Capítulo 9

El viaje de Lawrence a la Tierra duró varias semanas. No sufrió los ataques de claustrofobia y los mareos que se convertirían en la rutina de todos los vuelos que realizaría después. No solía salir mucha gente de Amethi; sólo había ocho pasajeros de este planeta a bordo de la Eilean cuando ésta activó su unidad de compresión. Esto significaba que sólo había activa una rueda de ventilación, pero aun así disponía de un camarote familiar para él solo y podía pasearse a sus anchas por el resto del lugar. La tripulación tendía a ignorarlo porque lo consideraban un mocoso millonario cuya indulgente familia miembro del Consejo le había pagado él vuelo y un viaje de ocio por la Tierra. Ni siquiera se mezcló con los demás pasajeros, ultra-ejecutivos de McArthur que se pasaban todo el tiempo conectados con sus SA personales. Invirtió en el gimnasio todo el tiempo que quiso y el resto de las horas de vigilia se las pasó buceando por la nutrida biblioteca multimedia de la nave.

Más adelante decidió que había sido como uno de esos viajes de la edad de oro espacial, tranquilo y entretenido. El único equivalente posible lo encontraba en los desplazamientos en las aeronaves de la tercera década del siglo XX, si bien en ellos debían de haber servido mejor comida. Además seguro que también ofrecían mejores vistas.

Hubiera sido perfecto si hubiera podido olvidarla. Pero la soledad y el relativo aislamiento convertían el recuerdo más vago en un imposible sueño. El color de una determinada pantalla le podía sugerir el de algún vestido de Roselyn que tuviera exactamente el mismo tono turquesa. Siempre que comía algo, ya lo había compartido con ella antes. Los menús de la biblioteca multimedia le hicieron evocar las horas que se pasaron navegando juntos por sus contenidos, acurrucados el uno en brazos del otro en el sofá de su guarida.

Surcar el espacio, el sueño de su vida, murió enterrado por el amor de su vida. Qué cruel ironía.

No obstante, la Tierra no le decepcionó. Durante el vuelo de tránsito orbital desde Glencoe Star, base del punto Lagrange de McArthur, se pasó casi todo el tiempo con la cara apretada contra las ventanillas de los cuatro miradores de la nave viendo cómo el planeta se hacía cada vez más y más grande, dichoso en su ignorancia del peligro de radiación. Al partir le pareció que ver empequeñecer a Amethi sería la vista más maravillosa de su vida, con su superficie teñida de variados tonos ocres, grises y blancos, y con el tenebroso resplandor de Nizana reflejado en el Barclay. Pero la Tierra, con su vibrante remolino de colores vivos, hizo que el corazón le doliera de emoción a medida que se iba haciendo más grande y brillante. Aterrizó en la Xianti, disgustado debido a la ausencia de ventanillas.

El principal puerto espacial de McArthur era Gibraltar. Los habitantes del Peñón seguían defendiendo con tozudez su independencia de España y de la Unión Europea. El consejo de su gobierno había cerrado un trato con McArthur consistente en impuestos liberales a cambio de inversión para infraestructuras; en el mismo se incluía una cláusula que determinaba que los unos no interferirían en los asuntos de los otros ni les exigirían responsabilidades.

Lawrence no se preocupó demasiado de la situación política. En cuanto salió de la nave y accedió a la sala de llegadas (donde llamó la atención de los guardias de seguridad, a los que no les hizo mucha gracia dejar que un miembro de una familia del Consejo se paseara solo por ahí) sólo quería salir a la calle y respirar el romanticismo del Viejo Mundo. Se alejó del edificio de la terminal, erigido sobre la antigua base de las Fuerzas Aéreas Británicas, y caminó hacia la vasta pista de naves que había construido la compañía, una franja asfaltada de cinco kilómetros de longitud que llegaba hasta la orilla del mediterráneo. Permaneció horas encaramado a los cantos rodados que bordeaban la pista, contemplando el mar con deleite. España estaba escondida al otro lado; sobre el horizonte asomaba una finísima y continua hilera de urbanizaciones que abarcaba toda la línea de costa, al fondo de la cual se veía una serie de moteadas colinas pardas que asomaban por encima de un enjambre de edificios de muros enjalbegados. África, que se ocultaba tras la orilla opuesta, dejaba ver una oscura franja informe que subrayaba la frontera entre el mar y el cielo.

Por algún extraño motivo, quizá por lo apresado que había terminado sintiéndose por Amethi, la Tierra parecía mucho mayor. Era incapaz de adaptarse a la escala de los elementos. Toda aquella agua que le bañaba los pies con su espuma. Desprendía el olor más intenso, centenares de sutiles aromas que se mezclaban para dar lugar a una poderosa fragancia salada. Y el aire… jamás había sentido nada tan cálido, de eso estaba seguro, ni siquiera en las cúpulas tropicales. El calor y la humedad le impedían respirar con normalidad.

Hasta después de ponerse el sol y de que las luces de la costa empezaran a centellear sobre las olas, no se decidió a bajar a Gibraltar. El dinero no era problema, los créditos de Amethi se podían cambiar con facilidad en el banco por dólares normales. Con todo el metálico que le habían dado, podría alojarse en un hotel decente durante varios meses antes de empezar a pensar en buscar un trabajo. No había venido hasta aquí para eso.

Se quedó varios días en Gibraltar. Se pasó casi todo el tiempo accediendo al banco de datos global para corregir su ignorancia en temas políticos. Le alegró descubrir que Roselyn no le había mentido cuando le habló de Zantiu-Braun. Casi todas las compañías habían reducido sus operaciones de vuelos espaciales a la mínima expresión; se mantenían en contacto con las colonias existentes y llevaban a cabo campañas de captación de bienes en los planetas recién adquiridos a sus agonizantes compañías fundadoras, mientras que prácticamente sólo Z-B mantenía una pequeña flota de exploración que le permitía continuar estableciendo colonias mediante el uso de los portales. Aunque ya ni siquiera ellos construían nuevas naves. Los astilleros Lagrange o bien se habían abandonado o bien se habían convertido en bahías de servicio y mantenimiento.

No cabía duda de que la era de los vuelos espaciales tocaba su fin. Sin embargo, aún no había terminado. Pese a que la cuenta atrás ya había comenzado, las naves seguirían surcando el espacio durante décadas.

Una semana después de llegar a la Tierra, cogió un tren que le llevó a París, donde se acercó a visitar el cuartel general de Zantiu-Braun. Los miembros de la División de Personal, al igual que ocurriera con anterioridad con los guardias de seguridad de McArthur, se quedaron un tanto confusos al conocer su procedencia, sin embargo el supervisor de SA y el humano consiguieron convencerle de que la mejor manera de conocer la flota de exploración era a través de la División de Astronáutica General. Le hicieron saber que no tenía suficiente dinero para comprarse una participación inicial de Z-B lo bastante voluminosa como para decantarse por una carrera u otra. Lo que debía hacer, como otros cientos de miles antes que él, era empezar desde el escalón más bajo e ir acrecentando su participación hasta poder permitirse un ascenso. Como ventaja, a los de la casa siempre se les daba preferencia frente a los de fuera. Al hecho de que careciera de formación universitaria no se le dio mayor importancia en aquella fase, puesto que Z-B siempre ofrecía periodos académicos sabáticos a los miembros ansiosos por progresar en la estructura de la compañía. Y daba la casualidad de que quedaban plazas en una división de astronáutica que le permitirían tomar un instructivo primer contacto con el colegio de oficiales de nave. ¿Alguna vez había pensado en labrarse una carrera en Seguridad Estratégica?

Dos días más tarde se dirigía en tren hacia Toulouse.

Ocho meses después volvía a surcar el espacio, esta vez de camino al sistema de Kinabica. Junto a Colin Schmidt, los dos novatos del pelotón 435NK9, ambos objeto del más fiero desdén de sus camaradas reclutas.

Kinabica fue uno de los primeros sistemas estelares en ser colonizado; en dos siglos y medio había alcanzado una posición socio-económica respetable, caracterizada por una base tecnológica de alto nivel. Cómo y por qué su compañía fundadora, Kaba, se había deshecho de un bien tan beneficioso nunca se explicó en los informes que le pasaron al pelotón. Kinabica, con una población de setenta millones, era ahora económicamente independiente. La inversión principal ya se había hecho. Ya no había producción industrial pesada que exportar, ya no harían falta las manufacturas de productos bioquímicos ni las refinerías de alimentos, se acabó la maquinaria de minería que no se podía fabricar localmente. Todo se podía encontrar allí, en el mismo sitio, preparado para que lo utilizaran en cualquier momento.

—Lo que pasa es que no da beneficios —le contó un día el cabo Ntoko a Lawrence durante el vuelo. Como novato que era, Lawrence se pasaba el día haciendo preguntas, aunque hacía muchas más que Colin. A Ntoko le daba un poco de lástima, de modo que decidió ilustrarlo. Al menos así cerraba el pico un rato—. Kaba ha invertido océanos de dinero en Kinabica desde su descubrimiento y, a cambio, no le está reportando nada. Se ha convertido en la manzana podrida de los inversores de la Tierra.

