CAPÍTULO X

—Bien… Bien —dijo míster Waddington.

—Lejos de ahí, temo, míster Waddington —dijo Tony.

—No querrá usted decir…

—Lo sabe todo y va a pleitear.

—¿Qué probabilidades tiene de ganar? —preguntó Violet.

—Muchas.

—Si esta vieja infernal declara —estalló sir Herbert—, estamos perdidos.

—¡Dios mío! —exclamó míster Waddington.

—No hay más que una esperanza —dijo lady Lydia—. Debemos mandar a buscar a esa muchacha a ver qué puede hacer.

—¿Qué muchacha? —preguntó Violet—. ¿La que ha venido con él?

—Sí. Puede ser capaz de hacerle oír la voz de la razón. Ve a buscarla, Freddie.

—En seguida.

Violet levantó las cejas.

—¿Por qué puede hacerle oír la voz de la razón?

—Parece comprenderlo bien.

—¿Es que es novia suya o algo parecido?

—No —respondió Tony.

—Pues a mí me parece que puede serlo —dijo Violet—. En cuyo caso sus intereses están del otro lado. Si nuestro míster Price adquiere el título, ella se convierte en una pudorosa condesa.

—No está prometida con él —insistió Tony—. Y, por lo que ha dicho, no le gustaría ser condesa.

—¡Qué muchacha más extraña! ¿No se caería de cabeza cuando era pequeña?

—Bueno, mira… —dijo míster Waddington.

—¡Cállate! —dijo Violet.

Míster Waddington se tambaleó de emoción.

—¡Oh! —dijo—. En mis tiempos las muchachas hablaban respetuosamente a sus padres…

—Debían de tener otra clase de padres —dijo Violet.

Freddie regresó con Polly. El Consejo la acogió calurosamente.

—¡Oh, venga, venga, mi querida muchacha…! —dijo lady Lydia—. Necesitamos su consejo. ¿Le ha puesto mi sobrino al corriente de la situación?

—A grandes rasgos —dijo Freddie.

—Creo haber comprendido —dijo Polly—. Míster Price lo sabe.

—Bien. Y desearíamos —dijo lady Lydia— que fuese usted a hablar con él tan sensatamente como lo ha hecho hasta ahora con nosotros.

Polly movió la cabeza.

—Sería inútil.

—¿Qué quiete usted decir?

—Si se lo han dicho, será inútil hablar con él.

Tony asintió.

—Tiene razón, desde luego. Lo único que se puede hacer aquí es luchar denodadamente.

—¡Luchar hasta la muerte! —asintió Freddie, aprobando.

—O no luchar en absoluto —dijo Polly—. Sería lo mejor.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó míster Waddington—. Está usted diciendo tonterías. Ton-te-rí-as…

—No lo crea usted —dijo Freddie—. He aquí una mujer que no dice nunca tonterías. La he estado observando atentamente y veo que tiene alguna idea. Un ardid. Una astucia. Una zangamanga de alguna especie.

—Pues sí —dijo Polly—, la tengo, y me parece buena. Ustedes quieren que míster Price no reclame su título de conde, ¿verdad?

—Eso mismo —dijo sir Herbert, sombríamente.

—Pues bien, la única manera de conseguirlo es que pruebe a serlo y se dé cuenta de lo molesto y solitario y fuera de lugar que se encuentra uno cuando lo es.

—¿Qué diablos quiere usted decir?

—Propongo que le dejen ser lord Droitwich desde ahora. Denle ustedes el título.

—Pero, mi querida muchacha… —dijo sir Herbert, desalentado, porque había esperado algo mejor—, mi querida muchacha, esto es imposible. El caso tiene que resolverse ante un comité en la Cámara de los Lores…

—Sí, pero entretanto pueden ustedes instalarlo aquí y decirle que lo están educando, que lo están entrenando para ser lord Droitwich, acostumbrándolo de manera que no sea un deshonor para la familia cuando el caso comparezca ante la Cámara.

Lady Lydia lanzó una exclamación de entusiasmo.

—¡Qué espléndida idea!

—¡Esto es una idea! —exclamó sir Herbert.

—Ya les decía yo que esta muchacha no dice nunca tonterías… —dijo Freddie.

Míster Waddington renunció a unirse al coro de alabanzas.

—No entiendo lo que pretende —gruñó.

—¡Oh, padre! —dijo Violet. Tenía esa impaciencia de la muchacha moderna ante la lentitud de comprensión de sus mayores—. ¿De qué te sirve la materia gris, si es que tienes? El plan es darle tantas facilidades a míster Price que sea él quien lo mande todo a paseo.

—¿Cómo?

—Hay mil maneras —dijo sir Herbert—. Lo haré montar a caballo.

—Yo lo llevaré a buenos conciertos clásicos —dijo lady Lydia.

—Y yo haré su vida inaguantable en cuestión de indumentaria —dijo Freddie.

—Slingsby arqueará las cejas y lo mirará de soslayo —dijo Violet.

Freddie tuvo algo que objetar a esta observación.

—Eso no le importará. Slingsby es su tío.

—Entonces contraten un mayordomo que pueda mirarlo de soslayo.

Míster Waddington, finalmente, había comprendido.

—Ya entiendo —dijo—. Es una idea espléndida.

—Pero no me parece muy deportiva —replicó Tony.

—¿Deportiva? —preguntó lady Lydia, escandalizada—. Pero, muchacho…

—Bueno, pero ¿lo es o no? —insistió Tony—. A mí me parece bastante baja…

—En una situación desesperada como esta —dijo sir Herbert—, no podemos permitirnos andar con delicadezas. Después de todo, hasta cierto punto es una delicadeza para con él. Le enseñamos únicamente lo que le espera.

