CAPÍTULO XXIII

Ma Price estaba completamente serena y muy atemorizada. Desconfiaba claramente del desarrollo de los acontecimientos. Era una mujer que, como los antiguos griegos o romanos, estaba acostumbrada a amoldar su vida a la interpretación de los oráculos y presagios que veía; y cuando Tony quemó aquel papel la tarde nefanda en el salón de peluquería, consideró aquella acción, como había explicado sir Herbert a míster Wetherby, como una viva luz mandada del Cielo para hacerle ver que había obrado mal firmando el documento y que debía en lo sucesivo andarse con cuidado.

En esta fe se había mantenido firme contra todos los argumentos y súplicas durante dos semanas enteras; y entonces, cuando había llegado el convencimiento de que seguía la verdadera senda de la verdad, he aquí que aparecía otro augurio en forma de gato negro que cruzaba su camino a medio Mott Street en el momento en que se dirigía al bar de «El Gusano y el Parro». Y ya no sabía qué hacer.

En materia de gatos negros, la opinión pública está diametralmente dividida. Una secuela de pensadores los interpreta como mensajeros de la buena suerte; otra, como signo de ineludible calamidad. Y hay un tercer grupo que los considera una mera advertencia. A esta secuela pertenecía Ma Price. No sabía exactamente contra qué la advertían, pero sabía haber recibido el aviso.

Su actitud, por consiguiente, al entrar en el salón, era una mezcla de melancolía y cautela. Parecía un Daniel femenino entrando recelosamente en la cueva de los leones.

—Venga, venga, mistress Price —dijo sir Herbert.

—Sí, sir Herbert —respondió Daniel, mirándolo nerviosamente.

—Siéntese —dijo lady Lydia, con una mirada de asco y una entonación que demostraba claramente que hubiera preferido ofrecerle un vaso de cicuta.

—Gracias, lady Lydia.

—Este caballero —dijo sir Herbert—, es míster Wetherby, el abogado de la familia.

Ma Price, que se había sentado cautelosamente en el borde de la silla, se levantó a medias, agitándose nerviosamente. Su sensación de peligro inminente aumentó. Voraz, lectora del Family Herald, y publicaciones similares, sabía cuanto hacía referencia a los abogados de la familia. Nunca se sacaba de ellos nada bueno. Destruían testamentos, raptaban herederos y se sabía incluso que habían asesinado algún baronet. Sospechó de míster Wetherby desde el principio; y, agitándose en su silla, miró lastimosamente a lady Lydia.

—¿Podría tomar un dedo de oporto, milady?

—No.

—Muy bien, muy bien —dijo Ma Price, husmeando desconsoladamente.

—No la hemos invitado a ninguna fiesta, mistress Price —dijo sir Herbert—. Es más bien una especie de conferencia. Tendrá usted su oporto después.

—Muchas gracias, sir Herbert.

—De momento, míster Wetherby, quisiera hacerle a usted algunas preguntas.

—Sí, sir Herbert —dijo Ma Price, desde el fondo de su congoja.

—Usted, Wetherby…

Al oír estas palabras, míster Wetherby, que había estado limpiando los cristales de sus quevedos, volvió a ponérselos y soltó una tosecita corta, seca, aguda y estridente. Su nota siniestra produjo en la testigo un temblor gelatinoso en todo su cuerpo. No fue necesario que los ojos de míster Wetherby, mirando a través de los cristales, la informasen de que aquello era la nota de clarín que preludia el ataque. Si míster Wetherby hubiese lanzado un grito estridente de cacería, no hubiera indicado con mayor claridad que los acontecimientos iban a comenzar.

—Mistress Price… —comenzó el abogado.

—Señor…

—Parece usted vagamente recelosa.

—¿«Celosa», eh?

—Míster Wetherby —interpretó sir Herbert— quiere decir que parece usted nerviosa.

—No nerviosa, exactamente, sir Herbert. Pero con todo esto de mandarme un chófer de uniforme a buscarme con un Rolls-Royce, la cabeza me da vueltas.

—Comprendo. Bien, cálmese usted, mistress Price. No tiene usted nada que temer, con tal de que… ¿eh, Wetherby?

—Exacto —asintió el abogado—. Con tal de que nos diga la verdad.

—Toda la verdad —dijo lady Lydia.

—Y sólo la verdad.

—Y que Dios me ampare —murmuró Ma Price, automáticamente, levantando una mano temblorosa.

Sir Herbert dirigió una mirada al abogado.

—Y… eh… si firmase un documento a ese electo… —dijo.

—Exacto —dijo míster Wetherby.

—Exacto —repitió sir Herbert.

—Exacto —dijo míster Wetherby de nuevo, sacando el objeto en cuestión.

Una pausa siguió a este cambio de impresiones. Los dos hombres y lady Lydia se miraron significativamente… En cuanto a Ma Price, se había acurrucado en su silla como una tortuga bajo su concha. Todos estos «Exactos» silbando alrededor de su cabeza la habían reducido al estado de un protoplasma humano.

Su sangre fría no mejoró al oír una nueva tosecita gutural de míster Wetherby.

—Y ahora, mistress Price…

—Señor…

El abogado miró por encima de sus quevedos.

—Ha llegado a mi conocimiento —dijo en voz fría y amenazadora—, que es usted autora de una sorprendente historia que pretende provocar cierta duda sobre los derechos del actual conde de Droitwich a su título y a sus propiedades.

