Capítulo 12

Ebrey Zhang decidió restringir las libertades del personal de Z-B que saliera del cuartel después de las ocho de la tarde. La gota que colmó el vaso fue otra pelea en un club nocturno de un puerto deportivo, donde apuñalaron a un recluta infligiéndole graves heridas. Sabía que nadie lo iba a ver con buenos ojos y que bajaría la moral de sus hombres. Pero no le quedaba elección. Daba igual que vigilara a los pelotones (su primer dictado fue que tenían que ir acompañados por sus suboficiales cada vez que salían), siempre se producía algún tipo de altercado que daba como resultado heridos, daños a la propiedad y un empeoramiento de la relación con los habitantes de Memu Bay, si bien era el primero en admitir que las cosas podían ponerse mucho más feas.

Por lo tanto convocó una reunión de personal y anunció su decisión. Como era de esperar, los oficiales no estuvieron de acuerdo. Ebrey dijo que lo comprendía y que como compensación aumentaría la cantidad de bebida disponible en los bares de los hoteles que habían convertido en cuarteles. Sin embargo, ahora los pelotones que patrullaran la ciudad por la noche tenían la orden de arrestar a todos los miembros de Z-B que se encontraran por la calle.

A Hal Grabowski la noticia le sentó como un jarro de agua fría. Bastante mal lo pasaba ya en Memu Bay los pocos días que se le permitía salir a desfogarse. Pero aquello era el fin del mundo. De nada le servía que en el bar de hotel pudieran ponerle más cerveza. Hal nunca había sido de los que beben hasta perder el conocimiento todas las noches y sin duda el que ahora se sirviera más bebida no compensaba por quedarse encerrados. Odiaba permanecer todo el tiempo en el mismo lugar con la misma gente, quejándose de las mismas cosas y comiendo lo mismo todos los putos días. Aquel cuartel era peor que una cárcel.

Hubiera podido soportarlo si no le hubieran arrebatado la oportunidad de conseguir lo que faltaba en su vida. Lo que más deseaba, tal como le confesaba a todo el que le escuchara, era follar. Quería follarse todo lo que se moviera. Su existencia se había convertido en la más cruel tortura. Todos los días, cuando salía a patrullar, veía que las calles estaban repletas de chicas semidesnudas que paseaban bajo el sol abrasador. Reían, sonreían y se lo pasaban bien delante de él. Se suponía que no podía decirles nada; el Cuero le impedía incluso sonreírles con la esperanza de que le devolvieran el gesto. Le habían despojado de la última oportunidad de conocer a una chica.

El sargento comprendía su situación pero le dijo que no podía hacer excepciones con nadie y que lo sentía.

Hal creía que le iba a explotar la cabeza, aunque no antes que los huevos. Le daban igual las órdenes, no significaban nada. Era obvio que debía ignorarlas. El problema era cómo.

Tuvo que esperar hasta las once en punto, hora en que cerraron la cocina del hotel y los empleados se fueron a casa. Un recluta del pelotón de Wagner, un muchacho de su misma edad y que sufría el mismo problema, le habló de una ruta de fuga. En la cocina había una puerta que daba a un pequeño patio trasero. Sólo había un sensor de seguridad para cubrir toda la zona, un rastreador de movimiento conectado directamente con el SA. Aquella tarde Hal, armado con los códigos que le había facilitado el otro recluta, se pasó media hora trucando el programa de administración del sensor. No desconectó la pequeña unidad, lo cual hubiera puesto en peligro la vida de todos, sino que alteró la rutina de diagnóstico de forma que se repitiera doscientas veces en lugar de una; el rastreo, que en circunstancias normales duraba tres segundos, ahora duraba unos tres minutos, de manera que el sensor quedaba inactivo mientras la circuitería de apoyo era analizada. El diagnóstico se ejecutaba automáticamente doce minutos después de cada cambio de hora. La modificación que había realizado Hal sólo funcionaría durante aquella noche, de modo que pasadas las tres de la mañana se restablecerían los valores iniciales del programa.

Ya no quedaba nadie en la cocina. Pasó entre las amplias mesas de acero inoxidable y esperó junto a la puerta trasera hasta que la función de reloj de su perla de brazalete indicó que eran las once y doce. Abrió la puerta y salió. No saltó ninguna alarma. El patio medía tres metros por quince; se utilizaba como almacén, así que había cajas y barriles de cerveza vacíos apilados junto a las paredes esperando a que se los llevaran. Hal corrió hasta el fondo y trepó por las cajas para asomarse por encima del muro. No había moros en la costa. Se encaramó al muro y saltó al callejón del otro lado.

La suerte estaba de su lado. Había un taxi aparcado a veinte metros del callejón. El taxista estaba leyendo algo en su tarjeta multimedia pero la luz amarilla de «Libre» estaba encendida. Hal abrió la puerta trasera y se montó.

El taxista levantó la cabeza y miró al cliente por el retrovisor.

—¿Adónde, señor?

—Al puerto deportivo. —Hal se subió el cuello de la camisa para taparse las válvulas.

—Muy bien. —El taxista le dio una orden al SA del vehículo y se pusieron en marcha. Llevaba las manos apoyadas sobre el volante pero dejaba que fuera el SA el que condujera.

—Oiga, er… ¿se conoce bien la ciudad, eh? —dijo Hal.

—Claro. Como que nací aquí. Una vez fui a Durrell. No me gustó.

—Yo hace mucho que no salgo, desde que llegué aquí. Quiero decir, acompañado, ya me entiende. No he podido conocer mucha gente. ¿Entiende a qué me refiero, amigo?

—Supongo. Si quiere conocer gente, el puerto deportivo es el lugar perfecto.

—Estupendo. Pero quiero conocer alguna chica. Quiero ir a un lugar donde tenga alguna chica garantizada. ¿En qué sitio un tipo con los bolsillos cargados de dinero como yo puede tener una chica asegurada?

El taxista le sonrió por el espejo.

—Oiga, amigo, relájese. Todos somos humanos. Conozco un burdel donde le atenderán muy bien. —Desconectó el SA y empezó a conducir manualmente.

El prostíbulo, un enorme edificio de tres plantas separado de la acera por el estrecho jardín de la entrada, estaba en uno de los mejores barrios residenciales de Memu Bay. Hal abrió la puerta de la verja de hierro y miró al taxista, que le hizo una señal con el pulgar hacia arriba antes de marcharse. No había nadie más en la calle.

—Joder —bufó Hal. Subió los tres escalones que subían hasta la reluciente puerta negra de la entrada y pulsó el timbre metálico.

Le abrió una mujer de mediana edad ataviada con un reluciente vestido rojo de fiesta. Llevaba demasiado maquillaje encima para parecer una madame respetable. Por lo menos el taxista no lo había engañado. Hal sonrió.

—Buenas noches, señora.

La mujer frunció los labios y lo miró de arriba abajo. Su mirada se posó en las válvulas que ahora sí asomaban por el cuello de la camisa.

—¿Puedo ayudarle?

—Espero que sí. Busco un poco de compañía.

La mujer miró a ambos lados de la calle.

—¿Están grabando esto, oficial?

—Estoy fuera de servicio y lo que menos me conviene ahora es que me vean aquí.

—Muy bien. —La mujer le indicó que entrara—. Entiéndame, debemos andarnos con cuidado.

—Sí, señora. En mi ciudad ocurre lo mismo. —El suelo del vestíbulo era de mármol y el techo era alto. Una gran araña de luces de gran intensidad colgaba de una larga cadena metálica. Hubiera pasado por una casa normal de no ser por las vaporosas telas blancas que lo cubrían casi todo y daban un extraño aspecto coqueto al interior. Al fondo del vestíbulo había una amplia escalera que subía hasta un rellano que daba la vuelta a toda la primera planta. Vio a dos chicas vestidas con unos sencillos trajes de algodón blanco de escote anudado mirándolo desde la barandilla. Una de ellas le guiñó un ojo. Hal tuvo que contenerse para no ponerse a aullar. Aquél era el lugar perfecto. Tenía clase.

—Hmm… —La madame se pasó la lengua por sus labios de color lavanda—. Es el primer alienígena que nos hace una visita.

Por un momento Hal se angustió al pensar que sería aquella mujer quien se encargaría de él. Tampoco era que le desagradara pero buscaba a alguien más joven. Sonrió con picardía.

—Puede que sea un alienígena pero le aseguro que soy compatible, señora.

—Antes de continuar, me temo que debemos hablar de dinero, que también debe ser compatible. —Le dijo una cifra que le hizo dudar. Zorras, sabían que estaba desesperado… aunque todo el que venía a esta casa lo estaba. Ante la mirada férrea de la mujer, Hal sacó un fajo de billetes y le entregó más de la mitad.

—¿Desea que la niña que elija le haga algo en concreto? —preguntó la madame—. Compréndalo, podemos ofrecerle todo cuanto pida, pero se me debe comunicar de antemano. Así evitaremos sorpresas y sustos.

—No, lo clásico, ya sabe. Nada extraño.

—Entiendo. Y es usted todo un mozalbete. Un hombre muy viril.

—Er… me cuido y todo eso.

La mujer arqueó una ceja con aire sugestivo.

—Ya lo veo. Algunas de mis niñas están preparadas para vérselas con usted. Aunque no todas, claro.

Hal era consciente de su estúpida sonrisa. Le daba igual, ya se le estaba poniendo dura.

—Micha, quizá —ponderó la madame—. Aunque tiene mucha experiencia. Quizá eso no le atraiga a usted.

—Me conformo con cualquiera que sepa lo que se hace.

—Quizá… —La madame se llevó la yema del índice a los labios, como si el de Hal fuera un caso atípico—. Sí, creo que Avril es perfecta para usted. Es muy joven, lo que siempre es excitante, ¿verdad?

—Oh, sí. —Tuvo que reprimir un nuevo grito.

—Muy bien. Por aquí. —La madame le hizo una seña para que lo siguiera y empezó a subir las escaleras. Hal no se separó de ella ni medio metro. Las dos chicas que lo habían estado observando desde la barandilla le hicieron pucheros cuando paso por su lado.

La madame abrió una de las puertas que había a lo largo del rellano. Cuando Hal vio a la chica que lo esperaba estuvo a punto de apartar de un empujón a la madame para echar a correr hacia ella. Le costaba creer que aquel ángel que estaba de pie junto a la cama fuera real. Lo más probable era que allí de donde él venía fuera ilegal. Avril era esbelta, tenía la tez morena y una melena castaña que le llegaba hasta los hombros y enmarcaba una coqueta sonrisa. Llevaba unos pantalones muy cortos de deporte y un top de licra tan ajustado que resaltaba sus respingones y pequeños pechos y hacía sobresalir sus pezones.

—Santo Dios… —murmuró Hal para sí.

La madame le hizo una leve reverencia.

—Hasta luego. —Cerró la puerta.

Hal se quedó paralizado unos momentos contemplando a Avril y poniéndose cada vez más cachondo, hasta que por fin volvió en sí y caminó hacia ella con paso decidido.

Todo comenzó con un informe de persona desaparecida. Gemma Tivon esperó durante tres horas después de la hora de llegada usual del turno de noche de su marido antes de intentar establecer un vínculo con la perla de brazalete del mismo para preguntar adonde había ido. No obtuvo ninguna respuesta; el SA de administración de comunicaciones del banco de datos le informó de que ni siquiera había vínculos en espera con su brazalete. Estaba apagado. Pero él nunca lo desconectaba.

