Capítulo 3
Lawrence Newton no vio ni una sola nube hasta que cumplió doce años. Hasta entonces, los cielos del tiempo de luz de Amethi habían exhibido un impoluto azur de horizonte a horizonte. Cuando la órbita del planeta alrededor de su gigante de gas primario, Nizana, llegó a la fase de oscuridad y aparecieron las estrellas, éstas empezaron a arder con una constancia extraordinaria en cualquier atmósfera, de tan límpido que era el aire glacial. Y el joven Lawrence, que vivía en Templeton, la capital, en el hemisferio que se ocultaba permanentemente de Nizana, nunca se imaginó que fuese posible que en el exterior ocurrieran cosas emocionantes. En lo que al paisaje y al medioambiente se refería, Amethi resultaba de lo más aburrido. Nada se agitaba en los cielos, nada crecía en la gélida tundra.
Para la McArthur Corporation, cuya nave de exploración, la Renfrew, descubrió el planeta en 2098, tales condiciones eran óptimas. A finales del siglo XXI, con las grandes compañías y los consorcios financieros fundando decenas de colonias, la expansión interestelar se encontraba en su apogeo. Se abordaban y colonizaban todos los planetas cuya atmósfera estuviera compuesta de oxígeno y nitrógeno. Pero aquellas incursiones eran costosas, las biosferas alienígenas que ofrecían aquella valiosa mezcla de gases respirables eran inevitablemente hostiles y venenosas para los organismos terrestres… algunas causaban la muerte en el acto. Establecer asentamientos humanos bajo tales condiciones era costoso en extremo. No así en Amethi.
Cuando la Renfrew entró en la órbita de Nizana, el equipo de astrónomos comprobó que la luna más grande estaba isostática. Un asesino de dinosaurios había impactado en el planeta cien mil años atrás; un asteroide perdido lo bastante grande para poner fin a la actividad climática normal. El sobresaltado director de espectrografía, James Barclay, examinó la imagen del primer análisis de la anormal masa blanca, que se extendía de polo a polo por el hemisferio cuyas mareas estaban sometidas a la influencia de Nizana, y dijo: «Joder, eso sí que es un cubito de hielo». Bautizaron al coloso helado con su nombre.
Pese a que técnicamente era una luna, la evolución de Amethi había transcurrido con normalidad para ser un planeta tan grande. Empezó como todos, con una inhóspita atmósfera que empezó a variar poco a poco, a medida que la vida comenzó a emerger de los mares primordiales. Organismos primitivos capaces de fotosintetizar el oxígeno liberado. Los recién aparecidos líquenes y amebas consumían carbono. Un ciclo corriente que se daba en cualquier rincón del universo donde se combinaban las mismas condiciones. La única diferencia entre ésta y las demás biosferas radicaba en la forma y la estructura de los organismos pluricelulares que aparecerían pocos cientos de millones de años después, así como en las proteínas específicas contenidas en las células de este planeta. En ese sentido, todos los planetas eran únicos, pues las combinaciones bioquímicas de carbón e hidrógeno que ofrecía la naturaleza eran demasiado numerosas como para que se diera dos veces la misma.
Además Amethi tenía una ventaja sobre sus lejanos primos de la galaxia; su órbita impedía que se produjeran las dramáticas variaciones estacionales que sí se producían en mundos solitarios como la Tierra o Thallspring. A 250 millones de kilómetros, la estrella F4 de Nizana estaba lo bastante lejos para proporcionar radiación constante a lo largo de todo el año, incluso su ciclo de manchas solares ejercía un efecto mínimo. El único cambio que experimentaban las nacientes fauna y flora se daba entre el tiempo de luz y el de oscuridad, que se iban turnando a medida que Amethi recorría su órbita de doce días terrestres, transición que no resultaba nada traumática. No había seres vivos que hibernaran ni que emigraran al otro lado de los océanos; las plantas nunca perdían su verdor.
Uno de los aspectos más normales era que tenía casquetes polares. Pero las inusuales forma y situación de la única zona templada de Amethi eran sólo una consecuencia de su órbita. Como las mareas del planeta se movían según la influencia de Nizana, el hemisferio que miraba al gigante gaseoso era el que recibía menos luz solar; siempre permanecía a oscuras durante las conjunciones superiores y más frío que los trópicos. Allí la vida transcurría más despacio y era más dura que en ningún otro lugar de la superficie.
La evolución siguió su curso normal hasta que el inmenso campo gravitatorio de Nizana atrapó al asteroide. Doscientos millones de años después de que las primeras amebas comenzaran a escindirse, los mares se habían llenado de peces y las plantas habían empezado a crecer en la superficie. Aparecieron insectos con alas de vilano e incluso pequeñas criaturas recientemente separadas de la clase de los anfibios. Todos murieron tras el impacto.
La explosión del choque lanzó a la atmósfera polvo y vapor en cantidades tales que toda la superficie del planeta se sumió en una larga noche. Aquello desencadenó la última edad de hielo. Los glaciares que se desprendieron de los polos se adentraron cada vez más en la extrañamente emplazada zona cálida, hasta encontrarse por fin en el ecuador. Mares, océanos y lagos ofrendaron sus aguas al megaglaciar, que no dejaba de extenderse. La temperatura descendió de manera vertiginosa en todo el planeta, enfriamiento que junto con la escasez de agua líquida y el oscurecimiento de la atmósfera, eliminó todas las formas de vida, a excepción de las bacterias mejor adaptadas. Amethi regresó a un estado primario. Sólo que en esta ocasión, con un quinto de la superficie cubierta por una capa de hielo de varios kilómetros de espesor y el resto convertido en un desierto cuya desolación recordaba a la superficie de Marte, no quedaba ningún catalizador en potencia que pudiera propiciar el cambio. El planeta había quedado paralizado en un enquistamiento absoluto. La isostasis.
Para los miembros del Consejo de McArthur, Amethi era perfecta, con su atmósfera respirable y su ausencia de vida. En todos los otros mundos conquistados tenían que establecer una biosfera terrestre. En Amethi no necesitaban erradicar la biosfera existente para poder colonizarla. Bastaba con elevar un poco la temperatura planetaria para poner fin a la isostasis y restaurar el ciclo meteorológico normal.
Templeton se fundó en 2115; al principio no era más que un asentamiento de iglúes prefabricados del que salía un solo camino que la conectaba con una pista de aterrizaje construida entre las dunas congeladas. Los ingenieros y administradores que vivían allí tenían la misión de establecer una base industrial que garantizase la independencia de la comunidad. La idea era que una vez completada la fase de establecimiento, sólo se necesitara extraer las materias primas existentes de manera que a partir de ellas se obtuvieran todos los productos deseados. Después sólo había que traer gente y nuevos proyectos para mejorar y extender las primeras fábricas. No costaba nada transmitir la información entre las estrellas y la gente compraría su billete a una nueva tierra llena de grandes oportunidades.
Después de tres años y de ocho viajes interestelares las naves espaciales dejaron de llevar mercancías. Tras ese periodo inicial, las instalaciones industriales de las aisladas fábricas satisfacían la mayoría de las necesidades de la floreciente colonia. Pero no todas. Como solía ocurrir, había sistemas específicos, productos químicos esenciales para el desarrollo de la economía y proyectos especiales que sólo podían proporcionar las abundantes factorías de la Tierra. El gobernador de Templeton no dejaba en ningún momento de solicitar que les enviaran unidades adicionales, sin las cuales todo el proceso se ralentizaría.
