de vosotros en ese caso. Volved aquí una hora antes de la puesta de sol.
Cale esperaba que señalando por qué habían fracasado los anteriores proyectos de defensa, mostrándoles la disposición del campo de batalla, no en mapas sino sobre el terreno, fijándose y ateniéndose a todos los detalles reales, los purgatores comprenderían que su salvación residía en un determinado punto. Pero Cale comprobó que las cohortes diseñaban un plan desastroso tras otro; y que aunque se puede lograr casi todo mediante el miedo, el miedo no podía lograr que la gente pensara por sí misma.
Al día siguiente, Cale reunió a los purgatores junto al vado propiamente dicho, por donde se cruzaba el río. Sacó un huevo y lo puso sobre la plana superficie de una gran peña.
—Si alguno de vosotros puede poner este huevo en equilibrio sobre el extremo más fino, conseguirá el puesto más seguro del batallón: será el que se encargue de llevar los mensajes a la retaguardia. Y tan pronto como aparezcan los folcolares, se irá hacia esa retaguardia.
Hubo unos veinte intentos durante los minutos siguientes hasta que los purgatores se dieron por vencidos, si bien estaban seguros de que Cale se guardaba un as en la manga. Y efectivamente, se lo guardaba. Cuando todos desistieron, él avanzó hacia la roca, cogió el huevo y le dio unos golpecitos para romperlo ligeramente y dejarlo plantado sobre su extremo más fino.
—No nos dijisteis que lo pudiéramos romper.
—Yo no dije nada. Sois vosotros los que imaginasteis esa norma, no yo. —Señaló entonces el vado en el río—. Éste es un mal sitio para cruzar desde el punto de vista de los defensores. Quiero que penséis cómo trasladarlo.
—Eso es imposible.
—¿Estáis seguros?
—¿Cómo podría hacerse tal cosa?
—Tenéis razón: es imposible. Entonces, ¿por qué todos vuestros planes os meten en las trincheras para defenderlo, estando tan cerca que podríais echarlos luchando cuerpo a cuerpo? Si tuvierais un arco que pudiera disparar a veinte kilómetros de distancia, ésa sería la distancia a la que podríais colocaros. Si podéis caminar por el campo de batalla tanto como si no podéis, tenéis que hacer el esfuerzo de pensar como un niño. Imaginaos realmente en cada lugar, y de todas las maneras posibles. Poneos en la mente de vuestro enemigo y después caminad por el campo de batalla realmente o bien dentro de vuestra cabeza. Haced de vuestra mente un modelo del mundo real, montando a caballo y después en una trinchera. Sometedlo todo a la prueba de lo real, porque no tendréis tiempo de aprender de los errores.
Los condujo entonces a las trincheras, donde había muerto en el último ataque la mayor parte de los redentores.
—A ver, ¿dónde está el frente?
Para entonces los purgatores estaban empezando a comprender.
—No sirve de nada ocultarse. Cometed los errores ahora, cuando tan sólo estoy yo para aprovecharme de ellos.
Uno de los hombres apuntó al Vado, delante de la trinchera.
—Error. No hay frente ahí. La dirección del ataque es por el lateral, por detrás y por delante de vosotros. Todo eso es el frente. ¿Qué campo deberíais tomar?
—La parte elevada.
Esta respuesta surgió de los purgatores tan automática como la respuesta al sacerdote en la misa matinal. Se elevó un murmullo casi regocijado ante la familiaridad de la pregunta y de la respuesta, un regocijo causado por el recuerdo de algo compartido por todos, algo que les hacía reconocerse como pertenecientes a un grupo y no parias.
—Un nuevo error. El campo que deberíais tomar es el mejor. Normalmente es la parte elevada, pero no lo es aquí. Os aseguro que si hacéis lo que normalmente es correcto, normalmente terminaréis muertos.
Señaló la curva en forma de U que trazaba el río. Cada una de las orillas era tan irregular como si hubiera sido cortada por un hacha gigante a base de repetidos hachazos.
—Emplead la tierra que tenéis a vuestro alrededor. Esos tajos del río pueden ser profundizados y preparados, pero observad bien: la mayor parte del trabajo ya está hecha. Ése es el mejor lugar para ponerse a cubierto en treinta kilómetros a la redonda.
—Esperad, señor —repuso uno de los purgatores—. Dijisteis que no necesitábamos estar cerca del vado, puesto que nadie puede apropiárselo. Este plan nos coloca ahora justo encima de él.
—Si no fuera porque he empleado el último huevo fresco, os lo daría a vos. He cambiado de opinión porque no quería pensar en ceder el lugar más elevado. Igual que el resto de vosotros. —Señaló al matorral, más allá de la U que trazaba el río—. El vado podría ser defendido muy bien desde allí, pero a fin de cuentas los barrancos de la orilla son mejores. O será mejor que lo penséis así. Además, recordad que en este lugar no hay frente ni retaguardia. Voy a colocaros a algunos en el terreno elevado. Si los folcolares intentan penetrar en nuestras filas, quedarán atrapados por ambos lados. —Miró a su alrededor, al grupo—. ¿Hay entre vosotros algún arquero de la Sodalidad?
La mayoría de los arqueros redentores eran empleados en masa, para lo que no se requería una puntería especialmente afinada, pero allí donde se hacía necesaria una buena puntería se recurría a los arqueros de la Sodalidad, que estaban especialmente entrenados. Había seis entre los purgatores. Les dijo que cogieran comida y agua para tres días, y mientras lo hacían, mandó a la mayoría de los purgatores a cavar en los barrancos de cada orilla del río para mejorar lo que la naturaleza ya les ofrecía. Otros treinta se pusieron a cavar trincheras.
—Aseguraos de que caváis un hueco lo bastante grande en el fondo de la trinchera para ocultaros de las flechas que llegan de arriba.
Le dio nuevas instrucciones a Gil, y a continuación partió, corriendo a la meseta que había delante de la U en compañía de los seis arqueros de la Sodalidad. Mientras cavaban, los redentores hablaban. Los amigos del sacerdote al que Cale había derribado por fingir que no le podía oír, no paraban de murmurar.
—Hace unos meses cualquiera de nosotros le habría sacado las tripas a ese mocoso si se le hubiera ocurrido tan sólo tocarnos a uno de nosotros.
—Mejor que no lo intente conmigo, o…
—¿O qué…? —preguntó otro—. Los días en que podíamos hacerle lo que quisiéramos a quien quisiéramos han quedado atrás. Ese muchacho está ungido por Dios: se le nota en la voz y en lo que dice.
—Y en la manera en que lo dice.
—Ése no es más que un acólito envalentonado. He visto lo mismo en anteriores ocasiones: de vez en cuando uno de ellos asegura que ha visto a la Santa Madre, y de pronto todos lo veneran hasta que se le descubre la mentira.
