Capítulo 16

El torso de Hal estaba repleto de aparatos médicos apretujados alrededor de las sanguinolentas heridas y cicatrices quirúrgicas. Algunos se ocupaban de aplicar parches de piel artificial que se adherían poco a poco a las capas dérmicas destrozadas y otros de aplicar virales de regeneración en los plexos capilares. También había sistemas más complejos de los que salían delgados tubos que penetraban en las heridas e introducían y extraían diversos fluidos de los órganos dañados con el fin de mantenerlos vivos hasta que se podían reemplazar para después aplicar el tratamiento apropiado. Llevaba una camisa blanca holgada para cubrir los aparatos, que abultaban demasiado para poder ocultarlos por completo. Parecía que tenía el tronco infestado de tumores plásticos.

Se sentó en su asiento de cuero de respaldo alto, con la cabeza bailando entre los cojines laterales, como si su cuello no tuviera fuerzas para mantenerla erguida. Cada vez que alguno de sus amigos entraba en la pequeña sala de reuniones privada del hotel, de la que se habían apropiado para cuidarlo, Hal sonreía y gruñía a modo de bienvenida. Edmond se acercó a chocar palmas con él. Lawrence sintió un escalofrío al ver cómo a Hal le temblaba la mano y Edmond hacía serpentear la suya para no errar. Los demás, apesadumbrados por el estado en que sabían que se encontraba el niñato, no querían mirar.

Sólo Dennis mantenía una expresión impávida. Lawrence sabía que últimamente había estado elevando su dosis de sedantes.

Amersy fue el último en llegar. Cerró la puerta y le hizo a Hal una señal de complicidad con el pulgar. Sus ojos, incapaces de sostener la mirada con el herido, revelaban lo que pensaba en realidad.

Los miembros que quedaban del 435NK9 miraron a Lawrence.

—Antes de nada, —dijo el Sargento—, no os preocupéis por cómo subiremos a Hal a la Koribu. Tengo un contacto en el puerto espacial de Durrell.

Hal exhaló un largo suspiro sibilante. Movió la mandíbula como si masticara aire. Después de que el precario equipo médico que Lawrence había preparado le instalara un corazón biomecánico, perdió la sensibilidad y la movilidad del lado derecho. Desde entonces la recuperación estaba siendo lenta, como si hubiera sufrido un ataque de apoplejía. Si aquélla hubiera sido la única complicación, Lawrence se sentiría muy feliz. Sin embargo, a pesar de la sangre superoxigenada que alimentaba su cerebro, se habían producido daños por falta de riego. El niñato hablaba despacio y a tropezones, además se habían formado lagunas en su memoria. Sus músculos paralizados y la dificultad que tenía para formar palabras hacían que diera lástima verlo intentar comunicarse. Sabía lo que quería decir, pero se enfadaba consigo mismo al ver que no conseguía articular bien las sílabas. A veces, de rabioso que se ponía, daba un puñetazo con el brazo bueno en el reposabrazos de la silla y las mejillas se le humedecían con lágrimas de frustración.

—Gra… ciasar… gen… to —mascullaba. El esfuerzo de pronunciar dos simples palabras hacía que se le marcaran los tendones del cuello.

—Para eso estoy aquí, Hal. —Lawrence miró a los demás para comprobar su estado de ánimo. Todos parecían curiosos y deseosos de saber para qué los había reunido allí. Desde lo del tribunal militar y el fusilamiento habían centrado su conmoción e ira en el capitán Bryant y Ebrey Zhang. No habían manifestado su resentimiento ni su sensación de traición de una forma coherente, sin embargo, no se habían mostrado muy dispuestos a la hora de cumplir las órdenes que se les daba. Además ahora el resto de pelotones de Memu Bay parecía cada vez menos disciplinado. Así y todo, dado que había que animar y ayudar a Hal, el 435NK9 conservaba cierto grado de cohesión interna. Sus componentes hacían cuanto Lawrence les decía, no porque las órdenes provinieran de Bryant, sino porque su sargento quería que las cumplieran.

No podría haber encontrado unos hombres más apropiados para ayudarle a conseguir su objetivo personal.

«Qué curioso las vueltas que da la vida».

—La razón por la que tengo un contacto en Durrell era algo de lo que os quería hablar tarde o temprano. Ahora es un buen momento. Creo que en el interior esconden una valiosa mercancía cuya existencia Z-B ni siquiera se imagina. Yo quiero apoderarme de eso.

—¿Para Z-B? —preguntó Karl con recelo.

Lawrence sonrió con desgana.

—Ni loco.

Lewis dio una palmada.

—¡Por la puta cara!

—Más bien.

—¿Qué tipo de mercancía? —preguntó Amersy con más cautela que curiosidad.

Lawrence sacó una perla de escritorio. Su pantalla se desplegó y mostró una imagen tomada por satélite de la meseta que quedaba detrás de Memu Bay.

—Esto es Arnoon Province. La última vez que estuve en este planeta se organizó una patrulla para recorrer el interior y pasamos por allí. Según los registros oficiales de Memu Bay, la gente que vive en ese lugar recoge telaraña llorona en la foresta para fabricar jerseys, mantas y mierdas de ésas. Lo que vimos cuando estuvimos allí fue una pequeña y acogedora aldea perdida en el bosque en la que los vecinos disfrutaban de todo tipo de comodidades. Era como un complejo turístico de cinco estrellas. Ya he visto en otros mundos ese tipo de comunidades aisladas. No eran gran cosa. Pero en ésta vi cosas que no encajaban. Puede que os cueste creerlo pero es imposible que mantuvieran ese nivel de vida sólo mediante la venta de mantas. En todas las casas había un montón de aparatos electrónicos de alta gama. Además allí vivía un montón de gente, mucha más de la que creen en Memu Bay y de la que se podría mantener sólo con los ingresos del comercio de telaraña llorona. También es raro que nadie estuviera enfermo. No me refiero a casos clínicos. No vi ni un solo niño constipado. Son la gente más saludable que he visto nunca.

—¿Quieres decir que cuentan con otras fuentes de ingresos? —dijo Amersy—. Lawrence, yo también he visto comunidades de ese tipo. Estarán metidos en algún chanchullo clandestino que dirigirán desde algún escondrijo camuflado en el bosque y que ni la policía ni los recaudadores de impuestos se imaginarán que existe. No debe de ser nada que podamos llevarnos a casa.

—No, esa gente maneja una cantidad insospechable de dinero. Tienen que traerse algo muy gordo entre manos. Puede que sean los habitantes más ricos de este mundo.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Me llevó un tiempo darme cuenta porque utilizan el mejor camuflaje posible: sacar a la luz tu mayor secreto. La primera vez pensé que serían retrógrados porque los vi comer fruta que acababan de arrancar de una planta. —Miró a todo el pelotón y sonrió.

—¿Y qué? —dijo Lewis—. Sí que lo son. Nadie más haría algo así. Es vomitivo. La gente normal ingiere alimentos de células proteínicas.

Lawrence se rió entre dientes.

—Lo cual demuestra mi teoría. Tampoco es algo que se pueda ver. La telaraña llorona es una planta local. El bosque de las colinas es autóctono. En Arnoon Province no se utilizó el baño de gamma.

—Imposible —replicó Dennis con sequedad—. Las plantas terrestres no crecen en medios alienígenas. Para empezar, las bacterias del suelo no les vienen bien. Por eso hay que aplicar el baño de gamma y luego sembrar la tierra con las bacterias adecuadas.

—Exacto —dijo Lawrence—. Pero yo lo vi. Vi cómo cogían fruta de un arbusto y se la metían en la boca. Por lo que recuerdo, no se trataba de una planta terrestre.

—Entonces no pudiste verlo, Sargento. Lo siento pero la bioquímica de los humanos no es compatible con los organismos autóctonos de este planeta. Vale que no me saqué la carrera, pero eso sí lo aprendí.

—Lo sé. Sin embargo, también lo he visto en otros planetas. Tú no estabas entonces. —Lawrence miró a Amersy y enarcó una ceja—. ¿Te acuerdas de Calandrinia?

—Difícil olvidarla.

—Era una nativa de Santa Chico —explicó Lawrence al resto—. Comían fruta recién cogida de los árboles. Yo también pensé que serían retrógrados, pero me equivoqué. Calandrinia nos contó que los expertos en biotecnología que emigraron de California terminaron por descubrir cómo mezclar los genes humanos con los extraterrestres. El hallazgo convirtió a la generación de Calandrinia en lo que eran y les permitió alimentarse como antaño, de manera que ya no dependían de las refinerías de alimentos. Aquél era un pilar muy importante de su filosofía, liberarse del yugo de la maquinaria. Por lo tanto sí es posible.

Dennis entornó los ojos.

—Quizá. En Santa Chico no me extrañaría. ¿Pero aquí, en Thallspring? Joder, Sargento, que lo más avanzado que tienen para salir de Memu Bay es el último modelo de tabla de windsurf.

—Sí. Según Calandrinia, se tardó décadas en desarrollar la nueva base genética de Santa Chico. Durante todo ese tiempo centenares de los mejores genetistas y biotecnólogos de la Tierra trabajaron duro codo con codo. Y luego en una aldea perdida de un planeta que dista treinta y siete años luz de Santa Chico sucede lo mismo. ¿Cómo se explica eso, Dennis?

—Crees que importaron la tecnología de mezcla genética de Santa Chico, ¿verdad? —preguntó Amersy.

—No pueden haberla traído de ningún otro sitio. Y les costaría mucho dinero. Primero habría que viajar desde aquí a Santa Chico con todo tipo de muestras de las plantas y bacterias de Thallspring. Luego habría que contratar a un equipo de genetistas para adaptar las técnicas. Eso exige una gran suma. Billones.

—Santa Chico está aislado —intervino Edmond—. Todo el mundo lo sabe.

Lawrence meneó la cabeza.

—Estuve en Thallspring antes que en Santa Chico. Esto tiene que haber ocurrido hace treinta o cuarenta años, puede que más. Cuando el metálico todavía significaba algo para los pobladores de Santa Chico.

—De acuerdo —dijo Amersy—. Acepto que en teoría es posible que los vecinos de Arnoon tengan árboles que den frutos terrestres. ¿Pero de dónde han sacado el dinero?

—Hay dos opciones —respondió Lawrence—. La primera es que sean exiliados, un grupo de millonarios que ha establecido una colonia dentro de otra. Básicamente son autosuficientes, ahí es donde entran los árboles frutales. Llevan un nivel de vida muy elevado que mantienen comprando en secreto cuantos bienes de consumo pueden encontrar en un mundo más o menos avanzado. El punto débil de esta teoría es que los millonarios no se comportan así. No te dejas el culo para conseguir una fortuna que luego dedicas a una aldea perdida en el bosque. Ese tipo de gente prefiere quedarse en la Tierra, con sus bolsas, sus acciones y sus juntas de directivos.

—¿Y la otra posibilidad? —preguntó Odel.

—Que Arnoon nació tal como dicen que lo hizo. Un grupo de gente honrada que deseaba llevar una vida tranquila que se podían ganar cultivando telaraña llorona. A modo de cimientos de la comunidad, establecieron algunos principios. Después, de repente, descubren algo valioso. Todo un tesoro. La gallina de los huevos de oro. ¿Qué hacen? Si avisan al resto del mundo, todos querrán un pellizco. El desarrollo industrial se impondría en Arnoon Province y ya no podrían mantener su estilo de vida. Para evitarlo deciden mantener el hallazgo en secreto.

»Algunos compran un billete a la Tierra, a donde viajan en una nave de la casa Navarro, y luego continúan hasta Santa Chico. Algunos años más tarde, cuando se ha logrado la mezcla genética, regresan de la misma manera. El resto es muy sencillo. Pueden aumentar su población sin que las autoridades locales se enteren de nada porque han conseguido producir alimentos de forma autosuficiente. Abastecerse de productos de lujo no es complicado; abren un par de negocios de mayoristas aquí, en Memu Bay, puede que otro en la capital. Como son simples tapaderas pueden enviar los productos a la meseta sin que nadie se entere.

—¿Cómo sabían lo de Santa Chico? —preguntó Amersy—. Nosotros no teníamos ni idea hasta que llegamos allí.

—No sabíamos hasta qué punto habían llevado las modificaciones, —dijo Lawrence—, pero sí conocíamos el proyecto de la mezcla genética. De lo que los colonos estaban tan orgullosos era de la gran diferencia que su planeta representaba. Santa Chico no sería colonizado igual que el resto de planetas. Lo dejaron muy claro al principio y después siempre se desvivieron por que todos lo supieran. Incluso en Amethi se oía hablar de Santa Chico.

—De acuerdo, puede que se dieran mucho bombo, pero… ¿un puñado de recolectores de telaraña llorona?

—Tenían acceso al banco de datos y mucho dinero. Es una buena combinación con la que siempre se puede conseguir lo que deseas.

—No creo que cientos de personas sean capaces de mantener un secreto durante tanto tiempo. Siempre habría alguien que bajaría al puerto deportivo de Memu Bay a despilfarrar su dinero y todo se acabaría sabiendo.

—Nadie sabe nada de ellos —dijo Lawrence—. Han protegido su secreto. Pura lógica.

—No veo cómo.

Lawrence ya no sabía qué decir para convencerlos. Las cosas más sencillas no se pueden explicar.

—Eh, Sargento —dijo Karl—. ¿Qué crees que puede ser ese tesoro?

—Eso es lo más interesante. Los satélites de reconocimiento nunca han encontrado nada en la meseta aparte de bauxita. Por lo tanto, en términos geológicos, debe de tratarse de algo que no debería estar ahí, una anomalía. Ampliar Arnoon —dijo al SA de su perla de escritorio. Se abrió la imagen. Pasaron varias vistas de montañas de cumbres nevadas y de extensiones forestales hasta que por fin el SA enfocó un valle en el que había un lago circular, en medio del cual se veía una pequeña isla—. También vi eso la última vez. Entonces no me di cuenta porque todo estaba cubierto de hierba y árboles.

—Santo cielo —murmuró Odel—. Es un cráter.

—Exacto. De origen meteórico, no volcánico. Esa islilla es la cumbre. Un fragmento de algún cometa o asteroide que impactó en la meseta milenios atrás, o puede que no haga tanto. El risco de la cara oeste todavía es casi vertical. Desde el impacto apenas ha habido desprendimientos ni erosión.

—¿Entonces qué lo originó? —preguntó Karl inclinándose hacia delante para ver mejor la imagen.

—Yo diría que fue algo metálico —sugirió Lawrence—. Un fragmento semisólido que resistió el paso a través de la atmósfera y el choque. Los aldeanos de Arnoon deben de utilizarlo además como mina.

—¿Qué tipo de metal? —Karl quería creerlo. Maná caído del cielo mezclado con una excitante caza del tesoro. Ya se estaba frotando las manos.

—No estoy seguro pero debe de ser de los valiosos. Oro o platino. O puede que me equivoque y que sólo fuera un trozo de carbón que se convirtió en diamante a causa del calor y la presión originados por el impacto.

Karl le dio una palmada a Odel en el hombro.

—¿Has oído? Hay una montaña de diamante perdida entre las colinas y es toda para nosotros.

Odel le miró con compasión.

—Es posible —dijo Lawrence—. Es lo que tenéis que decidir. Vosotros mismos. Necesito que me digáis si os implicáis o no. Lo único que sé de cierto es que existen pruebas de que en esa meseta se maneja mucho dinero y que justo allí hay un cráter provocado por un impacto. Para mí es más que mera coincidencia pero no puedo garantizaros nada.

—¿Qué es lo que propones, Sargento? —preguntó Odel.

—Se repartirá a partes iguales entre todos los que me acompañéis. También tendremos que pagar a mi contacto y al piloto del avión espacial.

—¿Cómo iremos hasta allí? —preguntó Amersy.

—Nos han asignado patrullar el interior, salimos mañana a las ocho treinta. Duración estimada dos días.

