Capítulo XXI
DEBAJO DE LA PIEL
Ninguno de ellos hubiera podido decir cómo se había imaginado que sería la meta, cuando llegaran a ella. Sólo sabían que todos y cada uno se habían sentido amargamente desilusionados cuando el techo que había sido antes el piso del túnel se abrió de pronto y se encontraron mirando hacia arriba, por encima del eje de la hélice, con una caverna atravesada por vigas cuadradas y tiras de acero.
La parte superior de ese espacio también era de planchas de acero, pero los remaches que las unían eran distintos de los que había en el doble fondo: eran dos veces más grandes y no estaban espaciados de la misma manera.
Con un gruñido de satisfacción, Kemal señaló el feísimo conglomerado y se sentó con las piernas cruzadas. Habían llegado.
Los demás se sentaron, se arrodillaron o se desplomaron sobre las inevitables hileras de tubos, sintiéndose vacíos de todo lo que no fuera frustración, en comparación con los sueños casi infantiles que habían acariciado, pensando en la recompensa que los esperaría al término del camino.
Los sufrimientos padecidos durante el largo ascenso habían hecho que incluso los miembros más realistas del grupo sucumbieran a la ilusión de que el coraje, el dolor, el estoicismo y la obstinación en seguir adelante a pesar de todos los obstáculos debían encontrar invariablemente una recompensa inmediata. Al seguir a Scott, cada uno de ellos había ido en pos de una especie de imagen del héroe, que llega airoso a la victoria en medio de hurras ensordecedores para ser llevado en andas por sus camaradas. Hasta Rogo había aceptado cínicamente el liderazgo de Scott porque lo sabía un triunfador.
Sentían que eran dignos de encontrar que el casco de la nave ya había sido abierto y que allí los esperaba una especie de comité de recepción, para felicitarlos por su hazaña y conducirlos a lugar seguro. Tal como la había denominado Scott y se había repetido más de una vez, su meta era «la piel del barco» y esa expresión les había hecho pensar en algo liso y regular, blanco y esmaltado, o incluso en algún cuarto o recinto especial destinado a proteger su hotel flotante de la intrusión del mar.
Al encontrarse en ese espacio indefinido se sentían confundidos y derrotados, minadas la esperanza y la moral. Las vigas de acero estaban herrumbrosas, los tubos pintados de color terracota, los tirantes parecían puestos al azar, como si no sirvieran para nada. La cavidad no medía más de cinco o seis metros de largo y después el túnel volvía a estrecharse, como había hecho el otro, hasta que el eje de la hélice encontraba el aro interno del bloque de empuje. Más allá debía de estar la hélice de treinta y dos toneladas y la gigantesca hoja del timón.
Ahora que por fin habían llegado, la decepción era enorme; el dolor y el llanto se apoderaron de ellos.
—¿Está seguro? —preguntó Martin a Kemal, iluminándolo con la linterna.
Volvía a tener en la boca del estómago la devastadora sensación del fracaso, de que ese espacio feo y desordenado no podía ser su último destino.
El turco hizo enérgicos gestos afirmativos, señaló hacia la cavidad, hizo la señal de levantar los pulgares y dijo:
—¡Bien, bien, bien!
Después siguió con la pantomima, separando primero las manos como si quisiera indicar el doble fondo y después presionando las palmas entre sí y volviendo a levantar un solo dedo.
—Dice que sí, que está bien —dijo Muller—. Lo conseguimos.
Nadie dijo nada, hasta que Manny Rosen rompió el silencio:
—Tal vez ya estuvieron y se volvieron a ir.
—¡Por Dios, no diga eso! —gimió Martin—. ¿Qué hora es? —preguntó Susan, recordando que Robin le había hablado de aviones que sobrevolarían la zona y de lo que sucedería si divisaban en el mar un objeto no identificado. Pero si afuera todavía estaba oscuro…
Todos los relojes se habían parado a diferente hora y el que lo había hecho más tarde, el de Rogo, marcaba las cuatro menos cinco.
—¡Demonios! —exclamó Muller mirando el suyo, que tampoco andaba—. ¿Cómo no podemos saber qué hora era ni dónde estábamos la última vez que nos fijamos, si todavía los relojes andaban?
—Estábamos a mitad de camino por el Monte Poseidón cuando Martin dijo que eran las tres menos cuarto —recordó Shelby.
