Capítulo XV
BELLE ZIMMERMAN, NADADORA
La primera serie de calderas, al rojo vivo, se había soltado de sus soportes, precipitándose al mar a través de la chimenea delantera y habría estallado. La segunda, más hacia popa, sólo se había desprendido parcialmente y las calderas rajadas y ya frías formaban un fantasmagórico paisaje lunar de colinas y valles de hierro retorcido.
Patas arriba y hecha pedazos, la amplia sala de tres pisos de altura había perdido hasta el recuerdo de su aspecto primitivo, casi aséptico. Las hileras de quemadores alineados tras la fachada de azulejos, cuyas ventanas de mica permitían que el personal de la sala de calderas pudiera inspeccionar la tremenda incandescencia anaranjada, estaban ahora al descubierto. Los restos de los termómetros, manómetros y de los otrora inmaculados paneles de instrumentos daban la impresión de ser una de esas falsas fachadas de madera estucada, cartón piedra y lienzo, toscamente pintadas, que intentan representar el otro mundo y flanquean la entrada de los trenes fantasmas en los parques de diversiones.
Llegaron allí atravesando una, angosta brecha abierta en la pared de «Broadway», casi en el extremo de popa, donde los había guiado Kemal. Al llegar a lo que había sido para él terreno conocido, Kemal se detuvo y, por primera vez, hizo un gestó que ni Scott ni los otros entendieron. Con la mano derecha, la palma extendida y señalando hacia abajo, hizo varias veces una especie de movimiento de excavación y luego volvió hacia Scott sus ojos ansiosos e indagadores.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Muller—. No lo entiendo. Aquellos otros muchachos dijeron que este camino estaba bloqueado. ¿Suponen que se refiere a eso? —y dirigiéndose a Kemal, le preguntó—: ¿Bien? ¿Está bien?
Esta vez el turco asintió con la cabeza y Muller dijo:
—Quiere que vayamos por aquí.
La abertura era tan estrecha que Belle Rosen dijo:
—Si se achica más, yo no puedo pasar.
—Está bien —los llamó Scott—, después se vuelve a abrir. Quédense todos juntos. Rogo, ilumine el suelo.
El pasaje se ondulaba como si lo hubiera deformado un terremoto y en cierto punto se interrumpía, de modo que tuvieron que atravesar una brecha de ancho regular. De los tubos rotos rezumaban todavía líquidos.
Una brusca curva los llevó a una escalera que parecía subir casi normalmente, en vez de pender del cielo raso.
—¿Por qué no está patas arriba como todas las demás? —preguntó Muller, intrigado—. ¿No nos hemos enderezado, verdad?
Durante un momento, recurrieron a toda la luz disponible para examinarla.
—No —dijo Shelby—, es sólo que giró de atrás para adelante. ¡Dios mío, qué fuerza debe de haber soportado!
Era la primera vez que hablaba desde la invectiva de Jane, y el sonido de su propia voz pareció alarmarlo tanto que miró a su alrededor, casi angustiado.
—Es una suerte —observó Martin.
Y Scott respondió:
—La suerte la hace uno.
Había sido una de esas escalerillas de hierro abiertas, donde cada escalón es una chapa lisa, de modo que contrariamente a las demás, no presentó mayores dificultades.
Scott indicó a los hombres que se colocaran a intervalos para ayudar a subir a las mujeres. La parte alta habría estado al nivel de la cubierta «F», pero como la escalera estaba doblada, los náufragos se encontraban ahora en los restos de la sala de calderas.
Los muertos yacían en desamparados montones, allí donde los había arrojado el impulso del barco al invertirse.
—¡Oh, Dios mío! ¡Están muertos! No quiero ir… —chilló Linda.
—¿Y acaso hay que tenerles miedo? —preguntó Belle—. Quizás estén mejor que nosotros. A veces estar vivo es peor que estar muerto.
—Tal vez para usted, pero yo tengo que vivir mi vida.
—No te harán nada —le dijo su marido.
Esa era una de las cosas que le había enseñado su profesión: una vez que una bala le había cortado el aliento, un hombre ya no podía hacer ni bien ni mal.
—¿No deberíamos rezar por ellos? —salmodió la señorita Kinsale.
