Capítulo IV
LOS AVENTUREROS
El cielo raso del salón comedor del Poseidón estaba formado por cuadrados de vidrio esmerilado, insertados en bandas alternadas de acero y cobre; las luces estaban colocadas detrás de los cuadrados. Convertido ahora en piso, tenía el aspecto de un campo de batalla, con los cuerpos muertos y heridos desparramados en patéticos montones de ropa que daban la impresión de no tener nada dentro. Habían muerto por fractura del cuello o de la columna; otros estaban inconscientes por golpes o fracturas de cráneo. Algunos de los montones se movían débilmente, quejándose por el dolor de miembros lacerados y lesiones internas. Sólo estaban de pie los pocos que, como el grupo cerca de popa, habían estado próximos a la banda de babor de la nave.
El médico de a bordo, el anciano doctor Caravello, había perdido sus gruesos lentes y sin ellos no podía ver a dos palmos de sus ojos. Medio aturdido por el shock, había empezado a actuar instintivamente, pero por el momento no podía hacer mucho más que andar a tientas y atisbar vagamente a los heridos más próximos. Todavía tenía la servilleta en la mano y se dirigió hacia un hombre que tenía una herida en la cabeza, producida al golpearse con un brazo de un sillón mientras caía, procurando restañarle la sangre, mientras llamaba a gritos a su asistente:
—¡Marco! ¡Marco! ¿Dónde diablos está usted? ¿No ve que necesito ayuda?
Una figura se materializó a su lado y el doctor Caravello preguntó:
—¿Es usted, Marco? Consígame más vendas.
—No, Marco no está aquí —respondió Scott—, pero haré lo posible —y empezó a recoger servilletas y desgarrarlas en tiras para vendajes. Luego preguntó—: ¿Qué podemos hacer?
—No puedo ver sin gafas —comentó el doctor Caravello, y añadió—: Sabe Dios. Si el barco se dio la vuelta, puede que en un minuto estemos todos muertos.
—Si Dios sabe, y no nos portamos como cobardes, Él nos ayudará —dijo Scott.
—No puedo ver sin gafas —insistió el doctor Caravello y empezó a buscar a tientas entre los pedazos que cubrían el piso.
—Aquí están —dijo Scott, entregándoselas.
Un joven cuarto oficial, un yugoslavo que acababa de salir de la escuela naval, había conseguido ponerse de pie, se estiraba y sacudía la cabeza para despejarse. Sin que nadie le prestara atención ninguna, decía y repetía:
—Tranquilos todos, por favor. Todo está muy bien.
De los cinco mozos que habían estado de servicio en ese momento en el comedor, uno había muerto, dos se hallaban inconscientes y los otros dos, atontados por el shock como todos los demás, respondían con el automatismo de su tarea recogiendo las servilletas y los trozos de cacharros rotos y procurando despejar un paso entre los escombros, apartándolos con el pie.
Reunidos en varios grupos dispersos y aterrorizados había una veintena de pasajeros ilesos, entre ellos griegos, franceses, belgas, la familia alemana Augenblick y una pareja norteamericana septuagenaria.
De pronto, una mujer empezó a chillar histéricamente, elevando la voz a una altura increíble, y al mismo tiempo los hijos de los alemanes se echaron a llorar. Luego los gritos de la mujer se interrumpieron tan bruscamente como si alguien la hubiera abofeteado, pero el llanto de los niños siguió.
Uno de los dos jóvenes comisarios ingleses se hallaba inconsciente y, cuando el médico y Scott se acercaron a examinarlo, el otro intentó tranquilizar a los pasajeros, diciéndoles:
—Tienen que mantenerse tranquilos y sin moverse. No hay peligro por el momento. Los oficiales vendrán a llevarlos a lugar seguro. Por favor, quédense donde están.
La influencia del uniforme y la auténtica convicción que transmitía su voz surtieron efecto. Los dos mozos que estaban ilesos se habían puesto a las órdenes del médico para ayudar a los heridos.
—Ese muchacho no sabe lo que dice —comentó Caravello, dirigiéndose a Scott—. Nadie vendrá y en un minuto nos hundiremos. Ninguno de nosotros puede hacer nada.
