Capítulo 7

Cuando Juanito le enseñó a Sofía el Palacio Real de Madrid, le dijo:

—Mira qué horror, aquí vivían mis abuelos, ¡la comida siempre llegaba fría desde las cocinas!

Se cuenta que Sofía preguntó con ingenuidad:

—Ah, ¿entonces aquí es donde se guardan las joyas de la Corona?

De lo que se deduce que seguían pareciéndole poca cosa las cuatro alhajas —la corona de la Chata, la pulsera de zafiros, el broche— que le había dado la reina Victoria Eugenia.

Sin embargo, el palacio de La Zarzuela, con sus paredes de ladrillo rojo y su tejado de pizarra, era muy distinto del Palacio Real y le gustó enseguida, porque era sobrio como Tatoi. A cinco kilómetros del centro de Madrid, muy cerca de El Pardo, donde vivía el Caudillo, es un lugar idílico en el que solo se oyen los pájaros y los grillos, en medio de un espeso bosque de encinas poblado de ciervos, zorros, gamos, ¡en pleno invierno hasta se ven familias enteras de jabalíes!

Aunque por motivos de seguridad está prohibido sobrevolar la zona e incluso realizar fotografías, hasta hace poco salía en Google Maps. En esta perspectiva puede verse que, aun cuando se nos intenta convencer de que el palacio de La Zarzuela es una finca pequeña, el conjunto de los edificios que albergan en la actualidad las distintas dependencias rodeado de uno de los escasos pulmones verdes de la Comunidad de Madrid es impresionante.

Franco realizó obras por valor de cuarenta millones de pesetas, añadiendo al antiguo pabellón de caza de la familia real, destruido por los bombardeos durante la Guerra Civil, un nuevo piso. Allí se instalaron los dormitorios, el de matrimonio —en los primeros trece años de vida en común la pareja compartiría habitación— y los de los futuros hijos, y se modificaron los cuartos de baño. La zona de cocinas y servicio la dispuso en un semisótano, y mandó arrancar el antiguo papel de las paredes con motivos de caza para pintarlas de color blanco.

Pero todo tenía el aire desolado de las viviendas en las que no habitaba nadie, y el golpetazo de una puerta despertaba eco en los interminables pasillos. Aquí y allá la princesa veía algún severo mueble de madera oscura estilo castellano y también alguna vitrina panzuda muy pompadour, un enorme tapiz de Bayeu y una lámpara de veinte brazos, donde se adivinaba la mano de doña Carmen; quizás eran restos que no había podido aprovechar para El Pardo del botín de sus incursiones en los anticuarios españoles; ¡la temían más que a una plaga de langosta!

El primer día, lo primero que hizo Sofía fue abrir los ventanales.

—Juanito, ¡un ciervo!

Quería que su marido participara de todos sus descubrimientos; era el comienzo de su vida en común, de verdad, con casa propia, y le gustaría que recorrieran el camino juntos.

Juanito mascullaba:

—Si tuviera aquí un arma…

Sofía se ponía a gritar por la ventana, aunque el animal ya había huido:

—¡Go away, Bambi!

Quizás recordaba su habitación de Psychico con los dibujos de Walt Disney.

El silencio era absoluto; allí no llegaba ni siquiera el ruido de la carretera, el aire seco y frío parecía que ensanchaba y limpiaba los pulmones, llenándolos de energía. El césped y las flores estaban quemados por el invierno; un jardinero anticuado había trazado unos caminillos de piedra rocosa, y unos escalones afilados como guillotinas delimitaban tres terrazas, cada una ornada por un anémico surtidor. También había geranios.

Las cañerías e instalación eléctrica eran nuevas; se había añadido calefacción y aire acondicionado. Alguien[60] advirtió a sus altezas:

—Se ha aprovechado para poner micrófonos.

A partir de entonces, cuando Sofía y Juanito querían hablar de algún tema delicado, salían al jardín.

Fue en el jardín donde Juan Carlos le contestó a un amigo que le preguntó qué tipo de monarquía[61] le gustaría instaurar en España:

—Una monarquía de republicanos.

Sofía recorría las estancias, disponía:

—Aquí pondré el secreter, la mesa tiene que ir aquí, no sé si cabrá el piano en el salón…

Como todas las recién casadas, disfrutaba preparando el nido de la familia que acababa de crear, exclusivamente suya, aunque Juanito le advirtiera:

—No te ilusiones mucho… no sabemos cuánto vamos a durar.

Sofía se negaba a escucharlo, ¡llevaba tantos meses esperando ese momento! ¿Cómo meses? Años, toda su vida de pequeña desterrada sin hogar, desde que jugaba a las casitas con sillas en Sudáfrica, mientras en lo alto se columpiaban los murciélagos.

Llamaba a su madre:

—Mamá, envíame todo; lo primero los baúles de ropa, ¡no, no!

Lo primero los armarios; mejor ponlo todo junto en un container, o dos, o tres —al final se necesitaron tres—. ¿Verdad que harás que me envíen todo lo que me habías comprado para Psychico? ¡El piano también, por favor! ¡Y desmonta mi taller de yacimientos y mandádmelos todos aquí!