—Joder —Amersy sonrió sorprendido a la vez que preocupado—. Debe de ser un buen contacto. Las asignaciones vienen de la oficina de Zhang.

—Llevo un tiempo planeándolo. —Lawrence no quiso dar más explicaciones. Ni siquiera ahora consideró que debería hablarles del Principal.

—Tío, estamos cubiertos —dijo Lewis con una amplia sonrisa—. Vamos a ir allí de misión oficial. A los aldeanos ni se les ocurrirá protestar por una campaña especial de captación de bienes. No pueden dejar ver que tienen algo valioso que ocultar. —Miró a Lawrence con admiración—. Yo no lo dudo, Sargento. Cuenta conmigo.

De repente todos miraron a Hal, que había empezado a resoplar.

—Yo… con Sar… gento —masculló—. Quiero… di… nero para cu… rarme y… no vi… vir así.

Edmond le dio unas palmadas a su amigo.

—Tranquilo, amigo. Te daremos tu parte de todas maneras.

—En realidad sí vamos tenemos que llevarlo con nosotros —dijo Lawrence—. Aquí no hay nadie que pueda cuidarlo como es debido. Puede ir en la parte de atrás del jeep.

Los muchachos se quedaron sorprendidos pero no pusieron pegas.

—A mí me parece bien —dijo Karl—. Puta Z-B. Si resulta que de verdad hay algún metal valioso por ahí perdido, podré mandar a la mierda a esos cabrones.

—Yo suscribo —dijo Odel.

—Y yo —convino Edmond.

—Pues de mí no os deshacéis —dijo Dennis.

—Qué bien —exclamó Amersy—. La familia al completo.

Denise había encerrado sus sentimientos durante tanto tiempo en lo más recóndito de su mente que casi había olvidado que los tenía. Se decía a sí misma que su frialdad se debía a la descritura a que había sido sometida, que la racionalidad y la objetividad formaban parte de todas las demás mejoras. Las noticias sobre Josep le hicieron darse cuenta de hasta qué punto se engañaba.

Ray la llamó una hora después de la hora en que estaba previsto que Josep saliera del puerto espacial y le dijo que no se sabía nada de él. Entonces su Principal empezó a interceptar mensajes férreamente cifrados que viajaban desde el puerto espacial y el ala este del Señorío del Águila, donde los empleados de inteligencia de Z-B habían establecido su oficina. En varios se referían a él como «el prisionero»; se realizaron solicitudes de personal y equipamiento, sobre todo desde el departamento médico.

—Se están preparando para interrogarlo —dijo Ray.

Denise hizo un gran sacrificio para disimular una consternación que no sabía de dónde había salido.

—¿Quieres decir torturarlo? —preguntó con voz serena.

—No, le administrarán drogas y le escanearán el cerebro. Para eso quieren a tantos médicos.

—¿Puedes sacarlo?

—Todavía no sé con certeza dónde lo tienen pero supongo que será en el puerto espacial. Lo han desconectado del banco de datos hace un cuarto de hora, lo que es un problema a la hora de localizar su paradero físico. Además aunque lo encontrara, me llevaría un tiempo rescatarlo. Emplearán todas las medidas de seguridad de que dispongan para vigilarlo. Denise… no creo que consiga sacarlo sin poner en peligro la misión.

—Entiendo.

—Era consciente del riesgo que corría. Tú y yo también sabíamos que esto podía ocurrir. Siempre hemos asumido el riesgo.

—Sí. —Pensó que debían seguir adelante con la misión—. ¿Y ahora qué? ¿Crees que podrás conseguir una llave?

—Tendré que esperar a ver. Necesito averiguar dónde lo atraparon y si tienen idea de qué hacía en el puerto espacial. Es algo que me hace falta comprender. Denise, ¿cómo cojones lo cogieron? Conocemos sus sistemas de seguridad, en nuestros planes no dejamos nada al azar.

—Otro Dudley Tivon —dijo Denise—. Pura mala suerte. Alguien lo cogió con las manos en la masa.

—¿Entonces por qué no se activó ningún tipo de alerta? Si alguien atenta contra los intereses de Z-B, lo primero que hacen es desplegar todo su potencial bélico. Si ahora no dispusiera de un Principal que interceptara sus comunicaciones, ni siquiera sabría que han capturado a un prisionero.

—¿Entonces qué sugieres?

—El camino ya está abierto; el hecho de que Josep no cargara un aviso en el banco de datos podría indicar que lo estaban esperando.

—¡Eso no puede ser, Ray! Significaría que saben de nuestra existencia.

—Sí, una putada, ¿verdad?

—No creo que sea eso. Debe de haber otra explicación. Tiene que haberla.

—Yo tampoco quiero creerlo. Pero ahora no nos podemos permitir ignorar esa posibilidad.

—Ray, debemos conseguir la llave de alguno de los vuelos de los Xiantis. Si no nos hacemos con una, habremos fracasado.

—Aún queda esperanza. Tenemos tiempo.

—Si no puedes sacarlo…

—Lo sé… Josep nunca permitirá que descubran en qué se ha convertido ni lo que estaba haciendo. Al menos por esa parte no hay problema.

—¿Quieres que vaya a Durrell?

—No. Si consigo arreglar las cosas, necesitaré que estés preparada. Necesito pensar muy bien mi próxima jugada. Creo que hemos subestimado a Z-B desde el principio. De ser así, tendremos que abortar la misión.

—¡No!

—Admítelo, Denise. Las cosas se han torcido. De todas maneras, Z-B regresará dentro de unos diez años. Entonces podremos intentarlo de nuevo.

—De acuerdo.

—Todavía no se ha acabado el juego. Seguiré controlándolo todo desde aquí y estudiaré las opciones que nos quedan. Estoy intentando establecer un vínculo con el puerto espacial. Deberíamos saber algo dentro de veinticuatro horas.

Denise intentó sonreír.

—Para entonces ya deberíamos estar en marcha.

—Tranquila. Te llamaré en cuanto sepa algo nuevo.

Después Denise ya no quiso ir a la escuela. Dejó un mensaje para la señora Potchansky para avisar de que le dolía el estómago y luego indicó al SA de la casa mejorado mediante el Principal que filtrara las llamadas. No le apetecía verle la cara a la afable anciana, ni siquiera a través de un vínculo visual.

Era la primera vez que el chalet alquilado parecía vacío de verdad sin la presencia de Ray y Josep. Empezó a pensar cosas raras mientras recorría el solitario pasillo: que debería volver a Arnoon Province, donde se sentiría protegida, o coger un vuelo a Durrell y rescatar a Josep o que toda la misión había sido un completo error.

Se dijo con enfado que aquellas ideas no eran relevantes. Sin embargo, no podía evitar tenerlas.

Miró la puerta de la habitación de Josep, sin saber muy bien por qué se había detenido frente a ella. No le daba mucha importancia a la decoración; sólo tenía un escritorio y un par de sillas de cuero verde oscuro que a ella le parecían espantosas. La cama era de matrimonio, por supuesto. Había colgado una enorme pantalla de sábana que ocupaba la mitad de la pared de enfrente para poder tirarse en el colchón y ver sus programas favoritos con comodidad. En modo inactivo, la pantalla mostraba una fotografía del monte Kenzi tomada un soleado día de verano en la que se apreciaban sus escarpados picos nevados brillando con decisión bajo un pálido cielo turquesa.

Giró la manecilla y entró. Josep no se había molestado en arreglar el cuarto el día que salió para Durrell. Había dejado el edredón hecho un gurruño al pie de la cama y la sábana estaba toda arrugada. Bajo la cama había apilados varios bañadores. Las camisetas que utilizaba para dar clases a los turistas estaban amontonadas de cualquier manera sobre una silla y todavía olían a mar. Las toallas las había tirado al suelo. Un juego de branquias colgaba del respaldo de la silla del escritorio.

A pesar de todas las cosas de las que Denise debía encargarse tras la llegada de los invasores, decidió que ordenaría las habitaciones de sus dos compañeros. Poco a poco fue metiendo la ropa y las toallas en la lavadora y ordenando las cosas. Encontró dos calzoncillos y un sujetador debajo de la cama de Josep (que también lavó). Dobló con cuidado el edredón y lo dejó al pie de la cama. El pequeño robot doméstico pasó su aspiradora por la alfombra, barrió toda la casa y limpió la amplia ventana que daba al jardín de atrás.

Incluso a pesar del orden, la habitación conservaba la huella de Josep. Se frotó furiosamente los ojos con los nudillos. Se sentó en el borde de la cama y acarició el colchón con una mano. En cuanto cerró los ojos pudo ver al estúpido muchacho que conoció en Arnoon y que no dejó de crecer y formalizarse durante los años posteriores. Al finalizar el proceso de descritura, ya maduro y repleto de seguridad en sí mismo, se entregó a la causa con la misma pasión que ella. Después vino a Memu Bay, donde se convirtió poco a poco en un atractivo joven vivaz y feliz. Todas las chicas que traía al chalet terminaban siempre en su cama.

Denise nunca había dormido ni con él ni con Ray, sino que mantenían una afectuosa y respetuosa relación fraternal repleta de bromas de compañeros de piso.

¿Me habré comportado como una imbécil? ¿Debería haberme tirado a sus brazos y haber exprimido el valioso tiempo que compartimos? ¿O quizá nos asustaba a los dos lo en serio que hubiéramos ido si hubiéramos iniciado algo?

Ya daba igual. Para qué seguir especulando. Empezaba a temer que las recriminaciones que se hacía a sí misma desembocaran en un fracaso absoluto. Se odió por pensar todas esas cosas, pero los recuerdos no se esfuman con sólo desearlo.

El paquete de datos de la celda clandestina llegó a última hora de la mañana. Los Principales instalados en distintos nodos del banco de datos garantizaban que pasaría desapercibido para los monitores de Z-B. Ni siquiera en los registros del flujo de datos quedó constancia de su enrutamiento.

Denise estaba acurrucada en la cama de Josep cuando el SA del chalet aceptó el mensaje y lo transfirió a sus neuronas descritas. Había dejado la almohada empapada de lágrimas.

La tristeza dio paso a la ira al leer los datos. Los enviaba una célula de Harkness, uno de los barrios más pequeños situados casi en el borde del foso de vegetación terrestre de Memu Bay. Apenas habían dado señales de actividad desde el inicio de la ocupación. Se habían limitado a colgar pancartas en las paredes y a reunir equipamiento y armas para otras unidades más activas de Memu Bay. Pero Harkness abarcaba todo el tramo de la Gran Autopista de Circunvalación que llevaba hacia el este, lo cual era una situación estratégica dada su misión. El principal motivo por el que habían incorporado aquella célula era que podría, vigilar la carretera, trabajo que sabía hacer bien.

El paquete informaba de que dos jeeps de Z-B habían salido de la ciudad por la Gran Autopista de Circunvalación en dirección al interior.

Un arrebato de cólera se apoderó de Denise, que sintió que los imbéciles de aquella célula no servían más que para molestarla. Tenían que llamarla precisamente ahora. Otra oleada emocional de la que podía prescindir.

No había jeeps. El Principal que Denise había insertado en la red del cuartel general de Z-B revisó los horarios de despliegue. Algo como un convoy de Cueros que viajara hacia el interior se hubiera considerado de máxima prioridad, por lo que se hubiera enterado de aquella salida a los pocos segundos de que la oficina de Ebrey Zhang la asignara.

El Principal que operaba en el chalet analizó automáticamente aquella información. Estaba previsto que hoy saliera una patrulla para recorrer el interior.

Denise se incorporó de un respingo y preguntó si los datos eran fiables.

El Principal confirmó que sí.

Denise le pidió al Principal que le dijera por qué no le había avisado antes de la salida.

Pese a que el Principal era un software muy potente, tardó mucho en responder, varios milisegundos. El Principal no había detectado antes lo de la patrulla porque la asignación no había salido de la oficina de Zhang, sino que se había insertado en la programación de una forma indetectable para los monitores. El Principal envió miles de rastreadores secretos por los circuitos circundantes con el fin de detectar el origen. Uno de los sondeos detectó otro Principal camuflado en el SA de Z-B.

Ambos sistemas cuasi-sentientes se encontraron en medio de aquel universo electrónico, si bien no se hicieron demasiado caso el uno al otro, puesto que al ser iguales no podían penetrarse.

—¿Otro Principal? —graznó Denise conmocionada.

No podía ser.

Sin embargo, así era.

Denise retiró su Principal.

No saltó ninguna alarma en la red de Z-B, así que nadie supo que había estado husmeando. El otro Principal no los delató. Intentó analizar la situación con toda la lógica posible. Sólo había un lugar de donde podían haber sacado un Principal, Arnoon. Alguien de la aldea debía de haber venido a Memu Bay con intenciones opuestas a las suyas, lo cual también era imposible. Ningún Principal actuaría contra el dragón, que había desarrollado este software específicamente para ellos.

Nada parecía tener sentido. Decidió averiguar algo sobre el pelotón al que se le había asignado la patrulla: número 435NK9, sargento… ¡Lawrence Newton!

—No puede saberlo —susurró. El caso era que allí estaba, recorriendo la Gran Autopista de Circunvalación sin que Z-B lo hubiera autorizado ni lo supiera.

Denise cerró los ojos y barajó todas las opciones. No le quedaban muchas. Debía averiguar por qué Newton contaba con la ayuda de un Principal. Era primordial. Quizá incluso descubriera por qué habían capturado a Josep. La respuesta debía de estar en Arnoon, adonde no podía permitir que Newton llegara.

Denise corrió a su habitación a cambiarse de ropa. Escogió unos vaqueros, una camiseta de tirantes, una chaqueta de cuero y cogió el pequeño bolso que contenía las dos armas que guardaba en el chalet. Al tiempo que se vestía iba avisando a otras células para que interceptaran la patrulla. Su Principal rastreó el SA del regulador de tráfico local para buscarle un vehículo apropiado. Cuando hubo elaborado una lista con las mejores opciones, Denise eligió el que más le gustó. Una ráfaga de comandos de rutas de emergencia se instaló al instante en el SA de vehículo.

Denise se calzó unas botas gruesas y salió como una exhalación.

Lee Brack se llevó una sorpresa cuando el SA de su moto empezó a mostrar de repente símbolos de emergencia en sus membranas optrónicas que le indicaban que se desviara de inmediato por una carretera secundaria. Nunca le había hecho gracia activar el SA. Aquella moto estaba hecha para conducirla como era debido, es decir, debía dirigirla un humano no un puto programa. La voluminosa Scarret verde y dorada estaba equipada con una célula convertidora energética de tres núcleos, de la que salían circuitos superconductores, y motores de eje directo multianillado con compensadores de ángulo de giro incorporados. En los tramos más largos alcanzaba una velocidad máxima de 250 Km/h. Su esposa decía que era un capricho para huir de la crisis de los cuarenta. El caso era que allí estaba, conducido por control remoto hacia una puta urbanización. El par de alineación volvió a girar la rueda delantera para desviarlo hacía el bordillo al tiempo que desaceleraba. Las patas de estacionamiento se extendieron en cuanto se detuvo.

Lee Brack se quitó el casco y miró con confusión a su alrededor.

—¿Cuál es la puta emergencia? —Estaba en medio de un barrio de esnobs. Por la acera de enfrente caminaba una pareja de ancianos paseando su labrador pardo. Entonces vio a una atractiva chica que se acercaba haciendo jogging o, mejor dicho, esprintando. Se detuvo frente a la Scarret.

—Muchas gracias —le dijo.

—¿Por qu…?

La joven lo agarró por la pechera de su mono de motorista y alzó sus noventa y cinco kilos con la facilidad de quien levanta una almohada de plumas. Voló varios metros hasta caer de mala manera sobre su brazo izquierdo, lastimándose el hombro. Alguno de sus huesos o tendones hizo un ruido muy feo y al instante sintió unas irreprimibles ganas de gritar.

La chica le arrebató el casco y saltó sobre la Scarret. Lee pasó de chillar de dolor a gritar de rabia en cuanto vio encenderse la pantalla del tablero. ¿Qué pasa con los putos códigos de seguridad?

