CAPÍTULO XXIV
Cuando en un salón de razonables dimensiones, un abogado de la familia exclama: «¡Absurdo!»; un baronet: «¡Dios confunda a esta mujer!»; su esposa: «¡Está loca!» y la viuda de un barbero de Knightsbridge: «¡Les digo que he visto una urraca!», todos simultáneamente, tiene forzosamente que producirse una confusión digna de la Torre de Babel, destrozando el oído de cualquiera que entrase en aquel momento.
Así ocurrió con Syd. Había entrado en el preciso instante en que el barullo alcanzaba su apogeo, y tuvo la misma sensación que experimentó algunas veces en las tempestuosas reuniones del Fulham Debating Society cuando las pasiones alcanzaban su grado máximo y media docena de honorables miembros dirimían sus cuestiones a la vez. Miró confuso a su alrededor. Consideraba que se había portado caballerosamente al permitir a aquellos conspiradores conspirar en su casa, y lo menos que podían hacer ellos a cambio, era conspirar silenciosamente.
—¡Eh! —gritó con una voz potente como una bocina de niebla.
El tumulto cesó. Miró fríamente a la reunión.
—¡Válgame Dios! —dijo con amargura—. ¿A esto llaman ustedes una conferencia? Parece más bien la jaula de los loros del zoo…
La intrusión de este elemento ajeno y subversivo en aquel preciso instante afectó profundamente a sir Herbert.
—¡Salga usted de aquí! —estalló con voz de trueno.
Syd le dirigió tranquilamente una mirada.
—No tan alto, víbora —dijo secamente.
Y entonces, por primera vez, su vista se fijó en Ma Price, y permaneció inmóvil, atónito.
—¡Ma! ¿Tú aquí?
Ma Price estaba emocionada.
—¡Oh, Syd —gritó—, la he visto en el preciso instante!
—¿Has visto qué?
—La urraca. Me la han enviado. Un segundo más y hubiera firmado el papel.
—¿El papel? —Un súbito destello cegador brilló delante de Syd—. ¡Válgame Jesucristo! —exclamó, atónito—. ¡Más trampas! —Se volvió hacia sir Herbert, saturado de justa indignación—. De todas las víboras humanas pegajosas, escurridizas y falsas de este mundo, se lleva usted la palma. En cuanto aparto un solo segundo la mirada de usted ya vuelve a sus viejos trucos. Es para volver loco a cualquiera. —Volvióse rápidamente y señaló a míster Wetherby con un dedo acusador—. ¡Oiga, usted, el de la cara…! ¿Pretende usted ser abogado y anda en todos estos trapisondees? Tengo muchas ganas de denunciarlo al lord Chancellor o a quien sea y que le den su merecido.
Lady Lydia apeló a sus aliados masculinos. La situación le parecía estar fuera del alcance de una frágil mujer.
—¿Es que no hay manera de echar de aquí a este hombre? —gimió.
—No, no la hay —dijo Syd—. Por lo menos antes de que haya hecho lo que venía a hacer.
Se volvió hacia la puerta, como debió volverse Wellington hacia sus tropas en Waterloo cuando les dio órdenes de formar la línea de avance.
—Traiga la escalera —dijo.
Y Charles, el ayuda de cámara, entró, arrastrando con dificultad una pequeña escalera de mano, mientras sir Herbert lo contemplaba, completamente atónito.
—¿Qué diablos se le ha antojado a usted ahora? —preguntó sir Herbert.
Syd señaló el retrato de Larga Espada que pendía del muro.
—Cito a comparecer a Su Señoría —dijo—. ¡Cuernos! ¡Este retrato no está seguro aquí! La primera cosa que harán ustedes si no me lo llevo será pintarle otra cara.
Cogió el otro extremo de la escalera y avanzó resueltamente hacia la chimenea. Charles, el ayuda de cámara, que hubiera sido el primero en admitir que no entendía una palabra de todo lo que pasaba, pero que se divertía como nunca en su vida, lo siguió, dócil aliado. Charles tenía edad de divertirse con las peleas familiares, y está tenía todo el aspecto de terminar en carnicería; y si terminaba en carnicería a Charles le parecía de maravilla.
Para Slingsby, por el contrario, mayordomo ya maduro, todo aquello le había parecido desde su iniciación monstruoso y lamentable. Jamás durante sus once años de mayordomo, nadie llevó una escalera de mano al salón. Su sangre hervía, y sólo un innato respeto por la familia le impidió tomar parte activa en la escena. Usualmente, no hablaba nunca antes de que le hablasen a él, pero en circunstancias como aquella se reconocía el derecho de arrojar todas las reglas sociales por la borda.
—¿Es su deseo, sir Herbert —preguntó, jadeante de emoción— que se quite de aquí este retrato?
—¡De ninguna manera! —gritó lady Lydia.
