____ 11 ____

Pero Kleist se hallaba lo más lejos de la muerte que puede estar un ser humano.

—¿Os parece —le decía Daisy, desnuda, sentada a horcajadas sobre Kleist y apoyándose sobre las rodillas de él— que hacer el amor conmigo es mejor que el cielo?

Kleist observó sus pechos con detenimiento. ¿Por qué, se preguntaba, eran tan maravillosos? Su breve estancia en Menfis y su falta previa de experiencias placenteras le habían enseñado que uno se podía hartar de cualquier cosa si se acostumbraba a tenerla con frecuencia: de la crema de limón, del ajedrez, de atormentar a Koolhaus, de no tener nada que hacer, de tomar el sol y hasta del vino. Pero ¿de una mujer desnuda? Eso es algo a lo que nunca se acostumbraría. Su sentido de la sorpresa ante el cuerpo de la mujer había cambiado, desde luego. Ahora le resultaba más familiar, pero era como cuando uno come hasta quedarse satisfecho: que unas horas después vuelve a tener hambre. ¿Cómo era posible que uno no llegara a acostumbrarse a aquello?

Kleist se relajó y fingió cerrar los ojos para que ella no se diera cuenta de lo detenidamente que la estaba contemplando. No es que a ella le molestara aquel intenso escrutinio por su parte, sino que él mismo sentía que había algo vergonzoso en la intensidad de su fascinación. Como ella estaba echada hacia atrás, arrodillada y a horcajadas sobre él, tenía los muslos ligeramente tensos, estirados sobre el hueso y revelando los poderosos músculos. No eran como las piernas largas y delgadas de las muchachas Materazzi que había podido vislumbrar cuando entraban con paso insolente en un gran baile, a veces con un tajo en la falda para enseñar el muslo hasta arriba, revelando esa elegante suavidad que nunca os permitirán poseer. Si las putas de Ciudad Kitty eran menos alegres y sofisticadas y más variadas en forma y tamaño, rellenitas, diminutas pero alegres gasconas de enormes ojos castaños, aun así ninguna de ellas tenía la fuerte musculatura de los muslos de Daisy, extrañamente desproporcionada con el resto de su cuerpo, como si pertenecieran a un hombre excepcionalmente fuerte. Y a continuación aparecían el vello y los pliegues de la piel entre las piernas, fuente de tanta maravilla y estupefacción. Se trataba de algo que no hubiera podido ni imaginarse tan sólo unos meses antes, pues él había asumido siempre que las habitantes del famoso patio de juegos del demonio tendrían algo parecido a un par de huevos y una polla, sólo que más afilado y ferozmente apropiado a seres tan infernales. La realidad de algo tan oculto y al mismo tiempo tan suave le hacía perder la respiración, embargándolo al mismo tiempo de vergüenza y alegría. ¡Menuda idea, menuda cosa! Después venía su vientre, con tan sólo un cinturón de grasa apenas perceptible. Luego la redondez de los pechos, con su dureza entre marrón y rosa; el fuerte cuello; los anchos labios matizados con aquella cosa como cera roja que le gustaba ponerse casi siempre. Y por último los ojos felices y sonrientes, y el largo cabello.

—¿No me notáis nada diferente? —le preguntó ella—. Bueno, decídmelo cuando terminéis de mirarme así de embobado.

Él abrió completamente los ojos.

—¿No os gusta que os mire?

—Me encanta. Pero no tenéis que disimularlo.

—No estaba disimulando —dijo, irritado y avergonzado.

—No os enfadéis. Podéis mirarme siempre que queráis. Pero todavía no me habéis respondido a la pregunta. ¿Eh…?

Obviamente, había algo que Kleist debía haber visto pero no había visto.

—No lo sé —dijo tras mirarla de arriba abajo—. Decídmelo vos.

—¿No tenéis ni idea?

Él notó que su tono y expresión habían cambiado. No estaba enfadada con él porque no consiguiera darse cuenta de aquella nueva trenza en su cabello, o de la pintura de uñas más elaborada que se había puesto en el dedo corazón. Al fin y al cabo, estaba desnuda. ¿Qué podía ser lo que había cambiado?

—Estoy embarazada.

Él la miró como si no comprendiera. Y de hecho, no comprendía.

