Capítulo 8

Era la sexta vez que Lawrence debía guiar la patrulla de su pelotón por las calles de Memu Bay la mañana de aquel húmedo día. Ya llevaban una semana en Thallspring; la campaña estaba saliendo mucho peor que la última vez que había caminado por aquellas amplias y pacíficas calles. Ebrey Zhang todavía no había utilizado ningún collar de buena fe, pero Lawrence estaba convencido de que sólo era cuestión de tiempo.

No dejaba de repetirse que tampoco les estaba yendo tan mal como en Santa Chico. Al menos debían de estar agradecidos por eso.

El sector a patrullar asignado al pelotón 435NK9 era el distrito de Dawe, una zona residencial del interior donde el laberinto de chalets suburbanos se extendía hasta una de las pequeñas colinas del pie de la sierra que quedaba detrás de la ciudad. Las calles eran espaciosas y limpias y estaban bordeadas de píceas de cuyas retorcidas ramas caía una profusión de hojas que cubría el asfalto con una alfombra de inusitado colorido. Dos líneas de tranvía comunicaban Dawe con el centro; los pesados tranvías avanzaban a duras penas por sus pistas y tocaban las campanas con ansioso ímpetu cada vez que aparecía un ciclista a lo lejos. Curiosamente, las únicas ocasiones en que no se oían las campanas eran cuando quien se cruzaba en el camino del tranvía era un soldado con traje de Cuero.

En teoría la misión del pelotón consistía en apoyar a las patrullas de policía. En realidad, se dejaban ver sólo para enfatizar la presencia de Z-B.

El 435NK9 avanzaba por una calle saturada de pequeños comercios. A poca gente le apetecía salir y exponerse al sol de media mañana; los pocos ciudadanos que había en el lugar miraban con desprecio a los Cueros mientras pasaban. A cada paso que daban les insultaban y les abucheaban. Los agentes a los que se suponía que debían apoyar sonreían al oír las burlas y no se molestaban en absoluto por ocultar su asco hacia los visitantes.

—Joder, qué puta mierda —murmuró Hal. Era la enésima vez que se lamentaba aquella mañana.

Lawrence revisó el visor de posición que mostraba el SA de su traje. Hal le seguía por el flanco derecho.

—Tranquilo, Hal. No han hecho nada.

—Eso, danos un respiro —dijo Lewis.

—¿Es que no los oís?

Lawrence no podía hacer otra cosa que escuchar a la gente. Llevaba toda la mañana oyendo el nombre de Killboy. La gente no dejaba de gritar esa palabreja una y otra vez. Querían acojonarlos y sacarlos de quicio. Al parecer era así como se llamaba el francotirador que había disparado a Nic poco después de que llegaran.

Killboy, el Robin Hood de la era moderna. Una víctima herida, mutilada o perseguida de la última campaña de captación de bienes de Z-B en Thallspring… a saber. Merodeaba por los callejones de Memu Bay a la caza de Cueros descarriados. En cuanto encontraba uno, sacaba su superarmamento para reventarle el caparazón con la facilidad con que podría agujerear la piel humana. Cada vez que uno de los invasores muerde el polvo, los buenos ciudadanos de Memu Bay recuperan un poco más de confianza al saber que sus opresores van a perder; es la ley del universo.

A Lawrence no le hacía ni puta gracia. No existía ese Killboy, no era una persona real. Se trataba sólo de algún grupúsculo de la resistencia, organizado quizá por el gobierno, dotado de unos juguetitos muy peligrosos. Las habladurías y la tensión hacían el resto. Pero a los ciudadanos les proporcionaba un ídolo, un protector que les defendería si se atrevían a saltar la valla. Mala señal. Porque esa forma de pensar les hacía sentirse invulnerables. Aunque sin duda no lo eran frente a un Cuero. Además los pelotones de Z-B estaban muy alterados después de la catastrófica llegada. La situación sólo podía ir a peor.

De repente se empezó a escuchar una melodía proveniente de un bar; era una música de baile que tan pronto se aceleraba como se ralentizaba hasta casi detenerse. Cuando tres de los hombres del pelotón se volvieron para ver qué era aquel escándalo se encontraron con varios jóvenes ganduleando junto a la puerta del bar y haciéndoles cortes de mangas.

—Supongo que también tendremos que tachar ese garito de la lista —dijo Karl—. No parece muy hospitalario.

—Aquí no existe la hospitalidad para nosotros —dijo Edmond.

—Cabrones, yo ni siquiera lo tenía en mi lista —masculló Hal—. Tío, vaya mierda. Además, en esta parte de la ciudad no hay acción de verdad. Tendremos que bajar al puerto deportivo si queremos movida de verdad.

Lawrence sonrió al escuchar la necia charla de sus hombres. Esta noche les daría permiso; se merecían salir un poco del cuartel. Z-B se había apropiado de una serie de complejos turísticos situados detrás del puerto deportivo para alojar a sus tropas. En principio no tenía nada de lo que quejarse. Tenía para él sólo una habitación doble en un hotel de cuatro estrellas. Una enorme y acogedora cama y un balcón con vistas al puerto; en la planta baja había un lujoso restaurante, con su bar, salón de juegos y gimnasio, piscina, incluso sauna… monopolizada por los putos oficiales. Pero no se les permitía salir. No hasta que las cosas se calmaran un poco; órdenes de Ebrey Zhang.

Al terminar la primera semana, el comandante decidió que había llegado el momento. No se habían registrado más incidentes relacionados con francotiradores. La producción de las fábricas de productos bioquímicos se había elevado hasta alcanzar un nivel similar al que tenían antes de la llegada. Aunque de mala gana, los habitantes empezaban a aceptar su presencia.

La noche anterior habían salido algunos pelotones y no había pasado nada grave. Esta noche le tocaba al pelotón 435NK9 salir a quemar la traca.

Lawrence opinaba que todavía era demasiado pronto. Los oficiales subalternos debían de estar pasándole a Zhang informes exagerados sobre los rastreos de las patrullas para que pensara que las cosas se habían calmado en la ciudad. Pero nadie le había pedido su opinión. Con todo, le parecía bien que se le diera un descanso a los pelotones. Necesitaría dos días enteros para adentrarse en el interior y comprobar cómo iban sus asuntos personales.

Un helicóptero TVL88 pasó a baja altura, serpenteando por entre las estribaciones. En la puerta lateral iban sentados varios Cueros con las piernas colgando sobre los patines y contemplando los edificios de la superficie. Parecían gárgolas inexpresivas, preparadas para entrar en acción en cualquier momento. Los helicópteros, personificación del Killboy de Z-B, eran un apoyo visible de las tropas de tierra, a las que prestaban su invencible potencia de fuego. Algunos de los muchachos del 435NK9 los saludaron al verlos pasar.

—Joder con el niñato de los cojones —estaba diciendo Odel—. Ninguna pajarita de Thallspring va a mirarte siquiera. En cuanto entremos en un bar todo el mundo saldrá pitando como si fuéramos una plaga de langostas. Puedes creerme.

—Díselo tú, cretino —dijo Karl.

—Tiene razón, Hal —afirmó Lewis—. Apáñate con un traje de simulación de porno en vivo. Esas zorritas harán cualquier cosa que les pidas.

—No necesito esas mierdas —protestó Hal—. En Queensland tampoco es que tiren rosas a nuestro paso, pero en el Club de Cairns nunca he tenido problemas para echar un buen polvo.

—Pero después ya no te quedaría mucho dinero, ¿verdad? —Dijo Karl—. Además por las mañanas seguro que tenías que ir a la enfermería para que te vacunaran.

El vínculo de comunicación del pelotón se saturó de fuertes risas.

—¡No tiene gracia! —dijo Hal—. Me van a explotar los huevos como no me coma un buen coño esta noche. Y os puedo asegurar que va a ser de lo más fácil. Al menos para mí. Soy más joven que vosotros. Y sabed que estoy cuadrado. Estoy muy bueno. Eso a las tías les pone, les da igual de qué agujero de la galaxia hayamos salido. Estar en forma siempre está de moda.

—Oh, cierra el pico ya —dijo Lewis—. Si les interesa algo, desde luego no será un bala perdida que no deje de darles la chapa.

—¡Si me alisté voluntario a la puta Seguridad Estratégica!

—Lo que les gusta a las tías es un hombre con experiencia. ¿A que sí, Dennis?

—Exacto. No lo has enfocado bien, niñato. Somos la novedad; piénsalo, somos alienígenas procedentes de otro planeta. Los chochetes sentirán curiosidad por nosotros. Es nuestro cebo. Mientras más planetas hayamos visitado, más atraídas se sentirán por nosotros. Todos excepto tú podremos aprovecharnos de eso.

—¡Eh!

—Afróntalo, niñato, careces de la experiencia que tenemos los tipos maduros.

—Todo eso no es más que mierda. A vosotros ya ni siquiera se os levanta y mucho menos aguantáis ni el primer polvo. Las chicas saben lo que les gusta y esta noche les voy a meter una sobredosis de mí.

—No os separéis —dijo Amersy antes de que la discusión fuera más lejos—. Venga, Jones, no te quedes atrás. Y tú, Dennis, acércate; apoya a Odel.

—Eso está hecho, cabo.

Los hombres del pelotón revisaron sus posiciones relativas y corrigieron la formación.

Lawrence vio que la calle se abría y daba paso a una reducida plaza en la que había un pequeño terreno central cubierto de césped y rodeado de arriates. Junto a las salvias blancas y escarlatas pasaban unos antiguos robots amazacotados con cuyo oxidado instrumental iban barriendo el suelo. Los agentes de policía aminoraron el paso hasta situarse detrás. Hacían lo mismo cada vez que se encontraban con un grupo numeroso, por si les tendían una emboscada al doblar la esquina.

Edmond y Lewis se abrieron para arrimarse a las fachadas de las tiendas y cubrir ambos lados de la plaza a medida que el pelotón seguía su camino. No había peligro de emboscada. Ni rastro de Killboy. El pelotón atravesó la plaza seguidos de los policías, que caminaban con paso tranquilo.

—¿Crees que deberíamos aprovechar que estamos aquí para comprarnos algo de ropa? —preguntó Hal—. Ya sabes, para seguir la moda y todo eso. No nos conviene parecer alienígenas de mierda. A los bares hay que ir elegantes.

—Hal, —dijo Lawrence—, centrémonos en lo importante, ¿de acuerdo?

—Claro. Lo siento, Sargento.

Lawrence salió del césped y cruzó la carretera. No le gustaba intervenir en el trabajo rutinario del pelotón. Pero el niñato parecía demasiado estúpido como para seguir los consejos de Amersy. Con un poco de suerte, por la noche Hal se enrollaría con alguna fulana descerebrada a la que le apeteciera revolcarse con un alienígena invasor. El chico necesitaba liberar la tensión. Estaba empezando a poner nervioso a todo el mundo.

Unos iconos rojos empezaron a destellar en la rejilla de los sensores de Lawrence. El SA del traje empalmó su sistema de comunicación con el vínculo que estaba utilizando el pelotón de Oakley. De la rejilla surgió un mapa azul marino de la ciudad en el que se veían símbolos de despliegue junto a los que iban pasando diversas órdenes a medida que el SA táctico del cuartel general iba analizando el incidente.

