CAPÍTULO XIII
—Es un buen hombre este Meech —dijo Tony, sentándose en el mostrador—, pero un poco snob. Nunca le permite a uno olvidar que ha bajado de categoría.
Polly estaba saboreando un bocadillo con la sana fruición de la muchacha que ha ganado su sustento con una mañana de trabajo.
—No sé por qué se habrá marchado de Truefitt —dijo.
—Es uno de aquellos sombríos secretos tan comunes en los ambientes peluqueriles —dijo Tony—. Se oyen susurros de vez en cuando en los grandes establecimientos de barbería como el Senior Bay-Rum o el Snippers, pero nadie sabe nada concreto.
—Quizá era conde también.
Tony analizó este punto.
—Es posible —dijo—, pero no lo creo. Nosotros, los ex condes, tenemos algo indefinible que es casi imposible confundir. No logro verlo en George Christopher Meech. Personalmente, creo que su decadencia es debida únicamente a su caballerosidad. Aceptó el despido por salvaguardar el nombre de una mujer.
—¿Qué mujer?
Tony, pensativo, se comió el emparedado.
—A mi juicio —dijo—, se trataba de una manicura de ojos azules, frágil, pero adorable. Su mezquino salario ayudaba a mantener a su padre inválido. Durante algún tiempo, todo fue bien. Cada sábado ella llegaba a casa con el ligero sobre y gastaba su contenido en el alquiler, el sustento y una onza de tabaco para el pobre anciano. Entonces, un día, al regresar a su modesto alojamiento, encontró que la tragedia la esperaba.
—¿Había muerto?
—Muerto no, pero se volvía calvo. Puede usted imaginar lo que esto representaba. Al precio que fuese, había que salvar el cabello. Pero ¿dónde encontrar el dinero para un crecepelo? Imposible… Todo aquel domingo, hasta altas horas de la noche, Mabel (se llamaba Mabel) meditó desesperadamente. Y entonces, el lunes por la mañana, mientras comía un arenque con pan para desayuno, encontró la solución. Recordó que míster Truefitt guardaba una botella de crecepelo en el estante superior de un armario situado en la habitación donde ella y George Christopher Meech habían trabajado durante tantos meses.
Polly temblaba.
—No iría a robarlo.
—Sin duda alguna —dijo Tony, con firmeza—. Lo robó aquel mismo día mientras Meech había salido a almorzar. Pocos días después, míster Truefitt mandó recado a Meech diciendo que quería verlo en su despacho particular. —Tony cogió otro bocadillo y lo comió tranquilamente en silencio—. Bien, ya puede usted suponer lo que pasó. El robo había sido descubierto. Míster Truefitt acusó abiertamente a Meech. O Meech o Mabel era el culpable. Y Meech podía fácilmente presentar una coartada, pero prefirió aceptar la acusación, a pesar de que estaba limpio como el acero. «He sido yo, míster Truefitt», dijo con voz tranquila y pausada. Míster Truefitt estaba visiblemente impresionado. «Piénselo bien, George», le dijo con firmeza, porque le tenía afecto. «¿Lo dice usted en serio?». «En serio, señor», contestó Meech. Siguió un largo silencio. Míster Truefitt lanzó un profundo suspiro. «Está bien, George», dijo. «Si esta es su versión, sólo nos resta dejar que la Justicia siga su curso». Y aquella misma tarde todos los dependientes formaron el cuadro, Meech se colocó en medio y míster Truefitt, ceremoniosamente, le arrancó las tijeras.
—¡Qué hombre! —dijo Polly con admiración.
—¿Míster Truefitt o Meech?
—Meech.
—Un héroe silencioso —dijo Tony.
Alcanzó la botella de champaña.
—¿Está usted a punto para un poco de «Cuvée Lucrecia Borgia»?
—Gracias.
—A propósito, Freddie ha estado aquí esta mañana.
—¿Lo ha visto usted?
—No, pero creo que va a volver.
—No sé cómo deben de estar todos…
—Sí, me gustaría tener alguna noticia. —Dirigió una mirada melancólica a la botella—. ¿Sabe usted?, creo que tendríamos que probar primero esto en una rata. Puede ser venenoso.
—No he probado nunca el champaña.
