Capítulo XXIII
NO HAY DOS SIN TRES
El cuerpo enjuto de James Martin, el menos musculoso y atlético del grupo, conservaba aún algo de fuerza. Con una de las linternas en la mano, trepó laboriosamente por los travesaños que conducían al casco, se echó hacia atrás y golpeó con todas las fuerzas qué aún le quedaban. Lo único que se oyó fue el ruido del vidrio al astillarse contra el acero y un sonido metálico tan débil que era imposible que nadie pudiera escucharlo desde fuera. Martin pensó si, en el último esfuerzo por sobrevivir, no habrían confundido con otra cosa los sempiternos ruidos del barco, que a su vez se esforzaba hasta el final por permanecer en la superficie.
Volvió a bajar de un salto, o más bien, se dejó caer, diciendo con voz áspera:
—Creo que esto se acabó.
—Nonnie, es una pena —dijo Muller—. Hubiera sido bueno contigo.
—No importa, Hubie. ¿Ahora nos vamos a morir?
—Creo que sí.
—Te quiero.
—Sí, Nonnie. Quédate conmigo.
—¡El estúpido hijo de puta! —repitió Rogo.
Una horripilante voz metálica que nada tenía de humano resonó a través de la atmósfera sofocante:
—¿Hay alguien ahí?
—¡Dios mío! —susurró Muller—. Nos hablan a nosotros. ¿Pero cómo es posible?
La voz se parecía a los sonidos llanos, estrangulados y vibrantes que emiten los auriculares de un equipo radiofónico.
—¿Hay alguien ahí? —insistió la voz—. Habla el comandante Thorpe, de la fragata Monroe del Servicio de Rescate Aéreo y Marítimo de los Estados Unidos. Tenemos un amplificador electrónico y si hablan podemos oírlos.
Martin aspiró el aire fétido en busca de una última gota de oxígeno.
—¡Sí, sí! Estamos aquí abajo.
—¡Bien! Los oímos. ¿Cuántos son?
—Once, seis hombres y cinco mujeres. Pero nos morimos. Ya no tenemos más aire. ¿No pueden sacarnos?
—Sí. Tengan paciencia. Todavía no podemos cortar el casco porque quemaríamos el oxígeno que les queda.
—¡Paciencia, un carajo! —gritó Rogo, perdiendo de pronto el dominio de sí—. ¿Para qué diablos creen que trepamos hasta aquí, para asfixiarnos? ¡Sáquenos de aquí, hijo de puta!
La impersonal voz metálica, incapaz de transmitir inflexión alguna de simpatía, respondió:
—Primero tenemos que hacerles llegar aire. Ya nos traen el taladro, la bomba y la manguera que usamos con los submarinos. No se dejen ganar por el pánico, porque probablemente tienen más aire de lo que creen. No se muevan y no hablen innecesariamente. Procuren respirar lenta y superficialmente.
Rosen elevó los ojos al techo.
—Mi mujer está muy enferma.
—Me parece que es un ataque al corazón —agregó Muller.
—Aquí tenemos un médico —respondió la voz—. Lo pondremos en comunicación con ustedes.
—Habla el teniente Worden —se oyó después de una pausa—. Soy médico. ¿Cuáles son los síntomas?
Resultaba raro que, una vez que les habían dicho que tenían más aire de lo que pensaban, les pareciera que realmente era así. Muller pudo responder:
—Una vez vi un ataque cardíaco. Dolor. Labios azules. Está peor que nosotros y le cuesta respirar.
—Manténganla quieta. Aflójenle la ropa. En seguida estamos con ella.
—Si antes no nos hundimos —murmuró Shelby.
Y la sensibilidad del micrófono que empleaban recogió sus palabras.
—No creo que se hunda… todavía.
—Dicen que le aflojemos la ropa —preguntó Rosen—. ¿Qué ropa?
—Desabróchele el sostén —sugirió Muller.
—¿Delante de todo el mundo? Pero a ella no le gustaría.
—Oh, por el amor de Dios, Manny —exclamó Rogo.
