Capítulo 1

Hubo un tiempo en que todos los clientes del bar hubieran acogido con los brazos abiertos a un miembro de la División de Seguridad Estratégica de Zantiu-Braun, le hubieran invitado a una cerveza y hubieran escuchado embelesados sus historias sobre cuán distinta era la vida en los nuevos planetas coloniales. Pero ahora, a mediados del siglo XXIV, eso se podía decir de cualquier rincón de la Tierra. En la conciencia pública el encanto de la expansión interestelar se iba desvaneciendo como el glamour de una actriz entrada en años.

Al igual que ocurre con casi todas las cosas del universo, todo era cuestión de dinero.

El bar necesitaba dinero. Lawrence Newton lo supo nada más entrar. Hacía décadas que no reparaban sus desperfectos. Una larga sala de madera cuyas gruesas vigas sostenían el ondulado techo de láminas de carbono, una barra que lo atravesaba de extremo a extremo, carteles apagados de marcas de cerveza y helado desaparecidos en la pared de detrás. Sobre su cabeza temblequeaban grandes ventiladores giratorios que habían sobrevivido dos siglos más de lo que indicaba su garantía, con sus primitivos motores eléctricos zumbando mientras agitaban el aire sofocante.

Así estaban las cosas en Kuranda. Sentarse en las alturas sobre las mesetas de Cairns, que había disfrutado de largos años de beneficios como una de las ciudades más turísticas de Queensland. Los sudorosos y colorados europeos y japoneses atravesaban la selva tropical subidos en el funicular y se maravillaban ante la exuberante vegetación antes de seguir caminando con paso penoso hacia las tiendas de curiosidades y bares-restaurante que bordeaban la calle principal. Después cogían el antiguo tren que atravesaba el cañón de Barron Valley y se volvían a quedar fascinados, en esta ocasión por los precipicios de afiladas rocas y por las espumosas cataratas que se veían durante toda la ruta.

Pese a que los turistas seguían viniendo a admirar la belleza natural del norte de Queensland, eran sobre todo familias empresariales que Z-B había enviado a su creciente base espacial, que ahora dominaba Cairns física y económicamente. No podían permitirse malgastar el dinero en camisetas con estampaciones de inspiración aborigen, didgeridoos auténticos ni figuras talladas a mano como símbolos del espíritu de la Tierra, de modo que las tiendas de la calle principal de Kuranda fueron desapareciendo hasta que sólo quedaron las más resistentes y baratas, siendo en sí mismas un motivo para no quedarse mucho tiempo. En la actualidad la gente sale del terminal del funicular y camina derecha hacia la hermosa estación de tren decorada como en la tercera década del siglo veinte, que está a unos doscientos metros, ignorando por completo el resto de la ciudad.

Por lo menos así los hombres de la zona podían entrar sin problemas en los pocos bares que quedaban. Se les daba bien. No pensaban en otra cosa. Z-B aportó sus propios técnicos para dirigir la base, trabajadores cualificados del extranjero con carrera y experiencia como ingenieros de náutica espacial. Las iniciativas estatutarias de empleo sólo permitían trabajar en los peores oficios. Ningún kurandiano se apuntaría. Era una cultura equivocada.

Por ese motivo era el bar perfecto para Lawrence. Se detuvo en la entrada para examinar todo el interior mientras una formación de helicópteros de apoyo táctico TVL88 hacía retumbar el cielo de camino al campo de prácticas de Port Douglas, que quedaba al norte. En el interior había alrededor de una docena de tipos que se refugiaban del cruel sol del mediodía. Buenos chicos, todos ellos, de rostro colorado por la primera ronda de cervezas del día. Dos jugaban al billar, otro estaba acodado en la barra, bebiendo en soledad, el resto estaba desperdigado en pequeños grupos en las mesas de la pared del fondo. Lawrence, que no dejaba de pensar de un modo táctico, localizó de inmediato los posibles puntos de huida.

Los hombres lo miraron en silencio mientras se acercaba a la barra y se quitaba su ridículo sombrero de paja de ala ancha. Pidió una jarra de cerveza a la camarera de mediana edad. Aunque iba vestido de civil (llevaba unos pantalones cortos azules que le llegaban hasta la rodilla y una holgada camiseta de la Gran Barrera de Arrecifes) el hecho de caminar con la espalda firme y el pelo rapado delataban que era un recluta de la Z-B. Los hombres lo sabían y Lawrence sabía que lo sabían.

Pagó la cerveza aguada en metálico dejando sobre la barra de un manotazo los sucios billetes de Dólar del Pacífico. Si la camarera se había dado cuenta de que su mano y su brazo derecho eran más grandes de lo que deberían, había preferido no decir nada. Lawrence murmuró que se guardara el cambio.

El hombre que Lawrence había ido a ver estaba sentado a su lado, a sólo una mesa de distancia de la puerta de atrás. Su sombrero, que estaba sobre el tablero de la mesa, junto a la cerveza, era tan ancho como el de Lawrence.

—¿No podías haber elegido un sitio más apartado? —preguntó el teniente Colin Schmidt. El gutural tono germánico de su voz llamó la atención de varios de los hombres del local, que entrecerraron los ojos con desconfianza instintiva.

—Es el lugar idóneo —dijo Lawrence. Conoció a Colin el primer día que llegó a la División de Seguridad Estratégica de Z-B, hacía ya veinte años. Realizaron juntos el entrenamiento básico en Toulouse. Inocentes muchachos de diecinueve años que se saltaban las cercas por la noche para acercarse a la ciudad, llena de bares y chicas. Varios años más tarde Colin solicitó formarse como oficial tras la campaña de Quation, un movimiento ambicioso que nunca dio los frutos esperados. Colin no tenía el empuje que la compañía exigía ni la capacidad accionarial de la que otros jóvenes oficiales se valían para abrirse paso. Durante quince años pasó desapercibido, hasta que llegó a Planificación Estratégica, donde trabajó como recadero con pretensiones en los programas de Sentiencia Artificial desarrollando software de asignación de recursos.

