CAPÍTULO XI
Unas dos semanas después de los sensacionales acontecimientos de la Alta Sociedad que acabamos de relatar, el amigo de Freddie Chalk-Marshall, Tabby Bridgnorth, decidió que era ya hora de que le vaciaran un poco su enmarañada melena. Tomando bastón y sombrero, y de acuerdo con esta decisión, emprendió el camino del Salón de Peluquería Higiénica de Price. Era un sábado.
El Salón de Peluquería Higiénica de Price se hallaba situado, como ha sido dicho ya en esta crónica, en aquel pequeño callejón sin salida que parte de Brompton Road, conocido por Mott Street. Allí era, donde generaciones enteras de Prices habían luchado infatigablemente contra el creciente sistema capilar de Londres. Allí era dónde el tatarabuelo, de Price había una vez despuntado un grano en una barbilla no menos augusta que la de aquel famoso duque de Wellington y recibido por ello toda clase de maldiciones expresadas, en lenguaje llano y sencillo. La mayor parte de la nobleza y la clase acomodada que residía en la parte sur del Park acudían a Price para el bimensual corte de cabello, Lord Bridgnorth, cuya familia vivía en Gadogan Square, no dejaba nunca de hacerlo.
Ostentando, por consiguiente, la honorable categoría de cliente asiduo, quedó un poco decepcionado aquella mañana de un sábado al ver que no iba a ser servido como le ocurría habitualmente, por el propietario en persona. Cuando entró, en la tienda, no vio el menor rastro de Syd. El único agente ejecutivo presente era un hombrecillo entrado en años con lentes y un bigote lacio, cuyo nombre, aun cuando Tubby no lo sabía, y de saberlo no le hubiera interesado, era George Christopher Meech.
Meech envolvió a Tubby en una sábana y se dispuso a servirlo, y al poco rato había llegado a aquella fase en que el operador deja las tijeras y coloca el espejo detrás de la nuca del cliente esperando silenciosamente su veredicto.
Tubby se examinó minuciosamente y no quedó descontento. Crítico severo, halló realmente poco que censurar.
—Parece estar bien —dijo.
George Christopher Meech retiró el espejo.
—¿Le quemo las puntas, señor?
—No, gracias.
—¿Le lavo la cabeza?
—No, gracias.
—¿Alguna loción en el cabello, señor?
—No, gracias.
—Muy bien, señor.
Con digna resignación, Meech le quitó la sábana y Tubby reapareció como una linda mariposa saliendo de su capullo. Dirigió una más minuciosa mirada a su rubicunda imagen.
—Sí —dijo—. No está mal.
—Gracias, señor.
—Desde luego, no es usted el artista consumado que es Price.
Meech se enderezó todo lo que le permitía su estatura. La observación lo había ofendido. Hasta hacía dos semanas había estado empleado en casa de los eminentes Messrs. Truefitt, cuyo establecimiento abandonó debido a lo que él llamaba, al hacer referencia a ello, un «equívoco», y personalmente consideraba que al alejarse tanto hacia el Oeste como Brompton Road, incluso tratándose del respetable y, desde luego, histórico establecimiento de Price se rebajaba un poco. Se ofendió, pues, al pensar que su técnica pudiese ser inferior a la de nadie.
—No he tenido el honor de contemplar el trabajo de míster Price —dijo secamente.
—Siempre me corta el pelo él —explicó Tubby— y cortaba el de mi padre cuando tenía. ¿Cómo quiere usted decir que no le ha visto trabajar nunca?
—Míster Price lleva fuera del establecimiento más de dos semanas, señor. No lo he visto desde el día en que me contrató.
—¿Ah, es usted nuevo aquí?
—Sí, señor. Trabajaba en la casa de Truefitt —dijo Meech, con el tono de quien pone a alguien en el sitio que le corresponde.
—¿Y Price no ha venido por aquí hace dos semanas?
—No, señor.
—¿Qué le ha ocurrido?
—Está en el campo, señor.
—¿De vacaciones?
La voz de Meech adquirió un tono misterioso. Había olvidado su pasajero disgustado y aprovechaba la oportunidad de hacer referencia a un asunto que le había dado mucho que pensar.
—Según tengo entendido, creo que míster Price se retira.
—¿Cómo?
—Sí, señor. Creo que este establecimiento va a pasar a otra dirección.
Tubby lanzó un «¡Dios mío!» de sorpresa. Estaba atónito. Price había sido siempre para él algo tan estable como el British Museum. Allí estaba y allí había estado siempre. Recordaba haber ido allí acompañado de su niñera para hacerse rizar los bucles cuando vivía todavía el padre del actual propietario. Le parecía imposible que una dinastía reinante pudiese desaparecer.
—¿Quiere usted decir que Price ha vendido el local?
—Si la venta ha sido consumada o no, señor —contestó Meech con toda dignidad—, no podría decirlo. Pero el caso es éste. Desde hace dos semanas míster Price no ha puesto los pies aquí, y durante este tiempo hay otro hombre nuevo que va y viene. Sin duda estudia las condiciones, a mi juicio, para verificar la compra.
