Capítulo 11
Sofía, huérfana ya para siempre, vestida de luto, de negro de pies a cabeza. Sentada en una butaca de orejeras con tapizado de flores, leía en su habitación el último libro de J. J. Benítez, Incidente en Manises, que el periodista le había enviado con una cariñosa dedicatoria aludiendo a los días mágicos que habían pasado juntos en Nazca.
Era el 23 de febrero de 1981. En realidad, más que leer, lo que hacía era pasear la vista una y otra vez por el mismo párrafo, «salía por detrás de las montañas y se dividía en varios fragmentos», sin comprender el significado, sin importarle lo que le pasaba al avión, a sus asustados —según Benítez— pasajeros, al ovni, al Ministerio de Defensa y al mundo entero.
La yorkshire Sancha se había levantado lentamente de su cojín y primero la había mirado con la cabeza ladeada, interrogativa y con una pata en el aire, después, de un salto, se había subido a su regazo dando varias vueltas sobre sí misma hasta encontrar la postura perfecta. Sofía le acariciaba el pelo sedoso tratando de buscar consuelo en los gestos cotidianos, el latido del mínimo corazón bajo su mano, los huesecillos de la cabeza, los ojos pequeños y negros como las canicas con las que todavía jugaba Felipe aunque ya había alcanzado la provecta edad de doce años.
No dejaba de pensar en los días horribles por los que acababa de transitar. ¡No había podido mirar el rostro de su madre muerta, deformado por la operación de párpados! Pudorosamente, los embalsamadores lo habían cubierto con un velo. Solo había podido besar sus manos cerúleas, que ya no eran sus manos, acariciar el ataúd donde a Federica la mantuvieron en el salón de Zarzuela durante seis interminables días. La caja oscura, de severa caoba con herrajes de plata, contrastaba con la decoración liviana del palacio.
La reina griega al final lo había logrado. Vivir en España.
Este pensamiento hizo sonreír a Sofía, pero enseguida se entristeció al recordar su lucha solitaria para conseguir lo único que su madre le había pedido:
—Enterradme al lado de vuestro padre. En Tatoi.
Nadie entendía el empeño de Sofía:
—Que descanse aquí, en España, majestad. ¿No comprendéis que el gobierno griego se opone a la entrada de vuestro hermano o cualquier miembro de la familia real en su territorio? ¡Es una complicación innecesaria que enturbiará las relaciones de España con Grecia, una relación que nada tiene que ver con estos asuntos familiares!
Pero era un tema en el que Sofía no pensaba ceder. Los españoles, que solo la habían visto serena y sonriente, no hubieran reconocido a esa mujer ceñuda y furiosa que se golpeaba con el puño de una mano la palma de la otra y repetía sordamente:
—Mamá tiene que estar en Tatoi. Si es necesario, me la llevaré a escondidas y la enterraré con mis propias manos.
Todavía entonces, once días después, se ahogaba de ira cuando recordaba aquellos días atroces, desde que cogió el helicóptero en el Valle de Arán para ir a Madrid sin saber si su madre estaba viva o muerta.
Juanito no la había acompañado.
La había dejado sola. Como siempre. Una vez más.
Se le endurecieron los rasgos. Ella, que fumaba tan poco, sacó un cigarrillo de un paquete arrugado y más que fumárselo lo trituró a pesar de las miradas de reproche de Sancha, que amagó incluso algún falso estornudo de tísica. ¡Desde que llegó a Madrid hasta que pudo sacar a su madre, pasaron seis días! Fueron seis jornadas de agonía, en las que el primer ministro griego, Karamanlis, se negaba a que la que fue su reina volviera a la tierra en la que quiso ser enterrada.
En Tatoi. Al lado de la tumba de su padre. Tantas veces había leído sus palabras, que su madre reprodujo en sus Memorias: «Descansaremos bajo el cielo de Tatoi, que los cervatillos pasen por encima de nosotros y que broten flores silvestres en nuestras tumbas por primavera…».
Irene acudió presurosa desde la India. Estaba aturdida por el jetlag y por el golpe, parecía no darse cuenta de que su madre se había ido para siempre. Tino, que llegó desde Londres, sufría tanto como ellas, pero su hermana advertía un poso de orgullo en el fondo de su voz mientras afirmaba:
—No quieren que vayamos porque nos temen… saben que tenemos partidarios…
Sofía asentía, satisfecha.
Para otros será insensibilidad. Para ellos, la institución monárquica está por encima de todo, hasta de sus sentimientos filiales, ¡que se lo expliquen, si no, a don Juan!
Al final Juanito consiguió convencer al gobierno griego, utilizando la astucia y el poder de convicción que había adiestrado, pulido y al que había sacado brillo durante los diecisiete años que vivió a la sombra de su padre y de Franco, «¡los dos viejos!», como los describía en la intimidad. Quería, tal vez, que su mujer olvidara la dureza de aquel viaje solitario desde el Valle de Arán, cuando no había querido acompañarla.
Pero ¿cómo olvidar las aspas del helicóptero repitiendo una y otra vez: «Mamá einay nekros, antío, mamá», mamá está muerta, adiós, mamá, auf wiedersehen, mutti! ¡Aunque viviera mil años, aunque Juanito se arrastrara de rodillas por los caminillos de grava de Zarzuela subiendo y bajando los escalones picudos como guillotinas, Sofía no conseguiría borrarlo de su mente!
Juan Carlos negoció solo, sin la ayuda de nadie, porque Adolfo Suárez, el presidente de Gobierno que él había nombrado para sustituir a Arias, acababa de dimitir, y el nuevo, José Calvo Sotelo, todavía no había tomado posesión de su cargo.
Claro que el permiso de Karamanlis tenía más de castigo que de victoria: «La república, que en el fondo es humanitaria, dejará que la exfamilia real pise territorio griego desde que salga el sol hasta el ocaso». El edicto tenía ecos homéricos, ¡dicen que cada griego lleva un poeta dentro!
Sofía, al estar casada, tuvo que envolverse en velos negros, como manda la tradición de los funerales ortodoxos. Era un bulto informe, muy parecido a las mujeres con burka que vemos por nuestras calles; sus hijas la miraban con curiosidad, Felipe con algo de miedo. Solo después, en las fotos, el flash desvelaba unos rasgos desmoronados como esas masas de hielo deshechas por las altas temperaturas. Ese ritual antiguo, esa forma de vestirse, tan extraña a nuestros ojos, recordaron a los españoles que nuestra reina era una extranjera que ni siquiera había aprendido a hablar español por mucho que llevara veinte años viviendo aquí. Ninguna amiga estuvo a su lado, no se la vio llorando frente a ningún Cristo sangrante y tenebroso clavado en una cruz, ningún sacerdote la acompañaba.
Caían copos de nieve. Cuando Constantino pisó territorio griego, se arrodilló y besó el suelo de su patria después de catorce años de exilio.
Los cuatro hermanos de Federica, Ernesto Augusto, Jorge Guillermo, Christian y Enrique, marcialmente erguidos a pesar de los años y la derrota de gran parte de sus ideales, recordaban quizás la primera vez que pisaron suelo griego, acompañando a la prinzessin de veinte años que iniciaba una vida singular y que ahora había sido la primera de los hermanos en irse.
—Soy una bárbara del norte que ha venido a Grecia para civilizarse.
Un poco más atrás, con velos negros que las cubrían de la cabeza a los pies, las dos hermanas vivas de Pablo, Helena de Rumanía, reina también, como Federica, como Sofía, ¡en su casa, en Florencia, se habían conocido Palo y Freddy! ¿Cómo no recordar la gracia inigualable de aquella gitanilla de ojos brillantes, cómo no entristecerse por su vida errante, por el desasosiego de su existencia? Una tenue sonrisa se dibujaba en los labios de Helena al recordar los días brillantes del Agamemnon, cuando Palo la abrazaba y le decía:
—Aquí estamos, Helena, ¡los cuatro hermanos juntos!
¡Todo, entonces, era verano!
Y Freddy les hacía una foto con una cámara más grande que ella.
Y la otra hermana sobreviviente, Catalina, la fiel compañera del exilio, sollozando al recordar esa vida excesiva y desperdiciada: los hoyuelos de sus mejillas, su risa en la sala del hospital, sus canciones para que sus hijos no oyeran los bombardeos, corriendo por los viejos aeródromos de Sudáfrica con un largo pañuelo al cuello para subir a una avioneta que debía llevarla a los brazos de Pablo.
Catalina susurra:
—Adelfi.
Hermana. Adiós, hermana.
—Antío, adelfi.
Sin que Sofía lo advirtiera, silenciosamente, se les fueron uniendo príncipes y reyes de viejas monarquías europeas, rindiendo homenaje a la que en vida tuvo tan pocos. Sin pronunciar palabra, tiraban flores, hojas de laurel y romero sobre la tumba de piedra. Juliana de Holanda, Alberto de Lieja, María Astrid de Luxemburgo, Enrique de Dinamarca, el duque de Edimburgo, los antiguos reyes de Portugal, los de Italia, los príncipes de Liechtenstein se inclinaron ante aquella reina exagerada y contradictoria, llena de matices, dotada solo para lo grande. De pie, al lado de la tumba de su madre, rodeada de sus pares, Sofía creía escuchar el coro de La Orestíada frente a la tumba de Agamenón: «Honor a nuestro hermano… ¡Ya le es posible ver la luz! ¡Ya se le han quitado sus fuertes cadenas!».
La prinzessin Freddy, la criatura silvestre de los poemas irlandeses, se reunía al fin con el gran amor de su vida, y esta vez para siempre.
Ese día, 12 de febrero de 1981, todos los «soy española», «España es mi país», la peineta, la mantilla, el traje de faralaes con el que se vistió Sofía en una feria de Sevilla, incluso alguna corrida de toros a la que se había visto forzada a acudir, se evaporaron, desaparecieron.
En las imágenes veíamos una mujer griega, tan griega como Irene Papas o el Partenón, llorando en una ceremonia griega, en el paisaje que cantó Píndaro: «Ardoroso y quemado, bueno para Minerva, malo para los humanos».
Aquella extranjera era consciente de que, antes de ponerse el sol, habría de colocarse el disfraz de su oficio, ¡reina de España! Pero entretanto, que la dejasen llorar junto a los suyos, en la tierra húmeda rebosante de líquenes, con el ruido espectral de unos truenos lejanos y un sofocante olor a cirios y a rosas pasadas.
De forma confusa, en Madrid, sus asesores percibieron como la reina, dejándose llevar por sus sentimientos íntimos, se había alejado de sus súbditos. Paradójicamente, fue como si el velo le hubiera quitado la máscara, y hubiéramos visto al fin quién era en realidad Sofía.
Apenas se distribuyeron imágenes de ese día, nadie explicó en qué consistía la ceremonia; en realidad se dio a entender que había sido una despedida católica. ¡Hasta muerta, Federica era incómoda!
Sancha levantó la cabeza porque Sofía había dejado de acariciarla.
La miró con mudo reproche. Sacó la lengüita, y le dejó sobre el dorso de la mano una huella húmeda y afectuosa. Esta señal de cariño quizás fuera la única que había tenido esos días.
Había pasado solo semana y media. Lo peor de todo, para Sofía, no había sido la dureza del gobierno griego, lo peor de todo no había sido sentirse tan distinta de sus súbditos, lo peor de todo era saber que, a partir de ahora, tendría que enfrentarse al mundo en soledad absoluta, empezar una nueva vida sin Federica.
Oyó voces y carreras apresuradas por los pasillos. Sancha saltó al suelo y se escondió bajo la cama. Sofía se secó las lágrimas con rabia. Apagó el cigarrillo. Al final fue la doncella, Maribel, la que entró y le dijo, asustada:
—¡Señora, hay tiros en el Congreso!
Se puso en pie, con la mano intentó hacer desaparecer el humo, como cuando estaba en el colegio y la sorprendían fumando:
—¡Tiros en el Congreso! Avisen a la princesa Irene, que está bañándose en la piscina cubierta, y al príncipe. ¿El rey dónde está?
—En la pista de squash, con don Miguel Arias y con don Ignacio Caro… Ya ha sido avisado.
—Nos reuniremos en su despacho, Maribel.
Quería cambiarse de ropa, a Federica no le gustaba que fuera de negro, se lo había prohibido.
¿El futuro sin su madre?
¿Eso creía?
Los fantasmas viven entre nosotros, Pablo lo sabía, Federica también.
Sofía notó una ligera presión en el hombro. No le dio miedo.
No se sorprendió. Le contestó sosegadamente:
—Sí, mamá, ya sé que estás ahí, gracias. Intentaré ser digna hija tuya.
A partir de aquí empiezan las doce horas quizás más estudiadas de la historia de España. Multitud de libros, artículos, tesis de doctorado, documentales de televisión, películas se han hecho sobre estas doce horas, por no hablar de las tertulias y entrevistas radiofónicas mantenidas a propósito de este tema. Escritores de izquierdas, derechas, de extrema izquierda o extrema derecha, golpistas implicados, militares, demócratas, tontos, listos, instruidos e ignorantes, canallas y personas honradas, todos han dado su versión de los hechos. Y lo más curioso es que ninguna concuerda.
Nadie se detiene demasiado en el papel de la reina esa noche.
Yo voy a enfrentar los dos relatos que me parecen más fiables y que aportan más información sobre ella. El de Pilar Urbano, cómo no, en la única biografía autorizada de la reina, en la que es la misma Sofía la que habla de su propio papel en aquella noche que estuvo a punto de ser la de los cuchillos largos, y las notas manuscritas del íntimo amigo del rey, Manuel Prado y Colón de Carvajal, que pasó la noche junto a su majestad, y que fueron publicadas póstumamente por Jesús Cacho en el periódico digital que entonces dirigía, El Confidencial, en el treinta aniversario del golpe.
No coinciden.
La reina, en el libro de Urbano, cuenta: «Vimos directamente el rey y yo los tiros en el Congreso y la actuación de Gutiérrez Mellado, y los diputados escondiéndose detrás de los asientos…».