—Pues tampoco lo probará usted ahora —dijo Tony. Hizo saltar él tapón y se oyó un «pop» bastante esperanzador—. Bien, por lo menos ha hecho ruido —dijo, satisfecho. Llenó los vasos y acercó a ella uno de los sacos de papel—. Tome usted un variante. Quizá mejore el sabor.
Polly bebió en su copa.
—Me parece bueno —dijo.
Tony bebió en la suya.
—Podría ser peor —asintió—. Me recuerda el sabor del «Derma Vitalis», de la marca Price.
Polly apartó su copa.
—Me parece usted maravilloso —dijo simplemente.
—¿Yo? ¿Por qué? —dijo Tony, sorprendido y agradecido.
—No hay muchos hombres que estuviesen tan alegres en su situación.
—¿Almorzando con usted, quiere decir? Pero, si me encanta almorzar con usted…
—Ya sabe usted lo que quiero decir. Debe ser espantoso caer en eso después de lo que ha sido.
—Nada de esto. No me he divertido nunca tanto como en estas dos semanas.
—¿De veras? —preguntó Polly con cierto, interés.
—Estoy en mi elemento. Mis antepasados fueron todos barberos, y en esta atmósfera de colonia y brillantina mi alma halla por fin la paz. La sangre habla, ¿sabe usted?
Polly seguía bebiendo su champaña a pequeños sorbos. Parecía pensativa.
—¿Cree usted realmente ser el hijo de mistress Price? —preguntó finalmente.
—Yo sí. ¿Y usted?
—No, creo que está chiflada.
—Esto es interesante. Tome un bocadillo.
—Y lo que es más aún —prosiguió Polly—, cuando llegue el momento, no creo que lo mantenga.
—¿No?
—No. Desmentiría todo lo dicho.
—¿Qué le hace a usted creer eso?
—Sólo una idea.
—¿Le ha dicho a usted algo respecto a esto?
—Mucho. Dondequiera que la encuentro. Está llena de remordimientos.
—¡Pobre mujer! —dijo Tony, con compasión—. Debe de tener la sensación de haber arrojado una cerilla a un barril de pólvora.
Polly le dirigió por encima de la mesa una disimulada mirada de aprobación. De todas las cualidades que admiraba en el Hombre, colocaba en lo más alto la facultad de saber perder. Tony le parecía ser el hombre que sabía perder mejor de todos los que había conocido. Ni una sola vez desde el día fatal dio la menor muestra de desaliento.
—Tiene que ser desagradable para todo el mundo —dijo Polly—. Para sir Herbert, por ejemplo. O para lady Lydia.
—O para Freddie —dijo Tony, riéndose—. ¡Pobre Freddie! ¡Cuánto debe sufrir!
Y Slingsby. Es curioso que tenga que llamar a su sobrino «Milord».
—En conjunto, un lío asqueroso —asintió Tony—, una cosa insoportable de ver. Dejemos eso y vamos a hablar de dónde iremos usted y yo esta tarde.
—¿Es que vamos a alguna parte?
—Naturalmente… Con un día como hoy tiene usted que pasar la tarde al aire libre. Soy un hombre de negocios y creo que sacaré más rendimiento de usted si tiene los pulmones llenos de aire puro.
Polly lo miró de una manera rara.
—No debe usted estropearme —dijo—. Recuerde que tendré que seguir ganándome la vida cuando vuelva usted a ser conde otra vez.
—Eso lo dice usted. Pero yo no lo creo. Creo más bien que me encontrará usted aquí dentro de cuarenta años, trabajando con un casquete negro y un par de patillas blancas. El tipo pintoresco de barbero, vaya… Me parece estar oyendo a la gente decir: «¡Oh, hay que proteger a aquel pobre barbero viejo! Es un tipo…».
—Dentro de veinte años, será usted un conde gotoso, mandando a todo el mundo al diablo.
—¿Lo cree usted?
—Lo sé.
Tony asintió con indulgencia.
—En fin, sí ésta es su versión, diremos como míster Truefitt le dijo a Meech: «Hace usted bien de aferrarse a ello». Pero nos apartamos del punto. ¿Dónde vamos esta tarde en mi viejo cacharro? ¿Al río? ¿Al soleado Sussex? Diga usted un nombre.
Un extraño gesto apareció en el rostro de Polly.
—Me parece que no iré nunca más en automóvil —dijo en voz baja.
—¿Por qué?
—¡Oh!, no sé…
—¿Por qué no, Polly?
