Capítulo II

LA CATÁSTROFE

Sin embargo, Robin Shelby tenía razón. El capitán griego no sólo era en ese momento un hombre muy asustado, sino que cuando durante el almuerzo el barco escoró hasta dar la impresión de que sus mecanismos de estabilización normales nunca funcionarían, había estado muy próximo al pánico.

Además de sentirse culpable de una cantidad de pecados de omisión y comisión, el capitán sabía que desde el momento de atravesar el banco de Tago a la salida de Lisboa, su inexperiencia en el manejo de una embarcación de ese tamaño había hecho que usara los estabilizadores en una conmoción de poca importancia, de modo tal que su utilidad y eficiencia habían quedado dañadas. El hecho de que hubiera tenido la suerte de no necesitarlos durante un viaje muy calmo no impedía que ahora, cuando debía usarlos, no funcionaran en forma adecuada.

El Poseidón tenía la altura de una casa de cuatro pisos y el ancho de una cancha de fútbol. Si se lo hubiera colocado en Nueva York, se extendería a lo largo de las cuatro manzanas que van de la Calle 42 a la 46, y en Londres, desde la estación de Charing hasta el «Savoy». Un tercio de sus 81 000 toneladas estaban debajo de la línea de flotación, ocupados por los mecanismos de propulsión y refrigeración, calderas, bombas, engranajes de reducción, dinamos, petróleo, tanques para el lastre y espacio para carga.

En ese momento el Poseidón navegaba sobresaliendo demasiado del agua, estaba mal lastrado y técnicamente sin condiciones marineras. El capitán se había visto llevado a semejante trampa por una serie de golpes de mala suerte y una inagotable sincronización; aparte de que, rigiéndose estrictamente por consideraciones comerciales, había tomado una decisión equivocada.

El «Consorcio Internacional» que había adquirido la nave la había adaptado a una combinación de buque de carga y de crucero, que cada treinta días salía de Lisboa a visitar una quincena de países en África y América del Sur. Habían triplicado el espacio de carga suprimiendo los camarotes de pasajeros y la clase turista a popa y a proa, y también buena parte de los alojamientos de popa destinados a la tripulación; con ello, el espacio de los pasajeros quedaba limitado a la primera clase, en tanto que el barco mantenía su velocidad originaria de treinta y un nudos. La cantidad de carga que transportaban les permitía rebajar el precio del crucero hasta hacerlo asequible a personas que jamás en su vida hubieran podido permitirse semejantes vacaciones.

Cuando llegaron a La Guaira, en Venezuela, el penúltimo puerto de su hasta entonces afortunadísimo viaje inicial —el crucero de Navidad— el buque tenía casi vacías las bodegas de carga puesto que había descargado en Georgetown, en la Guayana inglesa, y dos tercios de los tanques de petróleo estaban vacíos. Se proponían volver a llenarlos con petróleo venezolano y llenar también las bodegas de carga.

Pero en La Guaira tuvieron la mala suerte de tropezar con una descabellada huelga portuaria. Después de esperar treinta y seis horas, el Poseidón se vio forzado por su hoja de ruta a zarpar de nuevo con las bodegas vacías y sin haber repuesto su combustible, ya que debía volver a salir de Lisboa el 30 de diciembre, en un crucero a Nueva York.

El combustible que tenían alcanzaba para que el barco llegara a Lisboa, pero el capitán resolvió no compensar con lastre de agua el petróleo que faltaba en los tanques de doble fondo; así pues, el barco quedó peligrosamente liviano y él se vio en apuros.

Haber llenado ese espacio con agua salada, como debería haberlo hecho, significaba que el tiempo que llevaba lavar y limpiar los tanques en Lisboa descalabraría totalmente el programa del Poseidón, comprometido ya por la demora.

