Capítulo 5
Jueves Santo de 1956, 29 de marzo. El dolor más grande se abatió sobre Juan y María. La muerte de un hijo, que cambiará a la familia para siempre.
—Mami, mami, te lo tengo que decir yo.
Un accidente. Villa Giralda, Estoril, Juanito, dieciocho años, y Alfonsito, catorce, juegan en un día de lluvia, aburridos, sin salir de casa.
—Mami, mami, yo no he tenido la culpa.
La madre es un agujero de dolor a la altura del estómago que estrecha absurdamente contra su pecho el tapete que estaba bordando «para tomar té».
La madre es la escalera que no se sabe si se sube o se arrastra.
La madre es el cuerpo de Alfonsito, en el suelo, muerto. Es el padre golpeando a Juanito y obligándole a jurar:
—Que no lo has hecho a propósito.
La muerte es la bandera española que, a cámara lenta, alguien tiende sobre el cuerpo como un sudario.
La muerte es el amigo de la infancia, siempre Antonio Eraso, que estrecha entre sus brazos al pobre Juanito que solloza y gime:
—Cartujo, me voy a hacer cartujo.
Ningún abrazo, para los dos, ni el que recibieron ayer mismo, ha sido jamás como aquel.
La muerte son los perros que aullaban, sobre todo el cachorro de Alfonsito que todavía no tenía nombre.
He publicado la historia de este trágico suceso en diversas ocasiones, en prensa y en libros. Pero ahora cuento con un testimonio nuevo que ha añadido algunos matices a aquel hecho atroz, pormenores que han permanecido ocultos hasta estos momentos. Los chicos estaban en una amplia sala del último piso de Villa Giralda, tan grande que incluso tenía un billar y una mesa de pimpón. No había una bala escondida en la recámara, ni hubo un empujón por parte de Juanito, ni Alfonsito apareció con el bocadillo de la merienda inesperadamente chocando contra la puerta, como habíamos dicho hasta ahora. Los dos hermanos estaban sencillamente tirando al blanco, a una diana hecha con papel en la pared. Una vez cada uno.
Mi testigo me cuenta, todavía con los ojos llenos de lágrimas, ¡y han pasado cincuenta y seis años!:
—Alfonsito era listo como un rayo, simpático, pero muy atolondrado, hiperactivo, no se estaba quieto ni un momento. Juanito estaba tirando y a él se le ocurrió pasar por delante en el momento fatal, ¡la culpa fue de él y no de Juanito! La bala de calibre 22 le entró por la nariz. El doctor Loureiro dijo que parecía imposible que una cosa tan pequeña hubiera podido matarle.
Estoy comiendo con mi confidente en un elegante restaurante del centro de Madrid. Es un hombre guapo, con el pelo espolvoreado de gris, los ojos de acero. Junta las manos delante del pecho y, con la cabeza baja, relata de forma que apenas se le entiende:
—Esa familia quedó hundida para siempre, ¡nadie, ninguno de ellos, volvió a ser el mismo! ¡Nadie puede superar eso! Los ojos de Juanito han tenido siempre, en el fondo, una tristeza melancólica que aflora aún en los momentos de felicidad, que no creo que haya tenido demasiados desde entonces.
Me coge del brazo, casi me hace daño:
—Mira, te voy a contar una cosa que no le he contado a nadie… El otro día fui a ver al rey. Me hizo pasar a su despacho, más bien una salita de estar particular, suya, y en la estantería, la foto más grande no era del príncipe ni de las infantas, ¡ni de su padre o su madre! Era la de Alfonsito. Me acerqué a mirarla, él se puso a mi lado, me cogió por el hombro y me dijo con voz estrangulada:
«¡A nadie he querido como a él!».
Nos callamos. A nuestro alrededor los camareros solícitos y silenciosos como gatos bien adiestrados nos cambiaban los platos, rellenaban nuestras copas. Pero todo es Alfonsito.
—Nadie, ninguno de nosotros volvió a ser el mismo.
Al dolor se une un brutal sentimiento de culpa. María cayó en una depresión de la que tardaría años en salir. Se movilizaron sacerdotes y psiquiatras y el tamtam corrió por el solidario gremio de las familias reales europeas. Fue a Sofía a quien se le ocurrió, y se lo dijo a su madre:
—¿Por qué no invitamos a los Barcelona a Corfú?
Mon Repos, en Corfú, era una vieja propiedad sin pretensiones donde pasaban todos los veranos. Fue construida por los gobernadores ingleses de Chipre y se convirtió en 1863 en propiedad de la familia real griega. La casa estaba en una colina rodeada de pinos y olivos, eucaliptos y magnolios, naranjos y limoneros; en el jardín había burros para pasear y los criados iban vestidos a la griega.
Los Barcelona aceptaron la invitación; irían con un hijo sin precisar cuál. El día señalado Irene y Sofía bajaron al embarcadero a darles la bienvenida. Tendieron la pasarela y una mujer vestida de negro bajó torpemente. Sofía apenas pudo reconocer a doña María. En un año y medio, el tiempo que había pasado desde el crucero en el Agamemnon, aquella mujer alegre y simpática, espontánea y llena de despistes, se había como hinchado, y las luminosas aguamarinas de sus ojos se habían convertido en aterradora agua estancada.
Espontáneamente, Sofía se acercó y le besó la mano. Algo advirtió María en su mirada, porque intentó sonreír y le dijo:
—Me ves muy cambiada, ¿verdad, Sofía? Pero enseguida me repondré con este clima tan bueno.
Detrás apareció la figura algo bamboleante, con ese paso de marinero en tierra que todos los que lo conocimos recordamos tan bien, de don Juan.
Su aspecto no había cambiado, pero de vez en cuando se posaba la mano en los ojos, como queriendo borrar el recuerdo de la muerte de su hijo venerado. El brillo muchachil de sus pupilas se había apagado para siempre.
Dio un beso a las dos princesas y después se giró y gritó con su voz bronca, tan parecida a la de su padre Alfonso XIII, del que se conserva alguna grabación, tan parecida a la de su hijo, el rey de España:
—¡Margot!
Por la escalerilla apareció la infanta doña Margarita, tanteando la barandilla:
—Ya voy, papá, hace mucho sol, ¿verdad? ¿Están ahí Irene y Sofía?
Como era ciega no pudo advertir la decepción en el rostro de Sofía, ¡ella esperaba que fuera Juanito!
Se lo aclaró la propia Margot unos días después, mientras intentaba sacarle una melodía a un acordeón medio estropeado que estaba abandonado en la casona:
—Papá, desde lo… que pasó no soporta ver a Juanito.
Sofía le preguntó tímidamente:
—Y tu hermano, ¿cómo está?
Con alegre inconsciencia, Margot contestó:
—Bien; ha jurado bandera, ha podido ir Pilar a verlo… Después de la jura ha ido un grupo de Madrid, los de la JUME, había un cóctel en el Grand Hotel… Anson, nuestro primo Alfonso de Borbón, Joaquín Bardavío, Julito Ayesa…
Mientras Sofía e Irene se ocupaban de Margot, que se empeñó en aprender griego, uno de los nueve idiomas en los que la infanta puede expresarse con fluidez, los padres se quedaban en el jardín tomando licor de quinoto mientras una luna lúbrica y mantecosa se paseaba solemnemente por el mismo cielo donde jugueteaban Poseidón y la ninfa Córcira que había dado nombre a la isla.
Se oían canciones lejanas, ladridos de perros.
Federica, que era de ese tipo de madres que gustan de alabar desmedidamente a sus hijos, les contaba mientras se arrebujaba en un chal imaginario:
—Sofía, a pesar de lo que ha vivido, es de una integridad e inocencia admirables. Sabéis que la tía María ha intentado introducir sus terribles teorías psicoanalíticas en su escuela de enfermería. Uno de los profesores, que se ha formado en París con ella, les explicó a las alumnas que los bebés tienen deseos eróticos, y ¿sabéis qué dijo Sofía?: «¿Qué bebé le habrá contado eso al profesor?».
Todos rieron cortésmente, mientras en medio de la noche se alzaba la voz melancólica de doña María:
—Pues mis hijas, las dos, son muy cardos borriqueros.
Los condes de Barcelona se quedaban también algo desconcertados con las originales ideas de su anfitriona, aunque cuando hablaba de la fusión del átomo y de la física cuántica bostezaban con disimulo, y no digamos cuando explicaba sus exóticas creencias religiosas:
—En mi familia no creemos ni en el infierno ni en el demonio. También pensamos que Dios está en nosotros y en todas partes y que en cada vida nos reencarnaremos en alguien mejor hasta acercarnos a Él. Desde la ameba hasta Dios. Lo que pienso es lo que vuelve a mí. Si pienso cosas buenas, el universo me envía cosas buenas.
Esto provocaba el asombro escandalizado de aquellos dos católicos a machamartillo, pero al fin y al cabo eran sus huéspedes, los estaban tratando a cuerpo de rey, ¡y nunca mejor dicho!, y el quinoto adormece las penas. María se aletargaba con el aroma abrumador del enebro y la resina, el arrullo de las olas, las risas de las chicas. A Juan el sonido algo canalla del acordeón le recordaba sus noches en los tugurios de Port Said, cuando tenía diecinueve años y no se le había muerto ningún hijo.