—¿Y cuánto puede haber pasado? —preguntó Rosen.
—No lo sé, no tengo idea. Una hora… ¿dos? Puede ser más o menos —conjeturó Muller.
—Entonces alguien ya podría haber llegado y vuelto a irse —insistió Rosen.
—No lo creo —dijo Shelby—. Probablemente todavía esté oscuro. El sol apenas estaba saliendo la vez que nos quedamos hasta el amanecer, después del baile de disfraces.
—Y aun estando en el otro túnel, hubiéramos oído algo —acotó Muller.
—Tiene razón —asintió Martin—. No me asuste así, Rosen. Es posible que tengamos que esperar bastante todavía. A apagar las luces todo el mundo.
—Vaya, ¿y qué diferencia hay ahora? Ya no las necesitaremos más —objetó Rogo, que en una ocasión había entrado sin vacilar en un sótano oscuro en persecución de un pistolero y había conseguido localizarlo y dispararle guiándose por la respiración. Pero ahora no quería estar en la oscuridad.
—Puede que sí —respondió Martin—. Nunca se sabe y, además, quizás algunos podrían dormir un poco.
¡Dormir! La palabra les trajo súbitamente ideas olvidadas, como también había sucedido cuando Shelby mencionó el baile de disfraces, que significaba la remota baraúnda de trajes improvisados, una orquesta de jazz de segunda categoría, champaña a precio libre de impuesto, sombreros de papel, bigotes y narices postizas, matracas y cornetas, confetis y bolas de algodón para arrojarse unos a otros. La idea de dormir no se les había pasado por la cabeza ni una sola vez desde que se habían visto arrojados al mundo del revés. Dormir era algo que se hacía abrigado en una cama, con la almohada bajo la cabeza y un libro en la mano hasta que llegara el sueño; para dormir uno se recluía en el camarote cuando ya se había exprimido hasta la última gota de la diversión, la emoción o el éxtasis que podían ofrecer la noche o la madrugada.
—¿Y si alguien viene cuando estamos todos dormidos? —preguntó Rosen.
—Haremos guardias —respondió Martin—. Yo haré la primera, hasta que me canse. Si podemos descansar un poco estaremos en mejores condiciones para lo que venga.
Otra vez los envolvió la oscuridad y junto con ella el calor sofocante de la atmósfera enrarecida, la sensación de haber entrado ya en la tumba y de estar enterrados vivos, sin que nadie oyera su llamada de auxilio.
—¿Qué posibilidades cree usted que tenemos? —susurró Shelby al oído de Muller.
—¡Mínimas!
—¿Por qué?
—Doble contra sencillo. ¿Hundirnos o morir asfixiados? El barco ya dio una sacudida que por poco lo termina, y Scott estaba convencido de que ya se hundía. Y la próxima vez se hundirá. Tampoco se renueva el aire, y estamos consumiendo oxígeno. Por eso Martin no quiere que andemos moviéndonos y tiene razón. Estamos por encima del agua, pero en última instancia es como estar encerrados en un submarino averiado. Las posibilidades de que nos divisen desde el aire dependen de si estamos flotando en la ruta de alguna línea aérea y de la hora a que pueda pasar algún avión. Y en una búsqueda por mar es más probable que nos localicen si tienen una idea aproximada de nuestra posición y de cuál fue la causa que nos hizo dar vuelta, pero a los barcos les lleva horas desviarse de su ruta para llegar al lugar de un desastre —explicó Muller, y agregó—: ¿Sabe?, en realidad a mí nunca me gustó del todo el nombre que le pusieron a este cubo de basura cuando dejó de ser el antiguo Atlantis. En otros tiempos yo hice siete veces la travesía del Atlántico en este barco. ¿Sabe quién era Poseidón?
—Algún dios.
—Era el dios griego de los terremotos y del agua, y sólo secundariamente dios del mar. Uno de los títulos más significativos en griego era «el que sacude la tierra». Fue uno de los dioses que Scott olvidó maldecir antes de liquidarse.
—¿Entonces usted cree que todo lo que pasamos para llegar aquí no sirvió para nada?
—Siempre lo creí. ¿Y usted?
—No sé —respondió Shelby después de reflexionar un momento—. Quizá… pero entonces, ¿para qué lo hicimos? ¿Por qué pasar por tanto esfuerzo y tanta angustia? Si no lo hubiéramos hecho, mi… Robin todavía estaría con nosotros.