El incidente: había muerto uno de los hombres del pelotón de Oakley, el recluta Foran. Se le había caído encima un muro de piedra. El banco de datos civil de aquella zona mostraba una especie de colapso del tráfico, un camión robot de treinta toneladas se había salido del carril. La telemetría médica de Foran sólo podía captarse con intermitencia al estar enterrado bajo las piedras, aunque por el momento la información indicaba que el caparazón de su Cuero se había agujereado por varios puntos a causa del derrumbe. Se habían registrado daños orgánicos internos, huesos rotos y pérdida masiva de sangre.

El pelotón de Oakley estaba patrullando el sector adyacente al de Lawrence.

—Ejercicio de dispersión uno —ordenó Lawrence al pelotón. Podría ser una táctica clásica de diversión, en cuyo caso era poco probable que se produjera el verdadero asalto. Pero no pensaba arriesgarse, no en aquel terreno.

El pelotón despejó la calle con absoluta profesionalidad; se metieron en el acto por las puertas y ventanas abiertas de los edificios más próximos. Lawrence se refugió en una pequeña peluquería. Todas las mujeres que había sentadas en la hilera de secadores de infrarrojos de tentáculos se sobresaltaron. Los agentes de policía se quedaron solos en la calle, mirando confundidos a su alrededor. Lawrence vio en las rejillas de telemetría de vídeo a los propietarios de las viviendas gritando a sus soldados.

Lawrence conectó con el canal de mando.

—Oakley, ¿necesitas ayuda?

—¡Mierda! No lo… ¡Cogedlo, cogedlo! ¡Eso de ahí! ¡Venga, retiradlo!

—Oakley, ¿cuál es tu estado? ¿Es una diversión preliminar?

—¡Joder, claro que no! Se le ha caído un puto muro encima. Hostias… es una montaña de piedras. Nunca podremos retirarlo.

Lawrence vio los iconos de despliegue que representaban el pelotón de Oakley reunido en un mismo punto.

—Os estáis apiñando. Si ese francotirador anda por ahí, se va a poner las botas. Te sugiero que retires a parte del equipo.

—¡No me jodas, Newton de los cojones! Esto es asunto mío.

—Newton —intervino el capitán Bryant—. Envíe a algunos de sus hombres a ayudar a retirar las piedras. Necesitamos sacar de ahí a Foran.

—Señor, no creo que…

—Está vivo, Sargento. No pienso dejar que uno de mis hombres muera aquí. Ha sido un accidente de tráfico, no la trampa de ningún francotirador. ¿Entiende?

—Sí, señor. —Lawrence respiró hondo para mantener la calma. Sabía muy bien lo que su telemetría médica le estaría mostrando a Bryant. No era que el capitán la estuviera consultando—. Hal, Dennis, conmigo. Amersy, pon fin al barrido.

Era un callejón estrecho de un distrito comercial; a ambos lados, paredes de piedra y hormigón pintadas de un blanco ya desvaído y descascarilladas, a cuyos pies crecían dispersas matas de hierbajos. Las elevadas ventanas estaban cubiertas de barrotes y tenían los cristales demasiado sucios para ver a través de ellos; las puertas eran de metal pesado y estaban soldadas o selladas mediante gruesas placas remachadas. Cuando Lawrence llegó, todavía salían volutas de polvo, espesas nubes grisáceas de partículas cancerígenas que se pegaban con tenacidad al caparazón de su Cuero. En la calle mayor se había aglomerado una multitud de civiles, muchos de los cuales llevaban la nariz y la boca tapadas con un pañuelo. Todos miraban hacia el tenebroso callejón. Sobre los tejados revoloteaban dos TVL88, de cuyos morros asomaban cañones Gatling magnéticos a modo de achaparradas mandíbulas insectiles.

Lawrence miró con rapidez en todas direcciones. No parecía que en todo el callejón hubiera ningún edificio elevado que pudiera proporcionar un buen punto de tiro. A medida que se adentraba en la nube de polvo, el SA de su traje iba incrementando el porcentaje del sensor de infrarrojos; las imágenes ya sólo se componían de los colores gris, negro y rosa, aunque los contornos se mantenían definidos. Vio basura apilada contra las paredes de ambos lados del callejón; cajas, bolsas y contenedores, todos rotulados con el escudo de la ciudad, esperando a que los recogieran. Debía de hacer un mes que no pasaba el camión de la basura. En algunos rincones los desperdicios llegaban a cubrir el asfalto resquebrajado. Lawrence tuvo que trepar por ellos.

Cuando dobló la esquina se topó con el muro derrumbado. Boqueó atónito.

—Joder, qué desastre. —Se había caído una sección entera. De los dentados bordes de las paredes que quedaban en pie sobresalían jirones de revestimiento que el aire mecía. El edificio parecía una especie de almacén o de fábrica abandonada. Era un gigantesco cubo vacío cuyas paredes estaban atravesadas por vigas y conductos metálicos y oxidados. En la actualidad todos estaban doblados y carcomidos; algunos tramos incluso se habían soltado y ahora colgaban peligrosamente. El techo de cemento había cedido junto con el muro, rompiéndose y desmigajándose al impactar contra el suelo y un camión que había quedado aplastado. Habían arrancado la puerta enrollable de la pared opuesta a la del frontal del edificio, de modo que se veía que la calle estaba colapsada por un millar de vehículos paralizados.

Lawrence supo entonces que habían reventado la puerta con el camión para embestir la pared. Justo cuando Foran se encontraba en el callejón del otro lado.

Curiosa coincidencia.

Lawrence no se creía nada. Se fiaba más de su instinto, aguzado y endurecido durante los últimos veinte años, que de toda la simbología del SA de su traje.

Había Cueros distribuidos entre los montones de escombros retirando las pesadas piedras como si de leves plumas se tratara. Estaban abriendo un agujero para llegar hasta su compañero enterrado. Se movían con el ritmo frenético de una colonia de insectos sincronizada para alcanzar la mayor productividad.

—Manos a la obra —ordenó con sequedad Lawrence a Hal y Dennis. Se unieron a los demás Cueros y empezaron a mover los pesados restos de las paredes. De cada trozo se desprendían piedras y arenilla, como si se transformara en un líquido seco. La espesa nube de humo dificultaba la visión incluso con los sensores de los Cueros. Intensificaron al máximo los infrarrojos de los cascos, de manera que quedaron rodeados por un arremolinado aura carmesí que hacía pensar que un grupo de estrellas se había escondido entre las nubes para morir.

Tardaron unos cincuenta minutos en retirar los escombros. Sólo pudieron descender dos Cueros, que a medida que avanzaban iban pasando las piedras que les entorpecían el camino a una cadena de Cueros que las sacaba al exterior. Las paredes del pozo eran tan inestables que se hundirían si se hacía algún movimiento inadecuado. Apenas podía verse el Cuero de Foran. El polvo que le cubría se había convertido en barro rojizo al mezclarse con la sangre que estaba perdiendo. Las reservas de sangre y de oxígeno lo mantenían con vida, aunque la mitad de los gráficos de su telemetría eran de un alarmante color ámbar; de hecho algunas de sus funciones orgánicas estaban representadas por una simple línea roja.

Lo único que pudieron hacer los paramédicos era conectar sus conductos umbilicales con nuevas reservas de sangre. El Cuero mostró unos niveles fisiológicos estables hasta que lo llevaron a la unidad de urgencias. Lo llevaron corriendo al helicóptero de evacuación, que se había posado en medio de la calle al final del callejón.

—Creía que no había nada que pudiera atravesar un Cuero —dijo Hal sin mucha convicción antes de que los Cueros empezaran a dispersarse. Cuando dejaron de excavar, el polvo se empezó a asentar y pudieron ver que los edificios circundantes habían quedado cubiertos por una espesa capa cenicienta.

—Pues ya lo ves —dijo Dennis—. Un Cuero no sirve de mucho si te caen encima cien toneladas de escombros.

—Pobre cabrón. ¿Se pondrá bien?

—Su cerebro está vivo y recibe oxígeno. No les costará reanimarlo. Por lo demás… qué sé yo. Tendrán que cambiarle unas cuantas piezas.

—Pero nos pueden poner prótesis, ¿no?

—Sí, niñato, existe todo un arsenal de recambios biomecánicos. Supongo que al final recuperará la movilidad. Que se pueda reintegrar a su pelotón es otra historia. Ya sabes la buena forma en que nos obligan a mantenernos.

Pese a que los músculos del Cuero vigorizaban sus movimientos, Lawrence se sentía hecho polvo. Le dolían todos los músculos de tanto levantar piedras. La asfixiante cortina de polvo le recordó a Amethi durante el Despertar, cuando el aguanieve lo impregnaba todo y aprisionaba al planeta bajo su invierno de decrepitud. Barrió todo el callejón con la mirada. Los montones de basura eran tan voluminosos aquí como lo eran en el otro extremo. Foran se habría visto obligado a caminar pegado a la pared.

Lawrence caminó por la parte más baja de los escombros hasta poder ver de nuevo el interior del edificio. El tráfico se había puesto en marcha de nuevo. Había Cueros montando guardia junto a la puerta destrozada. Un par de técnicos examinaban el camión, estaban retirando las losas de hormigón para poder acceder al motor. Los acompañaba el capitán Bryant.

—¿Qué ha ocurrido, señor? —preguntó Lawrence por el vínculo de comando protegido.

—Todavía no lo saben —contestó Bryant. Parecía molesto—. Joder, este tipo de accidentes no puede venirme peor.

—No ha sido un accidente, señor.

—Claro que sí, Sargento. El camión perdió el control y se chocó.

—Contra uno de nosotros.

—Su preocupación por nuestra seguridad es encomiable, pero en este caso está fuera de lugar. Ha sido un accidente de tráfico. Muy trágico, sin duda, pero un accidente.

—¿Cuál fue la causa según el registro del regulador de tráfico de SA?

—No se ha registrado nada, sargento. Ése es el problema. La electrónica del camión ha quedado destrozada.

—¿Qué me dice del software o del hardware?

—Sargento, podrá leer el informe usted mismo en cuanto lo preparen. Ni siquiera hemos podido acceder al bloque de memoria del camión todavía.

—¿Pero y los sistemas de seguridad?

—Newton, ¿de qué cojones va? ¿Qué le pasa? Se recuperará, usted lo sabe, recibirá el mejor tratamiento posible.

—Señor, es que no entiendo cómo puede haber ocurrido de forma accidental.

—Ya basta, sargento. Ha sido una desgracia, pero ha sucedido.

—¿Los sistemas de seguridad no intervienen cuando la electrónica falla? Señor, ni siquiera la tecnología de Thallspring es tan cutre. Se sale de la carretera y revienta la puerta de un edificio del centro.

—¡Sargento!

—Después va y destroza una pared cuando uno de nuestros hombres está pegado a ella por el otro lado. Una de las pocas maneras de destrozarnos el traje de Cuero. No me lo trago, señor. No es una mera coincidencia. Todo encaja.

—Ya basta, Sargento. Precisamente por todo eso se trata de una coincidencia. Nadie puede organizar algo así, nadie podía saber cuándo Foran iba a pasar por este callejón. Es decir, nadie más lo sabía. Por supuesto, yo mismo he supervisado el despliegue de esta mañana. ¿Está diciendo que es culpa mía?