Prado, por su parte, relata: «El rey vio la grabación de la entrada de Tejero en el Congreso, lo de Gutiérrez Mellado, etcétera, en una grabación que llevó a medianoche el equipo que debía grabar su propio mensaje a la nación».
Y aquí da, para mí, una información crucial y muy poco comentada:
—Mandó que se destruyeran las cintas por el daño que se iba a hacer al país, pero le dijeron que ya las habían pasado en televisión y que estaban circulando por todo el mundo.
Otra discrepancia: «Nosotros [la reina y el resto de la familia] no estuvimos en el momento en que el rey grabó su mensaje, no lo vimos en directo, lo vimos también por televisión, como el resto de los españoles». Prado, sin embargo, dice: «Mientras se grababa el discurso, la reina lo miraba sentada en un sillón». También llama la atención que Urbano diera a entender que este discurso lo había escrito el rey, cuando Prado deja muy claro que lo escribieron entre él y Mondéjar. Asimismo, mientras la reina dice que fue Mondéjar quien llamó a televisión para que enviaran un equipo (Picatoste y Erquicia), Prado dice que fue él personalmente quien los avisó.
Según la reina, Constantino fue un gran apoyo, llamó varias veces desde Londres para consolarlos, habló con el rey y le dio su punto de vista.
El mismo Tino le explicó a Pilar Urbano que habló varias veces con su cuñado y que no le aconsejó, pero sí le contó su experiencia, por si le podía servir para esa noche tan parecida a la suya.
Según Prado, el rey le dijo, aludiendo a Constantino:
—Quítamelo de encima.
Y también:
—Pienso hacer lo contrario justamente de lo que hizo él.
También llamó don Juan (relato de Prado), que sí habló con su hijo. Estaba en el cine en Lisboa. La reina no menciona esta llamada en el libro de Urbano.
El rey no habló con Armada, según la reina. Según Prado, sí, y a continuación, exasperado, tiró el aparato al suelo.
También lo tiró después de hablar con Milans del Bosch, que estaba sembrando el pánico en Valencia con sus acorazados:
—Saca los tanques de la calle, llévalos a las cocheras y deja de joderme.
Lo contó Prado; Sofía no.
Irene dijo que su hermana estaba serena, tranquila y que fue el alma de Zarzuela, «callada, observando al rey yendo y viniendo, dueña de sus nervios». Urbano, prácticamente, opina que el golpe se paró gracias a ella, ya que su nombre fue un talismán para los militares.
Prado, por el contrario, nos cuenta que:
—La reina estaba inquieta, había vivido el golpe de los coroneles en Tatoi, en directo.
Déjenme introducir aquí una tercera voz, la de Sabino Fernández Campo, que relató esa noche aciaga en sus memorias. Da, para mí, la justa medida de la actitud de nuestra reina, un personaje mucho más humano de lo que sus exegetas nos quieren endosar.
Después de escribir su libro La reina, me contaron que Pilar Urbano decía con cierta arrogancia:
—¡A esta reina la he inventado yo!
Para empezar, el relato de Sabino rompe esa imagen del rey y la reina luchando codo con codo para restablecer en nuestro país la normalidad democrática:
—La reina y las hermanas del rey —cuenta Sabino— estuvieron toda la noche en la «saleta azul». A veces venía la reina y daba una idea, pero lo que proponía estaba totalmente fuera de lugar… porque no sabía lo que estaba pasando…
Una Sofía «callada y dueña de sus nervios», según Irene, que propuso, por ejemplo:
—¡Dile al rey que le dé orden a Tejero de que se vaya!
A lo que contestó Sabino:
—Señora, ya lo hemos hecho, pero no quiere.
O también aquella reina «mesurada y tranquila», según Pilar Urbano, que, según Sabino:
—Otra vez vino a decirnos que asaltásemos el Congreso.
Con lo que se hubiera provocado una matanza, dando pie a otra guerra civil, y los españoles quizás estaríamos todavía en la actualidad matándonos los unos a los otros.
Sabino trata de disculpar aquellas insensateces con el mismo argumento que Prado:
—La reina tenía el recuerdo del golpe de los coroneles en Grecia que ella vivió en directo.
Los lectores, que han compartido en este libro la vida de Sofía y conocen todas las vicisitudes de su existencia que yo he tenido la oportunidad de anotar y ustedes la amabilidad de leer, saben que la reina había ido a visitar a su madre a Tatoi, había abierto la puerta del palacio y había visto al mensajero del miedo: un oficial con los tanques de los coroneles golpistas apuntándola. Por eso, cuando después del discurso de su marido en televisión quedó muy claro para todo el mundo, incluso para los militares implicados, que el rey no apoyaba el golpe, fue el momento en que la familia real empezó a tener miedo:
—Cuando todos se fueron a dormir tranquilamente fue cuando nuestra vida empezó a correr peligro.
A mí me parece muy natural que la reina, temiendo por ella, por su marido y por sus hijos, con miedo a un futuro que por desgracia podía prever demasiado bien, no se mantuviese frívolamente tranquila, como una cariátide insensible y estúpida, sino que fuese presa de pánico, siendo capaz de cualquier despropósito.
Otra vez, como en el caso del juramento de su padre y de su marido como reyes, tenía que vivir la historia dos veces.
Eso rompe el equilibrio del ser más templado.
Al amanecer oyeron un ruido bronco de motores y turbinas.
Irene y Sofía se miraron aterradas y la reina dijo:
—¡La Brunete!
Era el servicio de coches de línea que emprendía la ruta habitual de todas las mañanas.
Las dos hermanas, en pleno ataque de nervios, sacaron la tensión terrible de aquellas horas de angustia con unas carcajadas incontenibles que les hicieron doblar el cuerpo y apretarse el estómago de risa.
Prado también lo contó, pero referido al rey y a él mismo.
Y no eran autobuses, sino grúas de una obra.
Hacía frío, el rey se tuvo que poner una cazadora de aviador encima del traje militar con el que había sustituido el chándal que llevaba por la tarde. El despacho y el salón estaban llenos de humo y en un momento dado la reina había dicho:
—Voy a pedir que preparen algo de cena para todos.
«Todos» eran las hermanas del rey, según unos, en el despacho, se dice incluso que Pilar lloró. Según otros, no pasaron del saloncito. «Todos» eran Mondéjar, Sabino, Valenzuela, Manolo Prado, los dos compañeros de squash, Miguel Arias y Nachi Caro… Urbano dice: «La reina mandó preparar unos bocadillos».
Pero Prado precisa que la reina, fiel a su paladar austero y sobrio, sirvió huevos revueltos, que vienen a ser, en gastronomía, un equivalente a las sillas de plástico en el porche de Marivent.
La interminable noche de piedra pómez se disolvió en un día gris color guerrera militar, los vencejos revoloteando, los huesos doloridos, las camisas por fuera de los pantalones, los dedos amarillos y las voces roncas. Noche de angustia y nicotina, la definió Prado. La reina, que no gusta de palabras solemnes y huye de la lírica y de los vocablos emotivos, se limita a decir:
—Nosotros confiábamos en los militares, y el 23-F fue un chasco tremendo.
Pilar Urbano, hay una pregunta que tengo ganas de hacerte desde que he empezado esta biografía, ¿la reina habla así, como lo hace en tu libro?
¿Dice chasco tremendo, bollo, es un mico, me chifla, estoy de morros, me va la marcha, mangonear, ni fu ni fa, follón, despendolada, patidifusa, vaya pelma, se quedó frito, hala, vaya fardo, es un calvario, es una gozada, qué rabia, echao palante, tiritona, tembleque, tararííí, chimpún?
Voy a decir lo que creo. Me parece imposible que utilice este vocabulario, moderno, propio de jóvenes, pero no de jóvenes como sus hijos, sino de la joven que seguramente fuiste tú, Pilar Urbano. Estas palabras pienso que corresponden al léxico de tu juventud (no sé cuál es tu edad, pero seguro que mi juventud fue distinta de la tuya), ¿estoy en lo cierto? Y como no puedo pensar que vuestro trato haya sido tan asiduo durante muchos años como para que le hayas contagiado tu vocabulario, deduzco que le has atribuido tu forma de hablar para darle más colorido al asunto. No te estoy criticando. ¡Estoy segura de que has sido totalmente fiel a lo que ella ha querido decir! ¡Sabemos que es un recurso narrativo lícito, siempre que uno respete el sentido de la frase!
Le he consultado a un habitual de Zarzuela cómo se expresa la reina. Se ha echado a reír:
—¿Relamida?, ¿cursi? Aunque sigue costándole mucho hablar en español, tiene el vocabulario de un viejo marinero, un tanto cuartelero, que es el que ha aprendido de su marido y de la familia del rey, que son los únicos españoles a los que trata con cierta asiduidad, aparte del servicio.
—Cuando la escuchamos, parece cortante.
—Sí, tiene cierta brusquedad, me supongo que de origen prusiano, aunque las infantas también la tienen. ¿Giros modernos? No me la imagino, la verdad, aunque yo no estoy con ella veinticuatro horas diarias, claro está. Y, oye, eso de que entre el rey y ella hablan en inglés, ¡yo no lo he visto nunca! El rey a ella siempre le habla en español, ¡los idiomas no son su fuerte! Ella sí le contesta en inglés. Si inicia la conversación ella, también lo hace en inglés, y con sus hijos también… Con sus hermanos y su prima Tatiana habla en griego o alemán… Aunque en aquella familia tampoco son de grandes parrafadas… Nadie la escucha demasiado.
El amigo añade:
—¡Claro que desde la llegada de Letizia, el inglés se ha acabado en aquella casa! ¡La única que habla ahora es ella! ¡Y en un castellano muy clarito, que se entiende muy bien!
Francamente, yo, como modesta biógrafa de nuestra reina, hubiera preferido, para certificar su paso por el 23-F, una sentencia digna de figurar en nuestros libros de historia, algo con más enjundia que eso de «¡un chasco tremendo!». También declaró: En la puerta de Zarzuela, por donde se colaba la luz no solamente de un nuevo día, sino de una nueva era, el rey le dio un abrazo a su intendente y le dijo con ternura:
—Descansa, chiquitín.
Y, recordando que había muerto su abuela tan solo una semana antes, el príncipe Felipe exclamó, según la reina y Pilar Urbano:
—Jo, vaya mes.
Según Prado:
—Joder, vaya mes.
Porque todos sabemos que a Felipe se le obligó a estar en pie toda la noche, según la reina muy atento a lo que pasaba, según Prado jugando al escondite con un amigo imaginario.
Como decía la tía María Bonaparte cuando compartía con la reina su azaroso exilio:
—Hay que vivir la historia y no leerla en los libros.
Juan Carlos pensó que a su hijo le haría bien aprender cómo se hacía de rey. Prado terminó sus notas, escritas en varios cuadernos, con una observación algo cínica, pero para mí muy acertada:
«Aquella noche se consolidó de verdad la monarquía de don Juan Carlos, ¡el príncipe Felipe, para lograr lo mismo, necesitará también su 23-F!».
Es cierto que a partir de ese día Juan Carlos recibió el espaldarazo definitivo de la clase política y de todos los españoles. Carrillo, el secretario general de los comunistas españoles, se lo dijo claramente:
—Majestad, gracias por habernos salvado la vida.
Su actitud heroica el 23-F lo convirtió en un dios, y a los dioses no se les piden cuentas de sus actos, no se les juzga, no se les critica.
Pueden actuar con perfecta impunidad, porque nadie osará ponerlos en evidencia. ¿Pasar por desagradecido, por mal español, por un nostálgico del régimen de Franco? Todos rindieron armas, las lanzaron al mar ignoto, y la mala memoria, la complacencia, la ceguera, el mirar para otro lado, se apoderaron de comunistas y periodistas, centristas y militares.
Todo le estaba permitido. Él lo sabía.
Y la reina, desgraciadamente, también.
Otra consecuencia tuvo este 23-F para Sofía. Por mucho que se nos diga que ella confiaba en el buen talante y en el cariño de los españoles, esa jornada de incertidumbre y peligro, en la que sus vidas y la pervivencia de la monarquía estuvieron en juego durante unas horas, tuvo para ella un efecto devastador. Le dio medida de la precariedad de ese puesto. Como decía con alegre desenfado Alfonso XIII:
—Si no lo hago bien, me botan.
Lo mismo repetía Juan Carlos, con mayor motivo:
—Si no lo hacemos bien, los españoles nos botarán… el sueldo hay que ganárselo cada día.
¿No llamaban a su madre los griegos mitera, no le besaban la punta del vestido, no se lanzaban a su paso para que les bendijese?
¡Y la echaron! ¡Le quitaron sus casas, su dinero, sus joyas y la arrojaron a un mundo hostil en el que ella y sus hijos tuvieron prácticamente que mendigar de sus parientes más afortunados para seguir viviendo!
¡Todos los tronos son provisionales, se tambalean, pueden acabar cayendo!
José García Abad explica en su imprescindible libro La soledad del rey que, después del 23-F el rey se sintió fuerte para labrarse una fortunita para paliar las penurias de su pasado, haciendo suya la frase de Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó: «Juro no volver a pasar hambre».
El rey no quiso reproducir a su alrededor la corte de aristócratas que rodeaban a su abuelo o a su padre en el exilio, pero no pudo evitar que una camarilla de aventureros y aprovechados se movieran en su entorno, que quizás lo enriquecieron a él, pero sobre todo se enriquecieron a ellos mismos, «la corte de los negocios», según unos, las «amistades peligrosas», según otros.
Y aquí García Abad introduce un comentario que me sorprende: «Las penurias sufridas también por la familia real griega en el exilio han generado una actitud similar en la reina. Ante los riesgos del oficio, la pareja real (en este tema) ha permanecido unida, consciente de que en aquella trepidante transición podía pasar cualquier cosa».
¿La reina, que no lleva joyas importantes aparte de las de patrimonio, que no usa pieles, que repite trajes, que se resistía a poner sillas de mimbre en Marivent porque eran caras? ¿La reina, que copia los vestidos de Valentino, cuyos regalos a sus hijas o sobrinas que acaban de tener un hijo son modestas cestas de Body Shop?