Hubo murmullos de aprobación a estas palabras. No era nada extraordinario que los acólitos aseguraran que habían visto imágenes de tal o cual santo profetizando una cosa o la otra, con lo que causaban un revuelo general hasta que, a menos que fueran muy muy listos, terminaban pillándolos y daban un escarmiento con ellos.
—Bueno —comentó otro—, será mejor que os equivoquéis, porque él es todo lo que se interpone entre nosotros y un cuchillo romo. Yo quiero creer en él, y lo haré. Podéis oírlo en su voz. Todo lo que dice tiene sentido en cuanto lo ha explicado. El hecho de que no sea más que un niño todavía es otra prueba más. Sólo Dios podría haber puesto semejante sabiduría en la cabeza de un niño.
—Cerrad la bocaza y seguid cavando —dijo Gil al pasar por allí. Para él aquellos hombres no eran más que purgatores, aunque su cerebro compartía con ellos la misma mezcla de duda y respeto reverencial hacia Cale.
Dos horas después, Cale estaba de regreso, esta vez solo y poniendo en obra las ideas que había concebido mientras observaba el lugar desde lo alto del monte. Uno de los arqueros de la Sodalidad, un veterano del frente oriental, le había presentado una idea propia, que había visto en Swineburg durante la ofensiva de Adviento. Al instante, Cale, encantado, lo ascendió al puesto de guardaculo, palabra que en Menfis era un insulto terrible, pero que sin embargo sonaba imponente entre los redentores. Al bajar por el monte sintió que lo que había parecido un buen chiste en su momento era de hecho algo infantil y, lo que era peor, podía volverse contra él. Lo hecho, hecho estaba, pero en el futuro sería preferible no caer en ese tipo de tonterías.
Cuando volvió al Vado del Zopenco, eligió los veinte mejores jinetes y les dijo que se quitaran la túnica. Les hizo segar la hierba que había entre los matorrales, en una cantidad equivalente a varias pacas, y les mandó llenar las túnicas con la hierba. Una vez hecho esto, atravesaron los espantapájaros resultantes con veinte báculos clavados en el fondo de las viejas trincheras en las que tantos redentores habían muerto en los ataques anteriores. A una distancia de treinta metros, no se notaba la diferencia entre aquellos espantapájaros y soldados de verdad. No era probable que los folcolares se percataran de que era un poco raro que los redentores lucharan con la capucha puesta sobre la cabeza.
—¿Para qué queréis a los jinetes? —preguntó el receloso padre Gil. Cale pensó en evitar ofrecer una respuesta directa, pero no encontró motivo para ello.
—Necesitaré protección cuando os esté observando desde lo alto de la colina —dijo indicando con un movimiento de la cabeza la elevación desde la que habían observado las dos masacres anteriores, que se hallaba a casi un kilómetro de distancia.
—¿Y qué me decís de poneros al frente de vuestros hombres?
—Yo no estoy aquí para salvar a nadie, ¿a que no? Así pensáis vos, ¿verdad?
Gil le dirigió una mirada larga e intensa.
—Sí.
—Recuerdo que una vez me dijisteis que el hombre que estuviera al mando de un ejército tenía que optar entre dos opciones: ponerse al frente siempre o sólo a veces. ¿No fue así?
—Sí.
—Bueno, podéis optar por una tercera opción: ¡nunca! ¿Quién soy yo, padre?
Se miraron fijamente el uno al otro.
—Sois la mano izquierda de Dios.
—¿Y por qué estoy aquí?
Gil no respondió.
—¿Hay algo aquí —prosiguió Cale— que no comprendáis?
—No, señor.
Tras haberse pasado varios minutos examinando una roca de color extraño, Hooke se acercó a ellos.
—Me parece que en estas peñas hay azufre.
—Montad a caballo. Nos vamos.
Treinta minutos después, Cale, acompañado sólo por Hooke, contemplaba su obra desde la elevación habitual. Se sentía satisfecho de sí mismo. Salvo por la docena aproximada de hombres que había enviado a colocar rocas y peñas cada cincuenta metros, para dar a los arqueros la medida exacta de la distancia a la que se encontrarían más tarde los enemigos, y que de ese modo no malgastaran flechas en balde, no podía ver a nadie, y eso pese a que sabía hacia dónde tenía que mirar.
Fue a la mañana siguiente, dos horas después de los primeros resplandores, cuando Hooke distinguió una nube de polvo a lo lejos, en dirección norte. Cale ordenó que dispararan una flecha roma al centro para avisar a los purgatores de que venían los folcolares. Antes de que pasara una hora, Cale pudo ver exploradores que se acercaban de dos en dos, a veces de tres en tres, en una línea irregular que se extendía a lo largo de un frente de unos mil metros a cada lado de un pequeño grupo de diez hombres que se dirigían al Vado del Zopenco. Cuando se acercaron al vado y no vieron nada, la disposición de la tierra, que se hundía hacia el centro, les hizo reagruparse. Cale sintió una intensa emoción que parecía agarrarle la nuca, una emoción que resultaba al mismo tiempo grata y desagradable. Para entonces un grupo de quince exploradores se había amontonado descuidadamente a ciento cincuenta metros de la línea más cercana de arqueros, que estaba constituida por unos setenta padres redentores. Entonces se detuvieron, claramente asustados por algo.
—¡Mierda! —exclamó Cale.
Empezaban a girarse y separarse cuando una silenciosa hilera de flechas se elevó en el aire trazando una curva majestuosa, y en menos de dos segundos cayó como una lluvia sobre los exploradores, derribándolos del caballo a todos excepto a uno. El superviviente echó a correr hacia el sur, seguido por otra sarta de unas treinta flechas. Cale ahogó un grito de irritación: tantas flechas eran un desperdicio cuando se trataba de acabar con un solo hombre, aun cuando se tratara de un blanco que se alejaba a la velocidad en que lo hacía el aterrorizado explorador. Era evidente que Gil pensaba lo mismo. Su grito para contener las flechas ascendió a duras penas hasta la elevación en que se encontraba Cale. Gil comprendía que no tendrían más oportunidades de sorprender, ni habría más grupos apretados de quince hombres sobre los que hacer un blanco fácil.