—¡Claro que no! —aulló sir Herbert—. ¡Llévese inmediatamente esta escalera fuera de aquí!
Míster Wetherby no dijo nada. Pero miraba a Syd de una forma legal y siniestra, como si quisiera informarlo de que la jurisprudencia del caso Rex Winterbortham, Gooch and Simms, Merryweater, comprendía la actual situación y que haría bien en ser prudente.
Syd no estaba intimidado ni por la voz ni por la mirada. Conocía sus derechos y entendía aferrarse a ellos.
—Voy a mostrar este cuadro al Tribunal. Puede serme útil y tengo intención de ganar mi causa.
Ma Price, como Charles, no entendía bien lo que pasaba, pero creyó que una palabra a tiempo no podía hacer ningún mal.
—¡Oh, Syd —dijo—, no seas tan brusco!
—Chitón, Ma. ¡Eh, deme usted eso! —exclamó con súbita furia. Porque Slingsby, fuerza activa por fin, le había dado un empujón haciéndole perder su presa sobre la escalera. Hizo un esfuerzo por recuperarla, y Slingsby y Charles, éste en el apogeo de su júbilo ya, la levantaron por encima de su cabeza.
Lanzó un grito desgarrador.
—¡Me han hecho pasar por debajo de una escalera! ¡Y en el momento en que va a verse mi caso!
El desastre parecía privarlo de sus últimos vestigios de dominio de sí mismo. Nadie puede vivir toda su vida con Ma Price. Sin sentir desarrollarse en él una tendencia a su superstición, y el infortunado incidente lo había conmovido hasta lo más profundo de su alma. Tenía la impresión de que no solamente el mundo visible, sino el invisible, estaban contra él. Desesperado, se agarró con fuerza a los faldones del chaqué de Slingsby, y con este ademán puede decirse que la Batalla de la Escalera había comenzado.
Fue esencialmente una escena de acción durante la cual hubiera sido absurdo esperar un animado diálogo entre los que tomaban parte en ella. Míster Wetherby chascaba la lengua y afirmaba que todo aquello era ilegal. Ma Price exclamó: «¡Syd, querido!». Y Slingsby gritaba: ¡Suéltame, asqueroso rufián! Pero aparte esto, prevalecía un angustioso silencio, roto sólo por la fuerte respiración de los combatientes y el accidental grito de los heridos.
Por encima de la brega, Larga Espada los contemplaba y parecía aprobar. Muchas fueron las veces en que Larga Espada se vio mezclado en esta clase de contiendas. Si algo hubiese podido decir, hubiera sido acaso para lamentar la carencia de hachas de guerra.
Aparte esto, no tenía nada que decir. El asunto parecía desarrollarse de la manera más satisfactoria, porque ahora sir Herbert Basinger se encontraba también arrebatado por el remolino de la batalla.
Al principio de la lucha, sir Herbert se había conservado neutral, contentándose con hacer uso del ademán y la palabra. Pero ahora una rápida vuelta de Slingsby hizo que la escalera girase en dirección a él. Syd soltó su presa de los faldones del mayordomo para hacerla sobre la escalera. Esta avanzó amenazadora hacia el chaleco del baronet y él la apartó. Slingsby y Charles la levantaron rápidamente y después empujaron hacia abajo. Esto colocó a sir Herbert de nuevo en situación peligrosa. Para evitar recibirla en la espinilla pegó un salto como un cordero joven en primavera y al volver a aterrizar se encontró con la pierna cogida entre dos travesaños. En aquella situación le quedaban pocas esperanzas.
—¡Alto! —gritaba sir Herbert—. ¿No ven ustedes que están tirando de mí? ¡Paren, paren! ¡Estoy cogido!
El mayordomo oyó la voz de la autoridad y no era sordo a sus súplicas. Con un poderoso esfuerzo empujó la escalera hacia abajo. Esta giró rápidamente y Syd, hallándose en su camino, cayó como el trigo delante de la hoz.
—¡Déjeme salir! —exclamó sir Herbert.
La escalera cayó. Sir Herbert se desplomó sobre un sillón agarrándose el pie.
—¡Rayos y centellas! —gritaba sir Herbert, en sus sufrimientos—. ¡Y mi pie gotoso, además! ¡Es culpa suya, suya, insolente granuja! —añadió dirigiéndose a Syd.
Los reproches verbales no podían ya ofender a Syd. Esta base había pasado a la historia. Se agarraba el estómago con las manos, retorciéndose convulsivamente.
—¡Como me haya quitado alguna entraña de su sitio arrojaré el peso de la ley sobre todos ustedes! —declaró.
Sir Herbert se volvió hacia Slingsby. La pesadumbre se reflejaba en su rostro.
—Slingsby, ¿me hace el favor de echar este hombre de aquí lo antes posible?
Una sonrisa de beatitud apareció en el rostro cariacontecido del mayordomo.