—¿Cómo es?
—Es un hombre joven, de buenos modales. Habla muy bien, señor. Un verdadero caballero. Se llama Anthony.
—Ya… —dijo Tubby.
Estaba impresionado. Tenía un alma conservadora y lamentaba todo cambio en una característica londinense. Consideraba triste que una casa que había pasado de padres a hijos durante tantas generaciones cayese ahora en manos de un desconocido, por amable y correcto que fuese.
No obstante, así es como van las cosas en nuestros días, pensó tristemente. Todos los viejos lugares que uno había considerado siempre como inamovibles, se los llevaba ahora el viento en cuanto uno aparta la vista de ellos. Casi no le sorprendería que el día menos pensado le dijesen que habían desaparecido el Cheshire Cheese o el Simpson’s. Sólo faltaba ya que aboliesen el match Eton-Harrow.
—Bueno, esperemos que todo irá bien —dijo—. Porque hay mucha gente que tiene la costumbre de venir aquí.
Hubiera seguido hablando sobre este tema, pero en aquel momento la puerta se abrió y entró la inmaculada figura de su amigo Freddie Chalk-Marshall.
Tubby quedó sorprendido. Lo creía en Langley End.
—¡Hola, Freddie! —dijo.
—¡Hola Tubby!
Lord Bridgnorth parecía estar todavía bajo la impresión de que existía aún la remota probabilidad de que todo aquello fuese un espejismo o una ficción imaginativa.
—¿Estás en Londres? —preguntó para dejar bien sentado este punto.
Freddie le aseguró que así era.
—¿Y Tony también?
—Eh…, sí —dijo Freddie—. Sí. Tony está en Londres también.
—¿Toda la floreciente familia en Londres?
—Sí, venimos ayer de Langley End.
Freddie hablaba como el hombre que está en guardia, pesando sus palabras. En su aspecto, al mirar a su antiguo compañero de colegio, aparecía una cierta cautela. Lo último que quería Freddie, dado el delicado estado actual de los asuntos de familia, era que un escritor de «Indiscreciones Sociales» metiese la nariz en la zona peligrosa. Hasta la fecha no había trascendido al público ni un sólo ápice de lo que había ocurrido en Langley End aquel día de estío fatal; pero no se sabe nunca cuando puede escurrirse algún indicio por leve que sea, e ignorando que Tubby hubiese sido cliente de Price desde su más tierna infancia pensaba, cuál sería él motivo de su presencia allí.
Miraba, por consiguiente, a su amigo con recelo. Tubby, pensaba, había sido siempre un asno de la mejor especie asnal, pero alguien pudo haberle dado el soplo del asunto.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó.
—Cortarme el pelo. ¿Y a qué has venido tú?
—¿Afeitar, señor? —preguntó profesionalmente Meech.
—Quería decir dos palabras al dueño del establecimiento —dijo Freddie.
Meech pudo ayudarlo.
—Míster Anthony ha estado aquí hace poco hablando con miss Brown, la manicura. Ha salido.
—¿Es probable que tarde?
—Me parece que no, señor. Creo haber oído decir algo de volver con algo para almorzar aquí los dos juntos.
Meech parecía husmear alguna cosa al decir estas palabras. En Truefitt estos almuerzos improvisados en un salón de peluquería eran desconocidos. Si mister Truefitt quería comer un bocado, se iba a otro sitio a buscarlo.
Tubby estaba interesado.
—¿Conoces a ese Anthony?
—Sí —dijo Freddie—. Lo conozco.
—¿Cómo?
—¡Oh! Como se conoce a la gente…
—¿Dónde?
—¿Qué importancia tiene dónde?
—¿Y para qué quieres verlo ahora?
—Por una cosa mía. Me pareces muy curioso —dijo Freddie, fríamente.
—Lo preguntaba por algo.
—¿Por qué?
—Este hombre me interesa.
—¿Por qué?
—Pues, verás… —dijo Tubby—. Vengo aquí a que me quiten el suplemento de vegetación desde que era un chiquillo y caigo hoy aquí, pensaban encontrarlo todo como de costumbre y el tipo ese, aquí…
—Me llamo Meech, señor —dijo George Christopher, servicial.
—Y míster Meech, aquí, me dice que el establecimiento ha sido vendido a un sujeto misterioso llamado Anthony. Quiero saber quién es y cuanto a él hace referencia, y si puede uno depositar en él la confianza para que cuide de mi sistema capilar en la forma en que lo hacía Price.
Las sospechas de Freddie aún no se habían desvanecido.
—¿Seguro que es ésta la razón?
—¿Qué quieres decir?
—¿No has venido aquí en tu capacidad periodística buscando material para tus «Indiscreciones Sociales»?
La desorientación de Tubby aumentó. Su amigo parecía estar hablando con enigmas.
—No entiendo una palabra de lo que hablas. ¿Qué diablos quieres decir?
—Bueno, bueno, en este caso, no importa. Creí que era posible.