—Pero es todo un planeta —insistió Lawrence—. Tiene que ser rentable.

—Y lo es, pero sólo dentro de su propio sistema estelar. Supón que desarrollan un chip de memoria como los de la Tierra; todavía tendrán que exportarlo a quince años-luz para poder venderlo, mientras que cualquier manufactura de la Tierra que fabrique el mismo tipo de chips sólo necesitará transportarlo a dos mil kilómetros para hacerlo llegar a los consumidores, y eso en tren o barco de mercancías. ¿Qué medio de transporte te parece que puede salir más barato?

—Vale, entonces Kinabica debería producir algo único. Eso sí sería un auténtico mercado, un intercambio de bienes con abastecedores y consumidores en ambos lados.

—Claro, ésa es la teoría. ¿Pero qué puede fabricar Kinabica que no pueda la Tierra? Incluso aunque tuvieran suerte y diseñaran una perla neurotrónica muy superior a las de la Tierra, cualquiera de nuestras compañías podría sacar una igual tan sólo un par de meses más tarde. Dado nuestro nivel actual en tecnología de fabricación, la única producción que tiene sentido es la local. Los vuelos espaciales son a todas luces demasiado caros.

—¿Entonces por qué hacemos esto?

—Porque la captación de bienes es lo único que puede justificar los vuelos estelares. En la Tierra todo se reduce a una mera cuestión financiera, aumentar las cifras de las hojas de cálculo. Hay muy poco dinero real en juego. Z-B aceptó los números rojos de Kaba para solucionar sus propios problemas de financiación de las operaciones de vuelos espaciales; se complementan a la perfección, siempre que tengas huevos para seguir adelante. Por ese motivo viajamos en una lata de sardinas más rápido que la luz, para convertir esa bonita teoría financiera corporativa en divertida y sucia práctica. Z-B estaba casi en la misma situación que Kaba cuando empezó a financiar nuestra División de Vuelos Espaciales; tras haber realizado un desembolso de un trillón de dólares a lo largo de los dos últimos siglos, la hoja de balance apenas mostraba beneficios, a excepción de cincuenta naves espaciales que costaban varios billones de dólares y que no había adónde enviar. Pero ahora que la deuda de Kinabica pesa en nuestros libros de contabilidad, tenemos el derecho de aprovechar nuestras naves para recuperar algo de líquido. Dado que casi hemos acabado con la crisis financiera de la fundación del planeta, sólo necesitamos los productos de sus fábricas para venderlos en la Tierra. De esa manera los costes de producción se despejan de la ecuación, por lo que ahora todo el dinero que se obtiene de las ventas de juguetes de alta tecnología manufacturados en Kinabica se emplea para mantener las naves de Z-B, gestionar la División de Seguridad Estratégica y satisfacer los intereses de la deuda de líquido. Si a los contables no les fallan las cuentas, incluso obtendremos beneficios.

—A mí me suena a piratería —dijo Lawrence.

Ntoko se rió de la sorpresa que se había llevado el jovenzuelo.

—Lo vas pillando, grumete.

El 435NK9 debía alunizar en Floyd, una luna gigante que orbitaba alrededor de Kinabica. Mientras el resto de los pelotones de la Tercera Flota se encargaba de mantener controlada a la resentida y productiva población de Kinabica, ellos se quedarían allí para intimidar a los tres mil habitantes de Manhattan City.

Floyd era lo bastante grande para contar con su propia atmósfera, una delgada envoltura de argón y metano que de cuando en cuando producía lluvias de cristales de amoniaco durante las medianoches del lado oscuro, cuando la temperatura descendía lo suficiente. No había mares, ni siquiera lagos; la superficie estaba cubierta de una esponjosa vegetación rojiza, similar a un manto de líquenes entrelazados por un sinfín de ramificaciones. Aquella pegajosa alfombra cubría hasta el último milímetro cuadrado del planeta, desde las cimas de sus escasas y poco elevadas cordilleras hasta el fondo de las cuencas crateriformes. Ni las piedras sueltas ni los desfiladeros escapaban al liquen, que todo lo invadía y conquistaba. Los moradores del satélite lo llamaban wellsycésped, por los voraces hierbajos marcianos de La guerra de los mundos.

Desde el vehículo de alunizaje del pelotón parecía como si estuvieran planeando sobre un océano de algún líquido espeso cuyas extrañas y apretujadas olas, que proyectaban unas alargadas sombras bajas, se hubieran congelado en el tiempo. Iban a tener que recurrir a los mil veces trucados cargueros terrano-lunares para descender a la superficie. Aquellos vehículos eran por lo general una simple cabina cilíndrica presurizada dotada de motores de cohete, depósitos, antenas sensoras, paneles térmicos y vainas de carga distribuidas alrededor, casi al azar; también disponía de tres arácnidas patas metálicas en la parte inferior que se desplegaban para absorber el impacto del alunizaje. En este caso a aquel destartalado artefacto se le había dotado de un fuselaje lenticular compuesto diseñado para proteger el voluminoso y vulnerable núcleo de la agresiva atmósfera durante el descenso y la deceleración. Era lo más cerca que la humanidad ha estado de construir un platillo volante, aunque sin duda el artefacto carecía de la grácil elegancia asociada a dicho tipo de vehículos.

El sol acababa de elevarse sobre las pequeñas colinas que quedaban detrás de Manhattan City dispuesto a iniciar su diario paseo de setenta y cinco horas por el cielo, cuando de repente aparecieron de camino al puerto espacial. Múltiples luces estroboscópicas e instrumentos de guía cercaron el área de inhóspita roca sobre la que se erigía la ciudad, inmersa aún en la oscuridad y la inactividad. De los profundos agujeros del fuselaje del vehículo salían unas nocivas llamas amarillas. Las patas se desplegaron a golpes, de manera que al alcanzar la superficie todo el armazón empezó a crujir con estridencia y el acolchado ruido de los motores del cohete continuó rugiendo por encima del silbido del maltratado fuselaje.

Un segundo vehículo de la Tercera Flota y luego un tercero descendieron en picado hasta posarse en la superficie junto a ellos. Lo que más indicaba que eran intrusos era la nave lanzadera local superficie-órbita que había aparcada en el extremo más lejano del puerto espacial. Naves de cohete de agujas plateadas colocadas en vertical sobre aletas en forma de cimitarra de diseño inspirado en los sueños de mediados del siglo XX.

El pelotón desembarcó, descendiendo con torpeza por la escalerilla de aluminio soldada a una de las patas de alunizaje. Una vez en la superficie, el SA del armazón muscular de Lawrence se ajustó para compensar la baja gravedad, por lo que limitó todos los movimientos. Se impulsaron, deslizaron y botaron hacia el compartimento estanco principal de Manhattan City. La abultada armadura anti-impactos que se habían colocado sobre el esqueleto muscular los hacía parecer como si se hubieran envuelto en trajes espaciales de bejín para atravesar aquella corta distancia. A duras penas consiguieron atravesar los compartimentos estancos de la entrada.

La combinación de los minerales de Floyd y la extraña bioquímica del wellsycésped justificó la construcción de Manhattan City. En esencia no era más que una ciudad dormitorio para los trabajadores de las refinerías y plantas de procesado que producían las moléculas orgánicas complejas utilizadas en las industrias médica y química de Kinabica. Se trataba de unos productos de gran valor y de sencillo transporte; perfectos para que Z-B los reclamara y se los llevara a la Tierra.

Había un montón de productos adecuados para subirlos a la nave que orbitaba alrededor de Floyd. Por desgracia Manhattan City no contaba con reservas de nada; las remesas solían bajarse directamente a Kinabica. Por algún inescrutable motivo, todas las instalaciones industriales de Manhattan City cerraron cinco horas después de que la Tercera Flota saliera de compresión.

Los pelotones fueron enviados junto con los técnicos de Z-B a «ayudar» al personal de Manhattan City a reiniciar los procesos de producción con la mayor brevedad posible.

El segundo día, Lawrence, junto con Colin, Ntoko y otros dos reclutas del 435NK9, iba de camino por el omnipresente wellsycésped, entre botes y tambaleos, hacia un pequeño cráter que se encontraba a un kilómetro al norte de Manhattan City, en el que había una planta química aislada por el protector polvo lunar. Debían escoltar a un par de técnicos de Z-B y cinco miembros del departamento de mantenimiento de la planta química, quienes debían restaurar los sistemas.

Escaneó todos los rincones con el intensificador de imágenes, ansioso por aprender cuanto le fuera posible. Su primer planeta alienígena. No cabía duda de que era muy distinto a la Tierra y Amethi. Sólo le decepcionó un poco que no fuera más interesante. Como toda la superficie del satélite estaba cubierta de wellsycésped parecía que lo habían forrado con espuma de embalar para almacenarlo en alguna parte. No dejó de contemplar el enorme y brillante semicírculo que sobre el horizonte formaba Kinabica, adonde deseaba que le hubieran destinado. Un nuevo mundo de verdad. Los ojos electrónicos lo hacían resplandecer tentadoramente.

