Capítulo I
ENSAYO DE CATÁSTROFE
A las siete de la mañana del 26 de diciembre el buque de vapor Poseidón, de 81 000 toneladas, que regresaba a Lisboa después de un crucero navideño de un mes de duración durante el cual había recorrido diversos puertos africanos y sudamericanos, se encontró de pronto en medio de una inexplicable marejada, cuatrocientas millas al sudoeste de las Azores, y empezó a moverse como un cerdo.
El Poseidón, que había sido antes el Atlantis, el primero de los grandes trasatlánticos de línea que, pasado de moda, había sido vendido para convertirlo en una combinación de buque de carga y pasaje, llegó a la zona con dos tercios de sus tanques de combustible vacíos y sin tener tampoco lastre de agua. Se encontró con olas sorprendentemente largas y bajas, que se producían a intervalos tan largos que el lento mecanismo de sincronización de los estabilizadores de la nave, anticuados y parcialmente dañados, no alcanzaba a compensarlas. De tal modo, el Poseidón iba haciendo eses de lado a lado, como un borracho, y la combinación del movimiento con los últimos vapores alcohólicos de la velada y baile de Navidad, que se habían prolongado durante casi toda la noche, fue causa de que la mayoría de los quinientos pasajeros de clase única de «Travel Consortium Limited» se sintieran horrible e inequívocamente descompuestos.
El gran conmutador que manejaba los teléfonos de los camarotes empezó a encenderse como el árbol de Navidad que decoraba el gran salón comedor, y las llamadas de ayuda inundaban el consultorio del médico de a bordo, el doctor Caravello, un italiano de setenta y cinco años a quien el Sindicato Internacional había arrancado de su condición de jubilado para que se hiciera cargo de ese viaje junto con su ayudante, Marco, un joven interno recién salido de la Facultad de Medicina. Había también una enfermera principal y dos monjas, y el teléfono de la enfermería no dejaba de sonar. Sin poder atender personalmente a todos, el médico se limitaba a enviarles píldoras y a prescribir que se quedaran en cama. Todo eso sucedía bajo la brillante luz del sol tropical, sobre un mar que, salvo la interminable marejada, apenas se rizaba.
Aumentaba las penurias de los desdichados pasajeros el hecho de que todo lo que había en los camarotes hubiese cobrado vida. Todo lo que no estaba asegurado —baúles, equipaje de mano, botellas— se deslizaba de un lado a otro; la ropa colgada en las perchas se había animado y se mecía hacia fuera y hacia dentro, alternativamente, y lo que terminaba de alterar los nervios eran los chirridos y gruñidos de protesta de las viejas juntas del buque y el lejano estrépito de la loza que se hacía pedazos. Los remedios para el mareo terminaron por perder su poder y su magia psicológica y, para los pasajeros, a media mañana, el feliz regreso de un viaje que hasta entonces había sido alegre y tranquilo se había convertido en un infierno.
Sin embargo, había, como siempre, algunas pocas e intrépidas excepciones, constituidas por la pequeña proporción de buenos marineros que se encuentra en cualquier trasatlántico: los que afirman «yo nunca me mareo» y no se marean.
De tal modo, poco antes de mediodía, el señor James Martin, dueño de una camisería para hombres en Evanston, Illinois, que viajaba solo y a quien el balanceo no molestaba, telefoneó a la señora Wilma Lewis, una viuda de Chicago. La señora Lewis no se contaba entre los afortunados y respondió: «¡Por Dios, no me molestes! ¡Déjame morir tranquila!». Y cuando Martin le preguntó si podía ir a verla, contestó: «¡No!», y cortó, con un gemido.
En otro de los camarotes, entre una y otra náusea, la señora Linda Rogo insultaba a su marido con todas las obscenidades que le permitía su experto vocabulario. La señora Rogo, que era una ex estrellita de Hollywood y durante breve tiempo había actuado en «Broadway», estaba convencida de que se había rebajado y de que había sacrificado su carrera al casarse con Mike Rogo, detective civil de la brava patrulla policial de «Broadway». Matizado con los epítetos más soeces de que podía echar mano, Linda desarrollaba un tema: él la había obligado a emprender ese viaje, que a ella le había reventado desde el primer momento, y ahora no tenía ni siquiera la delicadeza de marearse. Incapaz de apaciguar a su mujer, Mike Rogo terminó por escapar del camarote, perseguido por las maldiciones de Linda.
El doctor Frank Scott —que no era doctor en Medicina, sino en Teología— telefoneó al señor Richard Shelby, de Detroit; le dijo: «¡Hola, Dick!» y escuchó a su vez: «¡Hola, Frank!».
—¿Cómo anda la familia?
—Hasta ahora, muy bien.
—Nos perderemos nuestra partida de squash —dijo Scott.
—Así parece.
—Si esto para, podemos probar por la tarde.
—¡De acuerdo!
—Os veré en el almuerzo.
—Muy bien, «Buzz».
