Capítulo 10

A Simon Roderick se le había torcido el día nada más empezarlo. Había renunciado a ocupar la oficina ceremonial del presidente Strauss durante la ocupación de Thallspring por parte de la Tercera Flota. No quería sucumbir al tópico. En cualquier caso, el enlace oficial de Z-B con el ejecutivo planetario era el general Kolbe; era éste quien debía encargarse de las relaciones públicas. Por tanto, mientras el desventurado general intentaba aplacar a las encolerizadas y resentidas prensa y población, Simon se quedaba en el acogedor despacho que él mismo se había buscado en el ala este del Señorío del Águila, expulsando al rebaño de asistentes presidenciales que se había congregado alrededor de su jefe para ofrecerle consejo, facilitarle informes y proponerle efugios varios.

El Señorío del Águila estaba situado sobre una pequeña elevación que había en el centro de Durrell y que proporcionaba a Simon amplias vistas de toda la ciudad. Por lo general, las mañanas traían consigo un brillante sol que se derramaba sobre los impresionantes edificios y las opulentas plazas de la capital. Hoy unas espesas nubes de carbón se habían adueñado del cielo azur. Una débil llovizna salpicaba los amplios ventanales que quedaban detrás de su escritorio y desenfocaba el nítido contorno de los lejanos rascacielos. Todos los vehículos que avanzaban por la autopista circular rodeando los extensos terrenos del Señorío del Águila llevaban las luces encendidas, cuyo resplandor azul intenso rielaba en el asfalto mojado.

Nada más llegar, su SA personal desplegó los resúmenes que él empleaba para permanecer al tanto de los acontecimientos de la capital. De la noche a la mañana la producción de las fábricas destinadas a la manufacturación de bienes había descendido varios puntos. Se debía a que muchos de los empleados no acudían a ocupar sus puestos de trabajo y a que el suministro de materias primas también se había visto reducido. El caso era que aquella mañana el tráfico no era tan denso como de costumbre. Pero cuando miró por la ventana y vio la corona de amplias avenidas por las que se salía de la autovía de circunvalación del Señorío del Águila, no se fijó en que había menos automóviles. En todos los accesos se veían las mismas colas de siempre. En ese momento la alerta médica desplegó un mensaje azul marino.

Se sentó derecho en la silla de cuero de respaldo alto para leer los informes.

—¿Tuberculosis? —preguntó con incredulidad.

—Ése es el diagnóstico —afirmó su SA personal—. Y hay muy poco margen de error. Ya se han detectado setenta y cinco casos en Durrell; el pronóstico es que esa cantidad se habrá duplicado al final del día y que después seguirá aumentando.

De los distritos del extrarradio ya están llegando informes de posibles nuevos contagios, así como de otras provincias de todo el planeta. El tipo parece bastante virulento.

—¿Thallspring tiene antecedentes?

—No. Hasta ahora no se había registrado ningún caso de tuberculosis.

—¿Entonces cuál demonios es la causa?

—Las conclusiones preliminares de los médicos locales y de los organismos de salud pública apuntan a que nosotros somos el foco de infección.

—¿Nosotros?

—Sí. Después de consultar con nuestro SA médico, pienso que es lo lógico.

—Explícate.

—Este tipo concreto es el resultado de varios siglos combatiendo esta enfermedad mediante tratamientos médicos cada vez más sofisticados. Cada vez que los científicos desarrollaban un nuevo y más fuerte antibiótico con el que tratar al bacilo de la tuberculosis, éste mutaba hasta dar lugar a un tipo más resistente. A principios del siglo XXI esta enfermedad ya se había convertido en la consecuencia de lo que se dio en llamar superbacterias, que se habían vuelto resistentes a cualquier antibiótico.

—Que, si mal no recuerdo, se combatieron con los metabióticos que se desarrollaron después.

—Correcto. Los metabióticos mantuvieron a las superbacterias bajo control durante casi un siglo. Al final, por supuesto, se volvieron inmunes también al nuevo remedio. Para entonces ya estaban disponibles las vacunas de ingeniería genética. Desde entonces siempre han demostrado ser el tratamiento más efectivo. Cada vez que el bacilo muta, lo único que hay que hacer es leer su estructura genética y proporcionar una vacuna específica. Esto ha paralizado por completo el aumento de los contagios.

Simon, que sabía a qué situación conducía esto, se quedó mirando las calles mojadas de la ciudad con expresión sombría.

—Pero todavía no hemos erradicado la bacteria.

—No. Eso no es posible. Las ciudades de la Tierra continúan siendo un fértil caldo de cultivo. Las autoridades sanitarias locales siempre están al tanto por si surgen casos de nuevos tipos. Cuando esto ocurre es posible elaborar una vacuna en menos de treinta horas. De esta manera se ha conseguido evitar las epidemias durante doscientos años.

—¿En las colonias también se han prevenido?

—Antes de que emprendan el viaje, a los colonos se les somete a una rigurosa serie de análisis para detectar un amplio espectro de enfermedades. Si alguno está infectado, se le vacuna. Lo más probable es que el bacilo de la tuberculosis no saliera de la Tierra, al menos en una fase activa.

—¿De modo que aquí no se rigen por el mismo sistema de salud?

—No.

—En otras palabras, que nosotros lo hemos traído a Thallspring.

—Es la conclusión obvia. Lo más probable es que algún miembro de la compañía estuviera expuesto a un bacilo avanzado al que era inmune, bien por estar vacunado o por alguna vescritura en su línea germinal, en cuyo caso su sistema inmunológico se habría vuelto más resistente. Sin embargo, todavía podría ser portador. Si es así como ocurrió, entonces debió de contagiar a todos los que viajaban en la misma nave que él. Todos los que viajaron en esa nave están extendiendo la enfermedad en estos momentos.

—¿No realizamos análisis a todos los que son enviados a una misión?

—No para detectar enfermedades concretas. Ese tipo de reconocimientos se volvió demasiado caro dado que las Flotas dejaron de utilizarse para buscar colonias. Los pelotones pasan por un reconocimiento médico una vez que sus componentes se han puesto el traje de Cuero. Hasta ahora se ha considerado adecuado.

—Mierda. —Simon apoyó el cogote en el reposacabezas—. Entonces no es un simple brote de tuberculosis sino toda una pandemia, y en este planeta nadie es inmune a la enfermedad.

—El SA médico cree que el sector de la población sometido a algún tipo de vescritura de su línea germinal no se verá afectado.

—¿Porcentaje? —preguntó Simon con voz seca.

—A alrededor del once por ciento se le ha practicado vescritura en la línea germinal; la mitad son menores de quince años.

—De acuerdo. ¿Qué recomienda nuestro SA médico?

—La inmediata elaboración y distribución de una vacuna. Aislamiento en todos los casos confirmados e imponer tratamiento médico.

—¿Tiene cura?

—Hay precedentes. El SA médico dispone de patrones de metabióticos que en un pasado reciente han dado buenos resultados. Podemos combinar esto con virales de regeneración de tejido pulmonar. El proceso no será ni rápido ni barato.

—¿Tiempo estimado?

—Dos años para una recuperación total.

—Maldita sea. ¿Y cuánto se tardaría en poner en práctica la producción de la vacuna?

—La producción se puede iniciar veinticuatro horas después de que des una autorización de prioridad. Producirla en cantidades suficientes para proteger a toda la población del planeta requiere tres semanas.

—¿En qué medida afectará a nuestro calendario de producción de bienes?

—No es factible que aumente. En este momento existen demasiadas variables.

El intercomunicador del escritorio dio un pitido.

—El presidente Strauss está aquí, señor —le anunció su asistente—. Exige hablar con usted inmediatamente.

A Simon no le extrañó en absoluto.

—Que pase.

—Señor.

—Y, por favor, dígale al señor Raines que venga él también.

Cuando se trataba de buscar a alguien que facilitara el proceso de captación de bienes y que se asegurara de que los empleados de Z-B se adaptaran a la legislación del planeta y a la administración pública, el presidente Edgar Strauss no era el hombre más indicado. Ninguna amenaza ni coacción parecían afectarle en absoluto. Era grosero y cerrado, nunca se mostraba dispuesto a colaborar y, en algunos casos, tenía una actitud obstruccionista. Simon incluso tuvo que contenerse para no colocar collares de buena fe a los miembros de su familia; si imitaran su actitud, se desataría el Apocalipsis.

Strauss irrumpió en la oficina con la violencia de un elefante herido.

—¡Cabrón fascista hijo de puta! ¡Nos están exterminando! ¡Quieren limpiar el planeta y traer a sus familias!

—Señor Presidente, eso no…

—No me toque los cojones, mierdecilla. En el banco de datos se explica muy bien. Han desatado un brote de tuberculosis, algún tipo vescrito de mayor virulencia de la normal.

—No está vescrito, el bacilo es perfectamente natural.

—¡Y una mierda! —Sus ojos grises parecieron llamear en medio de su rostro enrojecido—. Estamos completamente indefensos. Han cometido un genocidio y nos han condenado a una larga y dolorosa muerte. Deberían habernos aniquilado con el baño de gamma, porque ahora tenemos la oportunidad de rebanarles el pescuezo uno por uno. ¿Qué sentido tienen ahora los collarcitos de buena fe, eh?

—Sí hace el favor de tranquilizarse…

En ese momento se abrió la puerta y Braddock Raines entró en la oficina. Estaba en la Inteligencia de la Tercera Flota; tenía treinta y pocos años, era de ese tipo de personas que pueden pasar desapercibidas en cualquier situación, lo que le permitía verlo todo desde una perspectiva más amplia y sin la interferencia de los oficiales locales. Tenía el don de inspirar confianza a la gente. Todo el que había hablado alguna vez con él recalcaba lo agradable que era y cuánto le gustaría contarlo entre sus amigos. Simon sabía que de Raines siempre podía esperar el informe más detallado sobre las situaciones más comprometidas.

—¿Y éste quién es? ¿El verdugo? —preguntó Edgar Strauss—. Sé que ahora que he descubierto la verdad, no me dejarán seguir viviendo. Me tienen demasiado miedo. ¿Cómo lo va a hacer, hijo, cuchillada o balazo en la cabeza?

Braddock se quedó boquiabierto. Por primera vez no sabía qué responder.

—Si no cierra el pico sí que le voy a tener que meter un balazo —le espetó Simon.

El presidente Edgar Strauss resopló con satisfacción.

Simon respiró hondo y se sentó para calmarse. No recordaba la última vez que había perdido los estribos. Pero aquel tipo era tan intragable. No le extrañaba que un retrasado y primitivo planeta como Thallspring hubiera elegido a un cavernícola del pueblo como Strauss.

—Señor presidente. Acabo de enterarme de este brote hace unos instantes. Por supuesto me siento sorprendido y lamento que algo así ocurra en este hermoso planeta. Y me gustaría declarar en público lo antes posible para asegurarle a usted y a toda la población que Zantiu-Braun hará cuanto esté en su mano para ayudar a las autoridades sanitarias locales a combatir la enfermedad. Los patrones para las vacunas y los metabióticos necesarios estarán disponibles de inmediato. Si todos los recursos requeridos del planeta se dedican a atajar la situación, entonces confiamos en que el problema se acabará pronto y para siempre.

—Hijo, se tardará un mes en empezar a distribuir la vacuna. ¿Cuánta gente morirá hasta entonces?

—Estimamos que se necesitarán tres semanas como máximo para producir las vacunas suficientes. Y si seguimos los procesos correctos, nadie que se haya infectado morirá. No obstante, ello requerirá una absoluta cooperación por parte de sus autoridades. ¿Está dispuesto a ayudarnos o prefiere que su pueblo sufra innecesariamente?

—¿Para eso han traído esto? ¿Para someternos?

—No lo hemos introducido nosotros —dijo Simon mecánicamente—. El bacilo de la tuberculosis ha desarrollado nuevas y peligrosas variantes a lo largo de toda su historia. Nadie sabe de dónde ha salido este tipo. Sólo a un demente o a un político se les ocurriría culparnos de algo así. —Su SA personal le informó de que el Presidente estaba recibiendo una serie de archivos procedente del banco de datos, todos encriptados. Sin duda para proporcionarle más información sobre la enfermedad.

—Sí, claro —dijo Edgar Strauss—. Ustedes y esta mierda entran en escena al mismo tiempo. ¿Qué clase de controles médicos realiza Zantiu-Braun al personal de Seguridad Estratégica antes de salir, eh? Dígamelo, hijo. Gente que procede de las principales capitales de la Tierra, donde la tuberculosis lleva siglos cociéndose. ¿Los examinan a todos, eh?

