Capítulo 2
Había llovido sin parar durante toda la noche, de manera que por la mañana, cuando todo el mundo se dirigía hacia su trabajo, las pétreas calles de Memu Bay estaban muy resbaladizas. Poco después, cuando el sol tropical se alzó sobre el mar, el agua que cubría las deslavadas piedras empezó a evaporarse y la humedad ascendió hasta una altura molesta. Pero por la tarde el ambiente se había despejado y el aire había quedado muy limpio.
Denise Ebourn sacó a los niños para que disfrutaran de lo que quedaba del día. El edificio de la guardería era un espacio que daba la sensación de estar al aire libre; tenía un tejado de tejas rojas sostenido sobre unas altas columnas de ladrillo. Las espesas enredaderas trepaban por ellas, reptaban por el tejado y atascaban los canalones con sus diamantinas cascadas de flores púrpuras y escarlatas. No se estaba mal debajo del alero pero, al igual que sus pequeños lastres, Denise quería salir, por la libertad que ello implicaba.
Corretearon por el jardín amurallado, chillando y revolcándose, cargados de una extraordinaria vitalidad. Denise paseó entre los columpios y los toboganes para asegurarse de que no se cansaran demasiado y de que no se estuvieran exhortando los unos a los otros a hacer nada peligroso. Al comprobar que no estaban haciendo nada que no debiera hacer cualquier niño de cinco años apoyó los brazos sobre el muro, que le llegaba hasta el pecho, y dejó escapar un profundo suspiro sin dejar de mirar la pequeña ciudad.
La silueta de Memu Bay abarcaba un terreno aluvial en forma de media luna que había al final de una cordillera y conformaba un puerto natural perfectamente protegido. Las casas más caras que allí había se levantaban sobre las faldas de las herbosas pendientes; villas romanas y haciendas californiano-españolas con amplios escalones de jardines colgantes que se derramaban colina abajo. A veces los destellos del trémulo azul turquesa delataban la presencia de una piscina perdida entre las palizadas de altos álamos y ornamentadas columnas cubiertas de rosas que rodeaban las amplias terrazas. Sin embargo, la mayoría de la zona urbana se esparcía alrededor del pie de las montañas. Al igual que ocurría con todas las ciudades humanas recién fundadas, contaba con amplios bulevares bordeados de árboles que atravesaban el centro con limpieza y que daban lugar a una red de carreteras menores que llevaban al extrarradio. Tanto los bloques de apartamentos como los edificios comerciales estaban pintados del mismo blanco inmaculado, deslumbrante bajo la intensa luz del sol, con sus ventanas de cristales ahumados incrustadas como si fueran pequeñas puertas negras hacia el espacio. Los balcones rebosaban de plantas trepadoras. De los tejados planos brotaban paneles solares que semejaban el velamen de un barco y que rotaban con pesadez para cocerse bajo el abrasador sol; arrojaban largas sombras sobre las aletas de las rejillas de los disipadores de calor de los aparatos de aire acondicionado que se extendían horizontalmente debajo de ellos. Varios parques rompían el doloroso resplandor de la ciudad, con sus refrescantes oasis verdes entre la blancura; los lagos y manantiales resplandecían bajo el sol.
Denise siempre había pensado que la vegetación terrestre tenía un color muy peculiar, paradójicamente antinatural. Si miraba tierra adentro, podía ver el límite, apenas visible al pie de las grandes montañas que se elevaban en el horizonte. La hierba terrestre se había extendido hasta el borde de la zona esterilizada por la radiación gamma, más allá de donde había llegado la vegetación indígena de Thallspring, relegada al brumoso horizonte. Un color más intenso, un tranquilizador verde azulado; las plantas de allí fuera tenían hojas bulbosas y más pesadas y lustrosos tallos.
Denise había crecido en el interior, en la provincia de Arnoon, donde la colonización humana tuvo poco impacto sobre la vida nativa. Valles de colonizadores que escapaban de la civilización imperante, como ocurre en cualquier frontera humana. Vivían en plena naturaleza alienígena, donde la vegetación podía causar un grave daño a los imprudentes. La química botánica de Thallspring no permitía que las plantas produjeran proteínas digestibles por humanos y animales terrestres. Sin embargo, en los bosques de las tierras altas de Arnoon crecía la telaraña llorona, cosechada por los colonos. Cuando se tejía apropiadamente formaba una sedosa tela impermeable muy valiosa para los ciudadanos. No era una actividad que proporcionara grandes beneficios pero les permitía mantener a flote su inconsistente comunidad. Era una gente pacífica cuyo estilo de vida había proporcionado a Denise una infancia feliz; se benefició de la rica educación que sólo una especie extraterrestre puede proporcionar sin dejar de permanecer firmemente arraigada en la naturaleza de su propio mundo. Una vida más segura de lo que nunca llegó a saber debido a su nivel de conocimientos, cumpliendo sutilmente con los valores principales de su estilo de vida.
Su suerte duró hasta que llegaron los invasores.