Durante el crucero, los dos hombres habían congeniado gracias a su compartido interés por el fútbol y el atletismo. Hasta cinco años antes, el reverendo doctor Scott había sido Frank «Buzz», full-back del equipo «All America» de Princeton, atleta completo, en dos ocasiones campeón olímpico de decatlón, y alpinista.
Richard Shelby, unos veinte años mayor que Scott, viajaba con su familia. Era vicepresidente de la «Granborne Motors» de Detroit, donde estaba a cargo del diseño de vehículos industriales, y en su momento había sido un buen jugador de fútbol.
La señora Timker dirigía la troupe de las «Gresham Girls», que durante el viaje había ofrecido tres funciones semanales en el cabaret flotante y, por más que se sentía en las últimas, tuvo ánimos para enviar un mensaje a los miembros de la compañía, anunciándoles que esa noche no habría función. Una de las bailarinas, Nona Parry, una muchacha de Bristol, delgada, pelirroja, con una carita que parecía un poco demasiado pequeña y que, aunque debía haber estado descompuesta, no lo estaba, exclamó: «¡Qué suerte! Me puedo lavar la cabeza».
A las once y treinta, los únicos pasajeros visibles en el salón de fumar eran un borrachín inglés llamado Tony Bates, su amiguita Pamela Reid y Hubie Muller, un norteamericano solitario de San Francisco.
El inglés —a quien habían apodado el Radiante— y Pamela tenían las piernas enroscadas en torno a los altos taburetes del bar, firmemente atornillados al piso, mientras el barman les servía un par de martinis dobles, en vasos hondos de whisky para evitar que se les derramara al inclinarse el barco. A ninguno de los dos le molestaban las consecuencias del alcohol ni el mal de mer, ya que ambos seguían amistosa y vagamente ebrios desde la noche anterior y durante toda la mañana, pues en ningún momento se habían acostado.
Muller, soltero, rico y desocupado, que pasaba apenas la cuarentena, play boy mundial y mimado por todas las mamás con hijas en edad de merecer en los dos continentes, se había incrustado con los pies hacia arriba en uno de los rincones tapizados en cuero del salón de fumar, provisto de un libro y media botella de champaña. No estaba mareado, pero el libro era malo, el champaña no quería quedarse en el vaso, personalmente el crucero no le había resultado un éxito y se aburría soberanamente. Tomaba el incesante balanceo del barco como una afrenta personal.
En su camarote, el señor Rosen, propietario retirado de un negocio de delicatessen, preguntó a su mujer:
—¿Cómo estás, mami? ¿Te sientes bien?
—Claro —replicó Belle Rosen—. ¿Por qué no habría de sentirme bien?
Rosen, que con su pijama a rayas y el pelo en desorden parecía un niño pequeño y regordete, comentó:
—Dicen que todo el mundo está bastante mareado.
—Bueno, pues yo no estoy mareada —afirmó Belle.
Era una mujer gorda que casi desbordaba la cama con su volumen y se las había arreglado para rellenar el espacio restante con almohadas y una maleta, de tal modo que estaba prácticamente asegurada contra el movimiento.
En el salón de peluquería para damas, en la cubierta «D», la peluquera se esforzaba por arreglar una peluca rubia de cabello largo que le había enviado la señora Gleeson, del camarote M 119, para lavar y peinar, con la indicación de que la necesitaba antes de las nueve de la noche. Marie, la peluquera, se preguntaba cuándo y dónde pensaría usarla la señora Gleeson si las cosas seguían así; por su parte, cinco cubiertas más arriba, en el camarote M 119, su cliente ya no se preocupaba de nada en el mundo.
Otra viuda, la señora Reid, no sólo se sentía espantosamente mareada, sino también angustiadísima por lo desastroso que le había resultado el viaje. En parte, su meta había sido concretar la esperanza de encontrar marido para su hija, pero la desaliñada Pamela había tenido el pésimo gusto de entusiasmarse hasta el embobamiento con el hombre más inadecuado del pasaje; sin duda, en ese momento estaba bebiendo con él en alguno de los muchos bares de que podían disponer.
El perturbador movimiento no hacía efecto alguno sobre la señorita Mary Kinsale, una solterona que era la principal tenedora de libros de la sucursal del «Banco Browne», en Camberley, cerca de Londres. Se trataba de una mujercita reticente y prolija cuya característica más llamativa era la longitud de su brillante pelo castaño, que llevaba muy estirado hacia atrás, descubriéndole la cara, y recogido en un enorme rodete en la parte de atrás de la cabeza, que descendía hasta la nuca. Tenía boca pequeña y relamida, pero los ojos eran despiertos e ingenuamente vivaces.
Había intentado, sin éxito, que le sirvieran el desayuno en la cama, pero el balanceo de la nave había obligado a suspender todo el servicio de mozos y la señorita Kinsale tenía hambre, de modo que tomó el teléfono, pidió que la comunicaran con el comedor y preguntó:
—¿Habrá almuerzo hoy?
A lo cual la voz, más bien horrorizada, del jefe de camareros exclamó:
—¡Almuerzo!