Una reina que le manifestaba a Pilar Urbano con repugnancia:
—¡Dinero, dinero, dinero! Para conseguir cosas materiales, coches, casas, barcos de recreo, bienestar, pasarlo bien, divertirse a tope, ¡cuando al hombre se le mete aquí la maldita obsesión del dinero, malo, muy malo!
¿Esta reina también intentando labrarse una fortunita «por si acaso»?
La soledad del rey fue escrito hace ocho años. En el momento de redactar este último capítulo de mi libro, me pongo en contacto con García Abad para preguntarle si sigue manteniendo aquella opinión o si fue un juicio apresurado del que ahora se arrepiente.
Pepe está a bordo de un barco, en Cerdeña, y a través del teléfono se oye viento y oleaje, aun así su respuesta es clara y diáfana:
—Me reafirmo completamente en esta idea, que me fue comunicada por una persona del más alto nivel cuyo nombre no puedo revelar, muy enterada de los negocios reales y de la vida familiar de los reyes. La reina tenía una auténtica fijación con el golpe de Estado que había expulsado a su hermano de Grecia, y después del 23-F temió que pudiese pasar lo mismo en España. De Grecia se tuvieron que ir con lo puesto, sus hermanos, su madre, su cuñada y sus sobrinos tuvieron que vivir muchos años pensionados por el rey de España. Ella quizás temía que le pudiera pasar lo mismo.
Intento protestar:
—La reina es austera.
—Sin duda, pero sentía una gran inseguridad por su futuro, algo completamente humano y más en un país sin tradición monárquica como el nuestro, ¡que ya ha echado a varios reyes, no lo olvides!
—¿Te ratificas entonces en que la reina era sabedora de las operaciones financieras del rey en negocios opacos de sus amigos?
—le pregunto con cierta desilusión.
—Sí, y además te diré que incluso en ocasiones era la reina la que animaba al rey en este camino.
¡Siempre me quedará el recurso de pensar que el interlocutor de García Abad intentaba salvar el papel del rey incluso a costa del de su esposa!
Aunque sí es cierto que la larga sombra que proyecta la expulsión de su hermano de Grecia sigue obsesionando a Sofía. Cuando, tres años después del 23-F y del entierro de Federica en Tatoi, Karamanlis visitó oficialmente España, una visita cuidada diplomáticamente hasta en el más pequeño gesto, todos resaltaron el gran hieratismo de doña Sofía, que no disimuló su desprecio a un presidente elegido libremente por las urnas al que ella culpaba de la caída de su hermano.
Aquí no funcionó la máscara, ni siquiera la más mínima educación. No sonrió ni una sola vez, e incluso, cuando el presidente griego le intentó comentar algún aspecto del reinado de sus padres, lo reprendió:
—Señor presidente, soy la reina de España, no me hable usted de asuntos internos de su país.
¿Cómo no acordarse de la respuesta de Federica al embajador ruso Vichinsky en una recepción oficial, cuando este le preguntó por el origen de sus aparatosas joyas?:
—Eran de los Romanov, ¡esos a los que ustedes asesinaron!
Don Juan Carlos ese día desplegó todos sus recursos, sonrisas, palmadas, chistes, caídas de ojos, para tratar de paliar le frialdad que la actitud de la reina había provocado en la reunión.
En el libro de Pilar Urbano la reina se despacha a gusto criticando incluso la validez de un referéndum convocado por un gobierno democrático.
Al día siguiente de la publicación del libro, en el periódico más importante de Atenas, el editorial decía algo por este estilo: «Si la reina de España tiene esta opinión sobre un gobierno legítimamente constituido, que se olvide de venir de visita a Grecia. Nosotros tampoco la queremos».
Eso no fue óbice para que el rey le encargase a Julio Feo, la mano derecha de su tercer presidente de Gobierno, el socialista Felipe González, con el que tan buena conexión llegó a tener, la recuperación de los bienes de la familia de la reina en Grecia. No lo intentó en nombre de Sofía, sino de Tino e Irene. Sofía prefirió que su parte aumentara la de ellos, por sus hermanos es capaz de los mayores sacrificios, es la mayor y la más afortunada y entiende que su madre los ha puesto bajo su tutela. Julio Feo realizó varios viajes a Londres para entrevistarse con Constantino, del que dijo expresivamente:
—Uf… estas reuniones costaban… estaba rodeado de una camarilla… Todos eran más papistas que el papa…
Después de complicadas negociaciones y de una carta que escribió el rey de su puño y letra a Karamanlis, se consiguió la devolución de algunos palacios, como Mon Repos, en Corfú, donde Sofi y Juanito triscaron en la época de su noviazgo, bebieron vino blanco y se pelearon entre ellos, con don Juan, con Freddy y con el sursum corda, o Tatoi, aunque Tino más tarde lo donó al gobierno, no así los bosques que lo rodeaban ni la finca Polidendri, en el centro del país. También les adjudicaron el contenido de las casas y una fuerte indemnización para los dos hermanos.
Doce millones de euros para Tino, novecientos mil para Irene, y la tía Catalina, la única hermana viva de Palo, recibiría también trescientos mil euros.
Irene unió su dinero al millón de euros que le tocó en la lotería de Navidad para invertirlos en su ONG «Un mundo en armonía», olvidados ya sus deseos de encontrar marido y formar una familia.
Su última relación, ya cuarentona, con el embajador alemán Guido Brunner, también terminó a sugerencia de Juanito.
Irene comentaba con convicción:
—Únicamente me siento sola cuando estoy con personas con las que no tengo nada en común, conmigo misma me divierto.
Ahora solo quiero ser útil a los demás.
De todas formas, según se contó, la princesa cometió la ingenuidad de enviar vacas a la India para que sirvieran de alimento a los niños huérfanos, y como allí la vaca es un animal sagrado, no pudieron emplearse para su fin primigenio. Las tremendas vacas de raza frisona de la princesa Irene caminan hoy por las calles de Bombay consideradas como animales sagrados, lo cual es bueno para su autoestima, pero no les depara trato de favor, ya que están tan famélicas y esqueléticas como el resto de sus congéneres, a pesar de lo aristocrático de su origen.
Alguien con más imaginación que yo podría encontrar una metáfora en la aventura de Irene y sus vacas.
Es curioso que nadie se haya interesado por el papel de las infantas Elena y Cristina en la noche del 23-F. Elena ese año iba a cumplir su mayoría de edad, dieciocho años, y Cristina tenía dieciséis.
No se sabe dónde estaban, nadie las mencionó, nadie les dio importancia ni pensó que ellas también deberían aprender qué es ser rey. Según contaba Juan Balansó[106], Elena y Cristina estaban siendo educadas como señoritas particulares, cuando eran la segunda y tercera persona llamadas constitucionalmente para suceder en el trono a su padre. Los publicistas de La Zarzuela insistían en explicar que el príncipe Felipe iba a ser el príncipe mejor preparado de Europa y del mundo entero, ¿por qué se había descuidado la formación de sus hermanas, que, en caso de fallecimiento del heredero, podrían sentarse en el trono de España?
¿No había sido Juan el heredero de Alfonso XIII, aunque era el cuarto hermano de la familia?
Ambas eran altas y rubias, muy poco españolas en su aspecto, aunque esta apreciación se obviaba siempre y se prefería hacerles pasar por el mal trago de compararlas a la fea reina María Luisa en el cuadro de Goya La familia de Carlos IV. Ambas tenían también durante su adolescencia algunos kilos de más, y su madre las arreglaba como princesas griegas… de hace veinte años. Juan Carlos protestaba:
—Sofi, ¡no las vamos a casar nunca a estas chicas vestidas así!
Las veía llegar con aprensión a las recepciones con sus bolsitos en la mano y los trajes de Sofía hechos por las hermanas Molinero, faldas amplias de terciopelo, cuerpos de rígido glasé con mangas tres cuartos, colores morados o granates. A la reina le quedaban muy bien, pero aquellas muchachas que estaban en la flor de la vida parecían viejos cortinones de teatro. El rey se lamentaba; —Sofi, ¿no podrían ir un poco más…? ¿Actuales?
Las peinaba la misma peluquera que a su madre, también con el pelo por los hombros, hueco o un moño bajo. Sus expresiones eran tan serias que resultaban algo adustas.
La reina se reía con desprecio de las preguntas de su marido:
—¿Qué quieres? ¿Que vayan con minifalda como tus… tus…?
El rey se iba sin querer discutir.
Las infantas no caían mal. Tampoco bien. No eran mediáticas.
Las escasas noticias que aparecían sobre ellas, la fiesta de la Banderita, una representación teatral benéfica, con un ramito de flores entre las manos, saludando sin sonreír, rememoraban aquellos reportajes propagandísticos con Nenuca, la hija de Franco, de protagonista, en la interminable posguerra española. Nenuca prefería entregar a los niños tuberculosos sus regalos de cumpleaños y decía también:
—Les he dicho a mis padres que prefería dar de comer a los ancianos del asilo antes que celebrar una fiesta frívola con mis amigos en mi casa.
Porque los viejos eran menesterosos, pero no tuberculosos, por aquello del contagio.
En la intimidad, claro, era otra cosa. Elena se parecía a su padre, «campechana», le encantaba ir a su aire, provocaba a los escoltas para hacer carreras de coches, y le horrorizaba la posibilidad de que a su hermano le pasase algo o renunciase a la corona:
—¡Me muero si tengo que ser reina!
En su nuevo colegio, el más clásico Virgen del Camino, repitió curso a pesar de que contaba con el refuerzo de varios profesores particulares.
Al mismo tiempo tenía dos ayudantes, y fue entonces cuando empezó a montar a caballo e inició sus primeros escarceos amorosos con otros jinetes.
El olor a heno de las cuadras, la camaradería y la fuerte sensualidad del ambiente hípico es el mejor caldo de cultivo para pasiones tan difíciles de domar como el más salvaje de los caballos.
También Cristina se cambió al Virgen del Camino, donde pronto alcanzó a su hermana, sin esfuerzo. Sin profesores particulares ni ayudantes, iba superando los cursos sin que nadie le hiciera mucho caso. Elena necesitó atención especial, incluso la ayuda de una psicóloga, argentina por más señas, a cuya consulta la acompañaba Sabino, pero no es ni muchísimo menos retrasada mental, como se ha comentado muchas veces. No hubiera podido matricularse en Magisterio en el Escuni, la escuela de profesorado con un fuerte componente católico, aunque no del Opus Dei, a pesar del ascendiente que había alcanzado Laura Hurtado de Mendoza cerca de la reina, no así en el rey, muy reacio a todo lo que no fuera el catolicismo puro, duro y tradicional. Ni el Opus, ni Legionarios, ni sectas milagreras, ni ritos exóticos gozan de sus simpatías, tampoco el catolicismo fanático. Me contó mi amigo Julio Ayesa que en una ocasión en que estaba cenando con la pareja real y con Pitita Ridruejo, esta le iba explicando a la reina:
—¡En El Escorial! ¡Se aparece la Virgen! ¡Una luz intensísima, una paz!
Y la reina asentía entusiasmada, y ya empezaba a preguntar cuándo era y si ella podría ir y si a ella también se le aparecería la Virgen, cuando el rey, que estaba en el otro lado de la mesa desgranando nerviosamente un panecillo y escuchando aquella exaltación de la devoción más preconciliar, al final no pudo contenerse y se puso a gritar con la mano extendida señalando a Pitita:
—¡Tú, calla! ¿Pero quieres no llenarle la cabeza a esta con esas tonterías? ¡Que se lo cree todo!
La reina debió acordarse de la piedra de Nazca y sus «beba Coca-Cola» y humilló la cabeza, llena de vergüenza.
No volvió a hablar en toda la noche.
El paso por el Escuni convirtió a Elena en la más católica de la familia. Intentaba ir a diario a misa y comulgaba todos los domingos. Yo la he visto en la iglesia de Viella, en el Valle de Arán, y también junto a su hermana en San Odón, en Barcelona.
A su tutora en la escuela de profesores, Dolores María Álvarez, le daba mucha rabia que hablaran de la princesa como si fuera discapacitada, y así se lo contó a la periodista Carmen Duerto, que ha escrito la primera biografía sobre Elena:
—Es absolutamente falso que sea retrasada, aunque Magisterio es una carrera sencilla para la que lo más importante es la vocación y ella la tenía.
Por lo bajo se comentaba la sangre caliente de Elena, no olvidemos que su más remoto antepasado, el primer Borbón, había manifestado:
—¡Me quema el sexo!
Se hablaba de relaciones con sus escoltas, a los que tenían que elegir menos atractivos y jóvenes, y se decía que más de una vez se la habían tenido que llevar de una fiesta… No se daban nombres, no se decía el lugar, y en una época en la que internet todavía no estaba inventado, muchos tenemos la impresión de que eran infundios de una camarilla quejosa precisamente por eso, por no formar parte de la camarilla real.
Cristina se decantó por la sociología en la Universidad Autónoma de Madrid.
La reina no dejaba de afirmar, en las escasas ocasiones en que pronunciaba unas palabras:
—Mi principal ocupación es la educación de mis hijos.
Pero lo cierto es que esta máxima parecía únicamente aplicarse a su hijo, porque las hijas eran tan buenas, tan dóciles, tan discretas, y la prensa también era tan buena, tan dócil y estaba tan callada, que daba la impresión de que las infantas se educaban solas.
Cuando el rey posaba en las fotografías con su hijo no tenía la misma actitud que cuando posaba con sus hijas. Las cogía por los hombros en las pistas de Baqueira, llevaban idénticas gafas Vuarnet, idénticos anoraks Descente. Las mismas risas, arrugando la nariz y enseñando los caninos.
Todos los esquiadores de aquellos años recuerdan los gritos de don Juan Carlos:
—¡Elena! ¡Cristina! ¡Una carrera! ¡Al Mirador!
Y la voz gutural de la reina puntualizando a los monitores en la pista de Beret:
—Su alteza el príncipe flojea un poco en el eslalon.