Treinta minutos después, una gruesa flecha de mortero fue disparada casi verticalmente al aire desde la planicie lateral que se encontraba justo a unos treinta metros por debajo del cerro. Fue a caer a unos diez metros de las trincheras habitadas por las sotanas de redentor rellenas de hierba. Al tercer disparo, los morteros habían corregido ya el tiro, y un aluvión de flechas y sus diez saetas igualmente mortíferas asolaron las trincheras durante otra hora. La idea de los falsos defensores había partido del arquero del cerro, y por ella se le había recompensado con el insultante ascenso. Había salido bien, mucho mejor de lo que hubieran podido esperar. No sólo les había hecho malgastar enormes cantidades de flechas de mortero, sino que estaba claro que los folcolares seguían sin darse cuenta del truco y estaban claramente convencidos, debido a buenas razones, de que los redentores seguían sin abandonar la misma serie de tácticas que habían seguido en el Vado del Zopenco y en cualquier otro lugar del Veld. Una gran parte de ellos se arrastraban por el lado sur de la colina para apoderarse del terreno alto y disparar a los hombres de la orilla del río que habían matado tantos folcolares en la primera refriega. Mientras esto sucedía, Cale distinguió dos grupos de unos cien hombres cada uno, que se alejaban al galope hacia el este y el oeste respectivamente. Cale supuso que se dirigían hacia puntos del río situados a cierta distancia en ambos sentidos. En cuanto llegaran al borde del lecho del río, lo recorrerían por la orilla, desde un lado y el otro, e intentarían acercarse para atacar a los arqueros durante la noche. No quería descubrir su propia presencia, pero al final ordenó a uno de los redentores escabullirse hacia el lado occidental de la U y disparar una flecha roma con un mensaje de advertencia, pero teniendo cuidado de no hacerlo hasta que cayera la luz, para que la flecha no fuera vista tan fácilmente, ni por lo tanto pudieran adivinar su presencia.
Durante el resto del día, hubo cierta cantidad de pequeñas escaramuzas por parte de los atacantes folcolares, escaramuzas en las que los grupos avanzaban intentando arrancar una respuesta para así mejor comprender cuál era la disposición en el terreno y el número de los defensores. Pero los redentores no carecían de experiencia, aun cuando no conocieran exactamente aquel tipo de guerra informal, y estaba claro que Gil conseguía gobernarlos mediante gritos ocasionales e indescifrables. Además, Cale había ordenado que cortaran los accesos entre las orillas en forma de pequeños barrancos y la orilla opuesta del río, para que los defensores pudieran moverse con relativa facilidad por la mayor parte de la U. En este sentido los defensores daban la impresión de que su número era más grande de lo que realmente era. Con un poco de suerte, si los folcolares pensaban que las orillas estaban muy firmemente defendidas, podrían no animarse a atacar esa noche por el lecho del río.
Aquella noche la luna no era más que un fino cuarto creciente que abrazaba el resto de la luna oscurecida, proporcionando una luz muy escasa que de vez en cuando quedaba tapada por las nubes. Hacía falta valor para quedarse esperando en aquella oscuridad. La noche negra, en vez de rodearlo a uno, parecía meterse en cada cabeza, y de ese modo los soldados perdían poco a poco toda noción de qué era lo que estaba dentro y qué era lo que estaba fuera, a menos que se retirara una nube del fino hilo de luna para iluminar un árbol distante o una ladera del cerro. Cuando eso sucedía, el negro espacio, que los sentidos les habían hecho creer que se limitaba a unos centímetros a su alrededor, se revelaba de pronto como varios kilómetros en la lejanía, varios kilómetros en los que las cosas no se encontraban exactamente donde se suponía que tenían que estar. Un seco árbol blanco de las pampas, iluminado en ese momento por la luz de la luna, le pareció a Cale que se hallaba justo encima de él, en mitad del aire, cuando de hecho sabía que se alzaba en mitad de la llanura, a más de un kilómetro de distancia. Sometidos a aquel desconcierto de los sentidos más fundamentales, era una experiencia espantosa aguardar en la oscuridad impenetrable de la noche que se acercara alguien en cualquier momento con propósito asesino. En la oscuridad, e incluso para aquellos que tenían los nervios de acero, el Veld se convertía en un implacable enemigo que acechaba, burlón, a que uno hiciera el primer movimiento. Un perro salvaje o un ciervo que trotara en la noche aumentaban su tamaño y su velocidad al doble o triple del tamaño y velocidad reales. El ruido de un erizo resoplando en un rincón se convertía en algo tan estrepitoso como el rugido de un león antes de lanzarse en un salto. ¿Y si resultaba que aquella cosa que se arrastraba ahí fuera de la trinchera, haciendo aquel ruido extraño al rozar con el suelo, tenía una picadura mortal? La noche era un desagradable alquimista capaz de transformar las cosas ordinarias, convirtiendo un arbusto en el hombre que está esperando para matarlo a uno con sólo que se tenga la imprudencia de respirar demasiado fuerte. Aun así, sería aún peor si uno intentara ser el que sale de caza. Imaginaos intentar moverse en medio de aquella noche. Y, por supuesto, sin manera de saber cuánto tiempo ha quedado atrás. Pasaron dos horas que podían ser cuatro o tal vez cinco minutos. Raros pensamientos empezaban a atormentarlo a uno. ¿Y si esa noche el sol se quedaba donde estaba, y no volvía a salir? Algo que uno nunca se habría molestado en imaginar, en una noche como aquélla parecía posible. «Nunca verá el sol ese mañana[5]», era una frase que le había oído citar al señor Vipond, proveniente de no se sabía dónde, y se le había quedado grabada: «Nunca verá el sol ese mañana».
Entonces, de repente, brilló un destello procedente de lo que parecía un lejano punto situado entre las nubes. Y después otro. Era Gil, que iluminaba el lecho del río con una flecha prendida tras otra, flechas hermosamente cobijadas en la curva del río. Tras la séptima u octava flecha, Cale oyó gritos y chillidos. Las flechas habían impactado en los folcolares, atrapados a ambos lados por las empinadas márgenes del río. No se podía ver el aluvión de flechas no prendidas raspando el aire contra los folcolares, pero éstos tenían poco sitio donde esconderse de ellas, y ninguna posibilidad de embestir contra los purgatores porque Cale había colocado una profunda fila de estacas de espino a lo largo del río, y varias filas más de estacas afiladas.
Eso no duró mucho, o al menos ésa fue la impresión, aunque hubo una pausa antes del segundo ataque, que resultó mucho más breve que el primero. Y después ya nada más hasta el primer sonrosado y hermoso resplandor del alba.
El sol salió como un trueno tras aquel suave anuncio, y a las siete en punto ya hacía demasiado calor. En la orilla opuesta del río se podían contar al menos treinta y tres hombres, entre muertos y moribundos. Era de suponer que más o menos la mitad de ese número se encontrara oculta en la orilla de acá. Los hombres intentaban regresar por el lecho del río, pero lo hacían despacio. Uno de ellos estaba tan aturdido por sus heridas que iba arrastrándose, lentamente, en dirección a los purgatores de los que creía escapar. Otro de los heridos que huían empezaba a adelantarse, pero una flecha de los purgatores salió rápida como una garza para clavarse en él.
—Ya era hora de que mostraran un poco de compasión —comentó Guido Hooke con tristeza—. Nadie debería tener que morir tan lentamente al sol. —Cale se rió—. ¿He dicho algo gracioso, señor Cale?