—¿Qué cojones era eso tan importante que no podías preguntarme en la base?

—Quiero una misión para mi pelotón —dijo Lawrence—. Puedes conseguirme una.

—¿Qué clase de misión?

—Una en Thallspring.

Colin dio un trago a su cerveza. Cuando habló lo hizo en voz baja, culpable.

—¿Quién ha dicho nada sobre Thallspring?

—Es adónde vamos para nuestra próxima captación de bienes. —En ese momento otra formación de TVL88s pasó por la ciudad volando bajo; con los rotores fuera del modo silencioso, el estruendo que provocaban hacía temblar el techo laminado. Todos miraron hacia arriba mientras la conversación se iba ahogando.

—Vamos, Colin, ¿no irás a soltarme el sermón de siempre, verdad? ¿Quién demonios podría avisar a esos cabrones de que vamos a invadirlos? Están a veintitrés años-luz. Toda la base sabe a dónde vamos, de hecho, toda Cairns.

—Vale, vale. ¿Qué es lo que quieres?

—Un destino en el destacamento especial de Memu Bay.

—Nunca había oído ese nombre.

—No me extraña. Es una pequeña zona de mierda tomada por la marina y la bioindustria, a unos cuatro mil quinientos kilómetros de la capital. La última vez estuvimos estacionados allí.

—Ah. —Colin dejó de apretar el asa de su jarra de cerveza y hundió la mirada en ella—. ¿Qué hay allí?

—Z-B llevará los productos bioquímicos y de ingeniería, es todo lo que pone en la lista de bienes. Por lo demás… bueno, te deja cierta libertad de movimiento. Si es que eres alguien con iniciativa.

—Joder, Lawrence, creía que tú no eras tan bala perdida como yo. ¿Qué fue de aquello de hacerse con la suficiente participación para ascender a oficial de nave?

—Han pasado casi veinte años y soy sargento. Acabé así porque Ntoko nunca regresó de Santa Chico.

—Joder, puta Santa Chico. Había olvidado que estuviste en ésa. —Colin meneó la cabeza recordando. Los historiadores actuales equiparaban lo de Santa Chico con la invasión de Napoleón a Rusia—. Muy bien, te destino a Memu Bay, ¿y qué gano yo?

—El diez por ciento.

—Bonito número. ¿De cuánto?

—De lo que haya allí.

—No me digas que te has hecho con el último episodio de Trinos en el horizonte.

—Es Destino: Horizonte. Pero no, no he tenido esa suerte —dijo Lawrence con el rostro impasible.

—Tengo que confiar en ti, ¿no?

—Tienes que confiar en mí.

—Supongo que lo conseguiré.

—Hay más. Te necesito en Durrell, la capital, en la División de Logística. Después tendrás que conseguirnos transporte seguro, puede que un helicóptero de evacuación… lo dejo en tu mano. Encuentra un piloto que ponga la carga en órbita sin hacer preguntas.

—Encuentra uno que las haga. —Colin sonrió—. Maricones comepollas.

—Tiene que ser de fiar, no pienso dejar que me jodan. ¿Entiendes? Esta vez no.

La sonrisa de Colin se desvaneció cuando vio la rabia que saturaba la mirada de su viejo amigo.

—Claro, Lawrence, eso está hecho. ¿De qué cantidad estamos hablando?

—No estoy seguro. Pero si no me equivoco, todos nos llenaremos los bolsillos. Lo suficiente para que cada uno de nosotros pueda comprar una participación de directivo.

—¡Joder! Pan comido.

Brindaron por la operación entrechocando los bordes de sus jarras. Lawrence vio que tres de los hombres del bar asentían con la cabeza y se levantó.

—¿Has venido en coche? —le preguntó a Colin.

—Claro; dijiste que nada de coger el tren.

—Vete al coche y esfúmate. Yo me encargo de esto.

Colin miró a los hombres que se le estaban acercando y empezó a calcular la jugada. No era un «primera línea», hacía muchos años que dejó de serlo.

—Nos vemos en Thallspring. —Se puso su estúpido sombrero y dio los tres pasos que le separaban de la puerta de atrás.

Lawrence se puso de pie, clavó la mirada en los hombres y suspiró fuerte. Habían elegido un mal día para mear en los árboles marcando su territorio. Había elegido este bar con mucho cuidado para que nadie de Z-B se enterara de la reunión. Thallspring era su última oportunidad de aspirar a un futuro decente. Eso no le dejaba muchas opciones.

El que iba primero, el más fornido, claro, tenía la sonrisa de superioridad de alguien que estaba convencido de que marcaría el gol de la victoria. Sus dos adláteres se protegían furtivos tras él; uno, de apenas veinte años, bebía de una jarra y el otro vestía un chaleco vaquero que le permitía lucir unos coloridos tatuajes estropeados por unas añejas cicatrices de cuchillo. Los tres mosqueteros.

Uno de ellos hizo el primer comentario: «Creía que vosotros los de la compañía erais demasiado superiores como para beber con nosotros». Lo que dijera era lo de menos, sólo era una forma de envalentonarse hasta que alguno de ellos se calentara lo suficiente para lanzar el primer puñetazo. El mismo ritual subnormal de los bajos fondos de cualquier ciudad de cualquier planeta humano.

—No lo hagas —le aconsejó Lawrence con voz monótona antes de que empezaran—. Cállate y siéntate. Me marcho y no quiero problemas.

El tipo fornido sonrió a sus colegas como diciendo «Ya os dije que era un gallina» y bufó con desprecio por la baladrona de Lawrence.