Inmediatamente, la señorita Kinsale explicó en tono de disculpa:
—Por favor, no quisiera molestar a nadie.
—No, no, señora, de ningún modo —se disculpó la voz del otro lado—. Lo único que pasa es que no esperábamos muchos comensales, pero estaremos encantados de atenderla. Eso sí, será sólo comida fría, porque en la cocina no trabajamos.
—Oh, así está bien —respondió la señorita Kinsale—. Muchísimas gracias. Con cualquier cosa está bien —ni siquiera los veintisiete días que ya había durado el crucero le habían permitido acostumbrarse a una atención de primera ni vencer la timidez que la embargaba cuando la servían.
A la una de la tarde, cuando el joven encargado del comedor, que anunciaba la apertura del servicio, fue por los ondulantes corredores haciendo oír el «bim, bum, bim» de su gong-xilófono portátil, el sonido —hasta entonces jubilosamente recibido por los eternos hambrientos— sólo consiguió reunir un magro cortejo de interesados. Venían de diversos lugares de la cubierta principal y de la cubierta «A», a sacudidas, resbalándose, deslizándose, aferrándose a los pasamanos de cuerda que se habían colocado, gritándose advertencias, superando los escalones de uno en uno, ya que los ascensores no funcionaban. Era una marcha peligrosa, pero esa gente de constitución vigorosa e impávidos canales semicirculares parecía ganada por cierta camaradería derivada del riesgo y de la novedad de sentir que el piso oscilaba bajo sus pies, obligándolos en un momento a trepar laboriosamente hacia arriba, y en el siguiente a verse lanzados como un proyectil de una catapulta. Así, un medio centenar de valientes se reunieron en el salón comedor inferior en la cubierta «R».
La familia Shelby, compuesta por Richard, su mujer Jane, y sus hijos, Susan, de diecisiete años, y Robin, de diez, descendió lentamente, con cierta torpeza, la escalera principal.
Por quinta vez, el regordete y menudo Manny Rosen se puso trabajosamente en pie e intentó una reverencia mientras decía:
—¡Bienvenidos al Club de los Estómagos Fuertes!
—¡Oh, basta, Manny! —interrumpió su mujer, Belle—. ¿Acaso no estamos todos bastante mal sin que tú hagas bromas?
Los Rosen tenían una mesa para dos en el extremo del lado de babor del salón comedor, junto a una de las grandes ventanas cuadradas y enmarcadas en bronce que daban sobre el mar; el agua se veía pasar a unos pocos metros por debajo de ellos. Junto a los Rosen, Hubie Muller ocupaba, él solo, otra mesa para dos. Tenía también una reserva permanente de una mesa íntima en la sala de observación de la parte alta, para el caso de que alguna tierna amistad se concretara durante el viaje. Viajero inveterado, Muller había hecho una media docena de veces el cruce entre Nueva York y Cherburgo, y entre Southampton y Nueva York, y se conocía todos los trucos; sin embargo, la situación esperada nunca se había producido.
Todas las mesas que se encontraban junto a las ventanas eran para dos, pero las demás admitían hasta ocho comensales, para promover el estrechamiento de relaciones. Próxima a la de los Rosen y cerca de una de las entradas a las dependencias de servicio, de donde emergían los camareros con las bandejas cargadas, se encontraba la mesa que Susan Shelby llamaba la bolsa de sorpresas, por la mezcla de personas que congregaba. Su dotación completa incluía al reverendo doctor Scott, la señorita Kinsale, James Martin, los Rogo y el señor Kyrenos, tercer oficial de máquinas.
La señorita Kinsale y James Martin, el camisero de Evanston, ya se encontraban allí cuando llegó, solo, Mike Rogo, para recibir el discurso de bienvenida de Manny, que interrogó:
—¿Dónde está Linda? ¿Nos abandona?
—Linda no me habla —explicó Rogo—. Cree que soy yo quien hace mover el barco.
Mientras la familia Shelby se acercaba tambaleando a la mesa, la nave volvió a inclinarse y el pequeño Robin Shelby, sorprendido sin tener dónde apoyarse y gritando: «¡Ay, ay, ay, ay, ay!» durante todo el camino, salió como un tiro a lo largo del salón, hasta que chocó violentamente con Mike Rogo y rebotó contra él para terminar en el piso, exclamando: «¡Au!».
Robin era un muchacho fuerte, que llegaría a ser tan atlético como su padre, pero Mike Rogo lo levantó del piso como si hubiera sido un bebé y lo puso de pie, diciéndole:
—Podrías haberte lastimado, hijito. Será mejor que tomes algo.
Rogo, que a su vez andaba por los setenta kilos, era fuerte como un toro.
—Oiga, ¿qué es lo que pasa? —preguntó Martin al camarero Peters—. Tenemos mar calmo y esta tina vieja se está haciendo pedazos.
—No sé decirle, señor —respondió Peters—. Quizás haya habido alguna tormenta frente a nosotros. A veces producen marejadas como ésta.
