Capítulo XIV
AJUSTE DE CUENTAS
El grupo volvió lentamente sobre sus pasos, buscando, rebuscando, mirando detrás de cajones, cajas y fardos que se habían derrumbado al darse la vuelta el barco, procurando ver ahora una manecita muerta que asomara por debajo de alguna pila, temerosos de encontrarla y de no encontrarla, cada vez más aterrados por la idea de verse obligados a afrontar el hecho de que el muchacho no estaba por ninguna parte.
Otra vez se reunieron cerca del centro de «Broadway», donde habían dejado a los demás, juntando las luces intermitentes.
—¿Encontraron…?
Estaba a punto de preguntar Manny Rosen cuando Belle le dio un codazo:
—No preguntes. ¿Acaso no lo habrían dicho? ¡Qué horror!
—Lo siento, Jane —dijo Scott—, pero no está. No se nos puede haber pasado por alto. Fuimos hasta el final.
Nada dijo de la brecha que había en la pared interna del corredor ni del negro agujero que por allí se veía y donde la linterna había permitido ver, flotando, cosas inenarrables. Kemal había señalado hacia abajo, diciendo:
—¡Caldera… hum!
La segunda caldera de popa no había explotado, sino que al caer hacia abajo se había encajado en el hueco de la chimenea. No había posibilidad de que el muchacho hubiera llegado allí.
El silencio duró hasta que Nonnie dijo:
—Pero no puede haber desaparecido, era un muchachito tan…
Luego gritó «Dios mío» cuando Muller le apretó el brazo para hacerla callar porque, con una sola excepción, bien sabían todos que era muy posible que hubiera desaparecido.
—¿Qué hay de las escaleras? —preguntó Rosen.
—Hay muchas, y van en ambos sentidos —dijo Rogo.
—¿No puede haber subido por alguna?
—¿Cómo, en la oscuridad? —objetó Martin.
—Sssh —susurró Belle al oído de su marido—. No hables tanto, Manny, no hagas tantas preguntas. ¿Acaso las cosas no son bastante malas sin necesidad de empeorarlas?
—Yo miré por donde vinimos —dijo Susan— y no había nadie. Ahora hay casi diez centímetros de agua —y recordó que el agua cubría apenas las cañerías y que Herbert, chapoteando, había huido hacia el olvido.
—Sí —dijo Scott—, en el corredor de la cubierta «D», abajo. El barco está ahora más hundido que antes.
—¡Jesús! —exclamó Rogo—. Entonces puede hundirse en cualquier momento. ¿Qué es lo que lo mantiene a flote?
—Tal vez las bodegas de carga y los tanques de lastre de los extremos —dijo Muller—. Acre dijo que estaban vacíos. Puede que esté inundándose en el medio, pero…
—Entonces tenemos que salir de aquí —interrumpió Linda Rogo—. Si el chico se fue no es culpa nuestra. Yo no quiero ahogarme. Si anduviera por ahí, hubiese llamado, ¿no?
—Sí —respondió Jane Shelby, hablando con una calma sorprendente ante la provocación—. Claro que tienen que seguir. Todos, por favor. Yo me quedaré aquí hasta que encuentre a mi hijo…
Susan retuvo el aliento y dijo:
—Pero, mamá… ¡no puedes! —y de pronto se dio cuenta de que lo que quería decir era «no podemos».
Todo el egoísmo de la juventud brotaba en ella a borbotones; no quería que la dejaran atrás en ese corredor negro y repugnante, con el recuerdo de lo que le había pasado allí. Quería escapar de allí trepando, subiendo, elevándose, yendo hacia la luz para sobrevivir; quizá para encontrar otros sueños. Era demasiado joven para verse condenada a esa eterna pesadilla de andar sin rumbo por la oscuridad de donde tan rápidamente había surgido la destrucción de la persona que ella había sido. Y no quería morir.
—No debe hacer eso, Jane —dijo Scott—. Su hijo será encontrado, se lo prometo…
—¡Usted me lo promete! ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cómo sabe…? ¿Acaso lo vio? ¿Es que ustedes saben algo y no me lo dicen? ¿Por qué habla así?