¡Acuérdate de la lámpara de cristal! ¡Los sofás! ¡Las vitrinas! Y… y…

Federica anotaba a regañadientes. Se había salido parcialmente con la suya, al menos había conseguido sacarlos de Estoril, «el paraíso triste», como lo llamaba Saint-Exupéry, y de Villa Giralda, de esa casa sin futuro, con los padres exiliados que ya no sonreían nunca, la hija ciega, la hermana mayor que no terminaba de casarse y el recuerdo atroz de Alfonsito en todas las habitaciones.

Sí, ¡ella no había criado a su hija para que se uniese a un perdedor!

Claro que Sofía y Juanito tampoco se habían ido a vivir a Grecia, donde podrían aprovecharse de sus consejos… pero Freddy sabía que, si querían acceder al trono de España, tenían una dura tarea por delante: vivir en España para luchar con uñas y dientes por el trono, lo que incluía desde halagar al Caudillo hasta abjurar de su padre.

Sofía canturreaba de felicidad mientras distribuía los muebles ingleses, lámparas, vajillas, ropa de cama, toallas con la JC y la S mezcladas y una corona arriba, ¡hasta las cortinas y las alfombras las hizo llevar de Grecia! Como regalo de boda había recibido treinta y nueve cuadros, que repartió por todas las paredes, desde un Pancho Cossío hasta un Vázquez Díaz, desde un Zobel hasta un Rueda, pasando por Esplandiu, Macarrón, Reyzábal o María Revenga. La familia Mazuchelli, fervientemente monárquica, les había regalado uno de los once retratos de Alfonso XIII que realizó el pintor Benedito. Estaba en el Ministerio de Agricultura antes de la guerra, y fue adquirido a quien lo incautó por la cantidad de 1.492 pesetas. Sofía lo puso en el vestíbulo.

En el salón se instaló otro retrato de Alfonso XIII con uniforme de húsares, de Joaquín Sorolla.

En un lugar preferente colocó un biombo lacado en negro con incrustaciones de nácar que habían comprado en Hong Kong durante su viaje de novios, y también el barco que les había regalado su padre por la boda.

Curiosamente, no hay iconos, ni figuras bizantinas, ni alfombras turcas, ni platería balcánica, nada que nos recuerde que Sofía es griega.

Aunque, eso sí, escondida en el cajón más secreto dormía su muñeca, Helena, y a veces Sofía, que ya era mayor, tenía su propia familia, era princesa ¡y podría ser incluso reina si le daba la gana al Caudillo!, la cogía, la abrazaba, le levantaba una pierna de trapo mientras ella levantaba la suya y bailaban las dos un sirtaki mientras las cítaras resonaban tan solo en su cabeza, pero tan nítidas como si estuviera oyéndolas en un cafetín de la Platka tomando una copa de ouzo y rompiendo platos.

Como un capricho personal, Sofía se hizo instalar el estupendo equipo de alta fidelidad que les había regalado el Real Madrid con altavoces en todas las habitaciones.

Patrimonio Nacional contrató a dos ayudas de cámara para el príncipe, dos doncellas para la princesa[62], y dos personas en la cocina, pero todos se retiraban a sus casas a media tarde. Doña María les había enviado desde Portugal dos sirvientas de toda confianza, que por la noche no se movían de su habitación, en el semisótano. Había quien decía que a veces, a medianoche, se veía la silueta de una pareja bailando en el salón a la luz de las velas y, si estaban las ventanas abiertas, podía oírse la voz melancólica de Richard Anthony: Et játends siffler le train, que cést triste un train qui siffle dans le soir.

Pero para Sofía todos los trenes son alegres. Los seres humanos tenemos un tiempo de felicidad en nuestras vidas, y aquel, con su incertidumbre de futuro, en un régimen cruel y dependiendo de un dictador arrogante, fue el de Sofía, aunque a nosotros nos pueda parecer imposible, ¡las fuentes en las que bebe la dicha son inescrutables y extraordinarias!

Consiguió un jardinero joven, que entendía sus ideas. Ella optó por el jardín italiano, que, como le dijo su jardinero:

—No es obra del hombre, sino del tiempo.

A Sofía no le gustaba el artificio, prefería respetar la naturaleza frondosa y llena de majestad de esos montes velazqueños; con sus propias manos plantó abetos, cedros del Líbano, olmos, fresnos, encinas… ¿Por qué no crecerán más rápido? Juanito la observaba a veces desde el porche con los ojos entrecerrados por el humo del cigarrillo, con sus zapatos tan brillantes que uno podría mirarse en ellos, con la camisa impoluta, las manos en los bolsillos:

—¡Cómo trabaja mi Sofi!

Ella se giraba cómicamente, una pala en una mano, un cepellón en la otra, y esas botas de agua que entonces se llamaban katiuskas. Tenía la punta de la nariz tiznada y llevaba un pañuelo atado a la cabeza, como las campesinas griegas. Le reprochaba ahogando la risa:

—Podrías hacer algo, ¿no? ¡Tan joven y tan ocioso!

—Estoy pensando, ¿te parece poco?

Se acercaba a ella, bajaba el rostro hasta encararse al suyo y se tocaba la sien:

—Porque aunque a algunos les parezca mentira, YO pienso.

Era la época en que se empezaba a decir que el príncipe era tonto y que la lista era Sofía.