—Si libran a un pobre bastardo de su desgracia será por accidente. Si vuelven a dispararle es sólo para ver si sus compañeros se irritan y deciden hacer algo heroico.
—Qué asco. —Hooke miró a Cale, intentando desentrañar sus pensamientos—. ¿Me juzgáis débil?
Cale pensó en ello con detenimiento.
—No. Pienso que es sorprendente.
—¿Sorprendente que alguien sienta algo ante el sufrimiento de un ser humano?
—Que esperéis otra cosa por parte de los redentores.
—Se puede rechazar algo aunque no se espere otra cosa.
—¿Para qué molestarse? ¿Servirá para algo la compasión?
—Me parece que os educaron de modo muy descuidado.
—Efectivamente.
—¿Por qué sois tan cínico?
—No sé lo que significa eso.
—El cinismo es…
—Me da igual lo que sea.
Ofendido por esta respuesta, Hooke se calló. Unos minutos después, fue Cale quien volvió a hablar:
—Un amigo mío solía decir que era una pérdida de tiempo acusar a la gente de lo que está en su naturaleza.
—Yo tenía razón.
—¿En qué?
—En lo de que fuisteis educado de manera descuidada.
Cale no quiso molestarse y se limitó a sonreír:
—Me gustaría que me hubiera educado IdrisPukke. Entonces yo sería más de vuestro gusto, señor Hooke, de lo que soy ahora.
En ese momento salió disparada otra flecha, que se clavó en otro herido.
—No es ninguna locura desear una vida mejor que ésta.
Pero Cale ya tenía suficiente, y no respondió. Distinguió entonces algo así como una docena de folcolares que avanzaban sigilosamente hacia la colina, por la parte de atrás de la U, y comenzaban a ascender por la cuesta. Tras ellos iban otros diez, y después otros tantos más. El centenario de la trinchera de arriba mostraba más paciencia en dejarlos acercarse de lo que parecía prudente.
—Vamos —dijo en voz muy baja.
Entonces fue lanzada otra sarta de flechas, con una media docena de impactos. Pero en aquellos instantes se acercaban más folcolares que, agachados, ascendieron a un montículo dentro de la colina, y quedó claro que sólo al ascender el montículo los atacantes tenían que sufrir las flechas que llegaban de las trincheras. Al tomar las decisiones sobre la defensa de la colina, la pendiente por la que se ascendía a la cima le había parecido que estaba desprovista de todo refugio, y por eso la ascensión parecía casi imposible. Pero en aquel momento quedaba claro que algo se había escapado a su examen. En cuanto hubieron ascendido los dos tercios de la ladera, los atacantes folcolares fueron capaces de meterse en una ligera hondonada que los protegía de las flechas y les permitía reunirse lo bastante cerca de la cima como para emprender un ataque. ¡No era posible que se le hubiera pasado por alto algo tan evidente!
Eran incontables las veces que le habían metido en la cabeza a Cale lo de las santas revelaciones, aquellas visiones en medio de un camino o en la cima de una montaña que hacían que se le cayeran a uno las telarañas de los ojos. Y si bien no había nada divino en lo que sorprendía a Cale en la cima de aquella elevación que dominaba el Vado del Zopenco, no dejaba de ser una revelación de la realidad. Y no podía permitirse fracasar.
Su deseo más vehemente, hasta donde le alcanzaban los recuerdos, era que lo dejaran solo. Pero en aquellos momentos, viendo a los folcolares ascender hacia la cima de la colina, podía observar el fracaso de su gran esperanza. Si ellos tomaban la colina, podrían tomar el Vado. Matarían a los purgatores, y con ellos se perderían las posibilidades de Cale de permitir que Bosco se mantuviera a salvo. Al precio de no volver a recobrar la tranquilidad nunca. Por supuesto, podía huir en aquel mismo instante, pero no había más que redentores por detrás y antagonistas por delante. Se hallaba a ochocientos kilómetros de distancia de… ¿de qué? De nada que se pareciera a la seguridad. Encontrarse sólo en aquel mundo era encontrarse aislado y vulnerable. Toda paz y toda calma tenían que ver con el placer de otros. No había grieta ni rincón, por pequeños que fueran, donde pudiera esconderse del resto del mundo y ser feliz consigo mismo. El techo había que ganarlo, la comida que comprarla. Tenía que luchar y seguir luchando, y si dejaba de luchar se ahogaría. Tenía que despertar. Avanzar o morir. Avanzar o morir.
En Menfis había hecho enemigos con la misma facilidad con que respiraba porque era idiota y cometía errores. Las únicas personas a las que conocía y comprendía eran los redentores. Allí tenía alguna oportunidad, porque era uno de ellos y tenía un lugar entre ellos. En cualquier otro sitio no era más que un niño muy dado a la furia. Se sentía tan ligado a los purgatores que estaban a punto de ser aniquilados en el Vado como si amara y creyera en cada uno de ellos. Ni había elección ni la había habido nunca. Estas ideas, comprendidas en menos tiempo del que lleva expresarlas, lo inundaron como una enorme ola, como si hubiera estado de pie ante un gran dique que de pronto se colapsara. Y aunque su corazón y su alma clamaran contra lo que estaba haciendo, Cale siguió en pie y corriendo pendiente abajo hacia los veinte purgatores que aguardaban con los caballos, ignorantes del desastre que se cernía justo más allá del alcance de la vista.
Con la urgente necesidad de atacar, pero necesitando explicar su plan, Cale empezó a dibujar en la tierra el Vado del Zopenco y a dar instrucciones mientras lo hacía.
—¿Entendido?
Asintieron con la cabeza.
—Entonces —dijo—, repetídmelo.
Los purgatores se mostraron dubitativos, pero ofrecieron un buen resumen de lo que Cale les había explicado. Cale volvió a repetirlo y les hizo montar.
—Si lo conseguís, el padre Bosco os considerará tan buenos como si fuerais santos. —Si bien él añoraba el ostracismo para sí mismo, la temible visión de la ladera le había hecho darse cuenta de que para aquellos hombres pertenecer al grupo era más importante que la vida misma. Había pensado que les ofrecía una escapatoria de la espantosa muerte, pero en realidad les había ofrecido más aún. Si hubiera sido un ángel enviado para perdonarlos y liberarlos en el mundo, se habrían encontrado perdidos, convertidos en vagabundos sin lugar ni propósito. Su libertad habría sido la libertad de un fantasma.