—Porque hasta un animal pelea para escapar de una trampa —dijo Muller—. Sea la muerte o sea la vida, no la recibiremos pasivamente.
—¿Y qué hay de los que se quedaron atrás en el salón comedor esperando que los oficiales fueran a decirles qué tenían que hacer? ¿O esperando sin hacer nada?
Aunque no podía verlo, Shelby sintió que Muller se encogía de hombros.
—Ellos no creyeron en Scott y nosotros sí. Somos humanos, pero en todos nosotros queda algo de oveja.
—¿Qué opinión tenía usted de Scott?
—Un chiflado —respondió Muller—, más loco que una cabra.
—¿Lo dice en serio?
—¿Y si no? Un muchacho joven, de familia rica, cuyo nombre era conocido en todo el mundo del deporte, que echa todo por la borda para hacerse sacerdote y va a la muerte blasfemando de Dios porque creyó que éste era un juego que no podía ganar. Y en todo caso, ¿qué hacía viajando completamente solo en este crucero?
—Creo que usted se equivoca de medio a medio, Muller —objetó Shelby—. Como jugador de béisbol que he sido, yo siempre fui un gran admirador de Scott y durante el viaje llegué a conocerlo bastante bien. Tomaba su carrera absolutamente en serio; se sentía llamado.
—¿En esta época nuestra? —se burló Muller—. ¡Oh, vamos, Dick! De paso, ¿usted sabía que estando en Nueva York se vio envuelto en algún tipo de problema?
Shelby se alegró de que la oscuridad le ayudara a disimular que la pregunta lo había desconcertado.
—No, no lo sabía. ¿Qué clase de problema?
—No lo sé, yo tampoco vivo en Nueva York —respondió Muller—. Pero en el barco circuló algún rumor, algo de que lo habían echado u obligado a renunciar, o algo así.
—¿Qué están cuchicheando ustedes dos? —preguntó Nonnie—. Creí que teníamos que dormir.
—Hablábamos de la vida y de la muerte y del reverendo Scott. Ahora te cuchichearé a ti. —Muller se acercó a ella de modo que los demás no oyeran—. ¿Sabes qué le pediría que hiciera si estuviera ahora con nosotros?
—No, ¿qué?
—Casarnos.
Muller oyó cómo Nonnie contenía rápidamente el aliento.
—¿Casarnos? ¿Casarte conmigo?
—Si es que no tienes mayores inconvenientes.
—¡Hubie! —Aunque Nonnie también susurraba, Muller percibió la angustia en su voz—. No me tomes el pelo. No quiero que me hagan daño.
—Yo no quisiera hacerte daño, Nonnie.
—Pero ¿sabes lo que estás diciendo? ¿Sabes lo que significa casarse… estar siempre juntos… soportarse? Tú eres un hombre de mundo. Y no es mi mundo. Yo no soy nadie; no tuve… —Nonnie se esforzaba, intentaba desesperadamente mostrarle el abismo que había entre ellos, un abismo que su sagacidad y experiencia, le decían que sería insalvable.
—Yo soy una ignorante. Te avergonzarías de mí.
Muller pensó para sus adentros: «Tienes razón, mi amor querido. Me avergonzaría y me avergonzaré». Pero en voz alta le aseguró:
—Te diré un secreto, Nonnie. Yo tampoco soy nadie, y hasta menos que tú, que trabajas sin descanso para ganarte la vida y luchar para conseguir todo lo que tienes. No soy más que un vago educado. Tú te rebajarías, como hizo la señora Rogo, que nunca dejaba de recordárselo a su marido. ¿Pero tú no me lo recordarías, no es cierto?
Necesitaba decirle en tono de burla que la amaba y que no quería volver a estar nunca sin ella, porque de otro modo las emociones recién descubiertas y que estaban en pugna con su intelecto y con sus antiguos hábitos lo habrían abrumado por completo. Pero a Nonnie la alarmaba el tono ligero de él; como nunca antes había amado verdaderamente, no entendía la dulzura, la nostalgia, la angustia y los terrores de ese sentimiento.
—Ya puedes hablar —dijo con repentina amargura—. Scott no está con nosotros. Y además tú crees que nos vamos a morir; oí algo de lo que decíais tú y Shelby. No necesitas ser bueno conmigo, que nunca te lo pedí.