Polly lo miró valientemente, pese a que sus labios temblaban.
—Escuche —dijo—. Cuando era una chiquilla, solían mandarme a la granja de mi abuelo en Connecticut a pasar dos meses de verano. ¡Y cuánto me gustaba! Pero un año me negué a volver. ¿Comprende usted?… Me gustaba demasiado y sabía cuán horrible sería cuando ya no pudiese ir…
Se calló y apartó la mirada. Tony se quedó con la boca abierta. Le cogió la mano.
—¡Polly…! ¿Quiere usted decir…? ¡Maldita sea! —dijo Tony.
Soltó su mano rápidamente. El ruido de la puerta que se abría y la corriente de aire procedente de Mott Street que le dio en la nuca le avisó de que no estaban ya solos.
Se volvió, contrariado. Su primera idea fue que George Christopher Meech había regresado y estaba decidido a hablar firme y amargamente con él. Entonces se dio cuenta de que estaba equivocado. El intruso era Slingsby.
El mayordomo estaba espléndido con su traje de mañana y su sombrero hongo que usaba siempre para sus paseos cuando estaba en la metrópoli. Resoplaba ligeramente porque el buen tiempo lo había tentado a hacer el camino desde Arlington Street a pie, y su estado de salud no era del todo satisfactorio.
—¡Hola! —dijo Tony.
—Buenas tardes, milord.
El aspecto de Slingsby delataba respeto y benevolencia. Un pastor que examinase una oveja descarriada que hubiese siempre considerado socialmente superior, debía de tener el mismo aspecto. La decisión de sir Herbert Bassinger de ir a pasar un par de semanas en Londres había merecido su más ferviente adhesión. Había tenido que soportar mucho desde la marcha de Tony de Langley End y suspiraba por volver a verlo y poderle confiar sus cuitas.
Al observar que se estaba celebrando una comida, se consagró con suave eficiencia a su cometido social. Avanzó hacía la mesa sin decir una palabra más, cogió la botella, miró la etiqueta, frunció el ceño y escanció el vino en las copas. Hecho esto, adoptó una actitud profesional detrás de la silla de Tony.
—Nada, nada, tío Ted —dijo Tony—, no debes preocuparte de nosotros.
—Prefiero esperar a milord.
—Yo no soy milord. Soy tu sobrino.
—Prefiero considerar a Su Señoría como Su Señoría.
Polly, con femenino tacto, los sacó de aquel difícil callejón sin salida.
—Hemos terminado —dijo—. Por lo menos yo. ¿Y usted?
—Completamente —dijo Tony.
Polly se levantó y comenzó a asear la mesa. Lo hizo de una manera experta, recogiendo los papeles y los restos, dejando un mínimo de perturbación. Declinó con un ademán la oferta de ayuda hecha por Tony.
—¿De veras puede usted hacerlo sola?
—De veras, gracias.
—¿No es excesivo para sus frágiles fuerzas?
—Soy más fuerte de lo que parezco —dijo Polly.
Abrió la puerta de la «Sección para Señoras» y entró. Tony se levantó y encendió un cigarrillo.
—Es usted muy amable por haber venido a verme —dijo—. Creo que la familia está en Londres. ¿Cómo va por casa?
Un ceño huraño ensombreció la placidez del rostro del mayordomo.
—No hay más que una palabra para calificarlo, milord —dijo sombríamente—. ¡Cataclismo!
Tony se echó a reír.
—Cataclismo, ¿eh?
—Sí, milord.
—¿Es decir, que las cosas no van bien?
—No, milord.
—Bien, no veo la manera de evitarlo —dijo Tony, sentándose en la mesa—. Ve usted, mi querido amigo… —El mayordomo pestañeó—. Ve usted, mi querido amigo —prosiguió Tony no haciendo caso de su sufrimiento—, hay que enfrentarse con los hechos. Tanto usted como yo sabemos que no soy lord Droitwich…
No era costumbre en Slingsby interrumpir a la Familia, pero no pudo evitar hacerlo ahora.
—No sé nada parecido, milord. He estado observando al joven Syd y nadie me hará creer que es un aristócrata. Un hombre con la sangre de sus antepasados en sus venas —prosiguió Slingsby, calentándose con el tema—, es capaz quizá de emplear el cubierto de pescado con el entrante, pero jamás mojará un trozo de pan en la salsa.