—No, señor.

—Me alegra oírlo. Asunto zanjado.

El vínculo de comando se cortó. Lawrence meneó la cabeza, gesto que con el Cuero puesto resultaba bastante inexpresivo. El problema era que entendía por qué Bryant había reaccionado de aquella manera. Por qué lo negaba. El capitán no estaba preparado para reconocer que existía un oponente capaz de elaborar una trampa tan precisa. Aceptar que alguien poseía los conocimientos y la capacidad para ponerla en práctica era tremendamente desconcertante.

—Si hoy os encontrarais con un wilfrien, pensaríais que os habéis topado con un ángel. Eran los dorados, estar en su presencia era venerarlos. En su apogeo, el reino de los wilfrien se contaba entre los miembros más poderosos del Imperio del Anillo. De hecho, era uno de los fundadores. Su pueblo ayudó a explorar el espeso manto de estrellas del corazón de la galaxia. Establecieron contacto con centenares de razas y las unificaron. Su tecnología presumía de ser de las más desarrolladas; los científicos wilfrienianos desarrollaron aceleradores que después copiaron todos y trabajaron para crear secuenciadores de comportamiento con los que transformar la materia prima en máquinas, edificios o seres vivos. Todos sus conocimientos los compartían con los pueblos con los que se encontraban, a los que ayudaban a desarrollar sus sociedades, a erradicar la pobreza y los conflictos que siempre se derivan de este tipo de procesos. Los wilfrien, raza sabia y amable, admirada y respetada por todos los habitantes del Imperio del Anillo, establecieron un modelo de civilización aplaudido por la mayoría pero que pocos conseguían implantar. Aparecen en todas las historias del Imperio del Anillo, dado que eran la personificación de aquello en que las razas sentientes se pueden convertir. Cada vez que hablamos del Imperio del Anillo, pensamos en la sociedad de los wilfrien. —Denise miró a todos los niños sonriendo. Habían salido al jardín de la escuela y se habían sentado en el césped a beber vasos de naranjada y limonada frescas. Habían desplegado unos enormes parasoles de lona blanca para cubrir toda la hierba con su sombra, a la que todos se habían sentado para refugiarse del abrasador sol de la mañana. Como siempre, los niños miraban a Denise como si se tratara de una eminencia que despertara su capacidad de admiración.

—Los wilfrien habitaban unos trescientos sistemas estelares. Gracias a sus secuenciadores de comportamiento, llegaron a construir ciudades y estaciones orbitales fabulosas. Levantaron castillos para su propio disfrute en las entrañas del espacio, tenían metrópolis que flotaban entre las zonas tormentosas de los gigantes de gas y cuya apariencia era más delicada e intrincada que los remolinos de nubes a través de los que serpenteaban; podían incluso encerrar torres de polvo estelar en el interior de campos de fuerza lenticulares y navegar en ellos a través de la tempestuosa superficie de sus soles, con la facilidad de quien navega por un pacífico lago a bordo de una barquilla de cuero. Oh, los wilfrien eran asombrosos. Vivían en unos lugares tan extraños más que nada por diversión, para reír y para disfrutar de todo cuanto el universo podía ofrecerles; porque eran tan impetuosos y exuberantes como sensatos y majestuosos.

En ningún momento interrumpió la historia mientras su Principal seguía el progreso de las patrullas matutinas de los pelotones de Z-B. La información recogida de los propios vínculos de comunicación de los pelotones llegaba hasta su mente a través de sus neuronas descritas. Observó los agitados iconitos y los runruneantes mensajes de los soldados con desprecio contenido. Qué absurdo, intervenir sus datos sin cifrar resultaba tan sencillo. Varios Cueros se iban aproximando al callejón.

—Dada la naturaleza de los wilfrien, por no hablar de su reputación, Mozark sabía que acabaría por hacerles una visita incluso antes de iniciar su búsqueda. Curiosamente, mientras más se acercaba al reino de los wilfrien, menos impresionada se sentía la gente de la zona por su magnificente raza vecina. Al final, cuando llegaron a su planeta, descubrió por qué.

Las sencillas ecuaciones de velocidad-tiempo proporcionaban una lista de tres camiones posibles. Los programas Principal se instalaron solos en sus respectivas electrónicas y borraron sus propios bancos de datos al ponerse en marcha.

—Como raza los wilfrien eran milenarios, además podían vivir cientos de milenios. Habían viajado más lejos y más rápido que todos los demás habitantes del Imperio del Anillo. Su tecnología sin par había llegado a su punto álgido. Todas las razas vecinas eran felices y ricas gracias a su dadivosidad. Ya no les quedaban territorios que explorar, ni física ni espiritualmente. Si tenían algún defecto, éste consistía en una impetuosa curiosidad por todo cuanto los rodeaba. Pero el universo ya no tenía nada nuevo que ofrecerles, ya nada les parecía misterioso. En la antigüedad, los hombres escribían «Tierra de Dragones» en los límites de sus mapas, cuando lo que en realidad querían decir era que no sabían lo que podrían encontrar más allá. En los mapas estelares de los wilfrien no aparecía dragón alguno porque sabían muy bien qué había en cada rincón de la galaxia. Ya sólo les quedaba un viaje por realizar, y era al lugar de donde procedían. Emprendieron el camino hacia sí mismos.

»Mozark aterrizó en las afueras de una ciudad cuyas torres dejaban en ridículo las de La Ciudad. Algunas casi rasgaban la atmósfera, las había que estaban vivas, como arrecifes de coral que se hubieran erigido y alejado de la superficie; otras se componían de planos de campos de energía. Hasta vio una hecha de segmentos de zafiro translúcido que parecían celdillas de diez metros de ancho; se deslizaban y giraban unas en torno a otras al azar, aunque siempre conservaban sus formas. Pero todos aquellos mareantes torreones y palacios de cuento se encontraban vacíos. Los wilfrien los habían abandonado y se habían ido a vivir bajo tierra para que los animales silvestres y las plantas trepadoras volvieran a hacerlos suyos.

Uno de los Cueros se había metido en el callejón. Los montones de basura que los miembros de la célula habían acumulado con premeditación a lo largo de la última semana le obligaban a caminar pegado a la pared. Denise dio las últimas órdenes al Principal, que se había hecho con el control absoluto del camión. El programa cortó el vínculo del vehículo con el regulador de tráfico de SA tras emitir una última llamada de emergencia… que se interrumpió cuando el camión se llevó por delante la barrera de seguridad. Las puertas del almacén vacío estaban justo delante. Mientras el Principal se borraba a sí mismo, la inercia impulsaba al vehículo de treinta toneladas a través de la puerta directo hacia la pared del fondo a cincuenta kilómetros por hora.

—Desde luego que los materiales de fabulosa resistencia de los que se componían las construcciones de los wilfrien tardarían miles de siglos en corromperse. Porque ahora se alzaban a mayor altura y con más majestuosidad que nunca. Pero las señales de su inevitable futuro empezaban a apreciarse. Las hojas y las ramitas comenzaban a apilarse alrededor de las bases, donde terminaban por transformarse en un rico fertilizante que permitía el nacimiento de plantas todavía más vigorosas; los colores empezaban a perder su lustre bajo los mantos de esporas y mugre. Los siglos de ventiscas cubrieron de polvo y arena las plantas inferiores, lo que provocó que los artefactos compuestos de materiales simples empezaran a pudrirse.

»Incapaz de dar crédito a sus ojos, Mozark recorrió los campos de cultivo que en su día fueron exuberantes parques. Los wilfrien que los estaban labrando ordenaron a sus animales que se detuvieran y salieron a recibirlo con gran hospitalidad. Mozark les hizo una reverencia, les saludó tartamudeando (dado que todavía impresionaban a quienes se acercaban a ellos) y les preguntó qué le había ocurrido a su civilización después de haberse extendido hasta mil años luz de distancia. Los wilfrien sonrieron ante su confusión y le respondieron que ya habían hecho todo lo que debían hacer. Le contaron que ya habían ganado la batalla de la sabiduría; ya habían descubierto cuanto merecía la pena conocer. Lo que eran, por lo tanto, carecía ya de propósito alguno en el contexto de su consecución. Ahora estaban embarcados en una aventura muy distinta, la aplicación final de su glorioso legado. La vida se tornaría sencilla y placentera. Sus cuerpos estaban cambiando y adaptándose, evolucionando para integrarse a la perfección en el entorno natural del planeta. Pero, al contrario que cualquier sociedad primitiva anterior a la era tecnológica, jamás enfermarían puesto que la suya era una simplicidad muy planificada y aprovecharían las ventajas de todo cuanto el planeta pusiera a su alcance. Su mentalidad se fue apaciguando a lo largo de las sucesivas generaciones, hasta el punto de que contemplar un simple amanecer les proporcionaba tanta satisfacción como derribar las barreras del espacio-tiempo aplicando sus conocimientos de matemáticas y física. Ahora cultivaban sus tierras, criaban a sus hijos y bailaban desnudos mientras la lluvia caía de un cielo silvestre. Mientras las reliquias de su pasado se desgajaban y hundían en silencio para regresar a la tierra, ellos se fundían con el mundo y encontraban la paz en su interior.

»Mozark, olvidando sus modales y su asombro inicial, se enfureció al verles abandonarse a semejante decadencia. Les preguntó, casi suplicándoles, que se lo pensaran mejor, que buscaran nuevos desafíos. Que volvieran a ser los magnos wilfrien que él tanto había venerado. Sonrieron con tristeza al ver la simpleza que le llevaba a pensar que el progreso sólo podía ir en una dirección, hacia delante y hacia arriba. Le explicaron que la naturaleza de su raza les había llevado hasta aquel punto. Aquello era lo que eran. Aquello era lo que tanto habían buscado. Una vida sencilla. En aquel nuevo y floreciente entorno serían felices sin pretenderlo. Le preguntaron si no era eso lo que todos los seres deseaban, si no era eso lo que él quería para sí. Después le hablaron de la búsqueda en que se había embarcado, por sí mismo, por su reino y por Endoliyn; volvieron a sonreír, esta vez con mayor tristeza. Le dijeron que siguiera viajando, que así llegaría al lugar del que había partido. El universo no es lo bastante grande para ocultar lo que buscas.

»Mozark regresó a su nave y despegó de inmediato. Puso todos los motores a la máxima potencia para escapar del mundo de los wilfrien como si estuviera infestado de monstruos. Mientras veía en los monitores cómo el planeta se hacía cada vez más diminuto, los maldijo por traicionar la monumental odisea de sus ancestros. Todo lo que cada uno de los wilfrien habían ido logrando a lo largo de la historia lo habían pisoteado como decadentes niños caprichosos. Pensó que se trataba de una calamidad de dimensiones inimaginables, agravada por el hecho de que hubiera sido un forastero el que se había dado cuenta de su verdadera magnitud. Los wilfrien no se daban cuenta de que estaban cometiendo un gran error. Su carrera hacia su propio declive se oponía a todos los principios de Mozark. Se echaba a temblar sólo de pensar lo que Endoliyn diría si regresaba a casa y le contaba que la verdadera felicidad consistía en la ignorancia. Porque eso era lo que él creía que estaban haciendo los wilfrien, cerrarse ante la realidad igual que una flor al final del día. Pensó que quizá después de todo se los había tragado el universo, que su magnificencia era demasiado para ellos. Sabía que a pesar de todo el esplendor de los wilfrien, su naturaleza era más fuerte y que nunca admitiría semejante derrota para él y su pueblo. Ahora se sentía superior a sus antiguos ídolos. Sin embargo, estaba convencido de que lamentaría su desaparición el resto de sus días. La galaxia había perdido parte de su magia; los dorados habían perdido su lustre y ya nunca más volverían a brillar. Siguió volando, ahora con mayor resolución que nunca.