Aparte del puerto espacial, el cráter era la primera zona que veían donde el wellsycésped sólo crecía en matas dispersas. El suelo estaba atravesado por centenares de senderos y surcos de ruedas de vehículos que habían aplastado la vegetación. En medio del cráter había un par de pequeños montecillos, cada uno de los cuales medía doscientos metros de largo. En sus cimas se veían unas torres rodeadas de tuberías intercambiadoras de calor, similares a las chimeneas de ladrillos características de aquella revolución industrial que quedaba ya a una distancia de cuatro siglos y diecisiete años-luz. El ennegrecido suelo que las motoniveladoras habían aplastado en lo alto de cada búnker estaba salpicado de rastrojos de wellsycésped granate que poco a poco se extendían y entrelazaban. En comparación con la ajada alfombra que cubría el suelo del cráter, los nuevos retoños no presentaban un aspecto demasiado saludable.

El compartimento estanco era lo bastante grande para dar cabida a todo el grupo. Después de girar, se abrió la escotilla principal, que dio paso a un laberinto de pasillos de hormigón. Las alargadas ventanas rectangulares de las paredes ofrecían vistas de la enmarañada maquinaria y de las tuberías. Unas puertas negras lisas daban paso a las oficinas, los talleres y a unas bóvedas bordeadas de profundos tanques de almacenaje.

Los reclutas se quedaron asombrados, pese a que los visores digitales de sus armazones musculares les proporcionaban un completo mapa de las instalaciones. Ni los técnicos ni el personal de mantenimiento prestaron la menor atención al paisaje, sino que fueron derechos al tranquilo centro del control. Al cabo de unos minutos el SA de administración empezó a hablarles al mismo tiempo por media docena de emisoras, mientras el gran tablero de estado volvía a activar las vistas esquemáticas después de que la planta resucitara.

—No estaría de más que revisara el resto de las instalaciones —le recomendó el técnico jefe a Ntoko. Una eufemística forma de decirle «Piérdase».

—Estamos en ello —le aseguró el cabo.

—¿Revisarlo para qué? —preguntó Colin cuando salieron del centro del control.

—Revolucionarios y terroristas, supongo —le respondió Ntoko—. Relájate, grumete, es pan comido. Nos paseamos por aquí durante seis horas y después regresamos al cuartel sanos y salvos.

—Pensaba que habría más acción —reconoció Lawrence.

—Nunca la hay, hijo —dijo Ntoko en tono jovial—. Los pelotones sólo servimos para controlar a los anarquistas exaltados a los que los daños colaterales y el baño de gamma les importan una mierda. El resto de la gente agacha la cabeza y sigue con su trabajo. Puede que no les gustemos, pero no nos causan problemas.

—¿Alguna vez se utiliza el baño de gamma?

—Hasta ahora no ha sido necesario recurrir a él. Dudo que alguna vez se emplee.

—Espero que haya suerte.

—Es cuestión de lógica, no de suerte. Si alguna vez nos vemos obligados a utilizarlo, entonces hemos perdido. Si las cosas se salen tanto de madre que necesitas exterminar a medio millón de personas para acojonar al resto de la población y hacer que te obedezcan, entonces no tiene ningún sentido utilizarlo. Esa clase de locura sólo conseguirá aumentar la hostilidad de las víctimas y, por consiguiente, las probabilidades de que nunca volvamos a casa. Si utilizamos el baño de gamma contra los habitantes de un planeta, la venganza de los supervivientes consistirá en atacar nuestras naves con todos los medios de que dispongan. —Al darse unas palmadas en el muslo sonó un ruido metálico—. En cualquier caso, yo jamás sería capaz de dar esa orden. ¿Y tú?

—No, Cabo —respondió Lawrence con firmeza.

—Claro que no. Pero cuanto te lo diga tendrás que desenfundar tu pistola reventadora.

—Estoy preparado para eso, Cabo.

—Buen chico. Ahora, tú y Colin, id a peinar los dos búnkeres del este. Aseguraos de que no hay nadie por ahí al acecho. No sería la primera vez. Hay quien no se fía de que sus conciudadanos se porten bien. Triste pero cierto.

Lawrence y Colin echaron a andar por los vagamente iluminados pasillos, sin saber muy bien qué dirección tomar cada vez que llegaban a un cruce. Ni los infrarrojos, ni los detectores de movimiento, ni los ojos electrónicos ni los filtros de sonido detectaron a nadie más en el búnker.

—Estamos perdiendo el tiempo —resopló Colin por la frecuencia local—. Aquí no es como en el planeta, donde la gente se puede largar de las ciudades. Sabemos exactamente cuánta gente hay en Manhattan, hay una lista en la memoria del SA.

—Deja ya de quejarte. Como dice el Cabo, es pan comido.

—Sí, pero, ¿qué van a decir nuestros informes? Quería ver algo de acción, quizá incluso tener la oportunidad de ganarme una distinción.

—¿Quieres tranquilizarte? Tener que mantener bajo control toda Manhattan City sin necesidad de disparar ni una sola vez es la mejor misión del universo. Y tomamos parte en ello. Eso es lo que te hará ganarte tu distinción. A la compañía que las cosas vayan sobre ruedas.

—Puede.

Las tuberías del techo empezaron a borbotear y temblar cuando los fluidos empezaron a correr por ellas. Llevaban así toda la mañana, desde que la planta había empezado a retomar su actividad. La temperatura ambiental se había elevado un poco después de que las máquinas se pusieran en marcha. Incluso a través de las protecciones del armazón y de los músculos, pudieron sentir las vibraciones del suelo y de las paredes.

—Newton, Schmidt, venid aquí —ordenó Ntoko—. Búnker tres, sección cuatro.

—¿Qué ocurre, Cabo? —preguntó Lawrence.

—Daos prisa —dijo Ntoko con voz apagada.

—Estamos de camino.

No podían correr. Si se impulsaban demasiado fuerte con las piernas, se golpearían contra el techo, de manera que avanzaron dando grandes zancadas, con los brazos en alto para impulsarse hacia abajo si veían que los arcos quedaban demasiado altos.

Cuando ya se encontraban cerca de la puerta que daba al búnker tres, Colin sacó su carabina y le quitó el seguro.

—¿Te has vuelto loco? —susurró Lawrence—. Estos trastos están cargados con cartuchos explosivos. Podrías abrir un boquete en la pared sin problemas.

—Estamos en el subsuelo, Lawrence. Como mucho me cargaría algún enemigo o algún pedrusco.

—Y de paso quemarías un billón de dólares en maquinaria. —Lawrence desenfundó su pistola reventadora, que llevaba la recámara hasta arriba de dardos tóxicos—. Ya conoces la política, lo primero son los bienes.

—Vaya una mierda de política —gruñó Colin. Masculló algunas palabras más que el micrófono del casco no recogió bien. Lawrence supuso que daba igual porque debía de estar hablando en alemán, ya que Colin siempre se quejaba en su lengua materna cuando se ponía nervioso. Después se calló y volvió a enfundar la carabina, sacando un bastón láser.

Lawrence no dijo nada. Siguió caminando hasta que la puerta del búnker se abrió. Ante ellos apareció el extenso pasillo principal, cuyos tubos fluorescentes parpadeaban casi de forma subliminal.

—Estamos en el búnker, Cabo —informó Lawrence.

—Bien, reuníos con nosotros.

El visor digital de Lawrence desplegó los planos del búnker tres. La sección cuatro quedaba al final del pasillo lateral, a ochenta metros de donde se encontraban. Emprendieron la marcha.

—¿Crees que será una novatada? —preguntó Lawrence. Apagó su radio y pasó a utilizar el altavoz externo del armazón a bajo volumen.

—No estoy seguro —susurró Colin—. ¿Crees que el Cabo se prestaría a esas mierdas?

—Qué sé yo. Igual quiere comprobar cómo reaccionamos.

—Si al menos nos dijera para qué quiere que regresemos.

—Puede que lo hayan apresado.

—¡Bah, qué dices!

—Bueno, es posible. ¿Si no, por qué…?

El micrófono del armazón de Lawrence captó un ruido confuso. Su detector de movimiento registró una rápida corriente de aire atravesando el pasillo principal justo por detrás de él. Ambos se giraron, se agacharon y buscaron al enemigo con el arma. El ojo electrónico escaneó las paredes y el suelo a alta resolución pero no reveló nada.

—¿Qué cojones…?

Lawrence activó la banda de seguridad del traje.

—Cabo, ¿hay alguien más en el búnker?

—El SA no ha autorizado a nadie más, ¿por qué?

—Hay alguien por aquí.

—Un minuto.

Lawrence y Colin se pusieron derechos, con las armas preparadas.

—Podrían ser las máquinas encendiéndose —propuso Colin—. Quién sabe qué efecto puede causar en los sensores.

—El SA debería filtrarlo.

—He consultado con nuestros hombres del centro de control —dijo Ntoko—. No falta nadie. El SA local está transmitiendo las imágenes de las cámaras a mi traje. Puedo veros, pero no hay nadie más por aquí.

—Hemos pensado que quizá la maquinaria esté provocando fallos en nuestros sensores —dijo Lawrence.

