Capítulo XI

¿QUÉ PIENSA USTED DEL REVERENDO DOCTOR SCOTT?

Los miembros de la tripulación habían empezado a molestar de nuevo. Aparentemente salían de las paredes, aunque en realidad provenían de los pasillos laterales y de los talleres y depósitos.

El largo corredor resonaba con sus gritos y llamadas, se oía su respiración mientras iban de un lado a otro y algunos estaban llorando. Las escaleras invertidas les resultaban insalvables. La mayoría de ellos seguía teniendo una imagen mental tan nítida de la antigua topografía del barco que les resultaba imposible verlo tal como estaba ahora, volcado, con la obra muerta sumergida a veinte metros bajo el agua y con la quilla hacia arriba. Todavía pensaban en función de los botes y los rollos de salvamento, y, como nadie venía a darles órdenes ni consejo, eran almas perdidas en un mundo que, para ellos, ya no tenía derecha ni izquierda, arriba ni abajo.

En la semipenumbra, todavía podían identificar y evitar las escaleras que originariamente llevaban del pasillo hasta la cubierta «D» y que ahora se habían convertido en pozos. A popa, toda una sección del piso había desaparecido y en su lugar había ahora un pozo negro e insondable.

—Scott tiene razón —dijo Shelby—. Si las luces se apagan, esto será un infierno. Esa gente enloquecerá, y será mejor que no estemos en su camino.

Tanto él como los demás se habían quedado donde los había dejado Scott.

—¿Y dónde vamos? —preguntó Rogo.

—Me imagino que hacia un costado, como dijo Scott —contestó Martin—. Contra la pared de allí, donde ese tubo grande nos servirá de protección.

—Me parece bien —dijo Rogo—. Linda, tiéndete allí, así no te pisarán.

Linda lo insultó, como de costumbre, pero ya nadie le hacía caso. Su lenguaje de marinero había perdido toda fuerza y significado.

Un gran tubo de más de veinte centímetros de diámetro les ofrecía tanta más protección cuanto que a intervalos, y como hongos gigantescos, brotaban de él manijas y válvulas.

Un viejo criado, vestido con pantalones de faena y medio achispado, que llevaba en la mano una botella cuadrada de «Johnnie Walker» etiqueta roja, abierta con el simple recurso de romperle el cuello, se detuvo donde se habían acomodado Belle y Manny Rosen, ofreciéndoles un trago.

—No, gracias —respondió Manny—. No bebo —y, para no herirlo, agregó—: Me lo prohibió el médico.

El criado no entendió una palabra, pero sonrió, echó atrás la cabeza y apuró un largo trago. Después se fue tambaleándose, tropezó y se cayó de cara, rompiendo la botella, de la que sólo quedó intacto el lado que exhibía la ridícula etiqueta con el hombre de sombrero de copa, levita y monóculo. El hombre miró la botella rota, se quedó allí tendido y empezó a llorar.

—Oh, pobre hombre —dijo Belle Rosen—, las cosas que pueden pasarle a uno cuando todo está patas arriba, las cosas increíbles que uno puede saber de la gente —y, después de un momento de silencio—: ¿Sabes qué otra cosa me gustaría saber, sólo por curiosidad?

—No, ¿qué?

—¿Qué está haciendo Rogo a bordo? ¿Detrás de quién andará? ¿No te enteraste?

—Él dice que no sigue a nadie. Dice que vino de vacaciones, como nosotros y todos los demás.

—¿Y tú te lo crees? —preguntó Belle—. ¿Que un policía se tome un mes de licencia para un crucero como éste?

—Shhh, mami! —susurró Manny—. No tan fuerte, que puede oírte. De todos modos, su mujer está con él, ¿no?

—Manny, no seas tan tonto. Eso no es más que para que la gente no piense, pero cada vez que algún policía anda por ahí, por algo es.

—Yo también lo pensé —reflexionó Manny—, pero ¿por quién puede ser? Nadie sugirió siquiera jugar a más de veinticinco centavos la ficha, de modo que fulleros no tenemos y, de todos modos, no son la especialidad de Rogo.

—Escucha, Manny —Belle bajó la voz en tono de conspiración—, ¿no será que anda detrás del reverendo?

—No seas tonta, mami. De él, todo el mundo sabe quién es.