Gemma llamó al puerto espacial y preguntó si Dudley había decidido quedarse a hacer horas extras en el último momento. El supervisor del departamento le dijo que no y después ordenó a seguridad que echaran un vistazo en el aparcamiento y en la cabina de la entrada. El coche de Dudley no estaba en el aparcamiento y en el registro de la cabina constaba que había salido aquella mañana a las seis menos siete, un poco antes de lo normal.

Como los empleados del puerto espacial eran muy concienzudos, en seguida llamaron a la policía y enviaron a alguien a hablar con Gemma Tivon. La policía accedió al SA regulador de tráfico local y se sirvió de su registro para revisar la ruta que había realizado el coche de Dudley después de salir del puerto espacial. Como cada día, había tomado la autopista que llevaba a la ciudad, pero después hizo algo raro; se había metido por la carretera de circunvalación de Durrell para continuar en dirección este y coger tres desvíos más. Después se metió en una carretera secundaria que al poco cambió por un camino no monitorizado que atravesaba un bosque. No se había registrado que el coche hubiera abandonado el bosque por ninguna de las carreteras cercanas.

El puerto espacial insistió a la policía para que mandara un par de coches patrulla al bosque y envió un helicóptero de observación. Al cabo de dos horas encontraron el coche de Dudley al pie de un altísimo pino. Habían rociado el interior con un líquido inflamable y habían prendido fuego al vehículo. Enviaron un equipo de forenses a la zona de inmediato, junto con tres coches patrulla más.

El SA de Zantiu-Braun que monitorizaba la actividad policial de la capital se mantuvo alerta debido a las extrañas circunstancias del incidente. El SA de la Agencia de Inteligencia de la Tercera Flota también se mostró interesada, pero por distintos motivos: Dudley Tivon estaba relacionado con los vuelos espaciales y a Gemma le habían colocado un collar de buena fe.

Cinco minutos después de que el oficial del coche patrulla informara de que habían encontrado el vehículo y de que lo habían incendiado intencionadamente, el paquete de datos con la información más importante del caso llegó al IND de Simon Roderick por medio de su SA personal.

—Apenas si hay pistas, por desgracia —dijo cuando Qwan y Raines entraron en su despacho—. Ya han pasado unas cuatro horas desde que quemaran y abandonaran el coche.

—Podemos enviar algunos de nuestros helicópteros al bosque para colaborar en la búsqueda —sugirió Quan.

—No —dijo Simon con firmeza—. No vamos a hacer nada. No quiero desviar la atención de nuestras prioridades. Si la policía nos pide ayuda ya se la daremos a través de los canales pertinentes. En cualquier caso, encontrar el cadáver del pobre Tivon servirá de poco.

—Los forenses podrían darnos información.

—Lo dudo. De hecho ni siquiera creo que encontremos el cuerpo nunca. Si nuestros oponentes son un poco listos, y por lo que sé lo son, y mucho, ni siquiera habrán dejado al muerto en ese bosque. Además, no me interesa cómo murió, sino por qué.

—Les había dado lo que buscaban y ya no les hacía más falta —propuso Rains—. O introdujo algo en el puerto espacial por ellos, una bomba, por ejemplo, y creyó que le recompensarían.

—Demasiado burdo para ellos —dijo Simon—. En cualquier caso, no debemos olvidarnos de su mujer, Gemma. Dudley no iba a mezclarse en nada que pusiera en peligro la vida de su mujer. No, a mí me parece que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. —Miró a los dos operarios de inteligencia—. Hagan un resumen de las actividades que ha ejecutado a lo largo de la semana. Accedan a los registros de todos los sensores del banco de datos, empiecen desde anoche y continúen hacia atrás. Cuando vengan a verme, quiero poder ver lo que ha hecho cada día, minuto a minuto. Después establezcan un vínculo seguro con la Koribu y obtengan toda la información posible de los datos que recogió anoche el escáner aéreo.

Les llevó otras cinco horas pero cuando entraron en el despacho de Simon no podían dejar de sonreír.

—Lo hemos encontrado —anunció Quan con el tono de orgullosa seguridad del subordinado que lleva buenas nuevas a su superior—. Asesinaron a Dudley, pero eso no es todo. —Su IND enrutó el primer conjunto de archivos a la enorme pantalla que había montada en la pared de enfrente del escritorio de Simon. Apareció una imagen dividida. A la izquierda se veía lo que había grabado una cámara que vigilaba la plataforma de estacionamiento del avión espacial. A la derecha aparecían las capturas que el escáner aéreo había hecho del mismo lugar.

Simon se reclinó en el respaldo del asiento y vio un hombre bajar por las escaleras del Xianti 5005 justo cuando Dudley Tivon salía del hangar de mantenimiento. En la imagen de la izquierda, Dudley caminaba por la plataforma de estacionamiento y se mentía en otro hangar. En la captura de la derecha, los dos hombres se encontraban y a los pocos segundos Dudley caía muerto.

—No sé cómo lo han hecho, —dijo Braddock Raines con admiración—, pero no han dejado ni rastro de software subversivo en toda la red del puerto espacial. Incluso envié allí a uno de nuestros hombres para que extrajera los circuitos de memoria de las cámaras de la plataforma para que pudiéramos examinarlos. Nada. Ahora sabemos que pueden manejar esa red a su antojo. Utilicen lo que utilicen, es impresionante.

—¿La memoria de esa cámara está protegida por e-alfa? —preguntó Simon con sequedad.

—No, pero sí mediante una encriptación excelente. Sin embargo, la copia de seguridad de la memoria que hay en el SA está dentro de una fortaleza del e-alfa —le informó Raines—. Pero creemos que la subversión la sufrió la propia cámara, al menos su conexión a la red. Tienen que tener su propio SA en red para generar las imágenes falsas en tiempo real. El proceso en sí es admirable. Intervinieron cuatro cámaras, que sepamos, lo cual exige un gran ancho de banda. Nuestro SA debería haber detectado todo el tráfico subversivo que se estaba moviendo por la red del puerto espacial. El hecho de que no fuera así es muy interesante.

—¿Quiere decir que pueden anular el e-alfa?

Raines, que no quería comprometerse, torció la cara.

—Es posible conseguir algo así sin reventar las fortalezas del e-alfa. Pero es muy complicado. Por supuesto, subvertir el e-alfa también lo es. Si no son capaces de hacerlo, entonces tampoco son tan peligrosos para nosotros. El hecho de que aquel tipo se colara en el avión espacial es prueba de ello. —Ejecutó un archivo previo del escáner espacial que mostraba al intruso caminando por la plataforma de estacionamiento y subiendo por la escalera—. No se ha registrado ninguna entrada durante la noche —comentó Raines cuando el hombre se acercó al descomunal avión triangular—. Como se puede observar, cuando llega a la escalera no necesita forzar el cierre de seguridad. El software ya estaba preparado para reconocerlo.

—Supongo que también han elaborado un informe de lo que ha hecho a lo largo de la semana —dijo Simon.

Los dos operarios de inteligencia se miraron con gesto preocupado.

—Lo hemos intentado. Pero no hemos podido determinar cuándo entró al hangar de mantenimiento y mucho menos al puerto espacial. Los únicos datos de los que nos podemos fiar son los de los sensores del escáner aéreo, lo que no nos permitir establecer un perfil muy detallado.

Simon farfulló unos cuantos improperios. A lo largo de los últimos años había reclamado en incontables ocasiones que se aumentara la capacidad de vigilancia de los satélites durante las campañas de captación de bienes. Tal reclamación nunca pasó de la fase de propuesta. Para ser honesto consigo mismo, ni siquiera él podía justificar el gasto de semejante intensificación de la protección. Estaba muy acostumbrado a tener disponible ese recurso. Pero la Tierra, con sus enjambres de satélites de órbita baja, era un caso único. Aquí, lo mejor que Z-B podía ofrecer a las fuerzas de Seguridad Estratégica eran satélites suficientes para garantizar una vigilancia constante de los puntos críticos, es decir, el puerto espacial y el cuartel general de la capital. Los sistemas de vigilancia de tierra reforzaban la función de los satélites, aunque tampoco mucho. Cada vez que miraba al borroso rostro del intruso, se alegraba de que la flotilla del escáner aéreo hubiera pasado desapercibida para la resistencia. Hasta el momento era su única ventaja.

—Habrán rastreado al coche de Tivon saliendo del puerto espacial.

—Sí —dijo Raines, feliz por poder comunicarle más buenas noticias. Proyectó los archivos necesarios en la pantalla. El escáner aéreo había captado un pequeño robot de carga avanzando por el aparcamiento vacío a las cinco en punto. El intruso se acercaba al coche de Tivon desde la dirección opuesta. Llegaron al vehículo al mismo tiempo. El intruso abrió el maletero y el robot depositó en él una caja sellada antes de continuar su ruta. Todo ocurrió en cinco segundos. El robot apenas se detuvo.

Simon vio cómo el intruso cerraba el maletero y se montaba en el coche.

—Esperó durante cuarenta minutos antes de marcharse —dijo Raines con cautela—. Si hubiera salido a las cinco, hubiera llamado la atención. De modo que decidió esperar a que diera la hora a la que Tivon solía marcharse. Eso sí que es sangre fría.

Simon no despegó la vista de la pantalla.

—¿Perfil del coche?

—Salió del radio de vigilancia del escáner aéreo a doce kilómetros del puerto espacial. Siguió conduciendo por la autopista sin detenerse.

—¿Han conseguido imágenes de su rostro?

—Más bien no. Evitaba levantar la cabeza; supongo que estaría al tanto de todos nuestros métodos de vigilancia. —En la pantalla apareció un fotograma que mostraba al intruso en el aparcamiento levantando un poco la cabeza para examinar algo que era un poco más alto que él. La imagen se expandió y dio lugar a un mosaico de píxeles tan grandes como pelotas de golf—. Y eso con realzado por SA. A partir de esto obtenemos cinco posibles caras. —La pantalla pasó a mostrar las cinco variantes, todas las cuales perfilaban a un hombre menor de treinta años de facciones borrosas.

—No nos sirven de nada. —Simon pensó que las extrapolaciones no marcaban los rasgos lo bastante como para poder identificar a nadie, que incluso en las novelas en vivo generadas por SA los personajes ofrecían un aspecto más real—. Y eso que ni siquiera lleva sombrero —dijo Simon con aire pensativo. Miró a Adul Quan fijamente—. ¿Recuerda el último incidente de este tipo?

—En el bar de Kuranda —respondió Quan—. Justo antes de que saliéramos de la Tierra. ¿Cree que guardan alguna relación?

—Es difícil asegurarlo ahora. Si desean pasar inadvertidos deben emplear nuestras mismas técnicas. —Frunció el ceño y volvió a mirar los cincos rostros inexpresivos. Le impresionaba la audacia y el ingenio del intruso. En ninguna de las campañas en las que había estado se había encontrado con una amenaza similar. No podía dejar de preguntarse por qué aquel letal movimiento de resistencia había surgido precisamente en Thallspring—. No, no creo que se trate de una conspiración interestelar. Debemos centrarnos en la amenaza inmediata. ¿Durante cuánto tiempo permaneció en el interior del Xianti?

—Diecisiete minutos —respondió Quan.

—Tiempo de sobra para hacer cualquier cosa. ¿Hoy ha volado?

—Sí, señor. Esta mañana ha transportado un cargamento a la Norvelle. Aterrizó a las trece treinta y cinco. No se han registrado problemas en el control de vuelo. Ahora está repostando y pasando por los tests de pre-vuelo antes del siguiente viaje de carga, programado para las dieciocho veinte. —Quan miró a Simon a la cara—. ¿Quiere que detengamos el proceso?

—No. ¿Con qué nave se tiene que acoplar a esta hora?