—Porque no se permitirá que él se pierda —replicó Scott.
Y sólo Muller se dio cuenta de que el tono de su voz se había elevado y pensó si, en caso de que iluminara con su linterna el rostro del sacerdote, se encontraría otra vez con la extraña mirada fija.
—Cuiden la luz —repitió Scott, casi como una letanía, y tanto se habían acostumbrado a obedecerle que todos los faroles y linternas se apagaron, salvo las que llevaban el mismo Scott y Jane Shelby, de modo que el inquieto grupo quedó de nuevo envuelto en espesas tinieblas.
—Hemos gastado demasiada luz —agregó Scott—. De ahora en adelante tenemos que ahorrarla segundo a segundo, porque sin ella estamos perdidos. No sé cuánto hace que se renovaron las baterías. Pienso que en un trasatlántico de primera clase, las autoridades se ocuparían de que estuvieran en buen estado, pero en este barco no lo sabemos y por eso les sugiero que no usen las linternas a menos que sea absolutamente necesario.
—Lamento haber hecho gastar tanta luz —dijo Jane Shelby—. Y ¿qué quiere hacer ahora? ¿Cómo es que se propone encontrar a mi hijo a oscuras?
Si Scott no hubiera estado tan concentrado en sus planes, quizás habría prestado más atención al tono de voz de Jane y a la tensión que se traslucía en su rostro y habría notado hasta qué punto toda ella estaba trastornada por las penurias que había soportado, unidas a su angustia. Pero el sacerdote se equivocó, como todos los demás, con excepción de Nonnie, que le susurró a Muller:
—Dios mío, ¿es que no ve que está a punto de estallar?
—Me temo que hay que seguir adelante, Jane —dijo Scott—. No podemos quedarnos más aquí si queremos tener alguna posibilidad. Hay que aprovechar cada minuto; ya vieron que el agua está subiendo. Además, hay otro motivo.
—¿Cuál? —preguntó Manny Rosen.
—El aire —replicó Scott—. Estamos atrapados dentro del casco y no sabemos cuánto oxígeno hay, ni cuánto durará. ¿No notaron que hace más calor? Tenemos que seguir.
—¿Pero cómo es posible? —susurró Nonnie al oído de Muller—. ¿Es que no tiene corazón?
Muller la hizo callar y la sostuvo con más fuerza en las sombras que circundaban el manchón de luz amarilla de los faroles.
—¿Y mi hijo? —preguntó Jane Shelby.
—Lo encontraremos por el camino —respondió Scott.
—Yo no estaría tan seguro, hermano —observó Rogo.
Por primera vez, pareció que con una observación bastante inocente, el policía había conseguido dar en un punto débil de Scott, ya que éste, con voz que volvió a hacerse aguda, lo increpó:
—¿Dónde está su fe? Ya les dije que será encontrado.
—Yo me quedaré aquí a buscarlo —declaró Jane.
—Susan y yo nos quedaremos contigo, mamá. No te dejaremos…
Pero al decirlo, Richard Shelby no era sincero. No quería quedarse, ni quería que Susan se quedara en ese horroroso túnel impregnado ya del hedor de la muerte. Scott había prometido que encontrarían al chico y Shelby le creía. Quería creerlo. Si hubiera alguna posibilidad de que su hijo estuviera vivo o en las cercanías, no habría seguido adelante, sino que habría intensificado la búsqueda en el corredor, con la ayuda del policía. Pero si su mujer mantenía su decisión, pensando que después de tanto tiempo el muchacho podría reaparecer, era deber de ellos permanecer a su lado. Sin embargo, Shelby no podía menos que rechazar ese sacrificio y considerar que era injusto ofrendar otras tres vidas: la de Jane, la de Susan y la suya propia.
Como siempre, Jane lo sabía. Era inevitable que su marido hiciera lo correcto, pero no por motivos verdaderos: era el hombre externo, el macho, el Homo Sapiens Americanus que nunca daba un paso en falso, una mente limpia en un cuerpo sano que albergaba un corazón del tamaño de una nuez en su enorme pecho.