—No es momento de remilgos —agregó Jane mientras se inclinaba para meter la mano por abajo de la espalda de Belle y desabrocharle el sujetador. Los enormes pechos se desplomaron.
—Papá, Papá, ayúdame —se quejó Belle.
—Quédate quieta, mami. Llegarán en un momento.
—Ven que en realidad el hacha no importaba —susurró la señorita Kinsale—. El doctor Scott siempre supo lo que hacía.
Esperaron en la atmósfera cálida y asfixiante, usando el resto de las pilas para tener el consuelo de verse unos a otros cuando estaban a un paso de la salvación o tal vez al borde de la eternidad. Muller no dudaba de que el barco se iría a pique antes de que realmente pudieran llegar a ellos. Había habido demasiada congruencia en las ironías del penoso ascenso hacia el casco. Se oyeron más golpes y sonidos metálicos por encima de ellos y la voz explicó:
—Ya tenemos el equipo. Es el que se usó para salvar a los marineros cuando zozobró el Oklahoma en Pearl Harbor. Perforaremos un agujero y con una manguera conectada directamente al taladro les bombearemos aire para que puedan respirar bien. Después seguiremos bombeando mientras vamos cortando las planchas. ¿Dónde se encuentran? ¿No están en contacto directo con el casco?
—No —pudo responder Martin—. Estamos en el túnel del eje de la hélice y el casco está a unos tres metros por encima de nosotros.
—Bien. Quédense donde están y aguanten unos minutos más.
Shelby pensó si esos minutos no albergarían más muertes aún. ¿Y si el Poseidón se hundía arrastrando con ellos a sus salvadores? De pronto sintió que ya no le importaba. ¿Cómo sería después la vida si llegaban a sacarlos de este encierro?
Jane pensó en el orgullo que habría sentido su hijo al ver realizarse su predicción de que los encontrarían, de que el complicado mecanismo organizado para el rescate de astronautas de su cápsula de acero funcionaría bien. «Robin, Robin, ¿dónde estás?», gritó silenciosamente su corazón y Jane supo, allí y en ese momento, que nunca más volvería a verlo.
«Nos van a salvar —pensó Susan—. Y yo, ¿cómo seré? ¿Debo decir mi secreto? ¿Me cubrirá siempre esta sombra?».
Martin se sentía vacío de todo, salvo de una última chispa de vida que se resistía a entregar.
Desde arriba llegó algo como el súbito rat-tat-tat de una ametralladora que tartamudeaba, se detenía, volvía a empezar y después de detenerse otra vez se puso a hacer un repiqueteo parejo y constante.
—Están taladrando, Nonnie —dijo Muller, y agregó—: Si como yo creo, Dios es el rey de los bromistas, éste sería el momento de que nos sacara el felpudo de bajo los pies para divertirse en grande. Tal vez haya sido acertado el vaticinio de Scott.
—Murió para salvarnos a todos —volvió a susurrar la señorita Kinsale y esa vez Rogo no hizo ningún comentario.
—Ya pasamos las planchas exteriores —dijo la voz metálica—. ¿Están bien todavía?
—Dense prisa, por Dios —gimió Manny—. Mami tiene las manos tan frías…
De pronto, Belle dijo claramente:
—Tú querías que siguiera para que pudiera volver a ver a Irving y a Stella, a Simon, al pequeño My y a Myra. Bueno, lo hice, ¿no es cierto?
—Sí, mami, claro que sí. Estuviste magnífica. Grande de veras —y Manny miró a su alrededor buscando la confirmación de los demás—. Tal vez esté mejorándose.
Nadie respondió y de pronto el taladro emitió un fuerte sonido rechinante al atravesar la chapa interna que estaba directamente por encima de ellos y los sobrevivientes vieron brillar la gruesa herramienta mientras golpeteaba durante un momento contra los costados del agujero. Al mismo tiempo entró una bocanada de aire aceitoso que fue a aliviar sus pulmones torturados. Retirado el taladro, momentos más tarde asomó por el agujero un tubo negro que penetró unos treinta centímetros dentro del casco y, a la vez que arriba y afuera empezaba a oírse un martilleo constante, empezó a bañarlos una corriente de aire fresco que los resucitó y revitalizó de modo tal que pudieron gritar un débil hurra y después, cuando el oxígeno empezó a embriagarlos un poco, hasta pudieron reír y llorar.