Para que constara en los registros, el «Consorcio» envió un cable, invitando al capitán a que decidiera según su propio juicio; pero, para su información particular, lo bombardearon con mensajes cifrados advirtiéndole que estaba a punto de provocar una catástrofe financiera. Quinientos pasajeros tendrían que vivir a expensas de la compañía en los hoteles de Lisboa, por no mencionar el hecho de que se malquistarían con ellos al no cumplir la promesa de hacerles pasar la fiesta de fin de año en alta mar. Los cables agregaban insidiosamente que había un área de alta presión en el medio del Atlántico y que las predicciones señalaban que se mantendría el buen tiempo. El capitán tomó su primera gran decisión: aceptó el riesgo.

En Curaçao, último puerto de la escala, los informes de todas las estaciones meteorológicas de la ruta indicaban que la presión se mantendría alta. Eso confirmó la decisión del capitán de seguir navegando con el barco como estaba.

Una vez en alta mar, al encontrarse con la misteriosa marejada, la boca de la trampa se cerró; haber intentado llenar los tanques de una nave de escasa estabilidad, en momentos en que rolaba, habría sido provocar un desastre inmediato.

El capitán hizo lo que pudo para asegurar su barco: cerró las escotillas, preparó los salvavidas, vació las piscinas, impuso dobles guardias a la tripulación y mantuvo la radio en constante funcionamiento, en busca de la tormenta que, sin duda, tenían al frente a pesar de los pronósticos meteorológicos tranquilizadores. Según su experiencia, que se limitaba al Mediterráneo oriental, las marejadas indicaban que se había pasado por una perturbación importante o bien que se estaba próximo a encontrarla. Como hasta ese momento sólo habían encontrado aguas tranquilas, la dificultad debía de estar delante, y al capitán le interesaba localizar la tormenta que vendría, y evitarla si podía.

A las dos de la tarde la tensión aflojó; el radiotelegrafista le llevó un mensaje transmitido por la estación sismográfica de las Azores, con la información de que, tanto allí como en las Canarias, se había registrado un maremoto leve y de corta duración al cual se debía la marejada que afectaba a los barcos que se hallaban al sur. Con eso desaparecieron los temores de que hubiera centros de tormenta sobre los que no tenían información. Casi simultáneamente llegó un mensaje radial de un carguero español, el Santo Domingo, de Barcelona, con el que se habían comunicado por la mañana ese mismo día; informaba qué estaba en ese momento a ciento veinte millas, al noreste del Poseidón, que había salido del área del maremoto y que el movimiento del mar había desaparecido. Para las seis de la tarde, incluso a baja velocidad, se podía esperar que el Poseidón hubiera salido de la zona de marejadas.

Por lo tanto, el capitán ordenó que se transmitiera a los pasajeros una versión diluida y tranquilizadora de las razones del comportamiento del barco, prometiéndoles que antes del crepúsculo las cosas habrían mejorado.

Poco después de las seis de la tarde la marejada cesó bruscamente y el Poseidón, una vez superada la inercia del balanceo, empezó a navegar horizontalmente en un mar calmo e inmóvil, que parecía de cristal. Aliviado, el capitán levantó las restricciones impuestas al servicio de cocina y a la atención en los camarotes, indicó a algunos oficiales jóvenes que se hicieran presentes en la cena para dar una nota de uniformes blancos y entorchados de oro, pero mantuvo en estado de alerta al resto de la tripulación y de los oficiales. No estaba totalmente satisfecho ni se sentía del todo tranquilo, pero cuando las condiciones perfectas se mantuvieron, ordenó elevar al máximo la velocidad.

Las cuadernas del viejo barco empezaron a estremecerse y sacudirse cuando las cuatro turbinas, cada una de las cuales impulsaba una hélice de treinta y dos toneladas, lo empujaron hacia delante en la creciente oscuridad, a una velocidad de treinta y un nudos. Copas y botellas se sacudían en sus estantes, todo lo que estaba suelto vibraba; era evidente el esfuerzo que realizaba el viejo gigante.