Otra vez asomaba en ella esa desalentadora vulgaridad, que Muller negaba con la ternura abrumadora que le producía, con la necesidad que tenía de esa única persona, una extraña ajena a su mundo.
—No, Nonnie —le dijo—. Tal vez vamos a morir, tal vez van a sacarnos de aquí a pesar de la necedad del proceder de Scott o, como cree devotamente la señorita Kinsale, gracias a él. Bueno, pues todo el Globo está lleno de registros civiles y Scotts de todas las religiones posibles. Puedes elegir: católicos, protestantes, judíos, musulmanes, hindúes, parsis, sintoístas, budistas o hechiceros. Delante de cualquiera de ellos iré contigo a hacer voto de ampararte por toda la eternidad o mientras me quede aliento para cumplirlo.
Y ahora que lo había dicho, ahora que estaba seguro de estar cometiendo la mayor equivocación de su vida, ahora que había hecho una promesa de la cual, como caballero, jamás podría sustraerse, la ansiedad desapareció y volvió a sentirse feliz y en paz.
Aunque Nonnie no entendiera la cabal importancia de sus palabras, la sinceridad de Muller la emocionó:
—¡Lo dices de veras, Hubie!
—De veras, Nonnie.
En la oscuridad ella se le acercó y apoyó la mejilla en el pecho de Muller.
—Déjame llorar aquí —fue lo único que dijo.
Se oyeron más susurros y movimientos en la zona del eje que habían ocupado los sobrevivientes. El tubo del túnel actuaba como caja de resonancia para todos los ruidos del barco, que no se habían acallado desde la última sacudida. Parecía como si la nave refunfuñara y mascullara para sus adentros. Se oían golpes y retumbos distantes, que a veces se repetían de manera extraña, como si algo suelto se deslizara o rodara hacia atrás y hacia delante. En ocasiones se producía algún ruido diferente, más alto, metálico o acuático o el sonido que produce el agua al correr.
Agotados como estaban, los ruidos los forzaban a mantenerse alerta y sentarse o apoyarse en un codo para escuchar alarmados. Junto con el calor, el aire fétido y los lechos de tortura en que estaban tendidos, hacían que dormir les resultara imposible.
En la oscuridad se oyó la voz de Martin.
—Me parece que mi idea era un poco chiflada. Ya que no podemos dormir, podríamos charlar un poco.
Pero tampoco nadie parecía dispuesto a charlar, o al menos nadie respondió a la invitación. Sin embargo, consciente de su propia sensación de desilusión y desaliento, el pequeño Martin advertía que se necesitaba algo que, aunque no les levantara el ánimo, por lo menos les mantuviera la mente ocupada para que no se les escurriera la vida o el deseo de vivir. Mientras siguiera disminuyendo el oxígeno, la lucha por sobrevivir distaba mucho de estar terminada.
En una momentánea interrupción de los alarmantes burbujeos y estridencias de remotas partes del barco herido, Martin preguntó:
—¿Saben qué es lo que sería gracioso de todo esto si llegamos a salir?
—¡Gracioso! —exclamó sarcásticamente Rogo.
—No somos nadie.
—¿Qué quiere decir no somos nadie? —se oyó desde el lado de Muller.
—¿Quién es nadie? —ése era Manny Rosen.
—Nosotros. Todos nosotros. Nadie importante. ¿Quiénes somos, cualquiera de nosotros? ¿Qué importaría si no saliéramos? ¿Qué diferencia habría?
La voz de la señorita Kinsale era un susurro sibilante y levemente indignado.
—¿Cómo es posible, señor Martin? ¿No somos todos hijos de Dios?
—¿Y qué hay de todos Sus hijos de allá abajo, liquidados todos al por mayor? —contribuyó Muller.
—Ni siquiera somos una muestra representativa de nada para tripular un arca de salvación —dijo Martin—. ¿Saben?, algo así como «rico, pobre, mendigo, ladrón, médico, abogado, comerciante, jefe» —se oyó su risita seca—. A menos que cuenten como comerciante a James J. Martin, propietario de la camisería «Elite» de Evanston, Illinois, proveedor de artículos y accesorios para hombres. Y es una risa. Vendemos gorras haciendo juego con las cubiertas tejidas que se usan en la cabeza de los palos de golf… Gran negocio.
Nadie se rió.