Pero al mismo tiempo, como si la herida abierta en su piel hubiera tocado algún nervio, el barco empezó otra vez a quejarse y a crujir y las junturas volvieron a gemir. Durante un momento la nave se movió y en la dirección de la sala de máquinas se oyó alguna pieza suelta de acero que resonaba como una campana. Bajo sus pies el piso se movió en forma alarmante y de arriba llegó el ruido de pies apresurados y el trepidar de un engranaje y se oyó una voz que decía:
—Estén listos para…
—¡Jesús! —exclamó Muller—. Al fin y al cabo es la Gran Carcajada; se hunde.
—¡Los hijos de puta dejaron salir todo el aire! —gritó Rogo—. ¡Está bien, ratas, escápense antes de que se les mojen los pies!
Las voces y los ruidos continuaron, sin que ellos pudieran oír lo que se decía, y el aire fresco seguía soplando sobre los sobrevivientes. Tampoco paró el ruido del bombeo.
Después les habló personalmente el comandante.
—No vamos a dejarlos. Creemos que se va a mantener a flote el tiempo necesario para que podamos sacarlos. Ya no tardaremos.
—Pelotas no les faltan —comentó Muller—. Si nos hundimos, ellos se hunden con nosotros…
La voz volvió a animarlos, diciendo:
—El doctor quiere hablar otra vez con ustedes.
—Habla el teniente Worden —se oyó después de una pausa—. ¿Cómo está la señora enferma?
—¿Y qué puedo decirle? —gimió Rosen—. Con el aire está mejor.
—Bien —dijo el teniente Worden—. Les voy a mandar una jeringa de inyecciones por un tubo. ¿Alguno de ustedes sabe poner una inyección?
—Sí —dijo Rogo y, como se lo quedaron mirando asombrados, aclaró—: Un policía también tiene que saber atender un parto.
—Muy bien, hombre —dijo Muller, y no oyó lo que Rogo decía entre dientes.
Oyeron un leve sonido tintineante y una jeringa apareció por el tubo, atada a un hilo. Rogo la tomó y la desenganchó.
—Ya lo tengo —dijo—. ¿Dónde?
—En el brazo izquierdo, intramuscular.
Con la aguja en la mano, Rogo se acercó a Belle, diciéndole:
—Esto no le va a doler, Belle, y se sentirá perfecta. Tipo despierto el médico ese.
—Ves, mami, ahora vas a estar bien —le animó Rosen—. Hoy día, un ataque al corazón ya no es nada. Mira tu tío Ben, que tuvo uno a los sesenta años y vivió hasta lo setenta y cinco. Y hasta los presidentes de los Estados Unidos, con las preocupaciones que tienen. Hoy, si no les gusta cómo está tu corazón… te lo cambian. Quédate quieta, que no hay de qué preocuparse.
—Qué bien —dijo Belle Rosen, abriendo los ojos, y miró sin ver. Los ojos le quedaron abiertos y fijos.
Rogo, el experto en muertes, murmuró para sí mismo: «¡Oh, Cristo, no!», y clavó desesperadamente la aguja en la carne del brazo izquierdo, debajo del hombro. Los ojos fijos de Belle empezaban a ponerse vidriosos, pero Rosen aún no se había dado cuenta.
—Mami —le dijo—. ¿Me oyes? Todo va a ir bien —y luego, súbitamente alarmado, gritó—: ¡Mami! ¡Mami! ¿Por qué miras así?
Muller jamás se habría imaginado que Rogo pudiera albergar tanta ternura como la que mostró al poner suavemente un brazo en torno a los hombros de Manny, diciéndole:
—Manny, lo siento, pero no puede oírlo. Se acabó. Ya no está con nosotros.
Rosen no era más que un hombrecillo asustado, incapaz de entender.