—Tú no vas a ninguna parte, chico de la compañía —dijo cogiendo impulso con el puño.

Lawrence hizo un ágil y automático movimiento de cintura. De una patada clavó el talón en la rodilla del gigante. El del chaleco vaquero alzó una silla para reventarla en la cabeza de Lawrence, que con su desarrollado brazo derecho consiguió detener el impacto de la espontánea arma. Una de las patas le dio de lleno, justo encima del codo, deteniéndose en seco. Lawrence ni siquiera pestañeó por el golpe ni, mucho menos, gimió de dolor. El hombre retrocedió dando tumbos hasta perder el equilibrio. Sintió como si hubiera golpeado un muro de piedra. Miró el brazo de Lawrence y abrió los ojos como platos al darse cuenta de la realidad a pesar de la bebida.

Todos los demás hombres del bar arrastraron la silla para levantarse y acudir en auxilio de sus amigos.

—¡No! —Gritó el hombre del chaleco—. ¡Lleva un Cuero!

Daba igual. El jovenzuelo cogió el cuchillo de carnicero que llevaba en la vaina de su cinturón y nadie pareció hacer caso del aviso mientras se acercaban.

Lawrence alzó el brazo derecho, escindiendo el aire. Sintió una suave vibración en sus muñecas cuando los músculos peristálticos extrajeron los dardos de los sacos de munición y los colocaron dentro de sus túbulos de proyección. Del anillo de pequeñas aberturas limpias que de repente se abrió sobre sus carpianos brotaron unas boquillas negras. Entonces comenzó la lluvia de dardos.

Al salir del bar Lawrence dio la vuelta al cartel de la entrada para que la gente de fuera pensara que el local estaba cerrado y cerró la puerta. Se aseguró de que el sombrero le ocultara la cara para disimular la ira que aquel alboroto le había provocado. Puta División de Arsenal. Esos cabrones nunca pecan de comedidos, sólo de asesinos. Había visto empezar a temblar a dos de los hombres que habían caído al suelo; el nivel de toxinas de los dardos era demasiado elevado para una simple rociada de incapacitación. Pronto el bar se convertiría en una olla de policías.

En una de las mesas de la terraza del bar había una pareja de sudamericanos leyendo el menú plastificado. Lawrence les sonrió con cortesía y se alejó por la calle principal de regreso a la terminal del funicular.

Las ambulancias y la policía ya habían tomado casi toda la calle principal de Kuranda cuando el helicóptero ejecutivo de enlace TVC77D de Simon Roderick apareció volando bajo y susurrante sobre la ciudad. Habían aparcado los vehículos de cualquier manera, de forma que la carretera sufría un bloqueo de treinta metros a cada lado del bar. Estaba claro que no había nodos reguladores de tráfico que guiaran a la gente por las calles de Kuranda. Como si la ciudad no fuera ya de por sí lo bastante salvaje. Agitó la cabeza aturdido por todo aquel caos. Los conductores del servicio de emergencia siempre daban un dramático portazo al apearse de las ambulancias. Mala suerte si alguno de los heridos necesitaba asistencia médica con urgencia, los vehículos más cercanos eran todos de la policía. Los paramédicos, vestidos con monos verdes, transportaban las camillas por los huecos más difíciles, con sus caras sudorosas por el esfuerzo.

—Dios, qué hatajo de descerebrados —se quejó Adul Quan desde el asiento de detrás del de Simon. El operario de Inteligencia de la Tercera Flota había pegado la cara contra la ventanilla lateral del helicóptero para poder ver la ciudad directamente. Nunca le gustó utilizar los alimentadores de sensor a través de su Interfaz Neural Directa; decía que el interruptor del punto de mira le mareaba—. Deberíamos hacer algo para controlar las operaciones civiles del estado. Al menos ofrecerles coordinación de SA, traerlos a este siglo.

—Tenemos la franquicia del área urbana —dijo Simon—. Y toda nuestra gente dispone de algún tipo de monitor médico incorporado por si hay problemas. Podemos recuperarlos dondequiera que estén. Eso es lo que importa.

—Sin embargo, estableceríamos unas buenas relaciones públicas. Dedicar recursos a ayudar a los civiles.

—Si quieren nuestra ayuda que compren su parte, que contribuyan y que participen.

—Sí, señor.

Simon detectó cierto escepticismo en la voz de su interlocutor pero decidió no decir nada. Para llegar adonde ahora estaba, Adul había ido acumulando una gran participación en Z-B, pero ni aun así conseguía entender lo que significaba estar integrado del todo. En realidad, pensaba Simon, nadie excepto él mismo lo comprendía. Pero eso era algo que acabaría por cambiar.

Simon utilizó su IND para transmitir una serie de órdenes al piloto automático para que éste girara sobre el pequeño parque circular del final de la calle principal. Cuando volvió al descuidado aparcamiento de camiones que había identificado como zona de aterrizaje vio que unos niños habían pintado con spray un ojo abierto en el tejado ondulado de una tienda ruinosa. Aquel dibujo verde y azul era lo bastante grande para poder mirar a todos los helicópteros de la División de Seguridad Estratégica que atravesaban como enormes abejorros el cielo tropical de la ciudad. Como si de un retrato se tratara, siguió con la mirada a Simon mientras el TVC77D desplegaba el tren de aterrizaje y se hundía sobre aquella superficie de barro cocido. El aire que levantaron las aspas provocó un remolino de latas aplastadas y envoltorios de comida alrededor de ellos mientras el fuselaje iba perdiendo el integumento gris que utilizaba para confundirse con el cielo y recuperaba su amenazador color negro mate.

