CAPÍTULO II

Durante algunos minutos después de haber sido pronunciada esta última palabra, Violet permaneció sola en la habitación. Estaba comiendo bocadillos de pepino y andaba por el tercero cuando el honorable Freddie Chalk-Marshall, después de haber hecho entrega de su telegrama al chófer, regresó en busca de sustento. A Freddie le gustaba su tacita de té a media tarde.

—¡Hola! —dijo—. ¿Sola?

—Sí —contestó Violet—. Lady Lydia ha subido a cambiarse y papá se ha ido al «Droitwich Arms».

—¿A echar un trago?

—No, sólo a telefonear a los periódicos el último, acontecimiento social de nuestro noviazgo.

Freddie frunció el ceño.

—¡Oh! —dijo—. Es un poco duro para el pobre Tubby. Temo que haya perdido la oportunidad. No conoce usted a mi amigo Tubby, ¿verdad?

—No.

—Es un buen chico, pero demasiado inclinado a hostigar a su anciano antecesor. Y ya que hablamos de él, voy a ver si le mando una nueva loción para el cabello.

—No sabía que tuviese usted esta profesión, Freddie.

—Sólo trato de echar un remiendo al asunto. Es una cosa que Tony trajo de Londres hará cosa de un par de meses y me pareció bastante bueno. La compró en la peluquería de Price. Es una receta antigua del abuelo de Price. Me parece que si pudiese encontrar un poco de capital, podría sacarle a Price una buena comisión como agente de ventas. No se sabe nunca…

—Los Price vienen esta tarde.

—¿Eh? ¡Arrea! —dijo Freddie—. ¿Conque vienen? Ella fue nodriza de Tony.

—Ya lo sé.

—Es una mujer repugnante. Y su hijo, peor. Es asqueroso.

—No creo que se tropiece usted con ellos.

—Si los veo de lejos, no —asintió Freddie.

Hubo una pausa.

—Oiga —dijo Freddie.

—¿Qué?

—Cuando, he estado fuera he visto a nuestro querido Tony en el horizonte dirigiéndose hacia aquí. Imagino que va a llegar de un momento a otro. Desea usted que deje el campo libre, ¿verdad?

—De ninguna manera.

—Vaya, vaya, ya sé lo que son ustedes, la gente joven. Pero, en fin, si me dice usted que…

El ruido de unos pasos sobre la arena del jardín le hizo detenerse. En medio del marco de uno de los ventanales apareció la corpulenta silueta de Antonhy, lord Droitwich, en persona.

—¡Té! —gritó—. ¡En nombre del Profeta, té!

—¡Hola, Tony! —dijo Violet—. Parece que tienes calor.

—Tengo calor. He sido un perfecto asno al intentar siquiera arreglar la cafetera esta en un día como hoy. Tendré que ir al pueblo dentro de un momento a buscar una batería.

El quinto conde de Droitwich era un hombre macizo y corpulento que frisaba los treinta años. Una fotografía suya que había sobre la chimenea demostraba que podía parecer, si no precisamente guapo por lo menos limpio y aseado, pero en aquel momento no tenía un buen día. Iba en mangas de camisa y estaba despeinado y sudoroso. Un mechón de pelo rubio caía sobre su frente maculada por más de una mancha de grasa de motor y llevaba los antebrazos llenos de suciedad.

Su aparición provocó severos comentarios por parte de su hermano menor.

—Tony —dijo Freddie, más contrito que enojado—, estás hecho un asco.

Lord Droitwich se detuvo para mirarse delante de un espejo y pareció pensar que el veredicto, aunque severo, era justo.

—Sírveme una taza hasta los bordes, ¿quieres? —dijo—. Vuelvo dentro de un minuto.

Desapareció para regresar al cabo de un momento limpio y aseado hasta la cabellera. Iba todavía en mangas de camisa, porque había dejado su chaqueta en el garaje, pero, a decir verdad, no había sido nunca el hombre meticuloso que era su hermano. Hacía ya tiempo, por consiguiente, que el Honorable Freddie había renunciado con un suspiro a corregirlo, considerando las cosas bajo el punto de vista de lo Imposible.

Tomó la taza que Violet le tendía y la apuró de un sorbo.

—Más… —dijo.

Violet volvió a llenar la taza. Tony la vació de nuevo y pareció encontrarse mejor. Encendió un cigarrillo.

—¿Se ha enterado Freddie de la noticia? —preguntó.

Violet asintió.

—¿Cómo lo ha tomado?

—Hubieras podido tumbarlo de un sople.

Freddie intervino solemnemente.

—Oye, Tony.

—¿Qué hay?

—Si quieres besarla, adelante. No me importa —dijo Freddie.

Era un generoso ofrecimiento, pero antes de que ninguno de los dos invitados pudiese aceptarlo, un desagradable ruido procedente del jardín atrajo su atención. Se acercaba algún vehículo. Freddie, que estaba cerca del ventanal, miró hacia fuera. Tony, mirando por encima de su hombro, lanzó una exclamación y se echó atrás.

—¡Oh, maldita sea…! —dijo Tony.

—No me digas que son visitas… —dijo Violet.

—Para ti, no. Es Ma Price.

—¿Tampoco te gusta a ti?

—Me da náuseas —dijo Tony—. Va a insistir en verter lágrimas y besarme. Es una cosa húmeda y repugnante, puedes creerme. Comprendo que haya quien llore al verme. Comprendo incluso que haya algún excéntrico que quiera besarme. Pero las dos cosas a la vez, no. Es contradictorio.