—De acuerdo. Permaneced alerta. Y poned los ojos electrónicos a resolución media, cuando se ponen a alta producen efectos extraños.

—Joder. Enseguida estamos ahí.

Recorrieron el pasillo lateral sin más incidentes y comenzaron a bajar. La puerta del final estaba cerrada. Lawrence no podía ver a nadie dentro, sólo era otra cámara más repleta de motores negros y plateados, cuya imponente mecánica parecía sacada de la sala de máquinas de un barco de vapor. Los gases de las tuberías se escapaban por distintos puntos, de manera que el nivel de ruido aumentaba a cada paso que daban.

De repente apareció en la entrada alguien equipado con un armazón.

—Hola, camaradas —gritó Meaney. Cuando fue a levantar el brazo para saludar, algo se movió tras él y eclipsó una de las luces del techo.

—¡Al suelo! —gritó Lawrence. Colin y él apuntaron con sus armas. Un punto de mira parpadeó atravesando sus visores digitales.

Meaney se quedó paralizado, enmarcado por la puerta. Su mano enguantada buscó instintivamente la carabina enfundada que llevaba en la cintura. La mancha oscura se revolvió tras él y se apartó de la luz. Había desaparecido, se había perdido entre la intestinal maraña de válvulas y tuberías.

—¡Detrás de ti!

—Qué… —Meaney, que ya casi había desenfundado del todo la carabina, empezó a girarse. Sus compañeros corrieron hacia él, con sus SA orientando los esqueletos musculares de manera que pudieran inclinarse hacia delante en ángulo cerrado y mantener el equilibrio a pesar de la baja gravedad.

—¿Adónde ha ido?

—Allí, en aquel hueco.

Lawrence se elevó de un salto, con la pistola levantada a la altura del pecho apuntando a la hendidura metálica preparándose para disparar mientras los sensores de su casco iban aumentando los niveles. El matiz verdoso de los ojos electrónicos reveló un hueco que no era más que un caótico amasijo de conductos retorcidos y cables enmarañados. Los infrarrojos colorearon de rosa algunos de los conductos.

Cuando volvió a posar los pies en el suelo levantó el dedo del gatillo.

—¡Mierda! Lo hemos perdido. —El visor digital de su display registró un pulso acelerado. Las oleadas de adrenalina le zumbaban con ansia en el cerebro. Demasiado elaborado para tratarse de una simple novatada. Recordó las lecciones a aplicar en terreno desconocido. No te fíes. Nunca.

—¿Qué cojones estáis haciendo? —exclamó Meaney.

—Joder, ¿es que no Jo has visto? —replicó Colin—. Estaba justo detrás de ti. ¿Se te han jodido los sensores o qué?

Meaney se giró y apuntó con la carabina al pasadizo de equipos de procesado químico.

—¿Qué es lo que estaba detrás de mí?

—No lo sé. Ahí algo por aquí.

—¿Dónde?

—Joder, ¿qué cojones les pasa a tus sensores? —preguntó Colin.

—Nada, van de puta madre.

—Entonces lo tienes que haber visto.

—¿Qué coño es lo que tengo que haber visto?

Ntoko salió de un pasillo formado por las pesadas columnas de maquinaria. En la mano derecha llevaba la pistola reventadora preparada para disparar.

—Muy bien, chicos listos, ¿qué era eso que creéis haber visto?

—No estoy seguro, cabo —admitió Lawrence—. Vimos que algo se revolvía detrás de Meaney.

—Mis sensores no han detectado nada —dijo Meaney.

—¿Algo? —repitió Ntoko—. ¿Humano o robot?

—Bueno, estaba ahí arriba y era más bien pequeño —explicó Lawrence, intentando recordar el aspecto de la sombría mancha.

—No se movía como un robot —dijo Colin—. Era más rápido.

—Sería una rata —dijo Ntoko.

—¿Una rata? —dijo Lawrence extrañado—. ¿Para qué iba Kaba a importar ratas, sobre todo a Floyd? No suponen ninguna ventaja para el ecosistema.

—No se importan, hijo. Vienen de polizones. En cualquier rincón del universo en que haya humanos, encontrarás ratas también. Esas pequeñas hijas de puta son tan escurridizas como viciosas.

—Pues en Amethi no hay.

—¿No? Bueno, entonces sois muy afortunados. Configura tu SA para que rastree constantemente el movimiento de objetos pequeños. Si alguien ve algo, que me avise de inmediato. ¿Pilláis?

—Sí, Cabo.

—Muy bien, ahora seguidme. —Volvió a meterse por el pasillo del que había salido.

—¿Qué has encontrado, Cabo? —preguntó Colin, apresurándose para alcanzarlo.

—Polvo.

—¿Polvo?

—Sí, polvo. Pero extraño.

No era la primera vez que Lawrence deseaba poder encoger los hombros dentro del esqueleto muscular. Aquella cosa tan extraña que había visto lo había dejado intranquilo; ahora el cabo decía que habían venido a otra cosa. No podía relajarse. Algo merodeaba por los alrededores, lo sabía.

Ntoko los guió hasta un espacio abierto que había al final del pasadizo de maquinaria, donde Kibbo los estaba esperando. Al otro lado del equipamiento de refinado se veían dos enormes depósitos cilíndricos incrustados en la pared de hormigón. El extremo abovedado del que estaba de cara a Kibbo medía cinco metros de alto; las junturas soldadas que había entre los segmentos metálicos en forma de pétalo quedaban a la vista. Unos pernos del tamaño de un puño aseguraban el borde hasta el extremo del tanque.

Ntoko se agachó e hizo señas a Lawrence y Colin para que se acercaran. Señaló al suelo.

—Ahí, ¿veis?

Lawrence, al suponer que se encontrarían con algo extraño, aumentó la sensibilidad de su amplificador de luz. El suelo de hormigón, que era gris cuando se construyeron las instalaciones, ahora estaba oscurecido por el tiempo y las manchas de productos químicos. Había polvo acumulado en los agujeritos y las ondulaciones. Amplió la vista. Vio un ancho surco que conducía al tanque, huellas de ruedas y pies que iban y venían en lo que parecía una procesión constante. Interesante, aunque tampoco alarmante. Miró al segundo tanque, donde la suciedad del suelo no parecía profanada.

—¿Y? —preguntó con cautela—. Han estado trabajando aquí hace poco.

—Mira con los infrarrojos —dijo Ntoko en voz baja.

La temperatura del tanque con las huellas que conducían a él era cinco grados superior a la del otro.

—Eso es lo que pensamos al principio —dijo Ntoko—. Parecen distintos. Sin embargo, según el inventario del SA de la planta, ambos contienen el mismo fluido.

—¿Entonces qué…?

Esta vez los sensores de todo el mundo recogieron el movimiento.

Todos se giraron hacia el origen al mismo tiempo, con las armas preparadas. A pesar de lo que tanto el entrenamiento como el instinto ordenaban, nadie disparó.

Vieron un alienígena reptando entre la maquinaria que había a tres metros sobre el suelo, agarrado a los conductos y riostras de apoyo para mantenerse a noventa grados respecto de la vertical. Al principio, Lawrence se desilusionó un poco; no le asustó. Era del tamaño de un pastor alemán y tenía seis patas arácnidas (o quizá eran ocho, no podía distinguirlas bien) cuyas rodillas, que mantenía mucho más plegadas, finalizaban en pequeñas pinzas enastadas. Su peludo pellejo escamoso brillaba como el apagado arco iris de una mancha de aceite. Lo más extraño, lo que convertía a aquella cosa en un verdadero alienígena, eran los ojos, o lo que Lawrence creía que eran los ojos: unas pequeñas y azabachadas bolas crómicas dispuestas a lo largo de los costados, que no dejaban de ondular. Al parecer tenía cabeza, puesto que uno de los extremos presentaba un aspecto bulboso y una hendidura vacía que debía de hacer las veces de boca.

En cada una de las extremidades llevaba una especie de anilla de plástico, justo sobre las rodillas. Parecían estar incrustadas en la carne.

—Alerta general —anunció Ntoko con calma—. Atención, Operaciones, hemos entrado en situación de contacto. ¿Operaciones?

El visor digital de Lawrence le estaba avisando con unos iconos de comunicación rojos; los repetidores de la red local se habían caído. No hizo mucho caso. Acababa de ver otro alienígena saliendo de entre las máquinas.

—Allí arriba —graznó Meaney.

Un tercer alienígena avanzaba agarrado al techo, sujetándose a las tuberías con las pinzas sin esforzarse demasiado.

Por fin Lawrence pudo comprobar que tenían ocho patas. Entonces estaba claro que no eran terrestres. Se quedó mirando a las criaturas con una mezcla de entusiasmo y sorpresa. Las anillas eran artefactos de alta tecnología. ¡Eran sentientes! Estaba estableciendo su primer contacto con alienígenas sentientes.

Era el momento con el que había soñado toda su vida. Soltó una carcajada breve y contenida, le costaba creer que estuviera sucediendo aquí y ahora. Le temblaban las manos. Al instante desbloqueó el seguro de la pistola y le preguntó al SA del esqueleto que le comunicara las reglas referentes a un primer contacto. Debían de andar por alguna de las células de la memoria.