Por el rabillo del ojo Simon vio hacer una mueca de incomodidad a Braddock Raines. Simon se mantuvo imperturbable.

—Aplicamos los mismos procesos por los que han pasado siempre las naves que han salido de la Tierra, como ordena la ley de cuarentena de la ONU. No se nos permitiría salir del sistema de Sol sin pasar por ellos. ¿No seguían esos procedimientos las naves de la casa Navarro?

—Por supuesto que los seguían. No hemos conocido ninguna infección hasta que ustedes, cabrones de mierda, han comenzado a invadirnos.

—¿Y por qué no ocurrió la última vez que los visitamos?

Los ojos de Edgar Strauss brillaron aún con mayor intensidad.

—De modo que la vacuna es otro de los avances que quieren que adoptemos. Otro producto más sofisticado que cualquier cosa que haya aquí.

—Y su problema con eso es…

—Nos están cebando para el día de mañana. Eso es en lo que consiste toda esta pantomima. Nuestras desgracias son su beneficio. Las vacunas y los metabióticos estarán disponibles para que puedan recogerlos en su próxima cosecha de dementes junto con todos los demás avances. Ya he visto todos esos nuevos diseños que les han cedido a nuestras empresas y universidades. Neurotrónica, software, bioquímica, genética, incluso diseño de plantas metalúrgicas y de fusión. Nos han entregado todo eso por pura filantropía.

—Queremos que cuanto hemos invertido en Thallspring dé sus frutos. Naturalmente les ayudaremos a actualizar sus bases tecnológicas y científicas.

—Pero sólo en su propio beneficio. Si la próxima vez que nos visiten todavía seguimos produciendo sistemas anticuados, no obtendrán beneficios.

—¿Eso cree?

—Lo sé, y usted también.

—Entonces tápese los ojos. Siga como si nada. —Simon extendió los brazos para señalar a la ciudad que se extendía al otro lado de la ventana—. Dígaselo, señor presidente. Convénzalos de que de nada les serviría la última versión de su programa de administración de memoria, dígales que no necesitan colocar frenos de última generación en sus coches y, sobre todo, hágales saber que no hacen falta mejores medicamentos.

—Acabará perdiendo. Lo sabe tan bien como yo. Ya no les quedan tantas naves. ¿Qué ha pasado? ¿No han podido construir otras nuevas? Un día vendrán y seremos lo bastante resistentes para plantarles cara. Nosotros estamos creciendo mientras ustedes se van marchitando, como les ha sucedido a todos los imperios decadentes a lo largo de la historia. Es nuestra sociedad la que está floreciendo. El fin de los vuelos espaciales será el fin de la tiranía.

—¿El eslogan es fruto de una tormenta de ideas de quienes le escriben los discursos o se lo ha inventado usted solito?

—Mis nietos bailarán sobre su tumba, pedazo de mierda. —Edgar Strauss se dio media vuelta y abandonó el despacho con paso decidido. De camino a la salida empezó a tararear el himno de Thallspring.

Simon se quedó mirando la puerta cerrada.

—Mi tumba no existe —susurró.

—Qué ridículo —dijo Braddock en tono impasible—. ¿Quiere que tenga un accidente?

Simon soltó una risotada seca.

—No me tiente.

—¿Entonces por qué estoy aquí?

—Vamos a tener que poner en marcha el programa de vacunación que recomienda el SA médico. Quiero que usted supervise la inoculación del personal de relevancia estratégica: todo aquél que sea imprescindible para que la producción de bienes no se paralice. Comience por los empleados de las fábricas y no se olvide de la gente que trabaja en las centrales eléctricas y trabajadores relacionados. Quiero reducir al mínimo las alteraciones de nuestro calendario.

—Entendido.

La planta acuática no llamaba la atención. Era un cubo de tejado plano y veinte metros de lado construido en su totalidad de hormigón que se escondía tras una valla de tela metálica y estaba rodeado por una frondosa cortina de enormes espinos perennes. Estaba situada en una esquina de un pequeño polígono industrial del extrarradio de Durrell. No se podía ver desde la carretera principal que pasaba por fuera y pasaba desapercibida para el resto del polígono.

Por las noches quedaba iluminada por los elevados focos halógenos de los alrededores. Unos estaban fundidos y otros parpadeaban con arritmia. Quizá se debiera al ángulo con que los haces incidían sobre el cubo, pero éste parecía tener más grietas en las paredes de hormigón de las que se veían durante el día.

Raymond, desde la posición estratégica que ocupaba oculto entre los arbustos, estudiaba la puerta de la valla. La única protección eran una cadena y un candado. Aunque ya habían analizado imágenes panorámicas, no podían afirmar con certeza si eso era todo. Ahora podía confirmarlo, un candado.

La seguridad no era uno de los aspectos más relevantes para la planta. Aplicaban las medidas justas para impedir que los niños entraran e hicieran travesuras. Con ese fin, en la parte de fuera habían colocado un par de alarmas y sensores. Al menos eran la única medida que aparecía en el inventario de las instalaciones.

El Principal estaba sondeando hasta el último aspecto de la red de datos interna de la pequeña planta y examinando hasta la última de las perlas y circuitos en busca de trampas y alarmas. Y no sólo de la planta, la arquitectura del banco de datos local se estaba escudriñando para comprobar si había vínculos inertes que condujeran a las instalaciones, dejados a modo de alarmas secundarias que sólo se vincularían con el banco de datos cuando un intruso las activara. Si las había, el Principal daría con ellas.

Si las precauciones se llevaban más allá, se convertirían en paranoia.

Raymond ordenó al Principal que pasara a la fase dos. Las imágenes captadas por los sensores visuales e infrarrojos colocados por toda la entrada de la planta se congelaron cuando el software se infiltró en sus procesadores, si bien sus temporizadores digitales siguieron contando de manera que parecía que todo transcurría con normalidad. Después se insertó otra rutina en la cerradura. Raymond la oyó abrirse desde su escondrijo.

Salió de la sombra y gateó por la valla. Al llegar arriba del todo se giró con agilidad y saltó al césped sin cortar del interior. Tardó tres segundos en correr hasta la puerta y abrirla. Tiempo total de exposición: siete segundos. No estaba mal.

Ajustó de inmediato sus ojos descritos a la oscuridad y vio unas débiles luces desperdigadas procedentes de los LEDs de los tableros de control. Sólo había una sala. Vio las bombas, cinco voluminosos cilindros de acero colocados sobre amplios soportes. Las paredes de hormigón estaban bordeadas de gruesas tuberías cuyo pesado latir saturaba el aire de constantes vibraciones.

Se quitó la mochila y sacó los explosivos. Sin perder un segundo, se metió entre las bombas y fijó las pequeñas cargas moldeadas justo sobre los soportes.

La retirada fue tan silenciosa y eficiente como la entrada. La cerradura se bloqueó cuando salió. En cuanto volvió a encaramarse a la valla, los sensores de las puertas siguieron funcionando con normalidad. El Principal salió del banco de datos de Durrell sin dejar ni la menor huella en el registro.

Las estroboscópicas luces rojas y azules se veían desde mucho antes de llegar a la planta acuática. Simon podía ver desde el coche los haces de luz que parpadeaban sobre las paredes de los edificios mientras salían de la carretera principal y entraban en el polígono industrial. Había una docena de vehículos policiales repartidos alrededor de la planta acuática. Habían tendido cintas azules plásticas de NO PASAR para formar un amplio cordón que rodeaba el frondoso seto de espinos. Había agentes uniformados pululando por todas partes mientras el personal y los robots forenses llevaban a cabo una minuciosa recogida de huellas.

Los Cueros se paseaban por el interior del recinto como guardas que vigilaran una cadena de presidiarios, sin mezclarse nunca con el equipo forense. Un tropel de periodistas se apiñaba detrás del cordón azul, todos ellos intentando introducir sus sensores. Debía de haber unos veinte pasando información directamente al banco de datos para transmitir la operación al público, ya fuera de forma visual o sonora. Incluso empleaban radares láser para trazar planos tridimensionales de la escena. Les hacían preguntas a gritos tanto a los policías como a los Cueros, sin importarles el rango. Los hostigaban sin descanso para obligarlos a que les dieran cualquier tipo de respuesta.

El IND de Simon le proporcionó los resultados técnicos del equipo forense en cuanto sus sensores los consiguieron. Una rejilla de tablas y gráficas de color azul marino desprovistas por desgracia de datos relevantes.

—Es increíble —dijo Braddock Raines, que junto con Adul Quan acompañaba a Simon en el coche. Los dos asistentes miraban al resto de espectadores. Los empleados de las fábricas y oficinas del polígono se habían asomado a la entrada de sus respectivos lugares de trabajo para ver en directo las labores de la policía. Tiritaban a causa del frío de la mañana, daban pataditas en el suelo e intercambiaban habladurías y conjeturas, la mayoría inventadas por ellos mismos.

Braddock pasó a conducir el coche manualmente y frenó para pasar por entre los grupos de curiosos que habían invadido la carretera y que parecían haberse olvidado del tráfico.

—¿Quiere entrar, jefe? —preguntó Adul—. Lo reconocerán enseguida. Simon vaciló unos segundos. Era cierto, los hologramas podrían proporcionarle una información que podría consultar con mayor detalle en sus ratos de ocio, además siempre le había molestado que lo vieran como un personaje importante allá donde fuera, sobre todo allí. A pesar de todo, en aquel acto de sabotaje había algo que le intrigaba, pero no sabía por qué. Buscara lo que buscara, no lo encontraría en un holograma, por muy alta que fuera su resolución.

—Creo que echaremos un vistazo.

—Muy bien. —Adul informó al sargento del pelotón de que estaban llegando mientras Braddock aparcaba el coche lo más cerca posible.

Los periodistas los vieron detenerse. Seis de ellos se acercaron cuando se abrieron las puertas. Tres agentes de policía y una pareja de Cueros corrieron para apartarlos y abrir paso para Simon.

—¿Son ustedes la policía secreta de Zantiu-Braun?

—¿Utilizarán collares de buena fe como represalia?

Simon se mantuvo impasible hasta que atravesaron el cordón. Cuando entraron en la planta acuática no pudo evitar arrugar la nariz ante el panorama. Entonces se dio cuenta de que el suelo estaba cubierto por un manto de agua de dos centímetros.

Las bombas estaban reventadas y sus surtidores asomaban por fuera de la cubierta. Había fragmentos de metal incrustados en las paredes y el techo de hormigón. No quedaba ni una sola máquina intacta, hasta los paneles de control habían quedado combados y destrozados.

Simon miró en todas direcciones.

—Buen trabajo —murmuró—. Muy bueno. —Miró a los agentes de policía veteranos, había cinco de ellos apiñados. Le parecieron ridículos. Había visitado muchas escenas del crimen y en todas ellas todos los que estaban por encima del rango de teniente se buscaban unos a otros y permanecían en grupo, como si tuvieran miedo de que los novatos los atracaran si se quedaban solos.

Su SA personal interrogó al SA de la policía e identificó al oficial que estaba al cargo, el comisario Oisin Benson. Lo reconoció sin dificultad, puesto que no veía ningún otro veterano con el pelo tan desgreñado.

Oisin Benson vio a Simon al mismo tiempo. Miró a sus compañeros con complicidad y se acercó a él.

—¿Puedo ayudarle?

—Sólo hemos venido a examinar el terreno, comisario —respondió Simon—. No pretendemos entrometernos.

—No me he explicado bien —dijo Oisin Benson—. ¿Quién es usted y por qué cree que tiene derecho a estar aquí?

—Ah. Ya veo. Bien, venimos de la oficina del Presidente, a petición del general Kolbe. El motivo de nuestra visita es determinar si este acto estaba dirigido contra Zantiu-Braun.

—Pues no lo estaba.

—Parece que no ha tardado mucho en llegar a esa conclusión, comisario. ¿Qué pruebas tiene?

—No han pintado eslóganes. No hay pintadas de radicales. El objetivo no era hacer daño a su gente ni interrumpir sus operaciones. Es un asunto civil.

—¿Se producen muchos atentados terroristas en Thallspring?

El comisario Oisin Benson se inclinó unos centímetros hacia Simon y sonrió con frialdad.

—Tantos como brotes de tuberculosis, señor Roderick.

Simon pensó en lo poco que le había servido ser discreto.

—En realidad, comisario, esto ha afectado a nuestras operaciones. La planta acuática suministra agua a varias fábricas. Todas tendrán que reducir su producción hasta que se restaure el suministro.