Los Shelby acababan de sentarse cuando Tony Bates y Pamela Reid se las arreglaron de algún modo para descender con perfecta normalidad y en línea recta por el centro de la amplia escalera y con la misma seguridad atravesaron el salón en dirección a su mesa para dos, sobre la banda de estribor. De alguna manera misteriosa, el alcohol en que se remojaban conseguía contrarrestar los balanceos de la nave.
—¡Mira, mami! —exclamó Susan—. ¡Cómo entraron el Radiante y su novia! ¿No son una maravilla? No sé cómo lo hará ella; si yo tomo un sorbo de jerez, ya me siento rara.
—Tendrá las piernas huecas —comentó Richard Shelby.
Él y su mujer formaban una linda pareja, y su hija era una criatura lozana y alegre. Tenía el corte de cara un poco cuadrado del padre y su pelo oscuro, y en ella se combinaban el refinamiento y la vivacidad de su madre con la figura asexuada de las colegialas norteamericanas.
Los recién llegados estaban demasiado lejos para gritarles, de modo que Manny Rosen, que simpatizaba con ellos, sólo pudo levantarse y saludarlos con la mano. El Radiante les envió un rayo de luz.
Otro disperso grupo de pasajeros entró como pudo en el comedor: entre ellos había griegos, belgas, una familia de ocho personas proveniente de Düsseldorf y que respondía al extraordinario nombre de Augenblick y una docena más de pasajeros que incluían ingleses, norteamericanos y algunos intrépidos escandinavos. Rosen no intentó incluirlos en la lista de socios del Club de los Estómagos Fuertes, ya que estaban desparramados por mesas muy lejanas, en todo el enorme comedor. Reservó ese honor para el pequeño grupo de los que, gracias a la vecindad que establecía la disposición de los asientos, habían llegado a conocerse durante el viaje.
El almuerzo —por lo menos para Robin Shelby— se iba a convertir en algo emocionante. En las mesas habían colocado marcos de sostén para que los platos y cubiertos no se fueran al piso y los dos camareros que atendían las cuatro mesas —Peters y su compañero Acre— parecían bailarines a la vez que equilibristas, mientras llevaban las bandejas.
El metro noventa del reverendo Frank Scott vino a grandes pasos hasta su mesa, de una manera que más bien daba la impresión de que él hacía mover el barco con las piernas, y no de que el rolido de la nave lo movía a él.
Manny Rosen empezó a decir: «Bien venido a…», pero cuando Belle lo tomó enérgicamente del brazo cambió de saludo:
—¡Hola, Frank! Sabíamos que usted no faltaría.
Durante todo el viaje les había resultado difícil pensar en él como el «reverendo». Casi todo el mundo lo llamaba Frank o «Buzz», salvo la señorita Kinsale, que con británico respeto hacia el traje clerical norteamericano, insistía en dirigirse a él llamándolo doctor Scott, y Rogo, que se refería a él como «cura» o «padre» y conseguía que ambas palabras sonaran levemente burlonas. Los europeos de a bordo estaban muy desconcertados con él, y era tan joven, y sus conquistas deportivas tan recientes aún, que el grupo de norteamericanos no podía verlo de otro modo que como «Buzz» Scott, astro de los full-backs de Princeton, dos veces campeón olímpico de decatlón, esquiador, vencedor de picos andinos y perpetuo ganador en las lides atléticas.
Durante su época universitaria pocas veces había estado ausente de las páginas deportivas, y siguió siendo noticia mientras estudiaba en el Seminario de la Unión Teológica, como miembro del grupo que llegó a la cumbre del pico de San Jacinto, en los Andes, dominándolo por primera vez. A los veintinueve años, Scott seguía siendo enérgico y bullicioso, un individuo avasallador, con el pelo casi al rape, que irradiaba salud y se salvaba a duras penas de ser el lindo muchacho norteamericano gracias a la línea desviada de su nariz rota. Tenía una mirada recta y franca que iba directamente a los ojos de su interlocutor y resultaba a la vez atractiva y dominante, y sin embargo tenía también algo vagamente desconcertante, algo indefinible y apenas perturbador que se ocultaba tras la franqueza. Cuando intervenía en un juego, el resplandor combativo que le iluminaba los ojos sugería más bien un boxeador de peso pesado que un ministro del Evangelio.
Sin duda, era cierto que durante el crucero había andado por todo el barco, disparando fulminantes tiros de revés desde ángulos imposibles en la cancha de pelota; recorriendo varios kilómetros alrededor de la cubierta de paseo, con un cortejo de chiquilines entusiastas a la zaga; destrozando las palomas de arcilla, con infalible puntería, en el tiro a la paloma y aplastando a sus oponentes en el tenis de cubierta.
Había lucido su torso bronceado junto a la piscina de natación y diariamente forzaba las poleas y los demás aparatos del gimnasio del barco o se calzaba los guantes para enfrentarse al instructor, un ex campeón británico de peso medio.