—¿Tú sabes algo? —insistió Belle—. Cada vez que el señor Scott bajó a tierra cuando hacíamos excursiones, los Rogo iban a todas partes donde iba él.

—Y unas doscientas personas más hacían lo mismo y, a veces, nosotros también —objetó su marido—. Mejor que busquemos otra cosa, Belle.

—Muy bien, señor sabelotodo —resopló Belle—. ¿Entonces sabrás algo más de él?

—No, ¿qué?

—Lo echaron de su puesto.

—¿Sí? ¿Cómo lo sabes?

—Lo leí en The News. Me acuerdo porque estaba buscando algo en los anuncios y estaba precisamente al lado: «El reverendo F. C. Scott se separó de la iglesia de la Décima Avenida y del Club de muchachos» y seguía algo de que en los últimos años entrenó a los muchachos del Club y consiguieron el primer puesto en baloncesto, béisbol y carrera.

—¿Se separó? —repitió Manny—. Entonces, se fue.

—Manny, hay cosas que todavía no sabes. En los diarios, se separó quiere decir que lo echaron. Tal vez hizo algo con alguna muchacha del coro, como pasa siempre con los sacerdotes. Tal vez la violó o la metió en algún lío.

—¡Qué imaginación tienes, mami! —exclamó Rosen—. Para la gente como tú se hacen los periódicos sensacionalistas. La iglesia de la Décima Avenida está en un barrio malo y, si Scott entrenaba a los chicos, no puede haber tenido tiempo para embaucar muchachas. Quizás era demasiado bueno y alguien sintió celos.

—Bueno, lo que es seguro es que a Rogo no le gusta.

—Rogo es como todos esos tipos recios criados en el East Side; no les gusta nadie que tenga educación. Tampoco le gusta el señor Muller; es posible que él sea el candidato —observó Rosen, encogiéndose de hombros.

—El señor Muller es un caballero —dijo Belle—. A la mujer de Rogo tampoco le gusta Scott.

—¿Tú crees? Yo diría que Linda se calentó con el muchacho y él no le hace caso. ¿Por eso va a querer arrestar a Scott?

—Pregúntale a Rogo —dijo Belle en alta voz—; tal vez ahora te lo diga.

—¿Preguntarme qué? —interrogó a su vez Rogo, que junto con su mujer no estaba lejos de los Rosen.

—Ahora —le susurró Belle a su marido.

—¿Detrás de quién iba en este barco? —preguntó Manny, acercándose más.

—De nadie —respondió Rogo, pero Rosen no aflojó.

—¡Oh, vamos, Mike! —insistió—. Como dice Belle, desde cuándo un policía importante de «Broadway» se va de crucero por África y Sudamérica. ¿Qué importa? Ahora puede decírmelo, ya que fuera quien fuese, si todo el mundo se ahogó, también está muerto… a menos que sea uno de nosotros.

—¿Y qué demonios tendría que ver yo con alguno de ustedes? —inquirió Rogo, clavándole su mirada más desconfiada.

—No lo sé —dijo Rosen—. Usted y yo nos conocemos, pero los demás ¿quiénes son? ¿El señor Muller? ¿El señor Martin? Los Shelby son una familia simpática, pero Belle dice que hasta podría ser… —aquí Manny bajó la voz, pero sin perder la inflexión interrogativa—… ¿el reverendo?

La expresión desconfiada de Rogo no se alteró.

—¿Qué estuvo leyendo Belle? —preguntó.

—Eso le dije yo —concordó Rosen—, ¡pero tiene una imaginación! Usted sabe cómo son las mujeres, y se le puso en la cabeza que lo echaron de su trabajo en la iglesia de la Décima Avenida —mientras deslizaba esa información, Rosen observó solapadamente al policía, pero la total inexpresividad de la cara de Rogo se mantuvo.

—¿Ah, sí? —comentó.

—Sí —prosiguió Rosen—, lo leyó en The News, pero no decía por qué.

—No lo sé.

—Tal vez por eso ahora está de vacaciones.

—Tal vez.

—Como usted.

—Sí, exactamente —dijo Rogo—, como yo. —Y agregó—: ¿Por qué no se olvida del asunto, Manny?