—Cabo, ¿qué hacemos? —preguntó Colin con voz retumbante y nerviosa. Caminaba para atrás arrastrando los pies, hacia el tanque, sin dejar de apuntar al primer alienígena.

—No os mováis…

El alienígena que tenía delante de él extendió una pata. Con la pinza sostenía un bastón máser de diseño humano. Lawrence se quedó mirándolo aturdido.

—Es un…

La bestia disparó. El visor digital de Lawrence proyecto de inmediato una esquemática del armazón de su traje. Unos iconos rojos se apiñaron alrededor como avispas enrabietadas para indicar la gravedad del impacto. Los superconductores pasaron a quemadura para intentar disipar el rayo.

—¡Muévete!

Lawrence saltó hacia un lado para intentar recuperar la movilidad que le había quitado el máser. El impulso lo lanzó hasta el techo, contra el que se chocó sin poder dejar de agitar los brazos de puro pánico. Un arma automática abrió fuego por debajo de él e incrustó sus proyectiles en el hormigón y el metal. Se apagaron las luces. Lawrence cayó al suelo y al rebotar ascendió casi un metro. Su visor digital le informó de que el máser ya no le apuntaba. Apuntó en todas direcciones con su pistola reventadora, sin resultado alguno.

Vio los resplandores de dos pistolas. Los destellos le permitieron distinguir unas voluminosas y espesas columnas de vapor que empezaban a emerger de los chirriantes equipos de procesado. De los recovecos de las máquinas empezaron a brotar más alienígenas. Lawrence vio que entre dos portaban un pequeño cañón Gatling.

—¡Hostiaputa! —Se apartó dando vueltas hacia un lado, enfundó la pistola y sacó la carabina.

—¿Cuántos? —gritó Kibbo.

—¿Dónde?

—¿Qué pasa con las luces?

Las oleadas de vapor inutilizaron el detector de movimiento de Lawrence. Los infrarrojos tuvieron dificultades para identificar los blancos entre la densa neblina. El ojo electrónico no pudo más que ampliar los remolinos de la nube, a los que dio un tono verde fosforescente. Entonces vio parpadear un nuevo icono de alerta que, acompañado de un sonido, le avisaba de la cada vez mayor toxicidad de la atmósfera de la cámara.

Una carabina abrió fuego y concatenó varias explosiones sordas en la oscuridad. La espesa nube impedía ver dónde se estaban produciendo las detonaciones, cuyos continuos resplandores llegaron a inundarlo todo. La visibilidad se redujo a cincuenta centímetros, campo que a cada segundo se iba reduciendo más y más.

—Alto el fuego.

Lawrence apuntó con la carabina en la dirección en que había visto a las criaturas que portaban el mini-Gatling, hacia donde disparó veinte veces.

—Tienen artillería pesada, Cabo —gritó mientras el arma temblaba entre sus brazos. Se produjeron explosiones por todo el búnker. Había alguien más disparando, sólo que con un arma de bajo calibre. Una ráfaga alcanzó la armadura de Lawrence debajo del pectoral derecho y le hizo salir volando y dando volteretas. Unos iconos rojos y ámbares trazaron diversos círculos a su alrededor, a modo de protector enjambre de pájaros holográficos. El impacto había sido tan certero que, incluso a pesar de la armadura blindada exterior y del esqueleto muscular, sintió un intenso dolor en las costillas.

El canal de radio se había convertido en un caos de gritos y alaridos. No se entendía nada. Lawrence cayó de espaldas y el impacto le robó el último soplo de aire que conservaba en los pulmones. Se le cayó la carabina. Algo se movía bajo sus piernas, retorciéndose con ansia y separándole las rodillas. El susto le hizo olvidarse del dolor e incorporarse al instante. Se giró con agilidad y se inclinó hacía lo que quisiera que se estaba moviendo bajo sus piernas.

De repente sintió un dolor desgarrador en una de las piernas, justo por encima de la rodilla. Los iconos le informaron de que tanto la armadura como el esqueleto muscular habían sufrido un desgarro. Con las manos tocó un objeto grande que le pareció del mismo tamaño que las criaturas. A través de los revoltosos vapores sólo podía distinguir las manchas que enviaban los infrarrojos. Era un alienígena que llevaba una giga-cuchilla en una de las patas. Lawrence arremetió contra la bestia y le quitó el arma que agarraba con las pinzas. Había oído crujir la pata del alienígena al golpearlo, de modo que decidió respirar hondo y asestarle un puñetazo con la mano que le quedaba libre, dotándola previamente de toda la fuerza que el esqueleto muscular le permitió. Su puño blindado atravesó el pellejo del ser y se hundió entre sus órganos internos.

Lawrence estuvo a punto de vomitar. Al sacar el puño arrastró con él diversos tejidos membranosos y múltiples vísceras sanguinolentas.

Justo entonces fue alcanzado por otra bala que le obligó a tumbarse.

—¡Al techo! —bramó Ntoko—. ¡Disparad al techo! ¡Cartuchos explosivos! ¡Ahora!

Una serie de explosiones bombardeó el techo de hormigón que había sobre Lawrence. Las intensas ondas expansivas hicieron crujir su maltratado caparazón. Tanteó el suelo con la mano para ver si encontraba su carabina. En ese momento le volvió a alcanzar un rayo máser que le hizo ver un revoltijo de símbolos escarlata, tras lo que se revolvió y se incorporó. El fuego de armas de bajo calibre estaba hendiendo el aire por encima de él. Una especie de fango gelatinoso estaba empezando a cubrir el suelo de hormigón y a adherírsele a la coraza.

Entonces encontró el cuerpo del alienígena y su carabina y rodó hacia atrás. Media docena de cartuchos explosivos impactaron contra el techo. Incontables y pesados fragmentos de hormigón salieron de la nube en lo que parecía una escena a cámara lenta y cayeron sobre el fango.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Meaney—. ¿Por qué no se mueren?

Lawrence introdujo otro cargador en su carabina. Se preguntaba lo mismo.

—Abrir una brecha en el búnker —respondió Ntoko—. Voy a hacer que el gas y esos putos bichos se pierdan en el espacio.

Lawrence volvió a disparar. Sobre el estruendo de las explosiones pudo oír cómo un estridente chillido iba cobrando cada vez mayor intensidad. De repente la nube tóxica empezó a disiparse y el chillido se fue convirtiendo en aullido agónico. Un haz de luz solar atravesó el vapor, iluminándolo todo enseguida. El ojo electrónico de Lawrence configuró varios filtros al instante para ajustarse. Entonces empezó a disparar con la carabina hacia los bordes de la cada vez mayor grieta del techo. Una gigantesca sección dentada de hormigón salió volando hacia arriba, impulsada por la presión de la atmósfera del búnker. La brecha absorbió los últimos restos de gas y al tirar de él le ayudó a incorporarse. Después se quedó tambaleándose en un silencio absoluto. La cegadora luz solar se había apoderado del interior del búnker, revelando las consecuencias del caos y el infierno que acaban de vivir. La densa aglomeración de máquinas había quedado reducida a cenizas, por todas partes se veían tuberías rotas y unidades de procesado trituradas. Las revueltas columnas de fluidos y gases que todavía manaban ascendían hacia la abertura y se dispersaban en el exterior. Los cadáveres de varias de las criaturas colgaban con laxitud de múltiples salientes metálicos; todas habían sido alcanzadas por el fuego de las armas, que les había reventando y extraído sus negruzcas vísceras.

—Venga, Operaciones, nos encontramos en situación de emergencia —dijo Ntoko—. Solicito refuerzos inmediatamente. Estamos bajo fuego enemigo.

El SA de Lawrence confirmó que se había restablecido la comunicación al abrirse la brecha en el techo. Se esforzó por ponerse de pie mientras Operaciones se ponía a interrogar a Ntoko. Sangraba por la zona de la pierna donde había recibido el tajo de la giga-cuchilla; confiaba en que la mayor parte de la sangre proviniera del esqueleto muscular. A cada pequeño movimiento que hacía, sentía un punzante dolor en alguna parte del torso. Vio que tenía abolladuras agrietadas en el armazón y marcas de quemaduras que habían ampollado la capa exterior.

—Por los huevos de Cristo —resopló.

—Les hemos dado por el culo —dijo Kibbo al borde de la histeria—. Hemos jodido a esos cabrones.

—¿Qué eran? —preguntó Colin—. ¿De dónde cojones han salido?

—De puta madre, camaradas —dijo Meaney—. Acabamos de estrenarnos en nuestra primera batalla interestelar.

—¡Y hemos aplastado a esos cabrones! Les hemos reventado el culo, ¿eh?

—Así es, tío. Se les han quitado las ganas de meterse con este pelotón, eso fijo.

—No lo entiendo —dijo Lawrence—. ¿Qué hemos hecho? ¿Por qué nos han disparado?

—Qué más da —respondió Meaney—. ¡Ahora somos los amos! —Dio un grito de emoción y alzó los brazos a modo de saludo victorioso. Se quedó helado—. ¡Joder!