Una oleada de risitas interrumpió su ensimismamiento. Algunos de los niños se habían apiñado alrededor de ella y le estaban pidiendo a Melanie que lo dijera ella. Siempre Melanie, la más valerosa, pero no necesitaba que le pidieran nada. Era una líder nata, no como su padre, el Alcalde, pensó Denise. La pequeña tiró a Denise de la falda, riendo con felicidad.
—Por favor, señorita —imploró—. Una historia. Cuéntanos una historia.
Denise se puso la mano en el pecho fingiendo sorpresa.
—¿Una historia?
—¡Sí, sí! —gritaron los demás al unísono.
—Por favor —gimió Melanie, cuyo rostro temblaba sin poder contener la decepción ni la amenaza del llanto inminente.
—De acuerdo, está bien. —Acarició la cabeza de Melanie mientras los demás gritaban de puro regocijo. Era en momentos como aquél, cuando las sonrisas de los pequeños y su adulación llovían sobre ella, cuando pensaba que en el fondo todo merecía la pena.
Al principio la señora Potchansky había dudado si recogerla o no en la escuela. Tan joven, apenas veinte años, y ya en el interior. Todos sus certificados estaban en orden pero… la señora Potchansky tenía unas muy particulares y anticuadas ideas sobre el decoro y la forma debida de hacer las cosas, ideas de las que probablemente nunca se había oído hablar en la provincia de Arnoon. No sin cierto recelo, había accedido a que Denise estuviera allí durante un periodo de prueba; después de todo, mucha gente importante enviaba a sus hijos a la guardería.
De aquello hacía ya un año. Durante ese tiempo Denise incluso había llegado a recibir una invitación de la señora Potchansky a comer un domingo en su casa con su familia. La aceptación social no llegaba mucho más allá en Memu Bay.
Denise se sentó en uno de los columpios de madera y se agarró a las cadenas mientras se quitaba las sandalias. Los niños se sentaron ante ella sobre la hierba, inquietos y expectantes.
—Voy a contaros la historia de Mozark y Endoliyn, que vivieron hace mucho tiempo, en la época primera de la galaxia.
—¿Antes de que el corazón negro empezara a latir? —preguntó con urgencia uno de los niños.
—Más o menos en los tiempos en que empezó a latir —respondió Denise. Les había hablado en muchas ocasiones a los niños sobre el corazón negro de la galaxia y sobre cómo devoraba las estrellas sin importarle lo que el Imperio del Anillo hiciera para detenerlo, haciéndolos chillar y boquear de miedo—. Esto ocurrió cuando el Imperio del Anillo gozaba de todo su poder; lo conformaban millares de reinos independientes, unidos todos ellos en paz y armonía. La gente vivía en las estrellas que rodeaban el núcleo de la galaxia, trillones y trillones de ellas, felices y alegres. Disponían de máquinas que les proporcionaban todo lo que necesitaban y muchos vivían durante miles de años. Era una época maravillosa para estar vivo y Mozark era más afortunado que los demás porque había nacido príncipe de uno de los reinos más importantes.
Jedzella levantó la mano de repente, agitando los dedos con frenesí.
—¿Era gente como nosotros?
—Su cuerpo era distinto —dijo Denise—. Algunas de las razas que vivían en el Imperio tenían brazos y piernas parecidos a nuestras extremidades, algunas tenían alas, otras cuatro piernas, o seis, o incluso diez, otras tenían tentáculos, otras eran peces y otras eran tan grandes y espeluznantes que si vosotros o yo las viéramos saldríamos corriendo. ¿Pero cómo debemos juzgar a la gente?
—Por lo que dicen y hacen, —gritaron los niños con alegría—, nunca por su apariencia.
—Correcto. Pero Mozark era de una raza que se parecía un poco a nosotros. Tenía cuatro brazos y ojos por toda su cabeza, de manera que podía mirar en todas direcciones al mismo tiempo. Su piel era de color verde brillante y más gruesa que la nuestra, como el cuero. Era más pequeño. Aparte de todo eso, su forma de pensar era igual que la nuestra, fue a la escuela de pequeño y le gustaba jugar. Era bueno y tenía todas las cualidades que se le podían pedir a un príncipe, como amabilidad, sabiduría y consideración. Todos los habitantes del reino pensaban que eran muy afortunados porque tenían un príncipe que sin duda llegaría a ser un gran gobernante. Cuando se hizo mayor conoció a Endoliyn, que era la chica más hermosa que había visto en toda su vida. Se enamoró de ella el día en que la conoció.
Los niños suspiraron y sonrieron.
—¿Era una princesa?
—¿Era pobre?
—¿Se casaron?
—No —respondió Denise—. No era una princesa pero sí un miembro de lo que nosotros entendemos por nobleza. Mozark le pidió que se casara con él. Y aquí es donde empieza la historia. Porque cuando se lo pidió ella no le contestó ni que sí ni que no, sino que le respondió con otra pregunta. Endoliyn quería saber qué pensaba hacer Mozark con el reino cuando lo nombraran rey. Ya veis, a pesar de que Endoliyn ya gozaba de una vida acomodada, de que era muy rica y de que tenía muchos amigos, sólo le preocupaba cómo llenaría su vida y cómo la viviría. A esto Mozark le respondió que gobernaría lo mejor que pudiera, que sería justo, que escucharía las necesidades de sus súbditos y que haría cuanto estuviera en su mano para no decepcionarlos. Lo cual era una respuesta muy sensata. Pero Endoliyn quería más; miró todo cuanto había en el reino, sus fabulosos tesoros e increíble cultura y se entristeció.