Mientras las turbinas se iban deteniendo se detuvo un momento. Activó los rastreadores de su SA personal para localizar todo el tráfico del servicio de emergencias que circulaba por los bancos de datos locales. Los mensajes más relevantes se transfirieron de inmediato a su IND. Un display de rejilla se desplegó ante su aparente campo de visión, de color índigo, invisible al ojo humano, para no entorpecerle su visión física. Pero a pesar de todo el torrente de información que apareció ante él, siguió sin saber con exactitud qué había ocurrido. Ninguno de los testigos había explicado todavía qué había sucedido en realidad. Hasta ahora sólo disponían de un informe sin confirmar, según el cual un hombre que llevaba un Cuero se había vuelto loco.

Se fijó en una de las rejillas médicas. La abrió y cuando salió de la cabina del helicóptero se extendieron ante él cinco gráficos de alta resolución. Los analizadores portátiles de sangre con que los paramédicos estaban tomando muestras de las víctimas estaban estableciendo enlaces con la base de datos del Hospital General de Cairns y revisando los perfiles químicos para identificar el agente causante del envenenamiento.

Simon se puso unas desfasadas gafas de sol envolventes.

—Qué interesante —murmuró—. ¿Has visto esto? —Había enviado copias de los resultados de los analizadores al SA de la División de Bioarmamentística de Z-B, que le comunicó el agente que posiblemente podría ser el empleado. Su IND pasó la valiosa información a Adul.

—Toxina de Cuero —dijo Adul—. Sobredosis de incapacitación. —Meneó la cabeza con desaprobación antes de colocarse sobre la nariz sus membranas de sombrilla.

—Qué fatalidad. A los dos que sufrieron una reacción alérgica se les dañará el sistema nervioso.

—Si tienen suerte —dijo Simon—. Y sólo si las ambulancias llegan a tiempo al hospital. —Se pasó una mano por la frente para enjugarse el sudor que el intenso calor le hacía excretar.

—¿Envío el antídoto a la Sala de Urgencias?

—Las toxinas de incapacitación no requieren antídoto, se eliminan solas. Se cultivaron con ese fin.

—Pero una dosis tan elevada les secará los riñones.

Simon se detuvo y miró a Adul.

—Estimado colega, estamos aquí para determinar cómo y por qué las utilizaron, no para hacer de enfermeras con un puñado de civiles retrasados que para empezar no saben ni esquivar un ataque así.

—Sí, señor.

De nuevo aquel tono. Simon pensó que debería reconsiderar la utilidad de Adul como operario de seguridad. En este negocio, la empatía era un rasgo admirable, pero cuando se convertía en compasión…

Se abrieron paso por el laberinto de ambulancias que colapsaban la calle principal. Los pocos huecos que quedaban estaban abarrotados de personas (gente de la zona huraña y callada y turistas asustados y nerviosos). Alrededor de la terraza del bar los agentes de policía, vestidos con pantalón corto e impoluta camisa blanca, se apiñaban intentando que pareciera que tenían algo que hacer allí. La jefa de policía, una mujer alta que ya había superado los cuarenta años y que llevaba un uniforme azul marino, estaba de pie junto a la barandilla escuchando a un joven agente que le estaba detallando un acalorado informe.

El SA personal de Simon le informó de que el oficial a cargo era la capitana Jane Finemore. La cuadrícula mostró una página que contenía su hoja de servicios. La leyó por encima y la ocultó.

Todos los agentes enmudecieron al paso de Simon y Adul. La Capitana se dio media vuelta. Primero sintió una oleada de desprecio cuando vio la túnica malva de la flota de Z-B de Adul y después se puso a la defensiva dejando el rostro inexpresivo al ver a Simon vestido con su conservador traje de negocios, con la chaqueta colgada casualmente sobre el hombro.

—¿En qué puedo ayudaros? —pregunto.

—Me temo que eso deberíamos preguntarlo nosotros, capitana… ah, Finemore —dijo Simon sonriendo mientras hacía como que miraba la pequeña placa con su nombre—. Hemos interceptado un informe que indica que alguien que lleva un Cuero fue el causante de los disturbios que aquí han acontecido.

Justo cuando la Capitana iba a responderle las puertas del bar se abrieron de golpe y un equipo de paramédicos salió apresurado portando una camilla. Simon se apretó contra la barandilla de la terraza para facilitarles el paso. El paciente llevaba en el cuello y en los brazos varios brazaletes inmovilizadores cuyos pequeños indicadores luminosos parpadeaban con urgencia. Estaba inconsciente pero se retorcía con violencia.

—Todavía no me lo han confirmado —dijo irritada la capitana Finemore cuando los sanitarios desaparecieron.

—Pero era el previo —dijo Simon—. Me gustaría dar prioridad a este asunto. Si hay alguien que anda por ahí con un Cuero hay que atraparlo de inmediato, antes de que haya que lamentar más accidentes.

—Soy consciente de eso —dijo la Capitana Finemore—. Ya he ordenado que nuestro equipo de Respuesta Táctica Armada se prepare para el ataque.

—Con todos mis respetos, Capitana, creo que sería más apropiado afrontar esto con una brigada anti-insurrección de nuestra División de Seguridad Interna. El Cuero proporcionaría a su portador una ventaja muy superior ante el equipo de RTA.

—¿Estás diciendo que no podemos encargarnos de esto? —Os estoy ofreciendo la posibilidad de que podáis.

—Bueno, menos mal; muchas gracias. No sé qué haríamos sin vosotros.

Simon continuó sonriendo cuando varios agentes de policía se rieron a su espalda.

—Si me permites la pregunta, ¿de dónde procede ese informe preliminar?

La capitana Finemore señaló al bar con la cabeza.

—La camarera. Se ocultó detrás de la barra cuando ese tipo abrió fuego. Ninguno de los dardos la alcanzó.

—Quisiera hablar con ella, por favor.