—No hable así —le dijo terminantemente Scott—. Siga con su trabajo y yo seguiré con el mío —y siguió recorriendo los montones empapados, observando restos muertos o inconscientes, señalando a los camareros la situación de los heridos menos graves a quienes se podía atender. Después se dirigió hacia los grupos de sobrevivientes ilesos y les dijo—: Todos los que estén en condiciones de hacerlo deben intentar salir de aquí en seguida. Si vienen conmigo, procuraré ayudarlos —los traspasó con sus ojos penetrantes y durante un momento parecieron dudar.
Luego, el alemán Augenblick sacudió la cabeza, diciendo:
—No, mejor quedarnos aquí como dijo el oficial. No sabemos adonde ir. Los oficiales vendrán —y miró a su alrededor buscando el apoyo de los demás.
Todo el cuerpo de Scott expresó una súbita crueldad.
—¿Vendrán, no? ¿Y si no vienen?
—Si ha habido un accidente —insistió el alemán— es mejor esperar.
Scott dio media vuelta y se alejó.
—Papi —preguntó Robin Shelby—, ¿qué vamos a hacer?
—Eso digo yo —apoyó el Radiante—, ¿qué va a pasar ahora?
Al ver a Scott a cierta distancia, Shelby se sintió de pronto desamparado y deseó verlo volver.
—No sé —replicó—. Tendremos que esperar a que vuelva Scott. Está investigando.
Jane Shelby hizo ademán de hablar, pero después lo pensó mejor. De alguna manera, había esperado que su marido tomara la iniciativa sin esperar a que volviera el sacerdote.
—Mejor que suban aquí, señor Rosen —dijo Peters desde arriba.
—¿Por qué no hace otro chiste? —respondió Rosen. El vano de la puerta donde se encontraban los dos camareros, por detrás de los cuales se asomaba otro hombre, estaba a más de tres metros por encima de sus cabezas. El último tramo de la escalera principal que bajaba desde la cubierta «C» al salón comedor subía ahora hasta el cielo raso y el pasamanos estaba demasiado lejos de la puerta para ser de alguna utilidad. Los escalones estaban al revés—. Y en todo caso —terminó Rosen—, ¿de qué serviría?
—Está más lejos de la línea de flotación —dijo Peters.
—¡Vaya novedad! —gruñó Rogo.
—Acre, ¿le duele mucho? —inquirió Jane Shelby, acercándose más a la puerta.
—No, señora, gracias. No mucho.
—Lo pusimos bastante cómodo —explicó Peters.
—El doctor anda por aquí —añadió Rogo—. ¿No quiere que le avise?
—No, señor —respondió Acre—, todavía no. Tiene que ocuparse de los pasajeros.
Susan, Jane, la señorita Kinsale y los Rosen estaban más afligidos por la situación de Acre que por la suya propia. Durante el largo crucero de casi un mes de duración, como suele suceder con los pasajeros, habían trabado una relación cálida y amistosa con los camareros del comedor, que les servían la comida tres veces por día, cuidaban de ellos, conocían sus platos favoritos, bromeaban con ellos y los atendían. A lo largo del viaje, los miembros de ese grupo habían hecho otras amistades, en las mesas de bridge, en los bares y el salón de fumar, en las sillas de cubierta, en las excursiones al bajar a tierra, pero a la hora de las comidas el grupo estaba bajo la égida de Acre y Peters. En una ocasión, Shelby dijo que eran como un club presidido por los dos camareros.
Oyeron el tintineo y el crujido de los vidrios y vieron que Scott se acercaba a grandes pasos. En el camino, se aflojó el nudo de la corbata, se desprendió el cuello y se quitó la chaqueta, mientras todos lo miraban con curiosidad.
Martin, el camisero, había dominado sus nervios y se había puesto de pie.
Muller pensó para sus adentros: «El gran muchacho norteamericano tomó alguna decisión». Y Jane Shelby se dijo: «Tiene otra vez esa mirada en los ojos».