Rosen abandonó la partida y, cuando volvió junto a Belle y ella indagó si le había preguntado y cuál había sido la respuesta, contestó:

—Nada. Cuando un policía como Rogo no quiere hablar, puede ser una esfinge.

—¿Le hablaste del reverendo?

—Sí, y pensó qué habrías estado leyendo, igual que yo.

—Puede que alguien esté equivocado, pero yo nunca vi un sacerdote como él. Hasta puede que haya sido un tremendo gángster.

—¡Belle! —le reprochó su marido—. ¿Cómo puedes ser tan tonta? Todo el mundo oyó hablar del gran atleta que es «Buzz» Scott.

—¿Y un gran atleta no puede meterse en líos? —preguntó Belle sin dar su brazo a torcer.

—Rogo dijo que me olvidara del asunto.

—¿Y es eso una respuesta? —resumió Belle.

Un poco más allá, entre otros personajes acurrucados lo más lejos posible del daño que podía producirles el hato de figuras que vagaban como zombies en la creciente penumbra de «Broadway», se desarrollaba una discusión muy parecida.

—¿Qué piensa usted de nuestro amigo el reverendo? —preguntó Shelby, dirigiéndose a Martin.

Por lo que recordaba, era la primera vez que le formulaba una pregunta directa, ya que pese a que habían sido vecinos de mesa, durante el viaje se habían movido en órbitas totalmente distintas y Shelby poco o nada sabía del otro. En verdad, Martin era tan callado, taciturno y casi invisible que nadie le pedía opinión, pero ahora demostró ser bastante charlatán.

—Bueno, si me pregunta —respondió— le diría que es un gran muchacho. ¡Sí, señor, un gran muchacho! Tiene un algo, ¿no? Uno no esperaría, sabe, que un sacerdote se hiciera cargo así, ¿no? Fíjese, en mi congregación tenemos un ministro bautista que no serviría para un cuerno en un lugar como éste. Es blando como un bombón; puede darle a la lengua como Jeremías, pero apenas si puede levantar del pulpito la Biblia grande. El sacristán se la sube y se la baja. Y ahora que lo pienso, tampoco estoy muy seguro de que sirva para nada allá tampoco. Le espanta el pecado y a uno se le caen los pantalones cuando lo oye hablar del infierno. Lo llamamos Hosey el infernal, y de su veta de mezquindad y vileza mejor no hablemos.

—Oh, señor Martin —exclamó Susan Shelby— no habla en serio, ¿no? Un sacerdote no puede ser así, ¿verdad?

—Señorita Susan —respondió Martin mirándola con aire zumbón aunque bondadoso—, cuando usted esté más cerca de la hermosa mujer que será algún día, se dará cuenta de que la mezquindad y la vileza no se limitan a determinada clase de gente. Son algo universal. ¿A que no se imagina lo que hizo el otro día? Bueno, no exactamente el otro día sino un par de semanas antes que yo saliera. Teníamos una ceremonia bautismal en la reunión del domingo por la noche en nuestro centro bautista de Evanston. Ed Bailey, que es el de la agencia «Ford», había ido a bautizarse y Hosey lo metió debajo del agua y lo tuvo allí hasta que por poco se ahoga; decía que Ed le había engañado con el último «Ford» y quería que se lo cambiara. Ed dijo que Hosey conducía como un chiflado y que casi había fundido el motor en los primeros seiscientos kilómetros, así que no se lo cambiaría. Cuando Ed se levantó tenía la cara azul y estaba prácticamente ahogado y la hermana Stoll, que esperaba su turno, oyó que Carl murmuraba: «¿Me vas a cambiar el coche o te bautizo de nuevo y esta vez va en serio?». Y después oyó que Ed decía: «Está bien…», y le dijo algo que no repetiré delante de la señorita Susan, pero era algo que podríamos llamar una reflexión sobre la madre de Hosey, y espero que me entiendan. ¿No es increíble? Y después el sermón fue: «Sé con los demás como quisieras que fueran contigo» e insistió hasta ponerse pesado y durante la mitad del tiempo no le sacó los ojos de encima a Ed Bailey. Bueno, pues este que tenemos aquí es un poco más sacerdote. Nos encomendó a todos al Todopoderoso y después dijo que lo demás nos correspondía a nosotros.