—Todavía está conmocionada. Tengo algunos agentes especializados hablando con ella.

Simon utilizó su IND para enviar un mensaje por medio de su SA. La Capitana no tenía uno propio (el presupuesto de la policía del Estado de Queensland no daba para tanto) pero Simon vio que los irises de la mujer adquirían una tonalidad púrpura, lo que indicaba que estaba equipada con membranas optrónicas comerciales corrientes para acceder a los datos con rapidez.

—¿Nadie más vio a este tipo con el Cuero? Le costaría pasar desapercibido.

—No… —La Capitana se puso rígida mientras el mensaje iba pasando hacia abajo por las membranas—. Sólo lo vieron una vez. —Ahora hablaba despacio, midiendo cada palabra—. Por eso es por lo que todavía no he ordenado que bloqueen todas las salidas de la ciudad.

—Entonces tu prioridad es encontrar a ese individuo. Mientras más esperes, más amplio tendrá que ser el perímetro a controlar y más difícil será capturarlo.

—Ya tengo coches patrullando la carretera principal a Cairns y agentes cubriendo el terminal del funicular y la estación de tren.

Excelente. ¿Y ahora te importa que esté presente durante el interrogatorio a la camarera?

La capitana Finemore le miró. El aviso de Simon había quedado muy claro y estaba respaldado por la oficina del gobernador del estado. Pero había sido discreto, para que Finemore pudiera salvar las apariencias ante sus agentes. A menos que prefiriera hacerlo público y enterrar su carrera bajo un arrebato de gloria.

—Claro, ahora debe de estar pasando por lo peor —dijo como si le estuviera haciendo un favor.

—Gracias, eres muy amable. —Simon abrió las puertas del bar y entró.

En el interior había cerca de una docena de paramédicos arrodillados junto a las víctimas de las toxinas. No dejaban de entrecruzarse urgentes órdenes y preguntas. Hurgaban desesperados en sus maletines buscando antídotos efectivos y dejaban tirado en cualquier parte el material sanitario que ya no necesitaban. Sus membranas optrónicas estaban saturadas de mensajes sobre posibles tratamientos.

Las víctimas sufrían espasmos, se retorcían y golpeteaban en el suelo con los talones. Sudaban abundantemente y gemían como si todos estuvieran teniendo la misma dolorosa pesadilla. A uno ya lo habían metido en una bolsa negra.

No era nada que Simon no hubiera visto ya durante las campañas de captación de bienes. Por lo general a una escala mucho mayor. Un solo Cuero disponía de la suficiente munición para detener a una muchedumbre enardecida en las calles. Se abrió paso con cuidado entre los cuerpos, intentando no entorpecer a los asistentes. Los agentes de la policía y los equipos de forenses estaban examinando las paredes y mesas que también habían caído víctimas de la refriega.

La camarera estaba sentada en la barra, al otro extremo del bar, agarrando con fuerza un vaso de whisky. Era una mujer de mediana edad y rostro rechoncho que llevaba una permanente pasada de moda. No veía ni oía nada de lo que ocurría a su alrededor.

Estaba claro que en todo su ADN no había ni un solo cromosoma viruscrito, decidió Simon con considerable aversión. Dadas las circunstancias de la mujer, la ausencia de tal escritura implicaba escasez de inteligencia, defectos fisiológicos y falta de aspiraciones. Un desecho social.

La agente de policía que estaba sentada en un taburete junto a ella la miraba con compasión. Si hubiera aprendido algo durante su especialización, pensó Simon, lo primero que tendría que haber hecho era sacarla a la calle para alejarla del lugar de la tragedia.

El SA de Simon no podía encontrar el nombre de la camarera. Al parecer, el bar no disponía de ningún tipo de programa de contabilidad ni de administración. El SA no pudo dar ni siquiera con un vínculo registrado que le condujera al banco de datos; sólo disponían de una línea de teléfono.

Simon tomó asiento en el taburete que quedaba libre junto a la camarera.

—Hola, ¿cómo te encuentras ahora, eh…?

La mujer le miró con los ojos llorosos.

—Sharlene —susurró.

—Sharlene. Qué horrible lo que habrás tenido que vivir. —Simon sonrió a la agente de policía—. Por favor, me gustaría hablar un momento a solas con Sharlene.

La policía le miró con resentimiento pero se levantó y salió. Seguro que iba a quejarse a Finemore.

Adul se colocó detrás de Sharlene para poder ver todo el bar. La gente tendía a mantenerse alejada de él.

—Necesito saber lo que ocurrió —dijo Simon—. Y lo siento pero necesito que me lo cuentes enseguida.

—Hostias —gimió Sharlene—. Sólo quiero olvidarlo todo, sabes. —Intentó acercarse el whisky a los labios. Pestañeó sorprendida cuando Simon puso su mano sobre la de ella para impedir que levantara el vaso de la barra.

—Te asustaste mucho, ¿verdad?

—Joder que sí.

—Es comprensible. Como viste, ese tipo te podía haber hecho mucho daño físico. Yo, por otro lado, te puedo destrozar la vida con una simple llamada. Pero no sólo eso, también arruinaría la vida de tu familia. Podría dejaros a todos sin trabajo. Para siempre. Sólo os quedaría paro y miseria. Así que si me lo sigues poniendo difícil ni siquiera te dejaré cobrar el paro. ¿Quieres que tú y tu madre acabéis de putas de los reclutas de Z-B, Sharlene? Porque eso es todo lo que os permitiré hacer. Las dos acabaríais enfermas y muertas antes de tiempo en el Club de Cairns.

Sharlene se quedó boquiabierta.

—Ahora dime lo que quiero saber. Rebusca en ese picadillo de carne que tienes por cerebro y quizá hasta te recompense. ¿Qué prefieres, Sharlene, molestar o cooperar?