Para la mayoría de los que habían estado muy descompuestos, el perdón llegó demasiado tarde; el alivio se había producido tan próximo a la hora de la cena, que muy pocos se sintieron inspirados para comer. A las ocho y media, los presentes apenas si eran unos pocos más que a la hora de almorzar, dispersos en el enorme comedor. El Club de los Estómagos Fuertes de Manny Rosen estaba presente, y la «bolsa de sorpresas» se había visto aumentada por la aparición del tercer maquinista, el señor Kyrenos, y de la señora Rogo.

Como de costumbre, Linda Rogo estaba excesivamente bien vestida, enfundada en una larga túnica blanca de seda, tan ajustada que dibujaba la separación de las nalgas y dejaba ver la línea de su ropa interior. A juzgar por el profundo abismo entre los pechos, el vestido debía de ser herencia de su antiguo guardarropa de estrella, y Manny Rosen le susurró a su mujer:

—¿Cómo hará para mantenerlos dentro?

Linda era una bonita rubia con aspecto de muñeca y una boquita cuya pequeñez exageraba afectando pucheros. Recordaba un poco a Marilyn Monroe, salvo en cuanto a que aquélla tenía cierta personalidad. Linda afectaba urna inocente mirada azul de bebé, pero sus ojos tenían la frialdad del hielo. Se había ocupado de que todo el mundo supiera que ella había sido estrella en Hollywood, que había participado en una comedia en «Broadway» y que había renunciado a su carrera teatral para casarse con Rogo, y tampoco dejaba que su marido lo olvidara.

—Me alegro de que haya podido venir, señora Rogo —la saludó Scott—. La mesa no es lo mismo sin usted.

Linda sacudió la cabeza con coquetería y arrulló:

—Oh, ¿de veras, reverendo? —Luego bajó la voz, aunque no tanto que dejara de oírsela, para decirle a su marido—: Infeliz, tú no querías que yo viniera.

—Pero vamos, nena, si no quería que te sintieras mal —respondió Rogo, con el aire de inocencia ofendida que tenía siempre que Linda lo insultaba.

El temblor del buque se notaba más en el comedor y, al tocar una jarra, el vaso de Muller empezó a sonar como un diapasón. Muller apretó el borde con tal premura que Rosen, sentado frente a él en la mesa que ocupaba con su mujer, se sorprendió y le preguntó qué pasaba.

—Una antigua superstición de navegantes —respondió Muller—. Dicen que cuando se deja cantar un vaso, muere un marinero. —Y agregó—: No soy religioso, pero supersticioso sí.

En un momento, todo el mundo puso un dedo sobre su vaso para evitar el retintín.

Esa penúltima noche, las mujeres habían seleccionado casi lo mejor de su guardarropa nocturno. La señorita Kinsale se había puesto su vestido de tafetán gris; había llevado tres para el viaje, el gris y uno verde que alternaba, y el negro para las mejores ocasiones. Belle Rosen vestía de corto, en encaje negro, con zapatos de tacón alto y los inevitables broches de diamantes y capita de visón. Jane Shelby y Susan aparecieron con un conjunto para madre e hija, hasta la rodilla, en tonos contrastantes de lila. LoS hombres vestían de etiqueta, exceptuando a Scott que lucía traje azul oscuro y la deslumbrante corbata color naranja y negro de Princeton. Martin llevaba una chaqueta de tartán escocés en azul y verde. A pesar del corte perfecto de su ropa, con su cuerpo macizo, Rogo parecía un guardián de club nocturno. Como de costumbre, Acre y Peters, los dos camareros, llevaban camisa almidonada y chaquetilla blanca. Del otro lado del comedor, en su mesa, el Radiante y su novia empezaban a beber la cena. La madre de Pamela seguía descompuesta.

—Tráigame langosta a la Newburg —pidió Robin Shelby.

—¡No! —exclamó su madre—. De noche, no.

—El salpicón de pavita es inevitable después de Navidad —comentó su marido.

La señorita Kinsale pidió timbales de salmón, en la esperanza de que se parecieran a los budincitos de pescado que solían servirle en su casa. Los Rosen optaron por el pollo a la diablo y los Rogo jamás probaban otra cosa que bistecs o hamburguesas.