—Con la Chion, señor.

—Que se vuelva a acoplar con la Norvelle. Si ha llevado algo hostil allí arriba, prefiero que la contaminación se concentre en el mismo punto.

—Sí, señor.

—Después de que haya dejado el cargamento, quiero que se le detecte algún fallo mecánico que justifique su atraque en la dársena de mantenimiento de la Norvelle. Braddock, usted subirá a la Norvelle en el siguiente vuelo. Le comunicará mis instrucciones al capitán. En cuanto llegue, formará un equipo con nuestros mejores técnicos. Desmontarán toda la maldita nave, molécula por molécula si es necesario, pero quiero averiguar qué es exactamente lo que nuestro amigo estuvo manipulando y qué regalito nos ha dejado. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Muy bien. Y de ahora en adelante vamos a operar como si el e-alfa estuviera anulado, incluyendo las comunicaciones internas. No podemos ponerles las cosas en bandeja.

La policía de Thallspring, al igual que la de cualquier otro mundo colonizado por los humanos, se regía según una normativa muy rigurosa para resolver las situaciones y crímenes a que se enfrentaban los agentes. Este conjunto de regulaciones se había ido elaborando muy concienzudamente a lo largo de los años y se encontraba en una constante fase de revisión gracias a diversos factores como la legislación, juicios ganados y perdidos, abogados taimados, avances en medicina forense, grupos de presión, procesos fracasados y derechos y errores humanos. Todos los agentes estaban formados para seguir tales procedimientos al pie de la letra, sobre todo cuando se trataba de crímenes serios. Cuando se intentaba ahorrar tiempo y dinero siempre se ponían en riesgo los procesos legales.

Por lo tanto, cuando la joven entró dando tumbos en la comisaría del puerto deportivo de Memu Bay a las dos y veinticinco de la mañana, llorando y gritando como una histérica porque la habían violado, el agente de la ventanilla supo de inmediato qué había que hacer. Llamaron a los detectives especialistas en casos como éste y a una doctora. Una agente llevó a la víctima a una sala de interrogatorios, donde grabarían todo lo que dijera.

El procedimiento indicaba que se le tomara una declaración preliminar lo antes posible. Así se aseguraba que si la víctima revelaba la identidad del presunto autor, se podría enviar de inmediato un coche patrulla a la escena del crimen. También acudiría un equipo forense para recoger pruebas.

En aquella ocasión sucedió algo inesperado. La chica empezó a gritar: «¡Era un alienígena! ¡Vi lo que tenía en el cuello!».

Los detectives que habían acudido para tomar declaración llamaron en seguida al comisario del distrito, que avisó de inmediato al despacho del Alcalde. Allí fue donde se produjo la segunda anomalía del procedimiento, lo que desató la furia y conmoción de la gente que llevaba el caso.

Se avisó a los superiores de Zantiu-Braun y de la administración civil de lo que estaba ocurriendo en la comisaría del distrito del puerto deportivo. Después se realizaron decenas de llamadas más. La familia de la víctima no dudó en contratar a los que eran considerados los dos mejores abogados de Memu Bay (aunque se ofrecieron a renunciar a sus honorarios), que se presentaron en el acto en la comisaría del distrito. Como era de esperar dado el exceso de gente involucrada, la prensa no tardó en hacerse eco del caso. Ninguna de las agencias de noticias publicó la identidad de la víctima en el banco de datos, si bien anunciaron que tenía quince años. Lo que sí dejaron bien claro es que un alienígena era el principal y único sospechoso.

Una vez que llegaron los oficiales principales y el alterado padre de la chica, se llevaron a ésta a una pequeña sala de examen. En presencia de un abogado, del detective al cargo del caso y del representante legal de Z-B, la doctora tomó muestras de lo que los medios denominaron «pruebas genéticas» de la violación. Las cámaras recogieron imágenes de las magulladuras, los arañazos, la ropa desgarrada y una mejilla hinchada. Después de esta terrible experiencia, la enfermera pasó a curarle las heridas superficiales.

Dejaron que la chica se fuera a casa y le asignaron un trabajador social especializado en asistencia psicológica a las víctimas. Los detectives del distrito la interrogarían con más calma después de que se hubiera recuperado un poco.

Entretanto, enviaron las muestras genéticas al Laboratorio de Medicina Forense de Memu Bay para que las analizaran de inmediato, adonde también acudieron el detective superior, el abogado de la víctima, el magistrado de la policía, el oficial legal de Z-B y un técnico médico de Z-B. Solicitaron a la jefa del departamento que se encargara ella misma del análisis para que se asegurara de que todo se hacía como era debido. Hasta ella estaba nerviosa cuando colocó una muestra de las pruebas genéticas bajo el lector del escáner. El SA tardó ocho minutos en obtener una muestra completa de ADN.

El detective la comparó primero con las del registro criminal de Memu Bay. No coincidía con ninguna. Entonces el magistrado de la policía autorizó una suspensión de la garantía de privacidad que permitía acceder a los registros médicos de la ciudad para realizar una búsqueda exhaustiva. Tampoco se encontraron muestras coincidentes. El detective solicitó formalmente al oficial legal de Z-B que buscara en los archivos de la plantilla de la compañía. Dado que no tenía manera de negarse y estaba obligado por las leyes de Thallspring, accedió.

Aunque el SA de Z-B podría haber realizado la búsqueda en cuestión de segundos y enviado los resultados al grupo mientras todavía se encontraban en el Laboratorio de Medicina Forense, el detective y su compañero, acompañados por el oficial legal de Z-B, salieron en coche hacia el barrio de hoteles que Z-B empleaba como cuarteles. Durante el trayecto recibió en su perla de brazalete un completo informe procesal del magistrado. El comisario no estaba dispuesto a dejar que los detalles técnicos que les pudiera dar algún abogado agresivo de Z-B impidieran que se hiciera justicia.

Eran las cinco y treinta y dos de la mañana cuando todas las partes relevantes se reunieron con el oficial de servicio de los cuarteles. Escuchó la petición del detective y le dijo que cooperaría con él. Entregó el archivo del ADN del sospechoso a un ayudante, que lo cargó en el SA de los cuarteles.

A los diecisiete segundos apareció una muestra que coincidía al cien por cien.

Ebrey Zhang llevaba en su despacho desde las tres y media, sin poder dejar de beber café amargo y comer cruasanes pasados. Un oficial legal y el SA de la administración civil le habían hecho llegar informes de su situación jurisdiccional. Había mantenido una desagradable entrevista con el general Kolbe para ponerlo al corriente. Hasta el momento lo único bueno era que todavía no había recibido una llamada personal de Simon Roderick.

Pese a todo, tal y como no dejaba de repetirse, aún no se había demostrado nada.

Dos cámaras le permitían ver lo que estaba ocurriendo en los cuarteles. Por su membrana optrónica fueron pasando los resultados de la búsqueda en tiempo real. Cuando comprobó que el resultado daba positivo se le tensaron todos los músculos, como si le hubieran echado un puñado de hielo por la espalda. Lanzó la perla de escritorio contra la pared con toda su fuerza. La carcasa se partió en cuanto se estrelló con el lejano muro. «¡JODER!».

Su edecán intentó permanecer impasible. No le resultó sencillo. El banco de datos empezó a llenarse de noticias sobre el incidente. Ya se habían presentado tres periodistas en los cuarteles. Por fortuna todavía era pronto, pero no pasaría mucho tiempo hasta que se congregara toda una multitud de ellos. Aquél prometía ser un día muy largo.

En la gran pantalla de sábana que había frente al escritorio de Zhang se veía al detective solicitando la custodia del sospechoso al oficial de servicio de los cuarteles.

—¿Señor? —dijo el edecán.

—Está bien —dijo Ebrey en tono de derrota—. Que se lo lleve.

El edecán dio una orden a su SA personal, que transfirió el mensaje al oficial de servicio.

—Que cinco pelotones preparen sus Cueros ahora mismo —ordenó Ebrey Zhang—. Quiero que se garantice su seguridad en la comisaría adonde lo llevan. Déjeselo también muy claro a nuestro querido comisario; no me importa cuántos agentes tenga que retirar de otros servicios. No quiero linchamientos.

—Sí, señor. —Pasó una lista de instrucciones a su SA.

Ebrey continuó viendo la escena del cuartel. Todo el mundo se esforzaba tanto por parecer civilizado que parecía cómico. Pero aquel crimen era distinto, se decía a sí mismo. Santo Dios, este zoquete no podría habernos hecho más daño ni aunque se hubiera aliado con el maldito Killboy. Entonces pensó en lo que estaría pasando la chica y tuvo un escalofrío. Ebrey Zhang también tenía una hija.

—Que vaya alguien a la casa de la víctima —le dijo al edecán—. Que le quiten el puto collar de buena fe.

—Sí, señor.

Hal se revolvió en la cama cuando encendieron las luces del techo. Se oía un murmullo de voces atropelladas. Alguien le golpeó en el hombro.

—Vete a la mierda —masculló. Todavía estaba soñando con Avril.

—¡En pie, soldado! Hal levantó la cabeza. El sargento Wagner estaba junto a la cama y le miraba con cara de asco. El capitán Bryant estaba detrás del sargento, furioso y quizá un tanto asustado. Había más personas en la habitación del hotel, dos vestidas de policía.

—Whaa… señor. —Hal retiró el edredón y se puso en pie. No saludó, sólo llevaba unos calzones. Debía de tener una pinta ridícula. El corazón empezó a aporrearle el pecho. Oh, mierda, se han enterado de que me salté el toque de queda.

—Detective —le dijo Bryant con sequedad a uno de los policías.

El detective se acercó a Hal.

—¿Es usted Hal Grabowski?

—Er… sí, señor. —Miró a Wagner con la esperanza de que éste saliera en su defensa. El Sargento lo miraba con repulsión.

—Debo arrestarlo bajo sospecha de violación.

—¿Qué? —Hal se quedó boquiabierto.

—Según la declaración de Perlman, le aconsejo que ahora no diga nada. Estoy autorizado a llevarle a un área de retención autorizada oficialmente, donde se le interrogará en presencia de su representante legal. Por favor, vístase.

—Esto no tiene ni puta gracia. ¿Señor? —Miró al capitán.

—Vístase —le ordenó Bryant.

—Yo no he hecho nada. ¡Eso no!

El detective sacó las esposas.

—Vamos, hijo, no lo hagas más difícil.

—¡No puede hacer esto!

—Oh, ya lo creo que sí.

Hal miró al capitán, implorante.

—Dígaselo.

—Mientras esté aquí obedecerá las leyes civiles locales, Grabowski, quedó bien claro durante la sesión informativa. Ahora póngase la puta ropa o irá a comisaría con lo puesto.

El sargento Wagner le tendió unos pantalones. Hal sonrió con confusión y los cogió.

—Quiero que se selle esta habitación —le dijo el detective al capitán Bryant—. Nuestro equipo forense vendrá a examinarla.

—Entiendo. Nadie entrará aquí.

No estaba ocurriendo, decía Hal para sí, nada de aquello estaba sucediendo.

Lawrence Newton entró en la habitación, vestido con una bata gris corta de felpa. Se rastrilló el pelo con los dedos al tiempo que bostezaba.

—¡Sargento! —gritó Hal—. Por el amor de Dios, ayúdeme.

Bryant le señaló con un dedo para indicarle que no se metiera.

—Manténgase al margen de esto, Newton. Cuando se arresta a alguien, no puede meterse nadie del mismo pelotón que el sospechoso. Son las normas. Ahora salga de aquí.