—Quiero ayudar —murmuró temerosa.

Simon sonrió de oreja a oreja.

—Magnífico. Y ahora, ¿llevaba un Cuero ese tipo?

—No, en realidad no. Era su brazo. Lo vi cuando pagó su cerveza. Era tan grueso… y de un color raro.

—¿Como si lo tuviera bronceado?

—Eso. Eso es. Oscuro, pero no tanto como los aborígenes.

—¿Sólo el brazo?

—Eso. Pero también tenía las válvulas del cuello. Sabes, como los tornillos de Frankenstein, pero de carne. Sobresalían un poco por encima del cuello de su camiseta.

—¿Estás segura?

—Sí. No me lo estoy inventando. Era un recluta de Zantiu-Braun.

—Entonces que ocurrió, ¿entró de repente y se puso a disparar a todo el mundo?

—No. Estaba hablando con otro tipo. Entonces Jack y otros dos se les acercaron. Supongo que buscaban camorra. Jack es de ésos; el caso es que luego es un buen tipo. Entonces empezó todo.

—¿El hombre comenzó a lanzar dardos que dejaron inconscientes a todos? —Eso. Le vi levantar el brazo y entonces alguien gritó que llevaba un Cuero. Me escondí detrás de la barra. Entonces oí que todo el mundo gritaba y se caía. Cuando me asomé vi que estaban todos tirados por el suelo. Pensé… creí que estarían todos muertos.

—Y llamaste a la policía.

—Eso.

—¿Habías visto a ese individuo con anterioridad?

—No lo creo. Pero quizá ya hubiera venido antes. Tenemos mucha clientela, sabes.

Simon recorrió el bar con la mirada y tuvo que esforzarse para no arrugar la nariz asqueado.

—Estoy seguro. ¿Qué hay de esa persona con la que estaba hablando? ¿Le habías visto antes?

—No. Pero…

—¿Sí?

—También era de Zantiu-Braun.

—¿Estás segura?

—Sí. He trabajado en los bares de toda Cairns. Llegas a reconocer a los reclutas por algo más que por las válvulas.

—Muy bien. De modo que el asesino entró, pagó una cerveza y después fue a hablar con el otro recluta, ¿correcto?

—Eso. Así pasó.

—Haz memoria; ¿alguno de ellos se sorprendió por encontrarse con el otro?

—No. El que llegó primero ya había empezado a beber, como si estuviera esperando al otro.

—Gracias, has sido de gran ayuda.

La capitana Finemore miró sorprendida a Simon cuando éste salió del bar.

—¿Qué ocurrió?

—Nada —dijo—. No llevaba un Cuero. Utilizó algún tipo de lanzador. Supongo que la toxina de los dardos se cultivó en un laboratorio clandestino. Qué pena que el químico no prestara más atención a la estructura molecular real cuando intentó retrosintetizarla.

—¿Qué pena? —se quejó la Capitana Finemore estrechando los labios—. Tenemos un muerto y Dios sabe si los demás se recuperarán.

—Entonces te alegrarás de que nos quitemos de en medio. —Simon señaló el alboroto que colapsaba la calle principal de Kuranda—. Todo tuyo. Pero si necesitas ayuda para atrapar al asesino no dudes en pedírnosla. A nuestros chicos siempre les viene bien un poco de trabajo de campo.

—Lo tendré en cuenta —dijo Finemore.

Al igual que ocurrió cuando llegó, los agentes de policía y los civiles se apartaron a su paso y se callaron conteniendo todo su rencor. Puso en marcha con rapidez el TVC77D y se separó del barro calenturiento. Su SA personal le informó de que no se había retirado sin autorización ningún Cuero de la base de arsenal de Cairns.

—Confírmame esto —le ordenó a Adul—. Quiero saber quién anda por ahí con un Cuero.

—Un recluta se metió en una pelea en un bar. ¿De verdad crees que tiene tanta importancia?

—El incidente en sí no. Pero sí el hecho de que no se haya registrado la falta de ningún Cuero. Además tengo curiosidad por saber por qué dos de nuestros hombres decidieron verse en un antro tan miserable.

—Sí, señor.

La base de la Tercera Flota de Zantiu-Braun se encontraba en el antiguo Aeropuerto Internacional de Cairns, justo al norte de la ciudad. Ya no movía vuelos comerciales; el medio de transporte principal era el tren de monorraíl magnético de TranzAus, que transportaba mercancías y pasajeros hacia el norte a unos eficientes 500 Km/h. Ahora las plataformas de estacionamiento albergaban escuadrones de helicópteros de la Tercera Flota y aviones espaciales de motor scramjet, además de unos cuantos tenebrosos reactores supersónicos ejecutivos con forma de misil. Ocho antiguas y pesadas naves de turbohélice mantenidas por Z-B proporcionaban vigilancia costera y servicio de rescate civiles hasta Nueva Guinea. Como resultado, el espacio aéreo de Cairns era la sección con más tráfico de Australia, aparte de Sydney, donde se concentraba el resto de líneas aéreas. Los combustibles sintéticos de hidrógeno habían reemplazado a los productos derivados del petróleo natural, menos dañinos para el medio ambiente pero relativamente más caros de producir; el coste relegó el tráfico aéreo al punto en que comenzó en el siglo XX, convirtiéndolo en un pastel a dividir entre gobiernos, corporaciones y millonarios.

Queensland, con un moribundo turismo de masas y una agricultura eliminada de cuajo por la comida artificial y una cada vez más intensa radiación ultravioleta, se había ido convirtiendo a pasos agigantados en un basurero económico a raíz de que en 2265 a Zantiu-Braun se le ofreciera no pagar impuestos como incentivo de inicio de actividad para poner en marcha allí una nueva ola de operaciones Tierra-órbita.