—Después —respondió Scott y examinó la zona, que exhibía planchas agrietadas y calcinadas y montones de hierro de formas indefinidas—. Me parece que Reinal estuvo aquí antes de que las luces se apagaran y conoce parte del camino. Nosotros lo seguiremos —e indicó al turco que era él quien debía guiarlos.
Volvieron a ponerse en fila en el orden acostumbrado: Scott y la señorita Kinsale, Martin, Shelby, Susan y Jane, los Rosen, Muller y Nonnie y, cerrando la marcha, Linda y Mike Rogo.
La ascensión fue gradual. El suelo era irregular y recorrerlo era tan peligroso como intentar trepar por una pendiente volcánica llena de ásperos y agudos salientes de lava. Kemal iba delante con uno de los faroles grandes, enseñándoles el camino más fácil. Era una marcha lenta y tortuosa.
Shelby quería ofrecerle el brazo a su mujer, pero no se animaba. Se sentía anonadado, enojado y bastante temeroso de ella. Que después de tantos años de paz y armonía le vomitara encima todo ese odio y lo humillara de semejante modo, en presencia de extraños, tachándolo de amante incompetente y de fracasado en la vida… Sin embargo, se volvió para susurrarle a su hija.
—Cuida a tu madre, Su —y se sintió obligado a añadir torpemente—: Yo… no sé qué es lo que le pasa.
Jane no dio señales de haberlo oído, pero cuando en un pasaje difícil Susan la tomó de la mano, se la apretó fuertemente.
Belle Rosen dio un gritito, resbaló y cayó. Inmediatamente su marido estuvo junto a ella, procurando levantarla.
—¿Tú quieres que siga, Manny? —se quejó Belle—. ¿Por cuánto tiempo crees que una vieja puede aguantar esto? No soy más que una carga para esta gente; piensa cuánto más rápido podrían ir sin nosotros.
Con la ayuda de Rogo, Manny la había levantado y Nonnie se acercó a ella y le puso un brazo en la cintura, diciéndole:
—No tiene que sentirse así, señora Rosen. Todos la queremos.
—Ver bien lejos —se oyó murmurar a Linda.
—Sólo un poquito más, mami —la animó Rosen—. ¿No falta mucho, verdad, Frank?
—No sé —replicó Scott—. Todavía no puedo decírselo. Tenemos que seguir hasta donde podamos.
—Ya veo que tienen razón —suspiró Belle—. Me hacen sentir avergonzada de quejarme todo el tiempo. Ya estoy bien.
De pronto la senda elegida e iluminada por el farol de Kemal empezó a descender, primero con suavidad, después bruscamente.
—¡Eh! —gritó Rogo desde la retaguardia—. ¿Ese tipo sabe lo que hace? Estamos bajando. Ustedes saben que bajamos. ¡Infiernos! Creí que querían subir hasta lo alto.
Ya habían descendido algo más que lo ganado en la última escalera invertida y ahora debían encontrarse nuevamente próximos a la cubierta «E».
Scott se volvió y detuvo la marcha.
—Llegaremos —afirmó—. ¿Por qué creen que este hombre dejó a los otros y se vino con nosotros?
Nadie dijo nada, pero Rogo, desde el otro extremo y a mayor altura, iluminó de lleno con su linterna el rostro de Scott, del mismo modo que un electricista enfoca a un actor desde la galería.
Scott no desvió la vista, ni siquiera parpadeó. Se destacaba teatralmente sobre el fondo, pero todos se dieron cuenta de que no miraba a nadie. Se volvió y reanudó la marcha.
Otra vez estaban en la brecha y no había nada que hacer, salvo seguir andando. Con una sensación de náusea en la boca del estómago, Muller se dio cuenta de que habían perdido por lo menos tres metros de la altura que tan penosamente habían conquistado. Después, el camino se hundió más todavía. Renunciaban sin lucha a las sucesivas cubiertas que con tanto esfuerzo habían conseguido ganar. Todos lo percibían, lo rechazaban y con cada paso que descendían, la moral y el valor del grupo iban desvaneciéndose gradualmente.
—¡Scott! —aulló Rogo, que por estar al extremo de la fila se encontraba más alto que los demás—. ¡Estúpido, cretino! Vamos a desembocar otra vez entre las bebidas. Éste es el camino que nos dijeron que estaba bloqueado.
—Tranquilo, Rogo —respondió Scott—. Kemal no parece tan convencido, y no se olvide que ésta es la parte del barco que él conoce.