Allí estaba, sin duda, esa máscara que cambiaba sus rasgos de la amistosa compostura a la agresividad. Bruscamente, Scott dijo:
—No puedo hacer nada más por ellos —y echó la cabeza atrás. Pero no había medio de decir si se refería a los vivos o a los muertos—. El médico se está ocupando, pero tampoco él puede hacer mucho. Hemos dado la vuelta completamente; estamos flotando con el casco hacia arriba. De ahora en adelante, a nosotros nos toca liberarnos de esta trampa.
—¿Y el oficial? —preguntó Shelby.
—Está confundido —respondió Scott—. No es más que un niño, y sigue diciéndoles que todo va a salir bien.
—Es un consuelo —comentó el Radiante.
—¿Y los otros… los comisarios? ¿No saben nada? —preguntó Rosen.
—Uno de ellos está inconsciente; el otro no es más que un empleado —respondió Scott.
—¿Y si mandan un S.O.S.? —preguntó Rogo—. ¿Seguro que mandarán un S.O.S., no?
—No —contestó brevemente Scott y dejó que Rogo se las arreglara para entender la respuesta.
—¿Qué quiere decir no? —empezó belicosamente Rogo—. Siempre, cuando hay un… —de pronto cerró la boca y sus ojillos se desviaron. Parecía desconcertado y furioso.
Muller pescó la idea: «¡Dios! Si estamos flotando con el casco hacia arriba, estarán muertos. El capitán y los oficiales de cubierta también deben de estar muertos. ¿Y cuántos más? Y si el barco está invertido, ¿cómo puede mantenerse a flote?».
El pequeño Robin habló, por primera vez desde el accidente.
—Tal vez tampoco tengan el informe de posición —la luz que salía de abajo, entre sus pies, lo mostraba como el retrato de su padre: los mismos ojos grises, el mismo mentón cuadrado, aunque los rasgos tenían algo más dulce e inmaduro y la boca todavía era blanda y más parecida a la de la madre—. Es para el centro de navegación, y lo transmiten cada cuatro horas. Pero si no lo mandaron…
—¿Por qué no lo habrían hecho, Robin? —interrogó su padre…
—No siempre lo enviaban a la hora —respondió el muchacho—. A mí me dejaban mirar. Estoy aprendiendo el código morse; es una de las cosas que tiene que saber un astronauta. Una tarde mandaban un mensaje largo, de un pasajero… —se rió y continuó—: Era alguien que le mandaba un telegrama a su novia, porque el operador se reía, y no envió el informe de posición hasta las cinco y diez. Puede ser que esta noche haya pasado lo mismo.
—¿Y qué diferencia hay? —preguntó Rosen.
—Demonios —exclamó el Radiante—, muchísima.
Detrás del rostro redondo y colorado había un cerebro que, cuando no estaba nublado por el alcohol, era claro y matemático.
—¿No ven? Si salió a las nueve en punto, pasarán cuatro horas o más antes de que nadie se inquiete por nosotros. Pero si el operador estaba despachando otra carta de amor, o una orden nocturna para compra o venta de acciones, y fue interrumpido antes de terminar y el informe de posición jamás llegó a salir, muy pronto alguien se extrañará y empezará a hacer preguntas. Cuando no consiga respuesta, probablemente empezará a hacer algo.
—El problema es —dijo Muller— que si están muertos nunca lo sabremos. Y esas cuatro horas pueden representar la diferencia entre…
Al oír la palabra «muertos», todos se sobresaltaron tanto que no pudieron seguir el razonamiento de Muller; súbitamente confundidos, se miraron.
Pero Scott los dominó con el poder que brillaba en su mirada.
—¡Exactamente! —dijo—. Por eso tenemos que empezar a andar en seguida.
—¿Andar? —repitió Rosen—. ¿Hacia dónde?
—Hacia arriba —respondió sencillamente Scott, levantando la cabeza.
Casi como si una misma cuerda los moviera, todos miraron automáticamente al cielo raso, de donde pendían, ahora inmóviles, los manteles bordados y las formas alucinantes de mesas y sillas.
—¿Está hablando en sentido metafísico, Frank? —preguntó Muller—. ¿Qué se propone?
Los delgados labios de Rogo se curvaron en una mueca de desprecio. ¡Ese papanatas y sus palabras vacías!