—Bueno —interpuso Shelby—, me parece que no lo dijo así exactamente. En el equipo de fútbol de Michigan tuvimos una vez un entrenador ayudante que solía hablar así: «Muchachos, deberían agradecerle a Dios Todopoderoso que los deje salir al campo llevando los colores de esta escuela».

Martin sonrió; tenía los labios tan delgados y tan apretados sobre los dientes que cuando sonreía parecía más bien que hacía muecas.

—¿Y qué diferencia hay, si resulta? —preguntó.

—¿No sabe nada de él? —preguntó Shelby—. ¿Qué puede haber hecho que un muchacho como ése, que lo tenía todo hecho, ya que su familia es millonaria, son dueños de una cadena de supermercados, se consagrara a la Iglesia?

—¿Y cómo saberlo? —replicó Martin—. ¿Por qué un tipo como Carl Hosey se hace predicador? Odia a todo y a todos; su mujer no se anima a abrir la boca en su propia casa y trata a los chicos como si estuvieran en un reformatorio. Y es más, es un enano con cara de mono y sin embargo todas las viejas arpías de la congregación lo adoran y creen que es el tío de Jesucristo. Este Scott tiene alguna idea rara de sí mismo y de Dios.

—Creo que no me gusta —dijo de pronto Susan.

—¡Pero, Susan! —dijo su padre—. Me extraña. Yo lo admiro mucho y me parece que siempre fue agradable y cortés contigo. Y Robin piensa que es fantástico.

—¡Oh, los chicos! —exclamó Susan y agregó—: Tal vez sea porque es demasiado buen mozo.

Martin rió secamente.

—No sabía que alguien puede ser demasiado buen mozo para una chica. ¿Y qué clase de hombre le gusta, señorita Susan?

La muchacha reflexionó.

—Bueno, no el norteamericano típico, no sé si me explico. Y además, a veces tiene esa mirada rara, así, cuando lo mira a uno directamente a los ojos.

—Así es como mira un hombre de bien, ¿no? —preguntó Shelby.

Martin volvió a reírse.

—El hermano Hosey —dijo— jamás levanta los ojos más allá del tercer botón de la camisa de su interlocutor. Tenemos suerte de que no haya sido él quien estuviera con nosotros, porque todavía estaríamos allá abajo en el comedor y Hosey estaría señalándonos con su dedo huesudo y gritando: «Arrepentíos, pecadores, que el día del juicio ha llegado».

La sonrisa se esfumó y la boca se cerró con una mueca amarga; Martin no dijo más. «Arrepentíos, pecadores» había vuelto a traerle todo a la memoria: la esposa enferma; la amante neumática; el cuerpo cálido, suave, excitante; el adulterio y el cadáver flotante. El secreto que nadie llegaría a saber jamás. ¿Cómo podía Martin descargar su conciencia culpable? Por su mente pasó la imagen de atormentados personajes bíblicos que se daban golpes de pecho y se desgarraban las vestiduras y, por primera vez, los comprendió. Habría querido poder arrancarse las entrañas con las uñas. ¿Cómo y ante quién podría confesarse? Sin duda, no ante el mono que acababa de describir y que no haría otra cosa que pasarse la lengua por los labios y pedirle todos los detalles. ¡Infierno y condenación!

Scott y su turco no habían vuelto aún de su expedición y los Rogo empezaron a pelearse otra vez.

A nadie le pareció extraordinario que ambos siguieran con su batalla doméstica en circunstancias en que el encuentro podía terminar violentamente con la muerte de los dos. Insultar y pelear era algo propio de la naturaleza de Linda; amarla y apaciguarla eran lo típico de él.

En realidad, ninguno de los dos se daba cuenta verdaderamente de la precariedad de su situación. El mar y la disposición interna del Poseidón les resultaban tan poco familiares como la luna y, para Linda, el barco no era más que otro hotel, y lo había odiado desde el momento que subió a bordo.

Ella y Mike vivían también en un hotel, pero era uno de esos sórdidos edificios —que se llamaba el «Westside Palace» y estaba en la Octava Avenida entre las Calles 48 y 49— en donde el ascensor era una de esas jaulas destartaladas que se sacuden ruidosamente de un lado a otro, el uniforme del ascensorista está sucio y jamás tiene el cuello abotonado y rara vez se atienden las llamadas en el conmutador. Tenían dos habitaciones con baño y este último era el centro de operaciones de errabundas bandas de cucarachas.