Los príncipes apenas recibían visitas. Franco ya les había hecho saber que tenían que huir del ambiente de frivolidad que se daba entre los grandes de España; que él podía recordar, por su edad, que las fiestas de la corte eran un nido de intrigas y de maledicencia y que nada le gustaría menos que ver a la princesa alternando con las clases aristocráticas españolas, tan inmorales.

La sobrina de Franco, Pilar Jaraiz, le comentó a esta periodista que su tío solía burlarse de todo lo que oliera a realeza:

—A veces, cuando no estaba delante la tía Carmina, le salía el humor socarrón de su juventud. Un día estaba yo en El Pardo mirando una vitrina con unas medallas con mi tío Nicolás. Cuando bajó el tío, Nicolás le dijo: «Hombre, Francisco, ya veo que tienes una medalla de una señora de pierna alegre como Isabel II». Franco se echó a reír, empezaba bajito e iba subiendo de tono, y me dijo: «¡Cómo es tu tío Nicolás, no respeta ni a las reinas!». Se notaba que a él la aristocracia le daba cien patadas.

¿Que se apartara de las damas de la nobleza? ¡Ningún consejo le podía gustar más a Sofía! ¡Descartaba de un plumazo a las posibles María Gabrielas y Olghinas de este mundo! ¡Le resolvía la vida!

La reina Victoria Eugenia no se cansaba de contar que las amantes de su marido se las buscaban las señoras de la corte, y que uno de sus gentilhombres, Viana, incluso conspiró para que se separara de ella para casarse con la actriz Carmen Ruiz Moragas. Sofía, cada vez que se acordaba de las atrocidades por las que había pasado la abuela de su marido como reina de España y, sobre todo, como esposa, se estremecía de terror y se prometía extremar las precauciones para no sufrir lo mismo. Su marido era Borbón y español y, como le decía doña Victoria Eugenia:

—Los españoles son muy malos maridos y los Borbones ni te cuento.

Doña María, su suegra, se encogía resignadamente de hombros, ¡era inevitable! ¡Nuestros hombres llevan la infidelidad en los genes, como otros llevan la hemofilia!

¿No podría romperse nunca esta brutal cadena? ¡Quizás Juanito era más Orleans que Borbón! Podría ser.

¿No decían todos que se parecía tanto a su madre?

Gangan, como la llamaban sus nietos, también le comentaba con tristeza:

—¡Ni una amiga conseguí en los veinticinco años que viví en España!

Un grupo de señoras tituladas fueron a Zarzuela a hacer a la princesa una visita de cortesía y salieron escandalizadas:

—Nos hizo esperar; estaba trabajando en el jardín; apenas nos atendió; habla muy mal español; no sabía quiénes éramos… Es antipática.

Fue entonces cuando ellas preguntaron:

—¿No necesita vuestra alteza camareras de corte?

Y Sofía dio una respuesta que se ha hecho legendaria:

—Ya tenemos el servicio completo… aunque una buena cocinera no nos vendría mal… a mi madre también.

Las visitas intentan halagarla hablándole de su suegro:

—Nosotras vamos a Estoril desde el año 46…

Pero tampoco obtenían ninguna respuesta, porque don Juan era uno de los temas de conversación proscritos; Sofía temía no solamente a los micrófonos instalados en toda la casa, sino a los ayudantes que Franco había colocado a su lado: Mondéjar, el duque de la Torre, el general Castañón de Mena, tan triste que lo llamaban «Castañón de Pena», Emilio García Conde, el nuevo secretario de la Casa del Príncipe, el general Alfonso Armada… Aunque algunos estaban en el bando de los príncipes, todos preferían encender una vela a Dios y otra al diablo. Los chismes y los informes viajaban en ambas direcciones.

Y no se podía hablar de don Juan porque los caminos de Juanito y de su padre ya eran totalmente divergentes, aunque aún no hubieran tenido una charla de hombre a hombre. Poco después de la boda, don Juan había jugado su última carta, que había conseguido que Franco lo apartara definitivamente de la carrera dinástica. En lo que el Caudillo llamaba «el contubernio de Múnich»; monárquicos, católicos, falangistas del interior arrepentidos, y exiliados catalanes, vascos y socialistas emitieron un tibio manifiesto en el que se pedía una evolución moderada y tranquila hacia la democracia. En una de las sesiones, los monárquicos cantaron las alabanzas de una monarquía bajo don Juan:

—¡El rey de todos los españoles!

Con lo que vemos quién tiene el copyright de esta frase que tanto gusta de pronunciar a nuestro monarca.

También afirman que después de don Juan, iría don Juan Carlos, por supuesto. Pero solo después.

Franco creyó que el conde de Barcelona estaba detrás de esta operación, declaró el estado de excepción en el país, sacudido por una oleada de huelgas en el sector minero y entre los estudiantes, detuvo, encarceló, incluso dictó penas de muerte, y se dedicó a descalificar con desprecio a esos…:

—¡Desdichados que se conjuran con los rojos para llevar a las asambleas extranjeras sus miserables querellas!

Y todos entendieron que se refería a don Juan. De rebote, se enfadó también con Juanito y Sofía; no estaba seguro de su lealtad y se negaba a recibirlos. Juanito se consumía, se volvía hacia su mujer, que intentaba consolarlo:

—No te preocupes, nos necesita, si no, no nos hubiera hecho venir… ¡Tenemos que demostrarle que estamos de su lado!

