CAPÍTULO XVI
En el interior de la tienda, la austeridad de la familia se había esfumado convirtiéndose en una efervescencia de mutuas felicitaciones. Sir Herbert, que durante la anterior escena había conservado el aspecto de un severo juez en presencia de un criminal de una clase particularmente innoble, volvía a ser de nuevo el genial caballero rural para lo cual la Naturaleza lo había criado. Lady Lydia y Violet sonreían felices.
Sólo Tony se mantenía apartado del compacto grupo. Su rostro era todavía sombrío y contemplaba amargamente aquella jovial reunión.
—¡Capital! —dijo sir Herbert.
—Sí, casi lo afirmaría —asintió Violet—, me parece que ya es suyo.
—Una semana más —añadió sir Herbert—, y arrojará la esponja.
Lady Lydia miraba sonriente a Tony. Violet le dirigió también una mirada de aprobación.
—Ha sido un golpe maestro, Tony —dijo—, fingir tener lástima de él.
—Sí —asintió lady Lydia—. Ha sido verdaderamente muy inteligente.
—Positivamente maquiavélico —añadió Violet—. No sabía que fueses tan sutil.
Tony no daba muestras de unirse al jovial espíritu de la concurrencia.
—¿Podría interesaros acaso —preguntó— saber que pienso exactamente lo que he dicho?
—¿Cómo?
—Que me da lástima.
El buen humor de sir Herbert se aminoró.
—¿Qué estás diciendo?
—Tony —dijo Violet—, estás delirando.
—Os digo que este pobre diablo me da lástima —repitió Tony, obstinado—. No me ha gustado nunca el plan este de extenuarlo y molestarlo, pero ahora me parece infame.
Lady Lydia estuvo a punto de soltar un balido de angustia.
—Es el único modo de hacerle renunciar a su pretensión.
—No me importa. No es deportivo.
—¡Deportivo! —dijo sir Herbert, con desprecio.
—No lo es —dijo Tony—. Y siempre hubiera creído que la única excusa que tiene la gente como nosotros es ser deportivos. Cada vez que en el pasado tenía un remordimiento de conciencia al pensar que estaba viviendo ocioso y a costa de los demás, sin hacer nada por merecerlo, me consolaba pensando: «Bueno, por lo menos eres deportivo». Y aquí me tienes, formando parte de una conspiración para desposeer a este pobre diablo de sus derechos.
Sir Herbert estaba demasiado atónito para soltar siquiera uno de sus ronquidos.
—¡Estás hablando como un imbécil!
—Estás hablando —dijo Violet, con acidez— como uno de esos hombres que predican sobre cajas de jabón, en el parque.
—No me importa cómo esté hablando —dijo Tony—. Me tiene sin cuidado parecer o no un orador de Hyde Park. Pero no podréis negar el hecho de que estamos jugando sucio.
—¿Puedo observar…? —La ampulosidad había descendido de nuevo sobre sir Herbert como una mano de niebla—. ¿Puedo observar que todo esto lo hacemos enteramente en interés tuyo?
—Sí —dijo lady Lydia—. Pareces haberlo olvidado.
—«¡Sopla, sopla, tú, viento invernal —dijo Violet—, no eres tan cruel como la ingratitud del Hombre!».
Si tuvo la intención, al intercalar esta brillante cita poética, de aclarar la atmósfera y arrancar una sonrisa al rostro de su prometido, fracasó completamente.
Tony le dirigió una mirada de malevolencia. Más que nunca se estaba preguntando ahora cómo pudo llegar a hacer la tontería de comprometerse con aquella muchacha estúpida.
—¡Por el amor de Dios —dijo secamente—, no trates de ser graciosa!
Violet se quedó helada.
—Perdóname… —contestó con frialdad.
Tony apeló a sir Herbert. Podía perdonar una alerta ceguera en la deportividad en la mujer, pero siempre había considerado al baronet como un rígido adepto del Código.
—¿No puedes comprender lo que quiero decir? —dijo, desesperado—. ¿No comprendes que es una manifiesta brutalidad obligar a montar a caballo a un hombre que rehúsa incluso una silla almohadillada para sentarse?