Había amado a su hijo en la misma forma en que la había amado a ella, por todos los signos externos; con él había jugado al fútbol, había salido a caminar y a acampar, había hecho todo lo que debe hacer un padre, salvo amarlo y comprenderlo. En él, el amor estaba remplazado por el orgullo: orgullo por el aspecto y la capacidad del muchacho, en cuanto era una reproducción en pequeño de su padre.
O tal vez, pensaba Jane, la vanidad sustituía al orgullo. Shelby estaba envanecido de su mujer, su hija, su hijo, su trabajo, éxito, carrera, hogar, amigos, de su posición en la comunidad. A Dick Shelby nadie podía fallarle; era todo un tipo con toda una familia, y todo eso él lo había hecho, hecho, hecho. Pero Jane sabía que por dentro era tan hueco como esa pelota de béisbol con que tanto le gustaba jugar con su hijo, para que algún día el muchacho cosechara los mismos hurras automáticos que habían resonado en sus oídos cuando él estaba en la cancha, y su padre pudiera sentirse todavía más orgulloso. «Ése es Robin Shelby, el chico de Dick Shelby. ¿Te acuerdas de Dick Shelby, en el 49? ¡Qué manos tenía! El hijo es igual que él».
Todo eso Jane lo había descubierto un año después de celebrado su matrimonio, en Detroit, con toda la pompa que correspondía a la hija de un magnate de la industria. Se sabía que Dick Shelby era un muchacho que prometía y el padre de Jane, Howland Cranborne, presidente de «Cranborne Motors», fiado en su juicio de que realmente era así, apostó su hija a que no se equivocaba.
En cuanto a Jane, se había enamorado y se había casado con Shelby entre todos los muchachos que en algún momento había conocido o le habían importado, todos estampados en la misma matriz como partes de automotores, porque había intuido algo vagamente patético que se ocultaba en el interior de Dick y que había despertado su compasión.
El amor que recibió a cambio estaba compuesto por toda la gama de clisés que una agencia publicitaria podía urdir en torno de la palabra. Si Jane lo pensaba en función de los manuales de divulgación no podía quejarse de su desempeño en la cama. Para Dick, satisfacerla era un orgullo, nunca una necesidad. A menudo, después de hacer el amor y cuando Jane se sentía inundada de afecto y ternura, la dejaba helada la sensación de que su marido se quedaba tendido junto a ella como si esperara que la puerta se abriera y entrara el capitán del equipo a palmearle la espalda, o el presidente del Club a entregarle un diploma.
Pero la verdadera desilusión se produjo cuando se dio cuenta de que esa cosa conmovedora que Jane había interpretado como algo que él necesitaba y que ella podía ofrecerle, era algo muy diferente: era sólo el temor de que lo pudieran acusar de disconformismo. Su ansiedad por amoldarse a las normas establecidas era abrumadora.
No quería más de la vida, y tampoco menos. Era bueno en todo lo que hacía: mejor que bastante bueno, pero nunca se destacaba rotundamente. De tal modo, podía vincularse con Scott al mismo tiempo que lo convertía en objeto de su culto al héroe. Estaba situado, y él también había tenido sus éxitos. Durante la Segunda Guerra Mundial había sido ascendido a capitán de Artillería después de un año de servicio en el Pacífico, durante el cual su comportamiento había sido ejemplar. Regresó sin medallas pero sin tachas; era popular entre sus compañeros y bastante tranquilo bajo el fuego, un hombre que había hecho todo lo que debe hacer un soldado no condecorado, porque jamás se habría atrevido a ser menos… ni más.
Jane tenía clara conciencia de que, al casarse con ella, Shelby estaba seguro de haber ganado la copa en el campeonato del conformismo y, como ella misma era bien nacida y respetaba las reglas del juego, había jugado en el estilo de su marido y había conseguido llevar adelante un matrimonio bastante pasable, cuyo logro más importante había sido tal vez el no permitir que en veinte años Richard Shelby se diera cuenta de que le habían descubierto el juego.