—¡Oh, ya se acostumbrará! Tiene usted que darle tiempo.
—Diez años de presidio le daría yo —dijo el mayordomo, con rabia—, si dependiese de mí.
Hubiera seguido hablando todavía, pero en aquel momento la puerta de la «Sección para Señoras» se abrió y entró una figura que paralizó las palabras en sus labios.
—¡Oh! —dijo Slingsby—. ¿Tú, eh? Precisamente quiero verte…
Ma Price tragó saliva sin decir nada. Era una persona muy diferente de aquella mujer alternativamente lacrimosa y efervescente que zigzagueaba por el viejo interior de Langley End hacía dos semanas. Cierto era que parecía lacrimosa también en aquel momento, pero las lágrimas que amenazaban brotar no eran lágrimas vínicas. Procedían de una congoja espiritual más que de un estimulante alcohólico. Todo en ella era seda negra y sufrimiento.
Polly, apareciendo detrás de ella en el umbral vio la voluminosa figura del mayordomo hincharse como una nube tempestuosa.
—Por favor, no sea usted cruel con ella, míster Slingsby —suplicó—. No es feliz…
Otro sollozo escapó de Ma Price. Era el equivalente de un «¡Escuchadme, escuchadme!», pronunciado en una reunión pública. No había pasado dos semanas dignas de envidia. La comparación de Tony de que su sensación debía ser la del hombre que ha manejado un barril de pólvora, era exacta. Si de algo pecaba era de haberse quedado corto. Era como si hubiese hecho una brecha en el dique de un embalse y estuviese contemplando a miles de personas pereciendo ahogadas en el valle inferior.
El mayordomo se resistió a que le despojaran de su víctima.
—¿Y qué derecho tiene a ser feliz —preguntó, implacable—, después de lo que ha hecho?
Ma Price sollozaba lamentablemente.
—No tuve intención de hacer daño a nadie.
—Desde luego, no la tuvo usted —dijo Tony, acercándose a ella y rodeando con su brazo su ancha cintura.
—Todo esto está muy bien, milord —dijo Slingsby, emblema de la Fatalidad—. Pero, con intención o sin ella, lo ha hecho. Le aseguro a usted que mi sangre bulle al contemplar al pobre Syd. No he estado nunca acostumbrado —añadió el mayordomo— a servir en casas donde el llamado cabeza de familia se ofrece en medio de la comida a examinar el cuero cabelludo de sus invitados y decirles por qué les cae el pelo.
Polly se llevó las manos a la garganta.
—¿Eso ha hecho?
—Eso mismo. Y le dijo a sir Gregory Peasmarch que si no andaba con cuidado pronto tendría que ponerse un felpudo en la cabeza.
—¿Un felpudo?
—Para taparse el occipucio, milord —explicó el mayordomo.
Tony quedó impresionado.
—Tengo, que tomar nota de esto —dijo—. Puede ser útil. Es una frase eficaz para ser usada con los clientes.
Ma Price dio por primera vez rienda suelta a su congoja. Sollozaba desconsoladamente.
—Vamos, vamos, serénese, mistress Price —suplicó Polly.
—¡Dios mío! ¿Qué habré hecho y dicho yo? —sollozaba la desconsolada mujer.
El mayordomo la miró fríamente.
—Ya te diré yo lo que has hecho y dicho. Has echado a Su Señoría de su ancestral mansión trayéndolo aquí y has colocado en su sitio a un asqueroso insolente que ha llamado calabaza a Su Gracia el duque de Pevensey.
—¿Al viejo Pevensey? —exclamó Tony, entusiasmado.
—Sí, milord. Cara a cara. Su Gracia estaba hablando, bastante autoritariamente, como es su costumbre, y el infame Syd le dijo que recordase que no era él la única calabaza que había allí.
—¡Lo que yo llevaba tantos años queriendo decirle!
Slingsby se mostró severo.
—Puede ser del agrado de milord tratar este asunto con ligereza, pero puedo asegurar a milord que fue una escena sumamente dolorosa. Creí por un momento que Su Gracia iba a tener un ataque de apoplejía.
—¡Dios mío, Dios mío, Dios mío…! —sollozaba Ma Price mirando con recelo a Polly. Esta, al quitar la mesa, había dejado la botella de champaña. En aquel momento la cogió y se dirigió hacia la puerta—. ¡Tenga cuidado con esto, Polly! —exclamó Ma Price—. ¡Apártelo! ¡No sabe el daño que hace!