No era un problema que afectara sólo a Amethi o a McArthur. Mientras los programas de administración de SA se esforzaran por mantener actualizadas tecnológicamente las industrias de los mundos colonizados dentro de las restricciones presupuestarias, la Tierra, con sus inagotables recursos intelectuales, su investigación y sus laboratorios de desarrollo, siempre permanecería a la vanguardia. No dejaban de exportarse sistemas y procesos cuyo grado de eficiencia o sofisticación iba un paso más allá. Entre la Tierra y las colonias, el dinero siempre fluía en la misma dirección.
La carga financiera que Amethi significaba para McArthur no era tan pesada como la de la mayoría de los demás mundos colonizados, donde los bioquímicos humanos luchaban desesperadas batallas contra las biosferas alienígenas. En Amethi bastaba con poner en marcha el Insolación, un proyecto climatológico. La primera aventura industrial de Templeton consistió en construir una estación orbital de fabricación Tarona. Cuando en 2140 comenzó a funcionar plenamente (casi un tercio de sus sistemas se habían fabricado en la Tierra), se inició la producción local de motores de propulsión para la captura de asteroides. Alrededor de Nizana orbitaban a la deriva tantas rocas que podrían haber obtenido de ellas material suficiente para recalentar una docena de mundos con el Insolación. El impacto inaugural tuvo lugar en 2142, cuando un fragmento de hierro puro de ochenta metros de ancho cayó justo en el corazón del Glaciar de Barclay.
La explosión evaporó cerca de un kilómetro cúbico de agua y fundió una cantidad notablemente superior. En menos de una semana ya se había vuelto a congelar. Las nubes de vapor nunca alcanzaron los límites del glaciar, sino que se condensaron y transformaron en afilados copos que enseguida regresaron a sus orígenes.
Una vez que los ingenieros planetarios hubieron analizado los datos recogidos por los sensores, estimaron que la atmósfera se había calentado lo suficiente para inducir y mantener la fundición glacial tras ciento once años provocando un impacto al año, si bien sería necesario emplear asteroides cuatro veces mayor que el del experimento. Aquello significaba que el nivel de dióxido de carbono pasaría de inapreciable a un uno por ciento, aunque sólo sucedería si se desprendía el suficiente carbono de la marga muerta que permanecía intacta en los milenarios estratos continentales.
A pesar de este poco halagüeño pronóstico, los colonos empezaron a construir su nuevo mundo. Cuando nació Lawrence Newton, en 2310, los cambios socioeconómicos del viejo mundo ya habían alterado la naturaleza de la colonia. Aunque la tarea física de terraformar el mundo seguía adelante sin interrupción, Amethi había dejado de ser el destino predilecto de los pioneros exultantes que llegaban con la intención de formar un hogar en medio de un territorio virgen que poco a poco iba renaciendo.
El enorme autobús escolar avanzaba con resolución por la autopista principal del norte de Templeton, con sus anchos neumáticos adhiriéndose al mugriento y agrietado asfalto. Veinticinco niños de entre nueve y doce años vociferaban y se lanzaban envoltorios de galletas unos a otros antes de esconderse tras sus asientos para protegerse del contraataque. El señor Kaufman y la señorita Ridley, sus maestros, iban sentados en los asientos delanteros, intentando ignorar lo que ocurría a sus espaldas. Sólo hacía diez minutos que habían dejado de ver la cúpula de la escuela; iba a ser un día muy largo.
Lawrence estaba sentado en la parte central. El asiento que tenía a su lado estaba libre. No era porqué no tuviera amigos en la escuela, sí que los tenía, aparte de varios primos y una tropa de parientes lejanos. Lo que ocurría era que no tenía amigos íntimos. Los maestros decían que era muy inquieto. Era inteligente, por supuesto, dado que era un Newton, si bien ninguna de las asignaturas llegó a motivarlo nunca. Todos los informes que les llegaban a sus padres acababan con el mismo comentario secular: podría hacerlo mejor. En la competitiva jungla que era la escuela, donde los niños aplicados y trabajadores obtenían los mejores resultados, Lawrence se sentía demasiado diferente como para encajar. Tampoco era un rebelde (todavía le quedaba algunos años para aspirar al puesto) pero dejaba muchas señales que indicaban que se convertiría en un marginado si no se hacía algo pronto. Una mejora casi desconocida para la organizada población de Amethi. Para un miembro de una familia del Consejo era algo impensable.
Así que allí estaba Lawrence, impasible ante las tonterías de sus compañeros, viendo cómo la ciudad iba quedando atrás. A ambos lados de la autopista se veían monótonos y curvos muros de nulteno, que no eran sino enormes láminas de la ultradelgada y grisácea membrana transparente de la que se componían las cúpulas de las ciudades. Lo normal era que midieran cuatrocientos metros de ancho, que estuvieran producidas en una sola pieza (en la fábrica de McArthur) y que todos los materiales fueran autóctonos. Con la membrana, relativamente barata y fácil de colocar, se cubrían todas las poblaciones y ciudades del planeta. Sólo hacía falta un terreno llano sobre el que tenderla. Las láminas llevaban incorporada una red hexagonal de tuberías minúsculas hecha de carbono microfilamentado (manufacturado en Tarona) al que previamente se le ha inyectado epoxi. El material obtenido era lo bastante resistente para mantener levantado el liviano nulteno, como si fuera un globo gigantesco que nunca conseguía elevarse por los aires. Había que enterrar los bordes lo antes posible, puesto que la estructura molecular de las membranas se había diseñado para que se comportara como una trampa de calor casi perfecta. El aire del interior se templaba en poco tiempo y en ocasiones alcazaba incluso temperaturas tropicales, de manera que el aire caliente que ascendía levantaba un poco la cúpula. Las grandes unidades de circulación y de intercambio térmico (fabricadas también in situ) estaban distribuidas por las cercanías de los bordes para ayudar a conservar el clima adecuado en el interior. Una vez que se había terminado de construir la cúpula, sólo hacía falta reavivar el suelo regándolo y cubriéndolo de bacterias terrestres para poder cultivar en él.
La mayoría de las cúpulas del corazón de la ciudad eran comunitarias. Con su tamaño de seiscientos metros de diámetro, superior a la media, tenían un solo rascacielos de apartamentos justo en el centro, que actuaba como soporte adicional para la abovedada superficie. En el interior, alrededor de los rascacielos, se habían levantado refrescantes parques dotados de lagos y riachuelos artificiales. Nadie, a excepción de los administradores cualificados, utilizaba coches para moverse por la ciudad, ya que todas las cúpulas estaban enlazadas por una compleja red de raíles. Aparte del autobús escolar, por carretera sólo viajaban los camiones de gran tonelaje de veinte ruedas, las máquinas de agroformación y los camiones de ingeniería civil, todos los cuales liberaban despreocupadas volutas de hidrógeno a la atmósfera.
Las fábricas, que parecían refugios achaparrados de cristal y aluminio, ocupaban el espacio que quedaba entres las distintas cúpulas. Los ventanales estaban saturados de espesas capas de polvo, depositadas durante años a medida que el calor y la humedad que se escapaban de las instalaciones de las ciudades iban revolviendo el suelo helado. Incluso aquí el aire sufría igual que en cualquier otra ciudad humana: las partículas y el vapor que no se habían movido con libertad durante cien mil años ahora se agitaban al son del revoltoso céfiro de los trenes, de los vehículos que viajaban por carretera y de los ventiladores de circulación de las cúpulas. Durante décadas, ése había sido el único viento que se había levantado en todo el planeta. Pero permitía que las plantas crecieran. A lo largo de toda la orilla de la carretera, Lawrence podía ver matas de hierba verde brotando del rojizo suelo. Incluso había pequeñas fisuras por donde las aguas fluían de cuando en cuando, procedentes de la condensación de las láminas mal acopladas o de rasgaduras en el nulteno.
