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—¡No seáis idiota! —le contestó Bosco, frío y airado—. Es una mujer.

Terrible. No era culpa de Gil ser un completo ignorante de la anatomía femenina. ¿Cómo iba a ser de otro modo? Y si la conclusión a la que había llegado parecía estrafalaria, sin duda no era tan monstruosa como la realidad: que la roca en la que se había asentado durante los últimos veinte años la Santa Iglesia del Ahorcado Redentor era en realidad una criatura vista por muchos teólogos moderados como carente de alma. Antes de que la apoplejía hubiera echado a perder la mente del Pontífice, Bosco la había admirado grandemente por su claridad y falta de misericordia. Incluso entre las nieblas de un cerebro roto, aquel Papa había dispuesto con pasión y gran entusiasmo la terrible muerte de la doncella de los ojos de mirlo. Gil estaba casi demasiado asombrado, pero faltaba el casi, para ser insultado.

—Dadme las llaves de esta estancia —le ordenó Bosco a Burdett.

Hubo mucho tintineo mientras Burdett extraía la llave de la sala mortuoria de su amplio llavero.

—¿Le habéis comentado a alguien más algo sobre esto?

—No, señor —respondió Burdett.

Bosco miró al primer embalsamador.

—¿Le habéis contado algo a alguien más?

—No, señor.

Miró al segundo:

—¿Le habéis contado a alguien más algo sobre esto?

El hombre negó con la cabeza, enmudecido de espanto.

—Permaneceréis aquí hasta que envíe por vosotros al redentor Gil. Y tapad esa monstruosidad. —Hizo pasar a Gil por la puerta, y cerró con llave desde fuera.

Pasó media hora, pues se perdieron por dos veces en los subterráneos de Chartres, antes de que Bosco y Gil regresaran a la Sala Vamiana. Aun entonces transcurrieron otros diez minutos antes de que ninguno de los dos hablara: un terremoto seguía sacudiendo sus cerebros.

—¿Cómo puede haber sucedido algo así? —preguntó Gil.

—No ha sucedido. Os encargaréis de que arreglen el cuerpo para que sea exhibido como de costumbre. De hecho, todo sucederá como de costumbre. Porque no ha sucedido nada que no sea normal.

—¿Y si hubiera otras?

—Entonces, la amenaza para la única Fe Verdadera sería letal. Prepararéis una investigación sobre esa posibilidad, pero lo haréis dentro del más estricto secreto. Prepararéis además una encíclica declarando que es un pecado mortal, castigado con el fuego eterno del infierno, debatir sobre la cuestión femenina.

—¿La cuestión femenina?

—Por supuesto.

Hubo un segundo de silencio.

—¿Qué es la cuestión femenina?

Bosco lo miró, pero no quedó claro si bromeaba o no.

—¿No lo sabéis?

—Necesito ayuda.

Bosco lo miró un instante:

—La tendréis.

—Y los tres redentores de la sala mortuoria, ¿qué hacemos con ellos?

Bosco lanzó un suspiro.

—¿Recordáis la historia de Urías el hitita?

—Sí.

—Aseguraos de que no cuentan nada. No quiero mancharme las manos con más sangre inocente, pero tenéis que aseguraros. No digáis nada. No permitáis que se diga nada. No permitáis a nadie decir nada.

Al otro lado de la ventana, algo llamó la atención del padre Gil. Por la gran chimenea de la Capilla de las Lágrimas emergía a la húmeda atmósfera una mustia fumata blanca.

Habemus Papam —le dijo a Bosco—. Mis felicitaciones, Santidad.