Lawrence miró hacia arriba. Una procesión de alienígenas avanzaba por lo alto del techo destrozado, tanteando cautamente con las patas delanteras los carbonizados bordes afilados de la brecha. Algunos ya habían empezado a colarse por la abertura agarrándose a las retorcidas riostras de apoyo. Enseguida empezaron a disparar sus rayos máser contra los reclutas, que recurrieron a sus carabinas para desmigajar el hormigón.

—¡A cubierto! —ordenó Ntoko. Los guió hasta el sibilante amasijo de máquinas destrozadas, sin dejar de disparar por el camino.

—Son autóctonos —dijo Lawrence, que se sorprendió al caer en la cuenta—. No necesitan ningún traje para sobrevivir, fijaos. Tienen que ser autóctonos.

—Pues de puta madre —bufó Meaney—. ¿Qué les hemos hecho para que se cabreen así? —No dejó de disparar mientras corría a ocultarse tras un montón de chatarra.

—Pensarán que venimos a robarles el territorio y las hembras —dijo Lawrence.

—Pues vaya ayuda de mis cojones, Lawrence —gruñó Kibbo—. ¿Qué les pasa a esos bicharracos?

Colin empleó todo un cargador de su carabina para seguir resquebrajando el techo, cargándose tanto el hormigón como las criaturas.

—¡En vez de mandarlos al espacio, les estamos dando la bienvenida, malditos hijos de puta! —Los fragmentos de hormigón y de carne empezaron a llover sobre los reclutas.

—Dejad ya el fuego de saturación —ordenó Ntoko—. Vamos a reservar lo que nos quede. Liquidadlos.

Lawrence se refugió en un hueco y levantó su carabina. Un punto de mira circular con una cruz central hizo desplegarse unas finas líneas violetas por todo el destrozado techo. Lawrence cambió a fuego normal y localizó a un alienígena. De un disparó le partió el cuerpo en dos. Para ser los atacantes, no parecían muy resistentes. No tenía sentido.

—¿Cuánto queda para que llegue la caballería, cabo? —preguntó Colin.

—Aparecerán de un momento a otro. De momento resistid.

Por primera vez en su vida, Lawrence estaba rezando. Se ocultó en lo más profundo del diminuto hueco y se preguntó si aquel dios que sabía que no existía le serviría de algo. En aquel momento las dudas ya no iban a empeorar más las cosas.

Simon Roderick no había planeado pasar por Floyd durante la misión. Por lo que a Z-B respectaba, aquella luna no era más que un pequeño núcleo de producción, fácil de controlar y de asaltar. Aquello fue durante la fase de planificación. Ahora las cosas habían cambiado drásticamente. Como resultado, debía vérselas con la baja gravedad y la incómoda humillación de tener que ponerse un traje espacial.

Aquellos condenados disfraces no habían evolucionado mucho desde la última vez que se embutió en uno, hacía ya ocho años. Consistía en una capa interior que le comprimía la carne casi cortándole la circulación de todo el cuerpo, y un casco esférico que le echaba un inerte aire seco justo en la cara y le irritaba los ojos. La mochila pesaba demasiado, lo que en Floyd equivalía a una muy limitada libertad de movimiento.

A veces le daban ganas incluso de ponerse un esqueleto muscular igual que el que llevaban sus tres escoltas. Pero nunca supo muy bien cuál sería el menor de los dos males.

La escolta de Simon se quedó fuera cuando éste entró en el compartimento estanco de la planta química. Después de girar, accedió a un monótono pasillo de hormigón. Se había organizado un grupo para recibirlo, compuesto por seis reclutas ataviados con sus esqueletos musculares al completo y equipados con armas pesadas de aspecto peligroso cuyo lustre no terminaba de creerse del todo. El comité de bienvenida estaba compuesto por el mayor Mohammed Bibi, el comandante de las operaciones de Floyd, Iain, Tobay, de la División de Inteligencia de la Tercera Flota, y los doctores McKean y Hendra, del departamento de ciencia biomédica de Z-B.

Simon se quitó el casco cuando el SA de su traje espacial confirmó que la atmósfera de la planta química era respirable.

—¿Vamos a tener más problemas? —preguntó con voz tranquila y con la mirada fija en los firmes y atentos reclutas.

—No, no se esperan, señor —respondió Bibi—. Aunque tampoco esperábamos que se produjera este incidente.

Simon asintió con la cabeza, comprendiendo. Era probable que el mayor se estuviera refugiando en el inesperado tiroteo, pero era una actitud prudente. No podía errar en la respuesta.

Continuaron avanzando por una serie de pasillos idénticos hasta el búnker tres, sección cuatro. En cuanto la puerta de acero se abrió, se produjo una notable diferencia en la composición del aire. Una especie de guiso químico impregnaba la mezcla normal de oxígeno y nitrógeno, que se encontraba saturada de amoniaco. Simon arrugó la nariz.

El doctor McKean se dio cuenta.

—Al cabo de un rato ya no lo notará. Hemos aplicado limpiadores de atmósfera extras pero la maquinaria de procesado todavía sigue expulsando volátiles.

—Ya veo. —No era algo que a Simon le interesara mucho. Los científicos siempre entraban demasiado en detalle.

Al entrar en un pasillo bordeado de máquinas, las evidencias del ataque empezaron a saltar a la vista. Del suelo manaban charcos de un pegajoso líquido negruzco y los olores se iban intensificando. Por todas partes se veían piezas de metal combadas y retorcidas, salientes mellados y chamuscados por el calor de las explosiones. Al llegar al espacio abierto del final pudo comprobar que la compleja maquinaria había quedado reducida a pura chatarra.

En el destrozado techo había incrustados fragmentos del blindaje temporal de plástico, cuya resina epoxídica prestaba su fragancia ácida a la mezcla. La deslumbrante luz solar entraba por la cubierta traslúcida, teñida de rosa.

El tanque que había originado todo el caos ahora estaba abierto; su gigantesca tapa estaba plegada contra la pared, sobre unos potentes pistones hidráulicos, como si fuera la entrada a la descomunal cámara acorazada de un banco. Una rampa se había desplegado desde su interior. Había varios operarios de Z-B ajetreados limpiando el estropicio y llevando carretillas cargadas de equipamiento arriba y abajo.

Simon vio que dos de los trabajadores se movían con dificultad y extrema cautela, como si les doliera todo el cuerpo. Abrió sus archivos a través de su IND: Meaney y Newton. Ambos habían participado en el tiroteo y resultado heridos, pese a que se les había asignado tareas ligeras (no-combate). Se sintió interesado por el trasfondo de Newton.

—¿Cómo va? —les preguntó.

Newton se apoyó en un purificador de aire móvil para ponerse derecho y saludar. Miró fugazmente al mayor Bibi.

—Bien, gracias, señor.

—Sí, señor —dijo Meaney.

—Han hecho un buen trabajo —dijo Simon—. Los trajes musculares no están configurados para el combate militar precisamente.

—No están mal, señor —dijo Newton. Al comprobar que no les iban a reprender, empezó a relajarse.

—Ahora que lo han utilizado en combate, ¿desean hacer alguna sugerencia?

—Una mejor integración de los sensores nos hubiera venido muy bien, señor. De hecho, unos sensores más desarrollados nos hubieran venido mejor. Tuvimos que operar ciegos cuando el SA abrió las válvulas de gas; aquella mierda nos jodió los ojos electrónicos y los detectores de movimiento.

—Debió de ser una situación complicada.

—El cabo Ntoko sabía lo que hacer, señor, nos mantuvo juntos. Pero, como usted ha dicho, si se hubiera tratado de un enemigo serio, lo hubiéramos pasado muy mal.

—Comprendo. Bien, gracias por su opinión. Veré qué puedo hacer, aunque imagino que los diseñadores no le harán mucho caso a un ejecutivo. No nos tienen en gran estima.

—Pero usted les paga, señor; seguro que eso sí lo estiman.

Simon sonrió.

—Sin duda. —Señaló el cadáver de una de las criaturas, que ahora estaba cubierto con una manta azul de polietileno—. ¿Su primer encuentro con una forma de vida alienígena, Newton?

—Sí, señor. Lamento que fuera en estas circunstancias. Por un momento pensé que eran alienígenas de verdad.

—¿De verdad? ¿Qué puede haber más real que eso?

—Quiero decir sentientes, señor. Es una pena lo que se les ha hecho a estos pobres bichos, manipularlos como a simples robots.

A Simon le llamó la atención la idealista consternación del muchacho. Sólo los más jóvenes mostraban aquel tipo de moral. No le cabía duda de que Newton se había rebelado contra el entorno en que se había criado.

—Supongo que sí. ¿Ha estado ya en el tanque?

—Sí, señor —respondió Newton con gesto de desaprobación.

—Ah, bien, ahora me toca a mí.

—¿Señor?

—¿Sí?

—¿Van a castigarlos, señor?

—¿A quién?

—A los que maltrataron a los alienígenas, señor.