Se cogían de la mano los dos en el salón, entre sus muebles nuevos, bajo los retratos inmensos que en la oscuridad tienen algo amenazante, como aquellos dos niños que se habían encontrado en algún lugar de Europa y se habían aferrado el uno al otro.

Un íntimo amigo de don Juanito de aquella época contestó así a mi pregunta:

—¿Enamorado don Juan Carlos? No creo que se lo planteara nunca.

Quizás Juanito no estaba enamorado de Sofía. Pero en aquellos tiempos de tribulación, la necesitaba, se apoyaba en ella.

La complicidad no es un mal sustituto del amor.

Muchos años después Sofía recordará con añoranza:

—¡Entonces todo lo hacíamos juntos!

Y Juanito le reconoció a Pilar Urbano que:

—Ella, sobre todo al principio, me dio mucho…

Más se preocuparon cuando se enteraron de que Franco se dedicaba a alabar indiscriminadamente al otro pretendiente, su primo Alfonso de Borbón Dampierre, que se había convertido ya en un habitual de la familia del Caudillo y estaba en plena efervescencia conspirativa.

El clan de El Pardo, encabezado por el yernísimo, el marqués de Villaverde, le buscó buenos padrinos. El principal fue Mariano Calviño, un abogado catalán que había sido el primer jefe de Falange de Barcelona después de la guerra y que había ocupado puestos tan importantes como la presidencia de la Sociedad General de Aguas. Era riquísimo y muy influyente, y gracias a él Alfonso se convirtió casi oficialmente en el pretendiente del régimen. La lista de seguidores crecía, aunque posteriormente todos lo negaron. Landelino Lavilla, que había sido compañero de don Alfonso en la universidad y que llegó a ser ministro de Justicia, elaboró un informe por el que se determinaba que Alfonso de Borbón era el legítimo heredero del trono, aunque en la actualidad Lavilla le haya negado a Joaquín Bardavío que realizara algo más que «algunas anotaciones, ya no recuerdo en qué sentido».

El mismo Bardavío da más nombres: Rodríguez de Valcárcel, Solís, Nieto Antúnez, todos pesos pesados del régimen.

Alfonso visitó El Pardo y pasó muchos fines de semana en el pantano de Entrepeñas, con los Villaverde. Como uno más de la familia, iba a las celebraciones familiares; cuando Carmen, la nieta mayor, cumplió trece años, Alfonso acudió a la fiesta que le organizaron sus padres y le llevó una caja de bombones. Carmen era una chica alta, de porte aristocrático, muy mimada por su abuela, con una belleza algo afeada por su prominente nariz. Sus hermanos se burlaban de ella y la llamaban:

—¡La princesa!

Franco también valoraba muy positivamente lo bien que se portaba Alfonso con su padre, el pobre infante don Jaime, hijo mayor de don Alfonso XIII, obligado a renunciar a la corona por culpa de su sordomudez. Porque el duque de Segovia se arrepintió de esta renuncia, y con su áspera voz intermitente vociferaba cada vez que algún visitante español se acercaba a su modesta vivienda de la Rueuil Malmaison:

—¡Me han tratado peor que a un cerdo! ¡Mi hermano Juan me ha engañado!

Se proclamaba duque de Borgoña y gran maestre de la orden del Toisón de Oro. Para adquirir notoriedad empezó a conceder toisones con alegre generosidad. Algunos ingenuos pagaron por lucir esta condecoración y otros no se daban ni siquiera por enterados de que habían sido agraciados con esta gran merced, como los astronautas Borman, Lovell y Anders, primeros hombres en viajar a la luna, cuyo asombro no conoció límites cuando por correo les fue enviada la citada condecoración.

Un día don Jaime decidió concederse también el título de duque de Madrid, que asimismo utilizaban Carlota, su segunda mujer, y la hija de esta, Hilda. Acudían con frecuencia a fiestas de sociedad en París, y los periódicos no sabían ya qué títulos adjudicarles y les aplicaban tratamientos tan estrambóticos como «sultanes» o «reyes en el destierro».

Don Alfonso velaba por este infeliz padre que el destino le había deparado con paciencia y generosidad y así se lo explicaba a Franco, quien al final decidió concederle una pequeña pensión mensual.

Alfonso vestía bien, era sombrío y guapo y, aunque terriblemente aburrido, tenía mucho éxito con las mujeres[63]. A pesar de que Marujita Díaz, con la que tuvo un affaire, le confesó a un periodista:

—¿Ves lo soso que es? Pues en la cama lo mismo.

Su trabajo en el Banco Exterior empezaba a estar bien remunerado, se decía que cobraba setenta mil pesetas de la época, ya que llegó a ser subdirector. Desde este puesto, según escribe en sus Memorias con su modestia habitual, «fundé diversas sociedades, entre ellas una sociedad financiera que llegó a ser la más rentable de todas aquellas cuyo accionariado controlaba el banco».

En uno de los concursos absurdos que se celebraban en aquella España sin programas del corazón lo eligen «Elegante de la política», y concede una entrevista informal en la que manifiesta que «no me siento elegante, me gusta vestir cómodo», haciendo gala de una gran originalidad. Cuando la periodista, Maite Mainé, le preguntó:

—¿Tengo que llamarle alteza o de usted?

Él contestó caballerosamente:

—Usted está bien.