—¿Por qué? —preguntaron los niños sorprendidos.
—Porque todos los habitantes del reino veían y hacían las mismas cosas y se conformaban con su rutina. El reino nunca ofrecía nada nuevo. Cuando ya te lo conoces todo y tienes todo lo que quieres, entonces nada te interesa. Eso era lo que la entristecía. Le dijo a Mozark que quería un rey fuerte y atrevido que abriera nuevos caminos a su pueblo. Nada de limitarse a lo ya establecido y satisfacer a todo el mundo todo el tiempo, porque en realidad nadie puede hacer eso, sino que al final terminas decepcionando a todos. Por lo tanto Endoliyn sólo amaría y se casaría con alguien a quien le gustaran los desafíos.
—Que grosera —exclamó Melanie—. Si un príncipe me pidiera que me casara con él, aceptaría.
—¿Qué príncipe? —preguntó Edmund con desdén.
—Cualquiera. Lo que significa que cuando de mayor sea princesa tendrás que besar el suelo que yo pise.
—¡Ya te gustaría!
Denise dio unas palmadas para recuperar su atención.
—No era así como se comportaban los príncipes y las princesas de este reino. No era un reino medieval de la Tierra, con barones y siervos. La nobleza del Imperio del Anillo se ganó su debido respeto.
Edmund se puso derecho.
—Pero…
—¿Qué pasó con Mozark? —preguntó Jedzella con voz lastimera—. ¿Se casó con Endoliyn?
—Bueno, se desilusionó un poco cuando no le dijo que sí la primera vez. Pero como era sabio y fuerte decidió aceptar el desafío de la princesa. Encontraría algo que trajera la emoción a su vida, algo a lo que pudiera dedicar su vida y que beneficiara a todos los habitantes del reino. Ordenó que construyeran una gigantesca nave espacial para que él pudiera viajar por todo el Imperio del Anillo y descubrir todos sus tesoros, con la esperanza de que alguno de ellos ofreciera algo que permitiera que la gente cambiara su vida. Todo el pueblo se asombró al ver la nave y conocer su misión, pues incluso en aquellos días poca gente se embarcaba en semejantes aventuras. Después seleccionó a la tripulación; escogió a los nobles más atrevidos y valientes y se despidió de Endoliyn. Lanzaron la increíble nave hacia un cielo que nosotros nunca veremos. Nunca quedaba oscurecido por la noche pues por un lado estaba el núcleo con sus millones de estrellas gigantes brillando con gran intensidad y por el otro estaba el anillo en sí, su estrecha banda de luz dorada que iba de un horizonte a otro. Recorrieron cientos de años luz entre todas aquellas estrellas, siempre hacia delante, hasta que llegaron a un punto del Imperio del Anillo donde pensaban que su reino sólo existía en las fábulas. Allí fue donde encontraron la primera maravilla.
—¿Cuál? —chilló uno de los niños. Los demás lo hicieron callar enseguida.
—Hacía siglos que habían olvidado el verdadero nombre del planeta. Así que sólo lo llamaban La Ciudad. Para Mozark era un lugar tan mítico como lo era su reino para los habitantes del mismo. Los pobladores de aquel planeta se dedicaban a construir los edificios más hermosos que se podían levantar. Todos vivían en palacios rodeados de parques, lagos y ríos y los edificios comunes eran tan majestuosos como las propias montañas. Por eso era por lo que lo llamaban La Ciudad, porque todos los edificios eran tan enormes y magníficos y contaban con tantos acres de terreno que entre todos habían llegado a abarcar toda la superficie del planeta, de manera que desde los desiertos hasta los casquetes polares todo estaba cubierto de construcciones. Diréis que es muy fácil porque en el Imperio del Anillo había máquinas que podían construir de todo. Pero los moradores de La Ciudad no querían construir sus casas con máquinas, sino que pensaban que cada uno debía construir su propio hogar, creían que no podrían apreciar su valor a menos que los levantaran con sus propias manos.
»Entonces Mozark y su tripulación aterrizaron allí y pasearon entre aquellas fantásticas construcciones. Aunque las razas que habitaban La Ciudad eran distintas, supieron apreciar el esplendor de lo que estaban viendo. Había torres con aspecto de catedral hundiéndose kilómetros cielo adentro. Tubos de cristal que subían en espiral por las montañas, donde crecía toda suerte de plantas, que se podían encontrar también en cualquier hábitat del planeta. Unos eran sencillos edificios austeros mientras que otros estaban muy ornamentados y exhibían una exquisita arquitectura pero en todos los casos estaban integrados a la perfección con el paisaje donde habían sido levantados. Miraran adonde miraran, eran testigos de las más sobrecogedoras maravillas visuales. Como le impresionó mucho lo que allí vio, Mozark decidió quedarse varias semanas. Pensó que aquello era el logro más grande que una raza podía perseguir, puesto que hasta el último de los ciudadanos vivía rodeado de lujo y belleza. Pero al final reunió a la tripulación y les dijo que a pesar de toda su magnificencia, La Ciudad no pasaría a formar parte del reino. Así que decidieron irse y reemprender el viaje por el núcleo.