—De las diecisiete fábricas a las que esta planta suministraba agua, sólo cinco están obligadas a cederles su producción. Por otro lado, la compañía propietaria de esta planta está sujeta a los pleitos por vertidos tóxicos que le han puesto las familias de los afectados. Se trata de una batalla legal que está tardando mucho en resolverse y hasta ahora la empresa no ha realizado ningún pago a cuenta a las víctimas.

—¿La compañía ha recibido alguna amenaza?

—Los ejecutivos han recibido numerosas amenazas, tanto verbalmente como en forma de paquetes; por lo general van dirigidas a ellos o sus familias, pero la compañía en sí también ha recibido muchas.

—Muy conveniente.

—¿No le gusta la verdad, eh, señor Roderick? Sobre todo cuando no le viene bien a sus planes.

Simon suspiró y lamentó haberse tenido que enzarzar en una disputa pública con aquel oficial insignificante.

—Comisario, ahora vamos a echar un vistazo. No le robaremos más tiempo.

—Muy considerados. —Oisin Benson se echó a un lado y le hizo un gesto de bienvenida con el brazo.

Cuando Simon se metió en el agua para examinar el primero de los surtidores reventados, sintió cómo el agua se colaba por las costuras de sus zapatos y le empapaba los calcetines. Había otras dos personas analizando la maquinaria aplastada: un ingeniero que llevaba la chaqueta de la compañía y un técnico de Z-B que hizo con la cabeza una forzada señal de asentimiento a los tres guardias de seguridad. El ingeniero no pareció hacerles el menor caso mientras extraía de las ruinas un pequeño sensor.

—¿Algo relevante? —preguntó Simon.

—Han utilizado un explosivo comercial estándar —explicó el técnico—. En la fabricación no se utilizaron moléculas de código por lotes, por lo que dudo que la policía consiga rastrear nada. Aparte de eso, creo que detonaron todas las cargas al mismo tiempo. Eso implica que utilizaron una señal de radio. Podría haber venido de fuera pero es más probable que emplearan un temporizador. De nuevo, componentes muy sencillos. Se pueden encontrar en la universidad.

El ingeniero se levantó y se llevó la mano a la espalda.

—Una cosa es cierta, el que lo hizo sabía muy bien lo que quería.

—¿Ah, sí? —dijo Simon—. ¿Por qué?

—Por el tamaño y por la distribución. Colocaron la cantidad mínima de explosivo en cada surtidor. Las instalaciones de esta planta eran como todas las otras que posee la compañía, son la cubierta más barata que se puede construir; básicamente sólo sirve para evitar que la lluvia y el viento estropeen los surtidores. No son más que paredes de hormigón recubiertas de espuma antihumedad. Y todavía sigue en pie. Han estallado seis bombas y sólo han sufrido daños los surtidores. Yo diría que ha sido una explosión controlada.

—¿Entonces estamos buscando a un experto?

—Así es. Conocían muy bien los surtidores y demás. Mire. —Le mostró un fragmento de cubierta que parecía una flor pisoteada, todo bordeado de mellas y dientes metálicos—. En todos los casos quisieron destrozar los soportes. En cuanto éstos se rompieron, los impulsores lo reventaron todo desde el interior. Como sabrá, giran a varios miles de revoluciones por minuto. Aquí hay mucha energía contenida.

—Sí, de eso estoy seguro. —Simon consultó el archivo que su SA personal le estaba pasando—. ¿Está usted aquí para evaluar los daños?

—Eso es.

—¿Cuánto se tardará en reiniciar la actividad normal?

El ingeniero chasqueó los labios y silbó ante la dificultad que ello implicaba.

—Bueno, como ve, no sólo se han saltado un par de tuercas. Habrá que reconstruirlo todo. Sé que en nuestro inventario únicamente quedan dos bombas libres. Tendremos que contratar a la empresa de ingeniería para fabricar las demás. Hablamos de por lo menos seis semanas para que todo esté reconstruido e instalado. Lo más probable es que se alarguen hasta ocho o nueve, si todo va bien.

De regreso en la oficina, Simon esperó a que su asistente se sirviera a sí mismo y a los dos operarios de inteligencia un té antes de preguntar:

—¿Y bien?

—Inteligentes —dijo Adul—. En todos los sentidos.

—Está claro que no queda justificado el uso de los collares de buena fe —dijo Braddock.

—Dudo que los podamos utilizar en las próximas semanas, al menos no mientras no se extinga el condenado brote de tuberculosis —dijo Simon en tono sombrío—. Bastante nos va a costar ya mantener a raya a los locales que nos echen las culpas. Si aparte de la enfermedad añadimos las ejecuciones de los collares, entonces sí que correremos el peligro de que todo se nos vaya de las manos.

—No podemos permitirnos el lujo de quedar expuestos a ellos —protestó Adul—. Esa gente podría empezar a atacar una por una nuestras manufacturas de bienes.

—Hmm… —Simon se hundió en el mullido sofá y dio un sorbo a su té—. Esto es lo que me ha estado preocupando desde que me di cuenta de lo bien que han ejecutado el ataque. Porque, ¿quién es esa gente?

—El gobierno —dijo Adul—. Strauss debe de haber organizado un grupo clandestino al que ha proporcionado el equipamiento y el entrenamiento necesarios. No puede haber sido nadie más, sólo hay que fijarse en el grado de experiencia que un atentado así implica. Han conseguido confundirnos y evitar que podamos iniciar las represalias.

—Yo no estoy tan seguro —dijo Simon—. Parece… estúpido, sobre todo si Edgar Strauss está implicado. Sobre todo sería un imbécil si ha autorizado la formación de un cuerpo secreto. Él siempre es muy directo.

—Estará fingiendo —propuso Braddock con tono sombrío.

—No —dijo Simon—. No es buen actor.

—Peor que eso, es un político. De la especie más escurridiza y mañosa que haya habido jamás en todo el universo.

—Aun así no parece probable —dijo Simon—. Sean quienes sean, saben muy bien lo que están haciendo. Aunque de momento solamente han conseguido delatar su existencia. Realiza una lista de todos los actos anti-Z-B que se han registrado en Durrell desde que llegamos —ordenó al SA de la oficina—. De los de categoría dos para arriba.

Los tres leyeron los títulos de los archivos a medida que éstos fueron pasando hacia abajo por la ventana holográfica que había desplegada sobre la mesa. Un total de veintisiete, desde la destrucción del tanque de hidrógeno del puerto espacial hasta la explosión de la planta acuática, pasando por un par de disturbios durante las patrullas de los pelotones, reclutas atacados al entrar en bares y restaurantes por las noches, un camión chocado contra el lateral de un jeep de Z-B, técnicos industriales apaleados después de desviar la atención de los reclutas que los acompañaban, cables eléctricos cortados para dejar de suministrar energía a las fábricas a las que estaban conectados al tiempo que desaparecían los generadores de reserva, maquinaria de producción inutilizada por ataques de software subversivo y materias primas desaparecidas durante su transporte.

—Veintisiete en tres semanas —dijo Adul—. Hemos salido de otras peores.

—Clasifícalas —ordenó Simon al SA—. Enumera los incidentes que han afectado a la producción de bienes. —Examinó los resultados—. ¿Notáis algo?

—¿Qué buscamos? —preguntó Braddock.

—Cojan las dos ocasiones en que nuestros empleados tuvieron que ser hospitalizados por culpa de los matones de las fábricas y el accidente de tráfico que arruinó la carga de productos bioquímicos durante su transporte al puerto espacial.

Braddock volvió a repasar la lista.

—Ah, el resto es todo actos de sabotaje de los que no se ha podido responsabilizar a nadie. Nunca hay líderes.

—Igual que el ataque a la planta acuática de la pasada noche. El autor se paseó entre las alarmas y los sensores como si no existieran. No existe el menor registro de que entrara nadie.

—Podría haber sido el empleado que realiza la última inspección.

—De eso hace ocho días —dijo Simon—. Y fueron tres. Lo que implicaría que todos estarían involucrados.

—¿Cuál ha sido la eficacia del sabotaje? —preguntó Adul al SA de la oficina.

En la ventana holográfica se desplegaron varias tablas con nuevos números.

—¡Santo Dios! —exclamó Braddock al leer el total—. Un doce por ciento.

—Ha sido un asalto muy eficiente —murmuró Simon—. Cataloga todos los eslóganes con que hayan firmado en las escenas del crimen o los grupos de radicales que se atribuyan la autoría de los asaltos.

—No se encuentran registros —informó el SA de la oficina.

—El resto de incidentes, —continuó Simon—, los disturbios y las peleas, catálogo de eslóganes y de gente que reclame la autoría.

La lista volvió a pasar por la ventana. De cada archivo se desplegaba un complejo abanico de líneas que vinculaban a otros archivos. Simon abrió varios de ellos al azar. Algunos contenían imágenes en las que se veían graffitis dibujados en las paredes después de los disturbios y peleas; por lo general eran puñales o martillos que hacían añicos el logotipo de Z-B. Otros consistían en breves mensajes de audio (distorsionados con técnicas digitales para evitar la identificación de los autores y subidos al banco de datos para su distribución masiva) que declaraban que varios «actos» se habían llevado a cabo en nombre del pueblo contra sus opresores interestelares.

A Simon los resultados le parecieron muy interesantes. Parecía que iba a empezar la acción. Lo mejor era que serían contra un adversario digno.

—Vemos que aquí actúan dos grupos —dijo señalando la lista de la ventana—. La típica chusma pandillera ansiosa por quemar unos contenedores en nombre de su libertad y de atacar a un par de reclutas. Y luego alguien más. —El SA volvió a listar los sabotajes—. Alguien que sabe lo que hace y que no parece necesitar llamar la atención del público. También saben cuál es nuestro punto débil: nuestro estado financiero. Estas misiones de captación de bienes no dejan mucho margen entre la viabilidad y la deuda. Si seguimos acumulando pérdidas y retrasos, no podremos cubrir gastos.

—Yo veo un problema —dijo Adul—. Puede que el grupo de saboteadores pretenda que sus actividades pasen desapercibidas para el resto de Thallspring, pero nosotros siempre vamos a saber que han sido ellos.

—Sí, pero no podemos probarlo —dijo Braddock—. Al igual que ha ocurrido con la planta acuática, ningún acto se ha podido atribuir directamente a un movimiento anti-Z-B. Siempre hay una explicación más creíble.

—Lo sabemos —dijo Simon—. Y siempre lo vamos a saber, de una forma u otra. Ya deben de haberse dado cuenta.

—Por eso siguen escurriendo la autoría.

—Aquí hay algo que se nos escapa —dijo Simon—. Si son tan buenos, ¿por qué no son también más eficaces?

—¿Considera que un doce por ciento en tres semanas no es eficaz?

—Fíjese en lo capaces que demuestran ser. Si hubieran querido, hubieran alcanzado un cincuenta por ciento de eficacia.

—En ese caso habríamos recurrido a los collares de buena fe, sin importar que hubiera una plaga masacrando a la población.

—Santo cielo —dijo Adul—. No estará pensando que lo de la tuberculosis también es cosa de ellos, ¿verdad? Va a afectar en gran medida a la producción de bienes.

—Yo no lo descartaría —dijo Simon—. Pero debo admitir que no lo veo muy probable. Imaginen que no tuviéramos patrones de metabióticos ni vacunas. Se estarían exterminando a sí mismos. No es su estilo. El objetivo somos siempre nosotros pero físicamente nunca le pasa nada a nadie.

—Pero de momento vamos a ver muy afectada la rentabilidad de las actividades. Han actuado con suma limpieza.

Simon meneó la cabeza.

—Se están conteniendo.

—Jefe, sólo les falta declararnos la guerra abierta.

—Quiero planear esto con la mayor cautela. Siempre supieron que los descubriríamos, ¿no? Eso es obvio. Muy bien, por lógica deducimos que existe una célula clandestina organizada que cuyo fin es derribar nuestro calendario de adquisición de bienes. ¿Cuál deberá ser nuestra respuesta?

—Darles caza —respondió Adul.

—Eso por supuesto, ¿qué más?

—Reforzar nuestra seguridad.

—Exacto, para lo cual vamos a tener que forzar nuestra capacidad, tanto en lo que a recursos de SA y humanos se refiere.

—¿Cree que eso nos va a dejar expuestos a su verdadero ataque, que hasta ahora sólo se ha tratado de una táctica de diversión?

—Es posible. Aunque reconozco que puedo estar sobrestimándolos.

—Si hasta ahora sólo han pretendido desviar nuestra atención, —intervino Braddock—, no quiero pensar cómo pueden ser sus peores ataques.