En una ocasión, Jane Shelby le comentó a su marido que, para su gusto, Scott ocupaba un poco demasiado espacio. Sin embargo, nada dijo de la impresión que le causaban sus ojos, porque le parecía demasiado absurdo insinuar que tan famosa figura deportiva tuviera rasgos de fanático, salvo cuando parecía haber llevado el aura de la cancha de fútbol al ámbito de su peculiar forma de sentir el evangelismo.
En cuanto a eso, había conseguido producir gran impresión con un sermón pronunciado un sábado, cuando le pidieron que se hiciera cargo del servicio religioso, y del cual se infería que Scott se mantenía en forma y pensaba seguir haciéndolo para ganar victorias para la causa de Dios.
En efecto, en su discurso había dicho abiertamente:
—¡Dios quiere triunfadores! Él ama a los que lo intentan, y no os creó a Su imagen para que ocupéis el segundo puesto. No necesita desertores, quejosos ni mendigos. Cada prueba que debáis soportar es un acto de adoración. Si vosotros mismos os respetáis y os defendéis, estaréis respetándolo y defendiéndolo a Él. Hacedle saber que si Él no puede ayudaros, tenéis las agallas y la voluntad para hacerlo solos. Pelead, y Él estará luchando junto a vosotros sin que lo hayáis invitado. Cuando llegáis al éxito es porque Lo habéis aceptado y Él está en vosotros. Cuando fracasáis, Lo habéis negado.
No había sido exactamente el servicio dominical con el que los fieles estaban familiarizados, pero por lo menos en ese momento se habían sentido dominados por la sinceridad y el fervor de su fe, y finalmente todos habían tenido que admitir que había sido diferente y les había dado tema para hablar.
—¡Uf! Me siento como si tuviera que salir a ganarle a alguien en algo —había dicho Jane Shelby al salir del salón principal donde se había realizado el servicio—. ¿Sabes? —agregó después—, ese muchacho habla como si creyera que lo designaron entrenador del equipo de Dios.
—Fue el mejor jugador de fútbol que jamás haya habido en Princeton —respondió su marido sin darle importancia y, aun así, con una especie de reverencia.
—Dios debe de estar contento —comentó Jane Shelby, y Richard la miró atentamente para ver si bromeaba, pero se encontró con un rostro perfectamente serio. A veces su mujer, con sus ojos claros, era perversa y tenía cosas que a Shelby se le escapaban.
De pronto, Jane preguntó:
—¿Qué crees que está haciendo en este crucero?
—Me lo dijo —replicó Shelby—. Se toma vacaciones entre dos tareas.
—¿Qué motivo crees tú que tuvo un hombre así para entrar en la Iglesia? —siguió preguntando Jane.
—No sé —fue la respuesta—, no se lo pregunté.
—A ti te gusta, ¿no es cierto?
Jane Shelby veía claramente que su marido sentía por el joven Scott algo parecido a un culto al héroe y, aunque estaba dispuesta a mirar con irónica comprensión a los niñitos que nunca crecían, respecto de Scott le quedaban sin responder cuestiones que la preocupaban y le habría gustado que su marido no estuviera tan fascinado con las virtudes del reverendo.
—Sí. Es un gran tipo —replicó Shelby.
En realidad, a Dick Shelby también le preocupaba secretamente la elección de carrera de Scott, y lo que se lo hacía más difícil de entender era el hecho de que éste viniera de una familia rica. ¿Qué había llevado al sacerdocio a un muchacho de tan resonante éxito?
El propio Shelby no era ni religioso ni irreligioso; era simplemente un conformista de toda la vida, en lo social y en lo intelectual. Creía que la mayoría de los hombres que seguían la carrera eclesiástica lo hacían porque no servían para nada más. Para él, la curia era algo totalmente ajeno pero, como correspondía a su cargo de vicepresidente de empresa, alternaba los domingos entre el exclusivo Bloomfield Hills Country Club y la no menos exclusiva Grosse Point Episcopal Church.
En esas últimas ocasiones ocupaba su sitial como correspondía a un jefe de familia norteamericano: con los ojos modestamente bajos, cerraba firmemente su pensamiento a las abstracciones que diseminaba desde el púlpito el doctor Goodall. Pensaba que el rector era mortalmente aburrido, pero reconocía que ocupaba su lugar en la trama social y que cumplía con su tarea interfiriendo lo menos posible en la vida de Dick Shelby. La emoción o el sentimiento religioso no tenían nada que ver en el asunto.
En aquella ocasión, Jane había preguntado de pronto:
—¿No será que está escapando de algo, no? ¿O tirándose una última cana al aire?
Shelby tenía gran respeto por las cosas como deben ser, y respondió:
—Los sacerdotes no hacen esas cosas. —Después agregó rápidamente, en tono defensivo—: No es que Frank sea engreído; con seguridad lo buscaron mucho durante el viaje, pero estoy seguro de que él no respondió.
—¿Qué sabemos? —había respondido Jane en ese momento, para después agregar burlonamente—: Es probable que al caer la noche ya esté demasiado agotado.
A su marido no le había hecho gracia la observación.