—¿Qué edad tiene Sofía?
—Dieciocho años.
—Como Juanito.
—Sí.
Juan suspiraba:
—Yo me casé a los veinte.
Seguramente en aquellas tibias noches veraniegas, Federica y Juan ya planearon emparejar a Juanito y Sofía. A ninguno de los dos se les ocurrió que podrían negarse. Juan debía conocer que habían pretendido casar a Sofía con Harald, sin conseguirlo. Federica también sabría perfectamente que Juanito se consideraba novio de María Gabriela.
Cuando se marcharon, otra vez las princesas fueron a despedirlos al pequeño embarcadero. María estaba más bronceada, pero seguía ocultando sus ojos heridos con tupidas gafas oscuras que no se quitaba casi nunca. Juan estaba muy cariñoso con aquellas chicas que le parecían un poco pasadas de moda, pero muy bien educadas, ¡eran tan distintas a las suyas! Margot se abrazó a las princesas griegas llorando, y en el último momento Sofía pudo deslizar en su oído un «dale recuerdos a Juanito de mi parte» que no pasó desapercibido para el finísimo oído de Federica ni tampoco para el de Juan, que intercambiaron una mirada llena de complicidad por encima de las cabezas de sus hijas. Esa mirada tenía la fuerza de un pacto férreo e indestructible. Si ambos hubieran sido hombres, se habrían estrechado las manos. Si hubieran sido dos ejércitos, habrían firmado «el acuerdo de Corfú» presentando armas.
El verano siguiente Federica lo volvió a intentar. Visto el éxito del crucero en el Agamemnon, convenció a Eugenides para repetirlo, esta vez en otro barco, el Aquiles. Pero Inglaterra cerró el canal de Suez, con lo que se sustituyó el viaje por una estancia en Corfú.
Los mismos invitados. Todos. Wurtenberg, Mauricio de Hesse, que parecía que iba detrás de Irene, Hannover, condes de París, Luxemburgo…
Todos menos Juanito.
Freddy quiso aprovechar el encuentro para poner de largo a Sofía, con un traje de tul y varios volantes arrepollados distribuidos por la amplia falda. Algo que no le pegaba a la austera princesita, quien, como en aquella lejana época de la boda de su tío Ernesto Augusto, con un vestido de organza que le estaba pequeño, en la víspera de entrar en Salem, se sintió el patito feo de la fiesta:
—La puesta de largo la odié con toda mi alma, odio concentrar en mí todas las miradas… Seguía siendo horriblemente tímida y vergonzosa.
¿Cómo no pensar que Sofía odió ese momento único de su existencia, en el centro mismo de su juventud plena, en el prodigioso paisaje de Corfú, rodeada de sus iguales, porque estaba ausente el gran amor de su vida? Si estás enamorada, odias con toda tu alma el mundo sin él.
Y sobre todo si sabes que él ha preferido estar con otra que contigo. Porque ya había aparecido en escena la célebre Olghina.
Otra historia, esta vez de un sabor más perverso, apta solo para estómagos fuertes y sexualidades exigentes, del hijo de los Barcelona, ese chico al que Franco estaba educando en España no se sabía muy bien para qué. De momento era el heredero del heredero de un trono vacío, pero nada estaba hecho de forma oficial.
Continuaba en Zaragoza, donde incluso llegó a recibir la visita de su novia. Pero María Gabriela era la «oficial», porque don Juanito tenía otro amor oculto arrasador y apasionado: la condesa Olghina de Robilant[32].
Olghina era condesa, es cierto, pero también una actriz de cine de segunda fila (sale en la película La dolce vita, de Federico Fellini) y miembro de una familia noble pero arruinada. Guapa, alegre, espectacular, con fama de viciosa, tenía cuatro años más que Juanito y se alojaba en casa de los Saboya, Villa Italia, en Estoril, porque era amiga de la familia. Juanito y ella se conocieron la noche de fin de año de 1956 en la boîte Muxaxo, y esa misma noche Juanito le dijo que se había enamorado de ella como de nadie en su vida. La acompañó a Villa Italia en su «escarabajo» negro (recordemos que el de Sofía era azul), y en el asiento de atrás, como tantos jóvenes en aquella época, tuvieron su primer encuentro sexual. A ella, mujer experimentada y mundana, le hizo gracia. Lo encontró muy español y muy apasionado, y también se sintió atraída hacia él. Preguntó quién era, y se asombró de que, dada la tragedia por la que acababa de pasar, la muerte de su hermano, hubiera ido a la fiesta:
—Juanito no daba muestras del menor complejo. Llevaba corbata negra y una simple cinta negra en señal de luto, eso era todo.
Yo me preguntaba si aquello era falta de sentimientos o si su comportamiento era forzado. Sea como fuere, me parecía un poco pronto para ir a fiestas, bailar y hacerse carantoñas…
Olghina le preguntó en primer lugar, para no quedar mal con sus anfitriones, si era novio de María Gabriela, a lo que Juanito contestó con una estudiada tristeza que a Olghina le produjo ganas de reír pero también la enterneció:
—No tengo mucha capacidad de elección, intenta comprenderlo. Y ella es la que prefiero de las llamadas elegibles.
El ambiente en casa de los Saboya se fue enfriando, ya que Ella se puso celosa al ver las atenciones que Olghina recibía del príncipe y la echó de casa. También Juanito avisó a Olghina, mezclando astucia y honestidad, de que nunca se casaría con ella:
—Te quiero más que a nadie ahora mismo, pero no puedo casarme contigo, y por eso tengo que pensar en otra.
También contó Olghina en sus memorias[33] que Juanito en esa época ya se había percatado de que Franco había arrumbado a su padre al desván de los trastos inservibles y que él iba a ser el rey de España, sucediendo directamente al Caudillo, aunque quizás eso era una táctica sutil del taimado Juanito para deslumbrar a Olghina por una parte y también para no tener que comprometerse con ella, por otra.
A pesar de todo, la relación entre esta y el príncipe siguió a lo largo de más de cuatro años. Olghina se alojaba en casas de otros amigos en Estoril, iba a Madrid, se encontraban en Italia o en Suiza. Incluso estuvieron juntos en una feria de abril en Sevilla, de la que Olghina contaba con su peculiar estilo:
—¡Ah, qué maravilla, los divos y los gitanos juntos, una fiesta maravillosa, popular y alegre, musical y ebria!
La relación tenía que permanecer secreta, un aditamento picante que la volvía más atractiva, ya que Juanito continuaba siendo el novio oficioso de María Gabriela y don Juan se oponía con todas su fuerzas a que su hijo viera a la guapa condesa. Además de no ser de la familia adecuada, Olghina tenía «mala fama» y tuvo numerosos amantes mientras salía con Juanito e incluso dos abortos más o menos públicos. Ella misma se describía como:
—Muy generosa, me gusta dar todo lo que tengo, y como solo me tengo a mí misma…
También protagonizó un gran escándalo el día de su cumpleaños, en una fiesta que organizó en un local del Trastevere romano.
Hubo un striptease y terminó en una orgía, cuyas fotos llegaron a salir en la prensa. Era la época de la dolce vita y Olghina una de sus protagonistas.
El conde de Barcelona intentaba que ninguno de sus próximos la recibiera en su casa, y por este motivo, en julio de 1957, con ocasión de la puesta de largo de la prima de Juanito, Victoria Marone Cinzano, en Rapallo, tuvo lugar un duro enfrentamiento entre padre e hijo.
El príncipe se negaba a ir si no dejaban entrar a Olghina. El conde de Barcelona le remarcó todos los sacrificios que él había tenido que hacer para apuntalar la frágil posición de Juanito en España, y también le recordó que, con su comportamiento frívolo, alimentaba las posibilidades de su primo Alfonso de Borbón, que también se postulaba al trono. Alfonso estaba ya viviendo en Madrid, comenzaba tímidamente a participar en actos monárquicos e iba dándose cuenta de que él también podía ser un recambio con posibilidades para heredar la corona de su abuelo.
Precisamente acababa de descubrir un busto dedicado al infante don Alfonsito, el desdichado hermano de Juanito, en una finca del conde de Ruiseñada cerca de Toledo y había sido Franco quien había insistido en que fuera el hijo de don Jaime el que lo inaugurara con estas palabras:
—Es que quiero que lo cultive usted, Ruiseñada, porque si el hijo [Juanito] nos sale rana como nos ha salido el padre, habrá que pensar en don Alfonso.
Esta frase se la había oído a Franco el ilustre periodista monárquico Luis María Anson, quien se la había repetido a don Juan.
Y también le había contado que algún prohombre del régimen empezaba a volver sus ojos hacia la opción Borbón Dampierre.
Convencido a regañadientes e incapaz en el fondo de desobedecer a su padre, Juanito finalmente accedió a ir a la fiesta.
Después del baile, sin embargo, corrió a refugiarse en los brazos de su Olghina, que lo esperaba en el hotel con su amplio repertorio de habilidades eróticas.
También estaba en la fiesta Constantino, que salió al día siguiente para ir a la presentación de su hermana Sofía en Corfú.