A medida que el príncipe de Asturias iba creciendo, de ciertos ambientes llegaron voces disonantes con la educación que estaba recibiendo; se decía que la buena voluntad de la reina, que al fin y al cabo es extranjera, no era suficiente para formar a un futuro rey de España, y que se debía crear un consejo asesor.
Sofía se indignó. ¿Dudar de su capacidad?
Y, además, si le quitaban esa responsabilidad, ¿qué le quedaba?
También podemos pensar que ella no quería que se formase un «nuevo Juanito». Para Sofía su modelo de hombre era el rey Pablo de Grecia y no su marido. Con deleite contaba:
—Felipe me recuerda mucho a mi padre…
Juan Carlos dejaba en manos de su mujer esta responsabilidad.
Como decía, ¡bastante trabajo tenía él siendo el cabeza de estado de un estado con tan poca cabeza!
En España se había instalado un bipartidismo más o menos estable. Felipe González, presidente del Gobierno durante doce años, diseñó un nuevo protocolo para la familia real y dio el máximo protagonismo a la figura del rey, cuyas apariciones públicas, viajes por el extranjero, audiencias y ceremonias de representación se multiplicaron hasta el infinito.
El rey y Felipe González llegaron a hacerse «casi» amigos. Con ningún otro presidente ha tenido el rey mayor sintonía, y se dice que don Juan Carlos confiaba en él hasta en los temas más íntimos y delicados. Julián García Vargas, ministro de Defensa[107], una figura clave entre el gobierno y el monarca, decía entonces:
—Con quien va mejor la monarquía es con los republicanos; nosotros no nos metemos en intrigas cortesanas ni nos interesan los cotilleos de todo ese mundo de aristócratas.
También el entonces ministro Enrique Mújica comentaba:
—La Corona es valiosa (para nosotros los socialistas) mientras sirva, y hasta ahora nos ha demostrado que sirve, entonces, ¿para qué cojones queremos la república?
Pero no todo era trabajo. La decoradora mallorquina se desplazaba con frecuencia desde Mallorca a Madrid y también a Baqueira, adonde iba a recogerla un coche oficial. Su amistad íntima con el rey ya había sido aceptada por todo el mundo y quizás había dejado de tener el encanto de las relaciones clandestinas. Pero era una situación cómoda para don Juan Carlos, quien le tenía un gran cariño. A ciertas cacerías iba casi siempre con ella, intercambiando chóferes, haciendo rutas distintas para guardar las apariencias, y tampoco compartían habitación, pero los anfitriones se cuidaban de que sus cuartos estuvieran contiguos.
Desde luego, la reina no volvió a presentarse nunca más improvisadamente. Si alguna vez había esa posibilidad, se enlentecían los controles y la seguridad, y cuando su majestad llegaba a la finca, la mallorquina había desaparecido. Bouza decía de ella con admiración:
—Siempre tuvo un exquisito cuidado en no indisponer al rey contra la reina…
También:
—Era muy discreta… se interesaba por la familia real, nunca presumió [de su relación con el rey].
Pero hubo otra relación que sí resultó una complicación para Juan Carlos. Otra mujer que no se iba a resignar fácilmente a ser apartada de su vida. O quizás es que, simplemente, estaba enamorada[108].
Como dice la Biblia, ¡líbreme el cielo de la furia de la mujer despechada!
El rey llegó tranquilamente un día a casa de la vedette anteriormente mencionada, en 1984, y le dijo:
—Lo nuestro se ha terminado.
Su intención era acabar bien. Según cuenta su indiscreto amigo Bouza:
—El rey nunca riñe con amigas con las que ha tenido alguna relación… Se lleva bien con todas, incluso algunas pocas veces las llama…
Pero esta vez no iba a ser así.
Según escribe Fernando Rueda en Las alcantarillas del poder, después de que la actriz y el rey rompieran, durante años él y otros periodistas estuvieron recibiendo filtraciones de que el CESID estaba pagando una cantidad mensual a esa mujer a cuenta de los fondos reservados. Años antes de que su relación con el rey se rompiera, ella había acudido a La Tienda del Espía de Madrid para que dispusieran cámaras en su habitación con el fin de grabar a la persona que se encontraba en la cama con ella. García Abad dice en su libro La soledad del rey que «le pudo costar muy cara al monarca y desde luego no nos resultó barato a los españoles silenciar las supuestas indiscreciones del rey».
Muchos compañeros míos en los que confío con los ojos cerrados me han dicho que han visto fotos familiares de la dama en cuestión en el jardín de su casa comiendo una paella con el rey.
Esas fotos, al parecer, contaba que las había tomado su hijo.
En mayo de 1996 José María Aznar ganó las elecciones y lo primero que hizo fue anular los cargos misteriosos que se estaban pagando a cuenta del erario público. El 25 de mayo de 1997, la artista denunció que habían entrado en su casa y habían robado documentación personal «que atañe a personas importantes de este país». La actriz afirmaba que este material lo conocían Mario Conde, el periodista Antonio Herrero y Manuel Prado.
El diario El Mundo publicó esa información el 27 de junio de 1997, un día después de que Antonio Herrero lo difundiera en su programa de la cadena COPE.
Sofía se enteró, esta vez al tiempo que todos los españoles, por la radio y la prensa escrita de los problemas de esta popular artista y no le costó leer entre líneas. Pero ese día tenía un compromiso oficial y ni se le pasó por la cabeza no acudir.
Aunque llevaba tiempo blindándose contra el dolor, sufría, ¡diablos, si sufría!
Seguramente solo se atrevió a comentárselo a Sabino.
Cuando sus amigos le preguntaban confidencialmente a Sabino si la reina conocía las actividades de su marido con detalle, este contestaba:
—No sabe si son muchas o una pero muy viajada.
El rey sabía que su fiel consejero era el depositario de las penas de la reina, el único, aparte de sus hermanos y su prima, y no se lo perdonaría nunca. En cuanto pudo, lo apeó del cargo en el que había servido con toda lealtad.
Es el 25 aniversario del Zoo de Madrid. Hay una foto enternecedora de ese día. Una funcionaria le pone a Sofía un cachorro de schnauzer en los brazos. La reina lo abraza con dulzura, cierra los ojos, acerca su rostro, enflaquecido y pálido, a esa bola de pelo suave en la que apenas se distingue una nariz, negra, el brillo de unos ojos vivaces.
El mundo se hace pequeño, de tan solo dos. Fuera acechan vampiresas que rompen matrimonios y hombres que engañan a sus mujeres. Todavía abrazándolo, la reina pregunta tímidamente:
—¿Puedo llevármelo a casa?
No quiso que nadie lo cogiera. Ese día la reina llegó a su casa concentrándose en esa vida nueva que llevaba entre las manos para no volverse loca.
Creo que no debe extrañarnos que la reina aceptara con benevolencia que Elena y Cristina se casaran fuera de las normas reales. Esta decisión las iba a separar del trono, pero podría hacerlas más felices de lo que había sido ella.
¡Cómo querer que sus hijas se prestaran a un matrimonio de conveniencia! ¡Para sufrir como bestias!
¿Cómo era lo de don Juan?
—Los miembros de las familias reales somos sementales de buena raza, y nuestra principal obligación es perpetuar la especie, procreando una y otra vez, pero sin cambiar de vaca como los toros bravos…
En la elección de los maridos se demostró que tanto Elena como Cristina se habían educado como chicas normales, por eso escogieron con naturalidad muchachos plebeyos para casarse, una posibilidad que una princesa real educada conforme a su rango, como lo fue Sofía, ni siquiera hubiera contemplado.
Elena se decantó por Jaime Marichalar, un empleado de banca perteneciente a la pequeña nobleza castellana, muy escaso de caudales. Cristina optó por su parte por un jugador de balonmano, y al parecer su ejemplo ha fructificado entre sus colegas, ya que una nieta de la sacrosanta reina de Inglaterra se acaba de casar con un jugador de rugby con el físico de un descargador de muelle, ¡le falta incluso algún diente en la parte frontal!
A ambos los despachó pronto con una definición letal el fino analista monárquico Juan Balansó, cuya ausencia lamento a diario, no solamente por el aspecto personal, como sabe su prima, de quien soy buena amiga, sino por los interesantes libros que nos ha hurtado la muerte. Balansó llamaba a Marichalar y a Urdangarín «bisutería fina».
El rey, cuando se casaron las infantas, dijo:
—A mí me es igual que sean tontos o listos, guapos o feos, lo único que pretendo es que quieran mucho a mis hijas y las hagan felices…
En el caso de Cristina, parece ser que lo ha conseguido, porque ella es la típica hermana a la que todo le sale bien: su trabajo de responsabilidad, solidario y con un buen sueldo, en la obra social de Telefónica, sus hijos, los cinco sanos y altos, el guapo marido, que tan bien librado ha salido de sus últimos problemas legales, su matrimonio que, a pesar de los rumores, sigue viento en popa a toda vela, por utilizar la comparación que más pueda agradar a nuestra infanta… Cuando posan en las fotos, parecen la familia de Julio Iglesias o la familia Trapp, solo les falta cantar.
Elena, sin embargo, ha elegido el camino difícil. O es al revés.
Su matrimonio con Marichalar, a pesar de haber tenido dos hijos, pronto deviene en desilusión: se convierte en una de las mujeres más elegantes de Europa, pero qué importa eso cuando por dentro eres tremendamente infeliz. La prensa empieza a decir que la pareja piensa separarse. El 22 de diciembre de 2001 Marichalar sufre un ataque cerebral mientras está haciendo ejercicio en la bicicleta estática de su gimnasio.
A partir de aquí empiezan para la infanta tres años terribles que la convierten en otra mujer. La enfermedad la ata a su marido con cadenas irrompibles; el carácter de Marichalar se vuelve irascible, desconfiado, agresivo, su cerebro está afectado y es capaz de decir las mayores barbaridades sin darse cuenta.
Elena cambia y saca lo mejor de ella misma. Se crece en la dificultad. Se va a vivir con él a Nueva York para ayudarle en su recuperación en el hospital Monte Sinaí con Valentín Fuster y están un año alojados en el hotel Intercontinental a un precio módico que le «arregla» Paz, la directora, que es española.
Sus hijos van a una guardería que los jesuitas tienen en Manhattan. A través de la hípica entabla relación con la alta aristocracia de Nueva York, desde los Hearst a los Rockefeller, y un buen amigo le busca casa en los Hamptons para que pase el verano. Elena es fuerte, valiente, hace de apagafuegos en los desmanes de su marido, pero está siempre en tensión, sin relajarse nunca, y su físico lo revela. Delgada, rostro arrugado, expresión crispada, malos modos con la prensa, hombros rígidos que seguramente provocan fuertes dolores de cervicales.
No puede bajar la guardia ni un momento, Marichalar le dice con acritud a una chica Hearst:
—Llevas un traje feísimo.
Y la infanta se apresura a quitar hierro al grosero comentario de Jaime:
—Y estás guapísima y elegantísima con él.
No tienen dinero. Sofía le ruega a la íntima amiga de su hija, Rita Allendesalazar, que la cuide, y esta, dando pruebas de ese espíritu de sacrificio que tienen los monárquicos cuando se trata de obedecer a su rey, deja a su marido y sus hijos para estar al lado de la infanta, pagándose ella sus propios gastos.
Hoy, Rita es la que está enferma, y es la infanta la que no se mueve de su lado.
Sofía va a visitarla, ve como su hija está saliendo adelante a pesar de las dificultades, y se emociona. Pensaba invitar a toda la familia al elegante Cote Basque, pero Cristina le dice:
—Mamá, los niños preferirán que vayamos a comer a un burguer.
Allí puede verse como aquella adolescente siempre de malhumor, regordeta y poco agraciada, llama la atención por su delgadez sofisticada y por su porte elegante. El sufrimiento ha llenado su rostro de aristas, pero su mirada se ha dulcificado.
Un español que vive en Nueva York se acerca a la reina espontáneamente y le dice:
—La infanta está dejando muy alto el pabellón de España, ¡se nota la educación que le ha dado vuestra majestad!
Cuando llegan al aeropuerto, se quedan una frente a la otra, madre e hija. Ninguna de las dos es efusiva; los años de soledad conyugal han matado a aquella Sofía afectuosa que buscaba a escondidas las caricias de sus hijos.
Pero ahora se abrazan largamente, y Elena le dice:
—No te preocupes, mummy, saldré adelante.
Y Sofía, mientras sube al avión, puede concederse un halago:
—Pues tan mal no debo haberlo hecho cuando he tenido una hija como Elena.
Cuando los duques de Lugo regresan a Madrid, Elena está embarazada, pero pierde a su hijo.
Ya no hay vuelta atrás.
A una sigue otra, y otra y otra, españolas y extranjeras, nobles o plebeyas, como las cuentas de un collar «¡mil quinientas!», como me dijo en broma un amigo del rey.
¡Hasta Lady Di! Según cuenta Kitty Kelley en su libro sobre los Windsor, durante las visitas de Lady Di a Mallorca, en 1986 y 1987, el rey quiso «ligar» con ella, y al parecer intentó algún avance «táctil» con la excusa de juguetear con el viejo pastor alemán Archy. Así se lo comentó Lady Di a su ayudante, Ken Wharfe, con esa encantadora (y falsa) timidez que se ganó el corazón de los ingleses:
—Parece absurdo, pero sé que le gusto al rey.
En dicho libro también se cuenta que, para pagar a un chantajista que pretendía publicar unas fotos de Lady Di en el gimnasio, se le entregó un cheque de cuarenta y cinco mil dólares procedentes de una cuenta corriente española, por lo cual deduce la escritora que fue Juan Carlos el que le envió ese dinero. Déjenme que me ría de esta suposición tan absurda y que aventure otra hipótesis: creo que el remitente español de este dinero fue la revista ¡Hola! y que a cambio Lady Di accedió a dar una entrevista a la citada publicación.