—Ah, ya veo. Bien, debe usted entender, Newton, que mientras nos encontremos aquí vigilando que se cumplan las leyes locales, nosotros también nos veremos sujetos a ellas. Eso es lo que nos da el legítimo derecho a recoger los bienes que producimos, porque operamos bajo su propio marco legal, aunque ni les guste ni lo admitan. Lo que no hacemos es imponer y forzar las leyes extranjeras sobre la población indígena. Si en su constitución se dice que es lícito tirarte a tu hermana, no seremos nosotros quienes les convenzamos de lo contrario. Por tanto, aunque encerrar y experimentar con animales o alienígenas es ilegal en la mayoría de los países de la Tierra, no lo es aquí.

—¡Quiere decir que no han hecho nada malo!

—En absoluto. Han lanzado un grave asalto contra los oficiales encargados de respetar las leyes durante el cumplimiento de sus tareas.

—¿Entonces qué va a pasar con ellos?

—Todavía tengo que pensarlo.

Simon se detuvo en medio de la rampa para mirar el cadáver tapado con discreción de otro de los alienígenas.

—¿Han averiguado algo sobre estos seres? —le preguntó a McKean.

—No mucho —admitió el doctor—. Son autóctonos de Floyd. Mamíferos. Socialmente se organizan en una mezcla de manada y colmena. Su fisiología se ralentiza de manera considerable durante las frías horas de la noche. Se alimentan de wellsycésped, de hecho el noventa por ciento del tiempo lo dedican a pacer. No sabemos mucho más.

—¿Entonces no son semientes?

—No, señor. Estamos buscando información sobre ellos en la memoria de Manhattan, pero por el momento no hemos encontrado nada. Está claro que lo han encriptado a conciencia. Sin duda en la Tierra nadie sabía de su existencia. Lo que resulta sorprendente es que desde un punto de vista xenobiológico no exagero si digo que son importantísimos. Kaba debería haberlos dado a conocer desde el día en que los descubrió.

—Puede que el Consejo Terrestre de Kaba no estuviera al corriente —dijo Simon—. Nunca hay que mostrar todas las cartas, doctor.

Siguió subiendo la rampa, guiado por el mayor Bibi. El interior del tanque estaba dividido en dos niveles, cada uno de los cuales se subdividía a su vez en varios compartimentos. A Simon aquel tipo de distribución le recordaba a la de un refugio antiaéreo. La analogía le pareció bastante acertada. Sin duda se velaba mucho por la integridad del contenido.

—Entiendo que han reparado esto, ¿verdad? —le dijo al mayor Bibi.

—Sí, señor. He hecho que los técnicos lo revisen todo en busca de defensas físicas, además el SA de la planta ha sido volcado en unas instalaciones de almacenamiento selladas. Fue cómplice en el ataque a los reclutas, lo sabemos por la emanación gaseosa. Nuestro SA forense está analizando hasta la última de sus líneas de código para determinar qué clase de rutinas se le añadieron. Suponemos que también manipuló a los alienígenas. También he examinado el banco de datos de la planta para asegurarme de que ya no sigue funcionando ninguna subrutina. Pero aquí hay toneladas de circuitería, sobre todo en la maquinaria de procesado; esperamos haberlo analizado todo dentro de diez horas. —¿Qué hay del SA de Manhattan City?

—Sin duda está implicado. Pero analizarlo es muy complicado, supervisa un montón de funciones de hardware de toda Manhattan, incluida la ventilación De momento ya he instalado programas de limitación y seguimiento en el banco de datos.

—Muy bien. —Se detuvieron frente a una pesada puerta blindada. A un lado había un complicado panel de acceso por ADN, pero la placa de metal reforzado estaba retirada.

El material médico que había en el interior estaba apilado en columnas. Ocho de las pilas estaban en el suelo. En lo alto de cada una de ellas había una esfera de plástico opaco de cincuenta centímetros de diámetro; de los ecuadores de las bolas salían cables y tubos delgados cuyos extremos estaban introducidos en distintos puntos de las pilas. Cinco estaban inactivas, mientras que las otras tres, sobre cuyos componentes parpadeaban distintas luces indicadoras, zumbaban y runruneaban sin interrupción. Un par de técnicos de Z-B estaban levantando la columna de una de las esferas apagadas. El doctor Hendra les indicó la salida y se marcharon sin decir nada.

Simon se colocó justo delante del primer pilar activo para mirar la esfera.

—¿Qué opina de la viabilidad del proceso, doctor?

—Oh, es viable, desde luego. De hecho, es más rentable que los tratamientos de rejuvenecimiento que se emplean en la Tierra.

—¿En serio? Pensé que la Tierra lideraba ese campo.

—Desde un punto de vista técnico, nosotros. Pero vescribir un cuerpo humano completo es harto complicado. Hay que vectorizar nuevos genes en cada célula de todos los órganos, huesos y vasos sanguíneos, por no mencionar la piel. Todos esos genes deben ser específicos de su destino. Como mucho se puede revitalizar entre el veinte y el treinta y cinco por ciento de cada órgano. Lo bastante para que se note, pero hay demasiadas células para renovarlas todas. Por eso no tiene sentido extender el proceso de rejuvenecimiento más allá del tercer tratamiento. Al final se impone la ley del rendimiento decreciente.

—Depende de lo joven que se sea al someterse al primer tratamiento —murmuró Simon.

El doctor Hendra se encogió de hombros con complicidad.

—Sí. Pero no es común que la gente se someta al tratamiento antes de los sesenta. En la actualidad es mucho más efectivo realizar una vescritura en la línea germinal para inhibir el proceso de envejecimiento. Cuando uno sólo se compone de diez células, los nuevos y flamantes genes mejorados se pueden introducir y vectorizar en ellas sin la menor posibilidad de error.

Simon sonrió comprendiendo.

—Por supuesto. —La ficha del doctor Hendra indicaba que había nacido a partir de un proceso de este tipo, lo cual, dado el nivel de desarrollo de la ingeniería genética de la época, le proporcionaba una esperanza de vida de unos ciento veinte años. Sus padres habían sido accionistas de Z-B, donde ocupaban mandos medios. Por aquel entonces, la compañía sólo ofrecía estos tratamientos a los miembros de los escalones superiores, de modo que fueron afortunados al ascender. Hoy en día, por supuesto, estaban disponibles para todos los accionistas, sin importar lo grande que fuera su trozo del pastel. Era otro gran incentivo para dedicar tu vida a Z-B y una de las razones por las que eran una de las compañías más grandes de la Tierra y del espacio exterior—. Y sin embargo, sigue pensando que este proceso es efectivo.

—Desde luego. —El doctor Hendra señaló la esfera plástica que había sobre la pila de material médico—. Si se aísla el cerebro se puede reparar como mínimo el ochenta y cinco por ciento de la estructura neuronal envejecida. Como no hay que preocuparse por revitalizar nada más, los recursos se pueden aplicar con la mayor eficiencia. Al fin y al cabo, sólo hay que renovar un único tipo de células, aunque, cierto, hay múltiples variantes.

Simon utilizó su IND para activar el sistema de comunicación de la esfera.

—Buenos días, miembro del Consejo Zawolijski.

—Buenos días tenga usted, representante Roderick —contestó el cerebro.

—Ha sido muy feo por su parte eso de disparar a nuestros reclutas.

—Le presento mis disculpas. Mis colegas y yo tenemos esa mala costumbre. La incursión de su pelotón nos alarmó. El cabo había descubierto este tanque. No deseábamos compartir esta faceta de la vida en el Consejo con el resto de la galaxia civilizada.

—Claro, ¿y eso incluye al Consejo de su nueva casa matriz?

—Por supuesto que no. Me refiero al hecho de que se puede hacer. Ciertas facciones humanas podrían considerar que el coste es, en términos sociales, inaceptablemente elevado.

—Es muy alentador. El Consejo al que represento sin duda apreciaría un informe detallado.

—Estoy seguro de que eso se puede arreglar.

El SA personal de Simon había estado escudriñando los vínculos raíz de Zawolijski con los almacenes del banco de datos de Manhattan City. El cerebro estaba aceptando a regañadientes los sondeos de recuperación y permitiendo el acceso a los bloques de memoria sellados. Un archivo se abrió en medio del campo de visión de Simon; los mensajes azul marino fluían alrededor de una imagen en color. Eran los registros de la policía y del juzgado de Kinabica de Duane Alden; comenzaban con su arresto de joven y sus amonestaciones por ratería, robo de vehículos y asalto con agravantes; cuando maduró un poco, no tardó en ascender a tráfico de drogas, allanamiento de morada, robo a mano armada, extorsión y, la guinda del pastel, asesinato. Lo último ha sido un atraco a un banco, que le salió mal porque estaba colocado. Una cámara de seguridad captó todo el patético episodio. Su juicio duró sólo tres días. Un mes más tarde hubo una apelación que se rechazó. Dos semanas más tarde lo sentenciaron a muerte, un mes después de cumplir veintiún años. En el ínterin, pasó tres meses en el hospital de una prisión, donde unos severos médicos consiguieron limpiarlo por completo, sin dejar de vigilarlo en ningún momento. Al principio Duane se resistió, pero los celadores siempre conocen algún método para conseguir que incluso los internos más recalcitrantes pasen por el aro. Su abogado puso una queja por «tratamiento abusivo», pero únicamente por costumbre.