Y luego se explayó sobres sus gustos y aficiones:

—No uso agua de colonia, estoy leyendo el libro de Luis Romero, Tres días de julio, no me gustan nada los juegos de azar, me gusta el dulce, el jazz, el cantante Raphael y, en los toros, Antonio Ordóñez y el Cordobés. No fumo y mi ideal de mujer es una que tenga mis mismos gustos, con la cual pueda hablar y me pueda entender.

La periodista, entregada, terminó la entrevista diciendo «es un príncipe encantador… sin cuentos de hadas».

Juanito y Sofía tampoco vivían un cuento de hadas, sino una existencia oscura y solitaria en La Zarzuela; en las revistas de esa época no hay ni una sola mención de ellos. Leían con estupor el tratamiento de príncipe y de alteza que daba la prensa a Alfonso, aunque no se atrevían a protestar. Juanito quizás miraba con cierta envidia a su primo, porque era abogado y además lo describían como «atractivo playboy». La lista de sus romances era interminable, aunque el más publicitado fue el que tuvo con una actriz italiana de cuarta fila, Marilú Tolo, que, aunque parezca imposible, algo en común tenía con Sofía, ya que había actuado en una película rodada en Grecia que llevaba el sugestivo título de Maciste, gladiador de Esparta. Marilú declaraba a las revistas con desenfado:

—No me importan los blasones, y Alfonso es mi hombre, aunque no estamos oficialmente prometidos.

Cuando rompieron, ella contó a la revista Lecturas:

—Le he devuelto sus regalos: un brazalete de diamantes, muchos discos, algunos libros y perfumes, aunque —especifica con honradez— las botellas estaban medio vacías.

Alfonso salía en las fotos vestido de forma impecable en las fiestas al lado de mujeres espectaculares, o con atuendos de deporte, de esquiar, de bucear, de jugar al tenis, o incluso al baloncesto.

Sofía pasaba las hojas de las revistas con desaprobación y le comentaba a su marido:

—A Franco esto seguro que no le gusta.

Pero Juanito se desesperaba, estaba cariacontecido y taciturno, temía que, después de tanto luchar, ahora se iba a quedar sin su padre, don Juan, y sin su abuelito, Franco. Miraba a Sofía con ternura. Sabía que ella no le iba a fallar nunca.

En la misa de Réquiem que se celebra todos los años en El Escorial en conmemoración de los difuntos de la familia real, el 28 de febrero de 1963, por primera vez, Sofía asistió al lado de Juanito. Sabía que estaban recordando al abuelo de su marido, ¡nadie les podía robar el protagonismo! Con vestido negro y perlas en el cuello, se mostraba grave y emocionada. Por la noche, ante su recién estrenado aparato de televisión, se sentaron los dos muy ilusionados. Estarían juntos por primera vez en un acto oficial en España y por primera vez los españoles se darían cuenta de que estaban viviendo allí y preparándose para suceder a Franco.

Pero su desilusión no conoció límites.

El locutor anunció, encima de una imagen del Caudillo:

—… La ceremonia fue presidida por su excelencia el Caudillo de España y doña Carmen Polo de Franco.

No los mencionaban. Ellos no salían. Habían cortado la imagen para que no se les viese.

Sofía se levantó y se fue corriendo a su cuarto. No quería llorar ni delante de su marido, ni del servicio, ni de los micrófonos.

Al día siguiente Juanito le confesó[64] a Mondéjar:

—Me dio mucha vergüenza de cara a mi mujer… Había llamado a su madre para contárselo y le prometió enviarle una copia para que la visionaran en Atenas. ¡Tengo miedo de que se arrepienta de haberse casado con un don nadie como yo!

El 24 de abril se casó Alejandra de Kent con Angus Ogilvy, el hijo del conde de Airlie, un título menor. Sofía y Juan Carlos pidieron tímidamente permiso para ir. Franco se lo concedió como si a él ya nada de lo que pudiesen hacer le atañese.

Antes se pasan por Alemania, Sofía quería que Juanito conociera a su abuela, la hija del káiser.

Victoria Luisa, derecha y altiva, con el rostro surcado de arrugas y quemado por el sol, con los ojos mongoles convertidos casi en una ranura, palpó a Juanito como si se tratara de uno de sus caballos y luego dictaminó:

—¡Sofía, es alto, fuerte y rubio, pero es más guapo tu padre!

Y luego le salió el rencor por su hija:

—¡No entiendo cómo puede aguantar a Freddy! Bueno, claro, es un santo.

Los cuatro hermanos de Freddy también acudieron a tomar el té con su nuevo sobrino. Les desconcertó que fuera tan bromista y le preguntaron cómo podía vivir en la oscura y miserable España. El tío favorito de Sofía, Christian, ya de cuarenta y cinco años, se acababa de casar con Mireille Dutri, que tenía solo dieciséis. Pocos criados del palacio de Marienburg recordaban a Freddy. Tan solo el anciano cocinero emergió de las profundidades del sombrío palacio y con sus manos temblorosas le dio una bolsa con spekulatius para su madre y le dijo melancólicamente a Sofía:

—Eran las galletas favoritas de la prinzessin cuando era pequeña.

Sofía visitó una feria de productos para el hogar y contempló el último grito en lavadoras, una soberbia Westinghouse de la que la propaganda decía: «Mientras usted se dedica a sus aficiones favoritas, su lavadora, con su automatismo total, le resuelve la colada». Le preguntó a su marido:

—¿No crees que podríamos comprarla?