Sofía, perdida ya toda esperanza, se había construido una vida al margen de su marido. Su proyecto común, el mantenimiento de la institución, garantía de su propia supervivencia como reyes, los mantenía unidos unas horas a la semana, pero la intimidad de su habitación cerrada nadie la violaba. Los españoles nos acostumbramos a verlos como una pareja distante, hasta el punto de que nos asombramos de que la reina llorara junto a su marido en el entierro de don Juan, el 1 de abril de 1993, o en el de doña María, el 5 de enero de 2000.
Lo que sería normal en cualquier matrimonio, en ellos sorprendía por insólito.
La reina viajaba mucho a Londres para ver a su hermano, se decía incluso que se había comprado allí un apartamento, muy cerca del hotel Claridge. Allí es donde dicen que empezó a realizarse sus primeros retoques estéticos, a base de infiltraciones en el rostro. Sonriente, atendiendo a sus compromisos sin ponerse nunca enferma, asistía a todos aquellos actos que su agenda le marcaba.
Cumplía, pero sin imaginación. El único de la familia que sabe comunicar es el rey. El resto de los españoles no sabemos cómo son ni el príncipe, ni las infantas. Ni siquiera la reina. No conocemos ni el tono de voz que tienen.
A la reina, además, no se le permitía pronunciar discursos ni hablar delante de un micrófono para que los españoles no advirtiéramos lo mal que hablaba el castellano.
Por supuesto que tampoco conocía otras lenguas del Estado, ni catalán, ni euskera, ni gallego. Ella, que es tan políglota que dice entre risas:
—Podría ganarme la vida como traductora.
A pesar de dar tan poco motivo para la murmuración, la maledicencia se cebaba también en la reina. En cualquier reunión de periodistas, te contaban lo último del rey: una señora bien de Barcelona, la excompañera de un importante editor, tal actriz, una presentadora de televisión… y alguien, el más enterado, bajaba la voz y te decía:
—Y la reina…
Y sacudía la mano arriba y abajo para indicarte la magnitud de sus amantes. Un arquitecto del entorno de El País, un profesor universitario, incluso el violonchelista ruso Mstislav Rostropovich, expulsado de su patria durante diecisiete años, que tocaba en la calle la Suite número 2 de Bach mientras los berlineses derribaban piedra a piedra el muro que durante cuatro décadas había dividido en dos su ciudad.
Decían que la reina compartía con él su apartamento de Londres. El hecho de que Rostropovitch estuviera casado con la soprano Galina Vishnevskaya desde hacía sesenta años no arredraba al promotor de la idea:
—¡Qué importa! ¡La reina también está casada!
Poco antes de morir, el músico comentaba en una entrevista:
—Pude sobrevivir en el exilio gracias a la ayuda de los reyes de España.
Yo voy a dar el nombre concreto de una persona a la que se relacionaba íntimamente con nuestra reina: Enrique de la Mata Gorostizaga.
Era presidente de la Cruz Roja Internacional y había sido ministro con Suárez. Era un hombre alto, muy varonil, con unos ojos verdosos rodeados de unas pestañas rizadas y negrísimas que te magnetizaban. Una buena persona.
Era amigo mío. Él y su elegante mujer, Ángeles, tenían una casa en Marbella que sus siete hijos llenaban de risas y conversaciones. Un hogar feliz.
Mientras comíamos en Horcher un lenguado que nos miraba de perfil, se lo pregunté:
—Enrique, me han dicho que te entiendes con la reina…
Lo negó vehementemente:
—Por Dios, vaya infundio, ¡como viajamos tanto juntos por el tema de la Cruz Roja! ¿Y eso se va corriendo por Madrid? Menos mal que la reina nunca cae en esas pequeñas mezquindades, nadie se atreve a contarle nada, porque ella de un plumazo se carga al mensajero con toda la razón… Mi mujer se reirá cuando se lo cuente…
Proseguimos la comida, ya hablando de otros temas. La conversación volvió a recaer en la reina, con la que Enrique había tenido una reunión esa misma mañana. Con la copa de coñac entre las manos, le dije distendidamente:
—La reina es guapa.
Él se animó:
—Guapísima, ¿verdad?
—Lástima el peinado…
Y aquí vino uno de esos momentos que se me han quedado grabados en la mente, que no he contado a nadie y cuyo significado no acabo de desentrañar. Me dijo vehemente:
—¿Eh, que sí? ¡Yo se lo he dicho muchas veces! Que así —y hundió sus dedos en mi pelo, apartándome el flequillo y echándomelo hacia atrás estaría mucho más guapa.
Me callé, carraspeamos los dos, se arregló el nudo de la corbata e hizo una firma en el aire al camarero pidiendo la nota.
Fue así, lo juro.
De lo demás debo decir que, por mucho que he investigado al respecto, no he encontrado ni una prueba, por pequeña que sea, ni un indicio, incluso sin confirmar, de que la reina pagara la actitud del rey con la misma moneda. Ni por despecho, ni por venganza, ni para darle celos, ni por amor, ni por soledad.
Pero sus enemigos no se dejan convencer y arguyen que en su caso su integridad no tiene valor, ya que le achacan lo mismo que los cortesanos de Alfonso XIII decían de doña Victoria Eugenia para quitar mérito a su acrisolada virtud:
—¡Es fría!
La reina no podía ignorar las turbulencias que empezaban a sacudir el barco de la monarquía, hasta ahora sustentado casi exclusivamente en los réditos ganados en el 23-F y en la simpatía del rey. Tras décadas de reinado juancarlista, «la bula real» se estaba terminando y el pacto de silencio entre los periodistas y la monarquía empezaba a llegar a su fin.
Seguía habiendo muchos «pelotas palaciegos», como los llamaba Pablo Sebastián, sin embargo empezaban a oírse ciertas críticas al príncipe Felipe, pero, según cuenta Carmen Rigalt, «con la boca pequeña para no ser tachados de antipatrióticos».
En los funerales por víctimas de terrorismo o accidentes, por ejemplo. García Abad contaba que:
—… Los reyes se acercan a los familiares de las víctimas con palabras de aliento y muestras de emoción… El príncipe también está presente, pero como un palo, sin recibir ni muestras de simpatía ni atención por parte del público.
Y concluía que el príncipe no tenía la culpa de parecerse más a su madre que a su padre.
Jaime Peñafiel opinaba sin ambages que la reina había convertido a su hijo en un «niño caprichudo, malcriado, mimado y hasta déspota»[109]. Su cometido, decían, era simplemente «esperar», pero, como mientras tanto tenía que entretenerse, se rodeaba, él también, de «amistades peligrosas», se criticaba que su grupo de amigos fueran solo aristócratas, personajes de revistas del corazón, «vividores, algunos fachas y no pocos impresentables», decía el mismo Apezarena, rompiendo el tono amable y conciliador que tiene toda su biografía sobre el príncipe Felipe.
«¡Una endogamia de amigos pijos!», concluía Manuel Vicent.
Su paso por las academias militares recibió el nombre en las revistas satíricas de «mascarada de milicia» y se resaltó que en dos años consiguiera lo que a otros les costaba seis. Salió con su título de teniente en los tres ejércitos, y durante la guerra del Golfo aquel valiente oficial declaró que «en solidaridad con esta crítica situación he decidido suspender mis entrenamientos de vela para una regata», lo que causó estupor por su frivolidad. Cuando se le concedió la Medalla de Oro de la universidad, donde había estudiado un híbrido a su medida de Derecho y Económicas, un grupo de estudiantes dio a conocer un comunicado en el que protestaban amargamente por esta medida: «… es la primera vez que se concede esta medalla a un estudiante… debería primar el esfuerzo personal y las labores académicas y no la política». También hubo bromas cuando un reportaje de ¡Hola! presentó al príncipe, reluciente como un pincel, recorriendo ¡un kilómetro! del camino de Santiago. Rafael Torres escribió un artículo en El Mundo que tituló: «Lo ridículo».
En su primer viaje oficial a París, tuvo una conversación con un senador de la oposición en la que se permitió criticar a su partido. La prensa francesa mostró su disgusto y la Casa Real emitió un comunicado en el que explicaba que se trataba de una conversación privada, lo que asombró a los periodistas galos, que no sabían que el príncipe y el senador estuvieran en la Cámara francesa en plan «cuchipandi» («un aperó avec des amies»).
Y no fueron solo los periodistas republicanos los que protestaron, Alfonso Ussía, hijo del intendente de don Juan, escribió en el ultramonárquico ABC (29 de agosto de 2003) de Luis María Anson que «… lo que tanto ha costado establecer —cuarenta años de exilio y un reinado admirable— no puede estar sometido al secuestro permanente que del heredero de la corona ejercen sus amigos y su insaciable cortecilla de advenedizos y mamporreros», y hasta un monárquico genético, como José Luis de Vilallonga, escribió en La Vanguardia: «¿Por qué el príncipe no se entera por sí mismo, en las visitas que hace a las comunidades autónomas, de la realidad del país en lugar de ver solo a autoridades y periodistas locales? ¿Por qué no habla con sindicalistas, intelectuales, jóvenes que trabajan para las ONGs, amas de casa y parados?».
Cuando se le preguntó a Felipe cómo se mantenía al día, contestó:
—Escucho bastante la radio.
Y no fue solamente la prensa la que empezó a desacralizar a los reyes. La justicia se cebó de forma sonrojante en la mayoría de los amigos de Juan Carlos. Zourab Tchokotua, Francisco Sitges, Javier de la Rosa, Alberto Cortina, Alberto Alcocer, Mario Conde y hasta el mismo Manuel Prado ingresaron en prisión, aunque lo cierto es que todos eludieron implicar al rey en sus negocios. Mi fuente confidencial, que contestó limpia y sinceramente a todas las preguntas que le formulé, y que aparece y desaparece a lo largo de las páginas de este libro, aunque me pidió que su nombre no figurase en él, me explica en referencia a este tema:
—Lo trato desde que éramos pequeños y te puedo decir que el rey es muy buena persona, una de las mejores que conozco. Tiene un corazón de oro y también las debilidades humanas que todos sabemos, ¡le gustan con locura las mujeres! Pero es de una buena fe increíble, y se fía de todo el mundo… Lo enredan… Es el mejor de la familia…
Pero su crédito público se estaba agotando y los periodistas empezaban a levantar el velo sobre su vida privada.
Aunque nadie pensaba en la principal víctima de la actitud del rey: su mujer, Sofía. Que tuvo que soportar que su situación íntima fuera conocida no tan solo por su familia, sino por todos los españoles. ¿Cómo se tuvo que sentir la reina cuando, en junio de 1992, se publicó que su marido se había ausentado del país para acompañar a la decoradora mallorquina en una cura antidepresiva que estaba recibiendo en una clínica suiza?
Al rey poco le importaban ya los comentarios.
La noticia salió primero en la prensa extranjera y después en El Mundo.
Don Juan Carlos regresó a España, despachó con el presidente del Gobierno, Felipe González, y corrió de nuevo al lado de la mujer antes mencionada, con una dedicación ejemplar. Una gran prueba de amor para su amante. Pero una gran bofetada pública a la reina, una muestra de desprecio a quien tanto le había ayudado en su arduo camino hacia el trono, una crueldad innecesaria hacia su mujer, que hasta ese momento había sufrido, con enorme decoro, en el más absoluto silencio el apartamiento de su marido.
Mientras Juan Carlos le sostenía la mano a la mallorquina en su habitación hospitalaria, su hermana Pilar celebraba el setenta y nueve cumpleaños de su padre con una gran fiesta en su casa de Puerta de Hierro. Todos sabían que probablemente se trataría del último del viejo perdedor de esta monarquía, que, en efecto, moriría ocho meses después.
El príncipe Felipe, quizás estimulado por el ejemplo de su padre, dijo que tampoco iba a ir; prefería pasar ese día con su novia de entonces, Isabel Sartorius.
«Sus» dos hombres, como Sofía los nombraba en los raros momentos de ternura que se permitía, eran los únicos de la familia que no irían al cumpleaños del «almirante».
Laura Hurtado de Mendoza le preguntó a la reina:
—¿Vuestra majestad acudirá a la fiesta de su cuñada?
—Claro que sí, Laura.
Laura titubeó, y al final se atrevió:
—¿Sola?
—¡Sola!
Sofía se arregló en silencio en su habitación. Gaudencio cerró la puerta del coche con suavidad, como no queriendo molestarla, y fingió no oír los sollozos, los suspiros, los puños que golpeaban los asientos de piel. Llevaba a su reina, pero también a una mujer dolorida, furiosa, desesperada. Un animal magullado, con heridas antiguas y otras recientes. Ninguna había cicatrizado.
Aparcó en el garaje de la casa de Pilar. El chófer desplegó un periódico y fingió leer. La reina, entretanto, en el asiento posterior, sacó un espejito y se recompuso el maquillaje, el peinado, se colocó bien el chal. Después, golpeó el cristal que la separaba del conductor:
—Ya estoy lista, Gaudencio.
El hombre bajó, se descubrió y abrió la puerta, y entonces descendió Sofía y entró en el salón lleno de luces y de gente, Peñafiel dijo que «borrada ya la tremenda tristeza, con su dignidad y su prestancia características».
El rey no se molestaba en disimular. ¿Para qué? Contaba con la complicidad de casi todos los periodistas, pero, aunque no hubiera sido así, no importaba, ¡a los españoles no les preocupaba que su rey fuera un mujeriego! En una cena en el Club Náutico de Palma se acercó a la mesa en la que estaba comiendo la discreta decoradora con el matrimonio Vilallonga y se tomó con ellos una copa de whisky.
Sí. La reina también estaba en la cena. Sí, la reina se aguantó y sonrió y se quedó a los brindis, y hasta se despidió de su marido diciéndole adiós con la mano.
Una española, elevada a los altares sociales merced a su matrimonio, alardeaba en Palma de su relación (parece que solo duró una noche) íntima con el rey y daba algunos detalles privados sobre la reina. Doña Sofía incluso debió compartir con ella algún acto social, aunque se la criticaba porque no había estado muy simpática con la dama en cuestión.
La voz popular decía:
—¡La reina es demasiado orgullosa!