—No sé lo que quiere decir eso. —Ella lo miró entonces a él con el mismo desconcierto. Aquello iba a ser más difícil, o al menos mucho más extraño de lo que había pensado.

—Que voy a tener un niño.

Aunque la expresión de él cambió y se transformó en estupefacción, a Daisy no le dio la impresión de que empezara a comprender más que antes.

—Pero ¿cómo? —preguntó él, horrorizado.

—¿Qué queréis decir?

—¿Cómo podéis ir a tener ese niño?

—¿No sabéis cómo se hacen los niños?

—No.

—¿No os lo explicaban en ese Santuario vuestro?

—Yo nunca había visto una mujer hasta este año. No. No sé nada. No sé de qué me habláis.

—¿Y no habéis pensado en preguntar?

—¿Sobre los niños? ¿Por qué tendría que preguntarlo?

—¿Cómo pensáis que vienen?

—No lo sé. ¿Por qué tendría que pensar en los niños?

—No me puedo creer lo que oigo.

—¿Por qué iba a mentiros?

Ella lo miró, desconcertada y preocupada al mismo tiempo.

—No, no quiero decir que me estéis mintiendo. Lo que no me puedo creer es que no tengáis ni idea sobre…

—Pues no, no la tengo.

Se miraron el uno al otro, Kleist blanco de horror, y Daisy pálida de puro desconcierto. Hubo un breve silencio.

—Bueno, contadme por qué vais a tener un niño —dijo él.

—Pues por vos.

—¿Por mí…? Yo no sé nada sobre niños.

—Pero me habéis hecho uno.

—¿Cómo voy a haceros…?

Ella iba comprendiendo poco a poco lo insondable que era su ignorancia. Se sentó, sin saber por dónde empezar.

—Cuando vuestro pene está dentro de mí y os dan esas convulsiones… Así es como se hacen los niños.

—¡Dios mío! ¿Por qué no me lo dijisteis antes?

—No sabía que no lo supierais.

—Si yo no sé nada…

No se trataba de una declaración irrazonable. Antes de llegar a Menfis no sabía nada de nada, excepto sobre religión, cosa que odiaba y temía, y sobre matar, cosa que se le daba bien, pero que también temía, porque le daba miedo que en justa correspondencia lo mataran a él. En Menfis había encontrado un montón de cosas sobre las que aprender y, como una gran esponja seca, había absorbido enormes cantidades de conocimiento. Lamentablemente, tenía que ponerlo todo en orden, y hacer el tipo de conexiones que incluso un muchacho de quince o dieciséis años excepcionalmente ignorante ha hecho mucho tiempo atrás. En algunos aspectos, era como un niño pequeño.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó desesperado.

—Vos ya lo habéis hecho —respondió ella, malhumorada.

—Vos erais la que sabía estas cosas. Es culpa vuestra.

—¿Mía…?

—Sí. Vuestro padre me matará.

—No, no os matará.

—Gracias a Dios. ¿Estáis segura?

—Sólo os matará —añadió ella— si no os casáis conmigo.

—¿Casarme con vos?

—Ahora diréis que nunca habíais oído hablar del matrimonio.

—Eso es ridículo.

—No es más ridículo que no saber cómo se hacen los niños.

Eso era demasiado.

—La gente se casa delante de los demás. Hablan sobre ello. Pero nadie habla de niños ni de cómo tenerlos.

—Bueno —dijo ella con tristeza—. Ahora ya lo sabéis.

El padre de Daisy no mostró ni la alegría que ella esperaba ni la furia asesina que temía Kleist. Su padre estaba bien dispuesto hacia él, porque había salvado tanto la vida de su hija, lo que probablemente era cierto, como su honor, lo que decididamente no lo era. Pero eso había sucedido en otro lugar, y sólo tenían la palabra de Daisy en lo que se refería al rescate de las garras de los forajidos. Pero incluso si creían a pies juntillas el relato del valor físico de él y de sus habilidades guerreras, el problema estaba en que los cleptos no valoraban especialmente aquellas cualidades. El resultado era que, pese a su voluntad de aceptar a un extraño que había mostrado una gran bondad con uno de los suyos, aquel extraño no contaba con un importante estatus entre los cleptos. Daisy era la hija de un hombre de considerable riqueza e importancia, basadas en su talento para el robo, cosa muy admirada entre una gente cuyo mismo nombre se consideraba sinónimo de «hurto».