Pero ahora, los resentimientos acumulados durante esas dos décadas estaban a punto de estallar por obra de los magros frutos del esquema. Su marido se ofrecía a quedarse atrás, no porque estuviera acongojado por la pérdida de su hijo, sino porque era el gesto adecuado y correcto.
En su angustia, Jane era como un receptor que vibra y se sintoniza en la longitud de onda de todas las emociones y sentía la impaciencia de los demás miembros del grupo. Su destino, su dilema, su persona o lo que a ella le sucediera no eran en realidad problema de ellos. Jane se había convertido en un obstáculo y una molestia como la gorda señora Rosen, en alguien que ponía en peligro sus posibilidades de sobrevivir, y ella sabía que su marido también quería conformarse con los deseos de ellos y con el liderazgo de Scott.
—No deberíamos seguir sin el chico —dijo Belle— y, por mi parte, no me importa si no damos un paso más. Para mí, todo esto es una locura: arriba, abajo… abajo, arriba. Cuando el barco se hunda todos iremos en la misma dirección.
—No sé qué puede haberle pasado al chiquillo —dijo Manny Rosen—. Yo no oí nada en la oscuridad cuando vino el tumulto, si es que llamó. Pero si lo pisotearon… quiero decir, si se cayó, quizás haya… —terminó penosamente, consciente de que con cada palabra empeoraba las cosas.
¡Era el no saber! Si lo hubiera encontrado muerto, Jane podría haberlo llorado, como serían llorados los que por debajo de ellos estaban ya aplastados, heridos y ahogados. Pero si Robin estaba aún entre los vivos, solo, aterrorizado, vagando a tientas por algún negro corredor invertido o en alguna bodega, o se había caído en alguno de esos horrendos pozos…
Nonnie fue hacia Jane y, tomándole la mano, exclamó:
—¡Oh, señora Shelby, no queremos irnos sin usted!
—Nos figuramos cómo debe sentirse —agregó Muller.
—Tal vez deberíamos volver a mirar —sugirió Martin, y la señorita Kinsale lo apoyó.
—No sé dónde —dijo Rogo—, salvo que lo haya recogido gente que trata de llegar a proa. No volverían atrás por causa del chico y él no podría volver solo.
—Es culpa de ella —afirmó Linda—. ¿Por qué no se quedó con él?
Pese a toda la crueldad de la observación, Jane sabía que era verdad. Jamás debería haberlo escuchado, nunca debería haber cedido a los remilgos que ese mismo conformismo había inculcado en su desaparecido hijo.
Acosada, Jane sentía que las protestas de todos eran falsas. Quizá la pequeña bailarina era sincera; los demás querían seguir. Lo mismo había sentido Jane, esa urgencia de trepar y salir mientras todavía era tiempo, de sobrevivir donde tantos habían muerto, el triunfo que significaba cada pequeña victoria, el tremendo suspenso del barco condenado. Pero su cólera se dirigía contra su marido.
Scott lo planteó con toda franqueza.
—Dick, tendrás que tomar tu decisión. Yo di mi palabra de seguir con esta gente y ellos confiaron en mí. Les dejaremos sus linternas y uno de los faroles grandes, pero recuerden que no les van a durar siempre. Si yo no sintiera que el muchacho está a salvo o que al final lo encontraremos, jamás sugeriría…
—Naturalmente —dijo Shelby—, yo me quedaré con mi mujer.
A la súbitamente adulta Susan le parecía estar al margen de todo, observando. ¡Robin perdido, su madre atormentada, su padre que se sacrificaba! ¿Y quién le preguntaba a Susan si ella quería vivir o morir, por cuál de las dos desoladas alternativas quería optar? La muchacha presagiaba el estallido, la explosión final del torrente subterráneo que había adivinado.
Y se produjo cuándo Jane Shelby se volvió hacia su marido y, con voz estremecida por el odio y el disgusto, le espetó:
—¡Oh, no, tú no!