—Es el bisturí del cirujano, muchacho.
—¡Oh, me dais asco!
Hubo un silencio angustioso.
—Pues, mi palabra que… —dijo sir Herbert, purpúreo y ofendido.
Tony tenía suficiente sentido para saber cuándo había que excusarse.
—Perdonad. No hubiera debido decir eso. Pero…, ¡maldita sea…! —Buscaba las palabras que hubiesen podido hacer penetrar su punto de vista a través de aquella ponzoñosa nube de prejuicios—. ¿Es que jugamos al cricket? —preguntó suplicante.
Lady Lydia se agarró a la palabra con la habilidad de una dialéctica práctica.
—Claro que no es cricket. Es algo mucho más serio…
—¿Es que no te das cuenta —preguntó sir Herbert— de que si este hombre gana el asunto va a ser una amenaza para todos los Pares?
—¡Qué tontería! Muchas veces ha habido entre ellos hombres vulgares.
—No representaban una tradición. Droitwich lo es. Llevamos siglos enteros diciendo que la sangre habla y hablando de la sagrada herencia del nacimiento, y de repente viene un tipo con la sangre de sabe Dios cuántos condes en sus venas comportándose como un saltimbanqui y llamando calabaza a la gente.
—Todo el sistema social de Inglaterra reposa sobre el principio de que un hombre con antepasados no puede ser vulgar —dijo lady Lydia.
Tony se negó a ceder una pulgada.
—No me importa. Sabe el Cielo que no le tengo ningún cariño particular a Syd, pero tiene derecho a que se le trate con nobleza.
Violet torció los labios. Sus ojos brillaron con esa fría decisión militante que había permitido a su padre meter triunfalmente sus Noventa y Siete Sopas entre los dientes de una sociedad recalcitrante.
—Entonces, cortando en seco la discusión —dijo—, ¿qué propones que hagamos exactamente?
—Propongo decirle a Syd la verdad.
—Que es…
—Que puede hacer lo que le dé la gana. Que un conde no tiene necesariamente que montar a caballo si no quiere… ni ir a los conciertos… ni ser un modelo y compendio de todas las virtudes.
—En una palabra —estalló sir Herbert—, destruir todas nuestras posibilidades.
—Me parece que estás rematadamente loco —dijo lady Lydia.
Tony sonrió, amargado.
—Lo habré heredado probablemente de mi bisabuelo —dijo—. ¿No habéis oído hablar de él? Price el Loco, lo llamaban. Tenía una tienda en St. James y gozaba de la clientela del Marlborough Club. Pero derrochó toda su fortuna detrás de un visionario proyecto de depilatorio, y la gente de Bond Street vino y se nos llevó la clientela. Así es como vinimos a parar a Knightsbridge.
—Hace un rato —dijo Violet—, me pediste que no me sintiese graciosa. ¿Podría pedirte lo mismo?
Tony asintió.
—Perfectamente. La comedia ha terminado. ¿Qué pasa ahora?
—¿Qué pasa ahora? —dijo Violet—. Pues bien, que quizá podrías consagrar un momento a considerar mi situación.
—Eso es —dijo sir Herbert—. ¿Qué va a ser de ella?
—En nombre de Violet —dijo lady Lydia—, no tienes derecho a desperdiciar la mejor probabilidad que tienes de vencer.
Tony permaneció un momento silencioso. Miró a Violet.
—Comprendo. Desde luego, supongo que no querrías casarte con un barbero.
—Supones muy bien.
—De manera que si le digo a Syd toda la verdad me das la patada.
—Estás tratando de echarme la culpa a mí, ¿verdad?
—Nada de esto. Yo…
—Bien, me tiene sin cuidado —dijo Violet—. Perfectamente. Dejémoslo así. Si eres tan superlativamente honrado que insistes en colocar a este hombre en una situación para la cual sabes tan cierto como yo que no está preparado…
—No es este el punto.
—… y en la que no será feliz…
—Tampoco es éste.