Lawrence asintió con la cabeza a lo que le había dicho el capitán, como si fuera obvio. Después miró al detective.

—Soy el suboficial del muchacho. ¿De qué se le acusa?

—¡Newton! —exclamó Bryant colérico.

—Nos lo llevamos para interrogarle sobre una presunta violación.

—¿En serio? ¿Cuándo se supone que ha ocurrido? —preguntó Lawrence.

—De madrugada.

—De acuerdo. —Lawrence miró al muchacho, que estaba desesperado—. ¿Es cierto esto?

—Silencio —ordenó Bryant—. Grabowski, le ordeno que no conteste.

—No, Sargento. Yo no haría algo así. Por los huevos de Cristo, tienes que creerme.

Se miraron a los ojos unos instantes.

—Te creo.

—Oh, gracias, Dios santo.

—Termina de vestirte, Hal —le dijo Lawrence—. Tienes que ir con la policía.

—¡Sargento!

—Hazlo. Vamos a buscarte un abogado. Pronto descubriremos qué ha ocurrido. Mientras tanto, haz lo que se te dice. ¿Entendido?

—Sí, Sargento.

Hal terminó de ponerse la ropa y a regañadientes dejó que el detective lo esposara. Cuando lo sacaron al pasillo, sus compañeros de pelotón ya lo estaban esperando a la puerta de sus habitaciones. Le gritaron para animarlo, le dieron palmadas en el hombro para que se tranquilizara y le dijeron que no se preocupara, que todo se aclararía en seguida. Hal les sonrió con avergonzado agradecimiento. Lo último que oyó antes de que se cerraran las puertas del ascensor fue lo que el capitán Bryant susurró con ira:

—A mi despacho, Newton. Cinco minutos.

Se había congregado una furiosa multitud a las puertas de la comisaría. Hal podía oír el alboroto desde su celda. Los cantos. Los gritos.

Todo el mundo le había tratado con amabilidad desde que llegó. Puro teatro, podía olerlo. Un teniente de Z-B, Lannon Bralow, lo había acompañado durante el trayecto en coche.

—Soy tu representante legal —le dijo a Hal.

—¿Eso significa que eres mi abogado?

—Sí.

Hal se tranquilizó un poco.

Cuando llegaron a la comisaría lo metieron en una sala de reconocimiento médico y le dijeron que se desnudara. Metieron la ropa en una bolsa de polietileno y se la llevaron. Después llegó el doctor para tomar muestras. Lannon Bralow no puso objeción y le dijo a Hal que cooperara. Por tanto, el muchacho se tumbó en la camilla y se dejó hacer. Sólo se sintió incómodo cuando el doctor empezó a examinarle la polla. ¡Por el amor de Dios, la polla! Pero Bralow, que no se había marchado, le seguía diciendo que no pasaba nada, que era algo necesario. Hal no se opuso pero hizo al abogado prometerle que no le hablaría de aquello a sus compañeros del pelotón 435NK9. Santo cielo, se lo recordarían toda la vida.

Una vez realizado el examen, el policía le dio a Hal un camisón y lo bajó al calabozo. Un rato después, horas para Hal, el teniente Bralow fue a verle.

—Muy bien, ¿qué va a pasar? —preguntó Hal. Estaba un poco jodido porque el Sargento no había aparecido.

—En seguida te interrogarán.

—¿Por qué? No he hecho nada.

Bralow forzó una sonrisa.

—Hal, la chica que ha puesto la denuncia… han encontrado semen tuyo en su vagina. Estuve presente cuando tomaron las muestras. Hasta nuestro SA identificó tu ADN.

—Imposible. Nunca he violado a nadie. No soy un puto animal.

—Hal, hemos investigado también en el cuartel. Sabemos que anoche te saltaste el toque de queda. Morkson nos dijo lo del patio trasero y lo del rastreador de movimiento.

—¡Mierda! —gruñó Hal. Puto Morkson. Qué cabrón.

—Hal, escucha, tienes que contarme la verdad. Media Memu Bay está ahí fuera pidiendo tu cabeza. Las fábricas de bienes están en huelga. Han levantado una barricada frente a la entrada del aeropuerto para que nuestros camiones de mercancías no puedan pasar. Están atacando a los pelotones en todas las calles, esta mañana ya hemos tenido que recurrir a los dardos en nueve ocasiones, y eso que ni siquiera es mediodía. ¿Qué coño ha pasado esta noche?

—Fui a una casa de putas, ¿de acuerdo? Quiero decir, joder, hace meses que no me como un buen coñito. Estaba… no sé, a cien. Y el nuevo toque de queda…

—Vale. —Bralow parecía aliviado. Activó su perla de escritorio—. Cuéntamelo todo desde el principio.

Lo entrevistaron en una espaciosa oficina amueblada con un gran escritorio de madera y sillas giratorias de cuero. Hal estaba seguro de que a los prisioneros no se les solía interrogar en sitios como aquél. Lo que le extrañó fue encontrarse con más gente de la que esperaba ver.

El detective, Gordon Galliani, estaba sentado junto a una abogada, Heather Fernandes, que representaba a la familia de la víctima. Al fondo de la sala había dos hombres más, uno de ellos vestido con un impecable uniforme de policía. Hal ya reconocía a los oficiales veteranos nada más verlos. El otro llevaba un traje caro y conservador. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, como si hubiera estado llorando. Miraba a todo el mundo excepto a Hal.

El teniente Bralow se sentó al lado de Hal. El capitán Bryant también estaba presente, aunque Hal podía haber pasado sin él. Quería ver al Sargento o a algún compañero del pelotón. Por lo menos, Bryant parecía haberse calmado un poco. Incluso le dijo «Hola».

Hal se sentó enfrente del detective. Había un par de ventanas holográficas de escritorio delante de él, ambas inactivas todavía.

—Señor Grabowski, estamos aquí para intentar determinar lo que ocurrió anoche —le dijo Galliani con una amigable sonrisa—. Este interrogatorio se está grabando y se puede utilizar como prueba en un posible juicio. Ahora, como sabe, se ha lanzado un serio alegato en su contra.

Hal se inclinó sobre el escritorio y extendió las palmas.

—Yo nunca he violado a nadie, ¿de acuerdo? Estoy diciendo la verdad. Y puedo demostrarlo.

—¿Ah, sí? —Durante un instante Galliani se quedó desconcertado—. ¿Cómo piensa demostrarlo? Hemos recogido un montón de pruebas que le incriminan.

—Miren, me salté el toque de queda, lo reconozco. Eso no lo voy a negar. Pero, joder, no he violado a ninguna chica. Fui a una casa de putas para echar un polvo y pagué por ello, una fortuna, por cierto.

—¿Está diciendo que acudió a un prostíbulo?

—Ahá.

—¿A cuál? ¿Dónde está?

Hal se estremeció.

—No estoy seguro. Cogí un taxi. El taxista conocía el lugar. Está a pocos minutos del cuartel.

Galliani guardó silencio durante unos segundos.

—¿Eso es todo? —preguntó por fin—. ¿Ésas son sus pruebas?

—Ahá.

—Estoy seguro de que si investiga esta coartada, averiguará que es válida —dijo Bralow con tranquilidad—. Mi cliente intenta colaborar.

Galliani se reclinó en el respaldo y sonrió a Hal.

—Hijo, ha tenido tres horas enteras y acceso a un abogado sabelotodo. ¿Esta mierda es lo mejor que se le ha ocurrido?

—No es ninguna mierda —replicó Hal airado—. Fui a un burdel. Era una casa amplia y elegante, como todas las de aquella calle; había un jardín pequeño a la entrada y unas verjas de hierro, no sé el número, pero reconocería la casa en cuanto la viera de nuevo.

—¿A qué hora salió del cuartel? —preguntó Galliani.

—A las once y doce.

—¿Y cuándo regresó?

—A las dos y doce. Cuando el rastreador estaba inactivo. Doce minutos después de cada cambio de hora.

—Si no sabe dónde está el prostíbulo, ¿cómo volvió a su cuartel?

—La madame llamó a un taxi. Llegué al cuartel sobre las dos menos cuarto. Tuve que esperar fuera un rato antes de poder entrar.

—¿No le vio nadie?

—No, se suponía que no debía andar por ahí. Me quedé en un callejón; de todas formas, a esas horas no debía de haber mucha gente por la calle. Pero el taxista puede responder por mí.

—¿El taxista que le trajo fue el mismo que le llevó?

—Ahá.

—Supongo que no sabrá su nombre o la compañía de taxis en que trabaja.

Hal se encogió de hombros, incapaz de responder a eso.

—No. Pero creo que utilizó un conductor por SA cuando salimos. Podrán encontrarlo a través de los registros de los reguladores de tráfico.

—Lo revisaremos.

—Nosotros también —murmuró Bralow sosteniendo la mirada al detective.

—Muy bien —dijo Galliani—. Entonces estaba en la calle a la misma hora que esta presunta violación tuvo lugar y nadie puede confirmar dónde se encontraba exactamente.

—El taxista puede, la madame puede, por supuesto Avril también… —Hal los iba contando con los dedos.

—¿Avril?

—La puta con la que me pasé media noche follando. Además hay otro par de furcias que también me vieron. Eso sí, no sé sus nombres.

—¿Pero las reconocería si las viera?

—Claro, por supuesto.

—¿Está diciendo que si encontramos el taxi y el hotel se comprobará su inocencia?

—Eso es. —Hal sonrió con alivio—. Exacto, veo que lo ha pillado.

—¿Entonces cómo explica que encontráramos semen suyo en la vagina de la víctima?

Hal se quedó estupefacto.

—No lo sé. Tiene que ser falso. Es un montaje, no puede ser de otra manera.

—¿Y la historia de la chica? Afirma que usted la atacó en Sheridan Park. Que la amenazó con activar su collar de buena fe si no hacía lo que usted le pedía.

—Eh, todo eso es mentira, amigo. Toda esa mierda es mentira. Toda. Yo no he estado en Sheridan Park. Esa chica miente. Es parte de todo este número.

—¿Este número? ¿Cree que es una conspiración?

Hal miró a Bralow.

—Los empleados de Zantiu-Braun son claras víctimas de los desalmados confabuladores de Memu Bay, —afirmó el teniente—, cuya existencia ambos conocemos bien.

—Los pandilleros de esta ciudad se lo han hecho pasar mal —admitió Galliani—. Pero tampoco es que exista un movimiento de resistencia organizada, ¿o sí?

El capitán Bryant carraspeó.

—No. En Memu Bay no existe ningún movimiento de resistencia organizada.

Hal se giró y miró al capitán.

—No me joda. Usted presenció el puto partido de fútbol, por el amor de Dios. Vio cómo esos hijos de puta de Killboy hacían saltar a Graham Chapell en pedazos. ¡Lo vio perfectamente!

—Todavía estamos investigando el incidente del partido de fútbol —le dijo Bryant a Galliani—. Aún no estamos seguros de lo que ocurrió.

—Me cago en mi puta vida.

—¿Entonces cree que puede o que no puede haber una o varias personas capaces de incriminarle en una violación? —preguntó Galliani.

—Joder que si puede haber —exclamó Hal—. Es a los del puto Killboy a quien hay que acusar, no a mí.

—¿Lo que quiere decir que la víctima es cómplice de conjura?

—Apuesto a que sí. Tráiganla aquí sométanla al tercer grado. Ya verán cómo canta.

—Es curioso cómo siempre se repite la misma historia.

—¿A qué se refiere?

—Uno de los dos miente.

—Es ella, amigo, lo juro. Quiere tomarle el pelo. Está diciendo lo que Killboy le ordenó que contara.