—¿Por qué? —preguntaron los niños.
—En primer lugar porque La Ciudad ya estaba construida —explicó Denise—. Y segundo porque transcurrido un tiempo, Mozark empezó a darse cuenta de la locura que era todo aquello. Lo único que hacían los habitantes de La Ciudad era cuidar de sus edificios. Algunas familias llevaban veinte y hasta treinta generaciones viviendo en el mismo sitio. Formaban parte del núcleo, la esencia que los convertía en lo que eran, pero nunca lo cambiaron. El verdadero interés de La Ciudad era el que veían los visitantes, las distintas especies procedentes de todos los rincones del Imperio del Anillo que acudían en multitud para disfrutar de su complejidad y discutir sobre su significado. Mozark sabía que la gente podría animarse a construir casas gigantescas y hermosas, pero después acabarían haciendo siempre lo mismo. La Ciudad era tan imponente como decadente. Celebraba el pasado pero no el futuro. Era justo eso de lo que Endoliyn anhelaba escapar. A Mozark no le quedaba otra opción que continuar la aventura.
—¿Adónde fue?
—¿Qué pasó después?
Denise consultó su reloj antiguo. Un reloj de hombre, demasiado abultado para su estrecha muñeca; su abuelo acababa de ajustar el mecanismo de cuarzo para sincronizarlo con el día de veinticinco horas y media de Thallspring.
—Tendréis que esperar hasta mañana para escuchar la segunda parte —sentenció.
Un estridente caos de gemidos y quejidos siguieron al terrible anuncio.
—Si ya lo sabíais —replicó Denise, haciéndose la sorprendida—. El Imperio del Anillo es vasto; Mozark vivió montones y montones de aventuras durante su periplo por todo él. Me llevaría semanas contároslas todas. Y ahora meted todos los juegos y juguetes en los cubos antes de marcharos. En sus cubos correspondientes, ¿eh?
Aplacados por la promesa de que al día siguiente recibirían otra dosis de fábulas del Imperio del Anillo, regresaron a la hierba para recoger los juguetes espurreados.
—Mira que tienes imaginación, hijita.
Cuando Denise se dio media vuelta se encontró con la señora Potchansky, que estaba de pie, a un par de metros, mirándola un tanto preocupada.
—Imperios de Anillos y principitos verdes aventureros, no está mal. ¿Por qué no instruirlos en los clásicos, como Pratchett o Tolkien?
—No creo que hoy en día interesen a nadie.
—Es una pena. Puede que sean arcaicas, pero siguen siendo historias increíbles. Uno de mis preferidos era el viejo Bilbo Bolsón. Hasta tengo una edición de tapa dura de El Hobbit, impresa en la Tierra en conmemoración del bicentenario de Tolkien.
Denise vaciló.
—Las historias que yo invento tienen moraleja.
—Ya me he dado cuenta. Aunque creo que soy la única que la ha cogido. Eres de lo más sutil, hijita.
Denise sonrió.
—¿Es un cumplido?
Más bien un simple comentario.
—¿Quieres que deje de contarles los cuentos del Imperio del Anillo?
—Cielos, no. —La sorpresa de la señora Potchansky no era fingida—. Vamos, Denise, sabes que los niños te adoran. No tienes por qué esperar que yo te elogie. Sólo me preocupa que te conviertas en profesional y que relegues tu colorida fantasía a los medios. ¿Quién te sustituiría entonces?
Denise acarició el brazo de la anciana.
—No pienso dejarte. Amo este lugar. Nada podrá cambiar nunca en Memu Bay —dijo sin querer.
La señora Potchansky miró al cristalino cielo turquesa; las arrugas que enmarcaban sus ojos le dieron un aire de amargo resentimiento que no encajaba en absoluto con su aura de elegancia.
—Lo siento —se disculpó Denise de inmediato. La señora Potchansky había perdido a su hijo durante la última invasión. Aparte de la fecha, conocía pocos detalles.
—No te preocupes, hijita. Sólo pienso en cómo vivimos ahora. El estilo de vida de aquí no está mal, casi diría que es el mejor de todos los mundos colonizados. Es nuestra pequeña venganza. No pueden destruir nuestra naturaleza, nos necesitan tal y como somos. Creo que me gusta esa ironía.
En momentos como aquél, Denise deseaba soltárselo todo a aquella preciosa y dulce anciana, toda la rabia y todos los sueños que ella y los demás habían traído consigo a Memu Bay. Sin embargo se limitó a abrazar con fuerza a la señora Potchansky.
—No nos dejaremos pisotear, nunca, te lo prometo.
La señora Potchansky le dio unas palmaditas en la espalda a Denise.
—Gracias, hijita. No sabes cuánto me alegro de que dieras con esta escuela.