Para ser un hombrecillo insignificante que rara vez hablaba, Martin era capaz de prodigar locuacidad cuando se lo proponía.
Y en ese momento se soltó, en parte para distraer a la gente que había tomado a su cargo, en parte debido a que había estado pensando y en la oscuridad no podían verlo: no era otra cosa que una voz desencarnada, como los demás.
—Apostaría a que no conocen a la mitad de la gente que teníamos a bordo, salvo al senador y a ese profesor de Harvard con su familia, porque su nombre había salido en los diarios como descubridor de no sé qué cosa, y a ese pretencioso actor retirado que solía ser ídolo de los espectáculos matinales. Yo anduve investigando. Le prometí a mi mujer que llevaría un Diario para así poder contarle todo lo que pasara en el viaje. ¡Demonios!
Durante un momento, se quedó en silencio, mientras los demás esperaban.
—Está allá abajo en mi camarote, junto con todo lo que filmé para mostrárselo cuando volviera. ¡Y bueno!
Volvía a invadirlo la sensación de haber cometido un error, las oleadas de vergüenza y culpa.
—¿Y quiénes eran? —preguntó Rosen—. Conocimos mucha gente simpática.
—Como en la canción, «Ricos y pobres… abogados» —Martin había recuperado la voz—. Corredores de Bolsa, un director de banda que una vez fue campeón de patinaje sobre ruedas; media docena de presidentes o vicepresidentes de corporaciones, ingleses y norteamericanos, y un alemán que era un importante fabricante de papel; alguien que decía ser preceptor de Trinity Hall, en Cambridge y supongo que era una especie de maestro, una pareja de nobles, un propietario de taxi de Londres con su mujer, el gerente de un aserradero, un tipo que tiene un gran hotel en Waukeegan, otro que fabrica instrumental quirúrgico; el presidente de un club de fútbol o como sea que lo llamen en Leeds, una pareja de escritores, un dibujante, un contador de Banco, un tipo que es— dueño de una fábrica de secadores de pelo, enfermeras especializadas, ejecutivos publicitarios, productores de televisión, viajantes de comercio, todo lo que se puede pedir había.
Martin les traía a la memoria el crucero, algo que parecía haber sucedido siglos atrás.
Se habían olvidado de la existencia de los ociosos días de a bordo, de los bailes y fiestas, de los emocionantes paseos en tierra y de la gente que había participado de todo eso junto con ellos. En un viaje así se podía conocer y tratar a todo el mundo; se hacían amistades, se formaban pequeños grupos unidos por intereses comunes que iban juntos a todas partes, se reunían después de la cena en el salón de fumar, jugaban a las cartas o chismorreaban y también juntos planeaban y realizaban las excursiones.
Pero más que la vida de a bordo, lo que Martin les hacía recordar eran los paseos, porque en ellos siempre tropezaban con otros grupos formados de la misma manera, regateando en las tiendas o en los mercados callejeros, sentándose en los cafés, discutiendo con conductores de taxi, concurriendo a los mismos clubs nocturnos a beber mal whisky y a ver míseros espectáculos, procurando hacerse entender por los nativos.
La relación que uno tenía con toda esa gente no pasaba del saludo, que a veces no era más que una leve inclinación de cabeza sin llegar a saber realmente quiénes eran o qué hacían. Pero cada uno de los sobrevivientes conservaba fragmentos de recuerdos de los paseos por tierra: los monos del peñón de Gibraltar, que le habían arrebatado el postizo a una pasajera que adoraba a los animales; las tiendas de souvenirs, una junto a otra, que en Sierra Leona vendían dudosas curiosidades de marfil; los oficiales y policías negros que lucían uniformes de un blanco deslumbrador; el mercado abierto de las afueras de Dakar donde los africanos parloteaban como monos, y los hermosos tejidos y chales bordados a mano que habían comprado allí, en los barrios sirios, y la lucha por conseguir falsas tallas africanas en Monrovia.
Recordaban el latido del ritmo de samba y la carioca que era todo Río, el estrépito de las bandas que golpeaban tambores de petróleo en Trinidad y el barato estremecimiento que proporcionaba andar por el barrio de los prostíbulos en Recife, donde cada casa o casucha tenía clavada sobre la puerta alguna burda imagen religiosa.