Ya más alejadas de las ciudades, las refinerías de alimentos empezaban a sustituir a las cúpulas; se trataba de complejos industriales del tamaño de pequeñas ciudades donde los tanques de presión, las torres de alimentación de enzimas y los calentadores de proteínas estaban comunicados entre sí por medio de un laberinto de tuberías aisladas. El vapor caliente agitaba el aire durante cientos de metros sobre las austeras superficies metálicas mientras las pequeñas plantas de fusión prestaban sus megavatios a los elaborados procesos que mantenían viva a la población humana de Amethi. Cada refinería disponía de una cantera propia, que consistía en un cráter vertical excavado en el suelo congelado con buldózeres pilotados por SA. Las caravanas de vehículos industriales, que subían y bajaban por las rampas de los fosos durante todo el día, transportaban cientos de toneladas de esquivos y escasos minerales hacia los hornos catalíticos.
La tubería de la Cuenca de trans-Rackliff también terminaba en algún punto de este lado de la ciudad. El conducto daba la vuelta al planeta para llegar hasta el aliviadero del Glaciar de Barclay y recoger un componente esencial para la vida: agua. En realidad salía más barato canalizarla que extraerla del suelo en bloque para derretirla. Tanto las cúpulas como las refinerías eran ávidos consumidores.
Lawrence observaba con cierto desinterés las construcciones que conformaban la ciudad y se imaginaba qué aspecto tendrían Templeton y sus alrededores desde el espacio. Parecería una extraña flor de plástico de setenta kilómetros de diámetro que había florecido en este yermo mundo alienígena al calentarse la atmósfera. Un día explotaría y las membranas de nulteno se agitarían a merced del aire y entonces la freza terrestre que había brotado en el interior podría extenderse a todos los rincones del planeta. Sólo así pudo Lawrence comenzar a apreciar la enormidad del desafío que había supuesto construir su mundo natal. En lo que no podía concentrarse era en los números y las imágenes enriquecidas, en todo aquello que la escuela parecía obligada a enseñar y glorificar.
Una vez que la última de las refinerías hubo quedado atrás, Lawrence vio que la tundra se extendía hasta el afilado horizonte, con su sucia superficie bermeja cubierta de escasas rocas desperdigadas y milenarias e inestables hondonadas. A veces aparecía cubierta de extrañas masas oscuras. Cuando se formó el Glaciar de Barclay, que absorbió toda la humedad del aire y provocó una caída súbita de la temperatura, todavía quedaban bosques. Hacía ya mucho que los árboles habían muerto víctimas del frío y de la ausencia de luz, sin embargo el glaciar durmiente apaciguaba el aire en lugar de revolverlo. No se levantaban vientos ni tormentas de arena que carcomieran los robustos troncos. La humedad que se depositaba sobre el suelo se convertía en hielo y poco a poco iba formando una dura capa sobre la superficie que contenía un elevado porcentaje de arena y partículas de polvo.
Durante los siglos posteriores a la formación del glaciar, las plantas muertas y ennegrecidas de Amethi permanecieron en pie. El tiempo sólo conseguía envejecerlas, puesto que ya no estaban expuestas a la acción de los elementos. Tras cien mil años incluso la madera fosilizada comenzó a perder su firmeza. De los troncos, que se iban corroyendo poco a poco, se desprendían cortezas ebenáceas hasta que el tronco se volvía inestable. Cuando el quebradizo pilar comenzaba a resquebrajarse se acababa desmigajando como si estuviera compuesto de milenario cristal carbonizado. La mitad de las veces, en los bosques más densos, arrastraban en su caída un par de vecinos, lo que iniciaba una cadena de devastación. Allí donde una vez hubo bosques ahora sólo quedaban páramos sobre cuyo ceniciento suelo se levantaban dunas bajas de grava congelada.
Por fin los niños se callaron al divisar aquel paisaje desde el autobús; allí era donde florecía su futuro con dolorosa deliberación. Se empezaban a apreciar los primeros y suaves efectos del Insolación. Las hendiduras y los pequeños arroyos que surcaban la dura superficie albergaban diminutas plantas árticas. Se las había sometido a todas a una intensa vescritura para que pudieran sobrevivir en este mundo, para que soportaran no sólo el frío sino también los largos períodos de luz y de oscuridad. Las plantas que crecían en el Círculo Polar Ártico terrestre, con sus fatigosos días y sus igualmente opresivas noches, reunían las condiciones orgánicas más similares a las que se requerían en Amethi. Esto significaba que sus genes eran los que necesitaban de una menor modificación vírica para que se adaptaran a la hostilidad de los gélidos yermos.
Muchas echaron flores, pequeñas y delicadas campanillas coralinas, o incontables capullos dorados. Aquél fue el logro más relevante de los genetistas, modificar el ciclo de polinización para que las esporas fueran expulsadas al aire quiescente al desgarrarse las anteras. Con una calina lo bastante agitada se conseguiría desatar débiles corrientes de convección por todo el planeta, poco más fuertes que un soplo. A ninguna de aquellas plantas perennes le hizo falta que la cultivaran previamente en un invernadero para ser trasplantada después, todas habían crecido solas. Eran los primeros colonos terrestres desnudos.
Mientras las verdes plantas florecían entre las grietas de la superficie, la roca expuesta permanecía cubierta de manchas gomosas amarillas sulfúreas y marrones canelas, desde las fachadas de los precipicios hasta los guijarros desperdigados entre las dunas de carbón de los antiguos bosques. Ahora los líquenes, que primero se esparcieron por los distintos continentes de Amethi por medio de las naves robotizadas de gran altura con el fin de provocar un nuevo ciclaje ecológico, se extendían como jamás se habían propagado antes, amparados por el aumento de la temperatura y del nivel de humedad.
A Lawrence le gustaba que la invasión de color se hubiera hecho fuerte en la desolada tundra. Resaltaba la asombrosa magnitud de aquel logro. Sobre todo porque implicaba que los seres humanos eran capaces de llevar a buen puerto semejante hazaña visionaria. Sonrió y dejó que sus sueños se perdieran en el paisaje donde lo imposible estaba sucediendo. Allí fuera era más sencillo, las exigencias de su familia y las prohibiciones de la escuela iban quedando atrás a medida que el autobús se adentraba en un reino de posibilidades.
Miraba en todas direcciones. Miraba de soslayo, alerta de repente. Con urgencia desempañó la ventana del autobús, donde, a pesar de la calidad del aislante, se había condensado el vaho de los niños. Allí. En el cielo, algo muy extraño se movía. Golpeó el cristal para indicar a sus compañeros adonde debían mirar. Entonces, al darse cuenta de que nadie le iba a prestar la menor atención, levantó la mano y agarró la manecilla roja de emergencia que había sobre la ventana. Sin vacilar, tiró de ella hacia abajo con fuerza.
Los frenos antideslizamiento entraron en acción después de que el programa de conducción por SA detuviera el autobús en cuanto los parámetros de ingeniería se lo permitieron. Se envió una señal a las autoridades de tráfico de Templeton y los servicios de emergencia entraron en modo de recuperación inmediata. Se revisaron los sensores del interior y del exterior del vehículo en busca de cualquier señal extraña. No se encontró nada, pero la intervención humana/manual no era algo que la SA pudiera ignorar. El autobús continuó derrapando, con el motor y la caja de cambios aullando con mecánica estridencia. Los niños permanecieron anclados en sus asientos gracias a la acción inmediata de las cinchas de seguridad. Todo el interior del autobús era un caos de chillidos y alaridos. El señor Kaufman, al que se le habían escapado el café y la pastita de las manos, gritaba: «¡Jodermecagoenlaputahostia!».