Galliani se quedó callado, como si meditara. Al cabo de unos segundos solicitó un archivo a través de una de las perlas de escritorio, en cuya ventana apareció el rostro de una chica. Hal sabía muy bien que el detective no se fiaba ni un pelo de él.

—Para que conste en acta, señor Grabowski, ¿había visto antes a esta joven?

Hal estrechó los ojos, incapaz de entender lo que estaba ocurriendo.

—Ésa es Avril. ¿Cómo han conseguido su foto?

—¿Avril?

—Sí. La furcia del prostíbulo. Si sabe dónde está, ¿por qué dijo que no?

—A ver si nos entendemos. ¿Está usted diciendo que esta chica es Avril, a quien usted conoció en un prostíbulo la pasada noche?

—Exacto. ¿Ya sabía usted quién era?

—Señor Grabowski, ¿durante algún momento de la pasada noche mantuvo relaciones sexuales con la persona a quien usted llama Avril?

—¿Qué quiere decir, que no es su verdadero nombre?

—¿Practicó sexo con esta chica? —repitió Galliani golpeando impacientemente con el dedo en la ventana.

—Claro. Y bien caro que lo pagué. Insisto, es ella. Anoche estuve en el burdel con ella.

Se produjo otro momento de silencio. El detective parecía empezar a ruborizarse.

—Señor Grabowski, ¿no notó en Avril nada fuera de lo normal?

—¿Como qué? —Hal no pensaba comprometerse. Sabía que ocurría algo muy extraño. Cómo deseaba que el sargento estuviera presente.

—¿No se fijó en que tuviera, por ejemplo, un collar de buena fe?

Hal se quedó atónito.

—No. Nada de eso.

—¿Está seguro?

—Oiga, tenía cosas más interesantes que mirar que el cuello, amigo. No llevaba ningún collar. ¿De qué va toda esta mierda?

—Gracias, por el momento ya sé todo lo que debía averiguar —dijo Galliani—. Haremos una pausa. Le aconsejo que dé un largo paseo en compañía de su abogado, señor Grabowski.

—¿Pero qué coño pasa? —exclamó Hal—. De acuerdo, me tiré a una puta. No es ningún crimen. Ni siquiera era buena. Deberían haberme reembolsado el dinero, amigo.

Oyó que una de las otras personas soltó un bramido. Cuando Hal se giró para ver qué ocurría, vio al hombre del traje caro abalanzándose contra él. Tenía la cara enrojecida, los ojos rebosantes de pura rabia y las manos extendidas para estrangularlo. A Hal no le dio tiempo a esquivarlo. Ambos cayeron al suelo y empezaron a revolcarse con violencia.

Galliani y el policía veterano los separaron. Bralow sujetó a Hal, que quería arrancarle la cabeza a aquel viejo loco.

—¡Qué cojones le pasa a ése! —gritó.

Sacaron al hombre de la sala. Había roto a llorar, sus desconsolados sollozos se podían oír muy bien a pesar de que habían vuelto a cerrar la puerta.

—Esto es un puto manicomio —exclamó Hal—. ¿Qué coño está pasando?

Bralow se sentó, suspiró y colocó la perla de escritorio ante él. El rostro de la chica seguía allí.

—Esta chica es la… la presunta víctima —dijo.

—¿Avril? Imposible, amigo. No puede ser. ¡Pagué por follar con ella!

—No se llama Avril.

Hal miró con repentina curiosidad a la puerta cerrada.

—¿Y ése quién era? El que quería matarme.

—El padre. El Alcalde de Memu Bay. El mismísimo Ebrey Zhang le colocó un collar de buena fe a su hija.

—Joder, me cago en la hostia —masculló Hal. Se sentó con pesadez junto a Bralow y empezó a asustarse de verdad. Todo tenía cada vez menos sentido, maldita sea—. Teniente, tiene que sacarme de ésta.

—Lo veo complicado.

La Norvelle orbitaba alrededor de Thallspring, a mil kilómetros de distancia y con una inclinación de cinco grados que le permitía ver Durrell cada vez que pasaba por el meridiano cero del planeta. A las diez y cuarto de la mañana éste alcanzó el horizonte de la capital. Cuando los sensores detectaron la masa de edificios, desde una de las cinco dársenas de comunicación del gigantesco vehículo emergió un láser de baja intensidad dirigido al ala este del Señorío del Águila. Lo detectó una pequeña unidad electrónica receptora del tejado, que de inmediato envió otro láser de respuesta a la nave. Una vez que los rayos fueron capturados por sus respectivos sensores, su anchura se redujo a menos de dos centímetros al llegar a sus objetivos, lo que estableció un vínculo imposible de interceptar. La unidad receptora del tejado estaba conectada a un módulo del despacho de Simon Roderick a través de un cable blindado de fibra óptica. Por supuesto, era imposible pinchar el cable. Aquel sistema era el que permitía comunicarse con la nave con mayor seguridad. Sólo cinco personas sabían de su existencia.

Simon llevaba esperando la llamada desde que aquella mañana entrara al despacho. Había delegado el papeleo administrativo a sus asistentes y su SA personal. Decidió que sería más provechoso emplear el tiempo repasando la información archivada bajo el nombre genérico de «La oposición». Según iba leyendo pensaba en los posibles nuevos ataques, que a medida que avanzaba la mañana cobraban mayor violencia. Daba igual cuánta imaginación le echara, era incapaz de determinar cuál sería el siguiente paso de la resistencia. No terminaba de comprender el porqué de su desmesurada capacidad. Mientras más vueltas le daba, más se convencía de que lo peor aún estaba por venir.

Cuando el seguro módulo de comunicaciones dio un pitido, se activó una pantalla de sábana de la pared, en la que apareció uno de los compartimentos de la Norvelle. Se veía a un hombre sentado frente a un banco de trabajo de caída libre; la escasa gravedad le obligaba a sujetarse a la silla con varios cinturones. Miró a la cámara y sonrió.

—Buenos días. Parece que hoy hace un tiempo espléndido por allí abajo.

Simon se sentó detrás de su escritorio y miró al rostro de la pantalla. Era el suyo mismo, sólo que quince años mayor. Las unidades de aquel lote concreto de clones, los SF9, se caracterizaban por su flema. Cada generación tendía a desarrollar una rareza propia, que achacaban a la personalidad de los empleados de la guardería y a los inevitables estímulos exteriores que los clones recibían durante sus años formativos. Los del lote SK2, al que pertenecía el Simon del despacho, se distinguían por su carácter enojadizo, si bien eran pacíficos en comparación con los irritables SC5, cuyas tendencias provocaron que se investigaran los métodos de la plantilla de la guardería. Al margen de los matices conductuales, todos estaban entregados en cuerpo y alma a la compañía que controlaban.

—Buenos días —respondió el Simon SK2—. ¿Qué tenemos?

—Bien, la buena noticia es que no fue una bomba.

—Nunca pensé que lo fuera. Demasiado burdo para nuestros amiguitos.

—El joven Braddock Raines fue de lo más minucioso; se analizó la cabina del avión espacial y se escaneó hasta el último átomo. También hizo que se extrajeran los sistemas accesibles para revisarlos en el laboratorio de la nave. No se han encontrado residuos genéticos ajenos. Sin embargo, alguien había abierto un panel de acceso. Había restos de metal en los tornillos Allen. La aleación no se corresponde con la de las herramientas que manejan nuestros técnicos de mantenimiento.

—Gracias a Dios. Empezaba a pensar que eran casi infalibles.

—No. El panel da acceso a varios componentes electrónicos, incluida una de las principales conexiones de red. No parece que se manipulara ningún componente, excepto esa conexión, lo que resulta intrigante. El macroescáner nuclear reveló que la estructura molecular de la cubierta sufrió algún tipo de presión. Nuestros expertos en física de sólidos parecen confundidos. No saben a qué se debe.

—Interesante.

—Yo diría alarmante. No quiero pensar que Thallspring dispone de una tecnología que nosotros no comprendemos. Sobre todo cuanto la emplean contra nosotros.

—Han ocultado muy bien sus avances. Hemos realizado todas las auditorias pertinentes a través de la red del Tesoro y no se ha detectado que el gobierno haya desviado dinero para financiar proyectos tecnológicos clandestinos durante los últimos diez años.

—Suena extraño teniendo en cuenta que hablamos de gente que se cuela en nuestros aviones espaciales cuando les viene en gana. Tengan lo que tengan, funciona.

—Suponiendo que lo que el intruso le hizo a la conexión le permitió acceder a la red del avión espacial, ¿qué opinan nuestros expertos que consiguió?

—La teoría más sólida es la de la subversión total. Los informáticos han volcado todo el programa del SA del avión espacial a un núcleo de almacenamiento para poder analizarlo. Hasta ahora no han encontrado ni una sola línea de código malévolo. Todo apunta a que han ocultado y comprimido un comando en el código original.

—En otras palabras, que no sabemos lo que el intruso hizo ahí dentro.

—Eso es.

—Maldita sea. —El SK2 no desperdició el tiempo intentando organizar el puzzle. Ésa era la ventaja de tener varias cabezas resolviendo el mismo problema; la solución a la que llegara su clon sería la misma a la que acabaría llegando también él. Además el SF9 ya llevaba una hora investigando—. ¿Alguna sugerencia?

—La intrusión debe de ser parte de una misión de reconocimiento. El interés que nuestros amigos tienen por el avión espacial demuestra que desean llegar aquí arriba de una forma u otra y, dado que han escogido un Xianti, su objetivo final deben de ser las naves espaciales. Si la resistencia tuviera capacidad de vuelo, ya nos habrían atacado. Por lo tanto, todavía se encuentran en la fase de planificación. En mi opinión, el intruso copió el SA para estudiar nuestros procedimientos.

—Entiendo. ¿Entonces qué más necesitan?

—Para que no nos demos cuenta de que intervienen otros vuelos deben utilizar un buen sistema de comunicación. Esperemos que no lo hayan hecho ya.

—Tomaré las medidas oportunas. ¿Piensas que el e-alfa corre peligro?

—Sin duda.

—Deberemos tenerlo muy en cuenta.

—Por supuesto. Te dejo a ti los detalles.

—Gracias. Por favor, dile a Raines que vuelva aquí. Le necesitaré para poner en práctica los nuevos procesos.

—Saldrá en el siguiente vuelo. —El SF9 miró a una ventana y leyó el texto que apareció en ella—. ¿Entonces qué política ha decidido aplicar en Memu Bay?

El SK2 utilizó su IND para consultar su SA personal. Los sumarios del día inundaron su cerebro, ordenados a la perfección en tablas de color azul marino.

—Mierda —murmuró cuando el caso de la violación de Grabowski pasó ante él. Debería haber hecho la revisión general de todas las mañanas. No deberían surgir problemas como éste—. ¿A qué cojones está jugando Zhang?

El SF9 sonrió con satisfacción por su pequeña victoria. Una competitividad sana hacía que los Simon disfrutaran al marcar tantos delante de sus hermanos.

—Lo investigaré a fondo —dijo el SK2.

—No hace falta. Bastante tenemos ya con los pocos bienes que llevamos recogidos. Hay que calmar el ambiente. Entrega a Grabowski al populacho. Después habla claramente con Zhang.

—Bien —dijo con sequedad. Le irritaba que aparecieran inconvenientes de este tipo.

El SF9 cortó el vínculo y soltó una risita de satisfacción.