Un voluminoso helicóptero negro pasó volando a pocas decenas de metros sobre sus cabezas y su estruendo se tragó la voz de Denise. Los niños se pusieron de pie y salieron de debajo de los parasoles para ver cómo la nave alienígena contaminaba su cielo. Se dirigía hacia el distrito de Dawe, con sus pesados y amenazadores cañones emergiendo de sus cámaras con sexual suavidad.

Denise se quedó mirándolos hasta que el vehículo se perdió bajo el resplandor del sol y vio el abrasador rastro de humo que emergía de las rejillas de las turbinas de los deflectores a medida que el grito de guerra del helicóptero se iba apagando. Cuando los niños, asustados, volvieron a mirarla, cogió a Wallace y a Melanie de la mano.

—Si no se paran no podremos comprarles ningún helado, ¿no os parece? —dijo para animarlos un poco. Los niños se rieron y empezaron a burlarse de aquel monstruo que se alejaba—. Venga, vamos. —Levantó las manos y Melanie se refugió debajo de su brazo—. No he acabado de contaros la historia. Ya casi hemos terminado por hoy y no vamos a dejar que la gente mala nos estropee la diversión, ¿verdad?

—¡No! —gritaron todos al unísono. Regresaron corriendo debajo de los parasoles, dándose codazos para poder sentarse cerca de la narradora. Denise soltó a Melanie y a Wallace, que se sentaron a sus pies haciéndose los importantes.

—Señorita, ¿en el Imperio del Anillo había gente como Zantiu-Braun? —preguntó Jedzella.

Denise miró las preocupadas caras de su audiencia.

—No —les aseguró—. Había gente mala y seres malvados. Pero las leyes del Imperio del Anillo eran firmes y la policía, que no se dejaba engañar, siempre estaba alerta. Allí nunca sucedió nada parecido a la invasión de Zantiu-Braun.

Edmond se dio media vuelta para mirar a sus compañeros y suspiró al tiempo que se pasaba la mano por la frente. Los niños volvieron a sonreír, contentos porque el Imperio del Anillo permaneciera sacrosanto.

Denise se apeó del tranvía en la tercera parada que hizo en la calle Corgan, a varios cientos de metros por detrás del pelotón de Cueros. Sabía dónde se encontraban sin necesidad de aplicar sus sistemas descritos al banco de datos. Al poco, empezó a oír un desentonado canturreo.

Killboy va conduciendo.

¡Mátalos! ¡Mátalos!

Killboy está asando la carne.

¡Mátalos! ¡Mátalos!

Los Cueros ya están bajo tierra.

¡Mátalos! ¡Mátalos!

Denise sonrió. No podía llevarse el mérito del fenómeno de Killboy; algún poeta anónimo del banco de datos lo había inventado el día de la llegada de los invasores, después de que el francotirador se cargara al primero. No obstante, a la causa le estaba viniendo que ni pintado.

Los culpables del canturreo eran los más jóvenes. Los respetables y responsables adultos que en circunstancias normales llamarían a la policía en cuanto vieran a un par de adolescentes ponerse a beber unas cervezas en la calle, ahora asentían y les animaban en silencio al pasar por la acera de enfrente.

Por eso había ido allí, para calibrar los ánimos de los habitantes de Memu Bay. No podía determinarlo si se limitaba a analizar los informes y los editoriales del banco de datos. A juzgar por aquella escena, sus conciudadanos tenían un lado oscuro que ella no asociaba necesariamente a los verdaderos liberales. Burlarse de unos hombres cuyo compañero y amigo había sufrido un espantoso accidente era un tabú que no deseaba ver caer. Le hacía sentirse un poco mal.

Llegó a la zona donde estaba el pelotón y se mezcló con los curiosos que lo seguían para ver cómo había reaccionado. Cuando sus neuronas descritas intervinieron el vínculo de comunicación, pudo ver y oír a los soldados con total nitidez. No hacían el menor caso a los cantos e insultos de la gente y no dejaban de hacer chistes obscenos sobre las chicas del público (ella incluida); también, enfocaban con el zoom de los sensores de los cascos las partes de la anatomía de las jovencitas que más atraían a cada uno. Además se reían de los hombres del público y de las deformidades que imaginaban que ocultaban bajo los sospechosos pliegues de la tela de sus pantalones. Era el pequeño contrapunto que necesitaban para levantar la moral.

El pelotón llegó a una zona asfaltada situada junto a un enorme edificio de apartamentos que los niños utilizaban para jugar. Había una docena de adolescentes flacuchos jugando al fútbol. Detuvieron el partido para ponerse a mirar a los invasores.

La mayoría del público empezó a dispersarse y a refugiarse en las tiendas y bares de las cercanías, quizá intimidados por el espacio abierto. Denise se apoyó en la pared de una tienda que hacía esquina para ver desfilar al pelotón. Si lo seguía la descubrirían, además ya había averiguado lo que deseaba saber.

De repente uno de los muchachos chutó el balón con todas sus fuerzas. Casi golpea a uno de los Cueros, al Sargento, nada menos, pero consiguió esquivarlo. Denise pestañeó atónita cuando le vio estirar la pierna e interceptar el esférico al vuelo. Le dio unos toques con el pie y lo elevó unos metros. Después le dio un par de pases con la rodilla y se lo pasó con elegancia a uno de sus compañeros. Se alejaron pasándoselo el uno al otro.

Los adolescentes se quedaron mirándoles con gesto chulesco y los brazos en jarra, intentando demostrar lo duros que eran y lo poco intimidados que se sentían.

—Devolvednos el balón —gritó uno de ellos. Era el más alto y desgarbado y tenía la cabeza cubierta por una espesa mata de pelo moreno rizado.

—Claro —dijo el Sargento.

El joven retrocedió medio paso al oír la voz contenidamente amplificada del Cuero, que se dirigió hacia él al tiempo que continuaba dándole unos toques al balón. Se detuvo delante del adolescente, que cometió el error de querer coger la pelota. Él. Sargento se la pasó por detrás y se colocó frente al siguiente muchacho. Éste también quiso recuperar el balón pero tampoco tuvo éxito. El Sargento era cada vez más rápido y los chavales se apiñaron delante de él para optar a su momento de gloria. Después de dar su oportunidad a otros tres de ellos, chutó el balón para pasarlo sobre sus cabezas. La pelota describió un arco perfecto y aterrizó a los pies de otro Cuero, que le dio una firme patada para estrellarla contra la pared que había entre las dos deslavadas líneas blancas que delimitaban la portería.

—Pan comido —dijo el Sargento alzando los brazos.

—¿Ah, sí? —protestó el joven larguirucho—. Llevas un Cuero, listo. Quítatelo y prueba otra vez.

Tras un momento de silencio, el traje del sargento se abrió por debajo del cuello. El adolescente se apartó asombrado al ver la cabeza del sargento retorcerse para salir por la abertura. La cara y el pelo le brillaban a causa del gel azul claro que los cubría, pero seguía sonriendo.

Denise se tapó la boca con la mano y suspiró con asombro. Aquella sorpresa barrió de un plumazo la calma con que había actuado hasta ahora en pro de la causa. Era él. ¡Él!

—Los trajes de Cuero nos hacen más fuertes —afirmó Lawrence con jovialidad—. No más hábiles. Aun así, no desesperéis, algunos tenéis cierto talento. Puede que dentro de veinte años estéis a nuestra altura.

—¡Que te jodan! —Gritó el muchacho—. Seguro que nos fusilaríais si no os dejáramos ganar.

—¿Eso crees? ¿Al fútbol?

—¡Claro!

—Pues entonces lo siento por ti. Te recuerdo que habéis sido vosotros los que nos habéis disparado.

El muchacho se encogió de hombros sin saber qué decir.

Lawrence le hizo un gesto amistoso con la cabeza.

—Si alguna vez os apetece probar suerte en un campo decente, venid a echar un partido. Preguntad por mí, Lawrence Newton. Asumimos el riesgo. Y si ganáis, da igual, os invitamos a unas birras.

—¿Estás de coña?

—No es ningún farol. —Lawrence le guiñó el ojo y se volvió a encerrar en el Cuero—. Nos vemos.

Muy listo, pensó Denise cuando el pelotón siguió su camino y dejó a los chicos paralizados y aturdidos. Todos los compañeros de Lawrence aprovecharon el vínculo de comunicación para hacerle la misma pregunta al mismo tiempo: «¿De qué cojones vas?».

Por otro lado, se dijo, no cabía esperar otra cosa de él. Era astuto y además tenía un gran corazón. Alguien así siempre intentaría tender puentes que facilitaran la relación con sus enemigos.

Por fortuna, le dijo una vocecilla interior.

Apretó las mandíbulas con determinación. No importaba. No debía tratarle de manera distinta a los demás. La causa no lo permitía.

Volvió a cruzar la calle Corgan pensando cómo sacar provecho del partido de fútbol. Al fin y al cabo estaban en guerra, de modo que la amabilidad de su enemigo era un punto débil que debía explotar.

Myles Hazledyne odiaba esperar en la antesala. Daba igual la urgencia con que Ebrey Zhang lo llamara y lo furioso que estuviera, siempre tenía qué pasar por el mismo ritual. Se negaba a dejar ver cuánto le enfadaba eso, no quería darle el placer. Era la antesala de su despacho, en la que siempre hacía esperar a las visitas, ya fueran aliados o enemigos.

Qué obvio y estúpido resultaba establecer la verdadera figura de autoridad. Se preguntaba si se reirían de él por semejante cretinez.

Se abrieron las puertas y el edecán de Ebrey Zhang le hizo una seña para que entrara. Como de costumbre, el gobernador de Z-B estaba sentado tras el gran escritorio. Como siempre, Myles sintió que le hervía la sangre. Ponía de manifiesto la miserable capitulación de Thallspring.

—Ah, señor alcalde, gracias por venir. —La jovial sonrisa de Ebrey era tan falsa como maliciosa—. Siéntese.

Myles, sin hacer el menor gesto, ocupó la silla que había frente al escritorio. Un edecán se colocó junto a él.

—¿Sí?

—Hoy ha habido un desafortunado accidente de tráfico.

—Lo he oído.

Ebrey estiró el cuello instándole a que prosiguiera.

—¿Y?

—Uno de sus hombres ha resultado herido.

—En una sociedad civilizada, lo correcto sería decir algo del tipo: «Lo siento mucho». O: «Espero que esté bien». Simples modales, incluso aquí, imagino.

—El hospital dice que vivirá.

—Intente no parecer tan disgustado. Pues sí, se recuperará. No obstante, ya no podrá batallar. Nunca más.

Myles sonrió casi imperceptiblemente.

—Cuánto lo siento.

