CAPÍTULO XX
Una súbita alegría aturde de una manera tan efectiva como un súbito desastre. Durante un número considerable de segundos, después de haber oído estas palabras, Violet Waddington permaneció silenciosa, incapaz de hablar. Luego tragó saliva y recuperó sus facultades.
—¡Cómo…!
—Sí, señorita —dijo Ma Price, mirándola esperanzada. Lo que necesitaba de momento era un poco de apoyo moral—. Espero que habré hecho bien…
Violet pareció encontrar de nuevo alguna obstrucción en su garganta.
—Me parece que ha hecho usted muy bien —dijo lentamente.
Se tragó las palabras que había tenido intención de añadir. Tony acababa de entrar.
—Tienes el té a punto, mamá. —Vio a Violet y se detuvo en seco—. ¡Hola, Vi!
—Vaya usted a tomar su té, mistress Price —dijo Violet—, estoy segura de que lo necesita usted.
Ma Price era de la misma opinión.
—Jamás ha dicho usted una verdad más cierta, querida —dijo—. Me bebería un jarro entero.
Tony la acompañó hasta la puerta y la cerró tras ella. Se acercó de nuevo a Violet, un poco inquieto. La mirada que Violet le había dirigido cuando él entró, lo había sorprendido. No era la mirada de la mujer ofendida e iracunda que había supuesto. Era una mirada clara, afectuosa.
Se le ocurrió una explicación de este fenómeno. Había regresado, a su juicio, con el ánimo de discutir con él y tratar de cambiar sus intenciones por medio de mimos y demás añagazas femeninas. No creía que fuese una muchacha de temperamento brillante en este terreno, pero se puso a la defensiva. No perdió tiempo. Atacó en el acto el punto esencial.
—Bueno, Vi…, se lo he dicho todo —dijo, tomando precauciones por lo que pudiese ocurrir.
—¿Toda la verdad?
Lo miraba con una extraña sonrisa.
—Toda la verdad —respondió Tony.
—Está muy bien —dijo Violet.
Su sonrisa se había convertido en una tierna bendición. Así podía sonreír una dama de los tiempos antiguos a su caballero, cuando éste había demostrado serlo de veras.
Se acercó un poco más a él y puso sus manos sobre sus brazos.
—¿Creías que hablaba en serio cuando te dije que rompía contigo si se lo decías? Lo hice sólo para ponerte a prueba, amor mío. Quería ver si eras un hombre capaz de cumplir con tu deber, cualesquiera que fuesen las consecuencias.
Tony la miró atontado. Sentía esa extraña sensación que se había apoderado de él algunas veces durante los sueños, la sensación de estar tomando parte en una escena y al mismo tiempo saber que no ocurría realmente. Oía las palabras, pero su razón se rebelaba contra ellas. Era increíble que pudiese ser Violet quien estaba hablando de aquella forma…
«Lo hice sólo para ponerte a prueba, amor mío…». No era una frase digna de ella. Era una frase que nadie usaría. Parecía el subtítulo de una vieja película muda.
Más aún, si realmente aquella era la forma de hablar de Violet, ¿dónde había ocultado hasta entonces esta nobleza y riqueza de lenguaje?
Lo besó rápidamente.
—Voy a marcharme —dijo—. Tengo mil cosas que hacer. Ven a verme por la noche, cuando cierres el establecimiento.
Dando media vuelta, salió de la tienda con vivacidad, dejando a Tony contemplándola con la boca abierta. No se había dado cuenta apenas de su beso. Su mente estaba demasiado ocupada tratando de comprender el gran misterio que sus palabras encerraban.
Y súbitamente, abrió la boca. Había comprendido lo que estas palabras significaban.
Detrás de él resonó una voz.
—Tony…
Dio media vuelta. Polly estaba de pie en el umbral de la puerta. Tenía una taza de té en la mano.
—Te he traído tu té, Tony —dijo con voz débil—. Se estaba enfriando.
Tony permaneció silencioso. Un ligero tinte grisáceo había aparecido en su rostro. Extendió la mano automáticamente.
—Gracias —dijo.
Seguía mirándola. El silencio se hacía interminable. Fuera del bar, al extremo de la calle, un piano ambulante había empezado a tocar. Los ómnibus circulaban por Brompton Road. Londres seguía ocupándose de sus asuntos.
Tony dejó la taza.
—No soy ningún canalla, Polly —dijo lentamente.