Don Juan quiso obligar a su hijo a que fuera con él, pero Juanito prefirió quedarse con Olghina y el padre, harto, se volvió a Portugal. Donde, por cierto, a él también lo esperaban los brazos amorosos de una dama que no era su esposa.
Sofía seguía con su vida aparentemente metódica, pero por uno u otro conducto estaba al tanto de todos los avatares sentimentales de Juanito.
Tino, con inconsciente crueldad, le contó lo de la condesa italiana, ¡lo de Olghina era un escándalo en el seno de las familias reales! ¡No se había visto nada así desde que su padre, don Juan de Borbón, había intentado divorciarse de María para irse con una misteriosa griega llamada Greta! Solo lo había disuadido la amenaza de que Franco nunca nombraría rey de España a un divorciado.
Desde luego, Juanito no necesitaba de ningún ultimátum, ya que nunca pensó en casarse con Olghina, aunque sí le gustaba locamente. Al parecer la condesa era un volcán. Uno de sus amantes, el cantante Bobby Solo, declaró que en un mes con ella había adelgazado catorce kilos, pero que, después, si las mujeres no le daban lo que le ofrecía Olghina, las echaba a patadas de su cama.
Claro que Juanito fue un buen discípulo. Ya en su madurez, Olghina declaró en sus memorias[34] que «Guanito» sabía cómo enamorar a una chica. ¡Si hasta había sido amante de Sarita Montiel!
La condesa también contó que en aquella época el príncipe era un chico apasionado, aficionado a los coches rápidos, las lanchas motoras y las chicas, aunque nunca olvidaba su posición. Era muy serio, pero tampoco era un santo. No era nada tímido, pero sí algo puritano, aunque siempre se portó con ella honestamente.
Juanito le escribía cartas. Las comenzaba con un «Olghina de mi alma, de mi cuerpo y de mi corazón…», y les ponía letras de rancheras: Un viejo amor ni se olvida ni se deja, un viejo amor de nuestra alma sí se aleja, pero nunca dice adiós…
Y le contaba con candor que «esta noche, en mi cama, he pensado que estaba besándote, pero me he dado cuenta de que no eras tú, sino una simple almohada arrugada y con mal olor (de verdad desagradable)», y terminaba con esta observación filosófica: «Pero así es la vida, nos pasamos soñando una cosa, mientras Dios decide otra».
No le gustaban las mujeres frescas, pero a ella la besaba ardientemente con sus labios «calde, secche e sapienti» y pasaban largas y fogosas noches en hoteles. A pesar de ir bastante corto de dinero, corría con todos los gastos y era muy generoso. Sorprendentemente, dice Olghina que detestaba la caza, porque le gustaban mucho los animales, lo que hace sospechar que si se aficionó a ella fue por agradar al Caudillo.
Las cuarenta y siete cartas que Juanito le escribió a su enamorada fueron retiradas de la circulación por Jaime Peñafiel, a quien Sabino Fernández Campo, el jefe de la Casa del Rey, le entregó los ocho millones de pesetas que pedía la condesa[35] Este dinero procedía del íntimo amigo de don Juan Carlos, Manuel Prado y Colón de Carvajal.[36]. Sin embargo, Olghina hizo copias de estas cartas, que fueron publicadas posteriormente por Interviú en España y Oggi en Italia. En declaraciones a esta revista, Olghina incluso llegó a afirmar que su hija Paola, que nació durante su larga relación intermitente con don Juanito, era hija suya:
—¡Yo hubiera podido arrastrar a Juan Carlos a los tribunales, pero no lo hice para no comprometer su futuro![37]
Paola Robilant, la hija de Olghina, que ahora tiene cincuenta y dos años, es una afamada filóloga con varios doctorados, da clases en el Cheltenham Ladies College y no tiene ninguna relación con su madre.
Pero el tiempo de Sofía y de Juanito se estaba acercando; ¡los relojes corrían hacia la hora ineludible en que iban a encontrarse para siempre!
Primero fue una entrevista casual en el hotel Meurice de París, donde ambos estaban alojados. Sofía había ido para acompañar a Irene a sus clases magistrales de piano con una profesora francesa. Se vieron en el bar.
—Hombre, Sofi.
Podemos suponer que Sofía enrojeció de placer al oír aquella voz tan añorada, pero solo contestaría con un sobrio:
—Hola, Juanito.
Intercambiaron dos besos, preguntaron por las familias respectivas, ¡ninguna mención a Olghina o a Ella, por supuesto! Sofía vería muy cambiado a aquel chico alocado que bailaba en el Agamemnon. Había crecido, se había ensanchado. Con timidez abordaría la muerte de Alfonsito para darle el pésame.
El rostro de Juanito cambiaría, como lo hacía siempre que hablaba de su hermano, como me confesó su gran amigo:
—Sus ojos adquirieron un fondo de tristeza que ya no ha perdido nunca.
Pocos meses después volvieron a encontrarse en la boda de una de las hijas del duque de Wurtenberg, Elizabeth, con Antonio de Borbón Dos Sicilias en Altshausen (Stuttgart), en 1959. Juanito llegó a bordo de un DC3 privado conducido por el teniente coronel Emilio García Conde. Por culpa del error de una torre de control en Francia estuvo a punto de tener un grave accidente, pero Juanito se olvidó del susto, se puso su uniforme de gala de la marina de guerra española y se fue directamente al baile. Sofía estaba muy guapa. Había conseguido adelgazar y llevaba un vestido blanco muy ajustado en la cintura, con un atrevido rameado en rojo y negro en la parte delantera. Debía ser uno de sus vestidos favoritos, pues se la ve con él en varias ceremonias distintas a lo largo de los años.
Esta vez Juanito sí bailó varias veces con Sofía, que, orgullosa, pudo lucir sus largas sesiones con Tino en la gramola de manivela.
Sofía recuerda que Juanito iba con un grupo de ayudantes, militares los tres: el marqués de Mondéjar, Alfonso Armada y Emilio García Conde.
Cuando alguien le comentó al príncipe lo buena pareja que hacían, Juanito fingió sorprenderse:
—¿Ah, sí? ¿La princesa Sofía de Grecia? ¡Me ha encantado!
Podemos imaginar aquellos bailes y aquel comentario las tormentas que desataron en el corazón inflamado de Sofía, aunque en su exterior nada lo delatase y continuase en Atenas su metódica vida de Penélope tejiendo su tapiz a la espera de Ulises: su trabajo en el hospital, sus entrenamientos con su hermano y sus fines de semana dedicados a las excavaciones arqueológicas. Pero al año siguiente, el 21 de julio, se casó otro hijo del duque de Wurtenberg, también en Altshausen, Karl, precisamente con la atractiva y vitalista Diana de Francia, a la que había conocido en el Agamemnon.
Diana, que salía a la pista recogiéndose la falda en un costado y moviendo la melena. Diana, con la que Juanito había tenido algo más que un coqueteo, lo invitó a él con su pareja oficial, María Gabriela. Debemos suponer que Sofía se enteró, porque si no extraña mucho su desabrido comentario. Se negó a acudir a pesar de que había sido invitada, porque no le apetecía:
—No me interesaba. Podía ir o no ir… ¡Y no me dio la gana![38]
Desde el centro de Europa, la que fue reina de España, la fina estratega Victoria Eugenia, ya que no podía intervenir en la política de su país, movía los hilos de su propia familia. Cuando se enteró de que su nieto Juanito había ido de pareja oficial de María Gabriela a la boda de los Wurtenberg, una María Gabriela tan moderna que había estado en la feria de Sevilla y había alternado con toreros y bailaoras y a la que incluso se le había adjudicado un «romance» con el rejoneador Ángel Peralta, convocó a su hijo al grito de guerra:
—¡Esto no puede tolerarse!
En Lausana, en la Vielle Fontaine que se compró con el producto de la venta de una cruz tallada en una de las esmeraldas más grandes del mundo, al lado de la chimenea, con uno de sus perros teckel en el regazo y saboreando una copita de gin, le dijo a Juan con esa autoridad que hacía que su hijo, de casi cincuenta años y ciento veinte kilos de peso, se echara a temblar:
—Juan, se han acabado las María Gabrielas y las Olghinas, hay que buscarle a Juanito una princesa de verdad…, seria y preparada, virgen, de sangre real…
Juan es probable que mascullase:
—Coño, ni que fuera tan fácil.
Y también es verosímil que doña Victoria Eugenia hiciera chasquear la lengua y dijera:
—¡Las princesas griegas!
Sofía seguía entrenándose duramente con Tino, haciendo grandes sacrificios para disponer de tiempo libre para navegar, ya que, además de su trabajo en el hospital, recorría el país en representación de su madre e incluso debía atender a visitantes foráneos.
También en alguna ocasión viajó con Federica al extranjero.