—No se esfuerce —dijo Ebrey con sequedad—. Pienso investigar el accidente muy a fondo. Mis hombres revisarán el equipo de primeros auxilios utilizado. Si descubren algo sospechoso, pienso utilizar alguno de los collares de buena fe. ¿Le sigue haciendo gracia, señor alcalde?

—No puede hablar en serio. Un camión se chocó contra una pared.

—Eso es lo que parece. Pero puede que sea así como querían que pensáramos. ¿Sus vehículos automáticos suelen tener muchos accidentes, señor diputado?

Myles no podía dejar de fruncir el ceño; nunca había oído hablar de ningún accidente de ese tipo.

—No estoy seguro.

—El último en el que se registraron heridos se produjo hace quince años; deberíamos retroceder muchos años más para encontrar una víctima mortal. Incluso la anticuada electrónica de sus vehículos los puede hacer circular sin el menor problema. Me parece una casualidad muy sospechosa.

—Son cosas que ocurren. No me diga que sus sistemas son infalibles.

—Ya lo veremos. —Ebrey activó una perla de escritorio y esperó a que la ventana se desplegara. Leyó los mensajes que fueron pasando hacia abajo—. Muy bien, veo que las plantas de Orton y de Vaxme todavía no han alcanzado sus máximos de producción. ¿Por qué es esto así, señor alcalde?

—La planta de Orton se estaba restaurando cuando llegaron. Usted ordenó que se volviera a poner en marcha antes de que los nuevos componentes se hubieran integrado como era debido. No sería de extrañar que cada vez produjera menos en lugar de más.

—Ya veo. —Golpeteó con un dedo la pantalla de la tarjeta, en la que aparecieron nuevos mensajes—. ¿Y Vaxme?

—No lo sé.

—Pero no me cabe la menor duda de que encontrará alguna excusa que lo achaque a los sistemas de ingeniería. Después de todo, en ningún caso podría tratarse de un error humano.

—¿Por qué iba a serlo? —preguntó Myles con serenidad. Sabía que empezaba a sacar a Ebrey de sus casillas y, en realidad, no le importaba.

—Restaure los niveles de producción —ordenó Ebrey con voz monótona—. Dispone de diez horas. Déjeselo muy claro. No van a tocarme los cojones con esto.

—Veré lo que puedo hacer.

—Estupendo. —Hizo una señal a los de la puerta—. Es todo.

—En realidad no. —Myles disfrutó al ver cómo se le avinagraba la cara Ebrey—. Ya se lo he pedido dos veces hoy a sus ayudantes, pero todavía no he recibido respuesta. No pretendo gritar que viene el lobo cada vez que tenemos un problema médico.

—¿Qué quiere?

—Necesito recuperar parte de los recursos del departamento de biomedicina de la Universidad. Usted se llevó a nuestros hombres más cualificados para que les ayudaran con esas nuevas vacunas que quería desarrollar en el centro de Madison.

—No puedo permitir que pierdan el tiempo con un puñado de alumnos retrasados que jamás han sacado más de un cero.

—No se trata de eso. El hospital ha registrado un par de ingresos de urgencia por enfermedad pulmonar.

—¿Y qué?

—Los médicos todavía lo tienen que confirmar, pero parece que se trata de una variante de tuberculosis. Nunca habíamos visto nada igual.

—¿Tuberculosis? —Preguntó Ebrey, extrañado como si Myles le hubiera contado un chiste de mal gusto en un funeral—. ¿Me toma el pelo? Esa enfermedad es historia. No resurge por generación espontánea en un planeta situado a años luz de la Tierra.

—Aún no sabemos con certeza lo que es. Por eso necesitamos el diagnóstico de los expertos.

—Oh, por el amor de Dios. —Apagó la perla de escritorio—. Se los presto por un día. Pero le hago responsable si después hay problemas en Madison.

—Muchas gracias.

La decoración del Boya Vieja era similar a la de los bares portuarios que Lawrence frecuentaba de joven, todos los cuales habían pasado de moda siglos antes de que llegara a la Tierra. Allí iba gente de todo tipo, aunque la repentina aparición de los pelotones de Z-B durante las últimas dos noches había ahuyentado a casi todos los asiduos. Cuando el primer pelotón entró y dio unos golpes en la barra para pedir cerveza, el dueño quiso negarse. Ya lo habían previsto; el Sargento tenía una tarjeta de comunicación con un vínculo ya abierto al ayuntamiento. Después de sacar el tema de las licencias se acabaron los problemas y sólo quedó resentimiento. Los pelotones ya estaban acostumbrados a todo eso, no era algo que les aguara la fiesta.

Lawrence y Amersy se sentaron bajo una sombrilla de paja de la terraza mientras el anaranjado sol se escondía tras el monte Vanga. Ambos bebían cerveza Bluesaucer helada directamente de la botella mientras los demás se divertían dentro el bar.

—¿Has oído lo del pelotón de Tureg? —preguntó Lawrence con voz pausada. Ninguno de sus hombres estaba cerca de ellos; cuatro de ellos estaban jugando al billar. Edmond estaba en uno de los reservados del rincón hablando con un local bien vestido, algo que por un momento molestó a Lawrence. Hal, cómo no, estaba sentado en la barra; llevaba una ceñidísima camiseta blanca que le marcaba todos los músculos y sonreía a todas las chicas que pasaban por delante de él.

—Sí, lo he oído —respondió Amersy—. La escotilla casi parte por la mitad al pobre Duson cuando intentaron abrir la vaina de aterrizaje. Estiman que el trasto estaba a una presión de diez atmósferas. La puta compañía se empeña en utilizar el material más barato.

—Eso son sandeces, lo sabes tan bien como yo. Una vaina no se puede presurizar de esa manera.

—Se produjo un escape en uno de los tanques de nitrógeno del sistema de control de reacción. La válvula se obstruyó. Cosas que pasan.

—¡Que la válvula se obstruyó! Se supone que esos cacharros se fabrican a prueba de fallos. Además el nitrógeno no se puede fugar al interior de la vaina, lo sabes.

—Puede, si las cosas salen mal.

—¡Por favor!

—¿Entonces qué?

—Y a Foran lo atropelló un camión que se había estropeado de repente, ¿no?

—¡Venga ya! —El parche de piel blanca que tenía en la mejilla se le oscureció. Se inclinó para acercarse a Lawrence—. No puedes hablar en serio —susurró—. ¿Cómo iban a sabotear una vaina de aterrizaje?

—Ya había traspasado los límites.

—¿Y qué? ¿Estás diciendo que la resistencia de Killboy se las ingenió para cambiar su trayectoria de descenso?

—No, claro que no. Se desvió un poco, a muchas les pasa. Ésta permaneció una semana perdida en la jungla antes de que organizáramos una partida de recuperación. Tiempo de sobra para que la encontraran y amañaran los conductos del nitrógeno.

—Seguro que te equivocas, camarada. Eso sólo lo podrían hacer si reventaran la seguridad de nuestro software.

—Exacto.

—Ni hablar. Estamos hablando de e-alfa. Nada puede desentrañar una encriptación así.

Lawrence no lo quiso relacionar con el programa Principal que todavía llevaba en su perla de brazalete. Todavía no lo había puesto a prueba contra e-alfa, aunque estaba claro que podría romper el software de segundo nivel de Z-B.

—Eso espero.

—Es imposible, Lawrence —afirmó casi suplicando—. Si pueden reventar el alfa, somos blanco fácil. Joder, ni siquiera hubiéramos podido abandonar la órbita.

—Cierto. —Lawrence dio otro trago; era la cuarta cerveza que se tomaba, o la quinta. No sabía mal del todo, estaba basada en alguna centenaria receta nórdica cuyo porcentaje de alcohol era mucho más elevado de aquél al que estaba acostumbrado—. Supongo que tienes razón. —El sol ya había desaparecido del todo, dejando un manto de profunda oscuridad tropical sobre Memu Bay. Las farolas y los carteles de neón empañaban con su neblina rosácea el cielo del puerto deportivo. Alguien había encendido una hoguera al otro lado de la playa. Miró al interior del bar y vio a sus hombres haciendo el tonto—. Míralos. Lideramos el mayor hatajo de perdedores de la galaxia.

—Son los mejores, lo sabes. Lo que pasa es que todos nos hemos quedado un poco conmocionados por lo de Nic, nada más.

—Puede. Pero esta unidad ya no es lo que era. Antes éramos suficientes para asegurarnos de que no hubiera camiones que se estrellaran ni vainas de aterrizaje que se presurizaran. Y nunca nos hubieran disparado como al bueno de Nic.

—Lawrence…

—En serio. De joven lo llevaba muy bien. Ahora ya he visto demasiado. Demasiado.

—Jesús, Lawrence, ¿no irás a joderme con la crisis de la mediana edad? ¿Verdad?

—No, no tiene nada que ver con eso.

—¿Dudas de tu trabajo, Lawrence? Si dudas te sugiero que te salgas al banquillo. No está bien que nos lidere alguien que se cuestione su trabajo. Podrías…

—¿Vacilar a la hora de apretar el gatillo? No voy a vacilar. Hace ya mucho tiempo que superé eso. El traje de Cuero es lo único que puede mantenernos cuerdos cada día. Nosotros no matamos a nadie, para eso ya está la tecnología. Derribamos al enemigo y le damos el peor dolor de cabeza de su vida, pero ése no es el problema.

—¿Entonces cuál cojones es?

—Mi vida. Sabes que no debería estar aquí. Hace muchos años tomé la decisión equivocada.

—Oh, joder. —Amersy dio un largo trago de cerveza—. ¿Otra vez lo de la chica aquélla?

Lawrence se llevó la mano inconscientemente al pequeño colgante que llevaba bajo la camiseta.

—Cielo santo, qué estúpido fui. Nunca debería haberme marchado. Nunca.

—¡Lo sabía! ¡Maldita sea! ¿Pero cómo puedes lamentarte por la misma chica después de veinte años? Lawrence, camarada, yo ni siquiera me acuerdo de la última vez que eché un polvo, mucho menos del nombre de quienquiera que fuese aquella chica.

Lawrence se pegó la boquilla de la cerveza a la barbilla y sonrió.

—Sí que te acuerdas.

—Bueno, vale. Puede. Pero, Jesús… veinte años. Quiero decir, tu chica, se habrá puesto como una foca; será un ama de casa de algún barrio de las afueras que necesita inflarse a antidepresivos para poder levantarse cada mañana, que tendrá por lo menos dos ex maridos y puede que hasta tres o cuatro nietos correteando por ahí.

—Roselyn no, seguro que ha sabido aprovechar su vida; nunca fue tan imbécil como yo. Y en cualquier caso, ella sólo era una parte de Amethi.

—Siempre hablas de ese planeta como si fuera una especie de paraíso. ¿Por qué te largaste?

—Ya te lo he dicho, soy un completo idiota. El mayor cretino que existe. Cometí un error. Lo tenía todo, sabes, pero no me di cuenta en aquel momento.

—Todo el mundo es así de adolescente. O sea, Cristo bendito, ya has conocido a mis críos.

—No te quejes, son buenos chicos. Tienes suerte de tener una familia así.

—Sí, no sé. Supongo.

Lawrence no podía dejar de sonreír. Joder, dos tipos poniéndose ciegos en un bar, hablando de sus familias y de cómo habían tirado su vida por la borda. ¿Existiría algo más patético?