—Su capacidad es preocupante, sí —dijo Simon—. Pero a mí me preocupa más su objetivo. Nuestra presencia aquí es tripartita: personal, naves y activos. Contra estos últimos ya han atentado; si quisieran que la captación de bienes no nos resultara rentable, ya lo habrían conseguido.

—Se hubieran aplicado los collares de buena fe —dijo Adul.

—En Santa Chico fue necesario. A los radicales les da igual. Consideremos su punto de vista: quinientas o mil personas mueren, a cambio de deshacerse de nosotros para siempre. Pocas guerras de liberación nacional han costado tan pocas vidas.

—¿Entonces cree que ahora irán o a por nosotros o a por las naves?

—Sí. En ese caso, apuesto por las naves.

—Nunca podrán atacarlas.

Simon miró sonriendo al más joven de los operarios de inteligencia.

—Lo sé. En ellas se basa nuestra fe, son nuestra fortaleza más inexpugnable, tan seguras como el e-alfa. Las naves son invulnerables. Podemos detectar y destruir cualquier misil. Nuestros SAs evitarán que cualquier software subversivo se infiltre en las redes de a bordo. Nada puede saltarse las medidas de seguridad del puerto espacial. Revisamos hasta el último gramo de cargamento. Además a ningún habitante de este planeta se le permitiría nunca el paso.

—Pero supongamos que consiguen pasar o que de alguna manera se han hecho con el armamento exoatmosférico de Santa Chico.

—¿Cómo? —preguntó Adul—. Santa Chico está a treinta años-luz. En el caso de que les hubieran enviado un mensaje por máser con la esquemática, todavía no habría llegado aquí. Además, no hemos visto ninguno de los generadores de giro en órbita.

—Siempre hemos supuesto que la Tierra es el único lugar donde se construyen naves y portales. Si existe algún otro sitio donde se pueda hacer algo así, es en Santa Chico.

—Cielo santo, si los chicanos están organizando una resistencia contra las misiones de captación de bienes…

—Exacto. Pero no estoy seguro del todo. Yo estuve en Santa Chico. La revolución interestelar no encaja en los objetivos de su sociedad. Y, en cualquier caso, ahora el planeta se encuentra cerrado al tráfico espacial. Sólo los pongo como ejemplo, para que no caigamos en la autosuficiencia. Dependemos de las naves para todo. Si nos quedamos sin ellas, estamos muertos. Nuestro no retorno perjudicaría para siempre las operaciones interestelares de Zantiu-Braun, quizá hasta el punto de tener que acabar con ellas. Sería una catástrofe que no podemos permitir que ocurra. Por muy capaces que los distintos mundos sean de sobrevivir por sí solos, siempre dependerán de nosotros para seguir avanzando tecnológicamente. La Tierra continúa siendo el núcleo intelectual y científico de nuestra raza. Por mucho que se nos deteste en los demás planetas, no pueden cortar su relación con nosotros.

—Señor, creo que está yendo demasiado lejos —dijo Braddock con una sonrisa nerviosa en la cara—. Una cosa es volar un par de surtidores de agua, cosa que reconozco que hicieron con gran maestría, pero otra muy distinta es que nos vayamos a quedar sin naves… No va a ocurrir.

Simon consideró la insistencia del operario. Supo que le iba a costar convencerlos de la gravedad de aquella intangible amenaza. Todo el personal de Z-B confiaba demasiado en la invulnerabilidad de las naves, incluso Quan y Raines, quienes por naturaleza y profesión eran los miembros más desconfiados de la Tercera Flota. Llevar aquella misión a buen puerto iba a poner a prueba su habilidad y autoridad de una forma que no había ni sospechado el día en que se embarcaron en ella.

Levantó la mano y sonrió levemente, comprendiendo.

—Háganme caso por el momento. No podemos descartar la teoría.

—Señor.

Ambos operarios asintieron con ansiedad, aliviados por la calma de Simon.

—Bien, repasemos la estrategia. Sin duda debemos reforzar la seguridad del sector industrial. Aparte de eso, necesitamos vigilar muy de cerca las posibles rutas de sabotaje que puedan conducir a nuestras naves. Estoy abierto a cualquier sugerencia.

Los ciudadanos de Memu Bay iban abriendo paso al pelotón a medida que éste avanzaba por las calles para hacer la patrulla. Odel Cureton ya había participado en suficientes patrullas para poder apreciar la diferencia. Hasta hoy, los locales no se habían molestado en facilitarles el trabajo. Los adolescentes les silbaban y escupían, los adultos los ignoraban, nadie se apartaba ni un centímetro en las zonas más transitadas; el pan de cada día. Había visto lo mismo en todas las campañas de captación de bienes, excepto en Santa Chico. Hoy tenía la sensación de llevar incorporada una pala quitanieves invisible que apartara a la gente cuando él pasaba. Lo único que no había cambiado eran las miradas de odio y desprecio de la gente; si acaso, se habían intensificado.

Sólo había pasado un día desde que había saltado la alarma de la tuberculosis y su condición de asesinos ya era irrevocable. No sólo habían venido para despojar a la población de Memu Bay de su bien merecida riqueza, sino que su mera presencia ponía en peligro a todo el mundo. Ahora eran demonios de hálito venenoso cuya respiración liberaba enjambres de bacterias letales en el húmedo y salado aire de la ciudad.

Se metió por la calle Gorse. Hal iba por el otro lado, a su altura. Hoy no los acompañaba la policía. Los agentes que les habían asignado no habían aparecido. A Odel le daba igual, sabía que podía confiar en Hal durante las patrullas. A pesar de todo lo molesto que resultaba, como recluta era de los mejores. Mientras avanzaban vio cómo el niñato giraba un poco la cabeza para ver pasar a un par de jovencitas. Odel sonrió al imaginar el tipo de imágenes que le habría solicitado a los sensores de su Cuero. Tampoco era que le hiciera falta la ayuda de la tecnología, ya que las adolescentes iban más bien ligeras de ropa.

Debía de ser el día más caluroso desde que llegaron. No se veía ni una sola nube. El sol parecía reflejarse en cada una de las paredes enjalbegadas. En varias secciones de la rejilla de su visor se acusaba cómo el calor estaba afectando a su Cuero. El tejido de fibras térmicas del interior del caparazón estaba trabajando al máximo, puesto que debía expulsar el calor generado por el cuerpo de Odel además del de los músculos del Cuero. Las agallas de ventilación extraían el calor del aire antes de que Odel lo inhalara. Además la armadura se había clareado un poco para reflejar parte de la radiación solar.

Desde un punto de vista táctico, se encontraba desnudo. Parecía un resplandeciente faro que quisiera llamar la atención de todos los sensores posibles. Odel todavía no había conseguido quitarse de la cabeza lo de Nic.

Llegaron al final de la calle Gorse.

—Sector ocho despejado —informó. Se empezaban a acomodar en la rutina. Ninguno de los miembros del pelotón se quejaba de la insistencia del Sargento en ceñirse a los protocolos. Si había alguien capaz de sacarlos sanos y salvos de aquel infierno, ése era Lawrence Newton. Después de las últimas misiones, Odel empezaba a pensar que su fe no estaba del todo fuera de lugar.

—A la mierda con eso. Seguid con el rastreo —dijo Lawrence.

—Recibido, Sargento.

Odel y Hal cruzaron la carretera y se metieron por la calle Muxloe. Se trataba de otra hilera de pequeñas tiendas que ocupaban los bajos de los austeros bloques de apartamentos; la mayoría eran supermercados en los que las mercancías se apilaban hasta sus mugrientos techos. Pero la calzada, transitada por un tráfico fluido, era amplia. Durante los últimos días el Sargento se las había apañado para suprimir del itinerario las calles laterales y los callejones. Las calles bulliciosas y la muchedumbre reducían las posibilidades de que les tendieran emboscadas y trampas explosivas.

Todos los peatones con que se cruzaban les clavaban una mirada de rencor. Una mujer apartó a sus dos niños a un lado, protegiéndolos con un brazo mientras los pequeños le hacían un millar de preguntas imposibles.

Odel sintió la necesidad de detenerse y de gritarle a aquella mujer y a toda la gente que se encontraba alrededor. Quería razonar su situación de una forma lógica, explicarse, demostrar que en realidad era un buen tipo. El otro día el Sargento lo había hecho con unos críos que estaban jugando al fútbol. Pero Odel sabía que él nunca sería capaz de nada parecido. Aparte de que no tenía labia, la gente se reía de su acento.

Siguió avanzando por la calle. Los sensores táctiles le mostraron una serie de números en la rejilla de temperatura que le indicaron lo calientes que estaban las baldosas. Había oído historias de gente que freía huevos en piedras calentadas únicamente por el sol. A aquellas baldosas les faltaba poco para poder cocinar en ellas. Muchas de las tiendas de la calle Muxloe estaban cerradas o habían cesado su actividad. Cinco de ellas pertenecían a un bloque medio derruido en cuyas paredes de hormigón habían surgido grandes ampollas resquebrajadas. Las grietas estaban saturadas de hongos verdosos y grisáceos. Las ventanas estaban protegidas por persianas enrollables oxidadas y torcidas. La pintura de los carteles que había sobre las puertas se estaba cayendo, de manera que ya no se sabía muy bien qué tipo de negocio fueron antaño. A lo largo de toda la pared exterior se apilaban bolsas de basura de polietileno y cajas despedazadas. Cerca del extremo más alejado se veía una jarra grande de cristal llena de un líquido de color escarlata. Le habían atado una camiseta verde al grueso cuello.

Antes de salir de la calle de tiendas abandonadas, Odel se detuvo y se giró. Vio un grupo de civiles que lo miraba con temor y se preguntaban qué habían hecho. Los sensores visuales del casco del Cuero tomaron un primer plano de la camiseta.

—¡Sargento! —gritó por el canal interno—. ¡Sargento, he encontrado algo! ¡Sargento, ven a ver esto! ¡Sargento!

—¿Qué ocurre?

—Tienes que ver esto. —Odel desató la camiseta. La inscripción de letras blancas del pecho decía «Tours de Arrecifes de Silverqueen Cairns».

Pese a que el Cuero se había convertido en un horno, Odel empezó a tiritar. Volvió a analizar la jarra con los sensores. El líquido que contenía…

Lawrence esperó en la antesala mientras una multitud de ayudantes entraba y salía del despacho del Alcalde. Cada vez que abrían la puerta le daban ganas de colarse y exigir que Ebrey Zhang le prestara toda su atención. Ya llevaba tres frustrantes cuartos de hora cruzado de brazos.

Ya le había hecho perder la paciencia al capitán Bryant después de pasar una infructífera hora discutiendo en los cuarteles.

—Ya le he dado una respuesta, Sargento —le dijo con sequedad—. No puedo autorizar una intervención más profunda en este punto.

—¿Entonces quién puede? —preguntó Lawrence. Dada la manera en que las fuerzas de Seguridad Estratégica de Z-B estaban estructuradas, no se podía hablar en un tono más insultante a un oficial superior. Ambos lo sabían.

El capitán Bryant se tomó unos instantes para respirar hondo.

—Tiene mi permiso para solucionar esto con el comandante Zhang. No tengo más que decirle, Sargento.

No le importaba cómo se desarrollara el encuentro con Zhang, ya la había pifiado con Bryant. No pudo evitar sonreír de camino al ayuntamiento de Memu Bay. No podían importarle menos ni Bryant ni el informe que el capitán redactaría de él al finalizar la misión. Se había comprometido. Hasta ese momento su personal campaña de captación de bienes había sido teórica. Todas las fichas estaban dispuestas, sólo que aún no había iniciado el juego. Pero aquella discusión le había librado de la necesidad de tomar una decisión calculada.

Pensó que era irónicamente típico. Que todas las decisiones importantes que tomaba en su vida eran producto de su estado de ánimo.

Después de treinta minutos esperando, las luces del ayuntamiento parpadearon y se apagaron. En el hotel que el pelotón utilizaba como cuartel ya estaban acostumbrados a los apagones. El suministro eléctrico se interrumpía casi todas las tardes, cuando alguien quemaba los cables o arrojaba un cóctel molotov en una subestación. El caso era que jamás atacaban la planta de fusión; después de todo, la ciudad la necesitaría cuando Z-B se largara. No sólo los cuarteles se veían perjudicados, puesto que también se cortaba el suministro de las fábricas. Según los rumores internos, ya llevaban un retraso del treinta por ciento en el calendario previsto de la campaña de captación de bienes.