Con su madre visitó Estados Unidos, donde mientras la reina departía con científicos sobre la fusión del átomo y el funcionamiento de los submarinos nucleares, ¡temas en los que se creía tan experta que incluso se permitía dar algún consejo!, Sofía asistió al rodaje de una película en Hollywood, El hombre de las pistolas de oro, de Edward Dmytryk. Se da la coincidencia de que el protagonista de la película, con el que se hizo una foto, era el actor mexicano Anthony Quinn, quien seis años después iba a interpretar el gran papel de su vida, Zorba el Griego, donde inventaría un baile que hoy mucha gente cree que pertenece al acerbo popular de Grecia: el sirtaki. Anthony Quinn tenía una rodilla lesionada y de ahí el efecto de arrastre que hoy imitamos todos los que viajamos a Grecia, ¡junto al ritual de romper platos!
Este viaje fue una de las escasas ocasiones en las que se retrató a Sofía con abrigo de pieles. Era un visón beis con solapas y entallado. Sofía y Federica viajaron con sus dos perros caniches de tamaño mediano. Gracias a la meticulosidad de los fotógrafos norteamericanos, que identificaban incluso a las mascotas en los pies de foto, podemos conocer sus nombres: el de la reina se llamaba Doodle y el de la basilisa Topsy, y se lo había regalado su tía María, que ponía siempre el mismo nombre a sus perros, a uno de ellos incluso le dedicó un libro: Topsy, mi historia de amor. En la actualidad doña Sofía también tiene un yorkshire al que ha puesto Topsy.
También vivieron una experiencia única que muy pocas personas han podido compartir y que no suelen mencionar las biografías: asistieron al lanzamiento del primer cohete a la luna desde Cabo Cañaveral, hoy Cabo Kennedy.
Claro que ni Sofía ni su madre resultaron un talismán para el lanzamiento: el cohete se elevó unos centenares de metros y cayó al suelo.
¡Afortunadamente no iba tripulado!
Un año también fue con sus padres a India y Tailandia. Toda la familia se sintió fascinada por la religión de estos países, y Federica, fiel a su estilo, se embarcó en complicadas disertaciones sobre filosofía hindú con el presidente de aquel país, el profesor Radhakrishnan, que les regaló un libro escrito por él. Al día siguiente, Irene le comentó al presidente que le había parecido muy bien el libro:
—¡Era tan aburrido que me quedé dormida en el acto!
Es de suponer la vergüenza que debían causar estas meteduras de pata de su hermana a Sofía, y cómo acentuarían su introversión.
La basilisa iba siempre pulcramente vestida, a pesar del calor y la humedad, y llevaba su cámara colgada al cuello; parecía una turista más.
Tomó muchas fotos de niños que la miraban extasiados, no porque fuera princesa, sino porque tenía la piel muy blanca y llamaba la atención, como le pasaba cuando era niña en Sudáfrica y los nativos la saludaban:
—Cherio, cherio.
Cuando llegaba a Tatoi se encerraba en su habitación para pegar sus fotos en álbumes que han acompañado a doña Sofía durante toda su vida.
Debajo de cada foto apuntaba con su letra redonda, casi gótica, la fecha y alguna frase divertida relacionada con el momento de la instantánea.
Para Tino, sin embargo, la práctica del deporte náutico era casi su única ocupación. Por mucho que Federica en sus Memorias nos hable de la dura instrucción que le dio al heredero, al que hacía asistir a las audiencias de su padre desde los diez años, y a partir de los quince se le pedía incluso su opinión, la verdad es que estaba muy mal preparado[39]. El embajador francés Guy de Girard de Charbonnières cuenta en su autobiografía que, en una ocasión en que le tocó comer con los príncipes griegos, se dirigió a Tino en francés, y la princesa Irene, con jubilosa precisión, le indicó:
—No se moleste usted en hablar a Constantino en francés, no entiende una palabra, ¡es el bobo de la familia!
El embajador, que trató íntimamente a la familia real griega, se asombraba de lo mal educado que estaba el heredero. Mimado por su madre y adulado por los cortesanos, ¡solo había estudiado con mediocres preceptores privados! A los dieciséis años había seguido un simulacro de instrucción militar de la que se reía la prensa de su país. También se dijo que estaba estudiando en diversos ministerios, pero todavía fue más risible la mentira, ya que se descubrió que los citados estudios se limitaron a un par de mañanas en las que el diádoco tan solo estrechó algunas manos.
De Irene también comentaba el embajador que era ignorante y maleducada, que se notaba que tenía muy poco mundo, aunque añadía con algo de incongruencia que a pesar de eso era «deliciosa». Supongo que a esto se le llama alta diplomacia.
La mente incansable de Federica, siempre en ebullición, pensó que otra buena jugada de marketing, en una época en que esta palabra ni siquiera existía, sería aprovechar la única buena cualidad del diádoco: su aptitud para el deporte. Para aumentar la popularidad de su hijo sería bueno que este participara a bordo de su balandro Nereus en la olimpiada de 1960 que se debía celebrar en Italia. No solamente sería bueno para él, sino también para ella, pues empezaban a aparecer datos en la prensa, filtrados seguramente por Pedro de Grecia, el hijo de la tía María Bonaparte, sobre sus propiedades. En ellos se demostraba que la supuesta modestia de la familia real no era tal. En algún inventario salió que los otrora pobres reyes poseían treinta coches, veintisiete yates, doce mil pinturas de firma, doscientos iconos bizantinos y otros novecientos objetos de arte de gran valor, seguramente, según se decía la oposición, gracias a comisiones y regalos recibidos por parte de los armadores, dueños de fabulosas fortunas.
Como era imposible atribuir el pecado de la codicia a ese hombre tranquilo y bondadoso, espiritual y distante, que era el rey Pablo, siempre ataviado con viejas y descoloridas guerreras, las miradas se volvieron a su mujer, en la que su cansado marido había delegado todas sus atribuciones.
Cuando Federica protestó delante de la tía María por la deslealtad de su hijo Pedro, la madre intentó justificarlo:
—No sé si es comunista o quiere ser rey en lugar de Palo…
Yo creo simplemente que está loco.
Y luego había añadido:
—Te odia y dice que los griegos terminarán también odiándote.
Es muy pesado tener una persona en la familia que siempre te dice la verdad.
Un diplomático todavía en activo me contó hace pocos años:
—De la noche a la mañana Federica, aquella mujer que se creía el hada protectora de Grecia, la «mitera», pasó a ser la persona más odiada por sus súbditos… Es lógico y hasta aceptable que las familias reales prosperen a lo largo de generaciones, ¡pero es que Federica lo hizo en unos pocos años! Almacenó mucho, pero yo creo que ella en ningún momento pensó que estaba obrando mal.
¡Tenía derecho! ¡Enriqueciéndose ella se enriquecía el país, porque Grecia era ella!
Sí. Un triunfo en las olimpiadas sería el triunfo no de Grecia, sino de Federica.
En una de las regatas de preparación, en invierno todavía, Sofía se cayó al mar, lleno de placas de hielo, ¡con el peso del jersey y el anorak estuvo a punto de hundirse! Fue salvada cuando ya había tragado bastante agua.
Decidió no participar en la olimpiada, no por miedo, sino para no obstaculizar la victoria de su hermano. Había tanta presión para que ganase el oro que la princesa reconoció dolorosamente:
—¡Si perdía por mi culpa, nunca me lo hubiera perdonado!
Quedó relegada al papel de suplente.
La competición tuvo lugar en la bahía de Nápoles. Karamanlis, el primer ministro griego de aquellos años, despidió solemnemente al equipo diciéndoles:
—¡Debéis traer el oro olímpico, el diádoco no puede perder!
Toda la familia real griega se alojó en su barco, el Polemitis.
Supongo que siguiendo los consejos de doña Victoria Eugenia, los Barcelona, con Juanito, también fueron a presenciar la final. Su interés, más que deportivo, era de pura estrategia matrimonial, porque no se entiende que descartaran acudir a Roma, donde se celebraban las pruebas más importantes, para asistir a una regata con la que no tenían ninguna relación, ni patriótica ni familiar, tan lejos de su casa. Se alojaron entre el hotel Santa Lucia y el palacio de los Serra di Cassano en la via Monte di Dio de Nápoles.
Después de una reñida lucha con otro participante, un italiano, Tino ganó la medalla de oro, ¡la primera de Grecia de los juegos modernos! Sofía lo recuerda como uno de los momentos más hermosos de su vida:
—Cogí una manguera y los mojé a todos… Nuestro primo Karl de Hesse se tiró al mar con una botella gigante de champán y las copas…
¡Se rompieron platos y no se bailó el sirtaki, porque todavía no estaba inventado! Lágrimas, abrazos; en Grecia se paseaban fotos del diádoco por las calles en procesión. Federica organizó a bordo del Polemitis una fiesta de celebración donde hizo de orgullosa anfitriona con el magnífico aderezo de rubíes de Birmania color sangre de paloma compuesto por una tiara de hojas y flores y un collar que le llegaba casi hasta la cintura que había pertenecido a la gran duquesa Olga, la abuela de su marido. Como la corona recordaba a las hojas de laurel con que los romanos coronaban a sus deportistas, hubo quien con bastante irreverencia le dijo:
—¡Ave, Freddy Augusta!
Se lanzaron cohetes, se abrazaban los desconocidos, todos reían y lloraban a la vez. Irene y Mauricio de Hesse se cogían de las manos.