Los años se van echando encima. Como todas las mujeres enamoradas a las que sus maridos son infieles, Sofía hace recuento de cada merma que nota en Juanito y acecha, como cuando de pequeña esperaba la llegada de Papá Noel en Alejandría, que llegue La Vejez con su carga abrumadora de arrugas, achaques, canas, impotencia. Piensa que cuando el dios se rompa en mil pedazos, ella estará allí para recogerlos y pegarlos.
Pero no hay manera, el rey cada día está más pimpante. Un día es el tono de su pelo el que cambia y otro día aparece con una sonrisa nueva. Su mujer, que sabe que no se embellece para ella, opina:
—Juanito, me gustabas más antes, tenías más personalidad…
Sofía enternece este comentario, las grandes celosas nos reconocemos en estos detalles.
El rey se encoge de hombros como cada vez que su mujer habla.
Juan Carlos empieza a hacerse tratamientos antiaging (antiedad) en Barcelona, inyecciones de vitaminas, mesoterapia en el rostro, probablemente alguna operación de párpados… Entabla una profunda amistad con la familia propietaria de la Clínica Planas. El doctor Planas se convierte en uno de sus confidentes. Muchas veces ambos departen, puro en mano, con una copa de whisky, sobre sus problemas familiares. El doctor es una de las primeras personas que se entera de que la infanta Elena se va a separar de su marido: El rey comenta:
—Yo le aconsejo que no se separe… la vida de una mujer separada es difícil…
El doctor Planas, cuyo hijo se ha divorciado y vuelto a casar con una parienta del pintor Cuixart a la que el rey quiere mucho, le comenta quizás que todo el mundo tiene derecho a su pequeña parcela de felicidad, aunque sea en una segunda vuelta.
El rey le contesta:
—Yo le he pedido a la infanta que no se separe hasta que se case Felipe.
El médico se asombra:
—Ah, pero ¿el príncipe tiene novia?
El rey asiente sin palabras, mientras mira el extremo de su puro.
El ilustre doctor insinúa:
—¿Eva? ¿Isabel?
El rey se lleva las manos a la cabeza, cómicamente:
—No, hombre, ¡no me hables de Eva! ¡Lo que nos hizo sufrir!
¿Sabes que le mandé a Felipe a los cuatro presidentes de Gobierno que ha tenido España, cuatro, a que hablaran con él? ¡Y el cabronazo pudo con todos!
Los dos ríen. Don Juan Carlos cruza las piernas y le da un sorbo a su copa. Rememora:
—Los cuatro intentaron que renunciara a esta chica, ¿y sabes cuál fue el único que le aconsejó que siguiera a su corazón, por encima de sus deberes como heredero?
El doctor Planas aventura:
—¿Aznar?
—No, ¡ese es el que estuvo más duro! Fue… ¡Felipe González!
¡Me falló el andaluz!
Callan los dos. La clínica está en una zona tranquila de Barcelona, se oye piar a los pájaros y el sonido monótono de los cortacéspedes. El doctor, que sabe que le gusta a don Juan Carlos hablar, continúa preguntándole:
—¿Es española la prometida del príncipe?
—Sí, española, ¡asturiana! ¡Se va a armar una gorda cuando se sepa quién es! Nos la ha pasado por las narices y no hemos tenido más remedio que aguantarnos. ¡Nos dijo que, si no, lo dejaba todo y se iba con ella!
—¿Y la reina qué opina?
Juan Carlos hace un gesto de desesperación:
—La reina lo ha consentido toda la vida, por eso este niñato ha hecho lo que le ha dado la gana… La reina lo que quiere es que sea —y aquí pone un tono de voz melifluo— feliz.
Se calla. Pero al minuto, sin que el médico le diga nada, prosigue:
—Se puso a su lado desde el principio… ¡Pero si hasta defendió la opción Eva Sannum! Sé que en todos mis enfrentamientos con mi hijo se va a poner al lado del príncipe…
Luego rezonga:[110]
—Se va a cargar él solito la monarquía.
El rey está furioso. Primero con él mismo, aunque no lo confesará nunca. Se dice que en el momento de redactar la Constitución, cuando se llegó a ese célebre párrafo en que se reconocía la sucesión del rey únicamente por vía masculina, no fueron los «padres de la Constitución» los que insistieron en negar el acceso al trono de las mujeres, ya que eran personas progresistas, partidarias de la igualdad entre sexos, como lo demostraron en otros temas de nuestra Carta Magna. Según me cuentan de forma confidencial, fue el propio rey el que dijo:
—Que se haga así, porque la infanta Elena no está en condiciones de reinar.
Pero, sobre todo, el rey está furioso con su hijo, pero ya no se atreve a decirle nada. En su último enfrentamiento, Felipe le ha plantado cara valientemente delante de su madre:
—Tú no eres la persona adecuada para darme consejos matrimoniales… tú no puedes servirme de ejemplo…
Juan Carlos se deja el pelo largo, toma rayos UVA, se viste de forma más juvenil, muchas veces lleva pullover y fular en lugar de corbata. La reina está acostumbrada a detectar, desde su silencio, todas las vicisitudes de la vida sentimental de su marido. Sabe cuándo se enamora, cuándo es el cazador y cuándo el cazado.
Y cuándo está harto. Entonces remolonea por el palacio, juega en el jardín con los mastines que Tino le ha regalado, Atlas y Ajax, se va a acostar pronto y a veces pone ojos de cordero degollado.
Hasta que empieza otra vez.
El día en que lo ve con una pulsera de cuero alrededor de la muñeca, sospecha que ahora debe de ser muy joven. Y sí, es verdad, Julia solo tiene veinticinco años.
Se la nombra con frecuencia en la radio y en la prensa escrita.
No se dice quién es, pero las risitas de los periodistas dejan muy claro por qué ha venido a vivir a Madrid una atractiva alemana que estuvo como traductora en la Eurocopa del año 2004 que se celebró en Portugal. Juan Carlos estuvo en Lisboa, solo, varios días.
Delante de los periodistas, en las recepciones de Zarzuela, sigue echando mano de su viejo encanto, es capaz de entretener a un corrillo de concurrentes[111] con sus chistes, de un machista subido:
—Una mujer llega a su casa con ropa nueva y su marido le pregunta que dónde la ha conseguido, y ella contesta ¡en el bingo!
A la semana llega con un abrigo de pieles carísimo y le dice al marido de nuevo ¡en el bingo! Después con joyas y otra vez ¡en el bingo! Al final, un día, la mujer se desnuda, se mete en la bañera y el marido asoma la cabeza por la puerta y le dice: ¡ten cuidado, no se te vaya a mojar el cartón!
¿Ustedes se han reído? Pues los del corrillo se tronchaban.
Pero el armazón para aguantar la monarquía cada vez es más débil y frágil. Las nuevas generaciones ya no recuerdan el 23-F, las infantas siguen siendo unas grandes desconocidas, perdido ya todo el glamour con sus matrimonios desiguales, y no interesan demasiado… El príncipe Felipe iba camino de convertirse en un solterón y está claro que no ha heredado el don de gentes de su padre.
El pequeño «partido» de la reina gana adeptos. Ella siempre está ahí, igual a sí misma. Sin halagar a las masas con demagogias baratas, sangre azul hasta el último átomo de sus venas, prestigiando al país en cada uno de sus viajes.
Aunque ella se sienta como un cascarón vacío y deba decirse con amargura:
—Ya no soy nada más que reina.
¡La reina!
También puede ser que tenga sus momentos de orgullo:
—Al menos esto lo he hecho bien —y pregunte mirando al cielo—, ¿no te parece, mamá?
¿Quién puede desbancarla? ¡Nadie! Desde luego ni una Eva Sannum, ni una Isabel Sartorius, ni una Gigi Howard, ni…
Ni una periodista de familia humilde y divorciada.
Letizia.
Quizás, al contrario de lo que muchos imaginamos, la primera reacción de Sofía al enterarse de quién es la mujer que su hijo ha escogido como reina fuera de humana satisfacción, ¿una señorita particular y encima divorciada, sentada en su trono?
¡Nadie llegará a lo que ella!
Sí, Letizia será reina, pero no «otra» Sofía. En las comparaciones, Sofía siempre saldrá ganando.
Como en el caso del 23-F del que hablábamos en otra página de este libro, el noviazgo del príncipe y la periodista ha hecho correr los consabidos y obsoletos ríos de tinta (habrá que modernizar el tópico), a pesar de la estricta censura que la Casa Real ha aplicado, sin fisuras, desde el primer momento, ¡en este tema no se iban a permitir frivolidades, ni bromas fuera de lugar, ni indiscreciones de ningún tipo!
Da vergüenza ajena leer las primeras informaciones que aparecieron sobre este noviazgo: en muchos lugares se obvia el estado civil de Letizia, se cuenta que su matrimonio ha sido anulado, que mide un metro setenta y cinco centímetros, se la define como la mejor periodista de su generación y se la hace pertenecer a una «saga de periodistas», comparando las modestas carreras del padre y la abuela con las de los Luca de Tena o los Godó, cuyas familias han creado y mantenido La Vanguardia y ABC a lo largo de siglo y medio. Parientes impidiéndoles difundir información sobre la chica, se prohibió que el acontecimiento saliera en los programas rosas, dándole realce tan solo en los telediarios. También se secuestraron los expedientes médicos de Letizia, los ginecológicos, sus certificados académicos, su partida de matrimonio anterior, su sentencia de divorcio…
El CESID estuvo investigando durante seis meses todos los recovecos de la vida de Letizia Ortiz para no encontrarse ninguna sorpresa, para poder destruir aquello que pudiera hacerle daño o neutralizar lo irremediable… Su economía, sus amigos, sus costumbres, su relación con el alcohol y las drogas, todo fue investigado personalmente por altos mandos del CESID (ahora ya CNI) de máxima confianza e integridad. Había que identificar hasta la más pequeña de sus debilidades y solucionarla en secreto antes de que Letizia se convirtiera en un personaje público[112].
Aunque nunca ha llegado a confirmarse, se dijo que el bufete de abogados Uría redactó un contrato leonino con cláusulas concretas que contemplaban todas las posibilidades, desde hijos hasta divorcios, muertes y segundas y terceras bodas.
También se dijo que los directores de los principales periódicos españoles establecieron un pacto de autocensura para no interferir en este enlace. Si es cierto, fue una precaución inútil. Ussía ya lo confesó con cierto desánimo en un artículo de La Razón:
«No voy a escribir de la boda del príncipe de Asturias, es cosa hecha y sancionada por el rey. Presentarse como más monárquico que el propio rey es acción de cortesanía cretina».
Se apuntaló convenientemente el estatus profesional de la periodista Letizia Ortiz: de la CNN, un modesto canal codificado, pasó a TVE, cubrió los sucesos más impactantes de ese año, Irak, la catástrofe del Prestige en Galicia, el atentado de las Torres Gemelas, y se le dio la presentación del telediario más importante, así, cuando se anunció el compromiso, no era una oscura periodista, muy mona y lista, eso sí (aunque no muy simpática), sino una de las profesionales más importantes del país, que renunciaba a «un futuro brillante para casarse con el heredero de la Corona» (así nos vendieron en muchos periódicos la boda ¡y nosotros nos lo creímos!).
Sí, tenía novio cuando conoció al príncipe, pero esta circunstancia también quedó opacada por la brillantez del compromiso real. En verdad, nunca se nos explicó claramente ni cómo, ni dónde, ni cuándo se habían conocido el príncipe y la periodista.
Aunque ninguno de los implicados se pronunció al respecto, trascendió la versión más «correcta» y con más estatus: en casa de Pedro Erquicia, en una reunión con lo más granado del periodismo español.
Yo quiero aportar aquí nuevos datos que están en mi poder, de los que se deducen situaciones distintas. Es cierto que Letizia llevaba separada de su marido, Alonso Guerrero, dos años. Lo conoció todavía con calcetines en el instituto Ramiro de Maeztu, donde él era profesor. Aquella relación entre una alumna-niña y su profesor-adulto, que ha inspirado entre otros un libro inmortal, Lolita, causó en el colegio considerable revuelo, y muchos condiscípulos de Letizia recuerdan los chismes, los ojos llorosos de la chica, el aire disgustado de Alonso. Era una historia llena de matices románticos para apasionar a unos adolescentes con sus hormonas revueltas y la imaginación desbordada. Fueron momentos muy tensos, se trataba además de una menor, y fue un calvario para los padres. Hay quien dice que las tensiones de aquellos días derivaron en un divorcio entre Jesús y Paloma, hasta entonces un matrimonio unido y muy feliz.
También eran entonces republicanos y de izquierdas.
Cuando Letizia cumplió su mayoría de edad, dejó la casa paterna para irse a vivir con Alonso; después se casaron.
Al fin, este matrimonio entre Letizia y Guerrero apenas duró un año. Después Letizia, que llevaba emparejada desde que era prácticamente una niña, tuvo unos años de alegre independencia.
Por último, se ennovió bastante formalmente con David Tejera, su compañero en las tareas informativas de la CNN. Tejera nunca ha hablado de aquella relación. Hace pocos meses un equipo de Telecinco que estaba realizando un documental sobre la princesa de Asturias lo llamó por teléfono y le pidió su colaboración en el programa.
Su respuesta fue sorprendente:
—El día en que decidáis hacer un programa sin tapujos, contando la verdad y no dando versiones edulcoradas, contad conmigo.
La versión oficiosa nos ha explicado, pues, que el príncipe y Letizia se conocieron en casa de Pedro Erquicia en el verano del año 2001. Yo tengo que decir que, según mi investigación, probablemente este hecho no sea cierto.
En esa época Letizia no estaba saliendo con David Tejera. Ignoro si se habían peleado definitivamente o si se habían tomado un descanso para planear mejor su futuro. Porque en esos meses Letizia estaba saliendo con otra persona. Joven, atractivo, audaz, «famoso», muy bien relacionado, amigo del príncipe Felipe, el tipo de hombre que más podía gustar a una ambiciosa Letizia: el aventurero Kitín Muñoz.