—¡Hija de puta!

El Principal de Denise borró sin más el SA de la Scarret y se instaló en las perlas neurotrónicas que gobernaban los sistemas de la motocicleta. Gracias a su estructura neuronal descrita, que se integró directamente con el software, fue como si su mente se hubiera fundido con el motor del vehículo. En cuanto los motores de eje se activaron giró el manillar en perfecta coordinación con el par de alineación. Dio media vuelta con tal brusquedad que raspó el asfalto con una de las patas de estacionamiento, de la que nació una estela de chispas antes de retractilarse del todo. Denise aceleró a fondo y desapareció en cuestión de segundos, sin hacer el menor caso a la ráfaga de obscenidades con que le estaba disparando Lee Brack.

Los jeeps estaban llegando a las afueras de la zona donde en su día se había aplicado el baño de gamma para establecer Memu Bay. Las franjas de vegetación azulada se entremezclaban con las de hierba terrestre a ambos lados de la Gran Autopista de Circunvalación. Más adelante se veía cómo del bosque de plantas autóctonas se elevaba con suavidad un velo vaporoso por efecto del calor del sol de la mañana. Lawrence, que iba sentado en el asiento del copiloto del jeep de cabeza, disfrutaba de una magnífica vista de la amplia pista de asfalto que escindía la tierra hasta desaparecer entre los lejanos árboles.

Estaban dejando atrás los últimos pueblos, que aparecían cada pocos kilómetros a lo largo de la autopista. Parecían racimos, casi idénticos entre sí, de pequeños edificios que bordeaban la carretera. En todos había un par de supermercados, un bar y alguna fábrica de aspecto anticuado. Casi siempre se veían garajes de camiones, en los que estos vehículos, oxidados en todos los casos, descansaban sobre la hierba. De vez en cuando aparecían estaciones de robots de mantenimiento de carreteras, salpicadas de chasis destrozados. De una acería semi-automatizada salían sin parar larguísimas vigas. Las kilométricas chimeneas gemelas de un horno de reciclaje vomitaban un espeso humo grasiento al cristalino cielo; tras ellas se podía ver una descomunal y hedionda montaña de basura. Las casas de las cercanías parecían rudimentarias en comparación con los elegantes bloques de apartamentos enjalbegados de Memu Bay. Aquéllas eran simples chozas de ladrillos de cenizas con tejado de aleación dotado de colectores solares. Los adultos estaban sentados junto a las puertas de sus viviendas mirando el tráfico que pasaba por la carretera. Los niños correteaban unos tras otros entre la cochambre o jugando al fútbol.

—La última vez no vi nada de esto —dijo Lawrence mientras atravesaban un pueblo que se llamaba Enstone. Junto a la autopista habían colocado un enorme cartel que anunciaba el astillero que habían construido dos acres más allá de la hilera de casas.

—Si el mar queda a veinte kilómetros de aquí —dijo Lewis.

—Sale más barato construir aquí —explicó Amersy—. Es la economía secundaria de Memu Bay. Siempre nace alrededor de los asentamientos prósperos. Mientras mayor es la población, mayor es el porcentaje de trabajadores semicualificados y temporales.

—Querrás decir pobres —dijo Dennis.

—Exacto.

El tráfico que transitaba por aquel tramo de la Gran Autopista de Circunvalación era mucho más denso que el que Lawrence recordaba. Se componía sobre todo de camiones y camionetas que se movían entre las fábricas y las tiendas para transportar materiales de unas a otras. Pensó que a ese paso no pasaría mucho tiempo antes de que los pueblos se fundieran y formaran una zona urbana.

Cuando atravesaban el último pueblo de la autopista, el Principal de Lawrence le avisó de que otro Principal había accedido a la asignación de la patrulla. Lawrence solicitó una confirmación. No había margen de error.

Supuso que se trataría de Killboy. No había otra explicación. De hecho, tenía mucho sentido porque siempre había sabido que la resistencia poseía un sofisticado software subversivo. Le pareció muy irónico que fuera un programa como el suyo.

—Cambiar los sensores a modo de búsqueda A5 —ordenó Lawrence a todos—. Que vuestros SA revisen las entradas en busca de tráfico de datos localizado y actividad electrónica. Alguien se ha interesado por nosotros, así que puede que nos encontremos con alguna sorpresa por el camino.

—¿Cómo coño lo sabes? —preguntó Amersy.

—Utilizo un software inteligente que puede detectar peticiones ilegales y acaba de informarme de que alguien ajeno a Z-B ha preguntado por esta patrulla.

—Hay que ver, Sargento —exclamó Karl—. Deberían nombrarte general.

—Joder con el programita —dijo Amersy con seca ironía.

—Sí, sí, venga, muchachos, espabilando. —Revisó su rejilla de telemetría para cerciorarse de que estaban activando sus sensores. Una vez que todos hubieron iniciado la búsqueda se giró para ver cómo estaba Hal, que iba en la parte de atrás del jeep. Habían apoyado al niñato contra la puerta para que pudiera ver el paisaje. El viento le revolvía el pelo. En ningún momento perdió su media sonrisa. Edmond iba sentado a su lado; había apoyado los pies sobre una caja llena de recambios de los módulos que Hal llevaba puestos.

—¿Qué tal ahí atrás? —preguntó Lawrence.

Edmond le hizo una señal vaga con una mano.

—Todo controlado, Sargento.

Cruzaron la frontera entre la vegetación terrestre y la de Thallspring. Aparte de los jeeps del pelotón, el único vehículo que quedaba ahora en la Gran Autopista de Circunvalación era un tractor que tiraba de un remolque abierto procedente del interior. Cuando se cruzaron, Lawrence vio que el remolque iba cargado de esbeltos troncos y se preguntó si sería legal. En la ciudad había varias plantas que sintetizaban comida.

—Vamos —dijo Dennis, que conducía el jeep de cabeza—. Quiero llegar a Amoon al anochecer.

Apretó el acelerador para ganar más velocidad.

Desde que recibió la llamada, a Newby no había dejado de subirle la adrenalina, cosa que le hacía sentirse en la gloria. Era lo que deseaba cuando se incorporó a la célula. No obstante, desde la irrupción de los invasores, lo único que le habían pedido era que cuidara de unas cuantas abultadas cajas selladas que había ocultas bajo las jaulas de botellas vacías de Coca-Cola en el fondo del almacén de su padre hasta que las fueran a buscar. Se ponía nervioso cada vez que se presentaba un desconocido y le daba la contraseña, ya fuera para dejar cajas o para llevárselas. Su colaboración le hacía sentir que formaba parte de algo importante. A sus veintitrés años, creía que había encontrado su lugar en el mundo.

Así y todo, por fin la célula iba a entrar en acción, puesto que le habían encomendado una tarea crucial. Se reunió con sus compañeros de célula, Carole y Russell, detrás del almacén de su padre y se montó en la maltratada y vieja furgoneta. Su plan de escaparse sin que nadie se enterara se vino abajo en cuanto arrancó el anticuado motor de combustión del vehículo, que empezó a eructar estrepitosos rugidos. Puso cara de dolor, metió primera y salieron disparados justo cuando su padre salió a ver qué pasaba.

Las instrucciones que su perla de brazalete recibió y desencriptó eran simples y directas. Se detuvo en Enstone para recoger a otra célula, que se componía de tres desconocidos: dos gordos paliduchos que se acercaban a los treinta años y que parecían hermanos y un esbelto anciano de aspecto solemne al que le echaba por lo menos sesenta años y que vestía tejanos ceñidos, camisa vaquera y corbatín; el sombrero de cowboy que lucía parecía igual de impoluto, aparte de caro. Para Newby aquel tipo apestaba a dinero. Sin embargo, todos le habían dado la contraseña correcta. Le intrigaron las dos pesadas cajas que portaba cada uno de ellos. En cuanto terminaron de apretarse en la parte de atrás de la furgoneta, Newby pisó a fondo el acelerador y partieron en dirección este por la Gran Autopista de Circunvalación, hacia las estribaciones de las Mitchell.

Para tender la emboscada eligieron un lugar perdido en el bosque, donde la carretera ya ascendía hacia la meseta. La vegetación de aquella zona era tan frondosa que incluso se podía ver cómo crecían las zarzas y enredaderas. La batalla entre la maleza y los robots de mantenimiento de la autopista seguía siendo tan cruenta como al principio. La constante poda que realizaban las cuchillas automáticas había provocado que la muralla de follaje de ambas orillas fuera ya casi sólida. Arriba, donde no llegaban los artilugios robóticos, las ramas formaban una alargada bóveda sobre la pista de asfalto y formaban un sombrío túnel arbóreo. Las lianas que colgaban del techo llevaban al interior las amargas gotas de la lluvia que caía sobre el toldo natural, a modo de estalactitas vegetales.

Era tal la oscuridad del túnel que Newby tuvo que encender las luces de la furgoneta. Cuando por fin encontraron un hueco en medio de la maleza que saturaba las orillas de la autopista, viró para meterse por él y pasó con cuidado entre los árboles hasta aparcar por fin la furgoneta a cien metros de la carretera, donde resultaría imposible verla. Aramande y Rufus, los hermanos, enseguida se pusieron a colocar cargas explosivas al pie de los árboles de la cuneta. Manejaban con soltura las pequeñas bombas. Durante el viaje contaron qué de vez en cuando participaban en operaciones madereras ilegales en el bosque, en las que no quedaba más remedio que derribar los árboles con rapidez. Nolan, el anciano, abrió los cuatro estuches que quedaban. Contenían el tipo de armas que Newby siempre había soñado con utilizar contra los invasores. Nolan montó un amazacotado cañón con unos pocos y ágiles movimientos de profesional. Lo llamaba la tronadora. Aquel arma corta medía ocho centímetros de diámetro y contaba con un sistema de carga que la hacía parecer como sí se compusiera de piezas de ferretería; no disponía de zoom electrónico. Disparaba cartuchos del tamaño de un puño. Nolan agarró un voluminoso cargador y se lo pasó a un deleitado Newby.

—Tú utiliza esto porque dispara cartuchos explosivos —le dijo Nolan—. En otras palabras, no importa si no tienes mucha puntería, que no creo que la tengas. Pensamos que un disparo certero con uno de éstos puede matar a un Cuero. Sin duda si se dispara de cerca se le causará un daño grave. Así que cuando detengamos los jeeps y te haga una señal, vacías este cargador todo lo rápido que puedas. La idea es cargarnos los vehículos y reventarles el culo a los Cueros. Después metes el segundo cargador y disparas contra los Cueros. —Le pasó otra tronadora a Carole—. Les dispararéis los cinco a la vez, contaréis con los árboles para cubriros. Dado lo jodidos que se van a ver, les será muy difícil contraatacar, pero no imposible. Utilizan muy buenos sensores y cuenta con la ayuda de un SA. Van a poder veros, ¿comprendéis? Por eso no podéis dejar que la cortina de fuego decaiga.

—¿De qué te encargarás tú? —preguntó Carole.

Nolan abrió el último estuche. El rifle que contenía estaba equipado con un cañón de metro y medio de longitud. Incluso para los indoctos ojos de Newby parecía letal.

El anciano lo sacó y lo golpeó con cariño.

—Yo les daré el golpe de gracia.

Newby se ocultó tras un tronco de unos dos metros de ancho que quedaba a veinte metros de la carretera. Si se acurrucaba entre las gruesas raíces podía ver con claridad la estropeada pista de asfalto. Unas gafas de interfaz lo mantenían comunicado con los demás (Nolan había traído más equipamiento aparte de las armas). Todos estaban vinculados a través del cable de fibra óptica que el anciano había tendido por el suelo del bosque.

—Así nos podremos comunicar sin transmitir —explicó— y nos expondremos lo mínimo.

Newby esperó con las piernas dobladas con incomodidad mientras la fría humedad de las raíces le iba empapando la camisa haciendo que todo el cuerpo empezara a picarle. En cuanto las tixmitas se toparon con él comenzaron a explorar su nueva fuente de alimento. Newby no podía dejar de aplastar aquellos diminutos insectos, que cada pocos segundos le daban un doloroso mordisco. En cuanto pudo examinar los alrededores con más detenimiento, vio los relucientes montículos de los tixmiteros que había distribuidos alrededor de todos los árboles.

Ya no se sentía tan ilusionado como al principio. Los nervios estaban apagando la confianza que tenía en sí mismo. Los estridentes cantos de los pájaros lo hacían estremecerse. Quería que todo se acabara ya. Empezaba a tener calambres en las pantorrillas.

—Oigo algo —le susurró Russell al oído.

—¿Qué? —fueron repitiendo los demás en voz baja.

—Puede que sean ellos.

—Muy bien —dijo Nolan—. Ahora recordad. No os pongáis nerviosos. Va a ser rápido, ruidoso y muy bestia. No perdáis de vista a los objetivos en ningún momento. Debemos trabajar en equipo, es la única manera de que salga bien.

—No te decepcionaré, yo no. —Newby se sonrojó un poco al darse cuenta de que había dicho aquello en voz alta.

—Lo sé, hijo —dijo Nolan con suavidad.

—Son ellos —siseó Aramande—. Los veo.

—Muy bien. Rufus, que no se te adelanten.

—Eh, camarada, sé lo que me hago.

Newby, que no dejaba de cambiar de postura, preparó la tronadora. Miró a la carretera por encima de la punta del rechoncho cañón. En efecto, se aproximaba un jeep. Sus luces destellaban entre las sombras. Un segundo jeep lo seguía de cerca. Podía ver a los Cueros que iban dentro.

Cuando el primer vehículo ya se encontraba casi a su altura, Rufus detonó la carga del árbol. Era una trampa muy básica: un tronco que corta la carretera y obliga a los jeeps a detenerse, momento en que otro árbol cae por detrás para que no puedan dar media vuelta. Así, los invasores quedan atrapados en el matadero, donde con las tronadoras les sacan las tripas.

No cabía duda de que los hermanos sabían lo que estaban haciendo. La carga colocada en el tronco hizo volar buena parte de la base, que tenía la forma perfecta. La explosión no fue demasiado violenta. El árbol arrastró en su caída los cientos de parras que lo unían al resto del bosque. Cayó formando un ángulo casi recto con la pista, a treinta metros por delante del primer jeep.

Newby se puso en pie de un brinco, puso la tronadora en posición y acarició el gatillo. Pero el primer jeep ni siquiera se molestó en frenar. Entonces le pareció ver un par de fogonazos anaranjados entre los Cueros. Los disparos explotaron en medio del tronco caído. Era tal su potencia que pulverizaron buena parte del árbol. Una mortífera nube de astillas afiladas como cuchillas salió despedida de entre ambas bolas de fuego, despedazando cuanta vegetación encontró a su paso. Los trozos del tronco rodaron con violencia hacia las cunetas y la carretera quedó despejada.

—¡Dispara! —le gritó alguien a Newby.

Todavía se estaba estremeciendo y esperando a que la lluvia de navajas pasara de largo, sin embargo, sin saber muy bien cómo, consiguió apretar el gatillo. El culatazo casi le arranca el brazo. Sólo Dios sabía adónde había disparado. Se puso derecho e intentó apuntar al primer jeep mientras éste se alejaba como un rayo. Se empezaron a oír unas retumbantes explosiones procedentes del jeep. Uno de los cartuchos estalló a unos treinta metros de Newby. Los árboles absorbieron la mayor parte de la onda expansiva pero aun así no evitaron que se golpeara contra el tronco que utilizaba como escudo. Se le cayeron las gafas de interfaz. Soltó un alarido de puro dolor que no llegó a oír. Le silbaban los oídos, sin embargo, el mundo se había sumido de repente en un silencio absoluto.

Se siguieron escuchando explosiones que hacían temblar el bosque al tiempo que unas cegadoras luces naranjas y violentas parpadeaban con ansia. Parecían ser de dos tipos, puesto que unas sonaban más fuertes que otras.