Exultante, segura de sí misma, Sofía vio que Juanito la miraba sonriente. Espontáneamente, se dirigió hacia él y casi le echó los brazos al cuello. Pero de pronto retrocedió:
—Oh, llevas bigote, ¡estás horrible!
Grande debió de ser el asombro de Juanito cuando aquella princesa tan prudente que casi resultaba cursi, a la que tenía por seria y tímida, lo cogió del brazo con descaro, lo llevó arrastrando hasta el cuarto de baño, le hizo sentarse, le puso una toalla por encima de los hombros, como en las barberías, le levantó la nariz, ¡y lo afeitó!
Quizás Sofía se dio cuenta de que, si tenía que competir con las Olghinas de este mundo, no estaría mal sacar las viejas armas de mujer, el coqueteo y la picardía, aunque, como era una chica inteligente y había estudiado las características de su amado, se daba cuenta de que a Juanito, como buen español, lo que en el fondo le gustaba eran las mujeres puritanas.
Me imagino las miradas complacidas que Juan y Federica debieron intercambiar mientras sus dos hijos se encerraban en el cuarto de baño y a través de la puerta solo se oían risas y silencios.
¡El «acuerdo de Corfú» estaba dando sus resultados!
También le gustaba a Freddy que la historia de amor entre Irene y su primo Mauricio prosperase. ¡A ver si después de tanto preocuparse iba a casar a las dos hijas de una sola tacada!
Sofía y Juanito probablemente continuaron viéndose en esos días, aunque algunos autores (Preston y Gurriarán) cuentan que María Gabriela era la acompañante oficial de don Juanito en las jornadas olímpicas. Personalmente, pongo en duda este dato, ya que la república había prohibido que los Saboya pisaran territorio italiano.
Lo que sí me parece más verosímil es lo que dice la condesa Olghina de Robilant en sus memorias: ella sí estuvo en Nápoles, viéndose a escondidas con Juanito.
Lo que también es cierto es que, cuando Juanito regresó a Estoril, se pavoneaba delante de sus amigos enseñándoles una valiosa pitillera de oro adornada con algunas piedras ostentosas, de aire oriental, que, según contaba:
—Me la ha regalado la princesa griega.
Y también:
—¡Nos carteamos!
Este encuentro no para todos fue tan memorable. Doña María ni lo menciona en sus minuciosas memorias. Tampoco lo hace el rey en la biografía que le dictó a José Luis de Vilallonga, aunque el hecho de que no hable de este episodio que atañe a su mujer no tiene nada de excepcional. En las 250 páginas del libro apenas se nombra a la reina media docena de veces, siempre de forma tangencial, y tan solo en una página completa. Es ahí donde don Juan Carlos la define con cierta crueldad:
—¡Es una gran profesional!
Que el rey no aluda apenas a la reina creo que es un dato penoso y poco comentado, que en su momento debió de doler mucho a su mujer, ya que se produjo precisamente en un periodo de graves distracciones conyugales, como comentaremos en su momento. No hay ni un elogio a doña Sofía, aparte del mencionado «¡Es una gran profesional!», ni una anécdota familiar, ni una situación vivida juntos, ni se menciona el apoyo de la reina en el largo camino hacia el trono, una ayuda tan esencial que quizás don Juan Carlos no hubiera llegado a ser rey nunca sin ella, como trataremos de demostrar en estas páginas que tienen ustedes entre las manos.
Leyendo el libro de Vilallonga parece como si la relación de la reina con su marido fuera inexistente. ¿Es un olvido del rey? ¿Es una ocultación deliberada por parte de Vilallonga? Yo me inclino más por esta segunda opción, sabiendo cómo fue la génesis de estas memorias y quién apoyó su candidatura a biógrafo oficial de don Juan Carlos, lo que contaremos más adelante.
Resulta todavía más patético si se tiene en cuenta que las memorias de la reina dictadas a Pilar Urbano no son más que un canto de amor a su marido.
De todas formas, la olimpiada de 1960 pasará a la historia no por esa única medalla de Grecia en una categoría menor, sino porque en la maratón de Roma llegó el primero al Arco de Constantino un etíope que corría con los pies descalzos con la elegancia de un príncipe de la selva: Abebe Bikila, convertido en leyenda por ser el primer negro africano ganador de una medalla olímpica.
Las casas reales europeas prácticamente solo se encuentran en bodas o entierros. Siempre se ha dicho que el día D de Juan Carlos y Sofía tuvo lugar en la boda de Eduardo de Kent, primo de la reina de Inglaterra, ¡uno de los efímeros pretendientes de Sofía! La princesa sonreía con algo de melancolía al recordarlo con su albornoz de rayas y sus pies de pato a bordo del Agamemnon. Se casó con una chica plebeya, de origen campesino, pero muy guapa, Katherine Worsley, en York, el 8 de junio de 1961.
Más tarde la reina confesó:
—Por una vez, el protocolo hizo bien las cosas y me sentó junto a Juanito.
Sin embargo, también en este caso, la realidad dista bastante de lo que nos han contado. El rey Olav de Noruega había enviado a Harald a estudiar a Oxford, provocando su ruptura con Sonia Haraldsen. ¡Freddy volvía a tener esperanzas! Juanito estaba bien, pero era mejor Harald, por ser heredero de un trono que ya existía.
Y si alguien arguyera que Sofía estaba enamorada de Juanito, Federica le contestaría lo mismo que solía decir don Juan:
—Es una princesa real, y como tal acatará las decisiones de sus mayores.
Y yo estoy convencida de que Sofía lo habría hecho.
Federica maniobró y consiguió que colocaran juntos a Sofía y Harald en el banquete. Las revistas vuelven a especular y comentan que, al finalizar esta boda, se anunciará el compromiso entre la princesa griega y el príncipe noruego. Fue entonces cuando la persistente Sonia viajó con premura a Inglaterra, le amenazó, le suplicó, y el inestable príncipe noruego volvió a caer en sus brazos, prometiéndole que no se casaría nunca con otra que no fuera ella. Envalentonado, le dijo a su padre:
—Acudiré a la iglesia, pero después me iré con Sonia. No pienso casarme con Sofía.
Desalentado, Olav no tuvo más remedio que contárselo a Federica, que entonces sí que tiró la toalla. El campo estaba libre para Juanito.
En la catedral de Westminster se encontraron un príncipe que seguramente llegaría a ser rey, de veintitrés años, libre, ya maduro y dispuesto al matrimonio, y una princesa de gran categoría, inteligente, sin ataduras, disciplinada y con la sangre más pura de Europa.
Se sentaron el uno al lado del otro. Sofía, humillada, no le dirigió ni una mirada a Harald, que, cariacontecido pero seguramente aliviado, se quedó a un lado. Tino estaba también junto a Sofía. Freddy debió de suplicar en silencio a la Panagia para que el asunto de Juanito se resolviera de una vez; cuanto más tiempo pasara, más se devaluarían las acciones matrimoniales de la inocente Sofía.
Si Harald no hubiera estado enamorado de Sonia, ¿Sofía se habría casado con él y no con el chico de los Barcelona? Era una princesa dócil y muy consciente de su deber. Su madre quería para ella el heredero de un trono antes que un príncipe con un futuro bastante precario. Lo repito. Yo me inclino a pensar que, de no haber sido por Sonia, hoy Sofía sería la reina de los noruegos en lugar de la nuestra y su vida habría sido no sé si más dichosa, pero sí más apacible.
Pero el tiempo apremiaba a Juanito y Sofía; seguramente ambos eran muy conscientes de lo que se esperaba de ellos, ahora que ya no había obstáculos que salvar, y de que ninguno de los dos iba a tener mejores oportunidades. Yo imagino a Sofía palpitante y emocionada, sabiéndose en el inicio de la gran aventura de su vida. Y también, ¿por qué no?, con el deseo legítimo de salvaguardar su orgullo delante de Harald y además de la opinión pública que llevaba meses emparejándola con un príncipe que había preferido a otra. ¿Y Juanito? Desde la primera chica con la que salió, el príncipe había confesado que, «por mi posición no soy libre de enamorarme de quien quiera, tengo que obedecer el mandato de mis mayores y buscar la persona adecuada…». Unos lo llamarán resignación. Yo lo llamo sentido del deber.
Se lo contó sencillamente a sus amigos de la infancia, sin dramas:
—Papá ya me ha arreglado la boda con la princesa griega.
Y ellos estaban tan ajenos a aquellas componendas que le preguntaron:
—¿Con Irene?
—No, con Sofía.
Emanuela de Dampierre, la madre de aquel Alfonso de Borbón que disputaba a Juanito el trono de España y el afecto de Franco, lo cual venía a ser lo mismo, señaló con desprecio[40] que el encuentro entre Juanito y Sofi no fue casual, ni hubo amor ni nada que se le pareciese, sino que todo fue organizado por doña Victoria Eugenia y la reina Federica, de modo que, como casi todas las de su rango, la boda fue planificada:
—¡Como la mía! ¡Por interés!
Sofía contó después que no tenía ganas de ir a la boda del duque de Kent. ¡Naturalmente! ¡Cuando se enteró del desplante de Harald, seguro que hubiera preferido excavar con sus propias manos todos los yacimientos de Grecia! ¿Y a qué chica le apetece ver que alguien que le gusta, el duque de Kent, en este caso, se va a casar con otra? Además, era probable que creyese que Juanito, como en la boda de Karl Wurtenberg y Diana de Francia, acudiría con María Gabriela.