Por aquel entonces el tráfico era puramente comercial. Los aviones espaciales fletados transportaban módulos de estaciones de fábrica a las estaciones de órbita menor y regresaban con valiosos productos de aplicación en microgravedad, mientras que los vehículos de pasajeros transportaban a los colonos hasta las naves espaciales. Todo empezó a cambiar a partir de 2307. La captación de bienes pasó a ocupar un lugar prioritario y por tanto los cargamentos que los aviones espaciales ponían en órbita menor pasaron a ser de otra naturaleza. El número de colonos que volaba desde Cairns se redujo a cero en menos de una década, de manera que desde allí sólo salía personal de Seguridad Estratégica. Los sistemas de apoyo de la Tercera Flota suplantaron el transporte industrial.

La base se extendió, construyendo con rapidez barracones y casas cuartel para los reclutas de la División de Seguridad Estratégica. Ingeniería y Asistencia Técnica levantaron sus propias hileras de edificios austeros. Se construyeron nuevos hangares y talleres para albergar y reparar los helicópteros. Se alquilaron grandes extensiones de terreno al gobierno que se emplearon como campos de entrenamiento. Y se necesitaba un sistema administrativo general que controlara a los recién llegados. En las estribaciones se erigieron torres de mármol y cristal con vistas a la base y al mar.

El despacho de Simon Roderick ocupaba la mitad de la última planta del edificio de Cuadrilla, el más nuevo y lujoso del pequeño enclave administrativo de Z-B. En cuanto aterrizo con el helicóptero en la plataforma de la azotea se abandonó a una nueva ronda de encuentros y reuniones tácticas. Los superiores entraban y salían dé su despacho como si fuera una especie de punto de encuentro, adonde cada uno llevaba una propuesta, queja o informe. Para tratarse de una época en que se daba tanta importancia a la Sentiencia Artificial, Simon no dejaba de sorprenderse de lo inútil que resultaba todo sin la intervención y la supervisión humana. La gente por lo general necesitaba una buena patada en el culo para sentirse motivada y comportarse como adultos. Algo que no podían conseguir ni las perlas neurotrónicas cuánticas.

Después de tres años en aquel lugar Simon sabía que tendría que hacer una drástica recomendación al Consejo de Zantiu-Braun tras la campaña de Thallspring. Los cuarenta y cinco años de expansión constante habían sobrecargado tanto de oficiales y especialistas de administración a la División de Seguridad Estratégica de la Tercera Flota que corría peligro de venirse abajo por bloqueo de datos. Todas las oficinas generaban a diario informes y peticiones; cada vez resultaba más complicado coordinar tanta información incluso con el sistema de enrutamiento de SA. La inclusión de bucle, que era la estrategia administrativa del nivel preliminar, era una gran idea con miras al futuro; pero después de cuatro décadas de optimización sucesiva el software de la Tercera Flota se había convertido en puro inflaware, un absoluto lastre. La teoría de la inclusión de bucle, tras la experiencia de organizar la última campaña a nivel básico, era excelente. Durante la última campaña, a estos pelotones específicos se les acabaron las reservas de sangre de los Cueros diez días antes de que los programas de utilización se ejecutaran, esta vez, por tanto, añadimos un apéndice para requerimientos especiales al perfil de logística de dichos pelotones. ¿Quién se iba a oponer a prestar la mejor ayuda en primera línea? Pero había que poner en órbita las reservas de sangre adicionales, lo que significaba utilizar más aviones espaciales, que necesitaban mantenimiento, tripulación y combustible; todo esto había que coordinarlo con el calendario existente. Se produjo un efecto dominó que originaba un caos constante. Simon estaba convencido de que toda la estructura de la Tercera Flota necesitaba simplificarse hasta tal punto que lo mejor sería derrumbarla y construir una nueva en su lugar. Una que contara con modernos procedimientos de administración incorporados desde el principio.

Durante, los últimos cuatro meses, puesto que la campaña de Thallspring había comenzado muy en serio, se había dedicado a supervisar personalmente las actividades más básicas, tales como los horarios de reparación de naves, el recuento de Cueros, la disponibilidad de helicópteros y la puesta a punto de los equipos básicos. Pero más tarde hubo de integrar las peticiones y órdenes más urgentes en la ya de por sí saturada estructura de órdenes, lo cual dio lugar a una nueva capa de autoridad que el SA administrativo de la base tuvo problemas en incorporar. Le gustaba pensar que su papel había acelerado todo el proceso, pero no había manera de asegurarse. La vanidad de las clases dirigentes. Nosotros marcamos la diferencia.

Adul Quan reapareció cuando el sol empezaba a esconderse bajo las colinas de detrás de la base. Simon se quedó junto a la pared-ventana mirando cómo los gruesos rayos de sol bañaban las cimas cuando salió el último de los comandantes de nave. Frente a él las luces de las pistas de aterrizaje iban brillando cada vez más, como si fueran las farolas de alguna ciudad imaginaria pidiendo a los helicópteros que regresaran a casa a dormir. Hacia el sur, la corona de neón del Club de Cairns ya empezaba a alumbrar el cada vez más oscuro cielo. Abajo, en la orilla, los pubs, casinos y bares empezaban a abrir sus puertas; juegos trucados y rameras que dedicaban comerciales sonrisas a los reclutas.

A veces Simon envidiaba aquella existencia tan simple; pelearse, follar y perder el control, aunque fuera lo más opuesto a sus principios. Sin embargo, ellos no tenían que resistir la misma presión que él soportaba a diario. Por ese motivo había dado al asesino de Kuranda una prioridad mayor de la que quizá debería haberle dado. Una excusa para salir del despacho.

El último de los comandantes cerró la puerta al salir.

—¿Tienes algún nombre? —preguntó Simon.

—Me temo que no, señor —contestó Adul—. Es desconcertante.