Las piernas ya no le obedecían pero se arrastró hasta dar la vuelta al tronco y situarse de cara a la carretera. El jeep se alejaba. Levantó de nuevo la tronadora y se asustó al ver los hilillos de sangre que le cubrían las manos y mangas. El arma se tambaleó hasta que consiguió apuntar con firmeza al vehículo. Apretó el gatillo. En ese preciso instante un abanico láser esmeralda pasó a través de él. Sólo pudo ver una deslumbrante neblina verde. Segundos después algo estalló en el aire, entre él y el jeep. Salió despedido hacia atrás arroyado por una tórrida y abrasadora oleada de calor. Sintió cómo se le cuarteaba la piel de las mejillas y la frente. El pelo se le fue chamuscando mientras caía entre los espinosos matorrales.

Newby no sabía si se rió o lloró. Lo cierto era que le latían los pulmones, y la garganta parecía que le iba a estallar de un momento a otro. Tenía todo el cuerpo paralizado y la conmoción le impedía sentir ningún dolor. Apenas podía ver, como mucho simples siluetas. No dejó de parpadear mientras se arrastraba sin fuerzas sobre el barro y las ramas rotas. Le costó Dios y ayuda volver a ponerse en pie. Lo veía todo borroso a consecuencia de la ráfaga láser. No pudo evitar gemir a medida que el hormigueo de las extremidades iba dando paso a un intenso frío que le corroía la carne. Al poco empezó a tiritar aterido.

Ya no se veían los jeeps. Entre los árboles destrozados habían nacido varias hogueras. Las volutas de humo se retorcían según iban ascendiendo hacia la bóveda vegetal.

Entonces vio pasar un punto negro procedente de la carretera a tal velocidad que creyó que se trataría de una ilusión óptica consecuencia del daño que el láser le había causado en los ojos. Sin embargo, una leve y rectilínea estela de humo atravesó el aire pisándole los talones al punto.

Newby giró el cuello para ver adónde iba. La estela se curvó a una velocidad pasmosa y zigzagueó con agilidad entre los árboles que se interponían en su trayectoria. Newby infló los pulmones y preparó las cuerdas vocales para gritar. No le dio tiempo.

Lawrence no ordenó detener los jeeps hasta después de haber subido a la meseta, donde ya no había árboles que supusieran ningún peligro. Durante el último tramo de subida, la Gran Autopista de Circunvalación se había convertido en un simple sendero que serpenteaba entre los árboles. El asfalto estaba resquebrajado por la acción del calor, el agua y las raíces. A esta distancia de Memu Bay, el presupuesto de los robots de mantenimiento de la autopista ya no daba para revestimiento. Lo mejor que se podía hacer era limitarse a mantener el camino despejado. Los vehículos que llegaban hasta aquí debían contar con marchas y suspensiones lo bastante potentes para atravesar una carretera de fango.

Los jeeps consiguieron superar el barrizal sin demasiados problemas. Los trozos de madera que habían salido volando cuando les tendieron la emboscada les habían abollado la chapa, que además se había desconchado y quemado. Pero los motores y las ruedas habían salido intactos.

Dennis frenó en seco en cuanto Lawrence le dijo que ya podía detenerse. Los neumáticos levantaron una espesa nube de polvo.

Lawrence se giró. La bala del francotirador, que había atravesado el traje sin problemas, había acertado a Edmond bajo la garganta. El programa médico del Cuero no podía hacer nada por él. El proyectil había cortado músculos, vasos sanguíneos y nervios, además le había destrozado dos vértebras cervicales antes de salir por el hombro. Se habían producido demasiados daños.

Hal había rodeado a su amigo con ambos brazos, postura que mantenía desde hacía una hora. Pese a que tenía media cara paralizada, su expresión de angustia era evidente.

—Muer… to —gimió Hal. Aspiró un poco de aire y enseguida lo volvió a expulsar—. Muer… to. Muer… to. —Aspiró de nuevo—. Sar… gento es… tá muer… to.

—Lo sé, Hal. Lo siento.

La sangre de Edmond brotaba del agujero del balazo y había empapado la camisa blanca de Hal, donde se estaba convirtiendo en una espesa pasta.

Amersy, Lewis, Karl y Odel se apearon del jeep.

—Mierda —murmuró Lewis por el vínculo de comunicación general—. ¿Y ahora qué?

—No sabía que iba a ocurrir algo así —dijo Odel.

—Claro que lo sabías —le espetó Karl—. El Sargento ya nos había avisado, además vimos a esos hijos de puta esperándonos entre los árboles.

—¡Está muerto! —gruñó Odel.

—Y ellos también —replicó Karl, no sin cierta satisfacción—. Misiles inteligentes, no hay quien se salve de ellos.

—Santo cielo, esto no debería haber sucedido. —Odel se apartó del jeep, con las manos en jarra.

—Tenemos que enterrarlo —dijo Lawrence.

—¿Sargento? —exclamó Dennis.

—Enterrarlo. Por lo que a Bryant y Zhang respecta, sólo es otro Jones. No podemos llevarlo de regreso con nosotros y contarles lo que ha pasado.

Hal seguía abrazado a Edmond. Dennis le apartó los brazos, para lo cual tuvo que recurrir a la fuerza de su Cuero. El niñato gritó con espanto cuando bajaron a Edmond del jeep. Golpeó con impotencia el asiento y la puerta, haciendo que todo el vehículo temblara.

Acordaron tácitamente alejarse varios cientos de metros de la carretera. Odel empezó a cavar en el suelo arenoso con rapidez. Tendieron el cuerpo, al que no habían despojado de su Cuero, y rellenaron el hoyo.

—¿Alguien quiere decir algo? —preguntó Lawrence.

—Buen viaje, camarada —dijo Karl—. Todavía no he exterminado a esos hijos de puta de Killboy, pero te mandaré unos cuantos antes de que esta mierda se acabe. Te lo prometo.

Amersy suspiró.

—Los que te conocimos mejor te agradecemos el tiempo que compartimos contigo. Fuiste un buen hombre y eso no se olvida. Te deseamos un buen último viaje y que Dios te acoja en su regazo.

—Amén —susurró Dennis.

—Amén —repitió Lawrence.

—¿Y ahora qué? —preguntó Lewis mientras volvían a los jeeps.

—Calculo que llegaremos a Arnoon dentro de unas cinco horas —dijo Lawrence.

—¿Quieres decir que seguiremos adelante? —pregunto Odel.

—Por supuesto —respondió Lawrence.

—Pero si han matado a Edmond, Sargento. Saben que estamos aquí.

—Ya no —intervino Karl—. Ellos también están muertos. Nos hemos ganado ese dinero, camarada. Nos pertenece.

—Si quieres regresar, adelante —dijo Lawrence—. Nadie te lo va a impedir ni a tenértelo en cuenta. Ya os lo dije antes de salir, es vuestra elección. Edmond tomó su propia decisión.

—Puto Killboy… —resopló Odel—. Ojalá arda en el infierno.

—Venga, en marcha —dijo Lawrence—. Dennis, quiero que cuides de Hal. Límpialo; creo que hemos traído camisas limpias para él. Conduciré yo. Odel, tú vienes con nosotros; te encargarás del lanzador de misiles inteligentes.

—¿Crees que lo intentarán de nuevo? —preguntó Lewis.

—Sólo si son tan subnormales como parecen —le contestó Amersy.

Denise fue dejando atrás los pueblos de la Gran Autopista de Circunvalación sin bajar de los 140 Km/h. Balanceaba el cuerpo en perfecta sincronización con el par de alineación de la Scarret para sortear los camiones de las explotaciones forestales y las desvencijadas furgonetas que se iba encontrando. La combinación del radar láser de la motocicleta, el Principal y sus neuronas descritas conformaban un sistema de orientación formidable gracias a que sólo frenaba lo justo. Avanzaba con tal rapidez que los destartalados edificios que bordeaban la autopista le parecían una borrosa barrera de colores apagados. Sólo tenía que prestar atención a la carretera y los obstáculos que aparecían de vez en cuando. Los ciclistas eran lo que más le irritaba. La gente era peligrosa, sobre todo los niños, que podían cruzarse cuando menos se lo esperaba. Ya había perdido la cuenta de a cuántos había pasado rozando y dejado atrás llorando de miedo.

El tráfico empezó a desahogarse a medida que se acercaba a la frontera. No dudaba en aumentar el flujo de potencia a los motores de eje cada vez que cogía un hueco largo entre los vehículos. Agachada tras el cristal ovalado del parabrisas, podía sentir el viento acariciándole los costados. El asfalto se había convertido en un río desenfocado que surcaba con sus anchos y potentes neumáticos. De nuevo, no podía reprimir su parte humana. La sensación de velocidad le hacía relamerse como un depredador que se abalanza sobre su presa. También, ya más enterrada en su mente, podía sentir la dolorosa e instintiva sed de venganza.

En cuanto salió de un valle poco profundo llegó a campo abierto. La cordillera de las Mitchell sobresalía sobre las copas de los árboles del bosque y atravesaba el horizonte. Nombró una por una todas las cumbres que arañaban el pálido cielo. Las consideraba sus amigas de la infancia, a las que hacía meses que no veía. Al verlas ganó confianza en sí misma. A pesar de las circunstancias, estaba en casa. Pronto desaparecería el fantasma de la soledad.

Al entrar en el bosque se vio obligada a desacelerar de nuevo. El asfalto estaba resquebrajado y cubierto por la resbaladiza pulpa de multitud de frutos, el agua se acumulaba en los baches y formaba bancos de niebla en las secciones más lisas.

Incluso con esta motocicleta, equipada con estabilización y compensadores activos, no podía dejar de prestar atención a la traicionera superficie.

Su intención inicial era alcanzar a los jeeps antes de que llegaran al punto de la emboscada, quizá adelantarlos para reunirse con Newby, Nolan y los demás miembros de la célula para ayudarlos. Opción descartada.

Cuando la Gran Autopista de Circunvalación se estrechó tanto que los árboles de ambas cunetas podían unir sus ramas, no le quedó más remedio que encender la luz. Era un tramo extraño y espeluznante. En lugar de iluminar, el faro más bien parecía intensificar la sensación de avanzar entre tinieblas. La maleza que bordeaba la calzada estaba parcheada de hierbajos y fango; las hojas, privadas de luz, se habían alargado y retorcido y habían perdido su vivaracho color. Las tixmitas, que se reproducían sin control entre el humus que alfombraba el bosque, parecían ser la única forma de vida de aquella zona.

Denise decidió avanzar por mitad de la carretera. Los avanzados sistemas de suspensión impedían que notara hasta qué punto el asfalto estaba destrozado. Desconectó el radar láser para que los Cueros no lo detectaran. Dedicó todos sus sentidos mejorados a la búsqueda de los invasores.

No tardó mucho en encontrarlos. El denso humo de las explosiones que oscurecía la zona todavía no se había despejado del todo. Denise empezó a olerlo un minuto antes de llegar al punto de la emboscada. Al salir de una curva no muy pronunciada vio unos espesos rayos de sol que entraban por los huecos que habían dejado los árboles caídos. Detuvo la motocicleta y se apeó en cuanto se extendieron las patas de estacionamiento. Las explosiones habían causado estragos entre los árboles. En los tocones todavía ardían algunas llamas. Vio el pequeño cráter que había en medio de la carretera y dos trozos de un mismo tronco flanqueándolo. Enseguida supo lo que había ocurrido. El tronco derribado era para detener a los jeeps y retenerlos en el matadero. Sólo que los Cueros lo habían partido en dos con sus armas.

Su Principal, que había estado fisgoneando el SA de Z-B, ya le había informado de que los pelotones habían traído armamento pesado a Thallspring; sin embargo, era la primera vez que lo utilizaban. Newton debía de haberlo sacado del arsenal sin que nadie lo supiera, igual que hizo ella con las minas terrestres.

Era muy preocupante. A menos que se tratara de una coincidencia, debía de ser Newton el que había conseguido el travieso Principal, lo que significaba que conocía la existencia del dragón. ¿Cómo? ¿Se lo habría contado alguien? ¿La misma persona que le había dado un Principal?

Y ahora llevaba a su pelotón a la meseta para cumplir una misión personal. Sólo podía haber un motivo. Denise rastreó las inmediaciones de la emboscada para averiguar qué les había ocurrido a los miembros de la célula. Albergaba la esperanza de que le ayudaran a comprender algunos detalles. Entonces vio un árbol derribado regado con un sospechoso fluido rojizo. Las tixmitas que pasaban sobre él caían a los pocos segundos; vio cientos de aquellos insectos amontonados en el suelo, muertos. Se acercó a investigar. Pisó algo blando y resbaladizo como una bola de gelatina. Al mirar a ver qué era no pudo reprimir una mueca de asco.

Ahora ya sabía que los miembros de la célula no podrían despejarle ninguna duda.

Corrió hacia la motocicleta. Su perla de anillo utilizó el satélite repetidor doméstico para llamar a Arnoon. El Principal blindó y encriptó el enrutamiento de la llamada. Con todo, existía cierto riesgo de que la interceptaran, pero debía afrontarlo.

—¡Denise! —exclamó Jacintha—. ¿Por qué has encriptado la llamada? ¿Sabes algo de Josep? Todos estamos muy preocupados.

—Ahora mismo ése no es el mayor problema.

Ahora el nombre de la autopista parecía irónico. Los postes de los transpondedores habían desaparecido. Los robots de mantenimiento llevaban años sin podar la vegetación de aquella zona. La carretera se había convertido en dos simples y desiguales surcos bacheados que no habían terminado de desaparecer gracias a los pocos camiones y furgonetas que todavía transitaban la meseta. Además, ni siquiera seguían la misma ruta que la carretera original porque como los charcos y los hoyos se habían ido agrandando, los conductores se habían visto obligados a rodearlos. Asimismo, en los nuevos caminos aparecían más baches que los vehículos tenían que sortear desviándose todavía más.

Lawrence debía girar el volante cada dos por tres para no salirse de la sinuosa pista que serpenteaba entre una infinidad de obstáculos ocultos. Ese día no había charcos, hacía bastante tiempo que no llovía por aquella parte de la meseta. Las ruedas del jeep iban levantando una larga polvareda a medida que avanzaba por la rodera. El polvo se metía por todas partes. A Hal tuvieron que ponerle una de las mascarillas de papel del botiquín. Las agallas de los Cueros no dejaban de eliminar de las membranas del filtro una continua oleada de partículas arenosas.

Lawrence no dejaba de consultar su visor de orientación inercial para confirmar si se habían desviado o no de la ruta correcta. No había otra manera de saberlo, puesto que el archivo del mapa de la meseta era el mismo de la última vez, no se había actualizado ni una sola vez. De hecho, según esta guía, la Gran Autopista de Circunvalación aún hoy atravesaba por en medio los asentamientos del interior.

Cuando se iban aproximando a Rhapsody Province pensó incluso que el mapa se había estropeado. No había señal de la mina de bauxita. Tardó un rato en darse cuenta de que los montículos cónicos que se veían a lo lejos eran en realidad los escoriales que había la última vez, sólo que más voluminosos y cubiertos de pequeños juncos y hierbajos fibrosos, si bien la vegetación se caracterizaba por un vistoso matiz alimonado, como afectada de ictericia.

—¿Habrán cerrado la mina? —dijo.

—No parece que haya mucha actividad —dijo Dennis—. Puede que se hayan trasladado.

—Eso explicaría por qué ahora la carretera está tan destrozada.

Pasaron junto a una serie de escoriales y después pasaron entre otro grupo de montículos. Si continuaban llegarían a Dixon. En realidad Lawrence no quería visitar aquel lugar, pero era adonde llevaba la pista. A pesar de lo resistentes que eran los jeeps, no podrían atravesar el accidentado terreno que presentaba ahora la meseta.

—Alguien nos sigue, Sargento —anunció Lewis—. Avanza como un cometa.

Lawrence expandió la rejilla de telemetría de Lewis y abrió su sensor visual. En efecto, de la meseta emergía una débil estela de polvo. Estaba demasiado lejos como para que los sensores obtuvieran una imagen nítida de lo que era, pero sin duda corría mucho más rápido de lo que los jeeps habían podido ir por aquel mismo tramo.