Mientras firmaba en el libro de huéspedes del hotel Claridge, Sofía vio un nombre que le llamó la atención, y le preguntó al conserje:
—¿Duque de Gerona? ¿Quién es?
Y entonces oyó una voz a su espalda que decía:
—Soy yo.
¡Era Juanito!
Permitan a esta biógrafa un inciso, más bien destinado a los beneméritos críticos que gustan de señalar con meticulosidad los errores en los libros de temas históricos, ¡actitud que yo aplaudo y agradezco profundamente! El título de duque de Gerona no existe, sí el de príncipe de Gerona (Girona por utilizar la grafía correcta), que corresponde a los herederos de la Corona española y que hoy ostenta don Felipe, príncipe de Asturias. Esta anécdota del Claridge demuestra que o bien quien la contó en primer lugar confundió la dignidad de duque con la de príncipe, o que don Juan Carlos se adjudicó un título que no existía.
Esta última posibilidad es menos descabellada de lo que parece. Balansó comentaba que con frecuencia le llamaban desde Zarzuela para consultarle los títulos que correspondían al rey de España y le pedían que trazara sus escudos de armas.
¡Aunque también pudiese ser que con los nervios, una Sofía esperanzada, no supiese ni lo que leía ni lo que le decían!
Esa semana en Londres fue intensa, ya olvidado totalmente el príncipe Harald. Fueron al cine, con Constantino como «carabina», a ver Éxodo. Volvieron al Claridge a cambiarse y juntos fueron al hotel Savoy, donde había un baile, y se sentaron el uno al lado del otro.
En el postre, el hotel decidió ofrecer un striptease a los clientes, todos adultos y sofisticados europeos, amantes de este tipo de placeres.
Cuando apareció la señorita profesional en el pequeño escenario, agarrada por las piernas a una barra y con las manos ya en la espalda tratando de soltar el sujetador de brillantes que hacía juego con el pantaloncito, Sofía se llevó la palma de la mano a la boca abierta sofocando un grito. Con gran revuelo de faldas y servilletas, indignada, se levantó y les dijo a sus acompañantes que ella se iba al hotel.
Se puso el abrigo, salió y en la puerta se dio cuenta de que Juanito la seguía. Le confesó:
—Me ha gustado que hicieras eso, Sofi.
Sabemos que a Juanito, como a la mayoría de los hombres de aquella época, le gustaban (para casarse) las chicas sin experiencia, las que «no se dejan», las recatadas y hasta intransigentes… Nosotros lo sabemos. ¿Es descabellado pensar que Sofía lo sabía también y que actuó en consecuencia? ¡No importa! ¡En el amor, como en la guerra, todo está permitido!
Quedaban por las tardes para recorrer Londres. Juanito la llamaba continuamente a su habitación. ¿Lo hacía espontáneamente?
Recordemos que estaba con su padre. ¿Expresaba el conde de Barcelona su complacencia por este comportamiento, lo empujaba incluso? ¡Claro que sí! En lo que coincidimos casi todos los que escribimos sobre estos temas es que la reina sí se enamoró hasta el fondo, porque años después cuenta todavía emocionada que una de las salidas de la pareja fue al Dorchester. Se quedaron en la mesa sin bailar, charlando en profundidad de muchas cosas: de sus vidas, de filosofía, de religión…
Emprendamos el vuelo con los brazos al frente por un momento, de la misma forma en que quería volar Sofía para entrar en las casas de los demás.
Elevémonos por encima de los dos con esa potestad que nos da la imaginación y la literatura. Alto, ahí están. Sofía va con un traje largo, su habitual collarcito de una vuelta de perlas, su peinado acartonado, anhelante, en el umbral de su nueva vida. Juanito está inclinado hacia ella, todo fuego. Sus manos, en algún momento, se encuentran, una coge a la otra. Se enredan los dedos. Las palmas secas y anchas de las manos son el territorio más dulce, la patria soñada.
Son dos niños perdidos, juguetes de sus familias, con padres o tutores formidables y tiránicos para los que solo son simples peones en una suerte de juego de ajedrez. Con un futuro incierto y tal vez peligroso. Supervivientes de una infancia sin raíces, de intrigas, exilios, necesidades, miedos. Hubo cálculo, estoy segura.
Hubo estrategia, está comprobado. Pero en ese instante único eran tan solo dos pequeños vagabundos que, encontrándose, habían llegado por fin a casa.
Yo imagino que el que se vaciaba era Juanito. Tenía tanto que contar. ¡Y esa princesita callada, que lo miraba con admiración y que se bebía sus confidencias, era tan buen público! Ahí empezó Sofía a darse cuenta de que Juanito ya no era un chico, sino un hombre más profundo de lo que aparentaba. Ella lo había tomado por frívolo, juerguista y superficial… Le hablaría de su niñez en el colegio de Friburgo, donde incluso algunos de los alumnos, supervivientes de la guerrilla, iban armados, del desgarro que sentía cada vez que debía separarse de sus hermanos, ¡si hasta se ponía enfermo para no tener que alejarse de ellos! Tifus, varicela, paperas, trepanación de oídos, ¡por todo había pasado para que no lo internaran de nuevo! De su vida en España, al capricho de lo que decidieran Franco o su padre sobre su futuro.
De cómo su primo hermano Alfonso de Borbón Dampierre se consideraba con más derechos que él al trono, ya que era hijo del hermano mayor de don Juan:
—¡Y no es verdad, porque su padre renunció a la corona porque era un incapaz! ¡Renunció por él y por sus descendientes!
De cómo le gritaban por la calle:
—Borbón, bobón. ¡No queremos príncipes idiotas!
De cómo los falangistas amenazaban con ponerle una bomba o envenenarle.
De cómo los carlistas, más moderados, intentaban tan solo cortarle el pelo:
—Hay uno… José Barrionuevo, ¡es tremendo! ¡Eso que su padre es vizconde y visita Estoril!
José Barrionuevo fue después ministro socialista con Felipe González.
De que tenía una amiga, sí, que le pasaba los apuntes, Angelita Álvarez.
Pero, sobre todo, le contaría lo solo que estaba.
Sofía atendía con la cabeza inclinada, ¡otro día le hablaría de sus cosas! Su instinto de mujer le hizo darse cuenta de que quizás alguna vez conseguiría la llave de ese corazón profundo, no contaminado ni por la frivolidad ni por la ambición, y que entonces Juanito sería suyo para siempre.
Algún día.
Ya muy tarde, con la garganta reseca de tanto hablar y el corazón más ligero, Juanito se levantó y tiró de ella. Sin palabras salieron al centro de la pista, como si estuvieran solos. Bajo la luz tamizada por el humo de los cigarrillos bailaron con las mejillas juntas, el aliento de uno sobre la piel del otro.
Como decía Olghina, el príncipe sabía cómo enamorar a las mujeres.
A la hora de explicar lo que sentía en aquellos momentos, el rey, ante Pilar Urbano[41], se muestra muy cauto:
—Hummm… me enamoré del conjunto. A ella le gustaba yo, y eso, como hombre, me halagaba. Ella también me gustaba.
—¡Hombreeeee… mujer! ¿Apasionadamente? Yo no soy un hombre que se enamore apasionadamente, perdidamente… Aparte de que entre ella y yo hablábamos en inglés, y a mí el inglés… no es que me inspire…
¿Cómo se sentiría la reina al leer estas declaraciones tan despegadas de su marido?
Se terminaron los días de Londres. En el momento de la separación, con las maletas en el vestíbulo del hotel, Juanito, que con su experiencia de las mujeres ya se habría dado cuenta de que Sofía estaba loca por él, le dijo con una frialdad que evidenciaba bastante cálculo:
—Oye, Sofi, ¿por qué no salimos un poco más nosotros solos y así vamos conociéndonos y veremos lo que pasa…?
¿Conocerle más?, se debió decir Sofía, ¿ver lo que pasa? ¡Si ella ya había decidido entregar su vida a aquel hombre con la seriedad y el compromiso que ponía en todas sus cosas! ¡Si ella se casaría con él en ese mismo instante!
Pero llevar la relación en secreto fue imposible. El indiscreto Tino le contó inmediatamente a su madre que todo el asunto entre Juanito y Sofía estaba bastante avanzado, lo que debió aterrorizar a la princesa, que conocía y temía el carácter de Freddy y también se iba dando cuenta de que a Juanito le gustaba llevar la iniciativa. En sus Memorias, tan insinceras como suelen serlo todas las autobiografías, Federica cuenta que a Pablo y a ella les encantó y les horrorizó la idea del noviazgo. Les encantó por razones bastante absurdas en una mujer que se las daba de profunda: porque «Juanito era muy guapo y muy apuesto». Porque tenía el pelo rizado, cosa que le molestaba a él, pero no a las señoras mayores como ella.