Cuando el coche de Ebrey Zhang llegó a la comisaría del puerto deportivo, el comandante echó mucho de menos su Cuero. Los manifestantes habían tomado la carretera y estaban montando un estruendoso alboroto. Tuvo escalofríos al leer los mensajes que habían pintado en las paredes de los edificios de los alrededores, con los que declaraban lo que le iban a hacer a Grabowski. Diez personas con collar de buena fe se habían encadenado en la entrada de la comisaría. Se habían colgado del cuello unos carteles en los que ponía:

Antes muerta que violada

Así que

Mátame ahora, por favor

Sobre el coche empezaron a llover piedras, latas, botellas y lo que Ebrey esperaba que sólo fuera barro en medio de una tormenta de golpes amortiguados por la abollada carrocería. Diez Cueros y un grupo de policías equipados con protecciones antidisturbios apartaron a la muchedumbre enfurecida y abrieron camino para que pasara el coche.

—Puta mierda —gruñó Ebrey. Un enorme amasijo marrón se estrelló contra el parabrisas y se extendió por todo él. Ahora ya no tenía dudas, eran heces. El conductor tuvo que accionar los limpiaparabrisas y gastar casi todo el depósito de líquido limpiador para recuperar la visibilidad.

—La situación no mejora en absoluto —dijo el teniente Bralow—. Hoy hay por lo menos tantos como ayer.

—Con las fábricas de bienes ocurre lo mismo —admitió Ebrey de mala gana—. Siguen en huelga.

—¿Qué dice el General?

—Soluciónenlo, y pronto.

—Qué fácil es decirlo.

—No le falta razón. Hay cosas más importantes que Grabowski. —Ebrey señaló a la muchedumbre—. Tenemos que apaciguar a estos animales. Ni siquiera podemos poner en marcha el programa de vacunación contra la tuberculosis. Es una locura.

—Podrían llevarlo a juicio en un par de semanas.

—¿Semanas? Mierda. ¿Es que todavía no han terminado su investigación?

—Casi. Tienen pruebas de sobra para echar abajo la coartada de Grabowski. Por supuesto, nosotros hemos realizado nuestra propia investigación. Nuestro SA no ha encontrado ningún taxi que le llevara a ningún sitio; mucho menos al burdel.

—¿No existe?

—No. Pensamos que la calle de la que habla es la Avenida de la Catedral. Allí únicamente hay viviendas particulares de gente acaudalada. Nada de prostíbulos.

—En otras palabras, que se lo ha inventado todo.

—Señor, ha violado a Francine Hazledyne. Lo más que puedo hacer por él es pedir el indulto.

—Ah. Eso me recuerda lo que me ha dicho el General.

—¿El qué?

—Que no dejaremos a nadie en la estacada, por feas que se pongan las cosas.

El teniente Bralow miró con inquietud al comandante durante unos segundos y asintió con la cabeza.

—Sí, señor.

El coche entró en el perímetro de la comisaría y bajó al garaje subterráneo. El detective Galliani los estaba esperando. Los saludó con la cortesía justa y les dijo que Margret Reece los esperaba arriba.

Ebrey Zhang se mantuvo inexpresivo pese a que se sentía colérico. Él era el gobernador de Memu Bay, el que llamaba a los oficiales para que fueran a verlo.

Si no queda más remedio, dijo para sí con rencor.

Durante las últimas cuarenta y ocho horas, Myles Hazledyne sólo había conseguido dormir cuando el doctor de la familia le dio sedantes suficientes para dejarlo inconsciente. Por desgracia esas escasas horas de descanso estuvieron saturadas de pesadillas y rabia impotente. Igual que cuando estaba despierto.

Sabía que debía mantener la calma por el bien de su hija. Pero era tan duro. Para empeorar las cosas, era ella la que se disculpaba y no paraba de decir que sentía haberse quedado hasta tan tarde en el club con sus amigas. Que se arrepentía por no haberlo llamado a él o a un taxi cuando se fue.

Parecía que era ella la que lo consolaba a él. Lo cual estaba muy mal porque ponía de manifiesto lo mal padre que era.

Y así pasaron las horas. Una impotencia lastimosa que se alternaba con una cólera primitiva y absoluta. No pensaba volver a perder de vista a Francine nunca más, quería tenerla siempre a su lado para poder protegerla en todo momento. Pero sobre todo deseaba arrancarle el corazón a ese puto alienígena de mierda y ofrecerlo al sol al tiempo que daba gritos victoriosos y la sangre le empapaba el cuerpo.

Don y Jennifer se habían hecho cargo de la gestión cotidiana de la oficina del Alcalde. Por iniciativa propia. Por su parte, Margret Reece insistió en que no debían dejar que Myles se acercara de nuevo al sospechoso. La primera vez se aprovechó de su rango superior y de su papel de afectado para asistir al interrogatorio. No volvería a compadecerse de él, sólo quería retorcerle el pescuezo a aquel muchacho burlón y despreciativo. Aunque sólo fuera durante unos segundos.

Con todo, no había manera de que impedirle que asistiera a la reunión. Por fin Memu Bay sería capaz de resistir la invasión de la escoria alienígena y podría exigir que se respetaran las reglas. A los invasores no debía de hacerles ninguna gracia que su propia legitimidad de pacotilla se volviera en su contra.

Estaba esperando en el despacho del comisario del puerto deportivo, no muy lejos de donde se había realizado el interrogatorio. El comisario y su jefa, Margret Reece, ya estaban allí, así como el magistrado de la policía que llevaba el caso. Nadie parecía querer mirarlo ni mucho menos decirle nada. A Myles no le importaba. No tenía nada que decir. La comedida compasión de aquella gente no servía más que para recordarle aquello por lo que su pobre Francine había pasado. Si le seguía dando vueltas, se desmoronaría de nuevo.

La puerta se abrió y Galliano hizo pasar a Ebrey Zhang y al oficial legal de Z-B, Bralow.

Zhang saludó con cortesía.

—Señor alcalde. —Le ofreció la mano.

Myles sólo quería hundir los puños en la cara de aquel cabrón. Margret Reece ya le había avisado pero él no podía olvidar quién le había colocado el collar a su niña. El jefe de policía lo observaba todo con gran atención, así como el comisario del distrito.

Zhang dio un sumiso paso atrás.

—Gracias por venir, gobernador Zhang —dijo Margret Reece—. Le he pedido que viniera en calidad de oficial superior de Halford Grabowski.

—Comprendo.

—Mis agentes han reunido pruebas suficientes para acusarlo formalmente de la violación de una menor. El magistrado aquí presente ha establecido la fecha para un juicio preliminar. Como comandante le pido que nos ceda su custodia civil mientras dure el juicio. Entiendo que éste es un requisito con el que operan las fuerzas de Seguridad Estratégica de Zantiu-Braun.

—Correcto —dijo Zhang.

—Bien. —Margret Reece señaló al magistrado, que dio un paso al frente y ofreció una perla de escritorio al Gobernador. Un denso texto legal pasó por su ventana.

—Gracias —dijo Zhang. Leyó el mensaje—. El juicio se celebrará dentro de tres semanas.

—Sí —asintió el magistrado.

—¿Cuál es la pena máxima para Grabowski si es declarado culpable?

—Estoy segura de que ya lo sabe —respondió Margret Reece—. Cadena perpetua.

—Por supuesto. Habrá alternativas.

—¡No, no las hay! —gritó Myles—. Lo sabía, sabía que intentarían escabullirse.

—Myles, por favor —le rogó Margret—. ¿Qué alternativas?

—Lo juzgará nuestro tribunal militar —propuso Zhang—. Será un proceso rápido y justo.

—¿Quiere decir que nuestros tribunales no son justos?

—En absoluto. Pero ni usted ni yo deseamos que su abogado apele que el jurado era parcial, lo cual, dada la situación actual de la ciudad, será un argumento muy válido.

—En otras palabras, ¿quiere que lo juzguen sus oficiales?

—Sí.

—¡Ni hablar! —gritó Myles—. Autorice la orden de custodia. ¡Ahora!

—Su abogado policial podrá incorporarse al equipo de la acusación —le informó Zhang—. Así se asegurará de que se respetan las reglas.

—No lo entiendo —dijo Margret Reece—. ¿Por qué un tribunal distinto? El veredicto parecerá evidente desde el principio. O… —Meditó unos instantes—. ¿Acaso está pensando en que el acusado cumpla su condena en una cárcel de la Tierra? ¿Se trata de eso? Si es declarado culpable, se lo llevarán a casa en lugar de cederlo a nuestros servicios penitenciarios, ¿no es así?

—En realidad no es eso lo que sucederá.

Myles dio un respingo al oír eso. A pesar de lo trastornado que se sentía, su instinto de político aún le permitía darse cuenta de que le estaban proponiendo un trato.

—¿Qué sentencia dictará su tribunal militar si lo declaran culpable?

Zhang lo miró a los ojos.

—Pena capital.

Myles nunca había pensado en eso. La pena de muerte no se contemplaba en ningún punto de las leyes penales de la constitución de Thallspring. Qué absurdo que ahora a él, guardián del liberalismo de los padres fundadores, se le diera la oportunidad de actuar contra su propio credo. No le cabía la menor duda de que debía oponerse porque aquello era un ataque directo contra los pilares de su cultura.

—En ese caso, —dijo Myles—, estamos de acuerdo.

Aquella mañana casi la tercera parte de los niños faltó a clase, lo que apenó mucho a Denise. Hacía un día maravilloso, con su sol abrasador colgado de un despejado cielo azul intenso. La brisa marina refrescaba las horneadas calles de Memu Bay lo justo para poder pasear por ellas sin sufrir un golpe de calor. De modo que no era el clima lo que los retenía en casa.

Hoy empezaba el juicio de Hal Grabowski. Toda la población de Memu Bay estaba pendiente de las noticias. A pesar de todos los disturbios y de toda la cólera, la gente se había calmado. Quizá no les hacía gracia un posible veredicto de pena de muerte, si bien nadie protestó al respecto. Por alguna razón, los tranvías funcionaban con normalidad y había abiertas muchas más tiendas de lo normal. No se veían pelotones de Cueros patrullando las calles. Incluso había gente en la playa disfrutando del agua y la arena. Además Denise sabía que los comités de trabajadores de las principales factorías de bienes iban a reunirse hoy con carácter de urgencia para discutir si volvían a trabajar o no.

Aun así, muchos padres se negaban a perder de vista a sus pequeños cuando la ciudad parecía haber entrado en contenida ebullición. Irónicamente, Melanie Hazledyne fue una de las pocas niñas que fueron a la escuela aquel día. La llevó Francine, que la acompañaba en el asiento de atrás de una gran limusina de lunas tintadas.

Denise vio desde la cocina cómo las hermanas se daban un beso de despedida antes de que Melanie echara a correr hacia la escuela y saludara a gritos a sus amigos. Llevaba una semana sin aparecer.

—¿Cómo estás? —le preguntó Denise en voz baja.

—Bien. —Francine consiguió esbozar una sonrisa estoica—. Lo que me preocupa es que esto pueda con mi padre. No pensé que le afectaría tanto.

—Ya se lo contarás más adelante, si quieres, después de que estos cabrones se hayan esfumado.

—¿Crees que debería decírselo?

—No lo sé —dijo Denise con franqueza—. Volverá a derrumbarse si le cuentas que su querida hijita se alió con una célula de la resistencia e hizo todo esto para apoyar la causa.

—¿Ha servido para algo?

Denise apoyó las manos sobre los hombros de la adolescente y se los apretó con suavidad para enfatizar la gratitud que sentía.

—Oh, por supuesto que sí. Mira todo lo que has conseguido. Ya no pueden salir a la calle. ¿Sabes lo que eso significa para los ciudadanos, no tener que agachar la cabeza y hacerse a un lado cada vez que esos matones arrogantes y endiosados se cruzan en su camino? Su campaña de saqueo ha sufrido un duro golpe financiero del que nunca se recuperarán. Ya no se harán ricos a nuestra costa. Tú lo has hecho posible.