Como de costumbre, a algunos de los niños los pasaron a recoger tarde. El viejo señor Anders, recogiendo a su nieto. Francine Hazledyne, la hija de quince años del Alcalde, pasando a buscar a su hermanita, riendo las dos al encontrarse. Peter Crowther llamando por urgentes señas a su callado hijo para que corriera hacia la limusina. Denise se ocupó de todos cuando regresó al aula. A cada uno le dio una gran pantalla electrónica para que garabateasen mientras esperaban.
Después de que se marchara el último niño, Denise se quedó durante un cuarto de hora más para prepararlo todo para el día siguiente. Borró los dibujos psicodélicos de las pantallas, colocó los juegos y juguetes en sus cubos correspondientes, ordenó las sillas y ahuecó el ajado colchón de gelespuma. Antes de que terminara de llenar el lavavajillas con todos los tazones y cubertería entró la señora Potchansky y le dijo que bajara a la ciudad. Hacía un día espléndido y debería salir y divertirse. La anciana todavía no le había preguntado si se había echado novio pero no tardaría mucho. Se lo solía preguntar más o menos cada tres semanas, cuestión que solía acompañar con comentarios sobre dónde podría encontrar muchachos decentes. Denise odiaba el apuro que suponía para ella cambiar de tema. A veces sentía que estaba hablando con su propia madre.
La escuela estaba a unos dos kilómetros de la costa, de modo que bajar hasta el puerto sólo era un paseo para ella. Cuando llovía cogía alguno de los tranvías que pasaban por los bulevares principales, pero aquel día el sol no quería descolgarse del límpido cielo. Caminó con ligereza por la acera, cuidándose de no salirse de la sombra que proporcionaban los amplios toldos de las tiendas; llevaba un vestido ligero y a las cuatro y media de la tarde el sol todavía caía con la suficiente fuerza para verse obligada a evitarlo. Ya se sabía el camino de memoria, a lo largo de todo el cual no dejó de saludar a la gente con la cabeza. Qué diferencia con los primeros días en la ciudad, cuando se sobresaltaba cada vez que oía chirriar los frenos de un coche y le entraba claustrofobia cuando se veía rodeada por más de cinco personas. Tardó quince días en empezar a sentirse cómoda al entrar en uno de los muchos cafés de Memu Bay y tomarse algo con los amigos.
Incluso ahora no estaba acostumbrada del todo a las tríadas que veía por la calle, aunque se esforzaba en no mirar. Memu Bay se enorgullecía de su tradición liberal, que se remontaba a los días de su fundación, en 2160. Los fundadores de la ciudad, tras dejar una Tierra que consideraban despojada de las libertades individuales, estaban decididos a luchar por una atmósfera más relajada e iluminada en su nuevo mundo. Las comunas, junto con las iniciativas industriales cooperativas, florecieron durante las primeras etapas. La realidad fue erosionando poco a poco aquel bienintencionado radicalismo; los dormitorios colectivos se convirtieron paulatinamente en elegantes apartamentos individuales, se lanzaron acciones al mercado y se comercializaron para extraer capital para abrir más fábricas. Uno de los restos más importantes de toda aquella experimentación social fueron los trimatrimonios, cuya popularidad sobrevivió hasta mucho después de que muchos otros movimientos hippies se disiparan. Aunque fueron perdiendo la relevancia que tuvieron en un principio. El liberalismo de moda y las noches de juveniles tríos calenturientos se fueron deteriorando y marchitando con la llegada de la madurez, inevitablemente acompañada de carreras hasta la escuela, pagos hipotecarios y riñas domésticas a tres voces. Los divorcios de los trimatrimonios eran mucho más amargos; los hijos, que quedaban marcados, siempre acababan jurando que ellos jamás cometerían el mismo error. Lo cierto era que menos de la cuarta parte de los matrimonios registrados en el ayuntamiento eran trimatrimonios, la mayoría de los cuales eran del tipo un hombre y dos mujeres. El porcentaje de trimatrimonios gays y lésbicos era mucho menor todavía.
El tráfico automovilístico se fue aliviando cuando Denise llegó al distrito de Livingstone, que quedaba detrás del puerto; aquí las calles eran más estrechas y estaban saturadas de bicicletas y escúteres. Era la principal zona comercial de la ciudad; las estrafalarias tiendas pequeñas se mezclaban con los clubes, los bares y los hoteles. Los urbanistas habían remodelado las calles para crear una atmósfera de antigua ciudad mediterránea y habían conseguido que los turistas acudieran en tropel. Las ventanas pequeñas y los balcones estrechos daban a las plazas tomadas por las mesas de los cafés, a las que los limoneros y naranjos prestaban su sombra. Al principio Denise se sentía un poco perdida entre aquellas calles y pensaban que las habían hecho adrede lo más intrincadas posible. Ahora se movía con la soltura de cualquier lugareño. El puerto estaba lleno de yates y embarcaciones de ocio.