¡Quizás recordaba aquellas sensuales rumbas bailadas a bordo del Agamemnon! También porque tenía los ojos «negros», observación algo incongruente, ya que los ojos de Juan Carlos son verdosos, las pestañas largas, era alto y atlético «y cambia de vez en cuando y como quiere su encanto personal», lo cual, aunque no se entiende muy bien, suena a crítica. Luego añade eso de que era inteligente, de ideas modernas, amable y simpático. Pero dice que les horrorizó por su condición de católico.
Juanito le comentó a Vilallonga la reacción de su futura suegra con más llaneza y seguramente con más exactitud. Después de que Tino se «chivase», una entusiasmada reina de Grecia exclamó:
—¡Este no se me escapa!
Lo primero que hizo aquella mujer que según sus Memorias «estaba horrorizada» por la noticia, fue organizar las vacaciones de Juanito, sus padres y sus hermanas en Corfú, un lugar mágico para enamorarse, supongo que rezando a la Panagia para tener más éxito que con Harald y su padre en el mismo marco.
Incluso les envió un avión para transportar a la familia al completo.
Juan se frotaba las manos y a María todo le parecía bien. ¡Si en sus recuerdos dictados a Javier González de Vega[42] ya dice que a ella Sofía le gustaba mucho porque era muy sencilla, muy culta y amaba la arqueología! Aunque lo cierto es que a los ojos escépticos de esta biógrafa, que ya lleva a sus espaldas media docena de libros escritos sobre nuestra familia real, esta afinidad entre doña María y Sofía basada en la arqueología le resulta bastante inverosímil.
Según todos los testimonios que he recogido, Sofía y María tuvieron una relación estrictamente protocolaria, sin ninguna confianza.
Pero la estancia en Corfú, que tenía que ser paradisíaca, estuvo tan llena de peleas y dificultades que fue un milagro que el noviazgo saliese adelante. Juan, María y las infantas Margot y Pilar decidieron irse a los pocos días. No se encontraban a gusto en aquel ambiente preñado de tormenta. Juan temía que, llevado de su temperamento tan fácilmente inflamable, entrase en conflicto con Federica, menoscabando las posibilidades de Juanito y fastidiando el compromiso. Pusieron una excusa para su marcha prematura.
Y es que cuando Federica les daba los buenos días, por ejemplo, no les ahorraba el comentario:
—Es bonito ver como sale el sol en el país en el que una es reina.
Si Pilar alababa un objeto cualquiera, Freddy contestaba fríamente:
—Nos acompaña en todos nuestros palacios…
Y si no, se explayaba acerca de los tesoros que contenía el joyero de las reinas griegas, casi todos provenientes de la corte del zar en Rusia:
—Las joyas han pasado de padres a hijos en veinte generaciones.
Y los condes de Barcelona, judíos errantes en un mundo que es grande pero pequeño para ellos porque no incluye España, que nunca habían sido reyes y probablemente nunca lo serían, que no poseían riquezas y cuya casa era un chalé y no un palacio, ¡en un país ajeno, que no era el suyo!, debían contenerse. Juan se ponía rojo como las amapolas que crecen en los campos de Corfú, parecía que fuera a darle un síncope cuando oía los alteza por aquí, los alteza por allá del servicio de la casa, ¡él era majestad aquí y en Pompeya!
Se metía en la habitación, se mordía los puños y mascullaba:
—Joder, joder, joder…
Cuando el barco se alejaba del pequeño puerto, María se despidió desde la popa agitando un inmenso pañuelo de lunares y repitiendo con la voz más falsa que ha podido oírse en el Mediterráneo desde que Circe la hechicera intentara atraer a Ulises con sus mentiras:
—¡Lo hemos pasado muy bien! ¡Freddy, eres una gran anfitriona! ¡Volveremos todos los veranos!
Pilar y Margot escondían las cabezas bajo las almohadas para que no se oyeran sus risas histéricas. Juan iba rugiendo y haciendo cortes de manga al firmamento:
—¿Volver? ¡Tu padre!
Juanito y Sofi se peleaban por los temas más nimios; si salían en el barco, se peleaban porque uno no llevaba bien el timón, o porque el otro no sabía dónde estaba el foque. Si iban a cenar al merendero de Akihilon, se peleaban porque uno quería salmonetes y el otro cordero, reñían si uno quería vino blanco y el otro tinto.
¡Si se quedaban en Mon Repos, tenían que aguantar a Federica!
Porque Federica, con los años, se había convertido en una déspota arrogante cuyo comportamiento tiránico no tenía nada que envidiar al de su abuelo, el temible káiser[43]. Su marido prefería retirarse a esas regiones místicas donde uno está solo con Dios, sus hijos la temían y nadie a su alrededor se atrevía a llevarle la contraria. Los que se oponían a sus deseos eran borrados del mapa de sus afectos: había roto con su madre, Victoria Luisa de Prusia, que, a sus setenta años, mientras se deslizaba sobre sus rústicas tablas bajando por la Jungfrau, no comprendía a aquella hija exigente que solo la llamaba para pedirle su parte de la herencia, las propiedades, las joyas de familia, el dinero de los bancos de Londres. La hija del káiser solía lamentarse:
—Tengo seis hijos varones y a Freddy, ¡pues Freddy es el más macho de todos!
Con sus hermanos también estaba enfadada por los repartos testamentarios de su padre. La tía María Bonaparte, su apoyo durante los largos años de exilio, ya no podía soportarla, y achacaba su febril actividad a su bajo funcionamiento sexual:
—Tu marido es mayor y tienes energía sobrante. ¡Me ha dicho Pedro que él con mucho gusto puede suplirlo! ¡Por hacerte un favor!
Federica daba un bufido, decidida a no escuchar aquellas insensateces que tan atrayentes le habían parecido cuando era más joven. La tía María, además, era víctima de una depresión desde que se había muerto el tío Jacob, aquel hombre del que nunca había estado enamorada y que jamás la había satisfecho, pero que era simpático, buen padre, buen compañero y honrado.
¡Federica ya no podía contar ni con la tía María! Y tampoco con su hija Eugenia, que bastante trabajo tenía apaciguando el temperamento exaltado de su Raymondo. Sus cuñadas Irene y Helena vivían en Italia; Catalina, su dulce compañera de la Cruz Roja, de Sudáfrica y Egipto, que se disfrazaba de rey mago para sorprender a sus hijos, vivía en Londres. Como todos los tiranos, Federica se quejaba porque estaba sola, ¡no tenía a nadie! ¡Hasta había perdido la cruz que le había regalado el muchacho herido en el hospital, en los primeros días de la guerra, «in touta Niké»
[Dios está contigo]! Y se decía con amargura que las reinas debían estar solas; se lo repetía a Sofía:
—¡Solas, hija mía! ¡Las almas grandes se forjan en soledad!
¡Rodeada de mediocres! ¡Cómo podía gobernarse así un país!
El único que hubiera podido frenarla era su marido, pero Pablo estaba cansado de vivir, ansiaba que su alma se uniera a las de los muertos que viajaban al Hades y prefería prepararse para otro mundo mejor que este. Federica solo se conmovía con él. Su carácter había cambiado, sus afectos también, pero su inconmensurable amor por Palo permanecía intacto a través de los años. Cuando visitaron el Taj Mahal en la India, Freddy apoyó la cabeza en su hombro y le preguntó:
—Palo, ¿serías capaz de levantarme un monumento como este cuando yo me muera?
Y el buen rey, envejecido y enfermo, aún tuvo ánimos de sonreír:
—Desde luego que no, prinzessin. Por hermoso que sea, preferiría que descansáramos bajo el cielo abierto de Tatoi y que los ciervos pasearan por encima de nosotros y brotaran florecillas silvestres en primavera…
Descansar, sí. Federica solo se sentía en paz cuando paseaba con él y con sus perros por el lugar escogido para sus sepulturas.
Entonces volvían a sus labios las viejas palabras de cariño:
—Agapi mou.
Y él le repasaba los labios con el dedo:
—Omorfi.
El resto del tiempo era un volcán en ebullición, una oleada de lava que amenazaba con arrasarlo todo. Una mujer constantemente en pie de guerra, agotadora e impetuosa. Pisar a los demás se había convertido en su segunda naturaleza.
Y Juanito no lo iba a consentir. ¡Hombre, él aguantaba a su padre porque era su padre, a Franco porque no tenía más remedio, pero a su futura suegra ni hablar!
Se enfrentaron un día en el salón bajo de Mon Repos y sus gritos se oyeron en toda la casa e incluso en el jardín. Sofía los escuchaba llena de angustia desde su habitación retorciéndose las manos. Una Federica más altanera que nunca acababa de conseguir de Karamanlis y el Congreso griego una dote de nueve millones de dracmas para su hija. Además se habían comprometido a celebrar la ceremonia con todo el boato posible.
Algún político comentó:[44]
—La basilisa Sofía es la única de la familia que vale la pena, es la más inteligente y la más equilibrada.
Hubo amenazas, súplicas, chantaje, Federica utilizó todos los recursos histriónicos aprendidos en sus veinte años de vida pública, recordó su labor en los hospitales, la dureza de su exilio, ¡las ratas!, ¡el terremoto de las islas Jónicas!, ¡los niños de Macedonia!
Y al final lo había conseguido.