Mientras cabalgaban en orden hacia la cima, observados por el regocijado Hooke, Cale sentía la fuerza de la hermandad y la lealtad fortaleciéndose en ellos incluso en las fauces de su propia muerte. Entonces ascendieron la elevación y poco a poco aumentaron la velocidad formando fila con Cale, acercándose cada vez más rápido a la colina mientras los folcolares preparaban el asalto final a la cumbre, con la cabeza puesta en la lucha que les aguardaba y sin dedicar un instante a pensar en la retaguardia, hasta que los purgatores se encontraron a sólo cincuenta metros de sus espaldas, y avanzando hacia ellos a toda carrera. Una vez descubiertos, los purgatores empezaron a gritar por el santo no sé cuál y por el mártir qué sé yo, hasta que empezó la carnicería.
Los caballos de los purgatores llegaron a la carga hasta la hondonada y se detuvieron (los jinetes habían recibido entrenamiento como infantería montada, no como caballería, y no sabían luchar encima de un caballo) para desmontar a toda prisa y cargar contra los folcolares desde un lateral. Como árboles golpeados por un maremoto, las primeras filas de folcolares cayeron bajo el empuje de los furiosos redentores, cuya rabia contenida durante meses de aterrorizada prisión estallaba de pronto contra ellos. Por delante de Cale iban doce purgatores, temerarios e imbuidos de odio, sanguinarios entusiastas de la muerte. Al principio Cale se encontró siguiendo a aquellos hombres que iban al frente, como si marchara protegido por un muro en movimiento. Pero, en pleno frenesí, los purgatores empezaron a perder la formación mientras los folcolares, al principio sorprendidos, comenzaban a asimilar la sorpresa y retroceder. A la derecha, los folcolares se alzaron contra la fila ya irregular de los redentores y quebraron el muro que formaban. Una brecha se abrió al contraataque, y entonces Cale volvió a ejercer sus dotes para la brutalidad.
Primero llegó Ben van Brida, un muchacho de dieciocho años de tupida barba, lanzando potentes gruñidos mientras se balanceaba dos veces ante el chico que tenía delante. Así lo estuvo haciendo hasta que Cale le atravesó la garganta, justo por debajo de la barbilla, con el cuchillo, cuya punta volvió a salir por la nuca. Pero Cale había clavado el cuchillo con demasiada fuerza: al penetrar en la médula espinal, la hoja del cuchillo se había quedado atascada en el hueso, y la caída de Van Brida se lo arrancó de la mano. Cale se agachó ante el primer golpe del siguiente atacante, y de otro más: ninguno de los dos parecía dispuesto a aguardar su turno, así que embistieron contra él a la vez. Cale no retrocedió, sino que se acercó a ellos, agarró al hombre de la izquierda por la cintura, y haciéndole perder el equilibrio lo giró contra el segundo atacante, utilizándolo como escudo contra un nuevo golpe. Pisó con toda su fuerza en el empeine de su enemigo, de nombre Frans Arnoldi de Nakuru, que lanzó un grito de dolor ante su pie roto. Cuando cayó al suelo, Cale le echó encima al otro hombre, que se tambaleó hacia atrás sólo para verse apuñalado por un purgator que llegaba. La puñalada le alcanzó el hígado y le produjo la muerte instantánea. Tuvo mucha suerte: son pocos los que mueren tan rápido en una batalla. No había tiempo para dar las gracias mientras Cale terminaba con Arnold, el del pie roto: éste extendió ambos brazos gritando «¡No!». De poco le sirvió: el golpe de Cale le cortó la columna vertebral, que va del cuello a la rabadilla. Entonces el siguiente hombre se lanzó contra Cale, tan sólo para recibir una muerte inevitable. Juanie de Beer, que había luchado encarnizadamente en el Camino de la Corrida y se había ganado el sobrenombre de Amargo Final, recibió un golpe de Cale justo por encima de los genitales. Se tragó todo su valor, retorciéndose en la arena en plena agonía. Entonces Cale ordenó a los purgatores que estaban detrás que cerraran la brecha que se había abierto ante él.
Los folcolares dejaron de atacar por unos instantes. Asustados por la brutal agresividad del muchacho que tenían ante ellos, se habían quedado con la boca abierta, como campesinos al ver pasar a un gran cardenal. Parecía que no necesitaba a nadie, de tan espantosa y tan natural como era la ira que descargaba contra todo aquel que se enfrentaba a él. Reaccionando a sus gritos, los purgatores se apresuraron a rodearlo mientras volvía a empezar la avalancha de atacantes. Cale retrocedió, con recelo, consciente de nuevo del peligro en que se veía a causa de las lanzas cortas que de una en una o de dos en dos trazaban una curva en el aire hasta clavarse en el cuerpo de los monjes que estaban tras él. No existe ningún sonido como ése, ni siquiera lo había entre todos aquellos gritos y chillidos; ninguna flecha ni saeta se parece al latigazo como ese ruido sordo de la jabalina que va a detenerse de pronto en la carne y la sangre.
Avanzó unos pasos para evitar las lanzas, utilizando a los purgatores como muro protector. Pero la hondonada en la cuesta que había protegido a los folcolares no estaba lo suficientemente resguardada de los arqueros de la cima de la colina. Tenían que mantenerse en pie para repeler el ataque lateral, pero eso los dejaba expuestos a las flechas. Cercados y apretujados por el muro que formaban los hombres de Cale, la hondonada a treinta metros de la cima, que hacía poco parecía prometerles la victoria, les convertía ahora en una presa fácil.
Fue el Predikant Viljoen, sermonero en Enkeldoorn, quien comprendió que su única posibilidad residía en romper y atravesar el muro de redentores y mezclarse con ellos en la lucha de tal modo que los arqueros de la colina tuvieran que dejar de disparar flechas.
El infierno era la gran pasión de Viljoen: sus sermones solían erizar los pelos de la espalda a toda su congregación y ponerlos como las púas de un puercoespín atemorizado. En aquel momento, él mismo repartía infierno a paladas. El Predikant, cuyo tamaño era el de hombre y medio de los demás folcolares, y tenía la cara como un plato de los grandes, y orlada con una buena barba, llevaba consigo, como todos los folcolares, un tipo de pala pequeña que se usaba en el Veld para todo, desde cavar agujeros a sacrificar animales. Era una pala ligera, con el mango de bambú y terminada en un cuadrado de acero afilado por los tres lados. Afilados con piedra basáltica, los bordes de la pala que blandía de un lado a otro rebanaban hombros, caderas y rodillas.