Siguiendo la orilla se veían motos acuáticas y windsurfistas desperdigados por el agua, dando vueltas unos alrededor de otros y dedicándose gestos obscenos. Los barcos de pasajeros traían de vuelta a casa a los nadadores y buzos que habían pasado el día sumergidos explorando los arrecifes y la vida marina. Sobre el horizonte se podían distinguir varias islas del archipiélago, con sus pequeños conos de coral repujados por una maraña de exuberante vegetación terrestre. Parecían oníricas islas paradisíacas perdidas en un océano alienígena. De hecho, la radiación gamma había dañado tanto el coral que ahora éste permanecía tres metros por debajo de la superficie. Los equipos civiles de ingeniería habían cubierto las islas con hormigón para impedir que acabaran desmenuzándose. La arena se dragó de las lagunas de los alrededores para formar las playas de exquisito color blanco y las plantas desalinizadoras regaban la vegetación por medio de una red de riego subterránea. Todo se hacía para conservar el turismo. El coral vivo de las profundidades era lo bastante espectacular para seguir atrayendo millares de visitantes cada año, mientras que el puerto satisfacía los caprichos de los entusiastas de los deportes acuáticos. Las actividades físicas, junto con la reputación que Memu Bay tenía de ofrecer un placentero estilo de vida, convertían a la ciudad en un irresistible cebo para los jóvenes de Thallspring, que deseaban divertirse lejos de la capital y de otras ciudades más sobrias.
El Boya Vieja estaba en medio del puerto; era una conocida taberna donde solían ir los turistas que regresaban a sus chalets y hoteles. No se caracterizaba por ser el lugar más elegante ni tampoco el más caro pero era el punto de encuentro perfecto para que los monitores de navegación y buceo se reunieran al atardecer, lo que le daba un gran prestigio. Los turistas se sentaban bajo los techos de paja de la calle y se quedaban mirando cómo se ocultaba el sol tras el monte Vanga mientras bebían cócteles de nombres provocativos servidos en helados vasos de tubo.
Denise se puso las gafas sobre la frente cuando entró. Varios muchachos se quedaron mirando cómo caminaba hasta el otro extremo y la sonreían con la esperanza de que se uniera a ellos. Denise ignoró todas las peticiones que le hicieron hasta que llegó al rincón más apartado del local, donde sabía que estarían sus amigos. El mercado nocturno de la carne acababa de abrir sus puertas. Todos los turistas andaban por ahí en traje de baño o llevaban camisetas de dimensiones imposibles y se entrecruzaban miradas cargadas de deseo y curiosidad. La mitad llevaba pulseras de Actos Sexuales Preferidos. Unos llevaban parpadeantes y dorados amuletos aztecas o bandas que simulaban ser de alta tecnología que tenían incrustados LEDs intermitentes mientras que otros lucían sencillas bandas negras o simples mensajes programados en sus relojes. Cuando alguien con el mismo ASP entraba en un radio de diez metros la pulsera empezaba a vibrar con discreción, momento en que ambos interesados entablarían conversación tras revisar con avidez el mensaje del display.
Denise se dio cuenta de que algunos de los muchachos que llevaban pulsera revisaron sus gráficos direccionales por si acaso apuntaban hacia donde ella estaba. No le sorprendió que los que llevaban las pulseras más llamativas dijeran aquello de «el mar está lleno de peces».
A Denise no le molestaban del todo los tipos que sólo buscaban un polvo rápido aunque no fuera lo que ella quería. Lo que le molestaba era la frialdad del ASP Eliminaba cualquier componente humano de lo que debería ser el proceso más tierno de una relación, el ir conociendo poco a poco a la otra persona.
Raymond Jang y Josep Raichura estaban sentados en sus taburetes de siempre. También como de costumbre estaban acompañados por un par de chicas; jóvenes e impresionables, en traje de baño y sarong. Ni a Ray ni a Josep les hacían falta las pulseras ASP. Esta parte de la misión les había caído del cielo. Lo primero que hicieron al llegar a Memu Bay fue registrarse como monitores de buceo en una de las compañías de ocio más importantes, de forma que a diario conocían montones de jovencitas de entre quince y veinte años. Todos los monitores de buceo estaban en muy buena forma pero ahora Ray y Josep tenían cuerpos perfectamente mesomorfos y bronceados con un reluciente moreno. Denise tuvo que esforzarse para recordar a aquellos dos botarates con los que creció en Arnoon, uno desgarbado y otro receloso a cruzar la puerta de su casa. Ahora esos memos eran una especie de gigolós, a lo cual le sacaban el máximo partido. Mejor para ellos, y peor para Denise, porque solían entablar conversación con cualquier chica como quien no quería la cosa. Era decisivo para la siguiente fase del plan.
Se lo estaban pasando tan bien los cuatro que Denise casi se sintió culpable por interrumpirlos. Se aclaró la garganta para que le prestaran atención. Las dos chicas la miraron de arriba abajo con ojos hostiles, ponderando hasta qué punto la intrusa representaba competencia. Decidieron que no había peligro, Denise tenía más o menos la misma edad que sus presas y, dada la esbeltez de su cuerpo, bien podría ser una monitora de buceo más, además su mirada impaciente la convertía sin redención en una persona que no sabía disfrutar de la vida.
—¿Sí? —dijo una de las chicas con cierto tono de burla—. ¿Éramos amigas en una vida anterior?