—¡Físico! —gritó vivamente Scott—. Nosotros, nuestros cuerpos, nuestra persona. Todos los que estamos aquí. Tenemos que subir hasta el fondo, donde está la quilla. Hasta la piel del barco.
—No entiendo —murmuró Rosen sacudiendo la cabeza—. ¿Subir hasta el fondo? ¿Hasta la piel?
Robin fue más rápido:
—¡Ya sé! —gritó—. Como en los submarinos, para poder golpear el casco si alguien viene, y que se den cuenta de que estamos allí.
El Radiante sonrió con su sonrisa redonda y roja y asintió:
—Claro, hijo. Pero ¿tenemos tiempo? No sabemos cuánto tiempo se puede mantener a flote de este modo.
—¿Y qué diferencia hay? —dijo tranquilamente Scott.
—¡Cretino! —le gritó Linda a su marido—. ¿Quiere decir que podemos hundirnos de repente? ¿Me trajiste a un barco que podía hundirse?
Y dejó mudos a todos espetándole a su marido una obscenidad que resultaba de lo más incongruente al provenir de la boquita enfurruñada, con el arco de Cupido bien marcado, de esa cara de muñeca.
Todos los rasgos de Rogo —los ángulos de sus ojillos, la boca, el mentón— parecieron desmoronarse súbitamente mientras intentaba aplacarla.
—¡Pero, tesoro! ¡No hables así delante de gente bien!
Linda explicó adonde podía irse la gente bien y qué era lo que podían hacer allí.
—¡Vamos, nena! ¿Cómo podía uno saber que iba a pasar esto? Debe de haber chocado con algo —y dirigiéndose a los otros, explicó—: Discúlpenla, está agotada, y creo que tiene derecho. En realidad, no quería venir, ¿no es cierto, palomita?
—¿Cuánto tiempo puede seguir flotando de este modo? —preguntó Muller—. ¿Una hora? ¿Dos? ¿Doce horas?
—¿O cinco minutos? —interpuso Manny Rosen.
Muller lo ignoró.
—¿Podemos hacerlo? —insistió—. ¿Tenemos tiempo? ¿Cómo salimos de aquí? Ni siquiera podemos llegar hasta donde están Acre y Peters. ¿Cuántas cubiertas hay? ¿Cinco? ¿Seis? ¡Jamás lo conseguiremos!
—Intentarlo es lo que vale —respondió «Buzz» Scott.
—¡Pelotas! —exclamó por lo bajo, pero en voz bastante audible Linda Rogo.
Rogo intentó defenderla.
—No seas así, pichona —dijo, pero agregó en tono mustio, dirigiéndose a Scott—: El viejo desafío universitario, ¿eh? ¡Cristo, si no podemos siquiera salir de este piso! ¿Y qué hacemos con las mujeres? —su mirada resbaló hacia la obesa Belle Rosen—. ¡Use los sesos! Deben de saber que estamos aquí abajo y si nos quedamos por aquí, alguien tendrá que venir a rescatarnos.
Scott dirigió sobre Rogo todo el impacto de su mirada y le dijo:
—No fue eso lo que usted hizo o dijo cuando tenían dos guardias como, rehenes en Wetchester Plains.
—¿No? Pero yo sabía lo que pasaba y sabía adónde iba; usted no —respondió el policía con rostro liso e inexpresivo.
Sabedor del antagonismo —apenas enmascarado durante el viaje por un exceso de cortesía— que Rogo sentía hacia Scott y hacia él mismo, Muller se preguntó si el sacerdote reaccionaría. Para su sorpresa, éste se limitó a mirar a Rogo durante un momento, con aire zumbón, y respondió:
—Puede que tenga razón.
—¿Qué es exactamente lo que usted sugiere que hagamos, Frank? —preguntó Manny Rosen.
—Portarnos como seres humanos y no como ovejas —fue la respuesta.
Muller, que tenía presente la extraña oración de Scott, o más bien su trato con Dios, en virtud del cual parecía haberlos comprometido a todos en alguna clase de acción, pensó que ese hombre se proponía volver a arengarlos con su curiosa dialéctica teológica.
Pero, en cambio, Scott preguntó en voz baja, casi apagada:
—¿Alguno de ustedes, los hombres, sabe qué se debe hacer para sobrevivir en casos de emergencia?