Los ojos de Violet lanzaban chispas.
—Bien, pues mi punto —dijo— es que si haces esto hemos terminado. ¿Está claro?
—Completamente.
Sir Herbert estaba atónito. Como conde de Droitwich, Tony estaba confortablemente provisto de bienes materiales, pero en modo alguno hasta el punto, especialmente teniendo en cuenta las cargas inmobiliarias e impuestos, de poder mandar tranquilamente a paseo una fortuna, rompiendo sus relaciones con la heredera de las Noventa y Siete Sopas Waddington.
—Vamos, vamos, escucha… —suplicó—. Me parece que no hay necesidad de…
Se detuvo con la música todavía en su interior. Jamás se sabrá cuál era el poderoso argumento que estaba a punto de exponer, qué clase de aceite Tipo A intentaba arrojar sobre las agitadas aguas, cuando Polly Brown, después de haber acompañado a Ma Price hasta la esquina, había emprendido el regreso hacia la tienda y estaba ahora de pie al lado de la puerta, al alcance de aquel intenso y delicado asunto familiar.
Parecía embarazada por haberse metido en aquella escena de conjunto.
—Oh, perdonen… —murmuró.
—Entre —dijo Tony—. Ya hemos dicho todo lo que teníamos que decir. ¿Todo ha ido bien con ella?
—¿Con quién? —preguntó sir Herbert.
—Con mi señora madre —explicó Tony—. Polly la ha acompañado hasta la capilla.
Violet miró a Polly.
—¿Polly? —dijo suavemente—. Me alegro de saber su nombre de pila.
—¿Qué diablos quiere hacer esta mujer en la capilla un sábado? —preguntó lady Lydia.
—¡Oh, nosotros, los Price, rezamos siempre! —dijo Tony.
Lady Lydia tuvo una gran idea.
—¡Herbert! —gritó.
Violet seguía interesada en Polly.
—Supongo —iba diciendo— que lord Droitwich y usted deben de haberse visto muy a menudo en estos últimos tiempos…
—Sí —contestó Polly.
—¡Qué bien! —exclamó Violet.
—Herbert —dijo lady Lydia, inspirada—, tengo una idea. Ahora es el momento de ir a ver a esta horrible mujer y hacerla entrar en razón.
Un destello de lo que pasaba por su mente pareció alcanzar la de sir Herbert.
—¡Pardiez… quieres decir…!
—Si la pescamos en el momento en que sale de la capilla podemos encontrarla en un estado débil…
—¡Pardiez, tienes razón!
Lady Lydia se volvió hacia Polly, respirando fuerte. Pese a la actitud absurda de Tony, podía obtenerse la victoria en la hora «H». Lady Lydia conocía a todas las Ma Price de este mundo. Es notorio que jamás son tan sensibles a la voz de la razón como en el momento de salir de una capilla. Pescadlas, entonces y las encontraréis tan maleables como la arcilla.
—¿Dónde está la capilla?
—Al final de la primera calle a la izquierda.
—¡Lydia! —exclamó sir Herbert con la misma emoción que si acabase de ver salir una zorra de un bosquecillo—. ¡Vamos!
No estaba menos animada su compañera. Parecía que también ella acabase de ver el astuto animal.
—¡Juntos, Herbert! —contestó, como si sus palabras fuesen el legendario «Hally Ho!».
—Es nuestra gran oportunidad —dijo sir Herbert, emocionado—. No debemos perderla.
Salieron de la peluquería como sabuesos tras una pista. Tony se volvió a Violet.
—¿No vas con ellos?
Su tono era indiferente. El de Violet también.
—Tengo algunas compras que hacer. Dejaré el coche aquí y volveré a buscarlo.
Se dirigió hacia la puerta.
—¿Pensarás en lo que te he dicho?
—Pensaré.
Violet contempló a Polly. Era una mirada desagradable.
—Desde luego —prosiguió—, cuando te lo dije no comprendía todos los atractivos de la peluquería Price.
—¿Las tradiciones?
—La compañía —dijo Violet—. Adiós.