A Denise no se le ocurrió ninguna salida. Aquella chica tenía los pechos tan voluptuosos que por primera vez Denise se hizo una idea de por qué los hombres tenían aquel instinto que a ella tanto le exasperaba; no podía dejar de mirarle el escote. Sin duda era demasiado joven para someterse a un aumento de vescritura.
—Hola, Denise. —Ray se levantó y le dio un recatado beso en la mejilla—. Chicas, ésta es nuestra compañera de piso, Denise.
—Ah, hola —dijeron con desprecio después de mirarse la una a la otra.
—Necesitamos hablar un momento con Denise —dijo Josep. Le dio a su chica una palmadita en el culo—. No tardaremos ni un minuto y después veremos a dónde podemos ir a cenar.
La chica lamió la sal del borde de su copa de margarita.
—Estaría bien. —Salió acompañada de su amiga, intercambiando con ella sensuales susurros y sin dejar de volverse y lanzar miradas coquetas a los chicos.
—Trabajando duro, ¿eh? —dijo Denise. Cada vez que los veía hablando con chicas nuevas se decía a sí misma que no le molestaba, aunque en realidad siempre se tragaba su desaprobación.
—Sólo obedecemos órdenes —dijo Ray sonriendo.
Denise respiró hondo y se sentó en uno de los taburetes vacíos. No había nadie cerca de ellos. Una tranquila melodía de guitarra sonaba a través del sistema de sonido de la taberna. No era que la policía de Memu Bay los estuviera controlando ni que supiera de ellos, pero las precauciones básicas que tomaran ahora les ahorrarían muchos problemas más adelante.
—Hoy estamos limpios —dijo Denise en voz baja—. El Principal no ha detectado ningún tipo de señal encriptada en la red de comunicación espacial.
—Vendrán —dijo Josep.
Hablaba en tono comprensivo, como solía hacer antes. Debía de haber notado lo preocupada que estaba, siempre había sido el más empático. Denise le sonrió con levedad a modo de agradecimiento. La cara de Josep era ancha, de pómulos prominentes y hermosos ojos castaños. Tenía su espesa melena rubia echada hacia atrás y sujeta con una delgada banda de cuero, que debía de ser un regalo de algún antiguo ligue. Por su parte, Raymond tenía facciones redondeadas, nariz estrecha y llevaba el pelo corto. Aparte de eso… Denise miró a uno y a otro. Raymond sólo llevaba unos viejos shorts verdes y Josep llevaba su camisa vaquera toda desabrochada. Sus cuerpos eran idénticos. Se preguntaba si las chicas que compartían en la cama hablarían de ello.
—Lo sé. —Volvió a la realidad—. ¿Algo nuevo por vuestra parte?
—En realidad sí —respondió Ray. Señaló a las chicas—. Sally vive en Durrell, estudia en la universidad, geología.
—Bien, puede valer.
—Y creemos que hay un posible contacto que habría que verificar —dijo Josep—. Se llama Gerard Parry. Ha empezado hoy en el curso de seis días de submarinismo profesional. Estuvimos charlando. Comentó que es de aquí, trabaja en Teterton Synthetics, un pesebre de distribución.
Las células neurales descritas del cerebro de Denise la vincularon con la perla de anillo que llevaba en el dedo índice. Su programa principal elaboró un breve informe de Teterton; el mensaje azul marino que apareció ante ella indicaba que se trataba de una pequeña empresa de procesamiento químico que suministraba vitaminas especiales y complejos proteínicos a los fabricantes locales de alimentos.
—¿Te pareció compasivo?
—Tendrás que decidirlo tú misma. Pero tener un contacto allí podría sernos de gran utilidad. Todavía tenemos que conseguir algunos compuestos.
—De acuerdo, suena bien. ¿Cómo me pongo en contacto con él?
—Le prometimos una cita a ciegas. Esta noche.
—Oh, Dios —bufó Denise. Apenas le daría tiempo a ir a casa y cambiarse.
—Es un tipo muy agradable —aseguró Josep—. Me gusta. Sensible, afectuoso… toda esa mierda que tanto gusta a las tías.
—Mientras no sea como tú —le espetó Denise.
—¡Ay! —gimió sonriendo—. Mira, ahora lo vas a saber. Está entrando.
—¡¿Cómo?!
Ray se levantó y le hizo una señal con la mano. Denise se giró para ver acercarse al hombre. Treinta y tantos, sobrepeso, calvicie inminente. Sonrisa comedida de soltero profesional, desesperado por ocultar lo desesperado que estaba. En la muñeca derecha llevaba una ancha pulsera ASP de cristal tintado. Varias de las chicas que había en la taberna revisaron sus displays direccionales y acto seguido miraron a otro lado.
Denise se levantó para saludarle clavándole el talón derecho en un pie a Josep.
Aquella noche Denise no regresó a casa hasta bien pasadas las once. Para entonces la ira inicial ya se había convertido en pura indiferencia ante la vida. Sólo quería acostarse y olvidar toda la velada.