Se arrastraron penosamente unos metros más, sólo para encontrarse con que no tenían salida. El piso de la sala de calderas sencillamente se perdía en uno de esos pozos, ahora tan familiares, de agua sucia recubierta por una película aceitosa de mil colores. Éste medía poco más de dos metros de lado y se extendía hacia una compacta pared de acero reluciente que se elevaba en el otro extremo.
Agotados, desanimados y llenos de consternación, todos se dejaron caer sobre la pendiente que bordeaba el pozo, mientras Jane Shelby repetía:
—¡Oh, no, oh, no!
Y la señorita Kinsale rezaba:
—Oh, Señor, ¿en qué te hemos ofendido?
Apenas si oyeron la ristra de obscenidades de Linda, pero la voz de Rogo se alzó, alta y clara:
—Está bien, estúpido, hijo de puta, ¿qué hacemos ahora?
—¡Oh, Cristo! —murmuraba para sus adentros Martin, que cada vez que miraba esa agua tenebrosa veía también la rosada imagen de la señora Lewis.
Debían de haber llegado a algún respiradero conectado con la sala de calderas, por el cual había ascendido el mar.
Sólo Scott y Kemal seguían de pie; el sacerdote contemplaba silenciosamente la escena, y parecía estar esperando algo.
Kemal señaló la pared, enérgicamente, como si quisiera extender el dedo y atravesarla hasta el otro lado.
—Máquina —dijo, y después, señalando el sombrío agujero, volvió a hacer con las manos ese extraño movimiento, a medias de excavar, a medias de nadar.
—¿Qué quiere decirnos? —preguntó Rogo—. ¿Para qué diablos nos trajo por aquí?
—La sala de máquinas tiene que estar del otro lado —dijo Muller y, asiendo a Kemal, lo interrogó casi a gritos—: Oiga, ¿qué hay debajo del agua? ¿Un pasadizo? ¿Tiene salida? ¿Qué profundidad tiene?
El hombre no entendía las palabras, pero sus ojos inteligentes y ansiosos revelaron que comprendía su sentido. Empezó una nueva pantomima: con ambas manos dibujó una forma semejante a una caja y luego abrió varias veces los brazos e imitó a alguien que trepa por una escalerilla o escalera empinada. Después volvió a decir: «¡Bum!», imitando una explosión y se encogió de hombros.
—Allí debajo hay algún pasaje —dijo Muller—. ¡Esperen un momento! En posición normal, llevaría tanto a la sala de calderas como a la sala de máquinas. Debe de ser una entrada para los mecánicos, pero ahora está sumergida.
Señaló el pozo y, dirigiéndose a Kemal, hizo movimientos como para nadar. El engrasador sonrió e hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Él no se anima —dijo Muller—. Sabe Dios lo que hay allí abajo, ni a qué profundidad o a qué distancia. Yo no lo culpo.
—¡Hum! —dijo Belle Rosen—. Nadar debajo del agua puedo.
Sin embargo, nadie le prestó atención; estaban ante un oscuro pozo de desesperación y nadie sabía dónde o hacia qué los conducía.
—Bueno, jefe, usted dirá qué hacemos ahora —Rogo volvió a su tema favorito—. ¿Se va a meter por ese agujero?
Scott hizo brillar su linterna sobre el agua, destacando la iridiscencia de la película aceitosa y descomponiéndola en los colores primarios.
—Sí —respondió.
La marea de alivio que recorrió a los hombres era casi tangible y Jane Shelby trató furiosamente de ahogar dentro de sí una punzada de admiración hacia Scott. Podía tener cualquier otro defecto, pero como líder era valiente.
—Pues dese el gusto —dijo Rogo, expresando al mismo tiempo el sentir de los demás hombres del grupo.
Kemal se había negado y en Rosen no se podía ni pensar. Si Scott no hubiera aceptado, la peligrosa misión les habría correspondido a Martin, Muller y Shelby; alguno de ellos habría tenido que ofrecerse y, por más que todos eran nadadores avezados, ninguno tenía estómago para sumergirse a encontrar sabe Dios qué horrores bajo esa superficie.
Sin embargo, fue Muller quien les devolvió la pelota, diciendo:
—Pero no sirve, Frank. No podemos dejar que vaya usted.
—¿No pueden dejarme? —repitió Scott—. ¿Por qué?