—¿Qué? ¿Qué? —gritó—. Pero si se estaba mejorando. Hace un minuto que me habló y usted le dio la inyección. ¿Por qué mira así? ¿Está realmente enferma? ¡Por Dios, que venga el médico!
Los demás estaban inmovilizados por la piedad, el horror y hasta la cólera, ante la crueldad de esta última ironía. La señorita Kinsale oró en voz alta, parafraseando inconscientemente al reverendo Scott al decir:
—Señor Dios, si quieres a uno más de nosotros, llévame a mí.
—¡Doctor! ¿Está ahí, doctor? —gritó Rogo en dirección de la perforación en el casco.
—Aquí estoy.
—Habla el detective Rogo. Le di la inyección, pero me temo que era demasiado tarde. Me parece que se fue. ¿Cuánto tardarán en llegar?
—Ahora van a empezar a cortar. ¿Sabe hacer un masaje cardíaco?
Rogo miró con aire de duda la montaña de arcilla que había sido Belle Rosen y respondió:
—Podría intentarlo.
En el camino se interponía el enorme pecho y por debajo de él, muchas capas de grasa recubrían las costillas que encerraban ese corazón silencioso. Rogo procuró apartar la voluminosa glándula para llegar a la zona que debía masajear.
—¿Pero qué hace? —chilló Manny—. ¡Sáquele las manos de encima! ¡Déjela en paz!
—Rosen, domínese —le dijo Shelby—. Son primeros auxilios. El médico le indicó que lo hiciera.
—¿No tendríamos que cerrarle los ojos? —gimió Martin—. Parece que nos mira como si todos le hubiéramos fallado. Ojalá nos hundiéramos ahora… todos.
—Si me dice qué hay que hacer, trataré de ayudarlo —le ofreció Muller a Rogo.
El policía asintió con la cabeza.
—Vaya del otro lado —le dijo— y procure mover las costillas hacia arriba y hacia abajo, si puede. Así; lentamente… uno, dos… uno, dos…
Los dos se concentraron en el trabajo. Nonnie lloraba, y Rosen todavía perplejo, seguía preguntando:
—¿Qué es lo que hacen? ¿Por qué están tocando a mami? ¿Por qué no viene el médico?
—No es un ultraje, señor Rosen —exclamó Jane Shelby—. ¡Es que no lo entiende! Están tratando de conseguir que el corazón vuelva a funcionar.
En la penumbra, la cara redonda de Manny Rosen casi parecía la de un bebé en su absoluta perplejidad.
—¿Que el corazón vuelva a funcionar? ¿Pero por qué? ¿Es que se paró?
—Sí —respondió Jane—, me temo que sí.
Jane se preguntaba cómo podía ser que estuviera tan fría y tranquila frente a una nueva tragedia, ese injustificable arrebatar una vida más, la de una persona inocente, hasta que comprendió que estaba inmunizada. Nunca más en la vida podría algo lastimar o chocarle.
—¿No pueden cerrarle los ojos? —repitió Martin.
Una cosa era estar acosado mentalmente por la imagen de Wilma Lewis en su camarote… el de ellos, y otra estar encerrado en esa cámara con una mujer muerta. ¿Los ojos de Wilma también estarían abiertos, mirando fijamente a través de las aguas tenebrosas?
—El masaje no resulta —dijo Rogo—. Será mejor que esperemos a que venga el médico.
Arriba se oyó un golpe y la voz metálica indicó:
—Ahora apártense todos de esta zona. Vamos a cortar con el soplete.
El ritmo de los golpes se aceleró y fue seguido por un sordo ruido de desgarramiento. En el negro techo del casco, cerca del lugar de donde habían venido los ruidos, apareció un resplandor en forma de una delgada línea de color naranja y todos sintieron el olor del metal caliente y percibieron el calor.
—Tranquilícese, señor Rosen —aconsejó Shelby—. Ya están cortando para entrar y el médico llegará en un momento.
Martin observó casi sin resentimiento cómo la línea anaranjada doblaba haciendo una esquina y luego otra, hasta que se formó un cuadrado de unos noventa centímetros de lado. ¿Diez minutos antes, tal vez cinco, podrían haber salvado la vida de Belle Rosen?