Entonces de treinta y un años, nacido en Sidi Ifni, hijo de militar, este navegante, trotamundos y científico se ha dedicado desde niño a emprender travesías románticas e imposibles; sus proyectos intentan reproducir las formas de navegación primitivas, explorar nuevos territorios y estudiar el comportamiento de los aborígenes desde un prisma humanitario y ecologista. Es embajador honorario de la Unesco.
Es un personaje inclasificable, con su barco Mata Rangi, realizado con fibra de totora, intenta cruzar el Atlántico. Lleva una bandera española donada por el propio rey.
Nunca, hasta este momento, ha trascendido esta relación. Kitín, que disfrutó de una larga soltería llena de chicas guapas y conocidas, siempre ha guardado el más hermético de los silencios y, naturalmente, Letizia nunca ha contado nada en absoluto, aunque en esa época los dos estaban solteros y fue un noviazgo en libertad.
La relación duró dos meses. Hasta que Kitín conoció a la encantadora princesa búlgara Kalina y se enamoró perdidamente de ella.
Y aquí, digo yo, ¿no sería posible que Kitín, para romper de una forma caballerosa con Letizia, se la presentara al príncipe?
¿Podría ser que, inteligente y perspicaz como es, se diera cuenta de que el príncipe y Letizia estaban hechos el uno para el otro?
¡El príncipe heredero, cuyo papel empezaba a ser cuestionado, pues no había podido ni siquiera crear una familia propia como era su obligación, y la chica ambiciosa, lista, valiente y perfeccionista capaz de todo para lograr sus objetivos!
A Kitín, persona dotada de gran psicología, según todos los que lo conocen, la jugada le salió bien. Pudo retirarse galantemente, dejando a Letizia en brazos de Felipe, y casarse con Kalina, conformando una de las uniones más sólidas y felices de nuestro panorama social.
Un Felipe que todavía estaba saliendo con Eva Sannum, una relación que simultanearía con su amistad con Letizia, hasta que al final se decidió por esta. Cuando se reunió en Zarzuela con los periodistas que cubren la información de Casa Real para informarles de que había roto con la noruega, seguramente ya habría decidido casarse con Letizia.
¿Podría ser que las cosas hubieran ocurrido así?
Podría ser.
Me temo que nunca lo sabremos con seguridad. Letizia, a despecho de su antigua profesión, ya no habla nunca con la prensa; a diferencia de sus homólogos europeos, ni ella ni el príncipe han concedido jamás ninguna entrevista fuera de los estereotipados «la princesa y yo estamos muy contentos de visitar…».
No sabemos si el matrimonio ha resultado satisfactorio para Letizia y para Felipe, tanto como imaginaban cuando se casaron.
Desde luego, cada uno sabía muy bien cómo era el otro, pues estuvieron conviviendo bastante tiempo antes de anunciar su compromiso y también después, hasta el día de la boda, que se celebró el 22 de mayo de 2004. Recordemos que se conocieron en el año 2001. Tres años. Hay una anécdota poco conocida acerca de este periodo de intimidad, lo que antes se llamaban «relaciones prematrimoniales». Ante los hechos consumados:
—O Letizia o lo dejo todo.
El rey tuvo que apretar los dientes y resignarse. Llamó a sus amigos para que recibieran a la novia de su hijo con el fin de que fuera acostumbrándose a tratar con un tipo de personas que hasta entonces no formaban parte de su círculo. En una de estas ocasiones fue cuando Letizia dijo, muy finamente, en el momento de colocarse la servilleta sobre las rodillas:
—Que aproveche.
Uno de los amigos a los que recurrió el rey fue Juan Abelló, quien invitó a los novios a una cacería en su finca Las Navas, en Toledo. A su llegada, Letizia vio que les habían preparado habitaciones separadas y le dijo al príncipe en un tono airado que todos oyeron perfectamente:
—Yo me voy. ¿Qué se han creído estos?
Ana Gamazo lo había dispuesto así. Cuando alguno de sus cuatro hijos iba con su pareja, tampoco dormían en la misma habitación. Era una norma de la casa que ella, que había recibido una educación alemana, no pensaba romper ni siquiera por el príncipe de Asturias.
Se les advirtió, como a todos los cazadores:
—Los hombres abajo a las ocho, las mujeres a las diez.
Al día siguiente, cuando los anfitriones se levantaron, Felipe y Letizia se habían ido, a las seis de la mañana, dejando una nota en la que se disculpaban por un compromiso imprevisto familiar.
¿Está contenta Letizia con su vida? ¿Añora el pasado? Yo tengo aquí un testimonio de primera mano, que corresponde a una recepción celebrada poco antes de dar este libro a la imprenta. Después de un pesado besamanos que se alargó varias horas al lado de sus cuñadas, con las que no intercambió palabra, Letizia presentaba un aspecto cansado y melancólico. Un pariente del rey se inclinó ante ella y le dijo en un impulso:
—Dime en qué puedo ayudarte, pídeme todo lo que necesites.
Letizia paseó sus ojos angustiados por el salón repleto de medallas y chaqués y suplicó:
—Pues tráeme un coche para salir huyendo de todo esto.
Después soltó una risita, pero el invitado se fue con el corazón encogido.
El huracán Letizia ha dinamitado la imagen que hasta hace poco teníamos de la monarquía y de la familia real. Don Juan Carlos se lo comentaba a un gran amigo suyo en Barcelona, en cuya casa solía alojarse hasta hace poco tiempo:
—¿A ti qué te parece Letizia? ¡Es que en mi familia no la quiere nadie! Las infantas no la pueden ni ver, nos ha dividido a todos, ha acaparado al príncipe, ¡lo ha apartado hasta de su madre!
¡Mi casa es un desastre!
Mi fuente confidencial, una persona que conoce la vida «dentro» de Zarzuela, se somete amablemente a mis preguntas. Acaban de salir unas fotos de la familia real al completo en la que es evidente el rostro disgustado de la princesa de Asturias. Mi comunicante ríe:
—Sí, ya me ha contado el rey que está molesta porque quiere que se cree la Casa del Príncipe, con el mismo organigrama de la Casa del Rey, ¡pero no hay presupuesto! Y el rey me dice, oye, que tampoco me voy a morir pasado mañana, ¡que solo tengo setenta y tres años!
—¿Qué ambiente hay en Zarzuela?
—Ahora es Letizia la que monopoliza la conversación en las reuniones íntimas. Habla sin parar, es muy machacona con los temas, nadie le contesta, pero a ella le da igual; el rey a veces me mira por detrás suyo riéndose y se encoge de hombros… Al contrario de lo que cree la gente, él se lo toma con humor, como si la cosa no fuera con él…
—Quizás piensa que ya lo ha dado todo, que trabajen los otros…
El amigo del rey me mira con asombro y se echa a reír:
—Eso ¡ni de coña! El rey se morirá con las botas puestas, le gusta demasiado el poder, mover los hilos, que lo llamen los presidentes de Gobierno y los banqueros… ¡Se estuvo preparando tanto tiempo para ello! Ahora, lo que pase después…
—¿Qué relación tiene con su hijo?
—El príncipe siempre ha sido más de la madre, pero ahora está distante respecto a los dos, cosa que duele mucho a la reina, que tiene locura y ceguera con él. Doña Sofía ha polarizado en su hijo todos sus afectos. El rey llama a la pareja «los de la casita de la pradera…». Una vez, al principio del matrimonio de su hijo, me comentó: «¿Te has dado cuenta de lo que mueve “esa” las manos?
Voy a decir que le pongan un bolso o algo, para que no esté todo el día cogiéndose de Felipe o con las manos en plan molinillo…».
El amigo, que es del «partido» del rey, también reconoce que:
—La reina siempre está al lado de su hijo, es incondicional suya, ¡si vieras cómo le brillan los ojos cuando lo mira o cuando él habla! Desde el día en que él le dijo que se quería casar con Letizia, ella le ha apoyado a muerte enfrentándose incluso al rey, porque para ella todo lo que haga su hijo está bien, para ella es el ser más perfecto sobre la tierra.
—¿Y es así?
—El príncipe de momento tiene poca personalidad, no ha tenido que pasar ni el cinco por ciento de las luchas y amarguras de su padre para estar donde está, ¡no le han protestado ninguna letra!
Estará muy preparado, rodeado de consejeros áulicos, pero de la vida no sabe nada… ¡No es Borbón, es Hannover! La reina está ciega con él, y si tiene que apoyar a Letizia, lo hará hasta el fin…
—¿Es cierto que Letizia ha enfrentado al príncipe con toda su familia?
—Es prepotente, le falta «fineza» para conducir las situaciones, no conoce cómo funciona el sistema monárquico ni el mundo de la aristocracia, que, mal que bien, es el que apoya a la institución…
No admite consejos, le encanta llevar la contraria a todo el mundo, es muy peleona, lo que en un matrimonio particular puede estar muy bien, pero no en una futura reina de España con tanto que aprender.
—Entonces ha dividido a la familia.
—Más o menos. El rey nunca ha entendido esa boda, y solo transigió porque era esa boda o nada. Jamás podrá aceptar a Letizia, ni perdonará a su hijo, porque don Juan Carlos va más allá del cariño filial, tiene una visión de Estado impresionante. La reina no, ¡es más madre que reina! ¡Es pasión lo que tiene con su hijo!
—Letizia le estará entonces agradecida.
—Yo diría que la trata con cierta condescendencia… La reina al principio intentaba aconsejar a su nuera, pero con tan poco éxito que ya ha desistido. La he oído comentar alguna vez que tiene que avisar con tiempo para poder ver a sus nietas, las hijas de Letizia… A ella no le gusta que vaya a verlas cuando no está delante… Las niñas están mucho con la familia de ella, la abuela, la madre, las hijas de sus hermanas, pero a la familia de Felipe la ve muy poco, aunque viven en el mismo recinto. El rey no va jamás a «la casita de la pradera». ¡Creo que no la ha visitado nunca!
—Las infantas Elena y Cristina, ¿están unidas a sus padres?
—Al rey, mucho. El rey las admira, las tiene en consideración, le hacen gracia sus nietos, se divierte con ellas. Me ha comentado alguna vez que las dos están deseando servir a España, pero que es muy difícil, porque o entran en conflicto con las embajadas, o con los ministerios, o con funcionarios que tienen que justificar su sueldo, ya sabes, ese tipo de cominerías, y que es una pena desaprovechar su potencial.
Mi confidente me dice con tristeza:
—Lo cierto es que cada uno va por su lado. A la postre no han sabido «crear» familia y yo sé que para el rey eso es una decepción tremenda.
—¿Y culpa a la reina?
—A mí no me lo ha dicho, pero quizás.
Letizia podríamos decir que ha plebeyizado a la familia real, incluso a la «gran profesional» entroncada con milenos de realeza que, según ironiza García Abad, cree que es reina por naturaleza de forma permanente, ya que, cuando la Parca se nos lleve a todos, ella seguirá siendo reina.
Remedando al poeta, «polvo será, mas polvo coronado». Como la misma Sofía le dijo a Pilar Urbano:
—Aun destronada, en el exilio, o viuda, yo seguiré siendo reina.
Pues a esta reina, a esta superreina, a esta reina de todas las reinas, Letizia también la ha cambiado. No solamente le ha contagiado su afición por los retoques estéticos, sino que ha conseguido que le preste más atención a ella que a sus propias hijas, a Elena y a Cristina. A los ojos de un observador superficial, y en las escasas ocasiones en las que están juntas, parecen llevarse muy bien. La reina es el único miembro de la familia que habla con Letizia, le presta atención; en el libro de Urbano se deshace en elogios sobre su nuera cuando a sus hijas apenas las nombra.
La actitud de Letizia respecto a la reina ha cambiado en estos siete años de matrimonio. La deferencia servicial del principio se ha trocado en cierto tono displicente, diría que hasta protector y compasivo, lo que molesta bastante al rey, quien comenta en la intimidad:
—No hay nada que hacer, no quiere aprender, cree que lo sabe todo.
Letizia, a sus cuñadas, no se molesta en prestarles atención, y al rey lo mismo. Acapara a Felipe con maniobras estratégicas muy bien estudiadas y consigue que su marido dé la espalda a su familia y se ocupe tan solo de ella y de sus hijas. Casi nunca se ve tampoco al príncipe hablando con su madre, lo que debe doler a esta profundamente.
Letizia juega sus cartas: sabe que ella y Felipe son el futuro y que en la España de nuestros hijos solo contarán ellos.
A medida que ha ganado influencia sobre su marido, considera que ya no tiene que hacerse la simpática con su familia política y no se molesta en disimular sus sonrisas de desdén, la indiferencia hacia sus sobrinos, la desgana con la que se coloca al lado del rey para posar en las fotografías, su aburrimiento en los escasos días de vacaciones que pasa en Mallorca. Además, evita que sus hijas estén en contacto con sus abuelos o sus primos por parte de padre.
En su descargo hay que decir que con las sobrinas de su sangre, tanto la hija de su desgraciada hermana Erika, como la niña de Telma, es cariñosísima, generosa y muy protectora.
También hay que decir que sus cuñadas y su suegro tampoco se lo han puesto fácil a Letizia.
¿No nos recuerda esta actitud de Letizia la misma de Sofía en idénticas circunstancias?
Don Juan culpaba a Sofía de su marginación de la vida activa española, de la misma forma que Juan Carlos culpa a Letizia del apartamiento familiar de su hijo. La supervivencia de la monarquía necesita que los relevos se produzcan con la precisión y contundencia con la que los buenos verdugos sajaban el cuello de sus víctimas: de forma rápida, segura y, a poder ser, sin sangre.
Marginada por su marido, preterida por sus hijas, que siempre preferirán el encanto fácil de su padre y su poder de seducción, sin nadie más en quien confiar sobre la tierra, la reina ha volcado todo su amor, inmenso, profundo, indestructible, en su hijo:
—¡Estoy enamorada de él! —dice con apasionamiento.
¡Él no puede fallarle!