—Ya lo sé, Tony.
Se desplomó sobre una silla. Estaba extenuado.
—¿Has visto eso?
—Sí.
—¿Has oído lo que ha dicho?
—Sí.
La inmovilidad de Tony se convirtió de repente en una especie de frenesí. Golpeó con rabia el brazo de su sillón con el puño.
—¿Qué diablos voy a hacer ahora?
Polly no dijo nada. Estaba pálida y uno de sus dientecillos se había hundido en el labio.
—Dijo que si le soltaba todo el cuento a Syd…, que si le decía que la familia se burlaba de él…, que trataba de hacerle abandonar la partida…, me mandaba a paseo. Creí que esto bastaba. Di por descontado que pensaba lo que decía. Y ahora dice que no. Que era sólo para ponerme a prueba… No puedo retroceder.
—No.
—¿Cómo puedo retroceder?
—No puedes.
—Pero, Polly…
—Mala suerte.
—¡Mala suerte! —Se echó a reír histéricamente y de repente se detuvo—. Perdona —dijo—, me estoy portando como un chiquillo. Pero no debes decir estas cosas. Es demasiado gracioso. No puede uno evitar reír. ¡Perderte a ti…, mala suerte! ¡Nada de eso! —gritó, con el rostro rojo y convulsionado—. ¡Antes me condeno! Me tiene sin cuidado ser un cerdo o que todo el mundo diga que soy un cerdo. Iré a explicárselo todo. Le diré lo que representas para mí. Le diré que tiene que devolverme la libertad. Le diré…
Polly movió la cabeza.
—No puedes…
—Pero, Polly…
—No. No serías tú…
Se echó hacia atrás en su silla. El piano ambulante seguía tocando una marcha muy viva y Tony llevaba inconscientemente el compás con el pie.
—No serías feliz —dijo Polly— si hicieras algo mal hecho. Jamás he creído que fuese una muchacha para casarse contigo si no tuvieses nada. «Tanto contra cuanto» debe de ser su divisa. Pero me equivocaba. Es buena. No puedes abandonarla, Tony.
—Pero, ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotros el resto de nuestros días? Tú me quieres. Yo te quiero. Años y años…
—No puedes abandonarla; esto lo sé.
—Pero, Polly…
—He olvidado el pulverizador —dijo la voz de Ma Price detrás de ellos.
Ma Price entró en la peluquería y se dirigió hacia el estante. Como Polly pocos minutos antes, llevaba en la mano una taza de té, circunstancia que llevó a Syd, ofendido, a entrar detrás de ella.
—¡Eh! ¿Qué significa esto? —preguntó Syd.
Ma Price se volvió.
—Quiero mi pulverizador, hijo mío.
—¡Eh! ¿Qué es eso? ¡Te has marchado llevándote mi té!
Esto era nuevo para Ma Price. Miró la taza, sorprendida.
—¿Yo?
Syd estaba nervioso.
—Dios haga —dijo con unción— que no pierdas la memoria el mes que viene cuando se vea mi causa… Sería dar el campanazo al asunto.
A Ma Price le pareció que había llegado el momento de la revelación. Hubiera preferido posponerlo, pero le hería el corazón ver a aquel muchacho vivir en lo que podríamos llamar el paraíso de los tontos.
Produjo un ruido extraño, como un balido.
—Syd… Tengo que decirte una cosa.
—Y tienes otra que decir ante el Comité de la Cámara de los Lores, acuérdate de eso.
Por la puerta de la calle, haciendo irrupción en aquel crítico momento, entró un grupo de tres personas. Lady Lydia, seguida por sir Herbert Bassinger y Violet. Los ojos de Syd relampaguearon.
—¡Hooo! —gritó—. ¡Los Trampistas Artificiosos…, macho y hembra! De derecha a izquierda; ¡Sir Herbert y lady Serpiente Bassinger!
Los barones quedan siempre cortos delante de este género de bromas. Si sir Herbert hubiese pertenecido al otro sexo, hubiera podido decirse que tascaba el freno. Abombó el pecho y se sonrojó un poco.
—¡Veamos, veamos…! —dijo—. ¡Veamos…!
—Ya está todo visto —dijo Syd, con cordialidad.
—Dejemos esto, por favor…
Syd se echó a reír de una forma repulsiva.