—¿Qué?
—Andar husmeando material para tus «Indiscreciones»…
—No las escribo ya. Me he retirado.
—¿Te han despedido? —preguntó Freddie, llegando a la conclusión natural. A menudo se había preguntado cuánto tiempo un periódico acreditado qué tenía un deber que cumplir con el público podía publicar las sandeces que Tubby era capaz de escribir—. ¿Cuándo?
El joven lord Bridgnorth acusó el puyazo.
—No me han despedido. Estaban encantados, si quieres saberlo, de la brillantez y la inteligencia de mi trabajo.
—Entonces, ¿por qué te has marchado?
—¿No lo has oído decir?
—¿Qué?
Lord Bridgnorth agarró la solapa de la bien cortada chaqueta de su amigo y se dispuso a soltarle las grandes noticias.
—Estoy prometido.
—¿Prometido?
—Absolutamente. Con Luella, la hija única de J. Throgmorton Beamish, de Nueva York.
Freddie quedó vivamente impresionado.
—¡No me digas…!
—Te lo digo. Acabo de decírtelo.
Freddie encendió un cigarrillo.
—¿Es ciega? —preguntó.
—¿Qué quieres decir si es ciega?
—Pues, tiene que serlo, ¿no crees? De todos modos, felicidades. ¿Y cuándo ha sido esto?
—Hará cosa de un par de días. Salió ayer en el Morning Post.
—No leo nunca el Morning Post. En realidad entre una cosa y otra…
El Honorable Freddie Chalk-Marshall se detuvo. Parecía habérsele ocurrido súbitamente una idea. Sus ojos brillaban con aquel brillo que sólo se ve en los ojos de los auténticos triunfadores.
—Este Beamish —dijo—, ¿es rico?
—Revienta de dinero.
—¿Y calvo? —preguntó Freddie, con interés.
—Desde luego, es calvo. Todos los americanos lo son.
—Entonces lo que necesita —dijo Freddie— es el «Derma Vitalis» de Price. Es maravilloso. Te di una botella una vez.
—¿De veras? ¡Ah, sí, ya recuerdo! La rompí.
—Entonces eres un imbécil y un asno de primera categoría —dijo Freddie—. Tu salud y tu felicidad hubieran cambiado completamente. —Se volvió hacia Meech—. Mande usted inmediatamente media docena de botellas de esta loción a lord Bridgnorth, Drone’s Club, Dover Street.
Meech estaba encantado. Era un buen negocio.
—Muy bien, señor.
—Se las das al viejo, Tubby.
Lord Bridgnorth pareció vacilar.
—Pero oye —dijo—, no puedo ir cargando al viejo Beamish con tónicos capilares. No lo conozco lo suficiente.
—Te vas a casar con su hija, ¿no?
—Si empiezo a cargarlo de tónicos capilares, no. He llegado a la conclusión de que a los pájaros esos la calvicie les importa un bledo. Fíjate en lo que ocurrió con mi padre.
—No importa…
—Y, además —prosiguió lord Bridgnorth—, acuérdate de lo que ocurrió con Eliseo.
—¿Eliseo, qué?
—Sólo Eliseo. El tipo aquel del Viejo Testamento. No tenía ni un pelo en el coco y cuando una manada de chiquillos se lo dijeron, ¿qué pasó? ¡Devorados por los osos!
Freddie se balanceaba nerviosamente sobre sus bien calzados pies. Apreciaba la fuerza de los argumentos de su amigo, pero su alma de vendedor era demasiado fuerte en él. Reflexionó profundamente un buen rato.
—Oye —dijo al final—, ¿cuándo vas a ver otra vez al Beamish ese?
—Almuerza conmigo en el Ritz. Vamos a ver la Torre de Londres.
—Entonces llévame contigo y deja que haga yo la propaganda.
La idea le gustó a lord Bridgnorth.
—Bien, bien, si tú le sueltas la cosa como idea tuya… Es decir, si eres tú quien debe ser devorado por los osos…, perfectamente.
Freddie miró su reloj.
—Tendré que almorzar aprisa. Monto a caballo a las dos y media con un amigo.
—¿Qué amiga?
—Un amigo.
—Apostaría a que es una amiga.
—Ojalá —dijo Freddie—. Cuando míster Anthony regrese —dijo dirigiéndose a Meech—, dígale que ha venido míster Chalk-Marshall y que volverá.
—Muy bien, señor.
Tubby volvió al viejo tema.
—¿Conoces bien al Anthony ese?
—Ligeramente —dijo Freddie—, muy ligeramente.
—¿Quién es?
—Un tipo cualquiera —dijo Freddie—. Se llama Anthony. Vámonos.
Se llevó a su amigo por Mott Street, donde encontraron un taxi que los condujo hacia el Ritz. Se felicitaba por aquella mañana de trabajo bien empleada. Por conmovido que estuviese hasta lo más profundo de su corazón por los recientes acontecimientos familiares, Freddie Chalk-Marshall no olvidaba nunca que tenía una misión que cumplir.