Y Juanito, castizamente, se frotó el dedo índice con el pulgar y le dijo:

—¿Y el parné, Sofi?

—Pero, Juanito…

—Ni Juanito ni hostias.

Les llamaron por teléfono al hotel. Al parecer la reina Federica había sufrido un atentado en Londres.

Sofía intentó comunicarse con Londres o con Atenas. Al final fue el armador Loukas Nomicos, otro de los amigos millonarios de Federica, el que la llamó y la tranquilizó:

—No se preocupe, alteza, ha sido cosa de la mujer de ese maldito Ambatielos, como es inglesa ha movilizado a un pequeño grupo de gente y profirieron insultos cuando su majestad llegó al hotel Claridge. La reina se asustó y, en lugar de entrar en el hotel, se puso a correr. Se refugió en una casa de vecinos, de donde la rescató la policía.

Toni Ambatielos era un miembro del Partido Comunista griego que estaba encarcelado por sus actividades al frente del sindicato de marineros.

Había campañas internacionales para pedir su liberación y la propaganda lo había convertido en un mártir.

—Pero mi madre, ¿está bien?

Nomicos se echó a reír:

—Alteza, ya conocéis a la reina, ¡se crece en las dificultades!

Cuando llegaron al hotel Claridge, sufrieron una gran impresión, porque en la puerta había un grupo de manifestantes con pancartas que gritaban:

«¡Fuera la reina fascista!», y algunos enarbolaban el Daily Express, en cuya primera página salía una foto de Federica con la leyenda «¿Queremos a esta mujer aquí?».

Les sorprendió encontrarse a un sonriente Tino en el vestíbulo, que llevaba a una chica muy joven colgada del brazo. Dándose importancia, se la presentó:

—¡Mi novia!

Era la princesa Ana María de Dinamarca, que hizo de dama de honor en la boda de Sofía. Solo tenía diecisiete años; cuando sonreía se le marcaban unos hoyuelos encantadores y no sabía si besar a su futura cuñada o hacerle una reverencia. Juanito rompió el hielo:

—Qué cabronazo eres. Muy guapa, Tino, ¡vaya suerte!

Fuera del ojo vigilante de Franco, Juanito recobraba un poco aquellas maneras de seductor que tantos triunfos le valieron en lo que él ya calibraba como remota juventud, ¡y solo tenía veinticinco años!

Sofía le preguntó a su hermano:

—¿Mamá está arriba, en su habitación?

Subió corriendo. La puerta de la habitación de su madre estaba entreabierta.

El cuarto estaba a oscuras; su madre estaba apoyada en la ventana entornada escuchando los gritos de los manifestantes:

—¡Fe-de-ri-ca-fas-cis-ta! ¡Fe-de-ri-ca-fas-cis-ta!

No se giró. Sabía quién era la que había entrado; conocería su respiración entre la multitud, sus pasos que se detuvieron detrás de ella. Sin mirar a su hija, como hablando consigo misma, dijo:

—¿Te acuerdas, Sofía, de las ratas que corrían encima de mi tocador en Ciudad del Cabo? ¿Y de las cucarachas?

Sofía asintió sin palabras. Había velas y, apoyada en unos libros, una imagen de la Panagia. La elegante habitación del Claridge parecía un santuario. Nunca habían hablado de aquello.

—Sí, mamá, claro que me acuerdo.

Federica estaba fumando:

—Os daba de cenar; yo os decía que ya había comido… ¡no había nada! ¡Tenía tanta hambre que hasta probé a comer hierba que crecía al lado de los caminos!

Fuera seguía el griterío. Ahora la emprendían contra Sofía, que estaba viviendo en España.

—¡Sofía, fascista, vete con Franco! ¡Quédate en España! ¡No te queremos en Inglaterra! ¡Devuelve la dote! ¡Te gastas en joyas el pan de nuestros hijos!

Freddy siguió fumando, soñadora, como si no oyera nada.

—Tu tío el rey dijo que no y mil veces no cuando los italianos le pidieron que se rindiese… Había un chico en el hospital… me dio una cruz… In touta Niké… Yo los quería mucho a aquellos muchachos… Detuvieron con sus cuerpos el avance de los italianos…

—Ya lo sé, mamá… los griegos también te quieren mucho… no hagas caso… Franco dice que los que gritan son los resentidos y los envidiosos…

Federica no la escucha. Ahora entona desafinadamente:

—Beee beee black sheep.

Es la canción que le susurraba al oído en Creta para que no oyera caer las bombas. Sofía se estremeció, pero se acercó y la abrazó. Federica era un cuerpo rígido, tenía los ojos secos.

—Beee beee black sheep.

A Sofía le daba un poco de miedo. A pesar de todo susurró:

—Mamá, estoy embarazada.

Federica se calló de golpe. Pareció despertar. Se apartó, aplastó el cigarrillo contra un cenicero, encendió la lámpara, el rostro de Sofía resplandecía bajo la luz color membrillo, y suavemente le dijo:

—Muy bien, hija, esperemos que sea un chico.

La princesa puso un gesto compungido y Freddy se apresuró a preguntarle mientras cerraba la ventana:

—Pero ¿hay buenos ginecólogos en España?