Aunque no habían llegado a intimar mucho, todos se conocían de vista, especialmente desde el último bullanguero recorrido de compras, en Curaçao. Nunca habían estado más cerca de fraternizar que en la gran fiesta y baile de Navidad que había permitido que los diversos grupos rompieran sus límites. Y ahora que Martin les traía a la mente días y gentes del pasado, apenas si podía recordar bien a ninguno de ellos: se habían convertido en personajes sin cara, transeúntes en la interminable caminata alrededor de la cubierta de paseo.
—Pero ¿qué es lo que quiere decir? —preguntó Rogo—. Tal vez el profesor estaba haciendo algo bueno con ese descubrimiento y el senador fuera un hombre importante. ¿Pero quién más?
—Precisamente —respondió Martin—. ¿Por qué sólo nosotros habríamos de escapar cuando cientos de otros murieron?
—¿Quiere saber por qué? —intervino Rosen con una risa súbita—. Porque todos éramos miembros del Club de los Estómagos Fuertes. ¿Se acuerdan? Ese día, a la hora de almorzar, hablamos de eso —y Manny pensaba en «ese día» y se refería a él como si hubiera sido años atrás y no una hoja arrancada del calendario hacía unas pocas horas—. Nosotros no nos mareamos ni quisimos perdernos la cena. ¿No es una razón para que seamos salvados?
—Todavía no estamos salvados —se oyó la monótona voz de Rogo.
—Creo que todos somos muy importantes —agregó la señorita Kinsale.
Volvió a oírse la risita seca de Martin.
—¿Dejará de girar el mundo si nosotros morimos? ¿Para qué volver? Ya les conté: quiero preparar nuestro nuevo surtido de prendas de primavera para hombres. ¡Hombres! Es una risa; cada día más afeminados. Pero si yo no vuelvo, tengo un hijo casado que comercia en comestibles; él se hará cargo del negocio, cuidará de mi mujer, y el camisero James J. Martin habrá desaparecido sin dejar rastro, salvo que el empresario de pompas fúnebres de mi pueblo, que me tenía echado el ojo, se alegrará y el predicador Hosey no perderá la ocasión de hablar de mí para decir un montón de mentiras. ¿Y qué hay de usted, Shelby? ¿Usted es indispensable?
—Bueno, no sé —contestó Shelby—. Yo estaba trabajando en el diseño de una camioneta ligera, usando una aleación nueva y que podía hacer el trabajo de algunos de los camiones pesados a menor costo.
—¿Y si usted no llega a terminarlo?
Shelby necesitó pensar tal vez un poco demasiado antes de responder, y cuando lo hizo su voz era tan neutra como la de Rogo:
—Me imagino que lo terminará algún otro. En mi departamento hay un muchacho…
«¡De quien te estuviste aprovechando!», pensó Jane, y volvió a sentirse pasmada ante la profundidad todavía inconmensurable del desprecio que sentía por su marido. Sin embargo, recordaba que todo le había parecido tan normal cuando Shelby, al regresar de la fábrica llegaba de buen humor, diciendo: «Ese Parkins es un muchacho inteligente. Resolvimos aquel problema del eje que me estuvo preocupando. Quedarán chochos cuando les muestre el plano». Todo muy razonable, muy bien; el negocio anda, un marido despierto, superiores que lo aprecian… sólo esa tontería, esa minucia casi imperceptible: «Resolvimos ese problema del eje». ¿Quién lo resolvió?
—¿Muller? —preguntó Martin.
—Ninguno de ustedes me conoce bien, ni sabe nada de mí —dijo Hubie—. Pero puedo asegurarles que soy completamente inútil y falto de importancia, a no ser para mí mismo. Trabajo de vago y no hay un alma a quien le importe un bledo que yo viva o muera, salvo un puñadito de mamis que ven en mí un soltero rico y elegible que anda suelto, y me tienen fichado para sus hijas. Como el empresario de pompas fúnebres de que hablaba Martin, si me hago humo, esas señoras considerarán que fue una jugada muy sucia.
—¡A mí me importas! —dijo Nonnie en voz alta y desafiante.
—¿Y tú, Nonnie? —le preguntó Martin.
—Soy una pésima bailarina —respondió ella después de un momento de reflexión—, porque si no, ya habría llegado a ser estrella o algo así. Pero mis padres tienen una idea bárbara de mí y me habrán extrañado porque no estuve en casa para las fiestas. Mi padre es camionero y hace viajes largos pero siempre se las arregla para volver en Navidad, y es un amor. Tengo una hermana y un hermano que trabajan los dos y cuando nos reunimos todos nos corremos la gran juerga.