—Ya comprendo —dijo Tony, secamente—. Mero altruismo.

—En todo caso, Tony —dijo lady Lydia—, tú no estarás metido en ello. Será mejor que te vayas a Londres, que te apartes de su camino.

—Muy bien.

—Yo también me tengo que ir a Londres —dijo Polly—. Si míster Price se queda aquí, no podrá llevarme.

—Yo la llevaré —dijo Tony, y se disipó su melancolía por primera vez—. ¿Está usted lista?

—Creo que tendría que despedirme de mistress Price.

—Muy bien. La espero a usted en la puerta de atrás dentro de diez minutos.

—Muchas gracias, lord Droitwich.

—Llámeme usted Syd —dijo Tony.

Lady Lydia se volvió hacia Polly.

—Miss Brown —dijo—, no sé cómo expresarle nuestro agradecimiento por su consejo.

—De perilla —asintió Freddie.

—Muchas gracias, lady Lydia —dijo Polly.

Un murmullo de reverencia siguió a su salida.

—¡Qué muchacha! —susurró sir Herbert con devoción.

—Hay cerebro —dijo Freddie—. Hay buena pasta.

—No he visto nunca una muchacha que me haya impresionado tanto —dijo Tony.

Violet lo miró de una manera extraña.

—Sí, esta era la impresión que dabas —dijo.

Durante la corta pausa de malestar que siguió a esta observación, Syd apareció ante una de las puertas vidrieras.

—Aquí estoy —dijo, mirando suspicazmente a su alrededor—. ¡Arrea! Me parece que ha aumentado la orquesta desde que estuve aquí.

Tony hizo los honores.

—Mi novia, miss Waddington. El padre de mi novia, míster Waddington. Permítame que les presente a lord Droitwich.

Syd pareció quedar sorprendido.

—¡Hola! —dijo—. Conque han decidido claudicar, ¿eh?

—Usted lo ha dicho —repuso Tony—. Voy a largarme y dejarle a usted la posesión. —Sacó un manojo de llaves—. Esta llave maestra abre sus maletas, la caja del despacho, la bodega y algunas otras cosas de las que Slingsby lo pondrá al corriente. Esta es la llave de su casa de Arlington Street y esta la de esta puerta principal. —Arrojó el llavero sobre la mesa—. Ahora deme las llaves de su cochina peluquería y todo está arreglado.

Syd se quedó atónito. Las cosas avanzaban demasiado rápidamente para su mentalidad.

—Adiós a todos —dijo Tony—. Adiós, tía Lydia. Adiós, tío Herbert. Tu-tu, Freddie…

Tararí, muchacho…

—Adiós, Violet.

—Adiós, Tony.

Tony se volvió hacia Syd.

Au revoir, lord Droitwich —dijo—. Nos veremos en el Philippi.

Se marchó. Syd miraba en torno suyo, abandonado.

—¡Oiga! —dijo—. ¿Qué significa todo esto?

Se dio cuenta de que todo el mundo se estaba marchando.

—Es hora de vestirse para la cena, Herbert —dijo lady Lydia.

—Es verdad, Dios mío.

—¿Vienes, padre? —dijo Violet.

—¿Eh? —preguntó míster Waddington—. ¡Ah, sí!

Freddie se retrasaba. Estaba mirando melancólicamente a Syd. Este acogió su mirada con ferocidad.

—¿Qué hay? —dijo Syd—. ¡Dos reales por lo que piensa…!

—Pensaba sólo una cosa —dijo Freddie—, y es que si jamás tiene usted que sentarse en la Cámara de los Lores, hago cuestión de honor estar en las galerías. No hay nada que me divierta tanto como reírme a gusto.

—¡Oh! —dijo Syd.

Pero nadie lo oyó. Freddie se había marchado. Syd permaneció un momento estupefacto; después se acercó a la chimenea y contempló el retrato de Larga Espada. Con cierto recelo adoptó la vieja actitud; mentón alto, la mano en la empuñadura de la espada. Después se apartó de allí y, mientras andaba por la habitación, un nuevo orden de ideas pareció apoderarse de él.

Se detuvo y adoptó una actitud oratoria, una mano en el chaleco, la otra tendida horizontalmente hacia adelante.

—Milords —dijo cautelosamente y en voz baja—. Me levanto por primera vez en esta histórica casa.

Se detuvo confuso. Slingsby estaba en la habitación.

—¡Eh! —dijo el mayordomo mirándolo cariacontecido.

—¡Hola, tío Ted!

La mirada del mayordomo se ensombreció todavía.

—Lord Droitwich… —dijo maliciosamente.

—¡Oh! —Syd, como habían hecho los demás en aquella misma sala, trataba de parecer indiferente y natural—. ¿Te lo han dicho ya?

—Lo sé todo —dijo el mayordomo—. Aprisa, ahora. Es hora de que se vista para cenar.

—¿Y la ropa?

—La ropa está dispuesta.

—¡Oh!… —gimió Syd al enterarse de aquello—. Bueno necesito un baño.

—Lo creo…

—Tío Ted —dijo Syd con tenacidad—. ¡Prepárame un baño!

—¡Prepáratelo tú mismo milord! —contestó el mayordomo.

Y salió ceremoniosamente del salón. El Pretendiente Droitwich permaneció de pie, en silencio. En su rostro se dibujaba la expresión de una creciente inquietud.