—Perdón, ¿podría oírlo otra vez, sir Herbert?
—Que se ocupe de hacer un paquete con él y enseñarle las verjas del parque —dijo lady Lydia.
—Bien, milady. Gracias, milady.
Relamiéndose, el mayordomo contempló su pie derecho durante un momento; después, frotándose enérgicamente las manos, retrocedió hacia la puerta de cristales.
Syd retrocedió hacia la puerta de cristales.
—¡Vamos a ver! —exclamó—. Nada de violencias…
Ma Price se interpuso en el sendero de la venganza.
—¡Theodore! ¡No te atrevas a tocarlo!
—¡Apártate de mi camino, Bella!
—¡Ya te he prevenido! —dijo Syd, nerviosamente, continuando su retirada. Y entonces, en vista de que el avance del mayordomo iba haciéndose demasiado amenazador para ser soportado, pegó un súbito salto hacia la puerta de cristales; y al hacerlo tropezó violentamente con Tony, quien, seguido de Freddie y de Polly, se dirigían en aquel momento hacia el salón.
Tony agarró limpiamente a Syd y volvió a meterlo en el salón.
—La temporada de fútbol ha empezado temprano este año, ¿verdad? —dijo, intrigado. Miró a Slingsby, que respiraba afanosamente y de un momento a otro parecía tener que lanzar a las llamas a Syd, que se había refugiado detrás del sofá y tenía en sus manos un pesado jarrón en actitud mitad defensiva mitad retadora—. Pero ¿qué significa todo esto? —dijo.
Sir Herbert contestó la pregunta.
—Que lord Droitwich nos está probando su noble cuna peleándose con el mayordomo…
Syd creyó deber excusarse.
—Quizá hice mal en dejar que se me subiese el humo a las narices, pero lo vi todo rojo.
—Usted lo cree así.
—Supongo que no seré el primer Droitwich que comete un error.
—No —dijo sir Herbert—. Si es usted un Droitwich, su padre cometió uno muy grande.
Syd se sintió ofendido. Se dirigió a Ma Price.
—¿Has oído esto? —Se volvió hacia sir Herbert—. Ante esta grave provocación —dijo con dignidad—, he hecho cuanto ha estado en mi mano por mantenerme en términos de amistad con usted y con tía Lydia, pero parece que es inútil.
—Pero ¿de qué se trata? —preguntó Tony.
Sir Herbert se rió. Los recientes acontecimientos lo habían dejado inquieto. El dolor de su pie comenzaba a disminuir, pero sus sentimientos estaban todavía ultrajados.
—Trataba de llevarse el Pourbous.
—¡No es verdad! —exclamó Syd, con fuego—. Lo único que quería era el cuadro ese de aquí.
—Pourbous era el nombre del artista que pintó este retrato de Larga Espada —dijo lady Lydia con glacial menosprecio.
—¡Ah…! —Syd pareció entenderlo—. Bueno, llámenlo como quieran.
Tony parecía intrigado.
—¿Y para qué quería usted al viejo Larga Espada? —preguntó.
—Para que no me gasten algún truco con él. No quiero que le cambien la cara antes de comparecer tanto el Tribunal. Ma —dijo, haciendo un ademán con su mano—, fíjate un poco en el viejo ese y dime a quién te recuerda.
—Pues…
—¿Se parece a mí o no? —preguntó Syd, impaciente.
Ma Price contempló el cuadro.
—Con toda certeza, se parece a ti, hijo mío.
—No tiene del todo mi expresión, mi determinación, quiero decir. Quizá la tenía y el viejo no sé cuantos, el pintor, no la puso. De todos modos, mis abogados creen que el retrato ese me va a servir de mucho y no quiero que ninguna serpiente lo ande manoseando.
Tony se echó a reír.
—¿Es esto todo lo que le preocupa? No tiene usted por qué inquietarse. Me ocuparé de que el viejo Larga Espada comparezca ante el Tribunal para declarar en la lucha, con el mismo rostro que tiene ahora.
—Bien —dijo Syd, impresionado—. Puede usted ser el hijo de un barbero, pero, ¡cuerno!, lucha usted como un caballero… Supongo que sabe usted que este retrato le hace a usted perder la causa, ¿verdad? Es decir, si Ma mantiene su declaración tal como va a hacerlo.
—Es muy probable.
Syd parecía un poco intrigado.
—¿Es que no quiere usted ganar su causa? —preguntó.
—Pues, francamente —dijo Tony—, después de la noticia que me ha dado Freddie vacilo un poco. ¿Comprende usted? Si gano, seré lord Droitwich…
—No ganará usted.
—Y si no… seré sólo Price, el multimillonario.
—¿Qué diablos estás diciendo? —preguntó sir Herbert, intrigado.
—Díselo, Freddie.
El Honorable Freddie avanzó un paso con su gracia habitual.