El Poseidón volvió a inclinarse y Robin Shelby gritó: «¡Aaaaaaahí va!». Scott se levantó de la mesa, siguiendo con su enorme cuerpo el ángulo de la nave y cuando ésta volvió a enderezarse, se deslizó graciosamente en su asiento.
Martin, un hombre de labios finos, con un manojo de pelo que encanecía y con aspecto de gallo pigmeo, que parecía no tener nunca mucho que decir, observó:
—Está justo a tiempo de adherirse a la pequeña organización de Manny, el Club de los Estómagos Fuertes.
Scott sonrió burlonamente, mostrando sus parejos dientes blancos, salvo uno que se le había quebrado en algún partido. La sonrisa se desvaneció cuando vio a Rogo solo.
—¿La señora Rogo está enferma? —le preguntó.
Aunque el viaje ya estaba próximo a su fin, no se llamaban por sus nombres de pila. La voz de Scott era bien timbrada y grata al oído.
—Sí —dijo Rogo.
—Lo siento.
—Gracias —respondió el otro, sin molestarse en disimular el tono sarcàstico de su voz.
Scott no le gustaba; a pesar de sus atributos físicos y su reputación, para Rogo no pasaba de ser un tipo jactancioso, como todos los tipos de formación universitaria, especialmente los que jugaban al fútbol. Para él la Universidad de Columbia era un cáncer en la línea del corazón de su amada «Broadway». La antigua enemistad entre eruditos y ciudadanos comunes le hacía echar chispas.
—¿Dónde está el señor Kyrenos? —interrogó Muller desde su mesa.
—Parece que ninguno de los oficiales anda por aquí —respondió Shelby—. Espero que todo esté bien.
Muller ensartó una aceituna y la atacó de dos mordiscos, sosteniéndola entre el pulgar y el índice, y comentó:
—Lo que yo sé es que todo esto es horriblemente incómodo. ¿Por qué diablos el capitán no hace algo?
Rogo se dio vuelta en su silla para mirar un momento a Muller, con inequívoca expresión de disgusto. Su desprecio por Muller corría parejas con el disgusto que le inspiraba Scott. Si consideraba a Scott un tipo jactancioso, Muller le parecía un maricón o un afeminado; era un tipo de hablar suave y músculos blandos, con manos demasiado blancas y delicadas, de movimientos lentos e indolentes y que hablaba con una «a» abierta y afectada, de una manera que Rogo llamaba de caballero presuntuoso. También le irritaba el corte de la ropa a medida que usaba Muller.
En realidad, el propio Rogo estaba orgulloso de sus uñas cuidadosamente manicuradas, pero tenía las manos llenas de bultos y cicatrices, de tanto romperse los nudillos contra la mandíbula o el cráneo de los tipos que habían «discutido» con él: ése era el eufemismo que usaba Rogo para decir «resistirse al arresto». También él era un tanto afectado en el vestir, salvo que su ropa tenía un inconfundible aire de «Broadway», y hablaba siempre con el tono de voz un poco demasiado alto, típico del policía que ha llegado a trabajar con ropa de civil. A su manera, Rogo era una celebridad, especialmente entre los neoyorquinos, y había recibido la medalla de honor de la Policía en una ocasión en que, solo y sin ayuda, había dominado un desorden en la prisión de Wetchester Plains, donde los convictos habían dado muerte ya a dos rehenes.
Tenía un rostro blanco y de piel lisa donde se veían un par de ojillos de cerdo, semicubiertos por los párpados y nunca totalmente libres de sospechas. A eso se sumaba una nariz aplastada, trofeo ganado como campeón de peso ligero de los Guantes de Oro. Apenas abría la boca para hablar, y rara vez sonreía. Le correspondía el distrito teatral de «Broadway», entre las Avenidas 38 y 50 y de la Sexta a la Novena, donde se concentraban los personajes más desagradables de Nueva York: gángsters adinerados, asaltantes, homos… para Rogo todos eran iguales cuando se trataba de apresarlos.
—Pobre Linda —se ofreció Belle Rosen—, ¿no puedo hacer nada por ella?
—No, gracias, Belle —respondió el policía—. Me parece que lo que quiere es que la dejen sola.
Los Rosen y Rogo se habían conocido superficialmente en Nueva York antes de encontrarse en el crucero de Navidad del Poseidón. Las aves nocturnas a veces se asentaban en lo que Rosen llamaba su Pastrami Palace, en la esquina de Amsterdam Avenue y la Calle 74, antes de irse a dormir, y Rogo solía caer por ahí a echar un vistazo. Eso bastaba para garantizar la paz y la tranquilidad de las delicatessen de Manny Rosen.
Aunque Rogo aseguraba que ésta era la primera vez que salía de vacaciones en cinco años, su presencia a bordo nunca fue del todo aceptada por los pasajeros, que preferían el dejo misterioso de tener un auténtico policía entre ellos y se bombardeaban con chistes del tipo de: «Parece que el tipo ese te hubiera pescado en un camarote ajeno» o: «¿Por qué no te entregas de una vez?» o: «Ya vi anoche en el bar que te había echado el ojo».