—No le pierdas la pista —dijo Lawrence—. Nada de sensores activos. Pero avísame en cuanto lo identifiques.

—No hay problema, Sargento.

Dixon seguía allí, al menos la mayor parte. Lo primero que notó Lawrence era que habían desaparecido todas las enormes casetas de mantenimiento excepto una. Como las puertas estaban abiertas se podía ver el procesador de excavación que había dentro. Los rectángulos de hormigón indicaban dónde estaban antes las otras casetas, que poco a poco habían ido sucumbiendo a la lenta incursión de las tormentas de polvo. Uno de tales rectángulos servía como aparcamiento para un par de camiones articulados. Otros dos estaban cubiertos de pequeños montones de lingotes de aluminio que en total no daban para llenar ni uno solo de los camiones.

Las casas no se habían derrumbado pero las ventanas de muchas de ellas estaban tapadas con tableros de descolorida madera contrachapada. Hasta la menor de las grietas estaba saturada de tierrilla. Lawrence se fijó en que también faltaban los armarios de aire acondicionado, de los que sólo quedaban las escuadras metálicas que los unían a las paredes.

Miró hacia las afueras de la ciudad, donde se encontraba el edificio hexagonal que albergaba la planta de fusión. También habían desmontado la red de cables rojos que de allí salía para transportar la energía a otros puntos, de manera que ahora sólo quedaba una solitaria hilera de torres de conducción eléctrica que llevaba un único cable. Cuando cambió a infrarrojos, las paredes y tejados se tiñeron de lo que parecía un rosa coralino comparado con el triste bermellón de la tierra circundante.

—Tienen suministro energético.

—¿Habrá alguien en casita? —preguntó Dennis con crispada jovialidad.

—Tiene que haber —dijo Odel—. Siguen trabajando. Se ven luces en las casetas.

—Deben de habernos visto llegar —supuso Karl—. Se habrán escondido.

—¿Cómo iban a saber que somos nosotros? —preguntó Amersy—. No hemos enviado ningún heraldo.

Llegaron a las primeras casas. Lawrence metió el jeep por la calle mayor y no dejó de barrer los alrededores con los sensores en busca del menor indicio de actividad.

—Mientras no se crucen en nuestro camino, su presencia carece de importancia. Sigamos.

—¡Sargento! —gritó Odel—. Por el aire. Viene hacia aquí.

En la visión de Lawrence se expandió la rejilla de telemetría de Odel. Fueron pasando los datos de rastreo. Tres kilómetros al oeste, quinientos metros de altitud, velocidad constante de cuatrocientos kilómetros por hora. Un metro de largo. No existen referencias en el archivo del arsenal.

—¿Qué cojones es? —murmuró. Su SA, que también lo había detectado, indicaba que apenas dejaba rastro de infrarrojos y que la emisión de energía electromagnética era nula.

—Es un puto mosquito de reconocimiento —dijo Lewis—. Pretenden cazarnos.

«¿Quién?», se preguntó Lawrence. No parecía propio de Killboy. Debían ser los de Arnoon Province, que poseían dinero y tecnología suficientes para proteger su territorio. A pesar del peligro que aquel ataque representaba, se sintió bien. «Estaba en lo cierto».

—Pues parece un misil inteligente —dijo Dennis.

—Amersy, paso ligero —dijo Lawrence—. Nos largamos. Odel, usa un misil inteligente y derríbalo.

—¡Sí, Sargento!

Lawrence aceleró; la calle mayor era el tramo de carretera mejor conservado por el que pasaban después de la emboscada, de modo que el jeep alcanzó los 100 Km/h con absoluta limpieza. Amersy lo seguía de cerca. Del lanzador de misiles inteligentes de Odel brotó un fogonazo naranja. Sus sensores siguieron al pequeño proyectil a medida que éste se perdía en el cielo describiendo un gran arco para colocarse a la altura del mosquito o de lo que quiera que fuera.

Aceleró para atravesar la plaza mayor lo antes posible. La rejilla de su visor desplegó un enorme aviso silencioso. Una intensísima pulsación electromagnética estaba presionando su Cuero. Pese a que todos los sistemas electrónicos estaban blindados, la descomunal energía de aquella radiación ya había sobrecargado varias perlas neurotrónicas. Empezaban a cancelarse las primeras funciones internas no vitales.

El motor del vehículo se apagó. Todos los sistemas eléctricos dejaron de funcionar al mismo tiempo. El visor del salpicadero ni siquiera vaciló antes de fundirse. Estaban casi en medio de la plaza y la calle mayor quedaba justo a la derecha. Giró el volante, que se había quedado flojo al desactivarse la dirección asistida. Pisó el freno a fondo y las ruedas derraparon por el suelo arenoso.

Rozaron con la aleta derecha el edificio de la esquina de la calle mayor y con el morro atravesaron el muro de paneles de aleación, que se les cayó encima. La rueda delantera derecha golpeó uno de los pilares de hormigón. Lawrence se estampó contra el volante, que se partió al instante. A su maltratado Cuero no le dio tiempo de endurecerse lo bastante rápido, de manera que la despuntada columna de la dirección lo atravesó y le hirió bajo el tórax, a la izquierda.

Odel salió catapultado por el parabrisas y se estrelló contra el edificio destrozando más paneles de aleación. Hal permaneció en su sitio gracias a los cinturones de seguridad, que lo apretaron contra el asiento. No hizo el menor movimiento, sino que se limitó a pestañear. Las gotas de sangre que brotaron de los módulos médicos le mancharon la camisa limpia. Dennis, a cuyo Cuero sí le había dado tiempo a endurecerse, salió despedido de lado y se deslizó unos metros sobre la carretera.

Al ver lo que le había pasado al jeep que iba por delante, Amersy giró el volante con todas sus fuerzas. El pedal de freno parecía no tener el menor efecto. Vio cómo el otro vehículo se chocaba contra el edificio y se levantaba de delante al estrellarse contra el pilar. Ya no podía girar ni un centímetro más el volante, que se había bloqueado por completo. Se quedaron a medio metro del otro jeep, formando un ángulo recto con la calle. Amersy notó cómo patinaban las ruedas cuando intentó desbloquear el volante. Se chocaron contra un voluminoso obstáculo que había en medio de la carretera. El impulso que llevaba el vehículo lo hizo darse una vuelta de campana. Sólo había una barra de protección, la cual no cumplió del todo su cometido. Amersy vio cómo el horizonte empezaba a girar hasta que el suelo ocupó el lugar del cielo y viceversa. El casco de su Cuero se endureció justo antes de golpearse con la cabeza contra el techo. Entonces el mundo dio otra vuelta y luego otra más.

Lewis salió despedido del jeep cuando éste estaba dando la segunda vuelta. Se le había endurecido todo el traje, de manera que voló con los brazos extendidos hasta toparse con un pilar de un edificio. A pesar de que el Cuero lo protegía, el impacto lo dejó conmocionado. Mientras caía al suelo, el Cuero recuperó su tensión normal. Al levantar la cabeza vio que el jeep se había detenido por fin, boca abajo. La barra de protección se había doblado apresando a Amersy y Karl. Se puso de pie y volvió al vehículo dando tumbos.

La mitad del torso de Amersy asomaba bajo el destrozado jeep. Se esforzaba por salir pero las piernas se le habían quedado atrapadas entre los hierros. Lewis agarró el lateral del jeep y tiró hacia arriba con todas sus fuerzas para levantarlo medio metro mientras los hierros chirriaban con estridencia.

Amersy se liberó.

—Gracias —dijo Amersy.

—¿Con qué mierda nos han atacado?

—Debe de haber sido con algún tipo de e-bomba. Se cargó toda la circuitería del jeep, además la electrónica de mi traje también se vio afectada.

—Joder. ¿De dónde coño ha sacado Killboy una e-bomba?

—Quién sabe. —Amersy se acordó entonces del primer jeep—. ¿Sargento?

—Estoy aquí.

—¿Necesitas ayuda?

—Creo que no. ¿Cómo estáis?

Amersy vio que salía sangre de debajo de la parte de atrás del jeep.

—¡Joder! Karl, ¿me oyes? —Comprobó la rejilla de telemetría de Karl, que estaba casi vacía. Algunas de las funciones del traje permanecían activas y se detectaban los latidos de su corazón. Pero no podía saber nada más.

Ambos se arrodillaron para mirar. De la carrocería se había desacoplado una multitud de afilados hierros, algunos de los cuales le habían rasgado el traje y se le habían clavado.

Amersy activó su altavoz.

—Aguanta, Karl, vamos a sacarte de ahí enseguida.

—Vamos a tener que darle la vuelta —dijo Lewis.

—No debería suponer un problema. —Agarraron el jeep—. ¿Listo? —dijo Amersy—. Venga, arriba. —El amasijo de chatarra gimió metálicamente mientras lo movían, siempre con cuidado. De repente a Lewis se le resbaló una mano y el jeep bajó unos centímetros.

—Hostia —resopló Lewis al recuperar el punto de apoyo—. El depósito se ha partido y empieza a gotear hidrógeno.

—Genial.

Cuando ya casi le habían dado la vuelta, los sensores de Amersy detectaron el pequeño proyectil. Una intensa y azulada chispa blanca impactó contra el vehículo. El hidrógeno se prendió de inmediato y las llamas envolvieron el montón de chatarra en cuestión de segundos. Amersy y Lewis lo soltaron dejando que cayera con estrépito.

—¡A cubierto! —ordenó Amersy al tiempo que se tiraba al suelo.

El depósito explotó.

Lawrence no sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Cuando el dolor lo despertó pensó que podría haber sido peor. El polvo todavía flotaba por la zona del accidente. Amersy lo llamó y Lawrence le dijo que estaba bien, aunque era mentira. Todavía tenía clavado el extremo de la columna de la dirección. El programa médico del Cuero no dejaba de pasar información acerca de los tejidos dañados, la pelvis astillada y los calmantes que le estaba inyectando. Lawrence se apoyó con ambas manos en el salpicadero y empujó para sacarse el hierro.

A pesar de los calmantes, Lawrence no pudo evitar gemir de dolor a medida que empujaba. Una vez que hubo terminado, los músculos del Cuero se recolocaron y sellaron la herida. La capa interna del traje aplicó en la rasgadura agentes antisépticos, anestésicos y coagulantes. Lawrence sintió cómo la zona se le quedaba gloriosamente fría.

Miró a ver cómo estaba Hal.

—Oh, Dios mío. —El niñato estaba doblado hacia delante, con la cabeza colgando. La e-bomba había quemado todos sus módulos médicos. El SA del Cuero de Lawrence no obtuvo respuesta de ninguno de ellos. El niñato se había manchado de sangre la camisa en las partes en que los módulos habían sufrido golpes.

—¿Sargento? —Odel salió cojeando de la casa. Su pierna no tenía buena pinta—. ¿Estás bien?

—Sí. —Se bajó del asiento del conductor—. ¿Tú?

—Sobreviviré.

—Bien, vamos a sacar a Hal.

—¿Dónde está Dennis?

Lawrence miró alrededor. Vio un Cuero malherido tirado en medio de la calle. El segundo jeep debió de caérsele encima.

—¡Mierda! —la rejilla de telemetría de Dennis sólo mostraba una línea plana.

«No te aflijas por los que ya no están porque nunca te darán las gracias. Pon a salvo al pelotón». Lawrence casi podía oír a Ntoko gruñendo aquellas palabras.

Desabrochó los cinturones de seguridad de Hal y levantó al niñato.

—Trae el botiquín —le dijo a Odel.

Una explosión sacudió la calle. Lawrence vio cómo una bola de fuego se formaba alrededor del segundo jeep y lo levantaba.

—Amersy, a cubierto. Nos han tendido una emboscada. Tirar a matar.

—Oído cocina.

Los dos Cueros que había tendidos en el suelo junto al jeep en llamas se pusieron de pie y corrieron a esconderse.

Lawrence rodeó a Hal con un brazo, lo levantó con cuidado y por último estiró el otro brazo para coger el lanzador de misiles inteligentes que había en el otro asiento. Entró en la casa por la pared derrumbada.

Estaba vacía. Abrió una puerta de una patada y accedió a un oscuro pasillo. Había seis puertas idénticas y unas escaleras. Corrió hasta el fondo y abrió la última puerta de otra patada. Otra habitación vacía. Unos débiles rayos de luz se filtraban por las rendijas de las tablas con que habían sellado la ventana. Dejó a Hal en una esquina.

Odel posó el botiquín en el suelo y abrió la tapa.

—¿Tenemos algo que ayude?

—Ni idea. —Lawrence cogió una sonda de diagnosis y la activó. Respiró con alivio cuando el pequeño visor se encendió. La pulsación electromagnética no había estropeado la electrónica que estaba desconectada en el momento del ataque. Los datos empezaron a pasar a su SA.

Empezó a oírse fuego de carabinas a lo lejos.

—Odel, ve a ayudarlos.

—Voy volando.

—Eh, ten mucho cuidado ahí fuera. Parece que esos cabrones saben lo que se hacen.

—Yo también.

Amersy se metió por un callejón que se alejaba de la calle mayor. No ofrecía mucha protección. Había una separación de veinte metros entre las casas prefabricadas, de manera que las calles formaban una red que casi permitía ver de un extremo a otro del pueblo. Los atacantes, cuya posición desconocía, gozaban del mismo campo de visión.

Lewis salió por la segunda casa y se escabulló por otro callejón. Amersy siguió corriendo un poco más y luego cambió de dirección. Abrió el archivo del mapa de Dixon para consultar la posición que marcaba el visor de orientación inercial. El SA del Cuero le indicó una posible trayectoria del pequeño proyectil. El vínculo que tenía con Lewis le proporcionó la posición del otro hombre, que también apareció en el mapa.

—Lewis, necesitamos pinzarlos. ¿Te llegan los datos tácticos?

—Está en red, cabo.

—Sigue recto ciento veinte metros más. Yo estaré tres calles a tu izquierda. Ellos deberían estar entre nosotros.

—Recibido.

Lewis avanzó a paso ligero por donde Amersy le había indicado. Abrió el hueco del brazo y sacó la carabina. Cuando llegó al cruce se detuvo y se asomó por la esquina. Vio moverse algo a dos calles de distancia. Su SA reprodujo la escena. Era una chica de unos veinticinco años, vestida con tejanos y una camiseta roja. En la mano izquierda llevaba una especie de cilindro perlado. El SA no encontró en el catálogo del arsenal ninguna referencia a ese objeto.

Puso la carabina en modo de uranio empobrecido y disparó a la pared. Los paneles de aleación se desintegraron en cuanto recibieron el impacto de las ráfagas de alta penetración. No había nada que sobreviviera a ellas. El SA de su Cuero le indicó cuáles eran las zonas más peligrosas. Dejó de disparar y echó a correr hacia la esquina por donde había desaparecido la chica.

—He descubierto un enemigo, cabo. Lo estoy persiguiendo.

—Recibido. ¿Podrás atraparlo?

Lewis llegó al final de la calle y saltó. Ningún enemigo se esperaría que siguiera ese camino. Pasó volando a metro y medio de altura por delante de la última casa, con la carabina preparada y los sensores alerta. Vio los agujeros que las ráfagas de uranio empobrecido habían dejado en las fachadas; se habían derrumbado tres pilares pero no detectó la presencia de nadie. En cuanto sus pies tocaron de nuevo el suelo siguió corriendo. Se escabulló tras una casa y se agachó junto a un pilar.

—Mierda, lo he perdido, cabo.

—De acuerdo. Vamos a cerrarnos, deben de andar por aquí.

Lewis se levantó y avanzó por la calle para reunirse con el cabo. Apenas había dado diez pasos cuando de repente la rejilla de su visor empezó a destellar arrítmicamente.