Segundos después el silencio se adueñó del autobús, si bien se había creado un clima casi tan tenso como el experimentado durante la frenada. Entonces el claxon empezó a sonar intermitentemente y las estroboscópicas luces de emergencia de las partes delantera y posterior del vehículo parpadeaban con ansiedad. El señor Kaufman y la señorita Ridley se miraron sin comprender y se desabrocharon las cinchas. La luz roja que había sobre una de las manecillas de parada de emergencia destellaba con urgencia. Al señor Kaufman no le dio tiempo a preguntar de quién era aquel asiento, ya que Lawrence pasó corriendo junto a él en dirección a la puerta delantera, que se había abierto automáticamente. El muchacho se estaba abrochando su amplio abrigo.
—¿Qué…? —se le escapó a la señorita Ridley.
—¡Está fuera! —gritó Lawrence—. ¡En el aire! ¡Está en el aire!
—¡Espera! —le ordenó la señorita Ridley.
Lawrence no la oyó, ya había salido fuera. Los demás niños no querían perderse la acción; reían escandalosamente, aunque se fueron tranquilizando al salir corriendo detrás de Lawrence. Formaron un grupo bastante numeroso sobre el arenoso arcén. El cruel aire, que les pellizcaba la piel desnuda, les obligó a abrocharse los abrigos y a ponerse las manoplas enseguida. Lawrence se había alejado del grupo y se había puesto a buscar por todas partes aquello tan extraño que había visto. Mientras esperaba oyó a sus espaldas varias risitas tontas.
—¡Allí! —gritó. Señaló hacia el oeste—. ¡Allí! ¡Mirad!
La reprimenda que el señor Kaufman estaba echando a sus compañeros perdió todo su efecto. Una lanosa nube blanca se acercaba flotando con pesadez. Era la única tacha en medio de un perfecto cielo añil brillante. Todos los niños se quedaron mirando aquel inverosímil milagro en absoluto silencio.
—Maestro, ¿por qué no se cae?
El señor Kaufman recuperó la serenidad.
—Porque a esa altitud la densidad es igual a la del aire.
—Pero es sólido.
—No. —El señor Kaufman sonrió—. Sólo lo parece. Acordaos de cuando observábamos Nizana con el telescopio; podíais ver las nubes que provocaban los cinturones de tormentas. Flotaban. Esto es lo mismo, pero a una escala mucho menor.
—¿Eso significa que aquí va a haber tormentas, maestro?
—Es lo más probable. Pero no os preocupéis, tampoco serán comparables.
—¿De dónde viene?
—Del Glaciar de Barclay, supongo. Todos habéis visto las imágenes de la escorrentía. Éste es el resultado. Durante los años venideros veréis muchas más. —Los dejó contemplar al heraldo durante un rato más y después les ordenó volver a subir al autobús.
Lawrence, reacio a abandonar su increíble descubrimiento, era el último de la cola. Además ahora debería enfrentarse a la inevitable censura…
Los profesores se mostraron menos severos de lo que se esperaba. La señorita Ridley decía que entendía lo extraña que le había parecido la nube pero que la próxima vez debía pedir permiso antes de hacer algo así. El señor Kaufman gruñó y asintió con la cabeza, apoyando las palabras de la señorita Ridley.
Cuando el autobús se volvió a poner en marcha Lawrence regresó a su asiento. Lo demás niños dejaron de jugar y se pusieron a charlar alborotadamente sobre lo que acababan de presenciar. Al menos había sido la mejor excursión al campo que se hubiera podido imaginar. Lawrence, cuyo descubrimiento le había dado un prestigio del que no había disfrutado hasta aquel momento, aportaba de cuando en cuando comentarios y especulaciones. Sin embargo, lo que más le preocupaba era que dejara de ver la nube por las ventanas.
No se podía quitar de la cabeza la aventura vivida. Viajar por el mundo y descubrir todos los territorios incógnitos que escondía. Le parecía ridículo que una simple nube conociera más paisajes de Amethi que él. Quería subirse en ella, navegar sobre la tierra y sobre el vacío mar y lanzarse en picado sobre los inconsistentes bordes del Glaciar de Barclay, desde donde podría ver el aliviadero, una catarata tan elevada como el filo de la corteza continental. Sería fabuloso. Pero allí estaba, atrapado en un autobús de camino a un coñazo de granja de vida lenta y recibiendo lecciones de ecología cuando había otras escuelas donde podía aprender a volar. No era justo.
La granja de vida lenta era, al igual que el resto de instalaciones industriales de Amethi, una anodina caja de cristal y aluminio. Estaba sola en medio de una de las caras de un tranquilo valle; debajo de ella se veía el serpenteante lecho seco de un río. Las plantas árticas, que se apiñaban sobre los sedimentos, eran las más abundantes de las pequeñas pendientes.
Algunos de los niños lo señalaron cuando se apearon apresurados del autobús para refugiarse en el calor de la granja. Lawrence no había perdido la esperanza de volver a ver la nube, que hacía tiempo había desaparecido por el norte. Cuando las grandes puertas de la entrada se cerraron, una ráfaga de aire salió a recibir al grupo. Todos se lo esperaban; en toda Amethi se utilizaba el vestíbulo térmico, que era una cámara de aire ventilada y dotada de recicladores térmicos en lugar de bombas de vacío que evitaba que la temperatura de las cúpulas disminuyese. Aquí no era de gran utilidad. La granja, cuya temperatura apenas se elevaba dos grados sobre el punto de congelación, no era ni la mitad de cálida que la cúpula de ninguna ciudad. Nadie se desabrochó el abrigo.
La supervisora salió a recibirlos, vestida con un mono acolchado cuya ceñida capucha llevaba puesta. Era la señora Segan, quien junto con sus tres colaboradores dirigía todo el proceso. Se esforzó para que no se notara cuánto le molestaba que hubiera llegado un nuevo rebaño de niños que con toda seguridad lo estropearía todo y le partiría el horario.
—Lo que hoy vais a ver no tiene parangón en la naturaleza —les anunció mientras se adentraban en el edificio. El primer sector se parecía más a una fábrica que a una granja, con sus pasillos de metal bordeados de ventanas selladas desde las que se veían depósitos de dudoso contenido.
—Aquí cultivamos gusanobesos. Me gustaría decir que los criamos, pero la realidad es que todos esos bichos están clonados. —La señora Segan se detuvo junto a una ventana. La habitación que había al otro lado estaba llena de estanterías repletas de bandejas que contenían una gelatina coagulosa similar a las huevas de rana—. Todos estos seres son artificiales. El Instituto Fell de Oxford, que está en la Tierra, diseñó su ADN para nosotros. Como sabéis, mientras más complejo es un organismo, más riesgo corre de sufrir enfermedades y otros males. Por eso es por lo que los gusanobesos son tan simples. Su principal mejora biológica es su absoluta incapacidad para reproducirse. Esto también es muy útil para nosotros porque sólo los necesitamos para esta fase del proceso de terraformación. Tienen una vida media de diez años, de manera que cuando dejemos de fabricarlos, se extinguirán. —Cogió un bote lleno de aquel moco y se lo dio al niño que tenía más cerca—. Pásalo y, por favor, no le echéis el aliento. Todos los organismos de vida lenta se optimizan para que se desarrollen por debajo de los cero grados, así que vuestro aliento es como una llamarada para ellos.
Cuando le pasaron el bote a Lawrence no vio más que una masa de huevos translúcidos, cada uno de los cuales tenía un punto negro en medio. No parecían agitarse ansiosos por eclosionar, que hubiera sido todo lo que podían hacer. Aburrido.
La señora Segan los condujo a la principal sala de cría de la granja, una alargada cámara bordeada de hileras de cajas de plástico rectangulares separadas por pasarelas elevadas de rejilla metálica. Las tuberías del techo rociaban con intermitencia con un líquido pegajoso cada una de las cajas abiertas. Olía a hierba recién cortada y a azúcar.