—Porque usted es la canasta en que pusimos todos los huevos —respondió brevemente Muller y esperó que los demás pescaran la idea.
—¡Sí, por Dios! —el pequeño Rosen fue el primero—. Si algo le pasara a Frank…
—No vayas. ¡Oh, por favor, no! —susurró Nonnie al oído de Muller.
—No te preocupes —la tranquilizó él—. No tengo agallas para eso.
—No me pasará nada —afirmó Scott.
—Muller tiene razón —dijo Shelby—. No podemos correr ese riesgo. Tendremos que volver. Tal vez deberíamos haber intentado llegar primero a proa.
El antiguo Shelby hubiera ido, o por lo menos se hubiera ofrecido para mantener la imagen, pero ese Shelby había sido destruido.
—No podría soportar pasar de nuevo por ese «Broadway» —dijo la señorita Kinsale con un estremecimiento.
—No podemos —objetó Martin—. Ya tenemos hecha una inversión: hemos gastado dos horas en llegar aquí —pero él tampoco se ofreció.
—¡Lindo trabajito, Frankie! —exclamó sarcásticamente Rogo.
Muller pensó cuánto tiempo pasaría antes de que el sacerdote se volviera para agredir a su torturador, pero ese hombrón parecía imperturbable. En ese momento Muller odiaba a Scott por su impasibilidad y se odiaba a sí mismo porque le faltaba valor para meterse en ese oscuro charco y ver si ofrecía alguna posibilidad de escape, por improbable que pareciera.
—Por lo que parece, no hay alternativa —decidió Scott—. Iré yo.
—Tanto lío por un poco de agua —dijo Belle Rosen—. Si me dejan a mí, en un momento lo encuentro. Ya les dije que nadar debajo del agua puedo.
Todos se volvieron a mirarla y Martin dijo:
—Usted no habla en serio, señora Rosen.
Las palabras parecían tremendamente incongruentes, al venir de esa lastimosa figura, con su destrozado vestido de encaje negro, el rouge corrido en labios y mejillas, la piel grisácea y manchada de transpiración, con grandes ojeras oscuras que aparecían bajo los ojos fatigados ocultos tras gruesos lentes. En sus brazos y piernas empezaban a aparecer moretones, fruto de la dificultosa ascensión por la pared de los tubos y por el golpe recibido en el corredor de servicio.
Ahora, Belle los miró intensamente a todos y dijo:
—Porque ahora soy una vieja gorda, ¿no creen que yo también haya podido ser atleta, cuando era joven? Deberían preguntarle a Charlotte Epstein, de la Asociación Femenina de Natación, que en paz descanse. Nadando debajo del agua, le gané durante tres años.
—Dios mío —murmuró Linda Rogo—, ¿de qué diablos está hablando esa bolsa vieja?
Como siempre, Belle Rosen la oyó y volvió hacia ella su mirada melancólica.
—De algo que usted no sabe, porque nunca oyó hablar tampoco de Eleanor Holm, ni de chicas como Helen Meany, Aileen Riggin, Ethelda Bleibtrey o Gertrude Ederle. Todas ellas eran campeonas de la Asociación. Yo podía contener la respiración debajo del agua durante dos minutos y una vez llegué a dos minutos y treinta y siete segundos. ¿Saben qué era eso entonces? Pues un récord mundial. Eppie Charlotte Epstein, la representante de la Asociación Femenina de Natación en Nueva York, fue lo más grande que ha tenido nuestro país en natación. Y nuestro entrenador era De Handley, el que preparó a Gertrude Ederle, que fue la primera en atravesar el Canal de la Mancha. Una vez, Trudy dijo que, si yo hubiera querido, tal vez hubiera podido atravesar el Canal nadando debajo del agua.
Seguía hablando con locuacidad, sin que nadie pensara en hacerla callar ni en detener sus reminiscencias de gente de la cual nunca habían oído hablar. Además, de algún modo increíble, iban dándose cuenta de que, en la situación en que estaban, Belle les ofrecía una especie de esperanza.
—Solía ser terrible para asustar a la gente —prosiguió Belle Rosen—. Podía quedarme tanto tiempo debajo del agua que nadie sabía cuándo iba a salir, e incluso a Eppie, una vez, casi le provoqué un ataque al corazón durante una práctica, cuando nadé dos largos y medio de la piscina, en una época en que estaba en forma.