El ofrecimiento que tras la revelación del embarazo hizo Kleist, empujado por Daisy, de intervenir en los atracos de los cleptos, no hizo más que empeorar el problema, debido a que lo hizo tan a la ligera y con una creencia tan clara en que el robo a la escala practicada por los cleptos no era cosa que revistiera ninguna dificultad, que les pareció ofensivo, en especial a los que le habían mostrado su apoyo antes de aquella forzada y torpe proposición matrimonial. De tal manera debilitaba aquella actitud su petición, que Daisy le acusó de haberlo hecho a propósito. Ahora él había ofendido a todo el mundo, pero en especial a la muchacha a la que se daba cuenta de que amaba intensamente.

Una vez superada su estupefacción por el hecho de haberse convertido en padre y el modo en que tal cosa había sucedido, volvió a quedarse estupefacto por lo maravillosa que le parecía la sola idea de la paternidad. Los niños, según podía ver en los que lo rodeaban, eran algo encantador, muy mono y, por encima de todo, alegre. Dado que todo el mundo los mandaba irse en cuanto empezaban a ser un ruidoso incordio, y que ellos los observaban tan sólo en su mejor momento, a través de un espeso velo de ignorancia, su optimismo era, tal vez, perdonable, aunque injustificado. Pero había también muchos sentimientos enterrados que crecían en lo más hondo de su recia alma juvenil. La paternidad, antes una imposibilidad inconcebible, le parecía de pronto una maravillosa aventura. Sin embargo, su torpeza relativa a la proposición de acompañar a los cleptos en uno de sus atracos parecía haber atado los pies de su propia felicidad. Era necesaria una respuesta drástica. En primer lugar, ofreció al padre de Daisy todo cuanto poseía, o sea, todo lo que había afanado en Menfis y después robado a la banda de Lord Dunbar. Eso agradó al padre y aplacó a la hija. A continuación, propuso hacer una demostración de lo útiles que podían resultar sus habilidades como arquero tan brutalmente adquiridas, y lo hizo de tal modo que no implicaba ningún desprecio hacia el talento afanador de los cleptos. Al oír a los cleptos alardeando sobre sus invariablemente (eso decían ellos) exitosos asaltos, le pareció evidente que su renuencia a quedarse y luchar les obligaba a ejercer una estrategia peligrosamente sencilla al privar a sus vecinos de caballos, ganado, fruta y carne en conserva, cajas de vino, sillas, dinero, ovejas, cabras, cerdos, ornamentos y cualquier otra cosa que pudieran llevarse consigo. El principio que siempre seguían consistía simplemente en echar a correr tan rápido como les fuera posible desde el lugar en que estuvieran hasta la seguridad de las montañas. La rotunda negativa de cualquier clepto a asumir un riesgo mayor que el clepto de al lado, y su general falta de entusiasmo por el combate implicaban que nadie hiciera previsiones para luchar en acciones de retaguardia, ni para crear posiciones defensivas móviles que pudieran ser utilizadas para ralentizar a los perseguidores, sin importar lo resueltos que estuvieran a seguirles.

Durante los meses que siguieron a su llegada y aceptación como invitado muy honorable, Kleist se dedicó a fabricar unos cuantos arcos de calidad muy superior al que había empleado para matar a Donaldson y los suyos. Estaba, la verdad sea dicha, algo ofendido también él por la actitud de desprecio que mostraban los cleptos ante su talento, y por eso pensó que podía impresionarles sin necesidad de ofenderlos, y de ese modo ganarse una buena reputación sin correr grandes riesgos, más allá de los que estaba acostumbrado a correr, y que le resultaban fáciles de calibrar. Robar le parecía peligroso, pues envolvía demasiadas incógnitas.