Sofía le explicó que le habían hablado del doctor Mendizábal, que tenía su consulta en el paseo de la Castellana, ¡en su sala de espera se reunía toda la aristocracia de Madrid! ¡En una sola tarde había recibido a tres duquesas!

Pero Federica fue categórica:

—Te llevará nuestro doctor Doxiades.

El día 4 de mayo el palacio de Atenas envió un comunicado oficial a los medios, en el que informaba que «la princesa Sofía de Grecia está esperando su primer hijo».

Franco se limitó a felicitarlos fríamente, a través de Mondéjar.

Pocos días después, una mañana del mes de mayo, Juanito y Sofía estaban desenvolviendo paquetes; a Juanito ya se le habían roto varias tazas, porque se empeñaba en lanzarlas al aire y luego no llegaba a tiempo a recogerlas. Sofía, que iba vestida con una cómoda bata de boatiné que le había enviado su abuela desde Alemania, porque las mañanas estaban fresquitas todavía en Zarzuela, fingió reñirlo con severidad, pero, como le dijo su marido:

—Se te escapa la risa por debajo del bigote.

Ella protestó:

—¡Pero yo no tengo bigote!

Juanito le dijo riendo:

—Pero no seas tan alemana, Sofi, ¡es una expresión figurada!

—Pero yo no soy alemana, ¡soy griega!

—No, Sofi, ahora eres española.

Su mujer, súbitamente ablandada, se acercó mimosa para darle un beso, pero Juanito saltó hacia atrás y le enseñó una fotografía que acababa de sacar de una caja:

—¡Mira, Sofi, lo guapo que estoy aquí!

Está vestido de militar, en la terraza de Villa Giralda, con la gorra de plato debajo del brazo. Dócilmente, su mujer le contestó:

—Sí, muy guapo.

—Tienes que decir de puta madre, Sofi. Aquí, cuando te regalen algo que te guste mucho, has de decir: ¡está de puta madre!

—¿De putttta madrrre? ¿Así? —preguntó diligentemente la princesa.

—Sí, cuando vengan las grandes con un ramo de flores, tienes que decirles: ¡estas flores están de puta madre, marquesa!

Sofía ya se apresuraba a repetir varias veces «de puta madre» para afinar la pronunciación, cuando un paternal Mondéjar entró en la habitación sonriendo bondadosamente:

—Permítame, príncipe, que le explique a su alteza que esta expresión debe utilizarse únicamente en la intimidad.

Sofía enrojeció:

—¡Juanito, eres un gamberro!

Pero Juanito no cejaba en sus clases de idiomas:

—Tienes que decir cabrón, Sofi. Cabrón.

La princesa gruñía y le arrojaba una caja de embalar y luego se lanzaba en plancha encima de él, intentaba hacerle una llave de judo y se ponía a tirarle del pelo y de las orejas mientras Juanito le gritaba:

—Ay, ay, piensa en tu hijo, Sofi, hazlo por él.

Mondéjar tosió discretamente:

—Ejem.

Llevaba un sobre en la mano con el sello de El Pardo. Cuando Juanito vio que era de su excelencia, se apresuró a cuadrarse, temblando, y a abrirlo.

Era una invitación a una representación de los Coros y Danzas de la Sección Femenina en el teatro María Guerrero, el 24 de mayo. Aparte de posar para dos retratos que les estaba haciendo el pintor Enrique Segura, sería la única ocupación de esa primavera.

Sofía se vistió con un abrigo de mezclilla que le había hecho Elio Berhanyer, un modisto muy simpático que le había presentado la marquesa de Llanzol y que cuando le probaba en su chalecito de Ayala 124 le contaba cosas muy divertidas de la vida de España: los amores de Ava Gardner con un torero y que la condesa de Quintanilla era una americana muy guapa de la que se rumoreaba que era espía, y después hablaban de sus perros. Sofía se había traído sus dos terriers de Grecia.

Todavía no se le notaba el embarazo, pero prefería que el abrigo fuera ancho para poder lucirlo también en otoño, que estaría más avanzada, ¡su presupuesto no daba para mucho, a pesar de que Elio le hacía un buen descuento!

Los príncipes entraron del brazo en el teatro, saludaron y se sentaron, sonrientes, en el palco de honor para asistir a la tediosa representación, y Juanito, que odia la música y no digamos el baile, le dijo en voz baja sonriendo hipócritamente:

—Menudo tostonazo.

Sofía le contestó:

—Pues yo prefiero esto a una corrida de toros.

Esta era una de sus discusiones más comunes. La reina Victoria Eugenia ya se lo había advertido:

—Es un espectáculo cruel propio de un pueblo atrasado como el español. A mí me obligaban a ir a las corridas; una vez tuve un aborto al ver como se desangraban los caballos. ¡Me ponía los gemelos al revés para no ver aquella salvajada, pero aun así oyes como lloran, porque los caballos y los toros lloran como las personas!

Cuando Sofía protestaba y decía:

—Yo me negaré a ir.

Gangan le respondía con sombría satisfacción:

—No podrás negarte, te obligarán.

Pero las niñas de la Sección Femenina ya habían terminado su última muñeira, y Sofía y Juanito aplaudieron puestos en pie. Sofía sonreía recordando uno de los últimos titulares de los periódicos griegos hablando de su estancia en España: «Nuestra basilisa baila perfectamente la jota y la sevillana».