—¿Usted quiere decir como los astronautas, que los ponen en algún lugar donde no hay agua ni comida, ni auxilio de ninguna clase, y tienen que saber qué hacer? —preguntó Robin.
—Eso mismo, Robin.
Los hombres sacudieron la cabeza.
—Yo sí —dijo Scott—. ¿Saben cuál es la causa de la muerte de la mayoría de la gente que se pierde, naufraga o se ahoga en algún sitio inhóspito?
—El pánico —aventuró Muller.
—No —respondió Scott—, la apatía. El no hacer nada, la mera inactividad… dejarse estar. Las estadísticas lo prueban; las cifras señalan que el solo hecho de mantenerse activo, procurando hacer algo, mantiene con vida a la gente. Tal como yo veo las cosas —prosiguió—, si nos quedamos aquí esperando auxilio, puede ser que llegue o no. No tenemos la menor idea de cuánto tiempo podemos seguir flotando así, de cuán próximos a la muerte podemos estar. Pero estamos aquí, todos nosotros, todavía vivos; somos seres racionales y pensantes y por misericordia conservamos la vida, que les fue arrebatada a tantos otros. Propongo que vayamos al encuentro del auxilio que puedan enviarnos.
Nadie dijo nada.
—¿Saben? —concluyó suavemente Scott—, un animal procurará abrirse paso para salir de una trampa, aun si tiene que perder una pata para lograrlo.
—Todavía no entiendo qué es lo que usted propone que hagamos, Frank —insistió Rosen.
—Trepar —respondió Scott—, y seguir trepando.
—¿Y si se hunde mientras trepamos?
Muller se dio cuenta con sorpresa de que la idea que le había pasado por la mente era: «¡Por Dios, tiene razón! Por lo menos nos tocará en un momento de nobleza».
Pero Scott lo enunció de otra manera, diciendo:
—Habremos hecho el intento. Aunque no creo que se hunda.
—¿No es demasiado optimista, vie…? —empezó a decir el Radiante, pero se detuvo a tiempo, recordando que a un vicario, o como sea su equivalente norteamericano, no se le dice «viejo», y concluyó—: ¿Cómo lo sabe?
—Porque hice una promesa por nosotros, y no puede ser ignorada —contestó Scott.
Era una afirmación ridícula y ambigua, y sin embargo había en ella persuasión y fuerza. Muller recordó todos los chistes referentes a la importancia de tener un sacerdote durante un viaje aéreo o como compañero en un partido de golf. Aunque era agnóstico declarado y jamás había estado de rodillas en toda su egoísta vida, Muller no era inmune a la superstición ni a la seducción atávica del hechicero o el médico de la tribu.
—Robin sabe qué es lo que me propongo —explicó Scott—. Si nos mantenemos a flote hasta mañana, podrán divisarnos desde el aire. Barcos y aviones estarán buscándonos, y sólo habrá una forma de sacarnos: cortar el casco desde fuera, por arriba. Nuestras posibilidades de rescate serán mucho mayores si estamos allí cuando lo hagan. Pero —continuó— les toca a ustedes decidir si se quedan aquí o hacen el esfuerzo.
A Muller le chocó la incongruencia de estar discutiendo eso cuando estaban todos suspendidos al borde de la destrucción. Nadie tenía la menor idea de las reservas de flotabilidad del barco en su posición invertida, ni de hasta qué punto el aire había llenado los espacios vaciados por el desastre. Sin embargo, no se conducían como gente que está próxima a la muerte. Había habido gritos, pánico y llamadas de auxilio durante el momento de la catástrofe, pero ahora, cuando quizá faltaban segundos para que el barco terminara de hundirse, estaban discutiendo tranquilamente los medios y las posibilidades de escapar. ¿Era la confianza de Scott, o el hecho de que el Poseidón, con el casco hacia arriba como una tortuga, les ofrecía ahora una plataforma tan firme, a pesar de las formas fantasmales que colgaban sobre sus cabezas, como había sido cuando estaba en posición normal? Allí estaba, bajo sus pies, rígido, sólido, negando el pánico. Pero Muller tenía cabal conciencia de que era una ilusión que en cualquier momento podía disiparse para siempre.