—¿Tú crees? —Simon se sentó en su escritorio. Borró los gráficos y los mensajes de las ventanas holográficas y miró expectante al operario de inteligencia a través del cristal ya despejado—. Procede.

—Lo primero que he hecho ha sido registrar el arsenal. Los Cueros en reparación parecían la opción más evidente; nuestro hombre podría haber robado un brazo mientras en el registro informático constaba que el traje estaba en reparación. Ordené que cada uno de los técnicos me facilitara un informe en persona y todos juraron que los trajes que arreglaron estaban íntegros. Nada de brazos perdidos.

—¿Y si alguno de ellos fuera el asesino? —propuso Simon.

—Imposible. Como mucho podría pasar media hora sin que nadie echara un traje en falta, pero no daría tiempo a llegar a Kuranda. También revisé los registros de las cámaras de seguridad con mi SA. Todos están allí.

—De acuerdo. Continúa.

—La siguiente opción clara era que un recluta hubiera decidido escaparse durante un entrenamiento. No es complicado en campo abierto. Hoy había dieciocho pelotones entrenándose con Cueros. El campo de entrenamiento más cercano a Kuranda estaba a sesenta y cinco kilómetros. Todos los Cueros llegaron allí esta mañana y mi SA solicitó a cada jefe de pelotón que pasara revista de inmediato en cuanto inicié las investigaciones esta tarde.

—¿No faltaba nadie?

—Nadie. Incluso he elaborado una lista de reclutas que no han acudido esta tarde al campo de entrenamiento. Tres estaban heridos, el hospital confirma dónde estaban. Dos tenían el traje estropeado y los enviaron de regreso a la base, arsenal confirma su localización.

—Interesante.

—Así que realicé un escáner aéreo. —Asintió con la cabeza a las ventanas holográficas. Su IND proyectó por él las imágenes archivadas.

Simon vio cómo se formaba la primera imagen ante él. La calle principal de Kuranda a vista de pájaro, reproducida con unos colores un tanto deslavados. Reconoció el tejado con el ojo abierto de graffiti. Eso le permitió averiguar con facilidad cuál era el edificio del bar. Un par de camionetas avanzaban por la carretera; unos pocos peatones desperdigados. Un cursor en forma de anillo blanco empezó a parpadear alrededor de uno de ellos.

—Éste es nuestro hombre —afirmó Adul—. Sólo Dios sabe qué aspecto tiene.

Simon ordenó una ampliación de la imagen y sonrió disfrutando del cariz que estaba tomando el asunto. Un oponente digno y todo eso. La calidad de la imagen dejaba mucho que desear; los pequeños satélites espía que Z-B utilizaba para mapear toda la superficie de la Tierra estaban fabricados para proporcionar sólo una visión general. Estaban diseñados para realizar barridos en tiempo real y se podían programar para obtener imágenes de alta resolución. Pero en ese caso no les sobraría demasiada memoria; Simon no podía permitirse interpretar mal lo que estaba viendo.

—¡Qué pedazo de sombrero!

—Sí, señor. Revisé los escaneos anteriores y lo seguí desde que se apeó del tren en la estación de Kuranda. En ningún momento se lo quita ni mira hacia arriba.

—¿Qué hay del hombre con el que se reunió?

—Lo mismo. —Apareció otra fotografía, cuya hora marcaba ocho minutos menos. Se trataba de una imagen en movimiento que mostraba un jeep con tracción a las cuatro ruedas deteniéndose frente a la puerta trasera del bar, de donde alguien salía y se montaba en él.

—Los tenderos deben hacer el agosto con esos sombreros —murmuró Simon. Se inclinó hacia delante, clavando la mirada en la imagen fija—. ¿No es uno de nuestros jeeps?

—Sí, señor —afirmó Adul con firmeza—. Es escáner aéreo cogió la matrícula: 5867ADL96. Según el inventario del parque de transportes, estuvo aquí aparcado toda la tarde. Incluso utilicé el escáner aéreo para ver cómo salía y regresaba a la base. Usó la puerta 12 en ambas ocasiones y tengo las horas exactas. No se ha apuntado nada en el registro de la puerta.

—¿Está protegido el e-alfa del registro de la puerta? —preguntó Simon con aspereza.

—No. Tampoco lo está el inventario del parque de transportes. Pero utiliza una encriptación de seguridad de nivel tres.

—Sí que son buenos. —Simon asintió con aprobación sin dejar de mirar el holograma—. Apuesto a que no puedes rastrear al asesino hasta ver cómo se sube al tren en Cairns ni cómo sale del terminal del funicular.

—Mi SA está trabajando en ello.

Simon dejó de prestar atención a la imagen y giró la silla para mirar de nuevo por la pared-ventana. Los magnificentes rayos de sol se habían escondido por completo tras las colinas, cuyas inhóspitas siluetas arañaban el cielo moribundo.

—Saben ocultarse del escáner aéreo y saben robar equipos de la base sin que se note. Eso significa que son o bien oficiales con códigos de acceso de alto nivel o reclutas veteranos que conocen el funcionamiento interno del sistema. La camarera dijo que le parecieron reclutas.

—No tiene sentido. ¿Por qué un par de reclutas iban a montar tanto jaleo por una cerveza? Todas las putas noches saltan las alambradas para bajar al Club.

—Buena pregunta. Sin duda pensaban que sí merecía la pena.

—¿Qué quieres que haga?

—Sigue investigando. Pero si el último rastreo no da los frutos esperados no sigas rompiéndote la cabeza. Ah, y sigue en contacto con nuestra querida capitana Finemore. Dudo que averigüe nada pero nunca se sabe, quizá existan los milagros.

—Así que se saldrán con la suya.

—Eso parece. Con lo que quiera que sea «la suya».