Tomó más té a fin de adquirir fuerzas para la tortura. Aquellas visitas periódicas de su nodriza eran un suplicio para lord Droitwich. Si realmente se había complacido alguna vez en la compañía de Ma Price, era sin duda alguna porque tuvo una niñez idiotizada.

Freddie lanzó un suave gemido.

—Creo que ha traído a su hijo, según he oído decir.

—¿Te va a besar también? —preguntó Violet.

—De ninguna manera —dijo Tony—. Besar a un Par del Reino es ajeno a los principios de Syd Price. Es socialista.

—Observo que la expedición —dijo Freddie—, comprende también una muchacha preciosa. ¿Quién debe ser?

—La manicura.

—¿Cómo lo sabe?

—Slingsby nos lo ha dicho —dijo Violet, levantándose—. Bien, voy a salir distraídamente por la parte de atrás y los veré de cerca. Una mujer que ha sobrevivido a haber besado a Tony siendo niño, vale la pena de ser inspeccionada con atención.

—Tengo entendido que era un niño precioso y adorable —replicó Tony.

—¿Vienes conmigo?

—Tengo que ir a buscar mi batería.

—Bien, si encuentro a mistress Price le diré que esperas con ansia este beso.

—Pero esta vez lo preferiría seco.

Sec —dijo Violet—. Perfectamente, trataré de arreglarlo.

La puerta, al cerrarse tras ella, volvió a abrirse y Tony se levantó para cerrarla de nuevo. Al regresar a la mesa, vio que su hermano lo estaba mirando de una forma que recordaba a un pez, con el aspecto de la persona que se encuentra mal y a disgusto. Embarazado, tomó un pedazo de calce. En aquel momento había en Freddie Chalk-Marshall algo de mal agüero que no le gustaba. Freddie le daba frecuentemente la sensación de sentirse un chiquillo en presencia de un veterano del Mundo.

Rompió el silencio.

—¿Qué hay, Gusano?

—¿Qué hay, Reptil?

Otro silencio. Tony creyó que debía afrontar la mala noticia en seguida. Si su hermano desaprobaba el proyecto de unión, valía más que se lo dijese inmediatamente y saliese de aquella duda.

—¿Qué te parece la situación? —preguntó—. Violet y yo… Bien…

Freddie sopesó la pregunta con la solemnidad de un sumo sacerdote consultado por un acólito.

—Pues bien…, sí… y no —dijo.

—La cosa es clara. ¿Qué quieres decir?

Freddie se quitó una mota de polvo de la manga. La gravedad de su actitud aumentó.

—Supongo que sabes —dijo— que en calidad de padre político, el viejo Wad tendrá derecho, de ahora en adelante, a darte golpecitos en la espalda allí donde te encuentre.

—Eso es verdad.

—Te diré una cosa —dijo Freddie poco amablemente, pero con firmeza—: si se imagina que voy a pasear por todas partes y a presentarlo en el «Buch’s» está en un grave error.

Tony parecía pensativo.

—Sí —dijo—, admito que el viejo Waddington es una sombra nefasta. Pero, dejando esto de lado, ¿no crees que soy un hombre de suerte?

Freddie lo contemplaba con amable compasión.

—¿Quieres que te hable francamente?

—Sí.

—¿Desde los más recónditos ámbitos de mi conciencia?

—Eso es.

—Bien, entonces supongo que sabes que te han pescado, ¿verdad?

Tony digirió la desagradable palabra en silencio.

—¿Pescado?

—Todo es un truco combinado.

—No digas imbecilidades.

—Nada de imbecilidades, muchacho.

—¿Es que tratas de hacerme creer que una muchacha como Violet es capaz de correr detrás de un tipo como yo?

—Mi pobre Tony —dijo Freddie—, ¿es que la ratonera corre detrás del ratón?

—Hasta ahora jamás hubiera soñado que pudiese ocurrir.

—Pues así ha sido.

Tony iba perdiendo aquella calma que es el sello de las grandes castas.

—Entonces ¿lo sabes todo? —preguntó con rudeza.

—Anthony Claude Wibraham Bryce —contestó su hermano—. Lo sé todo, sobre todo. Me llaman Frederick el Infalible porque no me equivoco nunca.

—Me das asco.

—¡Oh, yo no me lo tomaría tan a pecho, muchacho…! —dijo Freddie tranquilamente—. Es más bien halagüeño. Una demostración de que aun hay clase.

—¡Bah!

—En todo caso, ya está hecho. A propósito mi más cordial felicitación. Creo que vas a ser muy, muy feliz… quizá.

—¿Cómo «quizá»?

—Nada, nada, muchacho, nada. Sólo esto, ¡«quizá»!

La violenta respuesta que vibraba en los labios de Tony no fue pronunciada. Mirando más allá de su agorero hermano, se dio cuenta de que llegaba alguien más.

De pie en el umbral de la puerta de cristales había un hombre joven, de su misma edad. Llevaba pantalones de golf, y un horrible bigote desfiguraba su labio superior. En su actitud estaba mezclado el descaro y la timidez características del cockney arrancado a su ambiente familiar, cuando se encuentra en terreno desconocido.

—¡Hola! —dijo el recién llegado con una sonrisa furtiva—. Perdón, no sabía que hubiese nadie. Buenas tardes, milord.