Como había visto ya, la habilidad de los cleptos con el arco era tan rudimentaria como sus propios arcos: podía valer si disparaban en masa contra un enemigo numeroso, pero en esas condiciones valía cualquiera. Aparte de eso, no había, en la experta opinión de Kleist, nada que decir que no fuera insultante. Así pues, organizó una exhibición en el mismo lugar en que había acontecido un famoso desastre para los cleptos, una estribación de su territorio en la que, justo al borde del terreno en que ya se hubieran visto a salvo de sus víctimas, habían sido alcanzados cincuenta hombres que habían intervenido en un asalto, cincuenta hombres a los que habían matado a la vez. Cincuenta hombres para los cleptos suponían una pérdida terrible, pues los cleptos eran una tribu de menos de mil quinientas personas, según calculaba Kleist, dos tercios de las cuales eran mujeres, niños o ancianos. Tres años después de la masacre, todavía no se habían recuperado del todo. En parte por eso eran tan liberales con sus mujeres, pues simplemente no había hombres suficientes para que los cleptos pudieran tratarlas como trataban a las suyas las tribus vecinas.

Con más cuidado esta vez, y con ayuda de las indicaciones de Daisy, Kleist se ofreció a mostrarles cómo podía él evitar que se repitiera algo así. No era fácil preparar aquella exhibición, porque aunque estuvieran dispuestos a mirar, mostraban claramente muy poco interés en tomar parte. Kleist les había mostrado las puntas romas de las flechas que pretendía emplear en la exhibición, pero los cleptos seguían viéndolas como extremadamente peligrosas. De hecho, fue necesario invertir una gran cantidad de tiempo y soportar mucho recochineo por parte de las mujeres a las que Daisy había convencido de que prestaran los caballos que necesitaba Kleist. Al final hubo permiso para todo y se preparó el escenario. De manera comprensible, aquellos que se reunieron para mirar se sentían taciturnos y afectados por la pena de recordar tal calamidad. Kleist había construido veinte muñecos bastante toscos en forma de hombre, y Daisy y sus amigas los habían atado a los caballos que tan a regañadientes les habían prestado. Kleist se colocó tras un muro que le llegaba a la altura del pecho, que había construido y camuflado con ramas justo en el punto en que había tenido lugar la masacre. A cuatrocientos cincuenta metros de distancia, los aburridos caballos miraban sin entusiasmo, pastando las hierbas larguiruchas del suelo. Entonces unas veinte chicas hicieron ponerse a los reacios animales en fila frente al distante Kleist. Cada una de ellas llevaba una fusta, y al grito de Daisy golpearon con fuerza los ijares de los caballos. Eso cambió la actitud de los animales, que relincharon y se encabritaron, levantando las patas de delante, y acompañados por los gritos de las chicas, que estaban detrás de ellos, salieron aterrados a la carga. Sobre sus lomos, los hombres de paja rebotaban y se agitaban hacia los lados. Sólo para reforzar sus argumentos, Kleist se había desnudado de cintura para arriba para mostrar su extraño pero impresionante cuerpo, lleno de músculos que eran como nudos hechos en una cuerda, más propios de un hombre veinte años mayor. Disparó una flecha. Todos los ojos siguieron su trayectoria para ver cómo trazaba el arco más amplio y elevado que ninguno de ellos le hubiera visto hacer nunca a una flecha. La flecha se clavó en el muñeco al que había apuntado, le penetró justo en el pecho y le salió por detrás. Era impresionante, pero todavía estaba lejos de dejar atónitos por su excelencia a los nativos. Esperó a que se acercaran más, forzando la suerte para hacerlo lo más impresionante posible. Entonces, durante los noventa segundos que llevó a los aterrados caballos llegar hasta él, soltó una sucesión increíblemente rápida de flechas, fallando tan sólo dos en el momento en que pasaban en estampida por delante.

Los cleptos estaban impresionados, pero seguían cautelosos.

—Aquel día eran cientos de hombres.

—Yo podría haber eliminado a treinta mucho antes de que llegaran aquí. Nadie asumirá tantas pérdidas. Además, yo no lo haría así. Los habría estado eliminando durante horas o incluso días antes de que llegaran. A una distancia de quinientos cincuenta metros puedo acertar cinco disparos de cada diez, y ocho de cada diez si incluimos al caballo.

Hubo algunas objeciones más, pero su causa estaba ganada. Además, los cleptos no tenían nada que perder, aparte de a aquel simpático extranjero que no significaba, la verdad sea dicha, nada para ellos.