—¿Y qué hay de los otros? —preguntó Shelby, mirando en dirección a la gente acurrucada sobre el costado de la nave, en el otro extremo del salón comedor, y a las figuras que yacían en el piso, algunas de las cuales empezaban a moverse.
—Los muertos no cuentan —dijo Scott, y Jane Shelby levantó la mirada, sobresaltada por la brutalidad de las palabras y la súbita indiferencia que se traslucía en lo que hasta entonces había sido una benévola persuasión. Al mirar a la señorita Kinsale, Jane observó que no parecía compartir su asombro y que, por el contrario, su rostro expresaba reflexiva tranquilidad.
—Siete murieron por la caída —informó Scott— y no hay posibilidad de que los heridos se muevan. No podemos cargarnos con lisiados, y el viejo doctor está haciendo todo lo que puede.
«Pero abandonarlos es egoísta y cruel», pensó Jane. Sin embargo, su sentido común le objetó: «¿Y qué más se puede hacer con gente que no puede moverse?». Cambió la palabra «egoísmo» por «autoconservación». Scott tenía razón y ella estaba equivocada, pero eso no le gustaba.
—¡Figúrense, designar un capitán que deja que el barco dé vuelta! —agregó el Radiante.
—¿Y qué hay de los otros? —Shelby insistió en su pregunta y agregó—: Quiero decir, los que no están heridos.
—Ya hablé con ellos —dijo Scott— y el joven comisario les dijo que se quedaran donde están y que alguien vendría a buscarlos. Lleva uniforme y le creyeron.
—Entonces quedamos nosotros —precisó Shelby.
Las luces palpitantes que subían desde el piso se oscurecieron durante un momento y volvieron a encenderse.
—¡Qué alegre idea! —exclamó el Radiante—. ¿Cuánto nos durarán? Supongo que funcionan con baterías de emergencia.
—Se lo pregunté al cuarto oficial —dijo Scott—, pero el muchacho no sabía. Una hora o dos; quizá más, quizá menos.
—¡Cristo! —exclamó Rogo en tono dolorido—. ¿Y qué sabe entonces ese hijo de puta…?
Linda cerró los ojos, sacudió los puños como un niño que tiene una pataleta y empezó a chillar:
—¡Yo no quiero morirme! ¡Nos vamos a morir todos y todo lo que están haciendo es una charla estúpida, estúpida! ¡Oh, María, madre de Dios, sálvanos!
—Nada —contestó Scott, sin prestarle atención y dirigiéndose a Rogo—. Vio el barco por primera vez cuando se unió a la tripulación, veinticuatro horas antes de la partida. Si creyera que sabe algo, lo habría hecho venir con nosotros para enseñarnos el camino. Por eso, cuanto antes salgamos, mejor.
De pronto, Martin habló. Aun con su ropa de noche escocesa, era tan menudo, gris y modesto, que al oírlo hablar, a todos les sorprendió su acento nasal del Medio Oeste.
—No sé ustedes —dijo—, pero yo tengo que estar de vuelta antes del diez. Sacamos una línea nueva, saben… para chicos. Hay muchísimos chiquilines en Evanston y hay que darles cosas nuevas. Tal vez sea una locura todo eso de camisas y corbatas «distintas», pero es lo que hay que darles —y luego agregó, como si se le acabara de ocurrir—: Y en casa tengo a mi mujer, lisiada… tiene artritis. —Durante un momento los miró con aire casi desafiante—. Pero ella quería que yo hiciera el viaje. Ellen es buena perdedora.
—¿Usted viene? —preguntó Scott.
—Podría ser.
—¿Y ustedes, Dick? —Scott se dirigió a los Shelby.
Richard Shelby vaciló antes de responder por su familia, sin consultarla, pero contestó:
—Sí, si usted dice que hay una posibilidad.
—Y aunque no la hubiera —agregó Jane Shelby.
En sus palabras se insinuaba un tono incisivo, pero era imposible decir si era una pregunta o una afirmación.
Scott volvió hacia ella su mirada franca, pero sus ojos estaban dirigidos más hacia dentro que hacia fuera, y Jane se dio cuenta.