Lawrence sonrió al oír los gritos de alarma y enfado que resonaban en los espaciosos soportales. Las luces del techo brillaron como ascuas durante un minuto y luego alrededor de un tercio de ellas comenzaron a brillar a toda potencia al activarse el suministro de emergencia, dejando lo demás a oscuras. Las ornamentadas arcadas y huecos de las paredes se inundaron de sombras. Si el tendido eléctrico del ayuntamiento era similar al del hotel, entonces a las células no debía de haberles dado tiempo a recargarse del todo desde el último apagón. Había habido que vaciar la piscina hacía una semana a causa del exceso de consumo de energía que los sistemas de filtrado y calefacción suponían para las reservas del hotel.

Uno de los asistentes de Ebrey Zhang le hizo pasar. Lawrence se alisó los bajos de su camisa y cruzó la puerta. Se detuvo delante del gran escritorio y saludó. Todas las luces del despacho permanecían encendidas.

—Sargento —dijo Ebrey Zhang a modo de cansado saludo. Con una mano indicó al asistente que saliera del despacho para dejarlos a solas. Ebrey se acomodó en la silla y cogió una perla de escritorio para juguetear con ella. Sonrió—. Le ha estado tocando las narices a Bryant, Newton.

Lawrence sabía que no iba a ser una reunión muy amena. Recordó cuando conoció a Ebrey Zhang hacía dos campañas, cuando todavía era capitán. Era un buen oficial, un hombre realista que sabía lo que implicaba estar al mando y que distinguía las ocasiones en que podía tocar los huevos de las ocasiones en que debía escuchar.

—Señor. Se trata de uno de mis hombres, señor.

—Sí, lo sé. Pero no se preocupe por Bryant. Es nuevo, joven y todavía debe encontrar su lugar. Hablaré con él y ya está.

—Gracias, señor. ¿Y Johnson?

—Lo sé. —Ebrey suspiró de mala gana—. Pero sea realista, Newton, ¿qué puedo hacer yo que no haya hecho Bryant ya? Si tuviéramos una pista de dónde buscar, enviaría diez pelotones allí ahora mismo.

—Está muerto, señor. Ya no sirve de nada buscarlo. Debemos enseñar a esa gente que no pueden salirse con la suya. Ninguno estaremos a salvo hasta que usted haga algo.

—Ah. Esa gente. ¿Entiendo que se refiere a eso que llaman Killboy?

—Sí, señor, es lo más probable. Es ese grupúsculo el que está organizando todo esto. Usted debe poner a los ciudadanos en su contra. Que todos comprendan que morirán si no detiene su actividad. Sin el apoyo de la población, esa célula no es nada.

—Killboy, un enemigo fantasma muy conveniente.

—Señor, nos han disparado, tendido trampas, lisiado, herido y enviado al hospital. Dentro de poco el número de víctimas igualará al de Santa Chico. Los pelotones tienen miedo de salir de los cuarteles. No es ningún fantasma, señor.

—¿De verdad cree que es tan grave?

—Sí, señor, lo creo.

—Sé que las cosas se han puesto muy feas en las calles, Newton. Pero hemos salido de otras peores. Tengo plena confianza en que gente como usted sabrá guiar a los reclutas para que salgan sanos y salvos de esta situación.

—Haré cuanto esté en mi mano, señor. Pero necesitamos ayuda para mantener a la población bajo control.

Ebrey dio un par de vueltas a la perla de escritorio rectangular sin dejar de mirar con aire hosco la pantallita apagada.

—Comprendo lo que quiere decir, Newton. Sin embargo, ahora mismo tengo un problema. No va a resultar sencillo recurrir a los collares de buena fe mientras dure el brote de tuberculosis. Los habitantes de Thallspring creen que los mataremos de todos modos por culpa de esta enfermedad. Debo tener pruebas fehacientes de que Jones Johnson ha sido asesinado antes de activar un collar de buena fe.

—Señor. Es su sangre. Cuatro litros. El ADN analizado coincide al cien por cien con el suyo.

—Ése es el problema. ¿Qué ha pasado con el resto? Sabe que podemos recuperarnos con facilidad de una pérdida así. Las transfusiones de sangre artificial no son el proceso médico más complicado. Cualquier adolescente que se haya sacado el título de primeros auxilios sabe hacerlas. Imagine el caos que se desencadenaría si hiciera saber a toda Memu Bay por el banco de datos que vamos a iniciar las represalias por el asesinato de uno de mis reclutas y que luego éste apareciera vivito y coleando después de que el collar hubiera estallado. ¿Se ha parado a pensarlo? Porque ésa es la situación en que nos encontramos ahora. Si Killboy puede tener francotiradores y provocar accidentes misteriosos, mucho más podrá retener a un prisionero durante un par de semanas hasta que la caguemos. Definitivamente, no puedo dejar que algo así ocurra.

—Jones no volverá, señor. Lo han matado. —Había algunas otras cosas que Lawrence no quería dejar en el tintero. En primer lugar, por qué los asesinos sabían dónde dejar la jarra de sangre. Nadie que no perteneciera a Z-B sabía qué ruta seguiría el pelotón durante su patrulla, ni siquiera la policía local. Se trazó en el centro de operaciones sólo diez horas antes de que salieran. Además él no había recibido un informe hasta una hora antes de salir. En su opinión, e-alfa se encontraba en grave peligro. No obstante, pese a lo razonable que parecía Ebrey Zhang, podía imaginarse la reacción del comandante si le soltaba algo así. En aquel momento le parecería una conspiración.

—Puede que esté en lo cierto —admitió Ebrey Zhang—. Yo también perdí a algunos de los hombres de mi pelotón, a demasiados. De modo que sé cómo se sienten ahora. Pero no puedo arriesgarme. Lo siento, Newton, lo siento de verdad, pero tengo las manos atadas.

—Sí, señor. De todas formas, gracias por recibirme.

—Escuche, en su pelotón ya se han registrado dos bajas. Eso habrá puesto muy nerviosos a sus hombres, ¿me equivoco?

—Lo cierto es que no están muy animados, señor.

—Hablaré con Bryant, le diré que les asigne algún permiso adicional.

—Muchas gracias, señor.

—Dígale esto a sus hombres de mi parte: si vuelve a producirse un incidente de este tipo, no dudaré en usar los collares. A partir de ahora, ya no tendrán nada que temer cuando salgan a la calle.

Si a Josep Raichura le parecía irónica la hora que había elegido, no dejó que se notara. A la una en punto de la mañana el puerto espacial de Durrell estaba iluminado por centenares de luces eléctricas, como si lo hubieran alfombrado con un fragmento de cielo nocturno. De las ventanas de las oficinas brotaba un blanco resplandor rosáceo. Una austera luz blanca teñida de un leve tono violado bañaba el pequeño jardín del centro del edificio de la terminal. Unas intensas luces ambarinas inundaban la telaraña de caminos que atravesaban el campo. De los focos halógenos de los escasos vehículos que circulaban por ellos emergían poderosos haces de un gélido blanco azulado. En los altísimos arcos de monotanio había incrustados unos conos señalizadores que despedían un cegador brillo solar; estos arcos, que parecían los pilares de un puente invisible, estaban situados sobre las plataformas de estacionamiento e iluminaban las amplias pistas asfaltadas en las que los triangulares aviones espaciales aguardaban en silencio.

Aquella bordadura de luces y sombras no revelaba el menor indicio de actividad, señal inequívoca de que había comenzado el turno de noche. Sólo trabajaban los técnicos de mantenimiento, que estaban encerrados en los espaciosos hangares preparando una miríada de máquinas para la actividad frenética de la mañana. Entre las inertes instalaciones se movían unos pocos Cueros a los que les había tocado hacer el trabajo sucio. Sus invulnerables capullos ocultaban la ira y el tedio que les producía tener que recorrer todo el desierto perímetro, el aburrimiento de tener que consultar a los mecánicos que no levantaban la vista de los instrumentos de diagnóstico, la frustración de saber que cuando terminaran su trabajo estarían demasiado cansados para disfrutar del resto del día (como si en la hostil capital sí pudieran). Sin embargo, no protestaban porque sabían que aquél era el único lugar por cuya seguridad había que velar si algún día querían largarse de aquel planeta dejado de la mano de Dios y volver a casa.

Por lo tanto, a esta hora el puerto espacial era un pequeño enclave de gente que se sentía triste y abatida y que trabajaba las horas asignadas con un rendimiento muy por debajo del esperado. Era la hora en que un ser humano podía sentirse más fatigado; la típica hora en que un nefario asalto o una vil incursión podían causar más daños. Cualquier comandante de seguridad, desde la caída de Troya, sabía que a aquella hora eran más vulnerables que nunca. Aun así, eran incapaces de hacer entender a los hombres que tenían a su mando hasta qué punto era vital que se mantuvieran alerta.

De modo que Josep, pese a lo bien preparado que estaba con su cuerpo descrito y su programa Principal, siguió la tradición y dedicó aquellas horas a explorar el terreno. No le sería difícil entrar en el perímetro. Había una valla, luces, alarmas que nunca nadie se atrevía a hacer saltar por la noche y Cueros montando guardia. Si hubiera querido, se hubiera saltado todas esas barreras con la facilidad de un comando de las fuerzas especiales, sin que ni siquiera los animales nocturnos se apercibieran de su presencia. Pero, la verdad, ya que había una enorme puerta de acceso, ¿para qué molestarse?

Al mediodía se acercó en su escúter hasta una de las ocho barreras de la carretera principal; iba casi aprisionado entre un camión de gran tonelaje repleto de productos bioquímicos y una cola de coches de trabajadores que entraban al turno de tarde. Introdujo su tarjeta de seguridad en la ranura de la barricada y se quitó el casco para que el SA le hiciera un reconocimiento óptico. Hasta el último bit de información recibido concordaba con el perfil que su Principal había cargado en la red del puerto espacial el día anterior, de modo que la barrera roja y blanca se levantó y le permitió el paso.

Condujo con cuidado por los estrechos caminos que unían los hangares, los almacenes y las oficinas de la cara norte de la creciente estrella de mar de cristal y metal que era el edificio de la terminal. Thallspring carecía de un programa espacial importante pero el puerto espacial de Durrell apoyaba un sinfín de proyectos y aventuras comerciales. Alrededor del ecuador circulaban quince estaciones estándar de órbita baja (seiscientos kilómetros). En doce de ellas se desarrollaban actividades industriales; se producían en serie cristales, fibras y productos químicos exóticos, todas mercancías de alta calidad, para los consorcios comerciales más grandes del planeta; tres eran complejos turísticos que satisfacían las necesidades de los turistas más ricos, que soportaban los rigores de los vuelos superficie-órbita para poder maravillarse al ver el panorama y disfrutar de la gravedad cero y del sexo en caída libre (servicios que a menudo se combinaban) en estaciones protegidas herméticamente. También había una flotilla de naves interplanetarias que servía sobre todo para apoyar las bases de investigación científica que el gobierno había establecido en varios planetas. Y a cien mil kilómetros del ecuador orbitaba el asteroide, Auley, al que habían capturado hacía ochenta años y al que ahora había anclados varios grupos de módulos de refinería. De allí salían cada mes miles de toneladas de acero superpuro para convertirlas en gigantescos cuerpos aerodinámicos que atravesaban la atmósfera de Thallspring con la finalidad de alimentar la industria metalúrgica del planeta. Además, de la mena y otros minerales del asteroide se extraían centenares de sofisticados compuestos que sólo se podían formar en condiciones de gravedad cero para transportarlos después por medios más convencionales. En total, todas aquellas actividades habían llegado a un punto en que se necesitaba una flota de cincuenta aviones espaciales para poder seguir desarrollándolas.

Los Galaxiaviones eran un invento propio del planeta, al menos eso decía la Corporación Astronáutica Nacional de Thallspring, el consorcio de compañías aeroespaciales locales que los construyó. Aunque cualquiera que contara con acceso pleno al banco de datos de la Tierra hubiera notado una sorprendente similitud con el Boeing-Honda Stratostar 303 fabricado en 2120, modelo del cual se transportaron ocho unidades a Thallspring. Fuera cual fuera su origen, aquellos aviones espaciales fueron un éxito, puesto que podían subir cuarenta y cinco toneladas hasta órbita baja y bajar sesenta.

Zantiu-Braun se había adueñado de varios Galaxiaviones para transportar los bienes saqueados hasta las naves que aguardan en el espacio. Dado que la mayor parte de los aviones espaciales ya se empleaban para apoyar la industria que manufacturaba los productos más valiosos de todos, en las estaciones orbitales, el número de ellos que podía retirarse de los planes de vuelos regulares era muy bajo. En cualquier caso, no había suficientes aviones espaciales de pasajeros para llevar a todas las fuerzas invasoras de regreso a las naves al finalizar la campaña. Por este motivo Z-B había traído cuarenta y dos de sus propios aviones espaciales Xianti 5005 con el fin de aumentar la capacidad total.