Para Susan, que la esperaba, la estocada llegó casi como un alivio. Richard Shelby, totalmente ignorante de los sentimientos acumulados en esa mujer perpetuamente alegre y graciosa que ahora estaban a punto de desatarse, se quedó mirándola como si ella hubiera enloquecido de repente y tartamudeó:
—¡Pero, Jane! ¿Qué quieres decir… por qué?
—Porque no te necesito. Porque no necesito que estés conmigo. Porque te aborrezco y te detesto. Porque no eres más que un autómata programado para caminar y hablar y actuar como un hombre de cartón.
Shelby empezó a temblar; todavía le parecía increíble.
—Jane, ¿sabes lo que estás diciendo?
—Sé muy bien lo que estoy diciendo, que eres una criatura débil, un gusano que se propuso todo, todo salvo convertirse en ser humano. Ni siquiera una vez pensaste ni te atreviste a hacer algo que no estuviera ya hecho; siempre aborrecí estar en tu hogar, siempre aborrecí estar en tu cama.
El estallido aturdió a todos, salvo a Scott, que estaba un poco a un lado, esperando mientras distribuía los faroles grandes y los rollos de cuerda entre él y Kemal. Los demás procuraban mirar hacia otro lado, con excepción de Linda, que se rió y le dijo a Rogo:
—¡Ahí tienes a tu dama! ¡Y te quejas de mí!
Cada vez más horrorizado, Shelby fue tomando conciencia de que lo que había considerado el firme y sólido cimiento de su matrimonio empezaba a desintegrarse. Y desatinadamente, echó mano a los clisés del hombre que se enfrenta inesperadamente con una mujer enfurecida:
—Pero Jane… yo siempre te amé.
—¡Tú! —gritó ella—. Ni siquiera sabes qué significa esa palabra. Tu amor me enfermaba cuando más debería haberte amado y desprecié tu cobardía y tu afán por adaptarte a la imagen de un buen marido. Ni siquiera tuviste pelotas para buscarte una querida, ni para meterte en la cama con la mujer de cualquier otro por el puro gusto de hacerlo. Te habría respetado si lo hubieras hecho, pero hasta en eso tenías que ser conformista y andar putañeando con tontitas cuando salías de viaje, para que los muchachos no fueran a pensar que no eras bastante hombre.
El edificio empezaba a desmoronarse. ¿Cómo se había enterado Jane de esas escapaditas durante las reuniones en Nueva York, Chicago y Atlanta?
—Ni siquiera sabes a qué me refiero —prosiguió Jane—. ¿Estás ahí pensando cómo me enteraba yo de tus aventuritas? ¿Pero crees que me importaba? ¿Pensaste alguna vez en mí como un ser humano con discernimiento? Cada vez que quise abrir una ventana para ver la clase de vida que llevábamos, tú le echabas doble llave, hasta que me cansé de intentarlo. Procurarás convencerme de que vaya con vosotros para salvar mi vida, la de Susan y la tuya, Pero te quedarás conmigo porque un hombre no abandona a su mujer aunque piense que es egoísta y estúpida, no porque el corazón se te rompa dentro del pecho porque perdiste a tu hijo, porque puede haber sido pisoteado y destrozado, porque puede haberse ahogado o simplemente puede ser un niño aterrorizado, perdido en la oscuridad.
Cayó de rodillas, sepultando la cara entre las manos y empezó a gritar:
—¡Jamás lo sabré! ¡Jamás lo sabré!
De nuevo fue Nonnie la primera en acercarse a ella para arrodillarse a su lado y rodearla con sus brazos.
—¡Oh, por favor, querida, vamos!
La señorita Kinsale revoloteó en torno de ambas con breves expresiones de simpatía y la sensata Belle Rosen declaró:
—Mire, señora Shelby, usted debe hacer lo que le parezca bien y Manny y yo también nos quedaremos con usted…
La herida que había padecido Shelby en esos segundos devastadores era tal que se quedó rígido y paralizado, incapaz de acercarse a su mujer.