—Pero, oiga —exclamó de pronto Martin—, ¿usted no era Belle Zimmerman?
—¡Sí que era Belle Zimmerman! —repitió orgullosamente Manny—. ¿Pero no se lo ha estado diciendo? Tendrían que ver todas las copas y medallas que tiene, y toda una carpeta de recortes. Y una vez, cuando superó el récord mundial, salió en la primera plana del Daily News. Si no lo creen, en casa tenemos el recorte para que lo vean.
—Vamos, Manny, es muy joven para, saber eso —dijo Belle—. Fue hace mucho tiempo.
—Soy más mayor de lo que ustedes creen —dijo Martin—. ¿Sabe cómo me acuerdo? Es una de esas cosas raras que se le quedan a uno en la memoria. Cuando yo era un crío de unos seis o siete años, mi padre me llevó a un torneo de natación en el viejo «Illinois Athletic Club», en Chicago. Había una chica, y me vuelve a la memoria el nombre de Belle Zimmerman, que nadaba debajo del agua y yo me asusté tanto de que pudiera haberse ahogado y no volviera a salir, que lloré y seguí llorando hasta que todo el mundo se puso a mirarme.
—Ésa era yo —dijo Belle, satisfecha—. Ganamos el campeonato norteamericano y yo superé el récord norteamericano. Cuando lo dejé y me casé, aumenté muchísimo de peso.
—Tiene razón, Belle —confirmó Rogo—. Ahora recuerdo que vi retratos de usted. Y era una linda muchacha.
—¿Y qué? ¿Y qué? —gritó de repente Linda Rogo—. Puro blablablá. ¡Yo quiero salir de aquí! —terminó, elevando la voz hasta el límite de la histeria.
—No se ponga así, señora Rogo —dijo tranquilamente Belle—. ¿Para qué les estuve diciendo todo eso? Denme una de esas lámparas y yo iré a ver qué es lo que hay allí abajo. Ninguno de ustedes puede retener el aliento tanto como yo. Si está abierto, lo sabremos, y si no… —se encogió de hombros.
Su ofrecimiento galvanizó a los hombres.
—No podemos dejarla a usted, señora Rosen —dijo Shelby—. Es demasiado peligroso. No sabemos qué es lo que hay abajo. Primero tendríamos que saber qué profundidad tiene.
—Sí, alguno de nosotros tendría que ir primero —asintió Muller.
—Bueno, si se trata de eso… —agregó Martin y no terminó la frase por temor de que alguien pensara que se estaba ofreciendo, pero después, avergonzado, concluyó penosamente—. Yo no soy un gran nadador.
Para sorpresa de todos, fue Manny Rosen quien expresó firmemente:
—Miren, muchachos, si mi mujer dice que puede, puede.
—No es difícil cuando se está acostumbrado —agregó sencillamente Belle—. Cuestión de buenos pulmones, y eso todavía lo tengo.
Para los hombres, el ofrecimiento de Belle era tan degradante que instintivamente se volvieron hacia el líder, en la esperanza de que, de alguna manera, los rescatara de la humillación inminente.
Desde su estatura, el reverendo doctor Scott fijó su penetrante mirada en la figura diminuta y rechoncha de Belle y finalmente habló.
—Muy bien. Vamos a dejar que la señora Rosen lo intente.
Asombrados, y hasta cierto punto indignados, los miembros del grupo lo miraron. Los hombres habían tenido la esperanza de que, contrariando sus propias objeciones, Scott insistiría en ser él quien realizara la prueba.
Pero el sacerdote prosiguió con su voz profunda y convincente:
—Todos oyeron lo que nos dijo: la señora Rosen ha sido campeona. Y los campeones no son como el resto de la gente: son de otra raza.
Belle Rosen resplandecía de orgullo y de pronto pareció crecer varios centímetros.
—Sí —continuó Scott—, desde el comienzo mismo ustedes consideraron que sería un obstáculo y una rémora para nosotros y, lo que es más, de un modo u otro algunos de ustedes se lo hicieron sentir. De buena fe, ella nos ofrece su ayuda. ¿Por qué habríamos de negarle su momento de dignidad?
De nuevo, Jane Shelby se sintió desgarrada por la ambivalencia y en su interior se elevó un grito: «¿Cómo puedes tú, que me hiciste abandonar a mi hijo, obligarme a que te ame tanto por lo que estás haciendo por esta mujer?».