Sí, la misma cantidad que le habían negado para que Sofía se casara con Harald de Noruega. Federica estaba borracha de soberbia. No sabía que aquella cifra monstruosa era una cuenta más en el memorial de agravios que la iban empujando hacia su catastrófico final, ¡los griegos no se lo iban a perdonar nunca!
Quería anunciar el compromiso inmediatamente, en Corfú, a pesar de que los padres del novio ya se habían ido. Porque quería que Juanito y Sofi se casaran en octubre, dos meses después. Temía que el Parlamento diera marcha atrás en la dotación económica, y además sabía que una boda en el seno de una familia real era un sistema infalible para ganarse el amor de su pueblo, ¡ese ingrato que reclamaba a gritos la república!
Se lo comunicó al «chico de los Barcelona» con tono conminatorio que no admitía réplica. Pero Juanito contestó con tranquilidad y una chulería típicamente española:
—Me casaré cuando a mí me salga de las narices.
La reina se puso como la grana, ¡la cólera de Aquiles enfrentándose a Agamenón en la Ilíada no era nada a su lado! Sus rizos cobraron vida propia, sus cejas se unieron en medio de los ojos, se le hincharon los belfos, y apuntó con un dedo tembloroso a aquel muchacho que osaba responderle:
—Tú… tú… tú no eres nada, un desgraciado, nadie te quiere… no se sabe lo que serás… Nada, ¡una mierda!, menos que nada… Solo serás rey si Franco quiere…
Y Juanito cogió aquel dedo índice amenazante, y con una media sonrisa y una suavidad que había aprendido en su trato diario con uno de los hombres más fríos del mundo, que firmaba sentencias de muerte mientras lo afeitaban, le dijo:
—Eh, eh, eh, de eso nada… Tú, Freddy, serás todo lo reina que quieras, pero es bastante probable que yo también lo sea… pero no por Franco, sino por mis diecisiete antepasados que también fueron reyes…
Si estamos hablando de sangres, tan pura es la mía como la tuya…
Cogió entonces la mano entera de Federica y se acercó a ella, que se quedó tan desconcertada al ver que le plantaban cara que enmudeció. Juanito se inclinó y pudo verse reflejado en las pupilas atigradas de su suegra, y hundiendo en su corazón el dedo índice de la otra mano, con voz aterciopelada le dijo:
—Como tú. Soy nieto de reyes.
La tensión llegó a ser insoportable, pero tras esto el chico de los Barcelona rompió a reír, cogió a la reina de Grecia por los hombros y, aproximándola a su pecho, frotó la nariz contra su pelo mientras le decía:
—Freddy, Freddy.
Y ya Federica ronroneaba oliendo esa mezcla a tabaco y hombre limpio que desprendía la piel de su yerno, sucumbiendo a su embrujo como tantas antes, como tantas después.
Cuando era pequeña, Freddy tenía un perro al que decía:
—¡Morir por el rey!
Y el perro se tumbaba inmóvil y se hacía el muerto. Si se lo pidiera Juanito, ella también se tumbaría sobre el suelo de piedra de Tatoi, pero el príncipe ya llamaba a gritos a su novia:
—Sofi, Sofi, vámonos al merendero, ¡tu madre también viene!
Pero para Sofía eran victorias tristes. ¡Qué injustamente había repartido Dios por el mundo esos polvos misteriosos llamados encanto que tan solo se posaban sobre algunas afortunadas cabezas sin mérito alguno!
Es cierto que Juanito estuvo a punto de romper el compromiso, pero lo disuadieron una llamada de su abuela y los ojos de Sofía. Cuando se fue de Corfú, envuelto en la luz lechosa de la mañana que reverberada en una neblina tenue, le tuvo que dar su palabra de caballero de que no huía, que volvería a lomos de un caballo blanco como el príncipe fascinante que era, que nada había cambiado.
Antes se tenía que despedir de sus «novias»: María Gabriela hacía tiempo que había comprendido que no se casaría nunca con Juanito, aun así, le dolía perderlo, ya que seguía enamorada de él.
Con el tiempo reanudarían la amistad, ya en plan camaradería y, según me cuentan, una de las grandes depositarias de los secretos más íntimos de nuestro rey es precisamente ella, por encima incluso de sus hermanas. María Gabriela suele contar a sus amigos que nunca ha podido olvidar a su primer amor.
La otra «novia» era más difícil de despachar. Era tanto el atractivo sexual de Olghina, que Juanito temía volver a caer en sus redes. Fue a buscarla de madrugada al Club 84 de Roma y se hizo acompañar de Clemente Lecquio, el marido de su prima Sandra. Ya había nacido Paola, pero Olghina no le había dicho nada a su amante, porque llevaba casi un año sin verlo. Clemente se esfumó y la pareja, arrebatada de pasión, cogió un taxi y fue a la pensión Pasiello, un lugar «horrible, pero la imaginación puede convertir una habitación en un jardín de la Alhambra, y fue eso lo que hice».
A la mañana siguiente Juanito le contó que se había prometido con la princesa Sofía de Grecia y le enseñó el anillo que le había comprado:
—¡Con mi dinero!
Eran dos rubíes en forma de corazón con una barrita de brillantes por en medio.
La afirmación de Juanito no dejaba de ser una exageración, ya que los rubíes pertenecían a una botonadura de su padre.
Entonces Olghina le contó lo de Paola, y don Juan Carlos la escuchó con distanciamiento borbónico, se mostró «esquivo y asustado… le entró miedo de que le atribuyera esta paternidad»[45].
Olghina tuvo que pagar la habitación y el taxi, aunque luego el galante Juanito le devolvió el dinero por correo.
La petición de mano tiene lugar por fin, y como querían los novios, en Lausana, donde se reúnen las dos familias en la Vielle Fontaine, el 13 de septiembre de 1961. Ha sido el duque de Alba, el jefe de la casa de la reina Victoria Eugenia, el que ha viajado a Atenas a entrevistarse con Federica, que le dice algo así como:
—Tengo ganas de abofetearle, pero, por mi hija, le estrecharé la mano.
La reina Victoria Eugenia, a la que sus nietos llaman Gangan, está encantada con su nueva nieta. Comenta:
—Está preparada para su metier de reina, aparte de que es hija de reyes.
Y también:
—Esta muchachita tímida es en realidad un gran personaje. Ya veréis como más tarde desempeñará un papel muy importante.
La irreductible reina Federica se agarra del brazo del fornido Juan y ya no se suelta en toda la tarde. Pocas personas saben que, antes de salir al jardín, ya había tenido un enfrentamiento con la abuela de Juanito a propósito de cómo debían posar en las fotos.
Doña Victoria Eugenia se había limitado a cortar su monólogo chillón con su inglés impecable de clase alta:
—Dear… you tend to forget that I am a queen too…
Tino y el rey Pablo van con uniforme militar, cosa bastante desacertada, ya que se trata de una reunión privada y familiar; a doña María solo se la ve en segundo plano, mientras el centro de la imagen queda para la reina Victoria Eugenia, muy ajada ya aquella belleza estatuaria que había conmovido Europa. En las fotos vemos una anciana despeinada con un perfil de bruja de cuento y una mirada demasiado perspicaz para resultar bondadosa. Juanito sale en casi todas las fotos mirando a su padre, como buscando su aprobación, y ambos, él y Sofía, sonríen. Juanito ampliamente, la princesa, con cierta contención. Los periodistas presentes en el acto definen el estilo de Sofía: «Lucía un sencillo vestido de vuelo, estampado en azul, zapatos blancos y cinturón blanco también…
No llevaba reloj. Es esbelta. Debe medir un metro setenta. Rubia, pero no demasiado… Es una chica moderna a la que nadie regatearía un piropo».
José María Pemán, consejero de don Juan, improvisa una copla, para mí algo ininteligible: Mi pueblo se ha vuelto loco, todito lo que tenía le pareció que era poco y ha venido por Sofía.
En Atenas se disparan ciento un cañonazos desde la colina del Lycaon.
El último en enterarse del compromiso es Franco. Don Juan, preterido hasta entonces en todos los aspectos de la vida de su hijo, quiere ser el principal aval en su boda, quizás el momento más importante de su existencia. Ha sido él personalmente, ayudado por la reina Victoria Eugenia, el que ha llevado todas las conversaciones definitivas con la reina de Grecia: el día de la ceremonia, la doble celebración ortodoxa y católica, la conversión al catolicismo de Sofía. El mismo día en que el compromiso sale en la prensa, don Juan telefonea a Franco, que está a bordo del Azor. Hay tormenta, la comunicación es deficiente, don Juan da grandes voces:
—¡Que el príncipe se casa! ¡Con la princesa Sofía de Grecia!
Lo repite varias veces. Nadie contesta al otro lado del auricular, solo se oye el bravío oleaje. Al final, cuando Juan ya ha apurado varios whiskys, se oye la voz atiplada del Caudillo recitando:
—Es motivo de gran alegría este compromiso de…
A su enemigo, «el borrachín de Estoril»[46], según lo llaman en El Pardo, se le escapa la risa. Comprende que Franco se ha retirado para escribir una declaración oficial. Y masculla entre dientes:
—¡Ese enano despreciable!