—Por lo menos, habremos estado a la altura de nosotros mismos, ¿no? —le dijo Scott.
Jane deseó que su marido no hubiera vacilado; era el mayor y debería haber sido el más capaz. Su momentánea vacilación antes de entregar el liderazgo no había sido más que la confirmación de algo que Jane sabía desde mucho tiempo atrás. Sin embargo, como esposa, como amante, seguía siempre esperando.
Shelby había querido ser líder y hacer buen papel ante los ojos de su familia. Había dominado sus nervios y se había mantenido dueño de sí durante la catástrofe, pero no había podido dar una idea mejor sobre la forma de escapar; aparentemente, Scott sabía lo que hacía. Pero Shelby había advertido la leve nota de aspereza en la voz de su mujer y, pensándolo de nuevo, interrogó:
—¿Te parece bien, Jane? ¿Susan? ¿Y a ti, Robín?
—¡Seguro! —dijo Robin—. El centro de navegación de Washington debe de saber dónde está cada uno de los barcos que tenemos cerca. Creo que tenemos que ir, mami.
Jane se sintió más tranquila; la idea de su hijo era buena.
—¿Señor Bates? —Scott prosiguió con la encuesta.
—Vale la pena intentarlo —dijo el Radiante—. No me entusiasma ahogarme como una rata atrapada.
—¿Señorita Reid?
—Oh, ella viene conmigo, ¿verdad, Pam? —respondió el Radiante.
—Si tú quieres, Tony —asintió la muchacha.
—¿Señorita Kinsale?
Ante la pregunta directa, la solterona pareció despertar de un ensueño y asintió, sonriendo:
—Pues claro, doctor Scott.
—¿El señor Rogo y la señora?
Los ojillos del policía fueron alternativamente de Scott a los demás miembros del grupo. Es taba acostumbrado a tomar el mando y a dominar la situación si era necesario, pero aquí no estaba en su elemento: no había un enemigo, ni nadie a quien someter. La idea de plegarse a un tipo jactancioso, y predicador por añadidura, contrariaba la disposición de Rogo, que sin embargo, tampoco quería morir. Se rigió por el credo de «Broadway»: reducir las contrariedades siempre que fuera posible, y respondió:
—Si es que usted no nos está engañando con eso de que hay una forma de salir de aquí.
Con la cara hinchada y roja, Linda giró súbitamente hacia él.
—¡Yo no voy! —le gritó—. Tengo miedo. ¡Creo que es un embustero! ¡Y tú tampoco vas!
—¡Pero, nena! —Rogo intentó tranquilizarla.
Los restos de falso refinamiento de Linda se desmoronaron cuando volcó un torrente de insultos sobre su marido, que la miraba con aire descorazonado, diciendo:
—¡Vamos, tesoro, no hables así!
Pero no había forma de pararla ni de poner límite a las obscenidades que brotaban de ella en una corriente tan continua y variada que los otros no podían menos que mirarla espantados. Lo que pasó en seguida los halló totalmente desprevenidos.
Sin el menor cambio en su expresión desdichada y lastimera, con la rapidez del rayo, Rogo le cruzó la cara con el dorso de la mano, al mismo tiempo que con el otro brazo la agarraba, para sostenerla, antes de que se cayera.
—¡Aaaau! —se quejó Linda, y empezó a dar alaridos, mientras la sangre le goteaba de la nariz.
Rogo la tomó en sus brazos.
—Vamos, ahora, tesorito… yo no quería hacer eso, muñeca, ¡mira lo que me obligaste a hacerle a tu naricita! —sacó del bolsillo un pañuelo blanco de seda y le secó la cara—. Dulce, tú sabes que no me gusta lastimarte. ¡Vamos, muchachita!
Jane Shelby, y también su marido, se dieron cuenta de que no se trataba de una escena desacostumbrada entre ellos: Linda lo empujaba hasta un punto en que el terror que Rogo experimentaba ante ella se desvanecía repentinamente, transformándose en la cualidad despiadada que hacía de él lo que era.
El Radiante se quedó mirando, con los ojos que se le salían de las órbitas; no pretendía entender a los norteamericanos. En cambio, a Manny Rosen no se le movió un pelo; había visto a Rogo en acción en su negocio de delicatessen, con tres tipos recios que se habían tomado la libertad de «hacer una observación», como decía Rogo.