—¿Lo dejarías? —preguntó con voz pausada, intentando que sonara casual.

—¿El qué?

—El pelotón. Seguridad Estratégica. Z-B. Todo. ¿Abandonarías si pudieras?

—Vamos, camarada, sabes que tengo familia. Mi participación no es lo bastante grande para sacarlos adelante si dejo de trabajar. No puedo dejarlo.

—¿Pero y si pudieras? Si no tuvieras que preocuparte de tu participación.

Amersy sonrió de oreja a oreja.

—Claro. Si pudiera salir de esta mierda, me largaría. ¿Y quién no?

—Bien —dijo Lawrence con satisfacción. Para llevar a buen término su misión en el interior, debía tener a Amersy de su lado—. Vamos a pedir más cerveza.

Edmond Orlov se acercó a ellos tambaleándose cuando los vio acercarse a la barra. Se agarró a Amersy para no caerse. Tenía una imborrable sonrisa beatífica.

—Eh, cabo, sargento, ¿cómo va eso? ¿No creéis que éste es el mejor lugar del universo? Aparte de por el calor, claro.

Empezó a reírse entre dientes como un demente. Lawrence no le había estado prestando mucha atención, pero sospechaba que Orlov acababa de salir de los lavabos.

—Sabes, todavía es muy pronto —le dijo Amersy—. Tienes que aprender a controlarte, camarada.

—A sus órdenes. —Edmond quiso llevarse la mano a la sien para saludar pero falló en el intento—. Tienes razón, cabo. Pero no te preocupes, estoy en ello. —Se acercó dando tumbos a la gramola, en cuya ranura, con los ojos entrecerrados, consiguió introducir una moneda de crédito. Una rejilla de vídeo espiral se desplegó en la pantalla cilíndrica de la máquina. Edmond empezó a farfullar: «Oh, yeah» y «tú, nena, tú» al SA al tiempo que con el índice iba examinando las distintas rejillas. «Dame un poquito de eso. Oh, hermano, yo también quiero un poquito de eso». Los altavoces del techo empezaron a vomitar una aporreante música machacona. Edmond se apartó unos pasos de la gramola, cerró los ojos y empezó a agitar los brazos con una absoluta falta de coreografía.

Los habitantes de Memu Bay allí presentes empezaron a darse codazos unos a otros y a reírse del bailarín solitario. Los compañeros de su pelotón y los de otros pelotones se reían y aplaudían para que se moviera más deprisa.

—Necesito otro trago ya —dijo Amersy, que continuó su camino hacia la barra.

Lawrence miró por última vez a Edmond. Tendría que hacer algo con él. Pero no esa noche.

—Todavía están muy afectados —susurró mientras seguía para alcanzar a Amersy.

Hal todavía estaba sentado en su elevado taburete en medio de la barra. Sonreía a todas las chicas que veía entrar. Sus esperanzas siempre se evaporaban al instante. Las jovencitas que llegaban en grupo lo descartaban de inmediato y se reían por lo bajo mientras buscaban el rincón del bar lo más apartado posible de él. Los novios de las chicas lo miraban con cara de pocos amigos para que se mantuviera alejado. Todas las jóvenes sin pareja parecían disfrutar dedicándole la misma mirada desdeñosa.

—Me han estafado —le dijo Hal con voz lastimera a Amersy cuando el cabo se acodó en la barra e intentó llamar a uno de los camareros—. ¿Podemos llamar a un abogado para que demande a la gente de aquí?

—¿De qué coño estás hablando? —preguntó Amersy.

—De esto —resopló Hal. Miró hacia abajo.

Amersy se fijó en los pies del recluta.

—¿No te valen los zapatos?

—¡No! ¡No es eso!

—¿Qué ocurre? —preguntó Lawrence—. Hal, ¿todavía estás aquí? Pensaba que ya andarías reventando tu propio récord.

—Me han timado —admitió Hal con los dientes apretados. Levantó el brazo izquierdo. Llevaba una delgada banda negra alrededor de la muñeca—. No ha pitado en todo el rato que llevamos aquí. Aquel hijo de puta me ha robado ochenta putos créditos.

Lawrence tuvo que contenerse una carcajada.

—¿Eso es lo que yo creo que es, Hal?

—No es ilegal, Sargento —protestó Hal—. El tipo de la tienda me aseguró que aquí todo el mundo lleva ASPs.

—Muy bien. Entonces puede que sea sólo que aquí no haya ninguna chica con tus… preferencias.

—Tiene que haberlas —gimió Hal con desesperación—. Lo configuré para que cualquier chica fuera válida. Si no les molo, de acuerdo. Pero este puto trasto tiene que funcionar.

Por fin Amersy consiguió pedir otra ronda de Bluesaucer.

—Ten paciencia —le aconsejó Lawrence.

—Si ya llevo aquí una hora. Y Edmond me recomendó este sitio.

—¿Qué te dijo?

—Que les gustan… —Hal miró a un lado y a otro para asegurarse de que nadie más le estaba escuchando y después bajó la voz—. Que aquí les van los tríos.

Lawrence resopló. Debería haber supuesto que sus hombres interpretarían aquella leyenda urbana a su manera.

—Se llaman trimatrimonios, Hal. No es lo mismo.

—Ya, pero primero tendrán que acostumbrarse, experimentar.

Lawrence le pasó un brazo a Hal por los hombros en gesto amistoso.

—Escucha, sigue mi consejo, niñato, olvídate de la pulsera y de los trimatrimonios esta noche, ¿vale? Sé tú mismo. Tienes un montón de tías por aquí. Levántate, acércate a una y pídele que baile contigo. —Le señaló la pista de baile, lo que quizá tampoco fuera lo más apropiado. Había dos reclutas haciendo el tonto junto con un completamente ausente Edmond, cuyos ridículos movimientos imitaban con grotesca exageración. Ambos sostenían en alto sus botellas de cerveza, de las que manaba un interminable río de espuma. El público los vitoreaba—. O que acepte una copa —añadió Lawrence de inmediato—. No importa lo que les digas, mientras les digas algo. Confía en mí.

—Supongo que sí —gruñó Hal con hosquedad. Miró la pulsera ASP y volvió a desear que se encendieran todas sus lucecitas de una vez. La pequeña pantallita no varió en ningún momento su obstinado color negro.

—Buen chico. —Lawrence y Amersy cogieron sus cervezas y huyeron de nuevo a la terraza.

Después de una hora observando, Jones Johnson ya le había pillado el truco a la mesa de billar. Uno de los agujeros del medio tenía una banda desgastada que había que controlar si tirabas desde arriba y estaba claro que el tablero estaba inclinado por la parte de la esquina izquierda de abajo. Ahora que ya sabía todo eso, podía empezar a apostar. Sin duda con sus compañeros de pelotón y, con un poco de suerte, con algún local que se pensara que era el rey de aquel puto billar.

La mayor parte de sus compañeros de pelotón se fueron acercando a mirar a medida que avanzaba la velada y le felicitaban o le consolaban según las bolas iban entrando o no por los agujeros. El Boya Vieja empezó a llenarse al oscurecer. Los pelotones que habían estado allí la noche anterior les dijeron que los locales se habían mantenido apartados. No así aquella noche.

Las partidas continuaron. Tres victorias. Dos derrotas (una estratégica). A Karl, Odel y Dennis se les antojó probar la comida basura de la casa. Pidieron los platos más grasientos para apagar el sabor a meada dulzona de la cerveza de Memu Bay, sin retirar sus tacos de la mesa.

Dos horas más tarde, Edmond empezó a agotarse. Se salió de la pista de baile y se repantigó en una silla, con los brazos cruzados sobre el pecho y tiritando como si la noche hubiera hecho soplar una brisa ártica desde la playa. Jones se alegró mucho. Siempre le daba vergüenza ajena que Edmond se pusiera a bailar, pero cuando se calentaba, era mejor que lo vigilaran. Y todos se habían dado cuenta de que Lawrence ya le había visto… antes de que el sargento y Amersy salieran a apalancarse juntos. Tampoco era que importara demasiado, allí debían cuidar unos de otros tanto como cuando salían a patrullar. En eso consistía ser compañeros de pelotón.

Incluso el niñato, que ya se había emborrachado lo suficiente para salir a la caza de chicas. Nadie podía oír bien lo que les decía, pero no dejaba de señalarse la pulsera negra que llevaba cada vez que empezaba a hablar con una distinta. Todas las chicas a las que se dirigía le despedían con un gesto de repulsión o le daban la espalda. La pista de baile estaba hasta arriba de gente. Jones, cuya puntería ya había empezado a fallar a causa de la bebida, decidió ir a probar suerte entre los sudorosos cuerpos que allí se contoneaban. Cuando el disc-jockey del Boya Vieja sustituyó a la gramola, los ánimos del público se fueron calentando cada vez más. Había verdaderos bomboncitos con minifalda por allí. El periodo de inactividad se había alargado demasiado desde que salieran de Cairns.

Jones saltó a la pista de baile acompañado de Lewis y Odel. Incluso a pesar de la cerveza, conseguía moverse con un ritmo aceptable. Había una chica que llevaba un vestido escarlata de mangas y falda más bien cortas que no dejaba de sonreírle. Era demasiado joven, todavía adolescente. Lo cual le ponía aún más cachondo.

Bailó con ella durante un par de minutos, después la rodeó con los brazos y empezó a besuquearla. Ella se mostraba igual de ansiosa y dejó que Jones la acariciara el culo mientras le sondeaba la garganta con la lengua. La joven también estiró la mano y le sobeteó los huevos. En ningún momento se cruzaron una sola palabra.

Chillidos. Gritos de rabia junto a la pista de baile. Cuerpos que se sacudían con violencia, como si los estuvieran empujando. Jones estiró el cuello para mirar alrededor.

—Oh, joder.

Era el niñato. Había querido probar suerte con una chica que estaba con un grupo. O no se había asegurado o estaba demasiado borracho para darse cuenta: el novio. Que además estaba respaldado por media docena de amigos.

Borracho o no, Hal estaba lo bastante preparado para reaccionar automáticamente a un empujón. Aprovechó la energía del impacto, se giró, estiró el brazo, golpeó con la mano extendida. Les gritó a aquellos hijos de puta que ni lo intentaran. Ellos le insultaron con rabia por ser un puto alienígena. Dos se abalanzaron sobre él. Hal adoptó la posición de autodefensa, colocando a la perfección brazos y piernas. Parecía bastante ridículo mientras la gente que bailaba borracha a su alrededor no dejaba de darle empujones.

Entonces comenzó la primera lluvia de puñetazos. Una chica se desgañitó de tanto gritar. Hal sintió una satisfactoria vibración en el antebrazo cuando Je hundió los nudillos a alguien en la caja torácica. Un puño aterrizó en su mejilla. Enseguida se le puso como un tomate. Se tambaleó y consiguió mantenerse en pie al apoyarse en la gente que había detrás de él. Un hilillo de sangre empezó a manar de la comisura de su boca.

Entonces toda la clientela del Boya Vieja se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Los locales veían a un invasor (el pervertido que llevaba toda la tarde molestando a las chicas) atacando brutalmente a uno de sus amigos. Los reclutas del pelotón veían que habían rodeado a uno de sus camaradas para molerlo a palos.