—Se puede decir que los gusanobesos son productores de bacterias en miniatura —explicó la señora Segan mientras los guiaba por una de las pasarelas—. Los soltamos en los sectores vírgenes de la tundra y mientras se abren paso hacia el subsuelo van digiriendo la materia vegetal muerta. Cuando se extrae la tierra, ésta ya sale enriquecida con las bacterias que los gusanos llevaban en su estómago. Esto permite que se puedan cultivar plantas terrestres, las cuales necesitan las bacterias del subsuelo para vivir.
Todos los niños, que habían recuperado el interés al oír hablar de criaturas que cagaban hongos y cosas así, se asomaron para ver el interior de la caja que la señora Segan estaba señalando. Una masa de gusanobesos grisáceos que se retorcían somnolientos cubría el fondo de la caja; medían unos quince centímetros de largo y unos dos de ancho. Nadie pudo reprimir una mueca de asco al ver aquellos esbeltos minimonstruos.
—¿Por eso se les denomina de vida lenta? —preguntó uno de los niños—. ¿Porque no se mueven rápido?
En parte —contestó la señora Segan—. La temperatura exterior les ha obligado a desarrollar un metabolismo pausado, que deriva en la extrema lentitud de sus movimientos. Su sangre se basa en el glicerol, de manera que se pueden seguir moviendo en los suelos más fríos sin temor a congelarse.
Lawrence no dejaba de suspirar con impaciencia mientras la supervisora continuaba con su monólogo, tras el cual pasó a hablar de otras formas de vida lenta. Había criaturas similares al pescado que nadaban en los ríos de agua nieve de la escorrentía del Glaciar de Barclay; otras eran parientes lejanos de las orugas y sobrevivían comiéndose lo que encontraban a su paso por entre las enormes dunas de los gránulos de carbón que en otro tiempo fueron los bosques primarios de Amethi. Volvió a mirar el interior de la gran caja. La maraña de gusanos se retorcía con pereza. ¿Y qué? ¿A quién le importaba que vivieran bajo tierra? ¿Por qué no les enseñaban aves o alguna otra cosa interesante? Dinosaurios, por ejemplo.
La señora Segan se llevó al murmurante grupo a otra parte. Lawrence se quedó atrás. Giró la cabeza para mirar por el mugriento techo de cristal de la granja para ver si la nube había regresado. Cuando se quiso dar cuenta se había tropezado con alguna de las cadenas de la pasarela y se estaba cayendo de espaldas. Intentó agarrarse a un estrecho cubo de plástico y cuando por fin cayó al suelo, no sin dolor, vio que se había tirado por encima una carnada de gusanobesos adultos que lo estaba empapando de babas.
Se los quitó de encima al instante, con un asco que le hizo olvidarse del daño que se había hecho en la columna. Aquellos ejemplares adultos medían unos cuarenta centímetros de largo y siete u ocho de diámetro. Agitó las manos con repugnancia. Se puso de pie y miró sin pensar a ver dónde estaban los profesores. Nadie le había visto caerse. Miró a los gusanos, la única prueba del crimen. Con cautela, diciéndose a sí mismo que no tenían nada de peligrosos, se agachó e intentó coger uno. Era repugnantemente frío y viscoso y su textura parecía la de una alfombra empapada, pero intentó que no se le escapara. A medida que lo iba levantando se iba revolviendo con más violencia. En lugar de volver a echarlo en el cubo, se quedó observándolo. Después de un rato la criatura parecía querer golpear a su captor. Lawrence lo dejó caer al suelo y el animal se alejó reptando por la pasarela. En su segmento medio había aparecido una mancha de color vino, por haberlo tenido agarrado por esa parte.
—De acuerdo —murmuró—. No sois tan lentos después de todo. —Era lógico. Si se movían con pesadez si hacía frío, se moverían con agilidad si sentían calor.
Corrió para alcanzar la retaguardia del grupo.
—Alan —siseó—. Eh, Alan. Ven a ver esto.
Alan Cramley dejó de mordisquear su chocolatina y sintió curiosidad por el tono furtivo de Lawrence.
—¿El qué?
Lawrence le llevó a ver los gusanobesos adultos. Enseguida convirtieron el descubrimiento en un desafío. Había que cogerlos, sostenerlos durante treinta segundos y después dejarlos caer en la pasarela para ver cuál llegaba primero al final de la rejilla. Cada uno de los muchachos cogió dos animales que después obligaron a competir.
—¿Se puede saber qué está pasando aquí? —preguntó airado el señor Kaufman.
Ni Lawrence ni Alan le habían visto acercarse por un pasaje entre las pasarelas. El señor Kaufman se quedó mirando cómo las cuatro gusanobesos avanzaban a retortijones por la pasarela. Varios de los demás niños se apiñaron detrás del maestro y la señora Segan se acercó apresurada para ver qué era aquel alboroto.
—Tiré un cubo sin querer, maestro, y estábamos intentando recogerlos —explicó Lawrence, mostrando sus manos heladas a modo de coartada. Las babas de las criaturas goteaban de sus pálidas y arrugadas yemas—. De verdad que lo siento.
El señor Kaufman, que no se lo creía del todo, no dejaba de fruncir el ceño.
—No los toquéis —ordenó alarmada la señora Segan. Pasó por el lado del señor Kaufman poniéndose un par de gruesos guantes—. Recordad lo que os he dicho sobre lo adaptados que están al frío.
Lawrence y Alan se miraron con complicidad.
La supervisora recogió el primer gusanobeso. Entrecerró los ojos al ver la enorme mancha rojiza de su segmento medio. Lo echó en el cubo más cercano.
—¡¿Qué habéis hecho?! —gritó. Todos los gusanos que había dentro tenían la misma marca roja. Ninguno se movía. Se asomó apresurada al cubo de al lado y soltó un bufido. En el tercer cubo todavía se retorcían con pesadez algunos gusanobesos; a Lawrence y Alan no les había dado tiempo a ponerlos a competir. La supervisora se giró con violencia. Lawrence retrocedió un paso, temeroso de que le soltara un guantazo. La mujer estaba colorada de furia—. ¡Los habéis quemado a todos! Niñatos… —Miró al señor Kaufman—. La visita se ha terminado. Llévese de aquí a estos mocosos.
Algunos años atrás Lawrence se coló en el garaje de robots. Aquellos compactos vehículos de oruga que en un principio solían cuidar de los elaborados jardines de la cúpula, fueron reemplazados por unos nuevos modelos más eficientes cuando actualizaron su programa de SA de mantenimiento. Había descubierto la antigua rampa de hormigón en medio de una maraña de arbustos de flores doradas que se había dejado crecer y trepar por un descuidado muro ahora que ya no se utilizaba la entrada. En Amethi, las instalaciones de servicios solían o bien enterrarse o sacarlas y alejarlas de la cúpula. Dado el elevado coste de construir un terreno habitable limitado, lo último que se le ocurría a su propietario era atestar la valiosa superficie de pequeños edificios, ni siquiera calles ni senderos. Al pie de la rampa había una puerta elevable que se abría al accionar unas antiguas y oxidadas palancas. Para un niño de nueve años, abrirlas significaba realizar un extraordinario acopio de fuerzas y persistencia, pero Lawrence lo consiguió, y su recompensa fue poder entrar en aquella cueva de hormigón que olía a humedad estancada y que medía unos diez metros de profundidad. El techo no levantaba ni dos metros del suelo; por el suelo, las paredes y el techo corrían extraños carriles metálicos por los que una vez habían corrido brazos mecánicos. Pero todavía quedaba energía y un nodo de datos.