—Conque dejemos esto, ¿verdad? Cuando estoy enterado de todo su lindo tejemaneje, ¿eh? No me haga usted reír que se me va a partir el labio. ¿Se figuran ustedes que me van a birlar mi herencia legal? ¡Pues abandonen todas las esperanzas! ¡Ya me cuidaré yo de ello a pesar de todos ustedes!
—Nada de eso —dijo lady Lydia.
Syd se volvió para parar este nuevo ataque.
—¿Y por qué no?
—Porque —dijo sir Herbert— tengo aquí un papel firmado por mistress Price delante de los debidos testigos, en el cual niega rotundamente que haya el menor fundamento de verdad en toda esta historia.
Una bomba de alta fuerza explosiva que hubiese estallado en la tienda hubiera podido desconcertar a Syd un poco más, pero no mucho. Se quedó con la boca abierta. Miró a sir Herbert. Miró a lady Lydia. Después, volviéndose, miró a Ma Price y sus ojos al mirarla recordaron los de Julio César mirando a Brutus.
—¿Qué…?
Ma Price husmeaba el aire, inquieta.
—Esto es lo que quería decirte, hijo mío —dijo.
Tony avanzó un paso. Había asistido como mero espectador a la batalla que acababa de terminar con una tan señalada derrota del Pretendiente Droitwich, pero de una u otra forma, la cosa no tenía para él ninguna importancia. Sin la menor curiosidad, tendió la mano y sir Herbert depositó en ella el papel con la ceremoniosidad del que deposita valores en una cámara acorazada.
—Sí —dijo sir Herbert—. Tómalo, Tony, y por lo que más quieras, guárdalo en sitio seguro.
Dio un paso de lado como si, temiendo un súbito y desesperado ataque, estuviese decidido a interponer una fuerte barrera entre Syd Price y su sobrino. Tony se acercó al sillón de peluquero, se sentó en el brazo y empezó a leer frunciendo el ceño.
Ma Price estaba hablando de nuevo.
—Estoy segura de haber obrado bien.
—Muy bien —dijo sir Herbert, cordialmente—. Muy bien. Perfectamente bien.
—Muchas gracias, sir Herbert. Eso es lo que dijo la señorita que estaba aquí.
Tony levantó la cabeza con un sobresalto.
—¿Qué señorita?
—Esta, querido… —dijo Ma Price, señalando a Violet, en cuyos ojos acababa de aparecer una expresión de súbito malestar—. Se lo he dicho un momento antes de que viniese usted y parecía muy contenta de lo que he hecho.
—Desde luego… —dijo sir Herbert.
—Naturalmente… —dijo lady Lydia.
Tony juntó las manos. El papel crujió bajó su presión.
—¿Se lo dijo usted un momento antes de que yo viniese? —preguntó—. Ya comprendo…
Permaneció un largo rato mirando fijamente a Violet. Después, echándose a reír, dio media vuelta.
Ahora comprendía. La nobleza y amplitud de miras que tanto lo habían maravillado quedaban explicadas.
Sir Herbert intervenía nuevamente.
—Quizá incluso usted —dijo dirigiéndose al abatido Syd—, sea capaz de comprender que todo su asunto cae ahora automáticamente por su base…
Un profundo suspiro escapó del pecho de Syd. Miró a Ma Price ferozmente.
—Hubiera debido suponer lo que pasaría si te dejaba ir a la capilla —dijo.
Sir Herbert pulsaba ahora otra nota más agradable. Había empezado a tratar de la cuestión financiera.
—Aun cuando usted reconoce que no tiene derecho alguno que invocar, estoy seguro de que lord Droitwich se mostrará generoso. Si, por ejemplo, desea usted trasladarse a Bond Street, no me cabe la menor duda de que…
Se detuvo bruscamente. El grito desgarrador que partió de los labios de su mujer hubiera interrumpido al más elocuente orador.
Entonces, al ver él también lo que ocurría, lanzó un agudo grito.
—¡Tony…!
Tony estaba sentado sobre el borde de un lavabo. En su mano izquierda tenía aquel trascendental documento, en la derecha una candela encendida. Y todos pudieron ver el papel arder y retorcerse bajo su llama.
—¡Tony!
Esta vez era Violet quien hablaba y él la miró fijamente, esbozando una media sonrisa en su rostro. El papel revoloteó convertido en cenizas, y cayó al suelo. Tony se levantó y se limpió los dedos.
—Chamuscar requiere una mano segura —dijo Tony.