Linda preparaba el desayuno en un hornillo de gas, pero eso era todo. Había varios tipos de servicio de criadas y Linda no hacía trabajo alguno. En cuanto a Rogo, le venía muy bien vivir en el corazón del barrio de vida alegre, y que el conmutador no fuera atendido no era problema para él, ya que en su departamento tenía una línea policial directa que lo comunicaba con la Jefatura. No le apetecía demasiado la comida casera, e invariablemente ambos comían en cualquiera de los centenares de restaurantes de «Broadway», que eran parte de la ronda de Rogo.

A los dos les gustaba esa vida. Tenían entrada libre a los espectáculos y los mejores asientos en el boxeo profesional. Mike Rogo era una personalidad; se lo mencionaba con frecuencia en las noticias y de vez en cuando su foto aparecía en los periódicos.

En «Broadway» había multitud de Lindas: actrices fracasadas provenientes de cualquier parte y demasiado inútiles para trabajar siquiera como «call girls». Cuando Linda consiguió actuar en un espectáculo musical de «Broadway» que resultó uno de los principales fracasos de la temporada, los críticos, hartos de las queridas de los promotores ricos que pretendían pasar por actrices, le dieron un palo. Linda terminó por casarse con Rogo para capitalizar la momentánea fama que éste había alcanzado al dominar el motín de la prisión de Westchester Plains, que había costado la vida a dos guardias tomados como rehenes. Mike había entrado solo en la prisión, dado muerte a tres criminales armados y sometido a los amotinados.

«EL HÉROE DEL MOTÍN DE WESTCHESTER CONQUISTA A UNA BELLEZA DE HOLLYWOOD», habían anunciado los titulares de los periódicos, cuyo interés por el contenido romántico de la noticia los llevó a ignorar el reciente desastre de la aparición de Linda en «Broadway». Había parecido un buen recurso publicitario, hasta que Linda se dio cuenta con desaliento de que no hacía más que recibir reflejos de la fama del pequeño policía de setenta y cinco kilos que no temía a ningún bicho viviente. Los directores de reparto tenían siempre presente que no sabía cantar ni bailar, que no podía decir siquiera una frase ni era capaz de atravesar un escenario sin menear el trasero como una bailarina equívoca de revista.

Linda volcó su amargura sobre su marido, que estaba tan orgulloso de ella como si se hubiera tratado de Doris Day o de Julie Andrews. Nunca había entendido el milagro de que Linda se dignara casarse con él. Durante tres años ella se había dedicado a humillarlo, pero la resistencia de Rogo era invencible. Cuando las batallas terminaban, con uno de ellos —o ambos— víctima de la pronta crueldad y violencia de Mike, él la atendía y amaba con todo su corazón.

Para Linda, el crucero a bordo del Poseidón había colmado de algún modo la medida. El itinerario de la nave había tocado primero una serie de puertos donde predominaban las pieles negras y luego, las de color café y, para ella, todos los puertos habían sido iguales y los habitantes, simplemente negros. Negro era el muchacho del ascensor del «Westside Palace», con su cuello desprendido, y también el imbécil que siempre se quedaba dormido en el conmutador o, si no, se iba, a la calle a tomar algo o a comprar cigarrillos. El portero era negro y las sirvientas también. ¿Por qué tenía que hacerse un viaje en barco para ver más negros?

Linda no había podido adaptarse a ningún grupo de la extensísima y diversa lista de pasajeros, y había hecho muy pocos amigos; en esto su situación no difería de la de Rogo que, empleado policial, era retraído y solitario. Además, la gente tendía a apartarse de él. Para los que odiaban a la autoridad, Rogo era un policía, y se justificaban diciendo que no dejaba de serlo porque estuviera de vacaciones. Otros lo consideraban un detective famoso y hábil tirador pero, aunque nunca pasó de ser una de las bromas de a bordo, nadie creyó realmente que Rogo no estuviera en persecución de uno o más de los pasajeros.