Polly salió con la botella. Su marcha pareció dar a Slingsby la reconfortante sensación de poder discutir asuntos de familia sin la presencia de extraños.
—Veamos ahora tú… —dijo vivamente—. Vamos a arreglar las cosas. ¿Qué piensas hacer?
—¡Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío…!
—¡Basta ya, no berrees más!
Tony intervino.
—Calma, Slingsby. Tempere usted su severidad con un mínimo de tolerancia.
—Sí, milord —dijo, dirigiéndole una mirada de reprobación—. Y bien…
Su desconsolada hermana seguía sollozando.
—La cabeza se me va, Theodore; no sé verdaderamente qué hacer…
—¿No lo sabes? ¡Claro que lo sabes! Y si no lo sabes, voy a decírtelo yo. Niégate en absoluto a declarar. Destruye toda tu absurda patraña. Termina todo esto.
—Bien, quizá sí… —dijo Ma Price, dudando—. Me iba ahora a la capilla a rezar en busca de inspiración. Polly, querida —dijo al ver entrar a la muchacha—. Voy a la capilla a pedir inspiración. Acompáñeme hasta la esquina, ¿quiere?
—Muy bien, mistress Price.
Ma Price se secó los ojos.
—Hubiera debido saber que tenía que ocurrir el desastre y la confusión. La misma mañana que fui a Langley End rompí un espejo.
—No hubieras debido mirarte en él —dijo Slingsby.
Tony lo miró, confuso, mientras la puerta se cerraba. Habiendo conocido hasta entonces al mayordomo únicamente bajo la suave máscara de su profesión, ocultando cuanto fuesen impetuosas emociones, tenía motivos de asombrarse ante aquel nuevo Slingsby. Jamás hubiera supuesto que un mayordomo fuese capaz de encontrar una cosa tan sutil como su última frase; y estaba impresionado, como ocurre siempre, cuando un semejante revela insospechadas profundidades.
—Es usted un hombre duro, Slingsby —dijo—. Un gran artista del diálogo, pero duro.
El mayordomo suspiró profundamente.
—Es natural, milord. Cuando pienso en todo el mal que ha hecho esta vieja carcamal, siento que algo se eriza en mí.
Tony se incorporó.
—¿Se le eriza…? ¿Quiere usted que lo afeite?
—No, muchas gracias, milord.
Tony suspiró. La vida parecía ser un continuo desengaño.
—Me muero de ganas de afeitar a alguien. Un barbero no es un barbero hasta que ha hecho correr la sangre.
El mayordomo frunció el ceño respetuosamente, pero con severidad.
—No me gusta oír a milord hablar de esta forma.
—Lo siento —dijo Tony—. Nosotros, los profesionales, ya sabe usted… No podemos olvidar el oficio. Se detuvo, sorprendido. Una especie de fuerte e inesperado ronquido partió de los labios de su interlocutor. Al mismo tiempo, un obscuro rubor cubrió su rostro. Tony, al volverse, comprendió la razón. Durante su última frase una desaliñada figura había hecho su aparición en el marco de la puerta. Llevaba traje de montar, pero carecía de esa minuciosidad que suele acompañar a esta indumentaria.
—¡Vaya! ¡Por el aire que respiro! —gritó Tony—. ¡El quinto conde en persona! ¡Entre, entre, amigo mío…!
Syd no aceptó la invitación. Contemplaba con melancólica hostilidad al mayordomo. Durante el período de prueba en Langley End, el siempre marcado antagonismo entre ellos dos se había intensificado considerablemente. Hubiera sido difícil saber cuál de ellos dos miraba al otro con mayor desagrado.
—¡Oh! Está usted aquí, ¿verdad?
—Sí, estoy aquí —respondió el mayordomo con una mueca.
El menosprecio que había en el rostro de Syd se agravó.
—Conspirando e intrigando, como siempre, supongo.
—¡Syd…!
—¡Para ti, milord!
—Señores —dijo Tony, conciliador—, ¡por favor! —Se volvió hospitalariamente hacia el recién llegado—. Siéntese…
—Prefiero estar de pie.
—¿De veras? ¿Tiene usted algún motivo especial?
—Sí —dijo Syd, brevemente—. Tomo lecciones de equitación.