—Sí. —Francine se irguió y sonrió ampliamente—. He puesto mi grano de arena. Pobre papi.

—Dile la verdad si crees que merece la pena. Déjale que me culpe a mí; le será más fácil. No deberíamos hacernos las víctimas por esto, porque no lo somos. Ahora lo son ellos.

—Gracias, Denise. —Francine se inclinó y le dio un beso—. Eres tan fuerte. Te necesitamos para derrotarlos. No quiero que mis hijos tengan miedo de las estrellas como yo.

Denise la abrazó con fuerza.

—Eso no ocurrirá nunca. Te lo prometo.

Después de que todos los niños hubieran llegado, Denise les dijo que se sentaran y les dio las pantallas electrónicas. Eso siempre les gustaba. Les hizo cantar a coro mientras dibujaban un millar de formas fantásticas de vivos colores. Todos le enseñaban su creación mientras paseaba entre ellos. Les dio ideas, los felicitó y los animó.

Un rato después hicieron un descanso para tomar zumo y comer galletas. Denise se sentó con ellos para tomar un té.

—Seño, termina la historia —rogó uno de ellos.

—¡Por favor! —gritó el resto a coro.

Haciéndose la remolona, Denise posó su taza de té.

—Faltan algunos de vuestros compañeros, tendré que contarla de nuevo más adelante. —Con esto desató chillidos de alegría entre sus pupilos.

—De acuerdo, entonces —dijo tras un teatral suspiro—. Os contaré el final. —Pensó que después de todo no sabía cuánto tiempo seguiría allí. Aquello la desanimó un poco; a pesar de que ante ella se abría un abanico de asombrosas posibilidades, echaría de menos aquellos sonrientes y traviesos rostros. Los niños entregaban su confianza y su admiración con tanta facilidad. Sintió que al recibir cuanto le daban se convertía en un fraude para ellos, idea que la desolaba.

—Mozark tardó diecisiete años en completar su viaje alrededor del Imperio del Anillo. Algunas semanas antes de su regreso, en su reino ya corrían rumores de que pronto volvería. Todos los planetas lo celebraron y cuando Endoliyn recibió la noticia no pudo contener las lágrimas de tan agradecida que se sentía porque su príncipe por fin volvería a casa. Hacía ya unos diez años que no se sabía nada de la nave ni del periplo de la tripulación. Y eso es mucho tiempo incluso para quienes nunca pierden la esperanza.

»Sin embargo por fin había llegado aquel día tan esperado, de modo que millones de súbditos de todo el reino se habían congregado en los alrededores del vasto campo de aterrizaje. Esperaron durante horas sin dejar de mirar al cielo ni un momento, sembrado de horizonte a horizonte por una infinidad de estrellas plateadas. Por fin se empezó a vislumbrar un débil resplandor a lo lejos. Poco a poco fue cobrando forma y la multitud empezó a gritar y alborotar para darles la bienvenida. La nave se posó en la misma plataforma de la que partió, que había permanecido sin utilizar durante aquellos diecisiete largos años.

»Cuando Mozark salió de la nave, el primero en saludarlo fue su padre, el Rey, que no podía contener las lágrimas al ver retornar a su hijo. Los demás miembros de la tripulación también fueron recibidos con grandes honores, pues aunque no gozaban del mismo renombre que su príncipe, su papel durante el periplo espacial no había sido menos importante.

»Por último, después de que terminaran todas las celebraciones públicas, Mozark viajó al palacio donde Endoliyn moraba para pedirle perdón.

—¿Por qué? —preguntó Jedzella sin comprender—. ¿Qué había hecho mal?

—Eso fue más o menos lo que le dijo Endoliyn —le respondió Denise con una sonrisa—. Ella también quería saber qué había hecho Mozark. A lo que Mozark le dijo que no podía perdonarse el haber desperdiciado diecisiete años lejos de ella. Estaban enamorados el día que partió, y separarse de aquella manera de la persona a la que se ama no se debe hacer. Endoliyn se rió y le dijo que era un tonto y que ahora lo amaba aún más por haberse embarcado en aquella aventura. ¿Cuántas personas sacrificaban tanto por sus ideales? Después le hizo la pregunta que durante los últimos diecisiete años le venía quemando los labios.

—¿Qué has encontrado?

»Mozark se sintió tan avergonzado que bajó la mirada.

—Nada —confesó—. Ahí fuera no he encontrado nada que no podamos construir o idear aquí nosotros solos. Te he fallado, este supuesto viaje noble y revelador no ha servido para nada. Casi he desperdiciado diecisiete años.

Endoliyn se aferró a aquella chispa de esperanza y le preguntó qué quería decir con aquello de «casi». Mozark le contestó que una cosa sí que había encontrado.

—Sólo he descubierto algo nimio que me convierte en un egoísta —dijo—. Algo que sólo me sirve a mí.

—¿Qué, amor mío? —preguntó Endoliyn.

»Mozark la miró fijamente y le dijo:

—Me he dado cuenta de que la vida es lo más valioso que tenemos. Da igual dónde estés o quién seas. Lo único que importa es cómo vives cada día; debemos aprovechar hasta el último minuto, cuanto dé de sí. Ahora sé que sólo puedo aprovechar mi vida si la vivo contigo. Eso es lo único que he aprendido. No me importa que mi reino alcance la gloria o que se suma en el más profundo abismo, sólo pido compartir mis días contigo.

»Endoliyn río de alegría y le dijo que por supuesto que vivirían juntos para siempre. Mozark no cabía en sí de pura dicha. Con el tiempo se casaron, Mozark fue nombrado rey y Endoliyn reina. Gobernaron el reino durante largos años.

Pocos recordaban un monarca tan sabio y bondadoso. Por supuesto el reino no se sumió en ningún abismo, sino que prosperó mucho y bajo su gracia y serenidad encontraron cobijo y protección todas sus gentes.

Los niños se quedaron callados hasta que se dieron cuenta de que Denise ya había terminado la historia. Se miraron entre ellos con gesto hosco. No protestaron pero Denise sabía que se sentían estafados.

—¿Ya está? —preguntó Melanie.

—Me temo que sí —contestó Denise con suavidad—. ¿Qué habéis aprendido del viaje de Mozark?

—¡Nada! —gritó uno de los chicos. Los demás rompieron a reír.

—No me lo creo —dijo Denise—. Yo he aprendido un montón y estoy segura de que vosotros también. La moraleja del cuento es muy sencilla: toda esta tecnología de la que disponemos, y soy la primera en admitir que es fabulosa, no debería impedir que nos reconozcamos a nosotros mismos. La ciencia no es la solución a nuestros problemas: por sí sola no da la felicidad, como mucho nos ayuda a seguir el camino hacia ella. Pero ese camino debemos abrirlo nosotros mismos durante el escaso tiempo que se nos ha concedido para existir en este universo. Cuando seáis mayores os concentraréis en lo que es importante para vosotros como personas. En el caso de Mozark lo más importante era su amor por Endoliyn, y necesitó recorrer toda la galaxia para darse cuenta. Hasta que no buscó una solución a caballo entre la ciencia y el alma de sus iguales, no se dio cuenta de lo estéril que era su búsqueda. El universo se extiende a vuestro alrededor, pues ésa es la única manera en que lo podréis percibir. Vosotros sois lo más importante de él, cada uno de vosotros.

Una vez que se calmaron, aunque tampoco mucho, se pusieron en pie y salieron corriendo a jugar al jardín.

—Muy bien, querida.

Denise se giró y vio a la señora Potchansky en la entrada de la pequeña cocina de la escuela.

—Gracias.

—Ya tenía ganas de saber cómo acababa la historia —dijo la anciana.

—¿Entonces te ha gustado?

—Oh, por supuesto. Aunque me temo que todavía no se puede codear con los clásicos. Habría que pulir algunos detalles. Pero me alegro de que se la hayas contado.

Denise miró cómo los niños alborotaban en el jardín.

—Quizá debería haber hecho más interesante el final.

—Si ése era el verdadero final, entonces era así como había que contarlo. Nunca te traiciones, querida.

Denise sonrió y se levantó de un salto.

—Nunca lo he hecho.

—Lo sé.

El extraño tono de la voz de la anciana hizo que Denise no supiera qué decir.

—Me siento orgullosa de ti, Denise —continuó la señora Potchansky—. Has hecho un estupendo trabajo durante estas últimas semanas. Las circunstancias no han jugado a nuestro favor y eso me da esperanza.

—Venceremos, no te preocupes.

—No me cabe la menor duda. Thallspring vencerá. —La señora Potchansky regresó a la cocina.

Cuando se empezó a escuchar el ruido de los cacharros que estaban cargando en el lavavajillas Denise se preguntó de qué habrían estado hablando exactamente.

Michelle Rake hizo bien al hacer que asignaran el laboratorio a Josep y Raymond. Estaba en el bloque de botánica, uno de los edificios más antiguos de la universidad, alejado del ajetreado campus de la institución. Una avenida bordeada de robles lo comunicaba con el núcleo de las instalaciones de la facultad; sus hojas largas y verdes oscuras proyectaban una densa sombra sobre el camino. Los estudiantes decían que cuando empezaban a brotar las flores blancas liberaban un delicioso aroma, pero que todavía quedaban algunos meses para eso. Los enormes árboles y el aire paralizado dotaban a aquella zona del campus de una atmósfera de aislamiento, como si lo más importante se hiciera en otras secciones y allí sólo quedara un puñado de viejos estudiosos que se pasaban el día cuidando de las plantas que había entre las antiguas y decadentes instalaciones.

Era el escenario perfecto para que Josep y Raymond ejecutaran las simulaciones en vivo. Aislados al tiempo que en pleno corazón de Durrell. La red del bloque de botánica llevaba varias décadas desfasada pero cubría sus necesidades de sobra; además, incluso ahora que la vida de la capital más o menos había vuelto a la normalidad, el treinta por ciento de los estudiantes seguía sin asistir a clase. Eso hacía que fueran más bien pocos los que se preguntaban qué hacían esos dos en el edificio; la botánica no era una de las disciplinas más demandadas.

Una de las paredes del laboratorio estaba bordeada por las cámaras de clima frío, a través de cuyos cristales empañados se veía una pálida luz violeta. El armario de refrigeración se oía zumbar y temblar en la esquina. Los dos bancos de madera que ocupaban el centro del laboratorio estaban cubiertos de un millar de objetos de cristal que parecían los componentes de un equipo de química avanzada de instituto. Las mesas de debajo de las largas ventanas estaban saturadas de botes de arcilla llenos de tierra arenosa de la que salían unos horribles cactus. El cubo negro del terminal del banco de datos estaba escondido debajo de una de las mesas, con sus tres pequeños LEDs naranjas parpadeando en la sombra. Un programa Principal lo había aislado de la red sin alertar al SA de mantenimiento. El grupo de perlas neurales del interior del cubo estaba generando una imagen de la Koribu tal y como se vería desde un Xianti al acercarse a ella. Josep y Raymond percibieron la simulación a través de sus agrupaciones de células descritas, que eliminaban la necesidad de utilizar trajes de sensibilidad. Los estímulos llegaban directamente a su cerebro mientras permanecían sentados uno al lado del otro en un par de viejos sillones de cuero que incluso daban la sensación de encontrarse en caída libre. Con sólo cerrar los ojos se olvidaban por completo del laboratorio de botánica. Cualquiera que los viera pensaría que estaban en medio de la fase REM del sueño.