Fue con la pala como el Predikant rompió el muro de los purgatores, gritando a su rebaño que lo siguiera, blandiéndola de lado a lado con habilidad y santa locura. A uno de los redentores le rebanó la parte de arriba de la cabeza como hubiera hecho una dama de Menfis con el huevo pasado por agua de su desayuno. Fue una muerte piadosa e instantánea que consternó a los redentores de uno y otro lado, que vieron desaparecer su valor en el mismo instante en que caía al suelo su compañero. A continuación el Predikant le hundió la pala a otro en pleno rostro con un golpe directo y frontal, partiéndole dientes y mandíbula y seccionándole la lengua. Con el siguiente golpe cortó un brazo, y con el otro un pie. Ahora la brecha que necesitaba ya estaba abierta, pero él seguía repartiendo mandobles a diestro y siniestro, no como un buey o un oso, sino como un pastor al que el Señor hubiera dado orden de hacer sitio en el séptimo círculo del infierno. Cale había retrocedido hacia la izquierda: se daba cuenta de cuándo Dios y la naturaleza conspiraban juntos en santa violencia, y que se las veía con un hombre que se comportaba como un huracán.
Lanzando un rugido de cólera y soberbia, el Predikant siguió asestando mandobles. Los folcolares avanzaban ahora tras él con el corazón fortalecido y el valor en aumento. La pala mordía como un perro, rajando manos, abriendo caderas al ser blandida en el aire como hace un carnicero con su cuchillo recién afilado. El Predikant abría costillas y éstas dejaban caer a la tierra hígados y pulmones: ni siquiera los animales morían de manera tan cruel. Pero el Predikant seguía su rumbo, acompañado por los demás folcolares, que se extendían tras él, mientras Cale se mantenía a distancia, tras los aterrorizados purgatores.
Cale buscó una salida, meditó la posibilidad de huir… Había llegado el momento en que todas las posibilidades quedaban abiertas. Aquél era el lugar donde el camino se bifurcaba, donde se encontraban dos hados. Y a continuación llegó el error: invocando a Dios, el Predikant encontró los ojos de Cale, y la vanidad acabó con él. La vanidad de Cale y la suya se enfrentaron al encontrarse por un breve instante sus miradas. El Predikant mostró su desprecio ante alguien que no era más que un muchacho sin importancia. Cale se volvió al tiempo que una lanza corta pasaba a su lado para ir a clavarse en el tobillo de un purgator que se había dado la vuelta para echar a correr. Cale la extrajo del pie del desgraciado como si fuera un regalo que le entregaban los cielos. Mientras el Predikant rasgaba el estómago de un purgator que se había quedado para luchar en vez de huir, Cale cogió la jabalina y extendió el brazo derecho hacia atrás, equilibrándolo con el izquierdo, que proyectó hacia delante. Avanzó dos pasos, y la arrojó.
Nada de cuanto hayáis visto habrá tenido nunca tal gracia ni tal fuerza, en una serie de equilibrios combinados para conseguir la perfección. Jamás una serpiente ha clavado sus colmillos con tal instinto. La lanza alcanzó al pastor justo sobre la ingle, partiéndole la vejiga y rompiéndole la pelvis hasta emerger por una de las nalgas. El Predikant cayó al suelo gritando de agonía. Su sangre y su orina se derramaron en la arena como el vino y el agua, y elevaron el vapor resultante. Cale lo recordaría siempre. Ahora estaba gritando y los apremiaba a seguir avanzando.
Dos de los folcolares, que habían visto que su pastor moría a manos del muchacho que lanzaba los bramidos, se dirigieron inmediatamente hacia él impulsados por el deseo de venganza. Pero sólo uno lo consiguió, pues el otro fue atrapado por los purgatores, que habían recuperado el valor. El hombre lanzó un golpe que habría cortado a Cale por la mitad de haberlo alcanzado. Pero cada vez más frío, Cale veía a su oponente como un hombre que juega con niños a la lucha, propinando golpes torpes, desgarbados y burdos. Las flechas caían cerca, y una casi le alcanza. Al atrapar su atención, le hizo perder por un instante la conciencia de lo que tenía entre manos. El ruido de los metales, gritos y gañidos lo acercaron a la tierra, y lo abandonó la destreza de la lucha.
Entonces, al ver que se encontraba ante un muchacho que flaqueaba y no un ángel, el hombre ganó confianza y le lanzó un puntapié.
La patada pasó al lado de Cale, que le sacudió otra a su vez dirigida al pie en que se sostenía, y a continuación lo agarró por la cintura y lo tiró sobre la arena, cayendo con él. Fue inmensamente largo el segundo durante el cual Cale, tomándose su tiempo y torciéndolo hacia atrás, cogió su cuchillo. Lucharon ahogando gritos y lanzando suaves gruñidos. Cale desplazó su peso para agarrarlo mejor. Entonces reunió fuerzas y asestó el golpe.
El jefe tembló, y seguía temblando cuando Cale se puso en pie y echó un vistazo para calibrar el peligro, que le pareció tan escaso como pudiera ser en una batalla. Los folcolares habían perdido empuje con la muerte de su Predikant, y retrocedían. Las flechas volvían a caer desde la colina. Los purgatores presionaban. Al cabo de cinco minutos, todos los que no habían huido estaban muertos. En cuanto a los detalles de la matanza, ni siquiera el Predikant Viljoen había descrito los dolores del infierno de manera tan vívida. Las moscas ya ponían sus huevos en las bocas de muertos y moribundos.
Y de este modo, en una colina de mierda, una escaramuza entre menos de doscientos hombres en un lugar que no tenía nombre hasta que se lo dieron los repetidos fracasos de los redentores, todo un mundo cambió en menos de lo que tarda uno en tomarse una taza de té.
Para los folcolares las cosas fueron de mal en peor. Cale no fue el único en cometer un error garrafal en el Vado del Zopenco. El folcolar Maister, observando desde el oeste, no podía ver el ataque de Cale, pero sí podía ver el comienzo de la carga colina abajo ordenado por el centenario en su apoyo. La información más reciente que le habían llevado decía que sus hombres se preparaban para tomar la colina, y que el éxito era seguro. Los redentores que podía distinguir agrupados sobre la cima, así como los que no podía ver, estaban, por lo que a él le parecía, inmersos en un intento desesperado y suicida de recobrar una posición ya perdida. Ansioso de aprovechar la ventaja de lo que de modo completamente razonable él veía como un terrible error, el folcolar Maister ordenó a sus tropas cruzar el río delante de la colina y atacar el Vado desde dentro de la U. En cuanto el centenario retiró sus tropas y Cale estableció una nueva defensa más abajo, los folcolares atacantes descubrieron que se las estaban viendo con otro tipo de redentores. Las flechas, provenientes de la colina que creían que ya estaría tomada para entonces, los pillaron por la retaguardia y desde lo alto, de modo que constituían un blanco muy fácil. Los pocos que se refugiaron en las trincheras con los falsos redentores no sobrevivieron mucho tiempo. Luchar en las trincheras era el tercer punto fuerte de los redentores. Los folcolares recibieron tanta compasión como la que habían mostrado con los redentores hasta entonces.