El cuadro incandescente se completó y Martin pensó por qué la sección cortada no se caía hacia dentro, hasta que se dio cuenta de que debían de haber hecho el corte inclinado, precisamente para que eso no sucediera. Oyó el ruido de palancas de acero que empujaban los ardientes bordes del agujero. Se abrió una rendija y de pronto todo el pedazo se levantó, dejando entrar un torrente de perlada luz matinal que borró los últimos restos del moribundo resplandor de las linternas. Se vieron aparecer dos piernas enfundadas en pantalones de faena, seguidas por una chaqueta de cuero y un muchacho rubio con el pelo casi rapado y brillantes ojos azules se dejó caer por la abertura.
—Soy el teniente Worden —se presentó—. ¿Dónde está el cardíaco?
Muller y Rogo se apartaron para dejarle lugar y el médico se arrodilló junto al cuerpo de Belle para examinarla y le cerró los ojos.
—¿Quién es el marido? —preguntó al terminar.
Le señalaron al aterrorizado Rosen, a quien le temblaban los labios como si fuese una criatura que se sacudía sin poderse dormir.
—Lo siento, señor, pero debo decirle que ya no podemos hacer nada más por ella.
—¿Quiere decir que está muerta? ¿La señora Rosen está muerta?
—Sí, me temo que sí.
Rosen cayó de rodillas junto a su mujer y empezó a mecerse hacia delante y hacia atrás, llorando:
—¡Mami! ¡Mami! Mami, ¿por qué tenías que irte precisamente ahora, cuando nos rescatan?
Otras piernas, otra chaqueta de cuero, otra cabeza rapada. Otro joven apareció por la cubierta, seguido por una escalerilla que amarró firmemente a una de las vigas de acero.
—Teniente Jackson. ¿Quién es el que está a cargo de ustedes?
—Digamos que soy yo —respondió Martin—. Pero comprenda usted, muchacho, que a mí no me quedan muchas fuerzas.
—El comandante Thorpe quiere que todos ustedes salgan de aquí tan pronto como puedan. Arriba tenemos frazadas. Los que puedan hacerlo, suban por la escalerilla lo más rápido posible, que arriba se ocuparán de ustedes. Si alguien no puede subir, lo mandaremos a buscar.
—Creo que todos podemos —dijo Martin—, salvo… —e hizo un gesto con la cabeza en dirección de Belle Rosen.
—¿Enferma? —preguntó el muchacho mirando hacia ella y agregó—: Oh, lo siento. La llevaremos después que salgan los demás. Que las mujeres vayan primero, por favor.
Dos marineros descendieron y en la abertura apareció la cara curtida de un oficial de más edad que llevaba en la gorra blanca el cordón dorado de comandante.
—Muy bien, Tom, que empiecen a salir —ordenó.
—Ya pasó todo —dijo Martin—. Quieren que salgamos. Las mujeres primero.
Y ahora, tan próximos a la salvación, cada uno de los sobrevivientes sentía una extraña renuncia a moverse, como si al no apresurarse quisieran tentar al destino, casi como si tuvieran miedo de subir una escalera más y hacer frente a un mundo donde las cosas no estarían patas arriba.
—Por favor —los apremió el teniente Jackson.
—Señorita Kinsale, ¿quiere subir la primera? —invitó Martin.
Durante todo el ascenso había parecido que después de Scott, la primera era la señorita Kinsale, pero ahora se la veía perpleja e incómoda. Durante las últimas etapas de la ardua prueba, su desnudez no la había preocupado y hasta parecía que ni siquiera se daba cuenta de ella. Sin embargo, frente a los extraños volvió a sentirse incómoda y preguntó:
—¿Es necesario?
—Arriba tendrá una manta, señora —dijo uno de los marineros—. ¿Puedo ayudarla?
—Es que no debería ser la primera —dudó la señorita Kinsale—. Hay otros que…
—Señora, permítame que le dé la mano —ofreció el marinero.
—No, gracias, estoy muy bien —y la señorita Kinsale subió la escalerilla con paso firme.