—¿Qué coj…? Joder, ahora no. —La pulsación electromagnética debía de haber dañado las perlas neurotrónicas de su traje más de lo que él se había pensado. Esperó a que la fortaleza del e-alfa reiniciara el software caído. Sin embargo, la lluvia de destellos cesó sin más y dejó de recibir datos.

—Hijos de puta.

Cuando iba a detenerse vio a la chica salir de detrás de una casa que había veinte metros más adelante. Se quedó allí, mirándole.

Lewis gruñó y levantó la carabina. A esa distancia podía acertarle a cualquier guijarro sin necesidad del gráfico del punto de mira. Entonces se dio cuenta de que la carabina se había atascado. Apretó el gatillo dos veces, luego otra más y así hasta aburrirse. Nada.

Corrió hacia la chica. Si esa cabrona se había creído que no iba a utilizar la fuerza bruta contra una mujer, no sabía qué grave error había cometido.

De repente sus piernas dejaron de obedecerle. Sintió como si hubiera caído en una trampa de arenas movedizas. Se asustó al comprobar que los músculos del traje ya no respondían. Tenía que mover todo el Cuero con su propia musculatura.

—¡Cabo! —gritó, con la esperanza de que por lo menos el altavoz sí funcionara—. ¡Cabo! ¡El puto Cuero se ha jodido! ¡Cabo!

A los pocos segundos cualquier movimiento se había vuelto imposible. Los músculos del Cuero parecían haberse solidificado, aprisionándolo. Se cayó. Por algún motivo que desconocía, los sensores visuales continuaban activos. Pudo ver de soslayo cómo la chica se acercaba hacia él con total parsimonia. La enemiga se detuvo a su lado, casi tocándole el hombro con los pies.

Lewis apenas podía respirar. ¡Los seguros! ¿Qué les ha pasado a los seguros? Quería gritar y pedirle ayuda a aquella chica, que le abriera el Cuero. Pero le faltaba el aire.

La mujer se inclinó un poco, como si olisqueara a su presa. Entonces Lewis vio que la chica levantaba una mano, con los dedos extendidos, para después cerrar el puño poco a poco.

En ese momento Lewis sintió que la musculatura del Cuero recuperaba la flexibilidad. Por un instante creyó que el e-alfa estaba reiniciando todo el traje. Entonces los músculos del Cuero comenzaron a contraerse. A Lewis sólo le había dado tiempo a coger el aire necesario para gritar de dolor cuando sintió que se le partían las costillas. Lo último que vio fue la mano de la chica reventándole el pecho.

El SA de Lawrence no podía hacer mucho más por Hal. Lo que el niñato necesitaba era un nuevo juego de módulos médicos. Algunos de los que le hacían falta eran tan especiales que Lawrence temía que en Memu Bay no encontrarían nada parecido. Todo lo que tenían en el botiquín eran los sistemas de primeros auxilios y las cápsulas de medicamentos que utilizaban los módulos de apoyo orgánico.

El diagnóstico mostraba anomalías en la composición química de la sangre. El SA de Lawrence listó una serie de medicamentos con los que equilibrar los desniveles. Aun así, Lawrence pensó que la analítica podría haber dado una mala lectura debido al estado de Hal, por lo que decidió administrarle pequeñas dosis.

Hal gimió y movió la cabeza de un lado a otro.

Lewis desapareció de la rejilla de telemetría de Lawrence.

—Amersy, ¿qué hostias está ocurriendo ahí fuera?

—Ha desaparecido. No sé qué…

La transmisión con Amersy se cortó y su telemetría parecía a punto de bloquearse también. Entonces empezó a parpadear un aviso que Lawrence no había visto nunca hasta entonces. Le llevó unos segundos reconocer los símbolos. Su Principal había empezado a introducirse en las perlas neurotrónicas de su Cuero para reemplazar al programa del SA.

—Amersy, Odel, escuchadme. Un software subversivo muy peligroso se está infiltrando en vuestros trajes. Desconectaos y reiniciad el Cuero. No volváis a utilizar los vínculos de comunicación porque están pinchados. Repito, no utilicéis los vínculos de comunicación.

La telemetría de Odel desapareció.

—Oh, puta mierda. —Solicitó al Principal que elaborara un informe del estado y fue leyendo los datos azules a medida que fueron pasando. El Principal se había impedido a sí mismo infiltrarse en su propio Cuero. Los atacantes habían intentado utilizar su propio Principal para subvertir el SA del invasor. Lawrence pensó que los atacantes debían ser de Arnoon Province y que habrían comprado su Principal cuando estuvieron en la Tierra. En cualquier caso, eso ahora no importaba.

Oyó más disparos de carabina. Si podían intervenir los vínculos de comunicación de los Cueros, entonces también sabrían muy bien cuál era su posición. Cogió el lanzador de misiles inteligentes y conectó el cable de datos del arma a uno de los puertos de su Cuero para que el Principal se introdujera en los misiles.

Se puso de pie. El Principal superpuso varios mapas tácticos. Cuando ya estaba a punto de salir, oyó a Hal gemir de nuevo. Lawrence apretó los dientes.

Amersy bloqueó de inmediato todo su traje, tal como Lawrence había ordenado. Durante unos angustiosos segundos sintió que se había quedado atrapado en un oscuro pozo sin aire. Le cabreó lo vulnerable que debía de parecer, allí paralizado como un gigante momificado en medio de un campo de tiro. Entonces el SA empezó a reiniciarse y los sensores se reactivaron.

La misión se estaba yendo a la mierda, además demasiado rápido. Amersy no tenía ni idea de qué podrían estar utilizando los atacantes, pero sabía que superaba con facilidad la capacidad de los Cueros. Se dio cuenta entonces de que Lawrence los había subestimado demasiado. Los supervivientes del pelotón ya nunca se zambullirían en su ansiado tesoro; en seguida se evaporaron todos sus sueños de regresar de la meseta con dinero de sobra para jubilarse anticipadamente. Ahora se conformaba con regresar sin más.

En cuanto recuperó la movilidad corrió a refugiarse en la casa más cercana, sin molestarse en abrir la puerta para entrar. Una vez que se sintió protegido, ordenó al Cuero que se abriera. Fue dándoles instrucciones al SA a medida que se lo quitaba.

Denise entró en Dixon a 100 Km/h.

—Amersy ha dejado de transmitir —dijo Jacintha—. Gangel, comprueba si sigue activo.

—Tengo la última posición de Odel —dijo Denise—. Yo me encargo.

—Ten cuidado —dijo Jacintha—. Sabemos que el Principal no se ha infiltrado en su Cuero. Joder, es bueno ese Newton.

—Ya veremos.

—Eren, por favor, ayuda a Denise.

—Estoy a treinta segundos —aseguró Eren.

Denise empezó a frenar y rodear la plaza mayor. Odel debía de haberse escondido en algún callejón. Por fortuna, los Cueros siempre eran fáciles de encontrar, puesto que su rastro térmico destacaba sobre el suelo arenoso como un cartel de neón. Detectó a Eren caminando por una calle paralela a la suya. Setenta metros más adelante vio que en el suelo brillaban unas huellas. Conducían a una de las casas, cuya puerta principal no dejaba de abrirse y cerrarse.

—Lo tengo —dijo Denise. Desaceleró hasta avanzar a paso de peatón y se acercó a la casa.

El fuego de las carabinas retumbó por todo el pueblo.

—Amersy sigue vivo —anunció Jacintha con sequedad—. Eso han sido ráfagas de uranio empobrecido. Tened todos mucho cuidado.

Denise se detuvo a diez metros de la casa. Vio a Eren salir al cruce que había un poco más adelante y hacerle una señal con la mano.

—Cubre el otro lado —le dijo—. Un Cuero puede atravesar esas paredes como si fueran de papel.

—Bien. —Eren corrió a la parte de atrás de la casa.

Denise sacó la pistola de bloque de electrones que llevaba en el bolso. La pequeña unidad se adaptaba a su mano a la perfección, lo que le otorgaba una puntería milimétrica.

El fuego de las carabinas volvió a tronar cuando Jacintha y Gangel empezaron a disparar a cinco calles de distancia. En una casa que quedaba a veinte metros de Denise había unos agujeros descomunales. Jacintha y Gangel respondieron con dardos de bloque de electrones. Las paredes de aleación afectadas se prendieron y provocaron un incendio cuyas llamas alcanzaron varios metros de altura.

—Listo —dijo Eren.

Denise pasó una pierna sobre la motocicleta y se quedó de frente a la puerta, que la brisa no dejaba de menear. Denise empezó a sospechar que fuera una trampa, de tan simple que le parecía la situación. Odel es un soldado muy bien adiestrado, no se va a dejar arrinconar de esta manera. Miró al tejado.

Los paneles solares estaban calientes, no le hacían falta los infrarrojos para saberlo. Entonces vio unas rozaduras en la capa de polvo rojizo.

Denise se dio media vuelta al tiempo que alzaba la pistola de bloque de electrones y disparaba. El cañón emitió unos pequeños fogonazos que centellearon a medida que ascendían. Uno de los disparos acertó al Cuero que había tirado boca abajo en el tejado, con una fuerza tal que lo hizo deslizarse dos metros sobre los resbaladizos paneles y le rasgó parte del carapacho. Los dos siguientes disparos terminaron de destrozar el Cuero.

Eren apareció por el otro lado de la casa.

—¿Denise? ¿Qué ha pasado?

—Ha saltado a otra casa. Era una emboscada.

—Joder. Menos mal.

Oyeron más disparos de carabina. Al instante siguiente una nueva ráfaga de uranio empobrecido impactó contra la casa, cuyas paredes se derrumbaron casi en su totalidad. Uno de los pilares se reventó y estalló en una nube de metralla de fragmentillos de hormigón. Denise y Eren se tiraron al suelo instintivamente.

—¡Hostia puta, cómo odio esas carabinas! —gritó Eren al levantar la cabeza.

Denise se arriesgó a mirar atrás, al lugar desde donde había disparado Amersy.

—En Memu Bay nunca habían utilizado uranio empobrecido.

Eren resopló.

—Me pregunto por qué.

Una nueva lluvia de dardos de bloque de electrones incendió otra casa. Las carabinas volvieron a traquetear y hacer temblar los edificios.

—Gangel, está a tu izquierda —exclamó Jacintha—. Denise, necesitamos ayuda.

—Paciencia.

Eren esbozó una sonrisa reticente y salió detrás de Denise, que le marcó el ritmo mientras corrieron para reunirse con su hermana.

__Está debajo de una casa —dijo Gangel—. Mierda, se mueve otra vez.

De repente una ráfaga de dardos de bloque de electrones brotó de un cruce que quedaba unos metros por delante de Denise, que se puso a cubierto de inmediato. La respuesta de las carabinas no se hizo esperar. Denise se tiró al suelo otra vez y a los pocos segundos vio hundirse un tejado de paneles solares, cuyos destellantes fragmentos negros se esparcieron por toda la calle.

—¿A qué disparaba? —preguntó Jacintha.

—Quién sabe —respondió Gangel—. Si sigue así se le agotará la munición en seguida.

Instantes después otras cinco casas sufrieron el bombardeo de uranio empobrecido. La última se meció con vacilación hasta que por fin sus pilares se desmigajaron dejando que se desplomara. Denise, que ya estaba lista para seguir corriendo, se vio obligada a quedarse quieta y protegerse la cabeza.

—¡Mierda! —exclamó Jacintha—. Nos ha cogido bien por los huevos.

—Vaya cagada de táctica —dijo Eren alarmado—. Si ahora aparece Lawrence, por detrás, estamos muertos.

—No se pueden comunicar —le recordó Denise. Deseó tener más confianza en sí misma. Los hombres de aquel pelotón llevaban años combatiendo juntos, si no décadas. Además eran soldados especializados. Si alguien podía apañárselas sin vínculos directos, ésos eran Newton y Amersy.

La carabina vomitó de nuevo. Su vínculo con la Scarret desapareció.

—¡Joder! —Vio que Jacintha siguió corriendo. Gangel esprintó desde el lado opuesto. Ambos dirigían sus dardos de bloque de electrones contra la casa en que Amersy se había escondido. Denise echó a correr hacia delante, con la pistola de bloque de electrones en alto para desplegar una cortina de dardos. La casa se había convertido en un infierno. De las ventanas destrozadas brotaban enormes y violentas llamas casi horizontales. El tejado de paneles solares parecía latir al ritmo de las oleadas de calor que agitaban el interior; las llamas asomaban con aire victorioso por las grietas que se habían abierto hasta hacerlo estremecerse y comenzar a hundirse.

Justo entonces otro torrente de fuego de carabina manó del interior. Pese a que todavía seguía tumbada boca abajo, Denise se maravilló ante el temple con que el cabo se enfrentaba a aquella situación. Cierto era que los Cueros eran ignífugos pero permanecer en pleno corazón del infierno rodeado de unos enemigos a los que no dejaba de presionar era algo envidiable.

Una descomunal bola de fuego engulló una de las paredes. Un Cuero saltó por el hueco que se había abierto. Las tres ráfagas de dardos de bloque de electrones que cayeron sobre él al instante desde direcciones distintas no tardaron en despedazarlo.

Denise tuvo que mirar de soslayo para protegerse los ojos del resplandor y el calor. La forma en que el Cuero había saltado por los aires le pareció sospechosa. Jacintha debía de pensar igual, puesto que se estaba acercando a los restos, apresurada pero con cautela, sin dejar de apuntar con su pistola.

El tejado de paneles solares se desplomó por fin, levantando un remolino de brasas y chispas. Jacintha agitó una mano para quitárselas de encima. Se inclinó sobre el desmembrado Cuero.

—¡Mierda! —Miró a su alrededor enfurecida.

—¿Qué? —preguntó Denise mientras se acercaba junto con Gangel y Eren.

—Estaba vacío. ¡Ese cabrón sigue vivo!

Denise se asustó y empezó a dar vueltas para disparar en todas direcciones.

Amersy se ocultó tras un pilar y miró con atención cómo la chica y su compañera salían corriendo hacia la zona del tiroteo. El SA de su Cuero disparó la carabina a ráfagas aleatorias para mantener el fuego de contención. Las dos atacantes se tiraron al suelo. Amersy sonrió mientras corría hacia la reluciente Scarret. Estúpidos aficionados, ni siquiera se han preocupado por cubrirse el culo. Reventó el tablero con una giga-cuchilla y luego esperó a que la carabina escupiera otra ráfaga antes de destrozar la circuitería con la punta. Rompió las perlas neurotrónicas y cortó las fibras ópticas que iban a los compensadores y los frenos. Sin el pilotaje del SA (o del programa que tuviera cargado) la motocicleta no aprovecharía todas sus capacidades. Sin embargo, podría acelerar, frenar y virar manualmente. Para regresar a Memu Bay bastaba. Tendría que apañarse así.

Pasó una pierna sobre la silla y giró el acelerador.

Vio que alrededor del Cuero vacío había cinco casas en llamas y podía oír sus paneles combarse y derrumbarse a medida que el fuego los iba lamiendo, hasta que por fin sólo quedaban en pie las estructuras de acero. Un opaco humo negro ascendía retorciéndose hacia el tranquilo cielo de la meseta.

Denise, sin apartar la mirada de las calles vacías; se acercó a su hermana mayor y la abrazó.

—Te he echado mucho de menos —susurró.

—Ya estamos juntas. Todo va a salir bien.

—Eso espero. Todo esto se nos está yendo de las manos.

—Está desnudo y solo. No llegará muy lejos.

—Joder, la moto, la habrá cogido para largarse. —No podía creer cómo había sido tan idiota.

—Da igual. Ya no pertenece a Z-B, así que no van a enviar la caballería. Por esto no.

—Vale. Entonces sólo nos queda Newton.

—Y el otro.

Denise la miró con sorpresa.

—¿Qué otro?

—En el líder de cabeza iban cuatro, uno de ellos vestido con ropa de calle.

—¿Pudiste ver quién era? No queda nadie del pelotón.

—No lo sé.

—Podría ser nuestro traidor.

Jacintha acarició a Denise en la mejilla.

—No creo que haya ningún traidor.