Los camareros se abrían paso con sus bandejas entre las mesas desiertas del comedor casi vacío, y en el anochecer, entre el traqueteo de la nave, se podía oír el ocasional tintineo de platos y cubiertos. Era una comida más bien silenciosa, ya que sin el amparo del murmullo y el alboroto de un restaurante lleno, los comensales hablaban y se reían en sordina.

En la sala de máquinas, con la voz ahogada por el trueno de los motores que andaban a toda velocidad, el personal de guardia se afanaba sobre cojinetes, contadores y manómetros, preguntándose por cuánto tiempo pensaba el capitán mantener esa marcha. Uno de los engrasadores recibió orden de ir a buscar un par de docenas de cocas. En la sala de calderas, la tripulación vigilaba con la misma ansiedad los termómetros y el consumo de combustible.

En la sala de transmisiones, sobre la cubierta de paseo, el radiotelegrafista nocturno despachaba un diluvio de mensajes.

Sobre el puente, y aunque agradecía a su buena estrella el haber salido con bien de la dificultad, el capitán seguía, sin embargo, sintiéndose inquieto. Había dejado de lado, como innecesaria al mismo tiempo que peligrosa —incluso en un mar calmo sobre el cual su barco volvía a navegar normalmente— la posibilidad de cargar lastre de agua sobre la marcha. En caso de que hubiera anuncios de algún huracán, todavía dispondría del tiempo necesario para hacerlo y permitir así que la nave capeara el temporal. Pero según todos los informes, las zonas de alta presión se mantenían y el capitán renovó la decisión de no hacer lastre. Si forzaba las máquinas, podría recuperar parte del tiempo perdido y llegar a puerto con sólo un día de atraso, lo que ya estaba previsto. Pero no hay capitán que se sienta verdaderamente tranquilo si su barco no está en condiciones, y se consoló con el sexto sentido del marino veterano: buen tiempo, pronóstico sostenido, mar despejado, nervios de punta.

A la caída de la tarde el cielo se había cubierto y la llana superficie del mar tenía una tonalidad aceitosa, como si se le hubiera formado encima una piel de color plomizo, que inquietaba al capitán. Cuando el barco quedó sumido en total oscuridad, envió otro hombre a la cofa y destacó permanentemente a dos jóvenes oficiales ante la pantalla del radar, cuyo brazo giratorio no daba una sola señal en un radio de cincuenta millas.

El segundo de a bordo, un individuo más tranquilo, no se explicaba qué era lo que enloquecía al capitán y le hacía caminar nerviosamente a grandes pasos. Tres veces se había asegurado de que el segundo vigía estaba en su puesto y cada vez que pasaba frente a la pantalla del radar le echaba un vistazo. Parecía un hombre que conduce un coche y que, al mirar por el espejo retrovisor antes de hacer una maniobra, no puede dar crédito a sus ojos al ver que no hay nadie detrás de él.

De vez en cuando se dirigía hacia el ala del puente de babor, que se proyectaba sobre el agua, y miraba hacia el mar aceitoso, que reflejaba la veloz hilera de luces del barco. La noticia de que se había producido un leve movimiento submarino le había hecho tomar conciencia de lo que tenía debajo. Sus cartas de navegación señalaban que las crestas montañosas sumergidas de la cadena dorsal atlántica central, que se extiende formando mía gigantesca letra «S» de unas diez mil millas desde Islandia hasta el borde del Antártico, en ese lugar estaban a unos dos mil cuatrocientos metros por debajo de su quilla.

Pero las cartas no eran específicamente mapas sísmicos y no indicaban los tres volcanes en actividad que se cree que existen, alineados hacia la parte superior de América del Sur; no señalaban tampoco la enorme falla geológica existente en la cadena, en la zona que navegaban.

A las nueve y ocho minutos exactamente, resentida ya por el temblor preliminar y sin dar ninguna señal previa, esa falla se desplazó violentamente y se hundió unos treinta metros, absorbiendo al mismo tiempo varios billones de toneladas de agua.