Desde entonces aquélla fue su madriguera. Allí llevó las cosas más necesarias, como un desvencijado sofá de cuero escarlata, montones de cojines, un par de mesas, un modelo desfasado de perla de escritorio, un equipo de sonido cuya potencia pondría los dientes largos a cualquier banda de rock duro, dos torres de memoria activa que su padre había rescatado de la oficina para él, un variado surtido de herramientas y algunas cajas de juguetes con los que nunca jugó. Había colocado pantallas de sábana sobre las paredes, incluso sobre parte del techo. Un mosaico de imágenes se ponía en movimiento en cuanto entraba por la puerta; algunas procedían de las torres de memoria y otras eran emisiones en directo de las cámaras del banco de datos.
Era el lugar ideal para refugiarse tanto de su familia como del resto de Amethi. Sus cuatro hermanos menores sabían que debían permanecer alejados del escondite a menos que él los invitara.
Cuando regresaron de la excursión a la granja volvió enseguida a la guarida. Las pantallas de sábana mostraban imágenes de Templeton, tomadas por las cámaras que había montadas en la cumbre de distintas cúpulas. Se veían escenas de la resplandeciente luna creciente de Nizana, emitidas por el telescopio del departamento de astronomía de una escuela cercana. También se veían las imágenes que enviaba el telescopio que seguía a Barric, la tercera luna más grande.
Lawrence ordenó a la perla de escritorio que buscara la emisión de un puerto espacial y que la proyectara en la pantalla de sábana más grande, la que colgaba delante del sofá y que abarcaba la mitad de la pared. La cámara debía de estar colocada en la torre de control; se veía la amplia pista de aterrizaje gris perdiéndose en la desolada y rojiza tundra. No se veían naves ni aterrizando ni despegando.
—Consígueme un episodio de Destino: Horizonte —le ordenó a la perla.
—¿Cuál? —preguntó el programa de SA.
—Da igual. No. Espera. Serie uno, episodio cinco: Creación-5. Quiero una tercera persona con los parámetros que elegí la última vez. Ponlo en la pantalla grande, cierra las demás. —Se repantigó en el sofá y puso los pies sobre el apoyabrazos. El resto de las pantallas se fundieron en negro. Frente a él empezaron a pasar los créditos y al tiempo comenzó a sonar la sintonía de apertura, haciendo temblar las delgadas pantallas.
Había descubierto Destino: Horizonte dos años atrás, mientras realizaba una búsqueda por los catálogos de las compañías multimedia de Amethi; por lo que sabía, era la mejor serie de ciencia-ficción que se había rodado nunca. No era en vivo, pero permitía elegir un personaje para poder ver los episodios desde el punto de vista de cualquiera de los personajes principales. Además no era «educativa» como todos esos dramones en vivo de Amethi dirigidos a los jóvenes.
En la serie, ambientada en un futuro lejano, aparecía la asombrosa nave espacial Ultema, cuya misión consistía en explorar una sección del brazo espiral perdido en la galaxia de la Tierra; varios miembros de la tripulación eran alienígenas y los fabulosos mundos que visitaban eran espeluznantes. También debían luchar contra unas imponentes criaturas malignas, los delexianos, que querían impedir que se adentraran en su territorio. Se había importado de la Tierra hacía treinta años, aunque el copyright era de 2287. La librería de la compañía multimedia sólo disponía de treinta episodios; Lawrence los había visto todos ya tantas veces que podía recitar casi todos los diálogos de memoria. No podía creer que no hubieran rodado más. La dirección del club de fans de la serie que aparecía en el banco de datos de la Tierra se incluía en el menú de contenidos extras de cada episodio, de modo que Lawrence pagó una nave de transporte para enviarles un mensaje de texto solicitándoles más información. Cada vez que una nave regresaba a Amethi, Lawrence revisaba su SA de comunicación, pero nunca le contestaron.
Justo cuando la Ultema se encontraba librando una mítica batalla energética contra una estrella enana azul que los delexianos habían fortalecido con una matriz de sensibilidad, un icono verde de prioridad se abrió en medio de la pantalla de sábana. La nave se quedó paralizada y se desplegó el mensaje.
Lawrence, haz el favor de ir al estudio de tu padre.
Lawrence consultó el reloj. Las seis menos cuarto. Hacía diez minutos que su padre había regresado a casa. El señor Kaufman no había perdido el tiempo y había presentado el informe enseguida.
—Dame la perla de estudio —dijo.
—En red.
—Ahora estoy ocupado —dijo Lawrence con fastidio. El SA que controlaba la perla de escritorio del estudio era inteligente.
—Lawrence, por favor, accedí al mensaje de tu escuela y le di prioridad. Tu padre quiere verte ahora.
Lawrence se quedó callado.
—¿Quieres que llame a tu padre para que participe en esta conversación a tiempo real?
—Está bien —dijo a regañadientes—. Ya voy, supongo. Pero tendrás que explicarle al SA de la escuela por qué hoy no he podido hacer los deberes.
—Como si estuvieras estudiando ahora.
—Claro que sí. Sólo tengo Destino: Horizonte de fondo.
Lawrence salió del garaje, cerró la puerta y atravesó los arbustos. El garaje quedaba cerca del borde de la cúpula principal, que se acercaba al final del verano. Allí había seis de las enormes construcciones que conformaban la hacienda de la familia; la más grande estaba en el centro, con su microclima templado, y alrededor estaban distribuidos los otros cinco edificios más pequeños, en el interior de cada uno de los cuales había un ambiente distinto. Era una de las propiedades más grandes del distrito de Reuiza, que era donde se concentraban los habitantes más pudientes de la capital.
Lawrence tenía que caminar unos trescientos metros para llegar a la casa. El arquitecto paisajista había apostado por los dúplexes, a los que había dotado de un terreno cuadrado cubierto de césped que a su vez había rodeado de elevados muros de florecientes arbustos y árboles de hoja perenne. Los cuadriláteros de césped estaban adornados con distintas clases de flores típicas: uno con rosas, otro con fucsias, otro con begonias, magnolias, hortensias y espuelas de caballero; por variar, algunos de los jardines estaban rodeados de jardines de rocalla en los que crecían decenas de plantas alpestres. Dos serpentinos estanques fluían hasta caer por unas poco profundas y pedregosas cascadas de cuyos salientes brotaban juncos y azucenas. En las esquinas de los jardines había árboles enormes, también tradicionales: sauces, píceas, abedules, castaños de Indias y alerces. Todos tenían las ramas encorvadas hacia abajo, bien porque caían de forma natural o bien porque se las habían torcido por prudencia, de manera que colgaban a modo de gigantescas faldas verdes que barrían la hierba. Para los niños pequeños eran fabulosas cuevas donde correr mil aventuras. Lawrence había pasado muchos veranos jugando en los jardines, igual que sus hermanos hacían ahora.
Un arroyo atravesaba toda la cúpula describiendo una herradura que rodeaba los jardines, donde la hierba se dejaba crecer y donde crecían las margaritas y las nomeolvides. Atravesó un jorobado puente cubierto de musgo y caminó hasta el sendero de losas hasta la casa, subiendo o bajando escalones al final de cada cuadrilátero de césped. La residencia de los Newton, que se alzaba ya frente a él, era una casa majestuosa construida con piedra amarilla, con ventanas saledizas que sobresalían de las paredes cubiertas de madreselvas. Varios pavos reales se contoneaban en el sendero de grava que rodeaba la casa, revolviendo las piedrecillas con sus largas colas plegadas. Su estridente cacareo era casi lo único que se oía en toda la cúpula. Salieron corriendo cuando Lawrence atravesó el sendero y subió los escalones de la puerta de la entrada.