—Si quiere intentarlo, señora Rosen —dijo Scott— tomaremos todas las precauciones posibles.
—Las precauciones las tomaré yo —dijo Belle—. Tonta no soy —y ordenó que apagaran todas las luces.
En la absoluta oscuridad que los envolvió una vez más, Muller murmuró, casi para sí mismo:
—«Buzz» Scott vuelve a ganar.
—¿Qué? —preguntó Nonnie.
—No importa —respondió él.
Durante un momento oyeron la respiración de Belle y el crujido de la seda y después su voz.
—Bueno, ya pueden volver a encenderlas.
No había querido que la vieran en el momento en que se desvestía; después, realmente ya no parecía importarle, aunque ella misma admitió que sin ropa, ya no tenía tan buena figura como antes.
Se había quitado también la faja y allí estaba, en sujetador y bragas negras, que su piel blanca realzaba por todos lados. Se la veía ridícula y, al mismo tiempo, parecía de pronto increíblemente valerosa. Sus movimientos habían asumido cierta precisión y vitalidad. Se quitó las gafas y se las entregó a su marido, diciéndole:
—Por favor, no me las pierdas.
—¿Dónde está la linterna? —preguntó después Belle, y Scott le entregó una.
Ella la encendió y demostró que no era tonta, inclinándose para sumergirla en el agua y comprobar que estaba impermeabilizada, al mismo tiempo que ponía a prueba la intensidad de la luz.
—¿Pueden atármela al dorso de la muñeca? —pidió, extendiendo el brazo derecho.
Todavía les quedaban algunas servilletas y Muller aseguró firmemente la luz.
—La cuerda pueden atármela en la cintura, con el nudo en la espalda.
Scott tomó de manos de Kemal una de las cuerdas más largas y se la colocó tal como Belle lo indicaba.
—Escuchen —dijo Belle—, hoy no vamos a batir récords mundiales. Es posible que yo todavía pueda retener el aliento durante dos minutos. Si paso, espléndido; daré un tirón a la cuerda. Si después de un minuto y medio por reloj, no hay tirón, entonces me recogen. Que tengan suerte.
—Que tenga usted suerte —replicó Hubie Muller.
—No —corrigió Belle—. Yo no necesito suerte. Que tengan ustedes la suerte de que yo llegue en el término de un minuto, porque si son dos, ninguno de ustedes podrá contener durante tanto tiempo la respiración.
En eso no habían pensado.
—Doctor Scott y Mike, tal vez sea mejor que ustedes, que son los más fuertes, sostengan el otro extremo de la cuerda. Antes del minuto y medio no se preocupen. Señor Muller, usted cronometrará el tiempo con ese lindo reloj que tiene.
Durante un momento, se sentó en el borde del pozo, con las gordas piernas colgando dentro del agua.
—Ni siquiera está fría —comentó, y Muller imaginó por un momento una de esas vulgares postales en que se ve una gorda dama posando en un balneario como si fuera una belleza. Los demás miraban fascinados los preparativos.
Belle Rosen empezó a hacer una respiración abdominal profunda: dos, tres, cuatro, cinco veces, cada vez más profundamente, hasta que, colmada la capacidad de sus pulmones, se sumergió. Todos vieron brillar bajo el agua la luz que llevaba en la muñeca y la vieron descender como un gran caracol blanco, hasta que desapareció de la vista.
—Diez segundos —anunció Hubie Muller.
La cuerda se deslizaba entre los dedos de Scott y Rogo. Corrió unos cuantos metros y se detuvo.
—¡Jesús! —exclamó Rogo.
—¡No se preocupe! —dijo Manny Rosen—. No se preocupe, le digo que en el agua, mi mujer es como un pez. ¿Cree que la habría dejado ir si no estuviera seguro?
—Veinte segundos —dijo Hubie, y la cuerda empezó a moverse otra vez y siguió corriendo en forma pareja. Después se detuvo, primero se aflojó y luego volvió a estirarse.
—¡Dios mío! —exclamó Muller—. Cuarenta y cinco segundos.
—Tranquilo —dijo Manny.
La cuerda volvió a correr hacia delante.
—¿Ves? —observó Rosen.
A Muller le temblaban de tal modo las manos que apenas podía atender al movimiento del segundero.
—¡Un minuto! —exclamó.