Si el Poseidón no hubiera estado estremeciéndose de tal modo por la fuerza que generaban sus máquinas, en el puente se podría haber percibido la sacudida súbita del maremoto como un eco ascendente, aunque su fuerza impulsaba hacia abajo. En realidad, el capitán y su segundo se miraron alarmados por un momento, porque les pareció sentir algo en las plantas de los pies. Pero cuando el Poseidón siguió avanzando se tranquilizaron y para entonces ya era demasiado tarde.

Durante un momento sintieron esa sensación de náusea en la boca del estómago que se experimenta cuando un ascensor baja demasiado rápido, mientras el barco, absorbido por la súbita depresión del mar, cabeceaba hacia abajo y empezaba a escorarse. Al mismo tiempo, llamaban por teléfono de la cofa, y el tercer oficial, que se hallaba ante la pantalla del radar, con los ojos desorbitados y gritando con incredulidad: «¡Señor!», señalaba los destellos indicadores de que estaban a punto de chocar con un obstáculo sólido que un minuto antes no se encontraba allí.

El capitán intentó huir corriendo del puente, pero ya estaba demasiado inclinado. Oyó el retintín del telégrafo de la sala de máquinas cuando el segundo movió las palancas, y la orden —la reacción casi automática frente a un obstáculo a proa— de timón todo derecho, toda máquina atrás.

Cuando el Poseidón enfrentó la gigantesca ola sísmica que se elevaba ante él, provocada por el deslizamiento rocoso, estaba más de tres cuartos de lado, y escorándose más por el giro. Desnivelado de popa a proa y falto de lastre, ni siquiera pareció quedar suspendido por un instante en el punto crítico, sino que se dio vuelta hasta quedar con el casco hacia arriba, tan rápida y fácilmente como un pesquero de ochocientas toneladas en un temporal del Atlántico norte.

El primer indicio de la catástrofe que tuvieron los pasajeros reunidos en el salón comedor fue la súbita desaparición del piso ricamente alfombrado debajo de sus pies. Mesas y sillas los arrojaron hacia delante o hacia el lado, abriendo un abismo vertiginoso dentro del cual se vieron luego arrojados como por una catapulta.

Al mismo tiempo, el barco gritó.

El grito, alto y prolongado, estaba compuesto por la agonía de seres humanos embargados por el miedo y el dolor de la muerte, el ruido de vidrios que se quebraban y de cacharros que se hacían pedazos, el fragoroso sonido de címbalo de bandejas metálicas, ollas y cacerolas que se mezclaban con el estruendo de platos, tazas, cuchillos, tenedores y cucharas que se precipitaban, a veces, como mortales proyectiles, desde las mesas del comedor.

El grito subió en un crescendo, mientras todos los objetos del barco que no estaban bien asegurados eran arrebatados por el vertiginoso latigazo que lo volteó de lado.

Las puertas de servicio de las cocinas y despensas se abrieron de par en par y la protesta metálica de pailas de cobre, marmitas, hornillos y utensilios de cocina que saltaban y rebotaban en el piso inclinado, se unió al ensordecedor caos de sonidos, dominado por el largo grito de dolor animal de uno de los cocineros, bañado por un torrente de agua hirviendo.

El Radiante y su novia recorrieron dando tumbos los treinta y cinco metros de ancho del salón comedor, dando vueltas y más vueltas, lentamente, como payasos en un número de contorsionismo, interrumpiendo el descenso al aferrarse a las sillas y mesas que súbitamente estaban en posición vertical. Cayeron desde estribor a babor y luego, cuando el barco terminó de dar la vuelta, recorrieron seis metros más, el alto del salón, hasta caer aturdidos, magullados pero ilesos, en un revoltijo de brazos y piernas junto con los Rosen, Muller y Mike y Linda Rogo.

Esa primera caída, que en unos quince a treinta metros a lo ancho del barco varió todo, fue la que hirió o mató a los pasajeros y camareros de servicio que tuvieron la mala suerte de encontrarse cerca del centro del barco o del lado de estribor, cuando la nave empezó a inclinarse a babor.