El vestíbulo era fresco. Unas puertas de roble pulidas con esmero daban paso a las formales habitaciones de la planta baja. Estaban amuebladas y decoradas con un exquisito estilo antiguo. Lawrence las odiaba; temía entrar en cualquiera de las habitaciones por miedo a romper algún valioso objeto de la preciosa herencia de la familia. ¿Para qué querían una casa así? Era imposible sentirse cómodo, al contrario que en las casas de sus compañeros de clase. Costó una fortuna construirla. Además no encajaba en Amethi. Así era como la gente solía construir. Anclados en el pasado.
Unas escaleras de madera llevaban hasta la primera planta. Las subió a paso ligero, las pisadas acolchadas por la alfombra carmesí oscuro.
Su madre le esperaba de pie al final, apretando contra su regazo a Verónica, que tenía dos años. Le miró preocupada. Pero, bien, así era su madre, siempre estaba preocupada por algo. Su hermanita sonreía con júbilo y estiró los brazos hacia él. Lawrence sonrió y la besó.
—Oh, Lawrence —gimió su madre. Su voz tenía ese inconfundible matiz de desesperación y disgusto que siempre le hacía agachar la cabeza. Era horrible, no ser capaz de mirar a su propia madre. Y ahora la había vuelto a molestar, lo cual era algo catastrófico, porque estaba embarazada de seis meses. No era que no quisiera otro hermano u otra hermana, sino que el embarazo la dejaba extenuada. Cada vez que Lawrence decía algo, su madre sonreía valiente y decía que por eso se había casado con su padre, para continuar el linaje de la familia.
La familia. Todo giraba en torno a la familia.
—¿Está muy enfadado? —preguntó Lawrence.
—Nos has decepcionado a los dos. Lo que has hecho ha estado muy mal. ¿A que no tratarías así a Barrel?
Barrel era uno de los perros de la familia, un peludo labrador negro. De toda la manada que pululaba por la casa, era el favorito de Lawrence. Habían crecido juntos.
—No es lo mismo —replicó—. Sólo eran gusanos.
—No pienso discutirlo. Ve a ver a tu padre. —Dicho esto, se dio media vuelta y bajo las escaleras. Verónica hacía felices ruidos guturales y le decía adiós con la mano.
Lawrence se despidió de su hermana con tristeza y echó a andar con pesadez hacia el estudio. La puerta estaba abierta. Dio unos golpecitos en el marco de madera.
Kristina estaba saliendo. Era la nueva niñera de los Newton. Le guiñó un ojo a Lawrence, que enseguida se volvió a animar. Kristina tenía veintiún años y tenía el don de la belleza. Lawrence se preguntaba si estaría enamorado de ella pero no sabía cómo averiguarlo. Sólo sabía que pensaba mucho en ella. En cualquier caso, enamorarse era una tontería. Aparte de lo guapa que era, Lawrence se lo pasaba muy bien cuando iba a cuidarlos; era divertida, participaba en los juegos a los que jugaban sus hermanos y hermanas y no parecía importarle qué andaría tramando ni lo tarde que se acostaría. También le gustaba a todos sus hermanos, lo que era una suerte porque no se le daba muy bien cambiar pañales, preparar comida y esas cosas. Qué pena que no viniera a cuidarlos más a menudo.
Como sucedía con el resto de la casa, los niños no podían jugar en el estudio. Había una gran chimenea de mármol en la que jamás había ardido un fuego que no fuera holográfico. Un par de sillas de lectura de cuero verde. Había que fijarse mucho para descubrir algún producto de última tecnología, sin embargo los dos óleos más grandes que colgaban de la pared eran en realidad pantallas de sábana y la agenda de escritorio era una caja de cristal. Las paredes estaban cubiertas por estanterías repletas de libros de tapas de cuero. A Lawrence le hubiera encantado abrir algunos de los clásicos (la poesía quedaba descartada desde el principio) y perderse entre sus páginas. Pero no eran libros para leer, sólo para mirar y para ponerles precios imposibles.
—Cierra la puerta —ordenó su padre.
Lawrence obedeció, suspirando.
Su padre estaba sentado tras el escritorio chapado de nogal, pasándose un pisapapeles Dansk de una mano a la otra. Doug, para sus amigos; Templeton estaba llena de gente que intentaba ascender a esa categoría. Tenía más de cuarenta años, aunque la considerable vescritura de su línea germinal no dejaba averiguarlo con facilidad. De complexión delgada y sonrisa fácil, podría pasar sin problemas por un joven de veinticinco años. Dicha sonrisa había llevado a pensar a los rivales que tenía en el Consejo de McArthur, que era alguien de trato fácil. No tropezarían otra vez con la misma piedra.
—Bueno —dijo—. No voy a gritarte, Lawrence. A tu edad, sería una pérdida de tiempo, te entraría por un oído y te saldría por el otro. Si no fueras hijo mío diría que es que estás entrando en la pubertad.
Lawrence se puso colorado de rabia. No era lo que se esperaba, quizá era por eso por lo que su padre le hablaba de aquella manera.
—¿Quieres contarme qué ha pasado hoy?
—Sólo los estaba cogiendo —dijo Lawrence, esforzándose para sonar arrepentido—. Sólo eran gusanos. No sabía que se podían morir si los tocaba. Fue sin querer.
—Sólo gusanos. Hmm… —Doug Newton dejó de juguetear con el pisapapeles y perdió la mirada en el techo, como sumergido en sus propios pensamientos—. ¿No serían esos animales esenciales para recrear nuestro medio ambiente, verdad?
—Sí, pero allí clonan millones de esos bichos todos los días.
Doug empezó a juguetear de nuevo con el pisapapeles.
—Ésa no es la cuestión, hijo. Es el último episodio de todo un culebrón. Tienes doce años, puedo entender que hagas trastadas y que en la escuela no rindas todo lo que deberías, es natural a tu edad. Por eso es por lo que los maestros nos mandan informes, para que nos encarguemos de que hagas tus deberes y para que te castiguemos cuando te mees en las cámaras de seguridad del museo. Lo que no me parece normal es el cariz que están tomando las cosas. Lawrence, muestras una insultante falta de respeto por todo lo que estamos haciendo en este mundo. Es como si resucitar la ecología no fuera contigo. ¿Es que no te gustaría poder salir de las cúpulas en camiseta y pantalón corto? ¿No quieres que crezca la hierba en los desiertos ni ver renacer los bosques?
—Claro que sí. —Todavía le estaba dando vueltas a lo de haberse meado en las cámaras, no sabía que su padre se había enterado.
—¿Entonces por qué no lo parece? ¿Por qué lo que haces demuestra lo contrario? ¿Por qué no dejas de tocarle las narices a todo el mundo, incluida tu madre, que ya sabes que está embarazada y que no puede soportar tus absurdas payasadas?
—Sí que pienso en la gente. Hoy he visto una nube.
—Y también has tirado de la palanca de emergencia del autobús. Sí, ahí estuviste soberbio.
—Fue fantástico. Me encanta esa parte de la ecología.
—En fin, supongo que por algo hay que empezar.
—Es que… Sé lo importante que es el Insolación para Amethi y de verdad que admiro todo lo que McArthur está haciendo aquí. Pero no me llama tanto como te puede llamar a ti.
Doug Newton agarró el pisapapeles con la mano izquierda y miró fijamente a Lawrence, enarcando una ceja.
—Si no recuerdo mal, te vescribimos para optimizarte el cuerpo y la mente. Creo que no especificamos rasgos que te permitieran vivir desnudo, y solo en un planeta isostático. De hecho, estoy seguro de ello.
—Pero papá, yo no quiero vivir en Amethi. Al menos no todo el tiempo —añadió apresurado—. Quiero trabajar en las operaciones interestelares de McArthur.