Tampoco Susan podía en ese momento ofrecer apoyo físico a su madre; se quedó allí, mirándolos a ambos como un espectador que contempla a dos extraños. Estaba casi tan perpleja como su padre. ¿Cómo podía su madre haber sido una esposa tan maravillosa durante todos esos años, enmascarando así sus sentimientos? ¿Cómo era posible que su padre hubiera sido tan ciego para la verdadera persona que vivía con él en su casa? ¿Cómo podía ser que ella misma, Susan, nunca hubiera sabido o sospechado cómo era en realidad su madre, o su padre para el caso? La caída de la Casa de Shelby dejaba a Susan dividida entre una madre angustiada y un padre deshecho, y una idea ridícula acudió a su cabeza. «¡Pobre papi, tan convencional! ¡Si supiera lo que me pasó…!».
Con la misma rapidez con que se había derrumbado, Jane Shelby se recuperó. Levantó la cabeza de entre las manos y, a la luz de las linternas, todos pudieron ver que en su cara no había lágrimas.
—Oh, no —dijo con voz súbitamente inexpresiva y desprovista de todo timbre de vida—, iré con ustedes. Ese monstruo tiene razón —señaló a Scott—. Su deber es estar con los vivos, y me imagino qué el mío también. Ya los entretuve bastante. Vamos.
El monstruo, Scott, dijo sin emoción:
—Estoy seguro, Jane, de que toma usted una decisión buena, y muy atinada.
De todos ellos, Muller era quizás el que estaba más satisfecho con la decisión de Jane; ya había estado demasiado tiempo en una situación que distaba mucho de ser de su agrado.
—Eres una buena chica —susurró, volviéndose hacia Nonnie, mientras en el fondo de su corazón se preguntaba de qué pasta estaría hecho Scott, qué era lo que lo hacía andar.
Susan se acercó ahora a su madre, la rodeó con los brazos y le dijo:
—Oh, mamá, realmente no sé qué decirte.
Jane aún se estremecía, sensible a los estímulos más menudos, y respondió:
—Espero que nunca llegues a saber lo que es abandonar tu hijo.
El reproche llegó, pero el dardo no se clavó donde iba dirigido, sino en el corazón de la nueva Susan, que pensó para sí misma: «Oh, Señor, ¿y si tuviera uno?».
—Yo abriré la marcha con uno de los faroles grandes —dijo Scott, ocupado ya con la reorganización— y Rogo la cerrará con otro. Eso nos dará luz bastante y podremos ahorrar las otras. Vamos a pasar —vaciló durante un momento— por lo que queda de la segunda sala de calderas. Necesitaremos de todas nuestras fuerzas para llegar a la sala de máquinas.
—Y la ayuda de Dios —agregó la señorita Kinsale.
Scott la miró desde su imponente estatura y comentó:
—Dios lo espera de nosotros. Yo no creo que debamos importunarlo o ensordecer sus oídos. Nos ha dado la fuerza para confiar en nosotros mismos y no lo debemos decepcionar, ¿no es así?
La señorita Kinsale parpadeó como un niño reprendido que intenta contener las lágrimas y contestó:
—Oh, sí, claro, usted tiene razón, doctor Scott. Si lo dice de esa manera…
Muller estuvo a punto de preguntarle a Scott por el niño perdido, un pequeño luchador fiel y valeroso si los había, y tan joven: la primera víctima de su compartido intento de salvarse. ¿Cómo se entendía esa pérdida dentro de la teología de Scott? Pero ya se había hablado demasiado y Hubie se contuvo.
Sin embargo, la interrupción vino por otro lado.
—Faltan el inglesote y su chica —observó Rogo.
Sumidos cada uno en sus preocupaciones, se habían olvidado de el Radiante y de Pamela.
—¿Dónde están? —preguntó Scott, fastidiado.
—Borrachos como cubas —respondió Linda con una risita.
—Se las arreglaron para llegar a la bodega —dijo Martin.
—¡Oh, Dios! —exclamó Shelby—. Si está borracho…
—¿Ustedes los vieron? —preguntó Scott.