Los que ocupaban las mesas laterales de babor tuvieron más suerte. Muller, Belle y Manny Rosen simplemente se cayeron de la silla; los Shelby y los ocupantes de la mesa «bolsa de sorpresas» no podían ir mucho más lejos y pudieron atenuar la caída aferrándose un momento a sus asientos. Manny Rosen fue a dar sobre el rectángulo de la ventana, separado sólo por el grueso cristal del verde abismo del mar.

Pero el naufragio fue tan rápido y continuado que, antes que la presión del agua pudiera quebrarla, toda la superestructura del Poseidón se vino estrepitosamente abajo, sumergiéndose en el mar. Las ventanas de babor, que ahora estaban a estribor, estaban levantadas y se soltaron. Manny, aferrado desesperadamente a su mujer, se deslizó cabeza abajo, junto con los Rogo, los Shelby y los demás, por el costado de la nave hasta aterrizar en el cielo raso cubierto de vidrios, entre el montón de porcelana rota, bandejas, cuchillería y comida. Las ramas más altas del árbol de Navidad, que se había salido de la tinaja y conservaba intacta la estrella de la punta, cayeron sobre ellos.

El momento de absoluto silencio que siguió al grito mortal del barco albergaba más horrores y amenazas que ese primer clamor que destrozaba los nervios, ya que descubría los menudos ruidos desesperados provenientes de heridos y moribundos: murmullos, quejidos, súplicas, el tintineo ocasional que producía al caer algún utensilio rezagado y el movimiento de las cacerolas que aún no habían terminado de aquietarse en los armarios.

En el instante en que parecía que el Poseidón iba a partirse en dos antes de terminar de sumergirse, se oyó la voz de Mike Rogo:

—¡Por Dios! ¿Quieren quitarse de encima de mi pierna?

Luego se produjo una aterradora explosión, que inició una serie de detonaciones provocadas por el estallido de tres de las calderas.

Si el primer grito de la nave herida había sido un alarido, el segundo, que siguió a las explosiones, fue el trueno desgarrador de sus entrañas que se destrozaban.

Las calderas restantes fueron las primeras en soltarse. Se abrieron paso hacia el mar entre dos de las tres gigantescas chimeneas del navío y se precipitaron al fondo con el ruido de un millar de hombres que martillaran sobre láminas de hierro.

La sala de máquinas tardó más en deshacerse, a medida que la presión que las pesadas turbinas, dinamos, generadores y bombas imponían a los soportes de acero que los sujetaban al piso se hacía cada vez más intolerable. Con el alarido chirriante del metal torturado, empezaron a precipitarse por el respiradero rectangular, de toda la altura del barco, que había sobre la sala de máquinas, y atravesaron el techo de vidrio para reunirse con las calderas en el fondo del mar.

Algunas de las máquinas, en vez de desprenderse del todo, se quebraron, deslizándose hacia un lado, y se entremezclaron con otras partes arrancadas, apiñándose en una masa de acero retorcido, tuberías arrancadas y armaduras desnudas. Parecía que el Poseidón vomitaba las tripas en su agonía mortal.

Y lo hacía con tan espantosa cantidad de ruidos —la madera que se astilla, el quejido de metal que se desgarra, truenos, oleajes, silbidos, grandes estampidos acompañados de succiones y burbujeos— que los sobrevivientes, todavía amontonados sobre el techo-piso, ya no podían ir más lejos por la senda del terror.

Sólo podían quedarse allí, aturdidos y ensordecidos por el tam tam demoledor y retumbante como el de algún enorme tambor de guerra, por el estrépito del metal que chocaba con metal y el alarido del vapor de agua que escapaba como si viniera de la antesala del infierno.

En un momento, una gran cascada de agua sucia entró violentamente en el comedor, como un cañonazo, pero se detuvo tan rápidamente como había empezado y el líquido corrió hacia la abertura formada por la parte superior de la escalera principal, que ahora, vuelta del revés, se había convertido en un pozo de agua.

En ese momento se apagaron todas las luces.