—Ah, mierda.
Lawrence se quedó boquiabierto. Era la primera vez que oía jurar a su padre. En ese momento le quedó muy claro que se había hundido hasta el cuello en un pozo de… mierda.
—¿En las operaciones interestelares? —repitió Doug Newton—. ¿Tiene esto algo que ver con esa estúpida serie que estás viendo siempre?
—No, papá. Veo Destino: Horizonte porque me interesa. Sólo es ficción. Pero es lo que quiero hacer. Sé que me puedo especializar, saco buenas notas en todas las asignaturas que se necesita aprobar para acceder al entrenamiento de vuelo. He accedido a los paquetes de la aplicación y a la estructura de la carrera.
—Lawrence, somos una de las familias del Consejo. ¿Es que no lo entiendes? Ocupo un puesto en el Consejo de McArthur. Yo. Tu querido padre. Tomo decisiones que afectan a todo el planeta. Es tu futuro, hijo mío. Quizá no he insistido en ello tanto como debería, puede que no le diera importancia porque quería que crecieras como un niño normal, sin tener siempre esa idea condicionando tus actos. Pero así son las cosas y en el fondo sé que lo sabes muy bien. Quizá sea eso lo que te fastidia. Bien, pues lo siento, hijo, pero eres príncipe heredero de esta tierra prometida que nos ha tocado. Sé que no es fácil, pero ten por seguro que ganas más de lo que pierdes.
—Siempre puedo regresar y convertirme en miembro del Consejo. No puede haber mejor entrenamiento para ello que capitanear una nave.
—¡Lawrence! —Doug Newton se contuvo y resopló—. ¿Por qué actúas como si te acabara de decir que Papá Noel no existe? Escúchame bien. Entiendo que pueda parecer que pilotar una nave espacial es lo más grandioso. Pero no lo es, ¿de acuerdo? Puedes ir de Amethi a la Tierra y luego de la Tierra a Amethi. Pero nada más. Seis semanas encerrado en un módulo presurizado comiéndote los pedos de los demás y sin poder abrir las ventanillas. Hasta lo de llamar tripulación al personal es un eufemismo. Sus miembros o controlan un SA o son mecánicos especializados en técnicas de mantenimiento de ingeniería durante caída libre. Tú puedes manejar un SA aquí, seguro y cómodo en una oficina o en el banco de un parque. Si permaneces en la cabina de una nave durante un periodo de tiempo prolongado, tu cuerpo sufrirá. Aquí disponemos de medicamentos para curarte cuando tus huesos se esponjen, cuando tu corazón se debilite y cuando sientas que toda la sangre del cuerpo se te ha coagulado en la cabeza. Ellos como mucho te pueden quitar de la cabeza la obsesión de suicidarte, Dios sabe que demasiados de nosotros sucumbieron a ella. Yo odiaba ir a la Tierra y volver, me pasaba todo el tiempo vomitando, de tantos tumbos que daba tenía tantos moratones que parecía que en vez de montarme en una nave me subía a un ring de boxeo y además era imposible conciliar el sueño. Pero un viaje de vuelta a la Tierra es otra historia, se puede aguantar. Si permaneces ahí arriba diez o quince años, aunque descanses en el planeta durante temporadas largas, los efectos se van acumulando. Son los daños típicos. Por no hablar del exceso de radiación. La radiación cósmica te hará trizas el ADN. Y esto sólo es el lado positivo; no voy a contarte lo que te puede ocurrir si te metes a ingeniero del espacio exterior. Si crees que no hablo en serio o te parece que lo pinto más negro de lo que es en realidad, no tienes más que consultar las tasas de mortalidad y la esperanza de vida de las distintas tripulaciones. Te daré acceso a los archivos confidenciales de McArthur si quieres seguir adelante.
—No son ésos los vuelos interestelares que a mí me interesan, papá. Quiero tripular las naves que se envían a explorar el espacio desconocido.
—¿Ah, sí?
A Lawrence no le gustó la sonrisa burlona de su padre, implicaba cierta victoria.
—Sí.
—¿Descubrir nuevos planetas que colonizar, establecer contacto con alienígenas inteligentes y esas cosas?
—Eso es.
—Cuando te colaste en la red y accediste a la solicitud para hacerte tripulante, ¿por casualidad se te ocurrió mirar a ver cuántas de nuestras naves se utilizan para exploración interestelar? Viene en el mismo bloque de información.
—No lo dice. Esa parte de las operaciones se dirige desde la Tierra. —Vio cómo se ensanchaba la sonrisa de su padre—. ¿No?
—Nada se dirige desde la Tierra, hijo mío, desde 2285. En cualquier caso, McArthur canceló todas las misiones de exploración interestelar en 2230. Desde entonces no hemos lanzado ni una sola nave. ¿Sabes por qué?
Lawrence no podía creer lo que estaba oyendo, debía de ser un complot para que se esforzara más en la escuela o algo por el estilo.
—No.
—Porque es demasiado caro. Cuesta una fortuna construir las naves y otra lanzarlas. Y digo fortuna. No obtenemos ningún beneficio por pasear por este segmento de la galaxia. Es como tirar el dinero a un agujero negro.
—¡Tenemos Amethi!
—Vaya, por fin se te ve un poco orgulloso de tu planeta. Pues sí, tenemos Amethi; también están Anyi, Adark y Alagon. De ahí lo de 2285. Debíamos tirar el lastre. La colonización cuesta un dinero que los accionistas de la Tierra nunca verán regresar. No vamos a fabricar un producto comercial, transportarlo a distancias interestelares y venderlo por menos de lo que cuesta producirlo localmente. La inversión debe hacerla la Tierra. No había forma de que McArthur pudiera financiar cuatro planetas, de manera que vendimos tres de ellos a Kyushu-RV y a Heizark Interstellar Holdings en operaciones de fusión. Así redujimos la deuda que se estaba creando al tiempo que entregamos otros bienes a diversos holdings y reasignamos la propiedad accionarial mayoritaria del núcleo de la compañía a los habitantes de Amethi. Lo cierto es que fue algo innovador, varias compañías nos copiaron después. El resultado es que el cincuenta y ocho por ciento de las acciones de McArthur es propiedad de los pobladores de Amethi. La compañía de la Tierra, con todas sus fábricas y sus servicios financieros, tiene una única finalidad, financiar Amethi. También aporta a los accionistas de la Tierra el dividendo final de la emigración; es como un plan de pensiones y beneficios de última generación.
—Pero ahí fuera quedan tantas cosas por ver y comprender.
—No, ya no queda nada, hijo —aseguró su padre con firmeza—. Al principio de la era interestelar las agencias espaciales del gobierno enviaban naves a todos los tipos de estrellas para recoger muestras. Hemos examinado todas las anomalías estelares posibles y hemos descubierto más planetas de los que la raza humana podrá explorar nunca. Hemos salido ahí fuera y lo hemos visto todo. Se ha terminado. Ahora toca beneficiarse de todos esos conocimientos, sacrificios y gastos. Es la edad dorada. Disfrútala.
—Entonces hablaré con otras empresas para solicitar unirme a sus programas de vuelos interestelares.
—¿Hola? Amethi llamando a Lawrence. ¿Es que no has oído nada de lo que te he dicho? Hijo, nadie explora nada ya. Ya no queda nada por descubrir. Por eso en tu escuela se imparten los cursos que te permitirán dirigir este planeta. Debes aprender lo que se necesita para completar el proceso de terraformación. Tu futuro está aquí y quiero que empieces a centrarte en él desde ya. Hasta ahora he tolerado todas tus tonterías, pero ya se te ha acabado el cuento. Es hora de que empieces a ponerte a la altura de lo que esta familia espera de ti.