—¡Tiene que haberlo! Newton tiene un Principal.

—Nuestro dragón no es el único —le recordó Jacintha con voz suave.

—Pero…

—Venga, tenemos que acabar con esto.

Se dividieron en dos parejas para acercarse al jeep desde ambos lados.

—Newton estaba ahí dentro cuando detectó la infiltración de nuestro Principal —dijo Gangel—. Y la sonda de diagnosis sigue transmitiendo. Sea quien sea el cuarto, está muy jodido.

—¿Crees que Newton sigue ahí dentro? —dijo Jacintha.

Denise y ella estaban agachadas tras la esquina de la siguiente casa de la calle mayor. Cuando Denise le dio la vuelta al pilar vio la destrozada parte trasera del vehículo asomando por la pared de la casa. Todo estaba en calma. El rastro térmico del jeep era confuso y se desvanecía poco a poco.

—Lo dudo. Pero no puede haber ido muy lejos.

—De acuerdo. Eren, ¿huellas térmicas por tu lado?

—Nada.

—Esperad. Vamos a entrar.

—Entraré yo primero —dijo Denise—. Tú cúbreme.

Se deslizó pegada a la pared de la parte delantera de la casa. Se le aceleró la respiración, la cual podía oír con total nitidez. El jeep parecía un volcán de calor; sus motores de eje despedían un brillo carmesí y las células energéticas arrojaban un resplandor bermellón por debajo del chasis. La parte de la pared que se había combado y resquebrajado estaba surcada por una red de líneas rubíes. Denise se coló por el hueco que había a un lado del jeep, sin dejar ni un momento de apuntar al interior de la casa. Un intenso rastro de huellas térmicas conducía a la puerta. Jacintha entró detrás de ella y le hizo una señal de asentimiento con la cabeza.

Denise rodeó la puerta abierta y salió al pasillo. Estaba vacío. La puerta del fondo estaba entornada un par de centímetros. No necesitaba infrarrojos puesto que el polvo del suelo revelaba el rastro de dos pares de botas de Cueros que habían caminado hacia la puerta. Sólo había salido uno.

Su perla de brazalete detectó que la sonda de diagnosis estaba emitiendo desde el otro lado. Ya no cabía duda de que el cuarto estaba allí. El sudor empezó a surcarle toda la cara. Atravesar aquel pasillo sería muy arriesgado, ya que el fuego de las carabinas atravesaría las paredes como si fueran de humo. Cogió una bocanada de aire, recorrió todo el pasillo como un rayo y saltó a través de la puerta. Lo que vio la dejó helada.

Jacintha corrió a reunirse con su hermana y al entrar en la habitación casi se choca con ella. Denise estaba paralizada en medio del cuarto, la pistola alzada apuntando al muchacho que estaba tirado en un rincón.

—Estás muerto —dijo Denise con voz ahogada. No podía creer que estuviera apuntando a la cabeza de Hal Grabowski, el mismo que había muerto fusilado. Y sin embargo, allí estaba, abandonado en una casa de Dixon. Le empezó a temblar el pulso.

—¿Quién cojones es éste? —preguntó Jacintha.

—Hal Grabowski.

—¿Al que le tendisteis una trampa en Memu Bay? ¿El que ejecutaron?

—El mismo —susurró Denise. Enderezó el brazo, dispuesta a apretar el gatillo. No podía, no sería capaz de dispararle a un hombre inconsciente. Entonces se fijó en el mensaje que habían escrito en la pared, junto a la cabeza de Hal.

AYUDADLO OS VEO

Habían dejado la sonda de diagnosis sobre el abdomen de Hal, desde donde seguía transmitiendo. Después Denise vio el voluminoso botiquín.

Gangel y Eren entraron en la habitación.

—¿Dónde está Newton? —preguntó Eren—. Y… eh, ¿éste no es Grabowski?

Denise lo miró con exasperación antes de bajar la pistola. Gangel se acercó a la ventana. El marco estaba desencajado. El tablero de madera contrachapada cedió un poco cuando lo empujó.

—Parece que Newton se nos ha escapado.

—¿Qué hacemos con éste? —preguntó Eren señalando a Grabowski.

—Es problema de Newton —dijo Denise.

Se oyó una explosión en el exterior.

Gangel miró por el hueco que se había abierto entre el tablero de madera contrachapada y el marco de la ventana.

—Eso ha sido un misil inteligente. Se acaba de cargar el almacén. ¿Por qué coño lo habrá hecho?

Denise volvió a mirar a Hal. Acababa de comprender el mensaje.

—No nos lo está pidiendo.

—¿Qué? —dijo Jacintha.

—Newton nunca abandonaría a un camarada herido. No nos está pidiendo que por favor cuidemos de su amiguito. Nos lo está ordenando.

Se oyó otra explosión atronadora en el exterior. La casa del otro extremo de la calle mayor saltó por los aires con tal violencia que los fragmentos de los paneles de aleación y de las placas solares ascendieron varios metros antes de esparcirse por una amplia zona y el polvo y el humo brotaron del recién creado cráter a modo de hongo nuclear en miniatura.

La onda expansiva sacudió la habitación. Denise se agachó mecánicamente. El cristal de la ventana se resquebrajó y el tablero de madera contrachapada se terminó de caer del todo, permitiendo el paso del sol. Vio que la sonda de diagnosis se había caído al suelo y en seguida se agachó para volver a colocarla sobre el estómago de Hal; el visor empezó a mostrar de nuevo sus signos vitales.

—¡Muy bien! ¡Lo haremos!

Jacintha la miró.

—¿El qué?

—Newton anda por ahí con un lanzador de misiles inteligentes en los que quizá haya cargado el Principal. Seguirá disparando por toda Dixon hasta que se le agoten. Si salimos, la cabeza buscadora del siguiente proyectil nos detectará y… se acabó. No podemos desviarlos. El único lugar donde estamos seguros, la única coordenada en la que nunca programará un ataque, es aquí, junto a Grabowski. Si no lo mantenemos con vida, adivinad qué casa será la que ataque el próximo misil.

—Qué cabronazo —resopló Gangel, no sin cierta admiración.

—Tú lo has dicho —dijo Denise.

Todos se volvieron a agachar al oír la siguiente explosión, que esta vez se produjo cerca de la caseta de mantenimiento. El humo empezó a pasearse entre los tejados.

—Habla en serio, ¿verdad? —dijo Jacintha. Se arrodilló junto a Grabowski y le quitó la camisa—. Será mejor que nos pongamos a trabajar. —Se sacó del bolsillo una unidad analizadora con forma de dragón y la colocó sobre uno de los ya inservibles módulos médicos de Hal. El pequeño rectángulo de plástico se ablandó y empezó a envolver el módulo.

—¿Qué alcance tienen esos misiles? —preguntó Eren.

—Tres kilómetros —respondió Denise.

—No es mucho. Además está herido. Podremos cogerlo.

—No sabemos qué dirección habrá tomado. Lo único que tiene que hacer es dejar el lanzador a un par de kilómetros de aquí y programarlo para que siga disparando a intervalos regulares. Podría estar a más de diez kilómetros para cuando la cortina de fuego cese.

—¡Mierda! —Eren miró a Grabowski—. En cuanto se acaben los misiles, se habrá terminado también tu suerte.

—¿Ah, sí? —Denise lo miró con socarronería—. Claro, vas a matarlo después de pasarnos dos horas esforzándonos por mantenerlo con vida.

Eren dio un puñetazo en el marco de la puerta.

—No. Supongo que no.

—Deberíamos avisar a la aldea —propuso Gangel—. Pueden enviarnos un equipo. Con un poco de ayuda podremos atrapar a Newton.

—No —dijo Denise—. Es demasiado arriesgado. Además sé qué camino ha tomado Newton.

Lawrence ya había llegado a las afueras del pueblo cuando vio que se acercaba una motocicleta a toda velocidad por la Gran Autopista de Circunvalación, a unos quinientos metros de distancia. Los sensores del casco lo enfocaron. La conducía un hombre desnudo embadurnado con un gel azul.

La motocicleta se detuvo y el hombre lo miró. Era Amersy. Levantó el puño y lo agitó en señal de saludo.

Lawrence se rió e hizo la misma señal. Gracias a Dios alguien viviría para contarlo. Disparó otro misil contra el pueblo.

Amersy se quedó inmóvil durante unos segundos, después aceleró de nuevo y prosiguió su escapada.

Lawrence dejó el lanzador a ciento cincuenta metros de Dixon. Estaba en medio de los escoriales, de modo que no le costó anclarlo en el pedregoso y negruzco terreno. En cuanto se aseguró de haberlo fijado bien, salió corriendo. Los misiles inteligentes se dispararían a intervalos aleatorios. Todos estaban dirigidos contra una casa distinta y sus cabezas buscadoras estaban programadas para impactar contra los humanos que hubiera en las calles, de manera que si localizaba uno, olvidaría su blanco principal para lanzarse contra la persona.

Ahora que había desconectado el cable de datos del lanzador, sólo le quedaba una rejilla de telemetría que controlar: la lectura del diagnóstico de Hal. A juzgar por cómo se habían estabilizado sus signos vitales durante los últimos diez minutos, la gente de Arnoon parecía estar cumpliendo con su parte del trato. Ahora sólo le preocupaba que siguieran cuidando del niñato cuando se agotaran los misiles.

«Lo siento, Hal, ¿pero qué otra cosa podía hacer?».

Intentar sacar a Hal del campo de batalla era imposible. No hubieran recorrido ni diez metros antes de que los partieran en dos con aquellas extrañas armas. Le habían extrañado las bolitas luminosas con que disparaban los atacantes. Tampoco esta vez encontró ninguna referencia en el archivo del arsenal. Aparte de lo raro que era aquel fuego, el rastro que dejaba resultaba misterioso. Se caracterizaba por un intenso campo magnético que sus sensores habían ido registrando durante su escapada. No se había detenido para obtener una segunda lectura.

Lawrence aceleró el paso. Los misiles seguirían lanzándose durante unos setenta minutos más, aunque entre algunos disparos se producirían pausas demasiado prolongadas. En cualquier caso, le daría tiempo a recorrer veinte kilómetros si mantenía un buen ritmo.

Mientras corría abrió el archivo del mapa. Después de Dixon, la Gran Autopista de Circunvalación describía una amplísima curva que atravesaba las Mitchell y pasaba por Arnoon Province, que quedaba casi en la cima. Empezó a correr en línea recta hacia el lago del cráter. Un río le cortaba el paso, pero consiguió vadearlo sin mayor problema gracias al traje de Cuero. El mayor inconveniente de tomar esta ruta era que el monte Kenzi quedaba justo en medio del camino. Amplió las estribaciones para intentar encontrar un paso que lo rodeara.

Pronto pasó de los escoriales a los juncales y árboles gigantes. Tuvo que aminorar un poco el paso para rodear las frondosas matas de juncos, que alcanzaban hasta tres metros de altura. Las gruesas y suculentas hojas de afilados bordes serrados no podían cortar su Cuero, sin embargo él no podía pasar a través de ellas. La maleza que alfombraba el suelo exhibía unos esbeltos tallos leñosos y unas pequeñas flores de tonos azafranados.

A los veinte minutos perdió por completo la señal del diagnóstico de Hal. La pequeña unidad de sonda no se había diseñado para cubrir largas distancias. Según la última lectura, el niñato se estaba recuperando. Lawrence no sabía a ciencia cierta qué le estarían haciendo pero sí estaba seguro de que estaban aprovechando los recursos del botiquín mucho mejor de lo que lo había hecho él.

A medida que se alejaba de los escoriales de Rhapsody Province el terreno se iba volviendo más escabroso. Las lomas que tuvo que subir eran largas y suaves y cada una un poco más alta que la anterior. Su visor de orientación inercial le informó de que no dejaba de ganar altitud. Las matas de los juncales se fueron haciendo cada vez menos espesas hasta dar paso por fin a otro tipo de arbustos más frondosos de deslustrada corteza bermeja entre los que había enterrados montones de oscuros cantos rodados.

Al cabo de una hora tuvo que bajar de nuevo el ritmo. La herida que le había causado la columna de la dirección empezaba a picarle a pesar de los anestésicos locales. Sentía como si tuviera flato, sólo que poco más arriba de la cadera. El Principal le informó de que estaba sangrando. Los coagulantes no podrían hacer bien su trabajo mientras no dejara de correr. Al mirarse la herida vio que sangraba un poco. Le dijo al Principal que reajustara los músculos del Cuero para volver a cerrar la herida. Se aplicaron más coagulantes.

Esperó durante un minuto a que todo surtiera el debido efecto y luego continuó corriendo. El Kenzi no parecía más cercano, sólo más gigantesco. El viento había traído del este un velo de nubes mullidas que envolvía la cima y que ya se había tragado el sol, dejando la meseta teñida de una inhóspita luz cenicienta.

Una niebla deshilachada empezó a rodearlo a él. Los quebradizos arbustos brillaban a causa de las gotas de humedad condensada que los cubrían, a pesar de que no llovía. Más adelante, el terreno se elevaba como si quisiera perderse entre las nubes, de las que descendían riachuelos de niebla que se perdían entre la caótica red de estrechos barrancos de la base. Lawrence siguió corriendo por unas pendientes cada vez más empinadas y entre una vegetación que a cada paso parecía perder más vigor. La temperatura externa descendió de manera considerable cuando la niebla empezó a espesarse. Sin embargo, Lawrence tenía mucho calor y podía sentir cómo el sudor envolvía todo su cuerpo. La sequedad de la boca le empujaba a beber a cada instante de la boquilla del depósito de agua.

La niebla se cerró a su alrededor y redujo su visibilidad a menos de veinte metros. Corrió durante otra hora más y luego se sentó sobre una roca cubierta de escarcha. Abrió uno de los depósitos del pecho y sacó una de las tres bolsas de sangre de reserva que llevaba. En cuanto acopló la boquilla de la bolsa a la toma umbilical del Cuero, las vejigas internas de las reservas absorbieron el precioso líquido.

La herida empezó a expulsar sangre otra vez. Notaba que los hilillos de sangre que manaban de ella le corrían por una de las piernas. El Cuero se volvió a sellar y volvió a aplicar antisépticos y coagulantes. En el visor vio que los músculos del traje que circundaban la herida empezaban a degradarse y perder tanta sangre como la propia herida.

Al poco sus propios músculos empezaron a molestarle. Ya llevaba cuatro horas corriendo. Se le había entumecido la zona, que además empezaba a picarle a causa de los medicamentos. Estaba convencido de que tenía la pierna bañada en sangre, lo que más tarde se podría convertir en un serio problema porque no había manera de evacuarla a menos que se quitara todo el traje, cosa que no pensaba hacer sin un botiquín con el que tratarse la herida de inmediato.

Nada más levantarse se mareó tanto que estuvo a punto de caerse de rodillas. Se balanceó durante unos instantes hasta que por fin la musculatura del Cuero se endureció y lo puso derecho. Poco a poco se le aclaró la cabeza, tras lo que tuvo que dar otro trago de agua.

Empezó a andar y al cabo de medio minuto ya estaba corriendo de nuevo. Podía oír el chapoteo de la pierna izquierda cada vez que ponía el pie en el suelo. La espesa niebla estaba adelantando el anochecer. Aquella región de la altiplanicie era un auténtico yermo plagado de largos tramos sesgados de fachadas casi verticales. Muchas veces Lawrence se veía obligado a gatear para superar las pendientes de pedregales. El Cuero extendió unas garras achaparradas para darle agarre extra en aquel traicionero terreno rocoso.

Anocheció media hora antes de que alcanzara el risco por el que llegaría al collado. El monte Kenzi quedaba a su izquierda y el Henkin a su derecha. Se detuvo en la base de la barrera de roca para sacar la segunda bolsa de sangre, que el Cuero engulló con ansia. Mientras esperaba, los últimos flecos de niebla se perdieron pendiente abajo. No se veían las estrellas. El cielo estaba saturado de nubes opacas cuyas turbulentas barrigas se inflaban y revolvían al son de las corrientes de aire que se formaban en las montañas. Sin embargo, la escasa luz que quedaba le permitía ver el terreno. La última pendiente tuvo que superarla con la ayuda del radar láser. Aquí encontró amplias vetas de roca blanca que zigzagueaban montaña abajo, a modo de escalones descomunales. Los estudió para ver cuál sería la ruta más fácil.