A pesar de su aspecto, Gerard Parry no era un mal hombre. Tenía buena conversación, al menos acerca de los asuntos locales, y, hasta cierto punto, estaba dispuesto a escuchar. Incluso contó algunos chistes, si bien carecía de la soltura para dejarlos caer como era debido. Denise se lo imaginó anotándolos según los iban contando sus compañeros en la oficina.
Comenzaron tomándose un par de copas en compañía de Ray y Josep, para evidente fastidio de las dos chicas. Entonces alguien mencionó la cena y Josep se las ingenió para dividir el grupo. Gerard la llevó a un restaurante bastante decente, donde Denise empezó a preguntarle sobre sus inclinaciones políticas. Ahí fue cuando todo se estropeó.
Denise no estaba segura de hasta qué punto era culpable de tales catástrofes personales. Era extraño, teniendo en cuenta que casi siempre se granjeaba la amistad de los miembros potenciales que no eran ni solteros ni hombres. Le formuló a Gerard las preguntas que necesitaba hacerle e intentó plantearle otras también, para simular que se interesaba por su vida personal. Pero Gerard no tardó en darse cuenta de que a Denise no le interesaba establecer una relación seria, ni siquiera mantener un romance apasionado. Tarde o temprano todos los hombres llegaban a la misma conclusión. Al final de aquel tipo de veladas siempre le acababan diciendo que era demasiado intensa o un poco fría o muy distante… en dos ocasiones la acusaron con desprecio de ser lesbiana.
Nunca le importó el hecho de no conectar. Lo que odiaba era que nunca podía decirles por qué. Aquello a lo que se había entregado y que estaba por encima de ellos y de ella. La razón que justificaba su comportamiento. Pero nunca la conocerían. Para todos ellos Denise sólo era una noche desperdiciada.
Gerard Parry se emborrachó demasiado pronto teniendo en cuenta su tamaño. Su conversación derivó en un amargo monólogo basado en un grueso repertorio de quejas de cómo se sentía ignorado porque las chicas nunca miraban más allá de su físico y en cuestiones retóricas acerca de lo que ella y el resto de la comunidad femenina esperaban de un tío. Perdido entre sus propias divagaciones, acabó tirando media copa de vino tinto sobre la mesa, donde se formó un riachuelo rojizo que desembocó en la falda de Denise. Ésta se levantó y salió sin mirar atrás. El jefe del comedor llamó a un taxi para ella.
Se sentó en el asiento trasero del vehículo pilotado por SA y reprimió el llanto mientras la bulliciosa ciudad iba quedando atrás. La fuerza interior era algo que nunca se podría instalar, al contrario que su habilidad física. Tendría que obtenerla por méritos propios.
El programa principal que llevaba en la perla había grabado las emisiones encriptadas de la pulsera ASP de Gerard, la cual, por otro lado, era una grave falta de etiqueta; se suponía que las ASPs se podían intercambiar. Se sintió aliviada al revisar los datos y desenmascarar al cerdo que en realidad era Gerard. Sintió que dejarle abandonado con su autocompasión y su vino estaba más que justificado.
El chalet que compartía con Ray y Josep estaba en una remilgada urbanización emplazada a lo largo del estuario del Nium, alejada del centro de la ciudad. Implicaba un diario viaje matutino de veinte minutos en tranvía para ir a trabajar, pero el alquiler era relativamente barato. Por las noches para refrescarse bastaba con abrir los ventanales arqueados y dejar entrar la brisa que soplaba del estuario.
Los jardines asomaban por los muros de la entrada, conformando una masa de flores escarlatas que desprendían un dulce olor.
En cuanto Denise entró por la puerta dejó caer su pequeño bolso sobre la mesa del recibidor. Apoyó la espalda contra el yeso fresco, arqueó la columna y respiró hondo. Vaya mierda de día.
Las luces del salón estaban encendidas a poca intensidad. Cuando se asomó vio a una de las chicas del Boya Vieja despatarrada boca abajo en el sofá, roncando con la irregularidad característica del coma etílico. En el dormitorio de Josep se escuchaban voces y risitas acolchadas entremezcladas con unos familiares sonidos rítmicos. Josep, Ray y la chica neumática poniendo a prueba juntos las costuras del colchón de gelespuma.
Sabía que en cuanto entrara en su habitación y cerrara la puerta el alboroto se acabaría. La experiencia le había enseñado que la insonorización era lo bastante buena para obtener un silencio absoluto y poder dormir plácidamente. Cuando se miró la falda pensó que debía aplicarle un spray enseguida para eliminar la mancha de vino. Al meterla en la cabina de lavado y programar el ciclo, se acordó del montón de ropa limpia que había echado apresurada por la mañana en el cesto de la colada, incluido el resto de su ropa de trabajo. Su intención era haber solucionado ese asunto por la tarde, cuando regresó de la guardería. Así que allí estaba ella, a las doce y cuarto de la noche, extenuada y con la moral por los suelos, en medio de la cocina, envuelta en la toalla de la ducha planchando la blusa que se pondría al día siguiente mientras los estridentes alaridos orgásmicos de los demás resonaban por todo el pasillo.
Si existía aquello del karma, en algún lugar de aquel universo alguien iba a tener que sufrir de lo lindo para compensarla.