Mientras observaba la imagen holográfica que mostraba el cuerpo desnudo de Duane Alden, que parecía flotar entre él y el cerebro encapsulado, sólo le vino una cosa a la cabeza: juventud, divino tesoro. En el plano físico, Duane era perfecto y sin duda apuesto.

—Su nuevo cuerpo, supongo —dijo Simon.

—Sí —afirmó Zawolijski—. Espléndido, ¿verdad? Unos pocos centímetros más alto que el anterior. Y ese rostro… qué arrojo. Estoy seguro de que las mujeres sabrán apreciarlo.

—Por curiosidad… ¿qué edad tiene usted exactamente?

—Doscientos ocho años, según el calendario terrestre.

—Y este cuerpo ya será…

—Mi quinto recambio. Con el original aguanté hasta los sesenta.

—Un nuevo cuerpo cada treinta años. Suena un tanto extravagante.

—En realidad no. Un hombre sólo está en la flor de la vida de los veinte a los cincuenta.

—Antes sí, pero ahora que los cuerpos humanos se pueden vescribir para alcanzar una mayor esperanza de vida, la flor tarda mucho más en marchitarse.

—Exacto. Pero ese tipo de manipulación de la línea genética apenas si está empezando a implantarse en Kinabica y como los padres siempre piden modificaciones adicionales como el aumento de la inteligencia, cada vez hay menos ejemplares que se pierdan por el mal camino.

Simon cerró el archivo de Duane y miró al cerebro con el ceño fruncido.

—¿Cree que una mayor inteligencia garantiza una vida apartada del crimen?

El cerebro soltó una risita.

—Quiero decir que es menos probable que lo atrapen a uno. Y que si lo hacen es siempre tras una larga y ardua investigación, tras la cual al Consejo ya no le sirven de nada.

—Habría que emplear policías igual de inteligentes para atraparlos.

—¿Con los sueldos que pagamos?

—Ya le entiendo. Pero ahora me hago otra pregunta. ¿Por qué no se limita a clonarse cada vez que lo necesite?

—Ah, uno de los mitos preferidos de nuestra raza. ¿Tiene idea de lo complicado y caro que es eso? Cultivar a un humano en una probeta hasta, siendo realistas, los dieciséis años. ¿Cómo evitaría que desarrollara su propia conciencia?

—¿Por qué iba a surgir ese problema? La ausencia de estímulos externos suprimiría la posibilidad de que tuviera pensamientos propios.

—Tiene sentido, sí. Pero incluso los niños poseen una conciencia instintiva, a causa del nacimiento. La ablación sensitiva durante dieciséis años desemboca en una conciencia monstruosamente retrasada. Ni siquiera se le podría llamar personalidad. Pero créame, es un gran problema mantener un cuerpo en un tanque de líquido amniótico después del primer año. El ser quiere nacer y lucha contra su confinamiento.

—Pues clone un cuerpo sin cerebro. Elimínelo del genoma mediante vescritura.

—Oh, por favor, ¿cómo restablecería el control de las funciones autonómicas? ¿Mediante tecnología? Ningún chip puede regular la complejidad de la fisiología humana.

—¿Y si cultivara las distintas partes por separado? El de acelerar el desarrollo de un órgano de recambio hasta que alcance su madurez es un proceso de eficacia demostrada. Una vez cultivados todos los componentes, sólo hay que ensamblarlos para obtener un cuerpo completo.

—Eso solamente serviría para agravar el problema. Las diferentes partes que componen un cuerpo, aunque hablemos sólo de los órganos vitales, son incontables. No debemos olvidar el sistema circulatorio, la piel o el esqueleto. ¿En qué orden comenzaría a montar el cuerpo para asegurarse de que no muere durante el proceso? ¿Qué grado de cirugía se necesita para componer a un humano adulto? No. La idea es pura ciencia-ficción. Se lo aseguro, ya hemos estudiado todas esas posibilidades. La manera más eficiente de producir un cuerpo humano consiste en el viejo truco del carnicero. Hasta que no seamos capaces de desarrollar nanónicos activos que nos permitan integrar estructuras celulares o reconfigurar fragmentos de ADN independientes, trasplantar el cerebro al cuerpo del criminal seguirá siendo el proceso más fiable de recuperar la lozanía de la juventud.

—Muy bien. Pero, ¿qué me dice del proceso de regeneración neuronal que emplea? Deben de producirse pérdidas de memoria.

—No a causa de la regeneración. Las pérdidas las provoca el simple envejecimiento del órgano. Las neuronas nuevas no incluyen los recuerdos. Eso lo aceptamos todos, de hecho es esencial. El cerebro siempre será finito, sin importar cuántas mejoras le vescribamos cada vez que nos sometamos al rejuvenecimiento. Debo tener suficiente capacidad para almacenar las experiencias de mi nueva vida cuando me reintegro en la sociedad.

—Si cada vez desecha su pasado, entonces se va olvidando de quién es.

—Nunca, es lo hermoso del proceso. Nunca he dejado de estar unido al bebé que nació hace doscientos ocho años; éste es el factor psicológico primordial. Los recuerdos más importantes de la persona están vinculados con la identidad. Los eventos que definen el yo, que moldean la personalidad y la persona en que te has convertido son tan poderosos que acaban formando parte de tu esencia. Se convierten en el instinto, que se conserva por mucha regeneración a la que se someta la víscera. Se me pueden olvidar los pequeños detalles de un día de hace ciento treinta años, pero no son relevantes; yo sé que sigo siendo el mismo individuo que vivió aquel día. Continuidad de conciencia más que memoria sin lagunas, eso es el alma humana, representante Roderick.

—¿Qué hay del aspecto biológico? Genéticamente su cuerpo no le pertenece. No puede reproducirse, sus descendientes serán los de Duane Alden. ¿Cuál es el motivo de su existencia si no es la mera vanidad?

—¿Y usted nos acusa de recurrir a las técnicas tradicionales? Con toda esa vescritura que se aplica en la actualidad, ¿quién puede afirmar que sus hijos son sus hijos? Pero para responder a su pregunta, ese aspecto concreto del rejuvenecimiento tiene una solución muy sencilla. Me clonan los testículos y los trasplantan junto con el cerebro en cada nuevo cuerpo. En el caso de las mujeres sólo hay que implantar óvulos clonados. Todos podemos vivir la vida con plenitud a nuestro regreso. Estamos completos hasta un punto muchas veces inalcanzable por los hombres normales, tener el cuerpo de un veinteañero y la mente de un centenario.

—¿Como qué vuelve? ¿Como primo lejano?

—Cualquier identidad es válida. Las acciones de la familia no se escudriñan ni se analizan, los fondos fiduciarios de las familias del Consejo se administran en privado, los ejecutivos del Consejo no son celebridades.

—El crimen perfecto.

—Así podemos mantenernos a nosotros mismos y el modo de vida que hemos elegido. Por eso redactamos nuestra constitución como la redactamos.

—Y ahora el Consejo Terrestre les da de lado.

—Por favor, representante Roderick, no tiene por qué continuar con esa falacia con nosotros. Zantiu-Braun está aquí porque tiene las naves y la potencia de fuego necesarias para arrasar nuestro mundo, gracias a lo cual puede llenar sus arcas con completa impunidad. Admitimos su superioridad militar.

—Me alegra oírlo.

—¿Entonces hay trato? —preguntó el cerebro.

—¿Trato?

—Para que podamos continuar con nuestra existencia sin interrupción. Nos encantaría contar con los miembros de su Consejo en nuestra fraternidad. Aquí se vive muy bien; Kinabica tiene recursos, es un mundo avanzado y su sociedad es estable. No les faltaría de nada.

—El Consejo al que represento no puede aceptar su oferta.

—¿Le doy la oportunidad de vivir su inmortalidad como un plutócrata y la rechaza?

—Nuestros intereses y metas son distintos.

—¿No le parece que la vida eterna ampliará las posibilidades de que alcance sus objetivos? Me cuesta creerlo.

—No es asunto suyo.

—¿Entonces qué quiere?

Simon frunció los labios y miró al cerebro encapsulado con desilusión. Las técnicas y el ingenio del Consejo de Kinabica le parecían impresionantes pero su fin le resultaba demasiado anticuado. Hubieran encajado mejor en la época del Renacimiento o en la del Imperio Británico. Podrían haber llegado mucho más lejos con todo aquello de lo que disponían pero preferían aferrarse al pasado y encerrarse en un inexpugnable castillo de piedra en medio de una sociedad anquilosada. Se habían limitado a asegurar lo que ya poseían. Pese a que aquel planeta virgen les tendía sus infinitos horizontes, se habían negado a explorar las distintas alternativas y a perseguir nuevos sueños imposibles. Daban pena.

—No queremos nada de ustedes —respondió Simon—. Como usted ha dicho, su planeta tiene recursos. Por la cuenta que le trae a su Consejo, le recomiendo que siga así y que no se distancien de nuestros deseos.

—¿No le parece lamentable nuestro método de rejuvenecimiento?

—En absoluto. Sigan adelante con su vida. No codiciamos su banalidad.