En la oscuridad, Muller sonrió al comprobar con qué facilidad volvía Nonnie al modo de hablar de su pueblo y de su clase cuando se refería a su familia y pensó si alguna vez podría sacarle esa costumbre o si realmente quería conseguirlo.
Jane Shelby se expresó fría y brevemente.
—Yo no puedo justificarme. No he sido sincera conmigo misma ni con los demás; no viví mi vida sino la de alguien más y no siento nada más que disgusto de mí misma…
—¡Jane! —por una vez, en la voz de Shelby vibraban un dolor y una angustia auténticos.
—Oh, Dick —exclamó Jane en un tono muy distinto—. Si vamos a morir, no quiero que pienses que quería decir que alguna vez haya sido infiel a tu lecho o a tu dignidad; sólo ante mí me he rebajado.
—Lo lamento —interrumpió Martin—. No fue mi intención la de sacar trapitos al sol. Para el caso, seguramente yo también soy un fracasado en ese sentido… —el pelo rubio que flotaría eternamente; el deleite abrumador del mórbido cuerpo rosado; la doble vida que habría exigido hacerle esa visita semanal en Chicago…
—Yo terminé la secundaria —dijo espontáneamente Susan—. Iba a estudiar bellas artes y tal vez hubiera sido dibujante, pero en realidad me imagino que eso ya no importa.
—Oh, sí —protestó su padre—, claro que sí. De todos nosotros, Susan, quizá tú seas la más importante y deberías tener tu oportunidad en la vida.
«Quién sabe si dirías eso, si supieras…», pensó la muchacha.
—En cuanto a mí —intervino Manny Rosen— podría desaparecer hoy, mañana, la semana próxima, el año que viene. Estoy retirado y mi hijo se ocupa del negocio como lo hizo su padre. Sólo lo mejor que hay en plaza y todo fresco y sabroso. Así que el negocio de delicatessen de Rosen seguirá adelante y a mi familia le importa lo mismo que yo viva o muera. ¿No es así, Belle? Hemos vivido bien.
—No me molesten con charlas —dijo Belle—. No me siento bien.
—¿Y qué hay de Kemal? —preguntó Martin—. ¿Qué lo impulsó a abandonar el otro grupo y venir con nosotros cuando encontró que el camino estaba bloqueado?
—Sí, ¿cómo encaja? —comentó Rogo—. Hubo un par de veces que mal nos las habríamos arreglado sin él.
—Yo no podría decir qué es lo que él piensa o siente o qué importancia tiene para sí mismo —meditó Muller en alta voz—, pero lo que sé es que de todos nosotros es el que menos miedo tiene a la muerte, o al que menos le preocupa morir. Pero puedo decirles cómo es su pueblo en Anatolia, porque yo anduve por la zona. Un racimo de chozas de piedra blanqueadas, con techo de tejas rojas y una mezquita tan pequeña que el alminar no es más grande que una chimenea, o por lo menos así parece, y el almuédano tiene que subir por una escalera de mano que hay dentro… No hay electricidad ni agua caliente, no tiene radio ni teléfono, pero hay una buena escuela y maestro. En el campo, las mujeres usan amplios pantalones de algodón y se atan la cabeza con turbantes amarillos. Es probable que él esté ansioso por volver y que crea que el hombre más grande que jamás existió fue Kemal Ataturk.
En la oscuridad se oyó que el turco se movía, murmurando:
—¡Ataturk bueno, bueno!
—Y la tremenda incongruencia —continuó Muller es que en la pared de su choza, en esa aldea primitiva, habrá colgado un retrato de Ataturk vestido de etiqueta, con capa, sombrero de copa y todo. Y en cuanto a lo que lo decidió a venir con nosotros, mi opinión es tan válida como la de ustedes, y lo que yo creo es que lo hizo por la misma razón que nosotros fuimos con Scott. Puede que Scott haya tenido algo de Ataturk.
—Podría oírte hablar todo el día y toda la noche —susurró Nonnie.
—Tal vez tengas que hacerlo —respondió secamente Muller.
—Vamos, Rogo, es su turno —dijo Martin—. ¡Adelante!