De las treinta y tres palabras de esta peroración, Ma Price entendió quizá siete. No obstante, «Sí, señor», le pareció ser la respuesta adecuada, y así la dio.

—¿Afirma usted que, habiéndole sido confiado lord Droitwich durante su infancia para ser cuidado, lo substituyó por su propio hijo, y que el verdadero lord Droitwich es el hombre que ha sido conocido por Syd Price?

—Sí, señor.

—Dígame usted, mistress Price, ¿está usted sujeta a alucinaciones?

Mistress Price se quedó en ayunas.

—¿Cómo dice? —preguntó, confusa.

—¿Puedo decir que tiene usted una vivida imaginación?

—No lo sé, señor.

—Creo que sí, mistress Price —dijo el leguleyo, asemejándose cada vez más a una boa constrictor humano hipnotizando a su presa—, y puedo asegurarle, mistress Price, puedo asegurarle… que esta historia, es, desde el principio hasta el fin, una ficción de su intelecto.

—¿Qué es un intelecto? —preguntó cautelosamente Ma Price.

Míster Wetherby soltó otra tosecita, complementándola esta vez con un siniestro tamborileo con el estuche de sus lentes sobre el escritorio.

—Quisiera hacerle algunas preguntas, mistress Price —dijo—. ¿Es usted muy aficionada a la lectura?

—Sí, señor.

—¿Era usted muy aficionada… digamos, hace dieciséis años?

—Sí, señor.

—¿Qué tipo de literatura?

—Me gusta el Family Herald.

—¡Ah…! ¿Iba usted frecuentemente al teatro en aquellos tiempos?

—Si daban un buen melodrama, sí.

—¡Exacto! Ahora, escúcheme bien, mistress Price. ¿Me permite usted que le recuerde que esto del cambio de un niño por otro de una familia más distinguida ha sido la base de cien novelitas del Family Herald, y es una situación tan elemental del melodrama que el difunto W. S. Gilbert la satirizó en su poema «La Venganza del Niño»?

—¿A dónde va usted a parar?

—Ya le diré a usted a lo que voy a parar. A insinuarle a usted que toda esta historia no es más que un cuento chino producto de un exceso de lectura del Family Herald, un exceso de melodrama y un exceso, ¿me permite usted que se lo diga?, de tragos de gin.

—¡Precisamente! —dijo sir Herbert.

—¡Exactamente! —corroboró lady Lydia.

Daban la sensación de contenerse difícilmente para no lanzar gritos de júbilo.

Ma Price había necesitado algún tiempo para asimilar el insulto y todas sus consecuencias, pero ahora lo había comprendido y se levantó con aire militante, las manos en las caderas.

—¡Eh, oiga! —comenzó.

—Siéntese —dijo míster Wetherby.

—Sí, señor —dijo Ma Price, sumisa.

—Vamos ahora —prosiguió míster Wetherby— a otro punto. Hace dos semanas firmó usted un documento desmintiendo que hubiese el menor fondo de verdad en este asunto.

—Sí, señor; se quemó.

—Lo sé. Y así he preparado otro documento similar. ¿Me hace el favor de venir hacia aquí, mistress Price? —dijo, indicando el escritorio—. Aquí tiene la pluma —prosiguió—. Firme aquí, me hace el favor…

—Slingsby —dijo sir Herbert.

El mayordomo avanzó un paso.

—Sea usted testigo de la firma de mistress Price.

—Muy bien, sir Herbert.

—¿Comprende usted, mistress Price? —dijo míster Wetherby—. Es esencial para su tranquilidad que firme usted este documento que he preparado. Si se negase usted a hacerlo se encontraría usted en una situación muy desagradable cuando compareciese como testigo ante el Tribunal. Los abogados le preguntarían indudablemente por qué, si estuvo usted dispuesta a jurar determinada verdad en un momento dado, se negaba usted ahora a repetir su juramento. El perjurio es un delito muy grave, mistress Price.

—¿Perjurio?

—Perjurio he dicho.

Ma Price estaba convencida. Ahora comprendía el significado de aquel gato negro. Había sido mandado para avisarla del grave peligro en que se hallaba. A no ser por él, hubiera podido seguir obstinadamente su camino, sólo para encontrarse al final con el desastre. Tomó la pluma con la emoción del que acaba de escapar a un grave peligro y míster Wetherby, saboreando en aquel momento su triunfo, se quitó los lentes y comenzó a limpiarlos de nuevo.

Ma Price se levantó y se acercó al escritorio. Estaba al lado del ventanal, y a través de él, al avanzar, sus ojos se fijaban en los bellos céspedes y arbustos. Y súbitamente, como atraídos por alguna siniestra visión, brillaron intensamente. Había cogido la pluma de repente, dando un grito, la arrojó lejos de sí.

—¡Cooo!

Sir Herbert dio un salto.

—¿Qué demonios ocurre ahora? —preguntó.

Ma Price se volvió y lo miró resueltamente. Lo que acababa de ver le decía claramente que había hecho un diagnostico erróneo sobre el gato negro. Había sido mandado para prevenirla; sí, pero para prevenirla contra la firma del documento. De lo contrario ¿Por qué, en el preciso momento en que sus dedos agarraban el mango de la pluma, había aparecido ante ella aquel nuevo portento, sino para prevenirla?

—¡No voy a firmar!

—¿Cómo?

—¡No!

—¿Por qué no? —gritó lady Lydia.

Ma Price señaló dramáticamente hacia la ventana.

—¡Acabo de ver una urraca! —dijo.