Eran los que acababan de llegar quienes le interesaban a Josep. Almorzó en el comedor de los empleados de mantenimiento, sentado junto a uno de los ventanales que daba a una plataforma de estacionamiento. Sólo había aparcados dos Xiantis cargo-variantes, en los que había trabajando varios empleados y robots de Z-B. El resto estaban volando. Masticó la comida muy despacio, tomándose su tiempo para examinar la zona y anotar dónde estaba cada cosa, determinar cuál era el edificio más cercano a los aviones espaciales y memorizar la situación de las puertas.

Después de comer siguió reconociendo el área, bien paseándose por la terminal o bien recorriendo las distintas secciones con el escúter. La gente que parece ir a hacer algo siempre pasa desapercibida en los entornos donde las medidas de seguridad son más férreas. En ningún momento dejó de poner en correlación la distribución de la plataforma de estacionamiento con la arquitectura electrónica que su Principal había extraído del banco de datos. Incluso se arriesgó a enviarla al SA de Z-B instalado en el centro de mando del puerto espacial para controlar las operaciones de superficie, incluidas las relacionadas con la seguridad. En su visión se instalaron los detalles de los distintos sensores y alarmas para conformar un diagrama virtual de cables y detectores que se acopló a su percepción visual, que a partir de ahora se ampliaba al interior de los edificios y de los conductos subterráneos. A esto siguieron los distintos horarios y calendarios, así como las listas de personal. Empezó a analizar toda la información, a descartar opciones, a determinar cuál sería el avión espacial mejor situado, la mejor ruta para llegar a él, la hora adecuada y las distintas vías de huida. La tarde fue dando paso a la noche y las luces del puerto espacial comenzaron a encenderse mientras el dorado sol se escondía detrás de las colinas que circundaban Durrell. Poco a poco el número de despegues fue descendiendo y aumentando el de aterrizajes de los vehículos que volvían a casa a dormir.

A la una en punto ya había cesado toda actividad. Josep caminó por el fondo de un vasto hangar de mantenimiento cuyo techo abovedado albergaba cinco Xiantis y tres Galaxiaviones, aunque aún le quedaban cuatro dársenas vacías. En el interior había más luz que en la calle; los conos colocados en las vigas metálicas brillaban con gran intensidad, aunque sólo iluminaban un punto determinado, de manera que el suelo de hormigón del hangar estaba salpicado de luminosos círculos blancos. Más allá de las columnas de luz, las sombras ocultaban un cuarto de la superficie del hangar. Josep no se apartó del borde las zonas iluminadas pero se mantuvo muy alejado de las dársenas donde estaban trabajando los mecánicos. Había un par de Cueros vigilando el interior del hangar, paseándose sin rumbo fijo, de modo que debía cuidar al máximo todos sus movimientos. Si se mantenía todo el tiempo apartado de las luces, acabaría por llamar su atención.

Se acercó a una de las dársenas vacías y siguió hacia delante, hasta colocarse junto a las gigantescas puertas correderas que había frente a una puerta más pequeña, a la que se pegó. Puso la palma en la placa sensora. La cerradura zumbó y le permitió el paso.

Veinte metros más adelante pudo ver el esbelto morro de un Xianti, que apuntaba hacia el hangar de mantenimiento. Los conos solares brillaban a lo lejos y se reflejaban en el nacarado fuselaje compuesto de carbono y litio. A cada lado del avión espacial había aparcado un camión de servicio del que salían mangueras cuyos extremos se acoplaban a las varias tomas del vientre del coloso. Una escalera subía hasta el compartimento estanco delantero.

Josep caminó por el suelo asfaltado, más concentrado en los iconos procedentes de la red del puerto espacial que en su propia visión. El avión espacial estaba velado por cuatro cámaras. El SA de Josep se infiltró en todas ellas y eliminó su imagen de la transmisión que realizaban al SA de Z-B. La elegante nave estaba rodeaba por tres anillos concéntricos de sensores. Ninguno detectó su presencia a su paso por ellos. No había Cueros en un radio de quinientos metros.

Las escaleras estaban protegidas por una clave de impresión vocal y un biosensor que identificaba patrones de sangre y huesos. Era un sistema de seguridad muy efectivo, casi tan bueno como los patrones que Josep había cargado previamente en la fortaleza e-alfa del sistema. La clave y el mapa corporal de Josep encajaban en uno de los patrones ya archivados, de modo que la escalera se desplegó sin problemas. Subió los escalones de dos en dos. La puerta del compartimento estanco tenía un sencillo cerrojo manual. Tirar y abrir.

Las luces de servicio iluminaron la pequeña cabina con su resplandor esmeralda. Aquel Xianti era uno de los cargo-variantes. En la estrecha cabina, cuyo cuadro de mandos era muy sencillo, sólo cabían cinco asientos, que ocuparían el oficial de sistemas y los administradores de carga útil. Solamente dos de los asientos estaban atornillados al suelo, los soportes de los demás estaban protegidos por fundas de plástico. Josep se sentó en la silla del piloto. La consola curva era sorprendentemente compacta y de ella salían tres paneles holográficos. Los dos estrechos parabrisas le permitían ver el morro y poco más. No le extrañó. Desde un punto de vista técnico, no había necesidad de incluir ni muchos controles ni grandes parabrisas. El piloto humano siempre iría equipado con un IND, que únicamente utilizaría para comunicarse con eficiencia con el piloto de SA, que era el que en realidad conducía el vehículo. Tanto la consola como las pantallas eran medidas de emergencia, aunque mucha gente prefería los gráficos de los paneles antes que los iconos azul marino de los INDs. La de los parabrisas era una función meramente psicológica.

Josep sacó una llave Allen automática que llevaba en la cartuchera del cinturón y miró debajo del asiento para examinar la base de la consola. Debajo de ella había varios paneles de inspección. Al abrir el segundo descubrió lo que buscaba. Las perlas neurotrónicas que albergaban el SA estaban selladas e incrustadas en lo más profundo de un módulo de servicio, pero aun así debían de estar conectadas a los sistemas del avión espacial. Insertó su perla de escritorio con forma de dragón en el estrecho hueco que daba al empalme de fibra óptica y esperó a que el pequeño artefacto cambiara de forma, extendiera sus cables sonda y los insertara en la unidad. Entonces el Principal entró en acción.

Podrían habérselas apañado para infiltrar un piloto de SA de avión espacial a través de un satélite, pero las posibilidades de que los descubrieran eran demasiado elevadas. Se trataba de un solo canal al que los robustos SAs de las naves no les costaba vigilar. O intentaban hacerse con el control de todos los SAs de Z-B o establecían un vínculo físico directo. La primera opción la descartaron automáticamente.

El flujo de datos se invirtió y empezó a volcar todo el programa del piloto de SA a la perla de escritorio. Ya lo analizarían más tarde para averiguar los detalles minuciosos de los vuelos superficie-órbita de aquel extraño vehículo. Su tráfico de comunicaciones. Los procesos de atraque. Zantiu-Braun no descubriría que había alguien y algo más a bordo hasta que ya fuera demasiado tarde.

La tarjeta de la perla de escritorio informó a Josep de que ya había copiado todo el SA. El Principal comenzó a retirarse de las perlas del avión espacial, borrando todas las pruebas del allanamiento. Los cables sonda se desconectaron del empalme de fibra óptica y se recogieron en su estuche. Josep volvió a colocar el panel y lo apretó.

A pesar de lo bien preparado que estaba Josep y de que había medido cada paso al milímetro, todos sabían muy bien que no podrían protegerse del factor azar.

Cuando ya había abierto la robusta puerta del final de la escalera, las cámaras de la plataforma de estacionamiento le permitieron ver a un hombre saliendo del hangar de mantenimiento. Llevaba el holgado mono azul marino que llevaban todos los ingenieros de mantenimiento del puerto espacial. Sin perder un instante, el Principal ejecutó las rutinas de identificación. Dudley Tivon, treinta y siete años, casado, un hijo, ocho años de antigüedad como empleado del puerto espacial, ascendido el año pasado a supervisor asistente, experto en hidráulica de Galaxiaviones. No llevaba IND pero su perla de brazalete, conectada a la red del puerto espacial, estaba en modo de espera. El Principal se filtró en el circuito de comunicación e impidió que Tivon pudiera acceder al banco de datos.

Josep podría haberse ocultado detrás de la escalera, pero era demasiado arriesgado. No sabía qué dirección tomaría Tivon si no era que se quedaba por los alrededores. Cada segundo que pasara acuclillado aumentaban las posibilidades de que lo descubriera alguien que viniera desde otros lugares. Ahora había tres Cueros en las cercanías.

Decidió acercarse de frente al supervisor asistente. Así sólo había dos opciones: o bien Tivon pensaría que Josep solamente era otro empleado del turno de noche haciendo su trabajo y pasaría de largo (a Josep le daba igual que lo vieran, puesto que hasta ahora ni había dejado huellas ni Z-B sabía que tenía que buscar pruebas de que habían agujereado sus sistemas de seguridad) o bien le preguntaría qué estaba haciendo, en cuyo caso…

Durante unos instantes, mientras se aproximaban, Josep tuvo la sensación de que Tivon no repararía en él. Pero poco a poco el supervisor asistente se fue deteniendo. Frunció el ceño, miró a Josep y luego al avión espacial de los invasores.

El Principal de las cámaras de los alrededores empezó a generar una emisión falsa de inmediato, hasta mostrar desde cuatro puntos de vista distintos a Dudley Tivon caminando por la plataforma de estacionamiento sin detenerse.

—¿Qué está haciendo? —le preguntó el supervisor asistente a Josep cuando lo tuvo lo bastante cerca.

Josep sonrió y señaló al hangar con la cabeza.

—Tengo que ir a la dársena siete, jefe.

—Ha salido de ese avión espacial.

—¿Qué?

—¿Cómo cojones ha entrado? Usted no es de Z-B. El acceso a estos trastos está restringido. ¿Qué estaba haciendo ahí dentro? —Tivon empezó a levantar el brazo en el que llevaba su perla de brazalete.

Josep recordó la información extraída del banco de datos. A la esposa del Dudley Tivon le habían colocado un collar de buena fe.

El supervisor asistente estaba realizando una petición para ver de dónde había salido Josep; no podía permitir actos de sabotaje ni de disidencia contra Z-B. No quería arriesgarse a que activaran el collar de su esposa como represalia.

—Nada, sólo… —Josep estiró los dedos de una mano, tensándolos, y con agilidad felina golpeó a Tivon en la nuez. Josep oyó crujir el cuello del supervisor, cuyo cuerpo se desplomó hacia atrás, sin llegar a golpear el suelo, ya que Josep lo sostuvo a tiempo. Lo levantó sin esfuerzo y lo cargó sobre un hombro.

Todavía no había ningún Cuero cerca. No se veía a nadie más fuera del hangar de mantenimiento. Josep se dirigió a paso ligero hacia la puerta por la que había entrado para llegar al avión espacial y la volvió a cruzar.

Había una oficina a quince metros de la puerta; por las noches no había nadie. Llegó a ella en cinco segundos, dejó dentro el cadáver y comprobó que nadie lo había visto. Ni los empleados de mantenimiento ni los Cueros habían reaccionado, además en el banco de datos no se veía que se hubiera activado ninguna alarma.

Incluso tenían un plan de contingencia para situaciones como ésta. La prioridad era sacar el cuerpo del puerto espacial para deshacerse de él. No había que dejar ni la menor huella en la zona.

Josep solicitó un menú de los robots de carga que hubiera en ese momento en el hangar de mantenimiento.

Las cámaras de fuera seguían mostrando a Dudley Tivon caminando por la plataforma de estacionamiento. Abrió una puerta que daba al hangar contiguo y se coló dentro.