Tony sintió lástima. Comprendía…
—Duele un poco al principio, ¿verdad? No importa. Pronto será usted un jinete consumado… Un cadáver, más bien. Me han hecho montar tanto que no soy ya un hombre, no soy más que una llaga sangrienta bajo una forma humana. —Se detuvo. Parecía dudar sobre si convenía darse por enterado o no de la franca risa que se le había escapado a Slingsby. Decidiendo, después de bien pensado, no rebajarse hasta eso, prosiguió—: Me han dicho —añadió, dirigiéndose a Tony— que dos de mis antepasados murieron en los terrenos de caza.
Tony asintió.
—Es exacto. Un abuelo y un tío. Dos, en total.
—Estas cosas pueden a veces llegar a tres —dijo Syd, tristemente.
—¡Ah, qué le vamos a hacer… noblesse oblige!
—¿Cómo dice usted?
—Dejémoslo —dijo Tony.
El mayordomo intervino en la conversación.
—Te está muy bien empleado, joven Syd. Espero que te mejores.
—No quiero saber tu opinión, sirviente…
—¡Señores! —dijo Tony.
Syd frunció el ceño.
—Es culpa de Ma —dijo con todo bélico—. Si me hubiese dicho la verdad cuando era pequeño, todo esto hubiera sido natural.
—El hombre es lo que es… —dijo Slingsby.
—¿Quieres hacer el favor de callarte?
—El hombre es lo que es —repitió el mayordomo con firmeza—, y todo aquel que abandona sus hábitos y sus ideas para entregarse a algo diferente no será nunca más que un mono domesticado. Cuando hayas tomado todas tus lecciones y te hayas acostumbrado, serás únicamente como una horrible mujer que no se atreve a sonreír por miedo de que se le agriete el maquillaje.
Syd hizo un gesto.
—No vas a esperar que renuncie a mis derechos de herencia, ¿eh, carcamal?
—¡No me llames carcamal!
—¡Alguien tiene que llamártelo!
—¡Señores, señores…! —dijo Tony.
Después de la última respuesta, Slingsby llegó a la conclusión, como tantas otras veces en el pasado, de que nada había cambiado en sus probabilidades de llevar la mejor parte en una controversia verbal con Syd. La mejor política era ignorarlo. Así lo hizo, ceremoniosamente.
—Voy a desearle los buenos días, milord —dijo a Tony—. Tengo que marcharme.
—Sí, quizá será mejor —dijo Tony—, antes de que corra la sangre. Venga usted por aquí alguna vez.
—Muchas gracias, milord.
El mayordomo dirigió a Syd una mirada altiva y salió.
—Conque lo han metido a usted en brega, ¿verdad? —dijo Tony.
—¡Sí, me han metido! —El rostro de Syd se contorsionó. Se imaginaba a las víctimas de la Inquisición cuando, al ser liberadas de la cámara de la tortura, se encontraban con un amigo solícito que les preguntaba qué tal les había ido por allá dentro—. ¡Recuerno, no pasa un solo minuto sin que tenga a alguno de la familia detrás de mí diciéndome que obre contrariamente a mis instintos! —Suspiró—. Sé que es una amabilidad por su parte, desde luego. Lo hacen por ayudarme.
—¿Cuál es el programa de costumbre?
Syd reflexionó.
—Pues… tomemos hoy, por ejemplo. Visita al sastre con mi hermano Freddie. Paseo a caballo en el Row con Freddie, a las dos y treinta. Concierto en serio a las cinco con lady Lydia. Una especie de conferencia o no sé qué después de la cena. Y cuando todos ellos han terminado conmigo me entregan a este Slingsby para las lecciones sobre vinos y comida. Cómo hay que comerlas o beberlos, por qué, cómo y con qué.
—Si tiene usted que montar con Freddie a las dos y media, ¿no va usted a llegar un poco tarde?
—Llegaré más que tarde —dijo con una amarga risotada—. No iré. Lo he plantado.
—Y aquí está usted de nuevo; en su viejo ambiente.
—¡Rrrr! —Syd hizo una profunda inspiración—. Huele bien, ¿verdad?
—Conque echa usted de menos la tienda, ¿eh?
La inocente pregunta pareció producir el efecto de un timbre de alarma en el alma de Syd. Dirigió una rápida mirada a Tony, una mirada a la vez cautelosa y defensiva, como sospechando una trampa.