Dentro del entorno virtual compartido, Josep ocupaba el asiento del piloto del Xianti mientras Raymond y una simulada Denise empezaban a vestirse y prepararse tras él. Por el cristal se podía ver la Koribu, una gigantesca masa de maquinaria que sólo distaba trescientos metros del morro del avión espacial. Se veían otros dos Xiantis aproximándose a la colosal nave con las puertas de las dársenas de mercancías extendidas. Las pequeñas naves de ingeniería unipersonales salieron a recibirlos, ansiosas por recuperar el valioso cargamento.

—No se ha producido contacto físico con la nodriza —dijo Josep con aire pensativo—. De modo que a trescientos metros de distancia ya hacemos saltar la alarma de fallo.

Los paneles de control y el cristal se cubrieron de gráficos ambarinos para informar de una avería hidráulica en los activadores de las puertas de las dársenas de carga útil. El controlador de vuelo de la Koribu les hizo una serie de preguntas. Josep le fue respondiendo según las directrices que habían obtenido de los registros de datos de la misión del puerto espacial.

Una vez que el SA de la nave recibió y confirmó los datos de los sistemas del avión espacial, les permitieron atracar en la dársena de mantenimiento de la nave. Dados los pequeños fallos de equipamiento, el avión espacial sería enviado de regreso al planeta para revisarlo y repararlo. Realizar las operaciones de mantenimiento en caída libre era complicado y costoso, por lo que en muy pocas ocasiones estaba justificado. Transportar mercancías inaccesibles era una de ellas. El proceso, relativamente sencillo, consistía en suministrar energía hidráulica adicional al avión espacial para que las puertas de las dársenas de carga útil se abrieran y se pudiera sacar la mercancía. Después las puertas se podrían cerrar y blindar para que no se dañaran a su paso por la atmósfera. El avión espacial regresaría a Durrell para que le realizaran una revisión general. Además contaban con la ventaja añadida de que en la nave nadie llegaría a ver qué contenía la dársena de cargamento del Xianti.

Mientras Josep los paseaba por la sección de carga de la Koribu, Raymond terminaba de ponerse su traje. Estaba hecho a medida y para su confección se había empleado un tejido gris perla tan fino como el papel. La tela era elástica, por lo que introducir las extremidades en su interior era más o menos sencillo. La capucha del traje era más gruesa y semejaba una máscara protectora de deporte. Al ponérsela, unos pequeños túbulos se introdujeron por sus fosas nasales para suministrarle aire. Sus labios quedaron tapados por lo que le pareció una suave esponja seca que absorbía sus exhalaciones. El traje se cerró por el frontal y se ciñó al cuerpo. Durante unos instantes sintió pinchazos por todo el cuerpo. Después, cuando el proceso de morfosis concluyó, sintió como si estuviera desnudo. El tejido del traje cambiaba de color con las variaciones de temperatura corporal para expulsar el exceso de calor y mantenerlo en condiciones óptimas. Su agrupación de células neurales descritas empezó a recibir la información que le transmitían los sensores del exterior de la capucha para completar su visión.

Por último, cogió una chaqueta negra sin mangas y se subió la cremallera. Era una suerte de arnés en el que se podían acoplar distintas armas, transformadores y munición, aunque también disponía de varias boquillas de propulsión en los hombros y la cintura que ofrecían al portador cierta maniobrabilidad en caída libre.

Denise también había terminado de vestirse. Estaba agarrada a un asidero que había cerca del compartimento estanco.

—Listos —le dijo Raymond a Josep. Denise y él se impulsaron hacia el compartimento estanco. La puerta del interior se cerró. Denise activó el ciclo.

—Preparaos —dijo Josep por el canal seguro—. Estamos a cincuenta metros.

La escotilla exterior se abrió. Raymond pudo ver pasar la sección de motores de la nave, con sus aisladores criogénicos destellando con vivacidad al reflejar la luz solar. Se agarró al borde de la escotilla y se impulsó para salir.

El Xianti se dirigía hacia las secciones de carga de la nave, que tenían forma de bidones descomunales. Cien silos abiertos a la negrura. El sol, desde la posición que estaba, no los iluminaba directamente, aunque se podía ver que algunos estaban llenos de vainas de mercancía. Al otro lado de los silos se veían las gigantescas puertas de la dársena de mantenimiento, que se estaban abriendo y dando paso a un metálico cráter rectangular. Unas horquillas mecánicas iban extendiendo sus mandíbulas y preparándose para acoger la nave.

—Ahora —ordenó Josep.

Raymond estiró las piernas y se lanzó. Las boquillas de la chaqueta se activaron al instante para ganar velocidad. Voló con limpieza hasta el extremo de uno de los silos abiertos. Las boquillas se activaron de nuevo para detenerlo. Se agarró a los conductos metálicos del depósito y se impulsó hasta la parte superior. Denise estaba en un silo que había a veinte metros de distancia. Levantó un brazo para hacerle una señal. Raymond le respondió con el pulgar hacia arriba y se lanzaron de nuevo.

Poco a poco recorrieron la sección de carga hasta llegar al borde. A quince metros de ellos, la primera rueda de ventilación giraba en absoluto silencio; aquella muralla de espuma verrugosa giraba tan rápido que se podía confundir con los rápidos de un río. Cuando se acercaron un poco más y pudieron ver la totalidad de la circunferencia la ilusión desapareció.

Comenzaron a deslizarse por el lateral de la sección de carga en dirección al eje. Después de recorrer veinte metros llegaron a la altura de la parte superior de la rueda. Dado que la zona entre la sección de carga y la rueda era demasiado sombría, el traje de Raymond tuvo que aumentar la sensibilidad visual. La cubierta de espuma de la rueda apenas reflejaba luz.

Una vez que recuperó visión, Raymond introdujo su posición y la velocidad relativa de la rueda en la perla de control de funciones del traje. Se soltó de los conductos metálicos de la sección de carga y se lanzó hacia el borde de la rueda de ventilación. Cuando apenas le quedaba un metro para llegar, las boquillas se accionaron de nuevo para avanzar más rápido en la dirección de rotación de la rueda. Desde la posición de Raymond parecía como si la rueda fuera desacelerando a medida que él se acercaba hacia ella. La superficie estaba cubierta de una infinidad de salientes entre espuma, conductos, tuberías e incluso escaleras. Cuando Raymond se agarró a un grueso aro de metal, la falsa gravedad se apoderó de él y lo arrastró hacia la parte superior de la rueda. Había recuperado una octava parte de su peso, suficiente para actuar con seguridad.

Vio que Denise estaba a un cuarto de la rueda de distancia y que levantaba el pulgar. Raymond se quedó de pie e intentó no hacer movimientos bruscos. Tenía la sensación de que ahora se precipitaría hacia abajo si iba más allá del borde de la rueda. Si se resbalaba, la fuerza centrífuga de la rueda le haría salir despedido y los sensores detectarían su presencia. Caminó con cautela hacia la mitad de la rueda y examinó la estructura que tenía bajo sus pies con todos sus sensores. Cuando la resonancia de partículas detectó un claro. Raymond sacó de la chaqueta un aro de foco energético que al colocarlo sobre la espuma formó un círculo de dos metros de diámetro.

A cien metros de distancia, Denise estaba realizando la misma operación. Raymond se apartó del aro y lo activó a través de un código. La espuma circundante se evaporó junto con la cubierta de aleación de carbono y titanio que quedaba debajo. Una sección redonda de dos metros de diámetro del fuselaje de la rueda salió despedida hacia arriba, impulsada por una violenta columna de aire. Un intenso haz de luz blanca emergió del agujero. Papeles, ropa, módulos electrónicos y líquidos salieron expelidos por el chorro de aire para perderse en las fauces del vacío espacial.

Raymond esperó a que el agujero se despejara un poco para tomar impulso y lanzarse al interior de la rueda. Cayó en una especie de salón, donde la descompresión había causado estragos. Adonde quiera que mirara veía luces rojas parpadeando. El panel de emergencia del compartimento estanco había sellado la escotilla. Cuando la perla de su traje encontró la frecuencia de la red interna de la rueda, el Principal se introdujo en los nodos.

Se colocó ante el panel de emergencia del compartimento estanco y utilizó el Principal para anular los bloqueos de seguridad. En cuanto se abrió pasó a la cámara contigua. Una vez que hubo entrado y el panel se hubo cerrado de nuevo, se abrió la escotilla. La tripulación de la nave corría enloquecida de aquí para allá. El Principal anuló todos los sistemas de comunicación internos y las luces se apagaron. A Raymond no le afectó porque seguía pudiendo ver gracias a su radar de láser e infrarrojos. Sacó su pistola de bloque de electrones y empezó a matar a todo el que se cruzaba en su camino.

Tras la simulación en vivo Josep y Raymond abrieron los ojos y se los taparon para protegerse del intenso sol de la tarde que se colaba por las ventanas del laboratorio de botánica. Josep se levantó y se estiró para desentumecerse.

—No ha estado mal —dijo—. Pero creo que debemos desarrollar versiones con más enemigos.

—Sí, yo también. De momento es bastante fácil.

—¿Qué te parece que te descubran cuando sales del avión espacial?

—Oh, estupendo.

Josep sonrió y consultó su reloj.

—Faltan un par de horas para que Michelle vuelva.

—¿Cómo va?

—Bien. Desde que se ha convertido en activista ha espabilado un poco. Le gusta hacer de mensajera, le hace sentirse útil. ¿Qué hay de Yamila?

—No quiero arriesgarme en absoluto —dijo Raymond—. Es demasiado tímida. Sólo con sugerírselo saldría corriendo y tendría que buscar otra tapadera.

—A estas alturas no, no podemos permitírnoslo.

—Lo sé. En realidad piensa que estoy viendo a otra persona. Como me voy todas las noches.

—¿Es así?

—Sí. —Raymond llenó dos tazas con agua y echó un cubito de té en cada una antes de meterlas en el microondas—. Necesitamos las llaves de comunicación. —Fue algo que les sorprendió cuando analizaron los datos del Xianti. Sabían que el tráfico de comunicación del avión espacial estaba encriptado, aunque nunca se habían molestado en examinarlo. De haberlo hecho hubieran descubierto que ni el Principal podía descifrarlo. En teoría, con tiempo y un sistema potente de procesamiento, todo código se podía reventar, pero Z-B utilizaba en sus aviones espaciales una muy particular y sólida técnica de encriptación tetradimensional que cambiaba cada vez. Incluso con los recursos de que Raymond y Josep disponían, nunca podrían crackearla a tiempo.

—Qué putada que sean llaves físicas. Parece que Z-B se toma la seguridad de sus vuelos espaciales muy en serio.

—El Principal no deja de encontrar referencias extrañas a Santa Chico —dijo Raymond—. No sé qué ocurriría allí exactamente. Pero es posible que con algún arma muy avanzada destruyeran una de sus naves.

—No me extraña que ofrezcan tanta protección. Antes funcionaban con encriptación dimensional. —Josep meneó la cabeza con admiración—. Dentro de unos días las sacaré del puerto espacial.

—¿Ya se pasó el alboroto por lo de Dudley Tivon?

—Casi. La policía ahora sólo considera el caso como financiación de recursos de nivel cinco. El Principal registró cierta actividad en el SA de seguridad de Z-B y al parecer los superiores le prestaron cierta atención. Supongo que les interesaba porque Tivon trabajaba en el puerto espacial. Pero nunca se investigó a fondo.

—¿Entonces estamos fuera de peligro?

—Eso parece.

—Bien. Por lo que he hablado con Denise, ella ya está preparada.