Sufriendo pérdidas tan importantes, y desconcertados por el peculiar modo en que los redentores luchaban, los folcolares se replegaron e intentaron emplear los morteros situados en un lateral del cerro para cubrir su retirada. Fue entonces cuando entraron en juego los padres arqueros que Cale había colocado en la cumbre del cerro. Desde aquel punto que ya era completamente seguro, los arqueros liquidaron a la mitad de los artilleros antes de que a éstos les diera tiempo a comprender que ni podían defenderse ni llevarse de allí los morteros. Abandonándolos allí, huyeron para unirse al resto de los folcolares que habían escapado.
Cale había tomado aquel día todas las decisiones correctas, salvo una que habría hecho completamente innecesarios su brillantez y su valor. Era una especie de lección, pero no sabía bien de qué tipo: tal vez lo único que cabía aprender es que no había que cometer ningún error nunca.
Se subió caminando a la cima de la colina, donde lo aguardaba Gil. De todas partes surgían vítores y bendiciones. Provenían de hombres a los que despreciaba, pero a los que ahora había salvado arriesgando su vida. Dependían completamente de él tanto como, ahora lo comprendía, él dependía de ellos.
Gil se inclinó ante él levemente, pero de tal forma que Cale pudo notar un cambio profundo.
—Os habéis granjeado su veneración —le dijo—. A los hombres, por muy degenerados que sean, les resulta difícil no amar a alguien que los ha salvado dos veces.
—Bueno, estamos casi igualados.
Cale se metió en la trinchera y miró la colina desde allí. Cuando había elegido el emplazamiento se encontraba a lomos del caballo, a más de dos metros de altura del suelo, desde donde tenía una clara perspectiva de toda su longitud. Sin embargo, al nivel del suelo era evidente que había un bulto en mitad del terreno dentro del alcance de las armas, un bulto que significaba que incluso a veinte metros de distancia había suficiente cobertura para poder atacar la trinchera a resguardo de las flechas. Se sorprendió de su propia torpeza. ¿Cómo era posible, cuando había acertado tanto en todo lo demás, haber metido la pata de aquel modo en aquel detalle?
—Se merecen que les pida perdón —le dijo a Gil, y pese a todo su odio hacia los purgatores, lo decía de verdad.
—¡Punto en boca! —dijo Gil con firmeza, y a continuación, preocupado por su propio atrevimiento, añadió humildemente—: Señor.
—Los purgatores se dan cuenta de mi equivocación.
—Los purgatores se dan cuenta de que organizasteis el campo de batalla de tal manera que han podido conservar la vida, y también de que acudisteis en su ayuda cuando las cosas se pusieron feas. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que todos ellos salieron triunfantes de una empresa. Han vencido. Ahora son vuestros. Vos cometisteis un error y lo enmendasteis, ¿qué más puede hacer un general?
—No recuerdo que fuerais tan indulgente en el campo de entrenamiento de los Mártires.
—«Entrenamiento duro, lucha blanda».
—Entonces, ¿todo aquello era sólo por mi bien?
—Estáis vivo y habéis resultado vencedor, así que yo diría que sí.
—He enviado exploradores para asegurarme de que los folcolares no regresan. Tendréis que hablar con ellos.
—No: hablaréis vos.
—No, señor.
Y de ese modo, diez minutos después Cale se colocaba sobre una peña, en el centro de la U, tratando de impedir que su voz trasluciera nada del odio y del resentimiento que le inspiraban aquellos hombres. Pero ellos no necesitaban mucho. Él había arriesgado su vida por ellos y ellos habían sobrevivido a una muerte cierta.
Para entonces, Hooke había descendido a pie de la elevación y había escuchado los vítores de los redentores y las reluctancias del muchacho al que estaban deseando adorar. Todos sus deseos estaban puestos en lo que para ellos era la pizarra en blanco de Thomas Cale. En cuanto hubo terminado de hablar, Cale le dijo de mal humor a Hooke que inspeccionara los morteros que en esos momentos traían de la montaña y le llevara un informe en una hora. Hooke inclinó la cabeza de modo un poco burlón.
—Yo no me preocuparía por ser fiel a la gente que uno odia. Hay muchos tipos distintos de lealtad, señor Cale —le dijo—. Está la lealtad, por ejemplo, que el porquero le debe al cerdo.
Y como estas palabras dejaron mudo a Cale, Hooke se dio la vuelta para bajar a inspeccionar los morteros.
Una hora después, Hooke presentaba su informe. Tenía en la mano una enorme asta de un metro aproximadamente de largo. Alrededor del asta, habían atado cuidadosamente diez dardos más pequeños.
—Las ataduras están hechas con cordel ordinario trenzado con goma. ¿Sabéis lo que es la goma, señor Cale?
—No.
—No me sorprende. Condamine pretendió mostrársela al Papa en Aviñón, pero el arzobispo quiso arrestarlo por brujería, porque decía que repelía el agua de manera antinatural.
—¿Y qué tiene que ver con esas ataduras?
—Nada. Pero la goma también se estira.
Tiró de un trozo de cordel y lo alargó un poco, lo suficiente para demostrar lo que decía.
—Una vez prendida por el mortero, una hebra sujeta con cera a la saeta suelta el cordel de goma y éste se desenreda, según me parece, en cosa de unos cinco segundos. Los diez dardos simplemente se desprenden siguiendo la trayectoria hacia el suelo de la saeta principal. Hay algún detalle más, pero el principio básico es ése.
—¿Podríais reproducirlo?
—No veo ninguna dificultad…
—Entonces hacedlo.
—… Salvo una.
—¿Sí…?
—No es cuestión de ingeniería, sino de teología. Al Papa no le gusta la goma. No ha habido ningún infalible veto pontificio urbi et orbi concerniente a la goma como tal, pero hay muchos recelos sobre las sustancias flexibles, a las que consideran no naturales. El intento de arrestar a Condamine supone que en el derecho canónico común el uso de goma puede ser prima facie evidencia de prácticas de brujería.
—¿Estáis seguro?
—Estoy seguro de que no estoy nada seguro; y además estoy seguro de que yo no correría el riesgo si pudiera evitarlo. Vos, sin embargo, estáis en mejor posición. Tal vez Bosco pueda emitir algún tipo de resolución temporal. Aunque creo que él y el Cardenal Parsi están enfrentados.
Cale lanzó un suspiro.
—¿Cómo estáis tan bien enterado?
—¿Cómo no lo estáis vos?
—Si estáis tan bien informado, señor Hooke, ¿cómo es que me necesitasteis a mí para salir de prisión?
—Touché, señor Cale. Sin embargo, hay más de una manera de desollar un gato.
—¡No me digáis…!
—He estado trabajando en una máquina que es un proyecto muy querido.
—Pensé que eran las máquinas las que os habían llevado a la Casa del Propósito Especial.
—Así es.
—Por tanto, si estáis dispuesto a correr el riesgo de ser acusado de sacrilegio, ¿por qué teméis la acusación de brujería?