Por otra parte, la fábrica de rumores del Poseidón jamás abandonó la teoría de que Rogo estaba a bordo por trabajo, no por placer. Debía de andar «detrás» de alguien; la idea de que un recio policía de «Broadway» se vistiera todas las noches para la cena, de que desembarcara para pasear en Senegal, Liberia o la Costa de Marfil o tomar parte en un torneo de ping-pong, simplemente no conformaba a los charlatanes, y los intentos de sonsacarle eran innumerables.
Rogo achicaba sus ojos ligeramente ausentes de destructor profesional, miraba de soslayo con un aire divertido que era única muestra de algo parecido al humor, y cuando le preguntaban cuál era su verdadera misión a bordo, respondía:
—¿Acaso la poli no tiene derecho a tener vacaciones? Podría ser que quisiera saber de dónde vienen todos esos cachivaches que llegan. Tal vez pueda conseguir que se los lleven de vuelta.
El movimiento de la nave se había regularizado, aunque el ángulo de inclinación no era siempre el mismo, y sus viejos huesos seguían protestando a cada rolido.
Richard Shelby se inclinó hacia la «bolsa de sorpresas» y comentó:
—Hoy no jugamos, Frank.
—¿Le gustaría que probemos igual? —respondió sonriendo Scott—. Apostaría a que resulta interesante. Le doy cinco puntos de ventaja.
—¡Oh, no, Dick! —exclamó, horrorizada, la mujer de Shelby.
Durante un momento, Shelby pareció incómodo; no estaba seguro de si Scott hablaba en serio de correr el riesgo de romperse un brazo o una pierna en una cancha ladeada. Pero Jane no tenía la menor duda de que el ministro protestante estaba dispuesto a intentarlo; cuando se trataba de juegos, parecía loco.
Shelby decidió que Scott bromeaba y respondió:
—Mamá dice que no.
Al otro lado del salón comedor, el Radiante, que era un socio de una firma de corredores de Bolsa en la City de Londres, dijo:
—Tomaré un martini seco, doble.
—Yo también —afirmó Pamela.
Era una inglesita más bien fea y gorda, con las piernas gruesas que se adjudican a las deportistas, el pelo castaño oscuro cortado muy corto y cutis muy sonrosado. Pero tenía ojos de color azul claro y mirada amistosa y su expresión era casi de perpetua admiración, especialmente cuando contemplaba a el Radiante. Por más que viajaba con su madre, se había enganchado con él durante el trayecto, aunque quizá las cosas fueran al revés. Estaba enamorada de él, de manera inocente y encantadora.
—¿Cómo está tu mamita? —preguntó el Radiante.
—Enferma —respondió la muchacha.
—Qué lástima —comentó su compañero, y la bañó de luz—. Entonces tal vez esta noche podamos cenar juntos de nuevo.
Pamela le sonrió. Bates estaba lejos de ser buen mozo; era un cuarentón de rostro redondo, colorado e inocente, que se arreglaba prolijamente los escasos cabellos en la coronilla, usaba chalecos de colores durante el día y a quien se podía encontrar subido a un taburete en el bar de la galería o del salón de fumar, envuelto en una silenciosa y constante bruma alcohólica que empezaba a las diez de la mañana, irradiando alegría. Al comienzo del viaje había estado solo, pero cuando descubrió accidentalmente que Pamela era capaz de seguirlo trago a trago, sin que nunca se le notara, ambos se hicieron inseparables.
—¡Salud! —brindó el Radiante, cuando llegaron los martinis.
—¡Salud! —respondió Pamela.
Robin Shelby había descubierto un juego. Colocaba en equilibrio un panecillo y cuando el barco empezaba a inclinarse a babor, lo soltaba de modo que fuera dando tumbos hasta que lo detenían los soportes al borde de la mesa.
El Poseidón, que durante un momento había navegado nivelado, empezó a inclinarse a babor con un rolido continuado y lento que, por primera vez, dio la impresión de que nunca iba a terminar. El panecillo de Robin saltó al piso y todo lo demás empezó a moverse. Al sonido musical de platos, cuchillos, tenedores y copas que chocaban con los bastidores de madera al borde de las mesas se sumó el tenue tintineo de los ornamentos cuando el gran árbol de Navidad, plantado en una tinaja, llena de arena, firmemente atornillada al piso del comedor, empezó a inclinarse peligrosamente. Mucho más escorado de lo que había estado nunca antes, el barco parecía suspendido y daba la impresión de que nunca volvería a equilibrarse.
—¡Mira, Manny! —se oyó un grito ahogado de Belle Rosen.
Por la ventana se veía el mar azul e inocente, bañado por el sol, que parecía estar directamente por debajo de ellos, forzadamente reclinados en sus asientos. Las manos regordetas de Belle se aferraron a la mesa con tal fuerza que los anillos se le hincaron en la carne.