Una serie de iconos azules le tapó la visión para avisarlo del estado de la herida. Lawrence ordenó una nueva inyección de medicamentos. A veces tiritaba, temblor que el Cuero imitaba al instante.

Esta vez se puso en pie con suma cautela. Con todo, sintió que el cuerpo se le había convertido en una masa de gelatina que conservaba su forma sólo gracias al traje que lo envolvía. Como se sentía un poco aturdido, solicitó una inyección de excitantes. Al instante se le despejó la cabeza, analizó la pendiente y decidió la ruta.

Al llegar a la cima vio el collado que se tendía ante él. Las plomizas nubes formaron un techo inquebrantable de unos escasos quinientos metros de altura. Las dos montañas que se levantaban a sus lados parecían paredes combadas de roca desnuda acribilladas de finas grietas y profundos pliegues. Aquel microuniverso no le ofrecía muchas opciones. Según el archivo del mapa todavía debería recorrer diez kilómetros más. No se lo pensó dos veces y echó a andar enseguida.

El collado estaba clasificado como desierto alpino. A Lawrence le recordó más bien a la superficie de Marte, puesto que el suelo desnudo era rojo oscuro y estaba sembrado de piedrillas de cuarzo entre las que no parecía vivir ni un solo insecto. Además las escasas plantas que habían conseguido arraigar presentaban un aspecto marchito. El Cuero le informó de que la presión había descendido dos tercios respecto a la del nivel del mar. Las agallas trabajaban al máximo para extraer todo el oxígeno posible del cada vez más gélido aire.

Cuando empezó a nevar ya estaba a un kilómetro de la cumbre. La nieve no caía en forma de copos regordetes sino de duro granizo que el viento lanzaba directamente contra él. Lawrence veía cómo rebotaban las bolitas al impactar contra el Cuero. La visibilidad se había reducido a siete metros. El radar láser ya no le servía de nada y no se molestó en activar los infrarrojos ni la visión nocturna. Ahora dependía de la orientación inercial. Con eso se apañaría.

Hasta que la tormenta de nieve lo apresó sólo había podido pensar en seguir adelante y alcanzar su objetivo. Cualquier otra opción hubiera significado traicionar al pelotón, algo que jamás haría. Sin embargo, ahora había empezado a darle vueltas a qué haría una vez que llegara al lago del cráter. Todavía le quedaba un cargador de la carabina. Por otro lado, los aldeanos contarían con pistolas que disparaban dardos extraños, e-bombas, Principal y la biotecnología de Santa Chico. Él necesitaba fármacos y atención médica, aparte de sangre para el Cuero. Primero debía descubrir cuál es la fuente de riqueza del pueblo y después tendría que obligar a los habitantes a cederle una parte. Ah, y también le hacía falta un vehículo.

Lawrence Newton, ciego, solo, amortajado en un Cuero destrozado que a duras penas lo protegía de un medio que podría acabar con él en cuestión de minutos, empezó a reírse como un loco. Y todo (tanta desesperación demencial) para acabar comprándose un billete de regreso a Amethi, el hogar del que había huido con el único y firme propósito de explorar el universo. Ahora le dolía recordar, pero entonces Lawrence Newton pensaba que las estrellas estaban repletas de maravillas y aventuras. ¿Qué fue lo que le dijo a Roselyn el día que se conocieron? «Vivas donde vivas, nunca te parece exótico. Lo maravilloso siempre está en otra parte».

Ahora lo comprendía: el truco era esa otra parte. Si el joven Lawrence Newton hubiera podido, hubiera seguido volando y volando para no regresar jamás.

«¿Tanto me odiaba entonces?».

Sonrió sin darse cuenta al recordar a Roselyn, la única persona de quien nunca se olvidó del todo. Acarició el suave bulto que el colgante hacía en el pecho del Cuero.

«Cómo me gustaría verla una última vez».

Cuando todavía estaba a un par de kilómetros del final del collado, las nubes empezaron a despejarse, llevándose la nieve con ellas. Las estrellas brillaban con alegría en medio del límpido cielo. El suelo había quedado cubierto por una capa de dos centímetros de hielo por la que el Cuero se abrió paso sin problemas.

Tuvo que recurrir a la última bolsa de sangre antes de terminar de cruzar el collado. El Cuero había empleado muchísima energía para mantenerlo caliente en medio de la nieve. Al ir a dar otro trago de agua, descubrió que ya se había agotado. Tenía la lengua seca y la boca ardiendo. Ya no había manera de aliviar el dolor del costado, que era como un intenso latido con la fría herida como epicentro. Los anestésicos y los coagulantes ya no surtían efecto. Tenía la pierna encharcada de sangre. Los músculos del carapacho ya no podían mantener el agujero cerrado durante más tiempo.

A pesar de todo, no le quedaba elección.

Al llegar a la bajada pudo ver los frondosos valles de Arnoon Province, que conformaban el mismo paisaje crepuscular y hermoso que guardaba entre sus recuerdos.

Aquella fachada del monte Kenzi era un escarpado pedregal de dos kilómetros de altura. Lawrence comenzó a descender. A cada paso que daba, las piedrillas patinaban y saltaban hasta perderse de vista. Una vez que se familiarizó con el inestable suelo, lo aprovechó para avanzar más rápido dando saltos largos y aterrizando con toda la fuerza posible sobre los talones para que los guijarros cedieran y así no se resbalara. Aun así, cada dos por tres se resbalaba o se golpeaba con una roca voluminosa y se caía, deslizándose pendiente abajo y provocando pequeñas avalanchas. De no haber sido por el traje, las cortantes piedras lo hubieran desmembrado, sin embargo, el Cuero, que todavía soportaba muy bien este tipo de maltrato, no permitió que sufriera más daños.

Poco a poco el pedregal fue dando paso a la pradera. Comenzó a descender hacia los árboles, que todavía distaban varios cientos de metros. La pierna izquierda se le había quedado rígida. Notó que se le habían metido algunas piedrillas en la herida y se detuvo a sacárselas. Una vez que hubo terminado de limpiarse, le siguió doliendo igual. El visor le informó de que un porcentaje demasiado elevado de la musculatura de la pierna izquierda había alcanzado un nivel de degradación no viable. Al mirar vio que la sangre seguía cubriéndole la pierna. Debía de proceder de la herida interior. Ya no quedaban coagulantes.

Al llegar a los primeros árboles se detuvo y se dejó caer de rodillas para intentar vomitar. No consiguió más que expulsar un poco de jugo gástrico que le quemó su ya de por sí abrasada garganta. Las agallas ajustaron los parámetros del filtro para suministrarle más oxígeno. Así le costaría menos respirar.

En cuanto se metió un poco más en el bosque los árboles no tardaron en multiplicarse, no obstante, los troncos nunca estaban tan próximos unos de otros como para formar una barrera. Los exuberantes y marañosos helechos no supusieron en ningún momento un esfuerzo extra para el Cuero. La visibilidad era tan reducida aquí como cuando lo envolvió la ventisca. Tuvo que recurrir de nuevo a la orientación inercial y seguir las rutas azul marino que surcaban la pendiente, siempre hacia abajo.

Su temperatura descendía por momentos, como si se fugara por el orificio del traje. Tenía los dedos fríos y los pies se le habían convertido en bloques de hielo. No podía hacer nada para dejar de temblar. El visor le urgía a rellenar las reservas de sangre del Cuero. Gruñó y solicitó al Principal que borrara todos los iconos. Aparecieron más avisos médicos que le avisaban del riesgo en que estaba poniendo a su propio organismo ahora que éste debía reoxigenar la sangre.

Al poco se terminó el pequeño bosque. Ahora Lawrence sólo podía dar pasos cortos y forzados. Caminaba encorvado y llevaba una mano sobre el agujero para intentar aliviar un poco el punzante dolor de la cadera.

Por fin llegó a lo alto del risco semicircular. Vio las negras aguas del lago del cráter ondeando con calma ciento veinte metros más abajo. Los sensores de luz baja inundaron el paisaje nocturno de luces azuladas. Vio la isla central. El pequeño templo de piedra seguía en el centro.

—Para meditar… y una mierda —masculló Lawrence antes de saltar para zambullirse.

El carapacho se endureció mucho antes de impactar contra el agua. El choque hizo que la herida le ardiera. Gritó. Por un momento sintió que iba a vomitar de nuevo. En realidad sólo le preocupaba la profundidad del lago. Fuera la que fuera, no llegó a tocar el fondo con los pies.

Los sensores de luz baja le permitieron ver las pequeñas burbujas que lo envolvieron y acompañaron durante su ascenso hacia la superficie, en la que tuvo que dar varias vueltas para orientarse. En cuanto divisó la islilla empezó a nadar hacia ella de espalda. Movía los pies con rapidez y de vez en cuando también se impulsaba con los brazos. Solicitó al Principal que hiciera que los músculos describieran los movimientos que él le indicó, puesto que sus miembros no respondían muy bien. De esta manera no podía avanzar muy rápido, pero al menos sí sin pausa.

A setenta metros de la islilla notó que algo se rozó contra él. Poco después los sensores táctiles del carapacho volvieron a registrar el mismo estímulo. Lawrence se estremeció y se quedó quieto a ver si lo volvía a sentir. Al ver que no ocurría nada siguió nadando, esta vez un poco más rápido. Al poco, el pez lo volvió a pinchar en la pierna izquierda. Lawrence lo espantó de un manotazo. De repente la criatura asomó su puntiaguda cabeza durante un segundo y después volvió a desaparecer con un pequeño chapoteo.

Entonces algo le tocó la otra pierna. ¡Eran dos! Siguió nadando, sin dejar en ningún momento que se le hundieran los pies para así aprovechar mejor el esfuerzo. Uno de los peces decidió saltar sobre su pecho. Parecía una anguila, sólo que era de color verde claro, medía un metro de largo, tenía tres crestas que surcaban todo su cuerpo y no dejaba de vibrar débilmente.

—¡Joder! —Lawrence se asustó e intentó darle un puñetazo, pero el animal era demasiado escurridizo.

Los peces no dudaron en clavar sus afilados colmillos en la suculenta herida de su presa. Lawrence los golpeó con el canto de la mano. En seguida llegaron otros dos ejemplares, que se lanzaron directamente hacia el orificio. Lawrence se giró para sacar la herida del agua y continuar nadando de lado. Uno de los peces se le enroscó en las piernas para intentar hundir a la presa. Al instante las criaturas hundieron sus ávidos hocicos en los músculos expuestos del Cuero.

La carabina emergió de su cámara. Lawrence tuvo cuidado de no apuntar a la pierna y disparó. Las balas perforaron la superficie por la zona por donde se revolvían aquellas alimañas. Al caer la cortina de espuma, Lawrence comprobó que habían desaparecido.

Aceleró el ritmo y empezó a gritar para aliviar el dolor que inundaba todo su cuerpo cada vez que movía cualquier extremidad. Las ondas del agua le impedían estabilizarse. Entonces un banco de aquellas criaturas lo rodeó por completo. Mordieron y despedazaron los músculos del Cuero que sobresalían del orificio. Lawrence metió la carabina debajo del agua y oyó un apagado rugido cada vez que disparaba.

Al levantar la cabeza de nuevo vio que ya sólo le separaban treinta metros de la isla. En ese momento apareció en su visor una alerta dé amenaza biológica. Al parecer una toxina se estaba introduciendo en la red circulatoria del Cuero. El Principal determinó que el foco de la infección eran las fibras musculares que circundaban la herida.

¡Me están envenenando!

De repente una de las alimañas se colocó unos metros delante de él y empezó a retorcerse y brincar para levantar una barrera de espuma. A los pocos segundos, otros dos ejemplares iniciaron la misma danza.

Lawrence no dejó de nadar. El Principal cerró las válvulas que conectaban los vasos sanguíneos vitales con el Cuero. En ese momento otra criatura hundió el morro en la herida. Lawrence le disparó.

Se dio cuenta de que lo perseguía toda una legión de aquellos peces, que no tardaron en rodearlo por completo y empezar a enroscarse en todas sus extremidades. Pero Lawrence consiguió hacer pie a tiempo. Recuperó el equilibrio y chapoteó hasta salir del agua. Las alimañas seguían enroscadas en sus piernas y no dejaban de tirarles mordiscos. El Principal continuó informando sobre la toxina, que se iba extendiendo por los músculos de la pierna izquierda del Cuero. Las válvulas de los vasos sanguíneos menores se cerraron para aislarla.

Cuando por fin sacó los pies del agua, hizo un último esfuerzo por llegar hasta la hierba, donde se dejó caer. Las piernas ya no le obedecían; el Cuero, ya inerte, pesaba demasiado.

Lawrence revisó el estado en que se encontraba. La toxina había contaminado un tercio de la musculatura del Cuero. Ya no llegaba sangre al resto. Entre jadeos, le dio la última orden al Principal.

El Cuero se abrió con limpieza por la abertura del pecho. Lawrence gimió de dolor al sacarse el casco. La fresca brisa nocturna le lamió todo el cuerpo. Empujó el traje hacia abajo y se retorció para salir de él como una brillante mariposa azul que abandona la vaina muerta de la crisálida. Se quedó un rato tirado sobre la hierba para recuperarse. Minutos más tarde, se llevó la mano hasta la herida y la palpó con la yema de los dedos. Apretó los dientes y poco a poco se incorporó.

Los agentes coagulantes habían dejado una delgada capa de espuma blanca en el interior del agujero que empezó a deshacerse en copos. La sangre que rezumaba había empezado a resbalar por la capa de gel de dermalez. Se puso la mano sobre la llaga para detener la hemorragia hasta que encontrara algo con que curarla mejor.

Se puso de pie y miró a su alrededor. Sólo podía ver el templo. Cada paso que daba era un martirio y no pudo evitar gritar en más de una ocasión mientras se acercaba al pequeño edificio de piedra. En cuanto entró vio que en medio de las gradas había un hueco donde nacían unas escaleras que descendían. Una tenue luz brillaba en el fondo.

—Lo sabía —masculló.

Tuvo que apoyar el hombro en la pared para no caerse mientras bajaba, de manera que fue dejando un irregular rastro de gel de dermalez en el muro de piedra. La sangre le goteaba de los dedos e iba salpicando cada escalón.

En el fondo había una pequeña cámara que ocupaba el mismo centro del templo. Frente a las escaleras había una sencilla puerta metálica que se abrió cuando se acercó cojeando a ella y le permitió acceder a un ascensor. Al entrar vio un panel con dos botones, uno sobre el otro; pulsó el de abajo y la puerta se cerró.

La máquina no dejó de gemir en todo el descenso. En cuanto la puerta se abrió, Lawrence vio una gran cámara hemisférica de paredes de aleación cobriza. Salió del ascensor dando tumbos, sin importarle que detectaran o no su presencia. Ahora lo único que deseaba era descubrir qué era lo que había venido persiguiendo. Nada más. Cualquier otra cosa carecía de la menor importancia.

En el centro de la cámara había un amplio pedestal de cristal lechoso similar a un altar. Sobre él descansaba una alargada piedra cenicienta, cuya superficie parecía calcinada y picada. La sección central estaba cubierta con una malla de oro. Del extremo que apuntaba hacia el ascensor, que había sido cortado y pulido, sobresalían unas pequeñas aguamarinas que despedían una luz muy suave.

Lawrence giró sobre sí mismo para ver todo el escenario, sin llegar a comprender nada.

Entonces vio que ante el pedestal había dos chicas. La mayor lo miró con compasión y le dijo:

—Bienvenido al templo del dragón caído, Lawrence. ¿Te acuerdas de mí?

Lawrence apenas tuvo tiempo de sonreírle antes de perder el conocimiento.