—¡Oh, no! —dijo, con una débil tentativa de parecer indiferente—. He pensado venir sólo a dar un vistazo…
—Ya veo…
—Nosotros, los Droitwich, somos así… impulsivos. Y hay aquí un par de cosas en mi habitación que quisiera recoger. ¿Hay algún inconveniente?
—Ninguno. No se ha tocado nada.
—¿Vive usted aquí, ahora?
—No, duermo en el club.
—Ma… —Se corrigió en el acto—, Mistress Price sigue aquí, supongo.
—Sí, ha salido en este momento. Ha ido a la capilla.
—Me gustaría volver a ver a mistress Price —dijo Syd con interés.
—Vuelva dentro un rato y la verá. A propósito… —dijo Tony—, cuando regrese usted, ¿me permitirá usted que lo afeite?
Syd se quedó mirándolo.
—¿Dejar a usted que me afeite? No, gracias. No estoy cansado de la vida.
—¡Vamos, vamos! Este no es el espíritu de los Droitwich de las Cruzadas.
—No me importa lo que sea —dijo Syd, con firmeza—. Seguridad Ante Todo es mi divisa. Crea usted mi consejo y no afeite usted hasta que sea usted capaz de ello. Si quiere hacer algo, corte el pelo. De esta forma no asesinará usted a nadie. Y si corta usted el pelo no se deje usted llevar hasta tratar de chamuscar las puntas. Esto requiere una mano segura.
Y con esta máxima se retiró.
—Chamuscar las juntas requiere una mano segura —murmuró Tony—. Cada día aprendo alguna cosa.
Seguía aún meditando sobre esta trascendental verdad, cuando fue interrumpido por la llegada de un nuevo visitante.
—¡Hola, Tony, mi viejo amigo! —dijo Freddie, desde el umbral.
—Conque dejemos esto, ¿verdad? Cuando estoy enterado de todo su lindo tejemaneje, ¿eh? No me haga usted reír que se me va a partir el labio. ¿Se figuran ustedes que me van a birlar mi herencia legal? ¡Pues abandonen todas las esperanzas! ¡Ya me cuidaré yo de ello a pesar de todos ustedes!
—Nada de eso —dijo lady Lydia.
Syd se volvió para parar este nuevo ataque.
—¿Y por qué no?
—Porque —dijo sir Herbert— tengo aquí un papel firmado por mistress Price delante de los debidos testigos, en el cual niega rotundamente que haya el menor fundamento de verdad en toda esta historia.
Una bomba de alta fuerza explosiva que hubiese estallado en la tienda hubiera podido desconcertar a Syd un poco más, pero no mucho. Se quedó con la boca abierta. Miró a sir Herbert. Miró a lady Lydia. Después, volviéndose, miró a Ma Price y sus ojos al mirarla recordaron los de Julio César mirando a Brutus.
—¿Qué…?
Ma Price husmeaba el aire, inquieta.
—Esto es lo que quería decirte, hijo mío —dijo.
Tony avanzó un paso. Había asistido como mero espectador a la batalla que acababa de terminar con una tan señalada derrota del Pretendiente Droitwich, pero de una u otra forma, la cosa no tenía para él ninguna importancia. Sin la menor curiosidad, tendió la mano y sir Herbert depositó en ella el papel con la ceremoniosidad del que deposita valores en una cámara acorazada.
—Sí —dijo sir Herbert—. Tómalo, Tony, y por lo que más quieras, guárdalo en sitio seguro.
Dio un paso de lado como si, temiendo un súbito y desesperado ataque, estuviese decidido a interponer una fuerte barrera entre Syd Price y su sobrino. Tony se acercó al sillón de peluquero, se sentó en el brazo y empezó a leer frunciendo el ceño.
Ma Price estaba hablando de nuevo.
—Estoy segura de haber obrado bien.
—Muy bien —dijo sir Herbert, cordialmente—. Muy bien. Perfectamente bien.
—Muchas gracias, sir Herbert. Eso es lo que dijo la señorita que estaba aquí.
Tony levantó la cabeza con un sobresalto.
—¿Qué señorita?
—Esta, querido… —dijo Ma Price, señalando a Violet, en cuyos ojos acababa de aparecer una expresión de súbito malestar—. Se lo he dicho un momento antes de que viniese usted y parecía muy contenta de lo que he hecho.