Una manada de cuerpos se sumó a la lucha.

Jones se abrió paso entre la masa. Le cosieron los riñones a codazos. Empezó a repartir patadas. Le quisieron abrir la cara con una botella rota. La esquivó, se giró y redujo al atacante con una llave de kick boxing.

Alaridos. Sed de sangre. El disc-jockey subió al máximo el volumen de la música. Puñetazos y puntapiés por doquier. Golpes al azar. Poco a poco, la gente empezó a corear: Killboy.

Una chica se encaramó a la espalda de Jones y le mordió la oreja. El recluta gritó de dolor, agarró a la joven y la lanzó contra una columna. Vomitó mientras caía al suelo. Vio a Lawrence salir de la terraza tambaleándose. Alguien sacó un destellante cuchillo.

«¡Sargento!». Tras él alzaron una silla, que no consiguió enfocar demasiado bien. Jones estiró el brazo para detenerla, tarde. El respaldo de madera maciza se partió al impactarle en la frente. Lluvia de estrellas. Enseguida escampó.

Lawrence consiguió esquivar la cuchillada. En algún rincón de su cerebro se maquinó el contraataque perfecto; una especie de jugada de ajedrez que le permitiría desarmar y someter a su atacante con un solo dedo. O casi. Se carcajeó con júbilo al intentar decidir qué pose de luchador de kung-fu poner. Por desgracia, en ese instante alguien saltó a la pista de baile y se lanzó contra sus piernas para hacerle perder el equilibrio. Lawrence se golpeó contra la pared. «Ouch… ¡Eh, eso duele un huevo!». Se carcajeó otra vez. Entonces hizo una perentoria pausa para devolver. Una chica que había a cuatro patas a su lado gritó de asco cuando le regó su vestido rojo de minifalda. Le dio un vengativo puñetazo y se puso de pie. Lawrence le hizo un gesto con la mano e intentó disculparse. Sintió que debía hacerlo. La perdió de vista y volvió a vomitar. Hacía siglos que no se veía envuelto en una buena pelea de bar. Eso sí, la última vez había sido todavía más salvaje.

La policía, acompañada de dos pelotones de Cueros, llegó al Boya Vieja cuatro minutos después de que el propietario diera la alarma. Para entonces ya había gente peleándose incluso en la calle. Algunos se estaban dando de puñetazos en el agua, donde, según lo borrachos que estuvieran, se revolvían con más o menos frenesí.

—Deténganse de inmediato —ordenó el sargento mayor. Incluso a pesar de que el Cuero le amplificaba la voz, nadie le prestó atención. Una lluvia de botellas cayó sobre los Cueros.

Ambos pelotones se distribuyeron en semicírculo alrededor de la reyerta. El sargento mayor desenganchó uno de los voluminosos botes que llevaba en el cinturón y lo alzó inclinándolo levemente hacia el Boya Vieja. Se oyó un ruido sordo procedente de uno de los extremos. Se desplegó la red que contenía, una malla de finas hebras que refulgía como una nebulosa plateada mientras se iba desplegando en pleno vuelo para atrapar a los alborotadores. Las hebras se adhirieron tanto a su ropa como a su piel, inmovilizándolos. Nadie se dio cuenta. Entonces una descarga de varios miles de voltios se distribuyó por sus fibras. La gente empezó a gritar y a sufrir parálisis muscular. A muchos se les amorataron las extremidades y les salieron chispas de los dedos y del pelo. Entonces las moléculas conductoras de las hebras se disociaron y la descarga cesó.

Al principio ninguno de los electrocutados era capaz de articular palabra, no podían dejar de retorcerse. Segundos después empezaron a boquear en busca de aire fresco. Los miembros no dejaban de temblarles. A nadie le quedaban ganas de seguir peleándose. Los locales miraban atemorizados al grupo de Cueros recién llegados. Los reclutas que también habían quedado atrapados por la red sonrieron tímidamente y levantaron las manos.

—Gracias —dijo el sargento mayor con voz enérgica—. Quedan todos arrestados. Por favor, aguarden aquí. —Caminó hacia la puerta del bar. Dejó caer el bote ya vació de la red, que rodó con estrépito por el camino de piedra. Desenganchó otro bote del cinturón y se detuvo en la entrada—. ¡Todo el mundo quieto! —gritó. La nueva telaraña capturó a todos los que estaban dentro del Boya Vieja.

Cuando Lawrence se despertó sintió que apenas le quedaban unos segundos de vida. Le habían abierto la cabeza de tal manera que bien podría refugiarse en ella una manada de elefantes. Gimió débilmente y se retorció de dolor. Craso error. Sintió fuertes arcadas. Al llevarse las manos a la cara notó que de las comisuras de la boca le brotaban sendos hilillos de vómito.

—Oh… los huevos de Cristo.

La luz era taladradoramente brillante y le quemaba hasta el último rincón de su cerebro licuado. Más que gemir, lloró cuando abrió los ojos al mundo. Aunque tampoco es que pudiera abrirlos mucho.

Lo habían dejado tirado en el puto infierno. Estaba tumbado sobre el suelo de finas baldosas grises de lo que parecía una demasiado iluminada sala de espera de un aeropuerto. Había largas filas de sillas de plástico rojo atornilladas al suelo. Como él, había gente tirada de cualquier manera por todas partes. Algunos estaban heridos y se presionaban sobre los cortes o los ojos con vendas que no tardaban en teñirse de color rojo. Había chicas vestidas con ropa ceñida apoyadas las unas contra las otras; unas estaban dormidas y otras tenían la mirada perdida en el infinito. Otros dormían tirados en el suelo. Al menos parecía que estaban dormidos, ninguno parecía realizar el menor movimiento. Varios Cueros montaban guardia alrededor de todo el lugar, como majestuosas y silentes gárgolas. En ese momento Lawrence lo recordó todo. La reyerta. Sólo era la sala de espera de un hospital, entonces. Todavía no había caído a los infiernos.

Muy poco a poco, se echó sobre un costado y se fue incorporando. Todo el dolor se concentró en el mismo lado de la cabeza. Hizo una mueca y se llevó la mano a ese punto. Tenía un abultado y sensible chichón justo detrás de la oreja izquierda. Amersy estaba sentado en una de las sillas rojas contiguas. Se le había puesto gris la mejilla blanca; tenía ambos ojos inyectados en sangre. Se estaba apretando la frente con una bolsa de hielo. Le temblaban los hombros.

Lewis, Odel, Karl y Dennis estaban en las sillas más cercanas; Odel llevaba la mano derecha enfundada en una vaina azul de primeros auxilios, a Karl le habían roto la nariz y tenía los labios y la barbilla cubiertos de sangre. Edmond estaba tirado en el suelo, acurrucado a los pies de Karl.

—Oh, mierda —tosió Lawrence—. ¿Qué…?

—Nos enredaron —masculló Lewis—. El dueño llamó a los polis.

—Ah, estupendo. —Se detuvo para coger más aire—. ¿Está todo el mundo bien?

—Claro. Les estábamos dando bien por el culo hasta que llegó el séptimo de caballería y cargó contra todos. Joder. Hostias, ¿de qué lado están?

Lawrence no le iba responder a esa pregunta.

—¿Cuál es nuestro estado?

—El niñato está con el doctor ahora. —Amersy señaló con el pulgar a las cortinas del fondo de la sala—. Nada grave, al menos ningún hueso roto. Además no podemos irnos hasta que los médicos nos examinen a todos.

—Genial. —Miró a su alrededor para ver si tenía a su alcance alguna almohada sobre la que poder apoyar la cabeza—. ¿Dónde está Jones?

—Sabe Dios.

—Buena señal. Ya volverá. —El esfuerzo que suponía hablar y pensar resultaba extenuante—. Avisadme cuando me toque. —Volvió a apoyar la cabeza sobre las baldosas.

La enfermera parecía de lo más comprensiva. Lawrence no podía determinar cuánto tiempo había transcurrido cuando lo llamaron a una cortina para reconocerlo y limpiarlo. Supuso que el día acababa de empezar.

Cuando la enfermera le examinó el chichón, el SA médico informó de que no había sufrido conmoción cerebral.

—Pero cuando uno de los doctores humanos quede libre, lo llamaré para que analice la imagen —le dijo—. Sólo para asegurarnos.

—Gracias.

—Sólo será un momento. Ahora mismo están muy ocupados —le ayudó a colocarse sobre un costado y le sacó la mugrienta camiseta por la cabeza.

—Lo siento.

—No importa. No lo empezaste tú, ¿o sí?

—No, pero debí haberme dado cuenta de que ocurriría.

La enfermera empezó a frotarle el chichón con una especie de desinfectante helado. Lawrence gruñó al sentir aquella sustancia sobre la piel.

—Cualquier idiota lo habría adivinado.

—Entonces yo soy el más idiota, se supone que estoy al cargo.

—Al cargo, ¿eh? —Le presionó la herida con una gasa para enjugar el exceso de líquido.

—Sí, ya sé. Oye, no tendrás algo para el dolor de cabeza, ¿no?

—¿Dolor de cabeza o resaca?

—Ambos. Parece que están jugando un partido con mi cerebro.

—No me extraña. Aguanta aquí. —Le cogió la mano y se la llevó hasta la gasa. Lawrence no podía mirar más arriba de los zapatos a la enfermera mientras ésta caminaba hacia la vitrina que había junto a una pared.

—¿Ha habido algún herido grave? —le preguntó.

—¿De qué bando?

—De ambos.

—Tres puñaladas profundas. Cirugía estética de callejón, a una chica le han rajado la cara…

—Oh, mierda.

— …varios huesos rotos. Y ese arma de electrocución que utilizáis ha provocado que muchos todavía sufran espasmos. Eso sí, no ha muerto nadie. Supongo que debemos agradeceros ese pequeño favor. —Le tendió un par de cápsulas púrpuras y un vaso de agua—. Tómate esto.

Se las tragó sin preguntar. Hasta entonces no se dio cuenta de lo confiado que había sido. La política de Seguridad Estratégica era muy estricta en lo que a aceptar los medicamentos de los médicos se refería, sobre todo cuando no era cuestión de vida o muerte.

La cortina se plegó de golpe y el capitán Bryant irrumpió en el cubículo. Llevaba el traje completo; la tela malva claro indicaba que se sentía colérico.

—Así que está aquí, Newton.

—Disculpe —dijo la enfermera—. Estoy atendiendo a este hombre.

—Ya se siente mucho mejor. —Bryant sostuvo la cortina para indicarle a la enfermera que se esfumara—. Ya es suficiente.

La enfermera le miró con desprecio y salió.

—¿Le importaría explicarme lo ocurrido, Sargento?

—¿Señor?

—¿Qué cojones ha pasado esta noche? Les dejo salir a tomarse una cerveza tranquila y lo siguiente que llega de ustedes a mis oídos es que han vuelto a montar la de Santa Chico.

—Se produjo una riña. Sobre una chica, creo. Todo empezó ahí.

—Entonces no debería haber empezado. Por el puto amor de Dios, se supone que su cometido es evitar este tipo de altercados.

—Lo cierto es que yo no me encontraba presente, señor. De lo contrario hubiera intervenido.

—Usted tendría que estar en todas partes. Es su sargento. Dependo de usted para mantener el orden.