—Irá —dijo Rogo, dirigiéndose a Scott.
—¿Señor Muller?
—Me parece muy buena idea —respondió Hubie, a quien no le gustaba el lugar donde se encontraban y quería irse.
—¿El señor Rosen y la señora? —preguntó Scott.
—No entiendo —Belle Rosen se dirigió a su marido—. ¿Qué es lo que quiere que hagamos?
—No sé. Habla de trepar algo para salir de aquí. Quiere llegar a la parte más alta del barco y dice que él va a guiarnos.
—Manny, una gorda como yo no puede trepar. Ve tú, que yo me quedaré aquí a esperar.
—¿Estás loca, mami? ¿Irme y dejarte? ¿Puedes hacer la prueba, no? ¿Y qué más podemos hacer? ¿Quedarnos aquí a esperar que el barco se vaya a pique y ahogarnos?
—¿Y qué diferencia tiene dónde nos ahoguemos? —objetó Belle Rosen.
De pronto, el rechoncho hombrecillo pareció indeciso ante la lógica de su mujer; aún no había captado en toda su magnitud lo que les sucedía. Scott fue hacia la señora Rosen y se apoderó de una de sus manos regordetas, que desaparecía entre las de él, diciéndole:
—Todos la ayudaremos, señora. Quizá no sea tan difícil como usted cree.
Belle lo miró en la cara. Él y todo lo que era y representaba eran tan ajenos a ella como si provinieran de otro planeta, pero Belle vio algo que movilizó en ella la natural valentía que la había sostenido durante toda la vida, llevándola a donde ahora se encontraba.
—Como usted diga —respondió—, pero soy una vieja gorda; sólo les serviré de estorbo.
—No —le dijo sonriendo Scott—, si está dispuesta a intentarlo, no. Decidido, pues.
—¡Oh! —exclamó de pronto la novia de el Radiante, enfrentándose a ellos con aire tranquilo y decidido—: Lo siento, pero no puedo ir con ustedes.
Todos se sorprendieron. Nadie la conocía más que por haber cambiado con ella unas pocas palabras, ni sabía mucho de ella, aparte los comentarios, y ese cambio de frente después de haber estado tan decidida los sorprendió.
—Mi madre, claro —dijo Pam—. No podría irme sin mami, que está descansando en el camarote. Tengo que —bajó la voz y se detuvo.
El miedo desfiguró su feo rostro mientras miraba a su alrededor, al cielo raso de pesadilla que tenía sobre la cabeza y al agua oscura y aceitosa que ocupaba el lugar de la escalera.
—¡Tony! —gritó—. ¿Dónde está? ¡Tenemos que ir con ella! ¿Por dónde?
—Mira, viejita —balbuceó el Radiante, súbitamente imponente—, tienes que dominarte. Ves… temo que… —y miró a Scott como pidiéndole ayuda.
—¡No se queden ahí mirándome de ese modo! —gritó la chica—. ¿Por qué no me lo dicen? ¿Cómo puedo ir con ella?
Pero ya sabía cuál era la respuesta y ocultó el rostro en el hombro de Bates, mientras Scott le decía:
—Lo siento, pero ahora ya todos ustedes deben saberlo. Cualquiera que estuviera por encima del comedor está ahora por debajo de la línea de flotación. Ninguno de ellos puede estar vivo.
James Martin volvió a sentir que lo invadían las náuseas y pudo separarse del grupo antes de volver a caer de rodillas y vomitar. Era la primera vez que pensaba en la señora Lewis, que había dicho que no bajaría a cenar.
—Dios —exclamó el Radiante—, ¡qué bien me vendría un trago!
—¡Cristo! —volvió a estallar con violencia Rogo, dirigiéndose a gritos a Scott—. ¿Quiere decir que, salvo nosotros, todo el mundo está muerto? ¡Pero es una locura este naufragio! ¡Todo es una locura! ¡Usted está chiflado y ni siquiera sabe cómo podemos salir de este piso!
—¡Oh, sí que lo sé! —afirmó el reverendo doctor Frank Scott.