Quiere que sea rey por encima de todo. Quizás sueña con estar a su lado y aconsejarle, los dos solos, en el futuro. Cuando Tino fue rey, su madre se mantuvo junto a él, ayudándole. Fue cuando Freddy dijo:
—Este papel nadie puede quitármelo, ¿quién puede ayudarlo mejor que yo, que también he sido reina?
Y si Sofía tiene que halagar a Letizia, lo hará sin ningún remordimiento.
¿No estuvo halagando al Caudillo durante trece años, desde aquella primera carta que le escribió para darle las gracias por sus regalos de boda, hasta su última comparecencia en el balcón de la plaza de Oriente, con la sangre, fresca aún, de los últimos fusilados regando la tierra?
¡Halagar a Letizia, al lado de aquello, es fácil!
Y si con ello consigue fastidiar un poco a su marido, pues también lo entendemos.
¡Y si la reina tiene que «vulgarizarse», también lo hará! O, al menos, lo intenta. Lleva a sus nietos, algunos bastante maleducados, de excursión envuelta en una gran toalla al estilo de cualquier veraneante de Benidorm. Señala con el dedo a todo pasto, le ríe las gracias al nieto pesado que le da patadas a otros niños, y va a los bautizos reales con su camarita de fotos colgando del cuello, metiéndose casi en la pila de Santo Domingo de Silos que pesa quinientos kilos, ¡como la piedra de Nazca que le regalaron Peñafiel y compañía y que sigue, inamovible, al lado de la piscina, con sus garabatos indescifrables!
Se pone la misma ropa informe y poco atractiva de las señoras de mediana edad que quieren estar cómodas y no elegantes, y lleva multitud de collares, amuletos, piedras de Mauritania, ojos de tigre, huevos de Pascua colgados del cuello o de las muñecas hasta parecer una excéntrica señora inglesa aficionada al ocultismo.
Porque Sofía no sabe exactamente cómo popularizarse, no lo lleva en su código genético, le resulta imposible. Me recuerda la película The Queen, cuando la reina Isabel de Inglaterra, para acercarse al pueblo como su nuera Lady Di, se pone a hablar con un muchacho en la calle, que huye despavorido. Cuando Sofía se entrevista otra vez con Pilar Urbano para que escriba un nuevo libro sobre ella, ya se ve a esta nueva Sofía. Dice, hablando de los abuelos de Letizia:
—¡Son una monada!
También cuenta que cuando conocieron a Letizia, «estaban nerviosos como flanes», que «se guasearon» de sus caras serias el día de la boda, exclama varios «nos quedamos muertos», «no es un plato de gusto», «a los niños, azotitos en el pompis», «es una repipi», para rematar: «¡Y yo con estos pelos!».
Muchos opinan que es una táctica equivocada, ¡que ver a las reinas descender a nuestro nivel es como encontrarnos un día a nuestra madre borracha!
Únicamente en las ceremonias en el Palacio Real resurge la Sofía de las grandes ocasiones, y entonces sí que nadie puede hacerle sombra. El rey se da cuenta, y a la hora de las fotos o el besamanos permanece pacientemente a su lado, formando un icono con una fuerza carismática que pocos superan en Europa. Pero en el momento del «rompan filas», desaparece y ya no hay manera de hacerles fotos juntos.
Es como si quisiera dejar muy claro que Sofía sigue siendo la reina, pero ya no su mujer.
Con la edad Sofía ha agudizado su aspecto griego. Le gusta hablar en griego y viaja con frecuencia para ver a Tatiana en París y a Tino en Londres. Cuando los tres están juntos, el tono alto de sus voces y sus risas guturales, sus amplias carcajadas, atemorizan un poco, pero nunca se ve a la reina tan feliz como en esos momentos.
Va a misa todos los domingos en Zarzuela (Letizia, no). Sin embargo, cada vez se la ve más a menudo en la iglesia ortodoxa de Madrid, donde reza con gran devoción. De vez en cuando también acude a la iglesia adventista, un culto que le interesa. También comparte con su hermana Irene, la tía Pecu (por peculiar), como la llaman sus hijos, su modo oriental de ver la vida.
Sigue creyendo que los muertos viven entre nosotros.
Cumple con sus obligaciones, pero sus actividades ya no despiertan emoción porque no hay ninguna concesión a los gustos del pueblo, lo que no se sabe si es bueno o malo. Da la impresión de que cuando abre su agenda, se ha depositado una fina capa de polvo sobre sus páginas, porque todo tiene cierto aire repetitivo y rutinario que apenas encuentra hueco en los medios de comunicación. Ya apenas se mencionan las causas de las que fue abanderada en el pasado, la lucha contra la droga, los microcréditos, la situación de la mujer en el Tercer Mundo, la ayuda a la obra de Teresa de Calcuta y, fuera de las fotos en las que aparece con sus nietos o Letizia, merece tan solo una atención cortés y un entusiasmo perfectamente descriptible.
La psicóloga María Jesús Álava, que ha participado en algunos seminarios que la reina organiza para ponerse al tanto de temas actuales, me da su opinión prestigiada por varios doctorados y una docena de libros escritos con enorme éxito:
—Se dedica profundamente a los temas de estudio, es capaz de leer varios libros a la vez y en distintos idiomas, es valiente en sus ideas, desde las primeras veces que la vi hasta ahora ha sufrido una gran evolución, de ser muy poco sociable e introvertida, se la ve más segura de sí misma, aunque sigue siendo muy tímida.
La abogada Magda Oranich, que por su dedicación política ha estado con ella a menudo en estos años, me dice:
—Estoy segura de que la causa que defendería la reina con más ahínco y más pasión sería la de los animales, pero alguien le debe haber aconsejado que no se implique… pero ella, que es muy valiente, cuando sabe que la están enfocando aprovecha para acariciar un perro, un burro, un gato, lo que tenga más a mano, sabiendo el valor de esa imagen. Recuerdo una vez, en una visita a Cuba. Pasó un gatito famélico y seguramente lleno de pulgas. La reina dejó a su séquito oficial y se agachó para acariciarlo… Esa fotografía dio la vuelta al mundo e incluso reclutó algún premio…
Magda me resume de forma castiza:
—Mira, unos cuernos pueden aguantarse; con la edad te das cuenta de que tampoco tienen tanta importancia, ¡pero que tu marido sea cazador y le gusten los toros! ¡Me imagino lo que eso debe representar para ella!
Un marido que se comporta habitualmente como si su mujer no existiese, haciendo caso omiso a los consejos de su amigo Bouza, su Pepito Grillo particular:
—Le aconsejo ser discreto por nuestras esposas, que están en una edad muy difícil, y que prodigue los gestos de cariño con la reina en público, cogiéndola cuando baje por las escalerillas del avión…
El rey, por supuesto, no le ha hecho ni caso a su amigo del alma. La pobre reina sí que un par de veces ha pretendido cogerse del brazo de su marido, más por él que por ella, pero es tal la violencia de la respuesta, que no ha vuelto a intentarlo, porque ha estado a punto de dar con la cara en el suelo. No solamente el rey aparta el brazo, sino que le recrimina con palabras airadas. En una ocasión, en un programa de televisión, hicieron descifrar a un lector de labios una conversación que al final no pudo emitirse por temor a la respuesta de la Casa Real.
Una Casa Real que mira con lupa todas las informaciones que aparecen sobre ella. El mismo Paolo Vasile, presidente de Telecinco, ha comentado:
—Ojalá la Casa Real fuera tan respetuosa con nuestro trabajo como lo es el gobierno.
Y Pedro J. Ramírez, director de El Mundo, ha tenido que protestar en alguna ocasión ante alguna queja:
—No tengo por costumbre inmiscuirme en el trabajo de mis periodistas.
Los que dedicamos nuestra vida a estos temas nos mantenemos siempre en un difícil equilibrio entre lo que se puede decir y lo que se debe decir para no defraudar la valentía de los editores que apuestan por nosotros, la confianza que nos muestran nuestros lectores y las consecuencias que nuestro trabajo, tan poco amable para muchos, puede tener en nuestro futuro profesional.
En este caso concreto del que hablaba más arriba, la interpretación que un lector de labios dio a las palabras de don Juan Carlos en un acto religioso, sí puedo decir que denotaban el hastío, el desgaste y el malestar que solo se da en los matrimonios que llevan largo tiempo juntos pero que están obligados a mantener el vínculo.
Esta situación cristalizó, a la vista de todo el mundo, cuando el rey fue operado de un nódulo benigno en el hospital Clínic de Barcelona.
Barcelona, un lugar en el que don Juan Carlos se siente muy cómodo. Por este deseo de privacidad, posiblemente, el rey escogió Barcelona para operarse y para pasar el postoperatorio. Yo volví a mis orígenes de reportera para cubrir este suceso micrófono en mano para Telecinco. Desde Madrid nos preguntaban:
—Pero ¿el rey está solo? ¿Cómo es que no va la reina?
Nosotros sabíamos perfectamente por qué no iba la reina, y por qué el rey quería recuperarse no en su casa, en Zarzuela, sino en el pequeño departamento que tiene en la clínica Planas, donde goza de una entrada particular y secreta.
Hay quien dice, incluso, que el propio rey es uno de los propietarios del centro hospitalario, junto a los médicos Planas.
Un clamor unánime e indignado se levantó en España:
—El rey se está operando, tal vez de un cáncer. ¿Y no está la reina?
Cuando la reina de España Victoria Eugenia, la mujer del infiel Alfonso XIII, tan infiel como su nieto, tan engañada ella como Sofía, no acudió a una celebración familiar dolorida por la última traición conyugal, la prensa se alzó en armas. Carretero, por otro nombre El Caballero Audaz, escribió: «¿Por qué no está allí la reina de España? ¡Falta la mujer, la esposa, la madre! ¡Mujeres de España todas iguales ante el corazón! La pescadera y la marquesa, la dama de corte y la obrera. ¡Así son las madres de España!». Carretero, que conocía perfectamente que esos días Alfonso XIII tenía nada más y nada menos que tres amantes distintas, además de frecuentar los prostíbulos romanos, terminaba sentenciando a la infeliz reina exiliada: «Las madres españolas ya no la dejarían entrar en España, ¡la han desalojado de su corazón!».
Sofía también estaba siendo desalojada del corazón de los españoles, que veían únicamente que al rey lo operaban de una lesión grave y que la reina no estaba a su lado.
Y otra vez los viejos anatemas:
—¡Es fría, es alemana! ¡No quiere a nadie! ¡No deja de ser extranjera! ¡Por su culpa el rey se morirá solo como un perro! ¡Tantos palacios y tanto barco para nada!
Nosotros sabíamos perfectamente por qué la reina no quería ir a Barcelona. Las razones se reducían a una y tenían nombre de mujer: Corinne. «La novia alemana del rey», según decía tranquilamente Raúl del Pozo en su columna de El Mundo.
Pese a saberlo también, la reina tuvo que echar mano de su «profesionalidad», ponerse la «máscara», coger un avión, presentarse en la clínica, estar unos minutos en la habitación y salir luego a «tranquilizar» a los españoles:
—El rey está bien… ha bromeado. Regreso a Madrid a cumplir con mis obligaciones.
Era sábado.
Fue el último gesto que hizo por su marido, aunque quizás todavía le quede mucho trabajo que hacer por el rey.
Inolvidable esa imagen suya tan igual a sí misma, en el peinado, el cuello esbelto surgiendo de su camisa estampada, la sonrisa impávida, los ojos vacíos, su rostro de reina que ya no se quita nunca, en las escaleras del Clínic. Completamente sola.
Le pedimos que se hiciera una foto con nosotros, los periodistas que estábamos apostados en la puerta, informando en directo desde hacía veinte horas. Su jefe de prensa se lo propuso y le señaló el sitio donde debía colocarse:
—Señora, aquí, por favor.
Yo estaba muy cerca de ella. Mientras mis compañeros iban ajustando objetivos y tomando posiciones, vi como cerraba un momento los ojos con un temblor de párpados y de pestañas rubias, y tomó el aspecto conmovedor y vulnerable de la chica joven que debió ser, tantos años antes, en Grecia, cuando la vida empezaba y el mundo parecía un lugar luminoso y limpio donde los maridos no engañaban a sus mujeres y las familias estaban unidas y eran felices.
Un ascensor subía al piso donde estaba su majestad. Con una sola persona.
Quizás la reina lo vio. Quizás todos lo sabían. Vislumbró compasión en algunos ojos.
Eso no, la basilisa que no lloraba cuando oía caer las bombas, la princesa que curaba con sus propias manos las heridas de los niños, la muchacha modesta que viajaba a las aldeas remotas a enterarse de cómo vivían los griegos, la princesa que visitaba a las madres que habían perdido a sus hijos en el Vallés o en Ortuella no podía provocar compasión. Nunca.
Su madre se lo había enseñado:
—Tú sí debes sentir compasión por las penas de tus hermanos en la tierra, pero nadie debe sentir compasión por ti. Pase lo que pase, recuerda nuestra divisa: nuestra fortaleza es el amor de nuestro pueblo.
Necesita creérselo.
Engalló la cabeza.
Quizás le pareció que la voz de su madre le soplaba al oído:
—Yo te he dicho siempre que vueles alto,????? µ??.
—Sigo siendo tu hijita querida, mamá. Mutti.
—Nadie me ha querido como tú, ¿sabes?
Cuadró los hombros, creció un par de centímetros, pareció asentir a algún comentario inaudible para nosotros. Después recobró su sonrisa y se sometió dócilmente a la luz de los flashes.
A continuación se fue al aeropuerto. Sola.
En la sala de autoridades se encerró largo rato en el cuarto de baño y, según me contó una azafata:
—Cuando salió vi que se había lavado la cara, tenía el pelo un poco mojado y los ojos brillantes.
Yo le comenté que quizás había llorado.
La azafata se asombró:
—¡Llorar, la reina! ¡Qué cosas tienes! ¿Por qué iba a llorar la reina?
Esa noche llamé a mi editora y le dije:
—Quiero escribir un libro sobre Sofía.
—¿Y cómo lo vas a llamar?
—¡La soledad de la reina!