—Que vengan los otros, por favor —se oyó decir al comandante con su tono de urgencia—. ¿Por qué se demoran, Jackson? ¿Necesitan más hombres? ¿Hace falta ayuda?
«Debe de tener miedo de que se hunda», pensó Muller, y le dijo en voz alta a Nonnie:
—Sube rápido.
—No quiero dejarte —se resistió Nonnie.
—Haz lo que te digo —le ordenó Muller, y, asustada por su tono, la muchacha obedeció.
—Susan… Jane… —indicó Muller, y las tres mujeres subieron por la escalerilla y desaparecieron de la vista.
Shelby las miró partir. Ni siquiera en el último momento había sido capaz de tomar una decisión.
—Bueno —dijo Martin—. Rosen, Shelby, Muller, Rogo, Kemal. Yo seré el último.
—¡No! —se opuso Rogo—. Seré yo. Todo el camino fui cola de perro y puedo seguir siéndolo. Tal vez con un poco de suerte esta lata se hunda antes de que yo salga.
—Yo no salgo sin… ella —dijo Rosen.
Durante un momento, en Shelby se mezclaron el pánico y la cólera. Siempre los Rosen, la causa de frustraciones y demoras. ¿Y si el barco terminaba de hundirse antes de que él hubiera subido la escalerilla? Esos malditos… Pero algo dentro de sí mismo le impidió agregar la palabra «judíos» y sintió una oleada de vergüenza al mirar la obesa figura, ahora inerte, y recordar su valiente y milagrosa hazaña.
—Bueno, Shelby, suba —ordenó Martin—. Muller, Kemal…
—Yo me quedaré con usted, Manny, hasta que la saquen de aquí —dijo Rogo—. ¡Adelante, Martin, vaya!
Rogo y Rosen quedaron solos mientras un marinero llamaba:
—¡Manden más frazadas y un poco de cuerda!
Lo solicitado llegó en seguida y Rogo aconsejó:
—No mire, Manny. Harán las cosas lo mejor que puedan y, de cualquier modo, ella ya está fuera de todo.
Los marineros envolvieron el cuerpo en las mantas y lo ciñeron con las cuerdas.
—¿Por qué tenía que sucederle eso? —volvió a preguntar Rosen—. Era tan admirable, tan maravillosa y yo siempre me reía cuando ella decía que tenía algo en el corazón. Ni siquiera en el último minuto lo creí de veras —y volvió a insistir—: ¿Era admirable, no?
—Sí, Manny, era admirable —replicó Rogo—. Desde el principio fue una campeona.
—Oh, Dios mío —exclamó Manny, mirando de pronto a Rogo—. Yo no debería hablar así, Mike. A usted también le pasó lo mismo.
—Sí, es verdad —contestó Rogo.
—¡Bueno! —gritó uno de los marineros a través de la abertura, y el cuerpo de Belle Rosen empezó a ascender.
Al llegar arriba le bajaron los pies y le levantaron la cabeza para que pudiera pasar, y desapareció.
—Bueno, Manny, ahora puede subir —dijo Rogo.
Manny todavía se estremecía, de modo que los marineros tuvieron que sostenerlo y ayudarlo. A mitad de camino se dio la vuelta para mirar ansiosamente a Rogo, que estaba de pie rodeado por las linternas y faroles, ahora extinguidos.
—¿Usted viene, verdad, Mike?
Mentalmente, Rogo había vuelto por el túnel a la plataforma de la pasarela y había atravesado la sala de máquinas para volver a encontrar la imagen de su mujer muerta; pero recordó que ya no estaba allí.
En ese último momento de evocación se dio cuenta de que él no era de los que se quitan la vida. Como tantos, había tenido la esperanza de que el barco se encargara de eso y lo hiciera por él, pero el cielo raso seguía estando bajo sus pies, de modo que respondió desganadamente:
—Sí, claro.
Subió por la escalerilla hasta salir a la cegadora luz del sol matinal, aceptó la frazada que le echaron sobre los hombros y aturdido y sorprendido como los demás, se quedó mirando la flotilla que los rodeaba en ese mundo donde las cosas no estaban al revés.