—Mozark, tras años volando, había recorrido la mitad del Imperio del Anillo y había visitado un centenar de sistemas estelares; durante lo que llevaba de periplo, había explorado y aprendido todo cuanto le había sido posible con la esperanza de obtener la inspiración más reveladora. Ya no podía ver su propio reino, aquel pequeño cúmulo de estrellas se ocultaba tras el denso resplandor dorado, escarlata y purpúreo del núcleo. Muy pocos de su especie se habían atrevido a adentrarse tanto en el Imperio del Anillo, aunque se sentía cómodo con las razas y culturas que había encontrado en aquella región de la galaxia. Sus cuerpos y su biología le resultaban tan extraños como a nosotros nos puede parecer el cenizopez de Romark, sin embargo, entendía la manera en que vivían sus vidas. Trabajaban cada día con la misma tecnología para fabricar todo tipo de cosas, movían sus naves espaciales con los mismos motores y seguían los mismos procedimientos para extraer los minerales de los inhóspitos asteroides solitarios. De todas estas actividades se obtenía un sinfín de productos, tan variados como la química y los requerimientos de cada raza. Con todo, a pesar de todas esas diferencias, seguían unidos por las raíces comunes de los conocimientos que compartían; ése era el vínculo que mantenía unido a todo el Imperio del Anillo.

»Puede que hasta entonces Mozark nunca hubiera entablado contacto con ninguna de aquellas razas, sin embargo, adonde quiera que viajara podía comunicarse con sus nuevos anfitriones y terminar conociendo la filosofía, los intereses, los objetivos y los sueños de cada uno. Aquello lo animaba en muchos aspectos, pues le entusiasmaba que le dieran tantas ideas, todas las cuales llegaba a comprender al final. Algunas las consideraba magníficas y deseaba aplicarlas en su reino cuando regresara a casa. Otras eran tan peculiares que jamás podría adoptarlas ni adaptarlas a su pueblo, si bien le seguían pareciendo interesantes desde un punto de vista intelectual, mientras que otras le parecían demasiado espantosas o terribles como para siquiera hablar de ellas.

Edmond no tardó en levantar la mano, como Denise sabía que haría.

—¿Sí, Edmond? —le preguntó.

—Por favor, señorita, ¿cuáles eran?

—¿El qué? ¿Las ideas espantosas y terribles?

—¡Sí!

—No lo sé, Edmond. ¿Por qué quieres saberlo?

—¡Porque Edmond es horrible! —gritó Melanie. Los demás niños se rieron, silbando y señalando al atormentado Edmond, que se vengó sacándole la lengua a Melanie.

—Ya basta —dijo Denise, que guardó silencio hasta que se tranquilizaron de nuevo—. Debéis saber una cosa acerca de la búsqueda de Mozark. Una de las cosas más importantes que aprendió es que no se debe juzgar a la gente según tu propia forma de ver la vida. Al menos no a una escala así. Si los habitantes de un determinado planeta se comportan de una manera que a ti no te parece bien, no significa que estén equivocados. Todos somos diferentes, sobre todo si hablamos de gentes de otros mundos. Esto no implica que aquello que a todas luces sea malo y cruel esté justificado. Pero Mozark aprendió a ser más tolerante con las creencias y los valores de los demás. En ese sentido, su viaje fue todo un éxito… pero ya os lo contaré en otro momento.

—¿Hoy? —preguntaron varios.

Denise sonrió al ver las caras ansiosas y suplicantes de los niños.

—No, hoy no.

Un coro de suspiros invadió el jardín donde estaban sentados.

—Aunque no queda mucho para llegar al final de la historia. Pero hoy la historia trata de cuando Mozark conoce a los bordeadores. No eran una sola raza; al igual que sucedía con la Iglesia Final, era mucha gente la que se unía a la causa de los bordeadores. En muchos aspectos, representaban lo contrario que la Iglesia Final. Los bordeadores eran constructores de naves, pero no sólo de las clásicas que el Imperio del Anillo utilizaba para comerciar, viajar y explorar. Las naves que fabricaban los bordeadores eran intergalácticas… —Denise miró con complicidad a los niños cuando éstos suspiraron sorprendidos—. Eran las máquinas más avanzadas que la tecnología del Imperio del Anillo podía concebir. Eran los vehículos más grandes, veloces, poderosos y sofisticados que aquella galaxia había conocido jamás. El esfuerzo que requería manufacturarlas era inmenso; los bordeadores se habían apropiado de todo un sistema solar para utilizarlo como cadena de montaje. Sólo una estrella y todos los planetas que orbitaban a su alrededor podían proporcionarles los recursos necesarios. Mozark se quedó un mes con ellos; como si fuera un turista, visitó con su nave todas las instalaciones, que eran unas auténticas catedrales de ingeniería. Los bordeadores le hablaron con orgullo de los discos convertidores de tamaño oceánico que habían lanzado hacia la estrella, hasta cuyos estratos interiores penetrarían para provocar las reacciones de fusión más intensas. Aquélla era la única manera de producir suficiente energía para mantener activas las decenas de miles de bases industriales que operaban por todo el sistema. Estas bases, gigantescas en todos los sentidos, eran móviles, de manera que podían tragarse enteros asteroides de tamaño medio. Las rocas se procesaban y separaban en los distintos minerales que las componían, que después se transportaban a las torres de refinería. Las naves de mercancías bioquímicas que sólo operaban dentro de aquel sistema recogían los productos finales y los transportaban a las instalaciones de manufacturación, donde los convertían en componentes para naves.

»Los astilleros en que se montaban los componentes eran del tamaño de una luna pequeña. Cada una de las naves intergalácticas medía varios kilómetros de largo; sus cubiertas hipermórficas plateadas y azules capturaban los más leves destellos de las estrellas que incidían en sus moléculas metamórficas y los reflejaban en forma de corona resplandeciente. Cuando reposaban en órbita, se podía apreciar que tenían forma de suave huevo. Sin embargo, cuando los motores cobraban vida las hacían volar por el vacío a cientos de veces la velocidad de la luz, lo que les daba un aspecto de afilados estoques de los que salían largas y afiladas aletas. Parecía como si el vacío por el que viajaban estuviera compuesto por una atmósfera de fotones elementales que sólo pudiera surcarse gracias a su perfil metasónico.

»A Mozark, por supuesto, le entusiasmaba todo aquel proyecto. Los bordeadores eran los últimos y más grandes pioneros del Imperio del Anillo. Las naves intergalácticas transportaban colonos a otras galaxias. En éstas se levantarían nuevos imperios, al otro lado de la noche profunda. Aquello daría lugar a un futuro maravilloso que florecería en medio de lo desconocido, rodeado de desafíos y dificultades. La vida no sería tan sencilla y placentera como lo era en el Imperio del Anillo.

»Mozark vio atracar las naves normales de pasajeros que traían decenas de miles de colonos que buscaban una nueva vida para ellos y sus descendientes. Venían de reinos del otro extremo del Imperio del Anillo, centenares de especies distintas unidas por la pasión de viajar. La primera vez que vio cómo una nave intergaláctica arrancaba y se perdía en el vacío no pudo evitar sentir envidia. Aquellos viajeros eran sus almas gemelas y le estaban dejando atrás. Pero era su deber regresar a casa, a su propio reino. Antes de que su nave hubiera terminado de estabilizarse por el impulso de la ignición de los motores, ya se moría de ganas por hablarle a su pueblo de todas sus aventuras. Planeó utilizar los recursos de su reino para un fin similar y transportarlos al futuro en lo que sería un viaje increíble. Pero cuando la titánica nave desapareció de sus sensores, las dudas y la desilusión empezaron a hacer mella en él. Había emprendido aquella aventura para descubrir algo que beneficiara e inspirara a su pueblo. Sin embargo, ¿cuántos estarían dispuestos de verdad a despojarse de todo cuanto poseían para apostarlo todo a un viaje incierto por los rincones más recónditos del universo? Muchos no lo dudarían: millones, quizá cientos de millones. Pero su reino era la morada de billones de habitantes, todos los cuales llevaban una existencia relativamente feliz. ¿Por qué iba a obligarlos a cambiar de vida? ¿Qué derecho tenía él a apartarlos del mundo y la sociedad en que se habían criado y a los que tan bien servían?

»Fue entonces cuando por fin comenzó a comprenderse a sí mismo y su propia insatisfacción. Al mirar por la ventana de su nave y ver aquellos orgullosos y gigantescos vehículos que orbitaban alrededor de uno de los estériles y anónimos planetas de los bordeadores, solamente percibió una diferencia de escala. Los colonos y él estaban ya preparados para perderse en lo desconocido e iniciar lo que esperaban que fuera una vida que valiera la pena. Quizá los colonos, para quienes el viaje en sí ya era todo un logro, fueran más valientes que él mismo, que no sabía con qué se encontrarían ni cómo acabarían. Cuando llegaran al otro extremo, dispondrían de la capacidad y de los materiales necesarios, igual que en el Imperio del Anillo. Allí fuera no había nuevas ideas aguardándolos, sólo el espacio, el cual esperaban que estuviera menos saturado. Llevaban consigo la cultura del Imperio del Anillo, que no era sino la tecnología y los datos que habían heredado. La homogeneidad del Imperio del Anillo se debía a su cultura cuadriculada, de manera que las semillas que plantaran ahora darían lugar a los mismos frutos. Mozark decidió que al final los colonos no eran tan valientes como él, puesto que sólo querían huir. Él al menos intentaba que su pueblo regresara al reino.

Denise se detuvo, consciente de que los niños empezaban a cansarse. Un par de ellos estaban decepcionados e impacientes y se entretenían arrancando briznas de hierba y perdiendo la mirada de cuando en cuando en la ciudad blanca que se levantaba tras el muro. Ya no era el cuento que creían que iban a escuchar, una aventura con terribles peligros que sortear y monstruos contra los que batallar. Lo único que habían sacado en claro era que Mozark tenía la cabeza llena de unos pájaros que ellos jamás comprenderían. Vaya birria de héroe.

Denise se reprochó a sí misma el haberse dejado llevar y en seguida pensó cómo retomar el hilo de la historia. Había muchos aspectos que podía dejar de lado; podía eliminar las partes abstractas y filosóficas. Todavía podía sacarle jugo.

—Entonces Mozark, cuando estaba en su nave pensando en los bordeadores, la Iglesia Final, La Ciudad e incluso en los mordiff, supo de repente lo que debía hacer.

—¿El qué? —preguntó una de las niñas con impaciencia.

—Tenía que volver a casa —respondió Denise—. Porque acababa de descubrir lo que debía decirle a Endoliyn; revelarle qué era aquello a lo que iba a dedicar su vida.

—¡A qué! —gritaron los niños a coro.

—¡Hace un día espléndido! —dijo Denise con una risita traviesa—. Deberíais salir a jugar y aprovecharlo. Pronto os terminaré de contar qué sucedió cuando Mozark regresó a su reino.

—¡Ahora!

—No. He dicho pronto.

—Entonces mañana.

—Ya veremos. Si os portáis bien.

Le prometieron que lo hacían y que siempre lo harían.

Les dejó levantarse y salir a retozar por el pequeño jardín de la escuela. No necesitaba consultar el reloj, sabía muy bien qué hora era. El partido amistoso estaba a punto de empezar.

Los racimos de neuronas descritas conectaron a Denise con el banco de datos de Memu Bay. Había varios periodistas cubriendo el encuentro, que por otro lado tampoco era de mucho interés, puesto que apenas habían asistido celebridades. Las cámaras enfocaban al terreno de juego, donde ambos equipos ya estaban calentando.

Lawrence detuvo el balón en seco y lo golpeó con el puente del pie derecho. El esférico rodó por el suelo hasta detenerse a un par de metros de Hal, que le miró con gesto indignado. Se suponía que debía ser un pase ágil que dejaría la pelota a punto para que Hal la hundiera en la portería del equipo contrario. Sin embargo, mientras Hal corría con apremio hacia el balón, dos de los muchachos contra los que jugaban salieron a placarlo. Por un momento Lawrence pensó que se habían equivocado y que estaban jugando a rugby. Antes de que Hal llegara siquiera a tocar la pelota ya le habían embestido y pateado.

Hal gritó y cayó sobre un hombro.

—Joder —gruñó entre dientes.

El árbitro pitó falta.

Hal lo miró para ver qué decía.

—Tiro libre —graznó el árbitro con asco.

—¿No les va a sacar tarjeta? —preguntó Hal con indignación. El árbitro se alejó trotando.

Lawrence y Wagner cogieron al niñato por las axilas y le ayudaron a ponerse en pie.

—No puedo creerlo —exclamó Hal—. Era por lo menos tarjeta amarilla.

—Aquí las reglas varían un poco —le dijo Lawrence para que se calmara un poco. Daba la sensación de que quería matar a todo el mundo.

Los dos que lo habían derribado no podían disimular la risa. Uno de ellos le enseñó el dedo corazón.

—Esto de parte de Killboy.

Hal caminó hacia él tambaleándose y gruñendo. Lawrence y Wagner consiguieron contenerlo. Se oyeron algunos desganados gritos de ánimo desde la banda donde se habían congregado los hinchas locales.