Hasta Linda había llegado a planteárselo directamente:

«Oye, cretino, ¿me embarcaste en algún trabajo? De todos modos, ¿qué maldita idea es esa de venir en este barco piojoso?», con el único resultado de que una vez más apareciera en su rostro impasible una expresión malhumorada y dolida y, sacudiendo la cabeza, le contestara: «¡Ay, vamos, tesorito! ¿Es que un tipo no puede hacer un viaje? Nunca fuimos a ninguna parte. ¿Por qué no te buscas alguien simpático para conversar y te entretienes un poco?», con lo que Linda se quedó tan en ayunas como antes. Cuando su marido hacía un arresto, dominaba a un par de rufianes o dejaba a algún asaltante muerto sobre el asfalto, ella se enteraba por los periódicos al día siguiente.

Pero Linda alimentaba además otro agravio: cuando subieron a bordo del Poseidón después de haber volado de Nueva York a Lisboa en un avión fletado especialmente, incluso el mobiliario un tanto deslucido y usado del antiguo trasatlántico de lujo le trajo a la memoria la tremenda brecha que existía entre las dos habitaciones y el baño inmundo que alquilaban en el «Westside Palace» y el ambiente en que ella se sentía con derecho a vivir.

En ese momento, acosaba a Rogo con el mismo tema que ocupaba a los demás miembros del grupo: Scott.

—Eres un estúpido, Rogo —le dijo—. Te la das de policía despierto y que conoce el mundo y dejas que ese pedazo de carne con ojos que pretende ser sacerdote te gane la partida.

—¿Y qué quieres que haga? —replicó hoscamente Rogo.

—Actuar como un hombre —dijo Linda mientras se sentaba, se enderezaba y procuraba arreglarse el pelo—. ¿O es que no ves que está esperando el momento de tirarse un lance conmigo?

—Ay, vamos, Linda, ¿de dónde sacas semejante idea? Puede que sea loco, pero no podría ser más respetuoso.

—¡Ah! —se rió Linda—. ¿No lo viste mirarle las tetas a la putita esa?

—¿Por qué le sigues llamando puta a esa chica? Trabaja en espectáculos, como cualquiera y, de todos modos, ¿qué hay si le miró los pechos? Es un hombre, ¿no? ¿Qué tiene que ver eso con que se tire un lance contigo?

—Me parece —dijo Linda con la nariz fruncida— que una dama sabe distinguir a una puta cuando la ve, y me parece que sé cuándo un tipo está por tirarse un lance conmigo. Claro que si no te importa…

—Si se le ocurre hacer la prueba, puedo partirlo en dos con una sola mano —afirmó Rogo.

Linda echó atrás la cabeza y los rulos oscilaron en torno de su rostro de porcelana.

—Yo no apostaría por ti —dijo—. En un partido de fútbol vi al señor reverendo haciendo un juego bastante recio.

—¡Juego de niños! —exclamó despectivamente Rogo—. Una patada en los huevos y todos los guapos se achican igual.

De pronto se dio cuenta de que estaba alimentando esa veta de crueldad que tan fácil e inmotivadamente podía llevarlo a una explosión agresiva y volvió al tono plañidero, diciendo:

—Ay, Linda, ¿por qué no nos dejas en paz a él y a mí? Por lo menos está haciendo algo, ¿no?

—Muy bien, ¿dónde está ahora? —preguntó Linda.

—¿No oíste que iban a echar un vistazo?

—¿Sabes qué me parece? Que se las piró. Nunca conseguirá que esa judía gorda trepe por semejantes lugares, ni nosotros tampoco. Salvará su propio pellejo.

De pronto se acordó de otra cosa y le espetó a su marido:

—Y la forma en que me mira la mujer esa de Shelby, como si yo fuera el barro de tus zapatos, y me dice cosas. Y tú ni siquiera defiendes a tu mujer, después de todo lo que hice por ti.

—De todas maneras, no se las piró —respondió Rogo—. Ahí viene.

Era tan alto que pudieron verlo por encima de las cabezas de todos los que todavía vagabundeaban por el corredor, mientras se acercaba lentamente a ellos, todavía acompañado por el turco, que gesticulaba con brazos y manos como si quisiera transmitirle algo sin palabras.

En ese momento las luces vacilaron y después se extinguieron, dejándolos sumidos en total y absoluta oscuridad.