—Porque no me importa morir por esa máquina, pero sí hacerlo por un hilo de goma. Si voy a afrontar la muerte, me gustaría obtener algo a cambio.
—¿Algo a cambio? Bosco me explicó que el castigo prescrito por construir máquinas sacrílegas era ser despellejado en vida y a continuación introducido en un tonel de vinagre.
—La mera suma de años a la vida no constituye vida.
—Intentaré recordarlo. Pero vos recordad esto: me debéis hasta los dientes, señor Hooke.
—Y no soy desagradecido.
—¿Eso quiere decir que sois agradecido?
—Está dentro de la naturaleza humana que cada uno luche por su propio interés, no importa lo en deuda que esté con los demás.
—Bueno, veamos, ¿para qué sirve esa máquina?
—Como tal, no sirve para nada. Es una máquina que estoy haciendo por motivos de filosofía natural. Me interesa descubrir la naturaleza de las cosas. Pero antes de que me reprendáis, os diré que esta especulación natural tiene al menos un uso práctico que se desprende de la pura investigación. ¿Me estáis escuchando?
—¿Tenéis amigos, señor Hooke?
—Ninguno con el poder suficiente.
—Si pienso que estáis tratando de tomarme el pelo, me desharé de vos.
—Me parece bien, señor Cale.
Cale sonrió y le hizo un gesto para que se sentara. Hooke lo hizo así, pero además se inclinó hacia delante para dibujar un círculo en la tierra.
—Imaginaos este círculo, pero de sesenta metros de diámetro y consistente en un tubo completamente cerrado hecho de bronce endurecido. Yo estoy convencido de que toda la materia está compuesta de una sola partícula, un átomo, que es como lo he llamado, del que se componen todas las cosas (la tierra, el aire, el fuego y el agua), y que la única diferencia en las materias estriba en los diversos modos en que la naturaleza combina esos átomos. Pero de ahí se sigue, si mi idea es correcta, que una gran fuerza podría deshacer la obra de la naturaleza en la disposición de los átomos. Mi propósito es encontrar una manera de fabricar la sustancia más pura de la tierra y formar dos bolas de esa sustancia para dirigirlas una contra la otra desde los extremos opuestos de este tubo circular, y con tal energía que cuando esas dos bolas colisionen se rompan una a la otra en los átomos que forman su materia y la materia de todas las cosas.
—¿Cómo sabéis que existen los átomos, si necesitáis eso para demostrarlo?
—¡Ah! —exclamó Hooke—. Vos no sois sólo un general de habilidad muy precoz. Sois un muchacho sumamente inteligente.
—Ese amigo del que os he hablado me dijo que cuando uno se pone a halagar a alguien, es mejor cargar las tintas. ¿No lo conoceréis por un casual?
—No todos los halagos son insinceros, señor Cale.
—Proseguid.
—He llegado a la existencia de los átomos a través de especulaciones matemáticas. —Cale lo miró—. Veo que no dejáis de sorprenderos. Sin embargo, yo tengo la fe y los números a mi favor. Pero incluso si estuviera equivocado, eso no importaría. El problema que estoy afrontando y aún tengo que resolver es cómo juntar las dos bolas de sustancia pura con tal fuerza que se escinda lo que está unido por naturaleza. Fue la búsqueda de un medio de propulsar un objeto pesado a una velocidad muchas veces superior a la de una flecha lo que me llevó a la Casa del Propósito Especial y me puso tan cerca de esa sórdida muerte de la que, lo admito de buen grado, sólo vos me habéis salvado.
—Suficiente.
—Me había pasado cerca de dos años trabajando sobre una fórmula de un polvo explosivo originario de China. Sólo tenía una pizca de esos polvos, la mayor parte de los cuales me vi obligado a utilizar para asegurarme de que funcionaba. Pero la fórmula era muy burda, y sólo incluía los ingredientes y unas leves pistas de cómo podían combinarse, poca cosa. Hice muchísimas pruebas sin obtener resultado, pero unos meses antes de ser arrestado, coseché cierto éxito. Conseguí una mezcla que producía grandes destellos, con mucho humo y luz, pero poca fuerza. Sin embargo, fue suficiente para aterrorizar a mis ayudantes, que se fueron de la lengua y hablaron ante personas que tenían mucho interés en escuchar. Vinieron los redentores y encontraron los polvos y…, bueno, también una o dos cosas más difíciles de explicar a gente de esa calaña.
—¿Como por ejemplo…?
—Un cadáver. Nada indecoroso, lo había conseguido del verdugo. Yo consideraba que diseccionar cadáveres era una zona gris… religiosamente hablando.
—¿Y ellos no?
—Resulta que, en términos religiosos, la noción de zona gris es lo que llamaríamos una… zona gris.
—¿Cuál es ahora vuestro propósito?
—Si puedo contar con vuestra protección en el asunto del desarrollo de los polvos chinos y además con el dinero suficiente, nos beneficiaremos ambos.
—¿Cómo?
—Si consigo disparar dos bolas de una sustancia pura una contra otra, también podré disparar una bola de hierro contra un hombre. Pensad en los resultados de una máquina semejante. Un hombre que llevara tal aparato, aun cuando sólo pudiera utilizarlo una vez, no podría dejar de herir o matar a un enemigo, o a más de uno. Pensad qué efecto produciría. Después podría desechar el aparato y luchar como cualquier soldado normal, pero habiendo ya matado o herido a un número equivalente de sus oponentes en el primer momento de la batalla.
—Supongo que os falta mucho para conseguirlo.
—Tal vez. Pero concededme el sitio y los medios y lo conseguiré.
—¿Y cómo sé yo que no me estáis tomando el pelo?
—Conozco mis obligaciones —repuso Hooke, algo molesto—. Pero podéis ver que para culminar la obra de mi vida necesito poder disparar un objeto sólido desde un tubo de metal. La búsqueda de conocimiento y la invención de una gran arma pueden ser la misma cosa. La guerra es la madre de todo. Además, si vos os convertís en un gran general, mi vida estará bajo vuestra protección. ¿Me equivoco?
—Mientras no me toméis por un idiota, no. Vos podríais aprovecharos de mi ignorancia en estos asuntos una vez, pero si intentáis jugar conmigo os pescaré. Y entonces os quedaréis cabeceando como una cebolleta en un tarro de vinagre. ¿Me entendéis?
—Vuestras amenazas no son necesarias.
—Yo creo que sí lo son. ¿Me habéis visto hoy luchando en la colina?
—Sí.
—Yo no albergaba fuertes sentimientos hacia esos hombres, ni a favor ni en contra. ¿Qué son para mí los folcolares? Y sin embargo, a pesar de todo, ahora están muertos. Queda tanto de ellos como si nunca hubieran existido. Pensaré en ello. Ahora estoy cansado.