—Sí —contestó Rogo y, acompañado por Martin y Scott, se separó del grupo para dirigirse a la bodega, donde las luces revelaron la presencia de el Radiante y la chica que estaban exactamente como la última vez que los vieron, con la diferencia de que ahora también Pamela estaba dormida.
Scott los sacudió a ambos, pero sólo ella se despertó. Era de las personas que tan pronto como se despiertan tienen conciencia inmediata del lugar y de la situación en que están, y exclamó:
—Oh, me quedé dormida un momento.
—¿Y él? —preguntó Martin.
La muchacha les sonrió y dijo:
—Oh, pasarán horas antes de que se despierte. Se bebió casi una botella entera de whisky.
Scott los miró furioso, lanzó un juramento y le preguntó:
—¿Y por qué dejó que lo hiciera? ¿No se da cuenta de que está fuera de combate? Me temo que va a tener que dejarlo. En semejante estado, no podemos llevarlo con nosotros, y no nos es posible permitirnos el lujo de esperar; ya hemos perdido bastante tiempo.
La insípida muchacha no le prestó atención; miró tiernamente a el Radiante durante un momento y después, levantando la vista, respondió:
—Oh, yo no lo dejaré. Tengo que estar aquí cuando se despierte, porque entonces me necesitará.
—Mire, señorita —arguyó Martin—, ¿no se da cuenta en qué lío se metió y nos metió a todos? ¿O es que usted se va a sacrificar inútilmente por ese tipo?
—¿Sacrificarme inútilmente? —repitió Pamela, mirándolo fijamente como si no entendiera la frase.
—¿Por qué lo dejó beber? —preguntó Scott en tono cortante.
—Porque lo necesitaba, por eso —respondió la chica—. Así volvió a ser feliz.
Pero no añadió: «Y dulce, bueno y cariñoso conmigo».
—Vea, señorita —intervino Rogo con menos delicadeza—, este tipo es un tonel de whisky y usted es una chica joven. Tal vez nos vayamos todos a pique con este cascajo, pero si no es así, usted tiene derecho a vivir su vida. Venga con nosotros. Lo otro es problema de él.
—Pero si yo estoy viviendo mi vida —respondió Pamela con una convicción que no dejaba lugar a dudas—. Vayan ustedes y nosotros los seguiremos cuando él se despierte.
Los hombres se miraron y Martin dijo:
—Lo dice en serio. Conozco chicas así; tienen debilidad por los borrachos.
—Les dejaremos una linterna —decidió Scott—. Más no podemos, y me temo que no podamos seguir esperando.
—Gracias, doctor Scott —respondió Pamela—. Todo irá perfectamente. No se preocupe por nosotros, que yo lo cuidaré.
—En una hora, o dos cuando más, puede que esta cubierta esté bajo el agua —advirtió Scott.
La chica lo miró y asintió con la cabeza. Luego tomó la linterna y la apagó, diciendo:
—Será mejor que la cuide, ¿no? Gracias por venir a buscarnos.
Los tres hombres se fueron y Rogo, disgustado, exclamó:
—¡Muchacha estúpida! ¿Acaso no sabe que se va a morir, que se van a morir los dos si se quedan allí?
—Sí, lo sabe —replicó sencillamente Scott.
«¡Jesús! —pensó Martin para sus adentros—. ¡Y yo que creía que nuestro Carl Hosey era un tipo duro!». ¿Acaso creerá en algo más que en sí mismo?
—Bueno, ¿dónde están? ¿Qué ha pasado? —preguntó Rosen cuando se reunieron con los demás.
—Él no está en condiciones de moverse y la chica se queda con él. Les dejé una linterna —se limitó a contestar Scott y se puso al frente del grupo.
La expresión de su rostro era áspera y una vez más sus ojos reflejaban la luz de las lámparas.
Nadie quiso hacer preguntar ni pensar siquiera en las implicaciones de lo que Scott había dicho. Únicamente Jane Shelby expresó:
—La envidio.