—Dijo que si tardaba más de un minuto, ninguno de nosotros podría hacerlo —recordó Martin.
—Por Dios, sáquenla antes de que se ahogue —exclamó Shelby, presa de pánico.
—En mi opinión —dijo con una confianza y una calma increíbles Manny Rosen—, hay que hacer lo que ella dijo. De otro modo, si algo anda mal, la culpa será de ustedes.
—Tome el tiempo, Hubie —ordenó Scott, mientras vigilaba la cuerda.
—Un minuto y veinte segundos —anunció Hubie con voz insegura.
Lo que en aquel momento más le importaba en el mundo era que esa valiente mujer no se ahogara allí abajo, sola en esa hedionda oscuridad, porque él había sido un cobarde.
—Haré la cuenta descendente —anunció y empezó a contar los segundos—. Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno… ¡Tiren!
Rogo y Scott tiraron de la cuerda hacia atrás y casi se caen: no había tensión ninguna.
—¡Tiren, tiren! —gritó Hubie, y Martin también tomó la cuerda—. ¡Oh, Dios mío, si se cortó y ella está allí abajo, se ha perdido!
Izaron metros y metros de cuerda floja y de pronto, como si hubiera allí un enorme pez, sintieron la tensión en el otro extremo. Se vio un resplandor en el fondo del pozo y un cuerpo blanco apareció, irrumpió en la superficie con una tremenda exhalación de los torturados pulmones, para luego volver a tomar aliento rápidamente, repetidas veces. Los hombres se inclinaron para levantarla y Belle Rosen volvió a sentarse en el borde del pozo.
Jane Shelby, Susan y Nonnie se arrodillaron junto a ella, mirándola ansiosamente.
—¿Cómo se siente, señora Rosen?
—No se pongan así —respondió Belle—. Estoy muy bien. No hay que contener la respiración más que treinta y cinco segundos y ya uno está del otro lado. Si es que antes hubo allí una puerta, ya no está. Hay un lugar donde hay que tener cuidado, con algo saliente, pero no es tan malo.
—Pero si no son más que treinta y cinco segundos, ¿por qué tardó tanto que casi nos da un ataque al corazón? —preguntó Hubie Muller.
—¿No soy bárbara, siempre asustando a la gente? —sonrió Belle—. Pero no fue mi intención. Ya que estaba allí, quise echar un vistazo al otro lado.
—¿Pudo ver algo? —le preguntó Scott.
—No mucho —respondió Belle—, porque no había bastante luz. Hay una especie de plataforma, como aquí, sólo que más grande y plana. De todos modos volví a tomar aire antes de regresar. Así que ahora tenemos que hacer la prueba aquí, para ver. Todos tienen que retener el aliento durante cuarenta y cinco segundos para estar a salvo. Un minuto es difícil si no se está acostumbrado, pero menos tiempo van a poder y entonces ya no tenemos problema.
—Diga usted qué hacemos, Belle —le dijo Scott.
—Yo ataré la cuerda del otro lado y ustedes pueden pasar asiéndose de ella. No tienen más que colgarse. Yo ni siquiera nadé rápido. Retienen la respiración, cierran los ojos y en medio minuto están allí.
—¿Creen ahora que la señora Rosen ganó copas y medallas? —preguntó Manny.
—¡Por Dios, ya lo creo! —exclamó Martin—. ¡Viva Belle Zimmerman!
—Es usted magnífica, señora Rosen —agregó Shelby.
—¡Tonterías! —replicó Belle—. Lo que uno puede, puede, y lo que no, no.
—¿Qué hacemos con la ropa? —preguntó Muller.
—Se la sacan, como yo —respondió Belle—. ¿Quién va a nadar vestido?
—¿Y del otro lado? —preguntó la señorita Kinsale.
—Es cosa de ustedes —respondió Belle—. Pueden llevarla o dejarla. Yo no creo que la necesiten. Me pareció que hacía más calor allá. Que lo decida el doctor Scott —terminó, devolviéndole el liderazgo.
—Creo que tenemos que llevar los zapatos —dijo el sacerdote—. Si hay que trepar nos protegerán los pies. Pero en cuanto a lo demás, me parece que la señora Rosen tiene razón, Cuanto menos peso llevemos, mejor, y los trajes y vestidos mojados no le servirán de nada a nadie. Rogo, Muller, Shelby, Reinal, Martin y yo nos colgaremos los faroles grandes, y en ellos podemos atar los zapatos de todos. Cada uno lleva su linterna y hacemos exactamente lo que nos dijo Belle.