—Estábamos fuera de servicio.

—Ni se le ocurra venirme con ésas. Su trabajo va mucho más allá de los deberes oficiales, lo sabe muy bien. Y si no, no debería lucir esos galones.

—Señor —gruñó Lawrence con toda la rabia de que fue capaz. De no haberse sentido tan débil, no hubiera dudado en mandarle a la mierda y partirle la cara.

—A ver, ¿dónde está Jones?

—¿Señor?

—Jones Johnson. ¿Se acuerda?

—Pensé que había regresado al cuartel.

—No se ha presentado y la policía no lo apresó junto con los demás. ¿Dónde está?

—No lo sé, señor. ¿Ha preguntado en el registro del hospital?

—Por supuesto que sí.

Lawrence se frotó los ojos. Las cápsulas parecían ir surtiendo efecto, al menos se le estaban pasando las náuseas. Pero se sentía agotado.

—Oficialmente no tiene que fichar hasta las seis en punto, señor.

—No se haga el listo conmigo, sargento, no le han inflado lo bastante el coeficiente intelectual. Jones es el único que falta y está bajo mis órdenes. ¿Se hace una idea de en qué mal lugar me deja a mí? Después de esta absoluta debacle, no quiero más tonterías. ¿Entendido?

—Lo que quiero decir, señor, es que si se marchó del lugar antes de que apareciera la policía, lo más probable es que ande por ahí con alguna chica.

—Más le vale. Quiero que coja a lo que queda de su pelotón y que regresen al cuartel ipso facto. Se les doblarán las tareas del cuartel y tendrán que pagar todos los desperfectos del Boya Vieja. Además en su informe incluiré una queja oficial. Ahora póngase en marcha, Newton.

El capitán salió dando grandes zancadas y volvió a correr la cortina de mala gana.

Lawrence le hizo un corte de mangas y gimió de dolor mientras se iba dejando caer con el máximo cuidado sobre la camilla de reconocimiento.

Jones Johnson sintió un insoportable dolor en las muñecas y en la espalda al despertarse. A pesar de ello, estaba aterido de frío.

No era de extrañar. Estaba desnudo y tenía las muñecas apresadas por lo que parecía una especie de esposas que colgaban de un marco oval. Los tobillos también los tenía bien sujetos contra la base del mismo marco. No había nada más en toda la sala. Sólo una sencilla puerta de madera que quedaba a su izquierda. Las paredes eran de cemento enjalbegado y el suelo alguna suerte de esponjosa estera negra.

Tiró de las esposas por instinto. Quienquiera que haya fabricado este marco sabía lo que se hacía. Su libertad de movimiento era muy limitada.

Lo peor era que no podía recordar cómo había llegado hasta allí. En el Boya Vieja había estallado una pelea multitudinaria. Recordaba el destello de la hoja de un puñal. ¿No había visto también una silla?

«¿Qué coño pasó después de aquello?».

El breve forcejeo con las esposas le dejó extenuado. Entonces sintió que la frente le latía con intensidad y supo que le habían dado un fuerte golpe.

—¡Eh! —gritó—. ¿No me oís? ¿No hay nadie? Eh.

Se quedó un rato mirando a la puerta esperando a que entrara alguien a ver qué era aquel alboroto. Nada.

Será un burdel, pensó, un garito de sadomasoquistas, nada más. Perdí el conocimiento y esos cretinos de Karl y Lewis pagaron para que me trajeran aquí. En cualquier momento aparecerá alguna dominátrix que empezará a azotarme en el culo con una vara. Cabrones.

—Eh, vamos, colegas, esto ya no tiene ninguna gracia.

Siguió sin suceder nada. No se oía el murmullo de fondo del tráfico, no se escuchaba voz alguna. Hijos de puta.

Además tenía que mear. ¡Joder!

Nadie hubiera creído que en Memu Bay había una casa de putas especializad en semejantes desviaciones. Dejó de pensar en eso.

Un poco más tarde se abrió la puerta.

—¡Joder, ya era hora! —gritó Jones—. ¡Venga, sacadme de aquí!

Entonces apareció un hombre ataviado con un mono azul marino. No le prestó la menor atención. Llevaba un gran contenedor de cristal, muy pesado al parecer, que posó en el suelo, junto a los pies apresados de Jones.

—¡Eh! Eh, tú —exclamó Jones—. ¿Qué coño estás haciendo? Eh, di algo. Háblame.

El hombre se dio media vuelta y salió de la sala.

Jones se revolvió todo lo que pudo. Fue inútil, las esposas no cedieron en absoluto. Pero no había cerrado la puerta.

—Escucha, lo que te hayan pagado, lo doblo.

El hombre volvió a entrar, cargado con un contenedor de cristal idéntico al primero.

Jones notó que estaba sudando. El corazón le latía de una manera que alertaba a su subconsciente de que las cosas no iban nada bien. Pero no podía admitirlo porque ello hubiera sido como dejar que los nervios y el pánico se apoderaran de él.

—Por favor —preguntó—. ¿De qué va todo esto?

Pero el hombre había vuelto a desaparecer. No quería reconocerlo. No podía ser. Killboy no. Que no se trataba de una broma que Karl y Lewis hubieran planeado estando borrachos. Que había sido el mayor imbécil del universo al dejarse atrapar por un grupo de fanáticos de la resistencia.

—Pero si yo no sé nada —susurró—. No sé nada.

La época de las torturas había quedado atrás hacía siglos. Muchos, muchos siglos. Ahora se aplicaban un montón de drogas y técnicas distintas, disponibles para los modernos cuerpos policiales y de seguridad mejor equipados y financiados. ¿Es que no las conocían en Thallspring? ¿En la subdesarrollada y primitiva Thallspring?

Se quiso convencer a sí mismo de que daba igual porque Z-B estaría poniendo la ciudad patas arriba para encontrarlo. El Sargento no dejaría que se detuvieran. Cuidaba de sus hombres. El bueno del Sargento. En cualquier momento el pelotón reventaría los goznes de la puerta y entraría como una apisonadora para rescatarlo.

El hombre mudo volvió a entrar con un tercer contenedor. Esta vez trajo además un tubo de plástico transparente enrollado que colocó alrededor del cuello corto del contenedor. Jones se quedó mirándolo y su rabia empezó a teñirse además de amargura y resentimiento. El instrumental debía de ser para aplicarle un enema. Lo iban a violar. Seguramente entre varios. Para darle su merecido, para partirlo en dos.

Apretó los puños y tiró con desesperación.

—Dios, no. No. No.

Las lágrimas estuvieron a punto de saltársele y humedecer su retorcido rostro.

—¿Por qué yo? ¿Por qué me habéis elegido a mí? No es justo. No es justo.

El hombre desapareció de nuevo y en esta ocasión sí cerró la puerta. Jones sollozó, liberando la tensión de su cuerpo, que dejó colgando dolorido del marco.

—Por favor —dijo en medio de la habitación vacía—. No soy nadie. No soy importante. Esto no es necesario. Por favor.

Después empezó a lloriquear. Hundido y patético. El adiestramiento antiinterrogación de la Tierra había consistido en mantener la entereza. En cómo soportar el cansancio y la presión, en que no te descubrieran al mentir. Mera instrucción. No era la realidad. Todo es muy distinto cuando te atrapa una banda de terroristas sicóticos que te desnudan y te atan como si fueran a crucificarte. Cuando te sientes tan vulnerable que le venderías tu alma al diablo, en el que tanto necesitas creer ahora. Porque no existe otra salida.

¿Dónde están? Maldita sea, ¿dónde está el pelotón?

—Cada uno es importante a su manera, señor Johnson.

Jones levantó la cabeza al instante. Había una chica preciosa en medio de la sala; cualquier hombre se enamoraría de su estrecha cara aplanada, enmarcada por su espesa cabellera morena. Se movía con gracilidad mientras daba vueltas a su alrededor para examinarlo desde todas las perspectivas posibles. No dejaba de tocarse el anillo de oro que llevaba en el dedo índice.

—Por favor —rogó Jones—. Déjeme marchar.

—No —dijo la chica de un devastador y terminante modo.

—¡Por qué! ¡Qué sois!

—En esta fase de nuestra misión, supongo que podría considerarme una anarquista revolucionaria. Mío es el deber de sembrar el caos y la agitación por toda Memu Bay.

—¿Cómo? —farfulló Jones.

La joven sonrió de manera inapreciable y dio un paso hacia él. A Jones le pareció que la situación empezaba a cobrar un carácter demasiado sexual. Entonces la chica cogió el tubo. Introdujo con cuidado un extremo en la parte superior de uno de los contenedores. Después empezó a desenrollar el resto.

—Por favor, no —rogó—. Dios, por favor.

—Apenas sentirá dolor —le consoló la chica—. No soy ninguna sádica, señor Johnson.

Jones apretó las nalgas instintivamente.

—Le diré todo lo que quiera saber. Pero… no lo haga.

—Lo siento. No lo hemos traído para interrogarlo. Ya sé mucho más sobre el universo de lo que usted jamás soñó que pudiera existir.

Jones la miró y se alarmó al darse cuenta de que no era una revolucionaria, sino que simplemente estaba loca. No le hubiera extrañado que fuera de esa clase de posesos que salen a bailar a la luz de la luna con la mirada perdida. Que un ser tan hermoso tuviera un alma tan demente era uno de los crímenes más nefastos que el universo podía cometer.

—Morirá gente —gimió Jones—. Su gente, ésa por la que se supone que lucha. ¿Es eso lo que quiere?

—No va a morir nadie. Zantiu-Braun nunca averiguará si usted ha muerto o no. El dilema les corroerá la conciencia. Ése es mi objetivo.

La joven colocó el otro extremo del tubo junto al cuello del prisionero. Jones comprobó horrorizado que el cabo tenía la misma forma que las boquillas circulatorias de los Cueros. Se ajustó a la perfección en la válvula de la carótida.

—No le servirá de nada —protestó Jones con voz ronca—. Si me quiere muerto, tendrá que hacerlo por las malas. ¡No es tan fácil, zorra!

—Adiós, señor Johnson. —Miró su anillo.

Jones se carcajeó en su cara. Aquella furcia de mierda no sabía que las válvulas estaban protegidas mediante e-alfa. Su risa fue dando paso poco a poco a un grito agónico cuando vio su preciosa sangre correr por el tubo hasta derramarse dentro del contenedor.

Jones vio estremecerse a la joven. Sus ojos llorosos delataban la vergüenza que sentía.

—Debe saber —le anunció la chica— que su esencia se elevará y florecerá en un mundo libre de dolor. Se lo prometo. —Dicho esto, se dio media vuelta y desapareció.

Jones la mandó al infierno y la maldijo de todas las maneras posibles. Gritó. Suplicó. Lloró.

Su sangre continuaba fluyendo por el tubo.

Resiste, pensó. Los muchachos aparecerán de un momento a otro. No pierdas el conocimiento. Me rescatarán. Mis amigos. Todavía queda tiempo. Siempre queda tiempo.

El primer contenedor se llenó. La sangre seguía corriendo por el tubo mientras su corazón continuaba latiendo sin perder la esperanza.

Poco a poco el mundo se fue convirtiendo en una postal en blanco y negro cada vez más desvaída.