El pequeño Robin ya no se divertía. Estaba asustado, y no dio gritos de alegría, sino que se agarró con fuerza y miró ansiosamente a su padre. Se hizo un profundo silencio y Muller, muy pálido, se levantó a medias, apoyándose contra los cristales, convencido de que daban la vuelta.
En ese momento estaban presentes en el comedor los dos camareros, y Peters, el más alto, inclinándose en dirección opuesta a la del barco, dijo:
—No es nada, señor —mientras Acre, obligado a agarrarse del respaldo de una de las sillas, aseguraba—: No es nada. Siempre se estabiliza.
Parecía que la enorme nave nunca hubiera crujido, gemido y padecido tanto como en ese momento en que se esforzaba por enderezarse y volvía lentamente a la horizontal. El mar, que se había acercado de manera tan amenazadora, se apartó de las ventanas de babor, que volvieron a dejar ver el cielo azul estriado de cirros cuando el barco empezó a inclinarse a estribor. La oscilación comenzó a disminuir y los platos y cubiertos volvieron a su lugar.
Un camarero apareció armado de pala y escoba y empezó a barrer los restos dorados y plateados de algunos adornos del árbol que se habían roto.
—¡Cristo! —exclamó Rogo—. ¡Qué peste!
El rechoncho señor Rosen y su gorda esposa miraron alarmados a Peters.
—Oiga —lo interpeló Rosen—, eso fue peligroso, ¿no?
—No mucho, señor —respondió el camarero—. En el Atlántico norte le he visto hacer cosas peores.
—No puede dar vuelta, señor, por la forma en que está construido —agregó Acre y retiró un plato de lengua fría que acababa de presentar a Rosen.
—¡Eh! Un momento, que no terminé —exclamó éste.
James Martin, con los ojos brillantes tras las gafas, observó el incidente y también vio que, en el momento en que el barco se había quedado suspendido durante una eternidad, los dos camareros se habían puesto pálidos. «Dios mío —pensó para sus adentros— están asustados».
—¿Estaba rezando, Frank? —interrogó secamente.
—En realidad —replicó Scott— estaba muy ocupado procurando frenarlo con los músculos del estómago.
La carcajada general alivió la tensión. Shelby se inclinó, diciendo:
—Si alguien puede hacerlo, seguro que es usted.
La señorita Kinsale pareció desaprobar levemente la observación del ministro.
—¿A quién se creen ustedes que engañan? —preguntó, irritado, Hubie Muller a Peters—. Puede que ustedes lo hayan visto inclinarse así antes, pero yo no. ¿Qué diablos pasa? ¿Por qué no bajan la velocidad o cambian el rumbo o hacen algo?
Muller era un individuo consentido, que no estaba acostumbrado a soportar incomodidades de ninguna clase y tenía el dinero suficiente para no verse obligado a hacerlo. Cuando se encontraba en una situación que no le gustaba, ya fuera por las incomodidades o por la compañía, simplemente se iba a otra parte. Pero no había forma de zafarse de las cabriolas del Poseidón.
—Me parece que tienen prisa —anotó Martin—… Ya vamos retrasados un día.
—Seguro que el capitán también se asustó —se oyó la vocecilla aguda de Robin Shelby.
—Los capitanes nunca se asustan —respondió Scott, pero la señorita Kinsale murmuró, casi para sí misma:
—Los chicos y los locos…
—¡Uf! —exclamó el Radiante y le pidió al mozo—: Tráigame otro doble seco… ¡No, no! Mejor un whisky.
—A mí también —dijo Pamela.
El Radiante la envolvió en su mirada seráfica:
—¡Muchachita!
El grupo que había sobre la banda de babor empezó a deshacerse. Manny Rosen ayudó a levantarse a su mujer y le dijo:
—Apóyate en mí, mamá —y le preguntó a Rogo—: ¿Se visten para la cena?
—¡Un cuerno! —respondió el policía con la mitad de la boca, burlándose directamente de los dos hombres que no le gustaban.
—Tal vez venga Linda —comentó Rosen—. La extrañamos.
—Hum —respondió Rogo—. Tal vez.
Los comensales de la «bolsa de sorpresas» se levantaron. El Poseidón volvió a escorarse y la señorita Kinsale dejó escapar un grito.
—Agárrese de mi brazo —ofreció Scott.
—¡Oh, gracias! —ella lo rechazó a medias, confundida, pero fue Scott quien la tomó del brazo. Formaban una pareja ridícula: el hombre enorme junto a la diminuta figura de muñeca de la solterona, mientras él casi la levantaba del piso para ayudarle a vencer la inclinación y luego la sostenía enérgicamente mientras el barco se enderezaba.
—Tipo raro —masculló Muller, mientras los miraba salir, y luego interrogó—: ¿Qué habría pasado si no nos enderezáramos y diésemos vuelta otra vez?
Martin se pasó la servilleta por los labios.
—Sospecho que ya estaríamos todos muertos —dijo—. Hasta luego.
Los Shelby se levantaron en masa y, tomándose los unos de los otros, empezaron a andar hacia la escalera principal.