—¿No está preocupado? —le preguntó Belle.
—Con usted, nadaría por debajo del casquete polar ártico —respondió riendo Scott.
—Mami, qué cumplido —exclamó Manny Rosen.
—¿Quiere que nos quitemos todo? —preguntó la señorita Kinsale.
—Quédense con la ropa interior, como yo —dijo Belle—. Es como un bikini. A veces en la playa se usa menos.
—Pero yo no tengo nada debajo de esto —objetó Nonnie.
—Con tu figura tendrías que preocuparte por otra cosa —sonrió Belle—. Pero con eso puedes arreglarte de algún modo.
—¿Quisieran apagar de nuevo las luces? —pidió Nonnie y, en la oscuridad, oyeron que desgarraba la tela.
—Ya está —anunció luego, y la luz de las linternas reveló que se había hecho un bikini bastante aceptable con los restos de su salto de cama.
Parecía todavía más infantil.
Linda la miró con manifiesto desprecio y comentó:
—Me parece que el reverendo no se perdió mucho. Y ardo por ver cómo se desviste él.
—Sí, sí, tesorito, y será mejor que te quites mi americana —le dijo Rogo.
Linda miró hacia el agua y exclamó:
—¡Oh, Dios mío, cómo me va a quedar el pelo!
—Quizá del otro lado haya una peinadora —dijo Rogo sin cambiar de expresión y Linda volvió a insultarlo.
Todos comenzaron a quitarse la ropa y Jane Shelby pensó si la señorita Kinsale sería capaz de hacerlo sin pedir que apagaran las luces. Pero su único pudor consistió en hacerse un poco a un lado para sacarse el vestido y quedar en bragas y sostén, aparentemente sin la menor incomodidad.
Prepararon las cosas como lo habían planeado, asegurando los faroles y atando los zapatos. Scott estaba imponente con sus calzoncillos blancos, y Martin se hizo a sí mismo una pequeña broma, pensando: «Nuestro reverendo no está en la onda; tendría que ver nuestros modelitos».
—Me parece mejor que usted nos diga exactamente lo que hay que hacer, Belle —dijo Scott.
—Bueno, pues —dijo Belle—. Lo principal es no asustarse. Todos saben nadar, así que lo primero es mantener la respiración. Prueben; tomen una gran bocanada de aire…, quiero decir que se llenen los pulmones, pero empezando desde bien abajo, y reténganlo. No piensen en nada, y no cuenten, porque cuando uno cuenta se pone nervioso. El señor Muller les dirá cuándo son los cuarenta y cinco segundos.
Muller observó su reloj y levantó el brazo cuando fue el momento. Se oyó a todas exhalar simultáneamente el… aliento y Martin, sorprendido, dijo:
—Yo podría haberlo retenido más.
—Yo también —dijo Susan.
—Así que ya ven que treinta segundos no es nada —los animó Belle—. Yo iré primero con la cuerda.
—¿Tenemos que tener cuidado con algo…? —preguntó Muller.
—En el medio hay algo que se rompió y sobresale. Se puede pasar por arriba o por abajo; yo paso por abajo, porque así tengo más lugar. Cuando llegue al otro lado, ataré la cuerda y daré dos tirones para que ustedes sepan que todo está en orden. Que las señoras vayan pasando de una en una, cuando yo dé dos tirones a la cuerda. Todos saben que pueden mantener la respiración el tiempo necesario, de modo que no se asusten. No intenten nadar; vayan remolcándose con la cuerda, que es más rápido y no les exige tanto esfuerzo. Si algo no marcha, yo vendré a buscarlos.
Belle estaba otra vez en actitud profesional. Se aseguró de que tenía bien atadas la cuerda y la linterna y se volvió a su marido.
—¿No estás inquieto, verdad, Manny?
—¡Como tú lo hiciste es Jauja! ¡Hasta luego!
Belle bajó la cabeza y se arrojó a plomo, iluminada por su lámpara.
La cuerda corrió suavemente. Hubie Muller había contado treinta y cinco segundos cuando se aflojó y dejó de moverse. Medio minuto después dio dos breves sacudidas.
—Lo consiguió —dijo Muller.