Eso de que aquí las reglas no eran del todo iguales no era cierto. Por décima vez desde que comenzara el encuentro —Los Gandules de Lawrence contra los Ángeles Vengadores—, Lawrence se preguntó si de verdad había sido buena idea. Los locales sólo veían en el partido una manera legítima de atacar a los reclutas con los clavos de las botas, que parecían más largos de lo normal, y con entradas que harían temblar al mejor maestro de kung-fu.

Antes del inicio del partido, Ebrey Zhang se había acercado a hablar con los muchachos del equipo para infundirles ánimo. Después de soltar el sermón sobre la buena oportunidad que era el encuentro para mejorar las relaciones entre ambas comunidades, le dijo a Lawrence:

—Sargento, con esto no pretendemos calentar más el horno. Vamos a tomárnoslo con calma, ¿eh?

—Señor, ¿nos está ordenando que perdamos? —preguntó Lawrence. No pudo evitar sentirse halagado al comprobar que el comandante ya les veía vencedores antes de empezar siquiera. Pero ya había visto a algunos de los jugadores del equipo contrario. Eran fornidos y parecían estar en forma. Iba a ser un enfrentamiento muy duro.

—No, no —dijo Ebrey con calma—. Pero tampoco queremos una victoria fácil, ¿verdad? Por lo de las hostilidades y todo eso.

—Entiendo, señor.

—Buen chico. —Ebrey le dio unas palmadas en el hombro y se unió al resto de hinchas de Z-B.

El partido dejó de ser amistoso después de los primeros cinco minutos de juego. Lo cierto era que los Ángeles Vengadores no habían tenido en ningún momento ánimos de hacer buenas migas.

Hal, encargado de realizar el tiro libre, chutó el balón para que volara describiendo un arco hasta Amersy. El cabo empezó a correr por la banda. Lawrence lo apoyaba por la otra banda, marcado muy de cerca por dos Ángeles Vengadores, tanto que podían derribarlo por error en cuanto el árbitro mirara hacia otro lado.

Lawrence se deslizó por el barro hasta que casi perdió el equilibrio. Amersy, que ya se encontraba muy adelantado, había dejado a Lawrence en una mala posición para recibir pases.

—Mierda —bufó. Los dos que lo marcaban se quedaron asombrados cuando los apartó a codazos. Por suerte el árbitro todavía estaba mirando a Amersy, que lo acababan de placar.

—¡Apoyadle! —gritó Lawrence a sus compañeros—. ¡Apoyadle, hostias, nenazas de los cojones!

—Por favor, Sargento —exclamó con debilidad el capitán Bryant desde la banda—. Tampoco es para ponerse así.

Lawrence lo miró y siguió farfullando improperios.

Antes de que Amersy consiguiera ponerse de pie los victoriosos Ángeles Vengadores se hicieron con el esférico. Aunque a regañadientes, Lawrence tuvo que admitir que aquellos matones no controlaban mal del todo el balón. Se metieron entre ellos y se abrieron paso con facilidad alrededor del centrocampista que intentaba bloquearlos.

¿Dónde coño estaba el resto del equipo?

—Defensas —voceó Lawrence con desesperación mientras agitaba los brazos haciéndoles señas.

Por lo menos los defensas tenían cierto sentido de la táctica. Dos de ellos se acercaban para encararse a los Ángeles Vengadores que se estaban llevando la pelota. Tres protegían la portería. La pareja del medio campo corría hacia la otra banda para marcar al delantero de los Ángeles Vengadores, que no dejaba de regatear y ganar terreno. Lawrence vio a unos de los centrocampistas contrarios correr hacia el círculo central, que había quedado despejado, y salió a cortarle el paso.

Después de todo el resultado no estaba tan cantado, aquellos muchachos también sabían jugar duro.

La mina explotó cuando el defensa de Los Gandules de Lawrence que protegía el flanco derecho de la portería la pisó. Lo elevó tres metros en el aire y le despedazó las piernas y el abdomen. Lawrence cayó de rodillas al oír la explosión amortiguada por la tierra, a la que siguió un sobrecogedor silencio de confusión. Entonces el tronco superior del defensa cayó en el terreno de juego, con los inertes brazos temblando grotescamente a causa del seco impacto y la cabeza ladeada mirando hacia la portería. Lawrence pudo ver que se trataba de Graham Chapell, un recluta del pelotón de Ciaran. La mitad del campo quedó cubierta por su sangre y sus vísceras. Siguió sin oírse ni un murmullo, todo el mundo se había quedado demasiado atónito como para gritar siquiera.

Cuando Lawrence se puso a mirar a todas partes como un loco y vio el hoyo humeante que se había abierto en el suelo, comprendió al instante lo que había ocurrido. Todo el mundo se había agachado. Miró horrorizado al balón, que seguía rodando, rebotando y vibrando por el descuidado césped del campo.

«Basta», imploró para sí. «Joder, ya basta. ¡Ya basta!».

La maldita pelota era lo bastante pesada para activar otra mina si pasaba sobre una. Rodaba hacia Dennis Eason, que la veía acercarse a él. Un gesto de terror y fatalismo había deformado su rostro.

El esférico se detuvo a medio metro de él. Inclinó la cabeza hacia atrás y suspiró aliviado.

En ese momento todo el mundo empezó a gritar y chillar, lo mismo espectadores que jugadores. Todos echaron a correr. Los miembros de Z-B gritaban que nadie se moviera, que todo el mundo se quedara donde estaba, que pronto vendrían a ayudarlos.

Lawrence apretó los puños y los hundió en el barro, furioso por lo impotente que se sentía. El miedo y la confusión habían tensado hasta el último músculo de su cuerpo. Se sentía desnudo sin su Cuero. Era un blanco fácil para cualquier estudiantucho aspirante a revolucionario que aquel día se hubiera levantado con ganas de convertirse en leyenda. A partir de aquel momento odió a Killboy. Odió a todo aquel puto planeta. Nunca antes había ocurrido algo así. Jamás. Hasta aquel día sólo habían encontrado animosidad y desprecio.

Por el amor de Dios, sólo estaban jugando al fútbol. Fútbol. Incluso había gente de su bando, algunos apenas si eran unos adolescentes. Los Ángeles Vengadores jóvenes que tenía a su alrededor sollozaban víctimas del pánico, algunos no podían contener las lágrimas.

¿Qué cojones le pasaba a aquella gente? Quería gritárselo para que le oyeran todos. Debían de estar allí, mirando y disfrutando de la confusión y el pavor que habían creado. Debían de estar regocijándose en el dolor que habían ocasionado.

Pese a todo, lo único que podía hacer era apretar los dientes y quedarse inmóvil, sintiendo cómo el barro húmedo le empapaba la camiseta y los pantalones, hasta que por fin se oyera el glorioso batir de las aspas de los helicópteros.

Siete pelotones llegaron corriendo al parque donde se había celebrado el funesto partido. Los helicópteros en que habían venido se habían posado en las calles de los alrededores. Los Cueros, cuyos sensores sondeaban el suelo a cada paso que daban, avanzaban con cautela.

Primero protegieron a Ebrey Zhang, al que llevaron por un camino seguro marcado con luces señalizadoras que emitían un intenso resplandor ambarino. El helicóptero al que lo subieron echó a volar estruendosamente y se perdió en el cielo mientras los demás Cueros continuaron examinando el parque sin dar tregua a sus sensores. Poco a poco fueron evacuando a la gente, una persona cada vez; en todos los casos suspiraban de alivio cuando se agarraban a los reclutas. A Lawrence llegaron cuarenta minutos después de que aparecieran los helicópteros. Estaba nervioso y no dejaba de mirar a todos lados. Todo el campo quedó cubierto por una confusa rejilla de luces anaranjadas e intermitentes. En medio de todas ellas brillaban tres luces rojas, una de las cuales estaba a cuatro metros de donde Lawrence había permanecido a la espera de que lo recogieran.

El equipo de médicos empezó a recoger los restos de Graham Chapell que habían caído en las zonas despejadas del campo y a meterlos en bolsas negras de polietileno.

—Cabrones —murmuró Lawrence mientras el Cuero lo guiaba hacia los jeeps—. Hijos de puta.

Uno de los asistentes de Ebrey Zhang hizo pasar a Dean Blanche al despacho del Alcalde. El comandante no necesitó más que ver el rostro calculadamente inexpresivo del capitán de seguridad interna para saber que no traía buenas noticias.

—¿Y bien? —preguntó en cuanto se cerraron las puertas.

—Eran minas nuestras —le informó el capitán Blanche.

—¡Mierda! ¿Está seguro? Olvídelo, por supuesto que está seguro. Maldita sea, ¿cómo ha podido ocurrir?

—Todavía no lo sabemos. Según el inventario, todavía siguen en el almacén. Hemos efectuado un recuento físico, claro. Faltan ocho.

—¿Ocho? —preguntó alarmado Ebrey Zhang—. ¿Cuántas habían colocado en el parque? —Las minas le ponían enfermo. La política de Z-B exigía que estuvieran disponibles en caso de que la situación en tierra se pusiera muy fea y los reclutas se vieran obligados a proteger las zonas estratégicas de un ataque directo, como por ejemplo, el puerto espacial durante su retirada. Por fortuna, nunca había tenido que ordenar que las colocaran. Aquellos malditos artefactos eran un legado letal que duraría décadas y que iría eliminando a sus víctimas de forma indiscriminada.

—Hemos encontrado cinco. Con la que ha estallado…

—Oh, santo cielo. —Ebrey se acercó al mueble-bar del armario del fondo y se sirvió una copa de lo que los locales llamaban, no sin ironía, bourbon. Por lo general no bebía delante de los oficiales subalternos, sobre todo si eran de seguridad interna, pero aquél había sido un día muy, muy largo que no había tenido final feliz—. ¿Un trago?

—No, gracias, señor.

—Como quiera. —Se colocó junto a la contraventana y perdió la mirada en el cielo. Eran las tres de la mañana y las estrellas titilaban con placidez. Después de un día como el que acababa de terminar se preguntaba si alguna vez volvería a pasear entre ellas—. De modo que hay tres minas repartidas por la ciudad esperando a que las pisemos.

—Dos, señor.

—¿Cómo? Oh, claro. Dos son las que faltan. ¿Cabe la posibilidad de que los pelotones no las encontraran al sondear el parque?

—Es posible, señor. Voy a ordenar que se vuelva a peinar por la mañana, en cuanto haya suficiente luz.

—Muy bien. Por cierto, ¿cómo demonios consiguieron sacarlas del arsenal?

—No estoy seguro, señor. —Blanche vaciló—. Debió de resultarles muy complicado.

—Quiere decir si los autores son ajenos a Zantiu-Braun.

—Sí, señor.

—Me niego a creer que alguien de la compañía sea capaz de algo así. Sería una venganza absurda. —Se giró y hundió la mirada en el capitán, que a cada momento se sentía más incómodo—. ¿No cree?

—Estoy de acuerdo con usted, señor. No hay tan mal ambiente entre los pelotones.

—Hay uno desaparecido. Jones Johnson, ése del que encontraron la sangre. ¿Cree que puede haber… no sé, desertado?

—Podría ser, señor.

—¿Johnson sería capaz de acceder al arsenal?

—No lo sé, señor. Muchos reclutas conocen muy bien nuestro software.

—Maldita sea. ¿Para qué están los guardias? Sobre todo los del arsenal.

—Señor. Tengo una teoría.

—Las otras minas estaban en modo de espera, sin embargo, los jugadores habían corrido por todo el campo durante treinta minutos, hasta que estalló la mina. Debió de activarse justo antes de que Chapell se colocara sobre ella.

Ebrey comprendió lo que quería decir el capitán.

—Killboy transmitió un código.

—Sí, señor. —Si lo lanzaron por el banco de datos podemos intentar rastrearlo. Por supuesto podrían haber utilizado un transmisor aislado, en cuyo caso debía de haber alguien por los alrededores que enviara el código. Puedo revisar la memoria de todos los sensores del distrito. Puede que el SA identifique a alguien que encaje con el perfil de comportamiento adecuado. Pero debe de haber alguna prueba en los datos de hoy.

—Tómese el tiempo necesario para averiguarlo y también puede utilizar todos los recursos de SA que hagan falta. Su misión tiene la mayor prioridad. Lo que importa es que me traiga a ese pedazo de mierda. Me da igual lo que tardemos, pienso ver al señor Killboy colgando de la torre de este ayuntamiento antes de que nos vayamos.