Saludaron a un lado y a otro; nadie tiene costumbre de hacer reverencias, aparte de las monárquicas de viejo cuño, y se limitaban a estrecharles la mano. El estilo un poco monjil y preconciliar de Sofía, en una época en la que aparecía un nuevo modelo de mujer encarnado por Brigitte Bardot, despertaba mitad burla, mitad compasión.

Pero a la salida del teatro, un grupo de carlistas exaltados, partidarios de don Javier de Borbón Parma, pocos pero muy ruidosos, seguramente entre ellos estaría Barrionuevo, los estaban esperando. Al verlos, empezaron a gritar:

—Fuera Juan Carlos; no queremos reyes idiotas; impostor, Borbón al paredón.

Y también:

—¡Viva don Javier!

Aturdido, sin darse cuenta, o quizás queriendo quitar hierro al asunto, Juanito gritó también más fuerte que nadie:

—¡Viva!

Y aquí Sofía tuvo una inspiración genial. Se paró en seco, se giró hacia su marido y clavando en él una mirada severa de priora de convento, indiferente a los que los rodeaban, le reprendió:

—¡Cómo que viva don Javier! ¡Tienes que gritar viva Franco!

Nadie se dio cuenta de que en lugar de hablar en inglés, el idioma en el que se comunicaba con su marido, se lo dijo en su mal español. Así, los ayudantes que los rodeaban que, naturalmente, tenían a gala hablar solamente el idioma del imperio, pudieron transmitir sus palabras textuales al Caudillo. Concretamente se lo contó Mondéjar. Franco se mostró entusiasmado:[65]

—Yo ya sabía que la princesa era sumamente inteligente, me dolió lo sucedido, pero no podemos olvidar que los príncipes viven en España por deseo mío y hasta ahora su conducta es irreprochable en todo.

También se enteró de que el embajador inglés, sir George Labouchere, los había invitado a comer en la embajada para comentar aspectos mundanos de la boda de Alejandra de Kent. Y que Sofía había contestado, en español y en voz lo suficientemente alta como para que la captaran los micrófonos:

—No podemos aceptar por el momento —para dejar muy claro que una cosa eran los contactos familiares y otra olvidarse del tema de Gibraltar.

Cuando Juanito le dijo entusiasmado a Sofía:

—El Caudillo me ha llamado muy cariñoso otra vez y me ha dicho que a partir de ahora quiere verme todos los lunes.

Su mujer fingió contar los puntos del jerseicito que estaba tejiendo para su hijo, y Juanito no se dio cuenta de que se sonreía «por debajo del bigote».

En esas audiencias Franco hablaba y Juanito callaba. Vilallonga decía de él: «El príncipe es el hombre que mejor se ha callado de España».

Audiencia. Los lunes. Sí. Un par de horas.

Pero la semana tiene siete días de veinticuatro horas y no tenían nada más que hacer.

Sofía lo recordará más tarde:[66] «Teníamos que estar inventándonos el trabajo cada día, no teníamos un estatus, no sabíamos muy bien quiénes éramos… no podíamos exigir ningún derecho, no sabíamos ni cuál era nuestro puesto, nuestro rango, incluso en el protocolo…». Sofía acompañaba muchas veces a su marido y se quedaba de visita con doña Carmen, la Señora, como la llamaban en España. Le pedía algún consejo sobre decoración y ropa, pero básicamente se dedicaba a escucharla. Doña Carmen abominaba de la televisión y le contaba que:

—Tuve que llamar indignada porque ayer por la noche vi como salía un anuncio de… una señorita en… ropa interior. ¡Pura pornografía! ¡He exigido que se pase a medianoche, cuando las criaturas estén dormidas, para preservar su inocencia!

También se explayaba acerca de la desgracia que las malas mujeres pueden llevar al seno de las familias honradas (en este aspecto la princesa estaba de acuerdo):

—En Estados Unidos es muy corriente; se divorcian y ya está.

¡Qué puede esperarse de un país en el que las mujeres se casan envueltas en celofán, sin nada debajo!

Aun cuando Sofía asentía a todo, en este punto estuvo a punto de atragantarse con una moskovita de chocolate y almendras que la Señora se hacía llevar expresamente de la confitería Rialto de Oviedo.

Sí, esto de moskovita no le gustaba mucho a la Señora, que rezongaba:

—Toda la vida se han llamado carbayones…

De vez en cuando aparecían los marqueses de Villaverde, bronceados por el sol, fumando, oliendo a perfumes caros, y saludaban a la princesa con una reverencia, es verdad, pero con cierto desdén burlón en la mirada. El marqués se sentaba en el brazo de una silla y movía un pie calzado con un mocasín Gucci con borlas, traído especialmente desde Italia. Su suegra lo miraba con adoración: ¡era tan guapo!, ¡y era marqués! Porque la Señora, que había enviado un anuncio de sujetador a la madrugada televisiva, se moría de gusto, porque por mucho que hablase de la inmoralidad de los Borbones, a ella le ponían un título delante y se olvidaba de inmoralidades y del lucero del alba.

Carmencita contaba con la voz adolescente que aún hoy, a los ochenta y siete años, conserva, que la noche anterior habían estado en el Tiro de Pichón:

—Los embajadores de Filipinas, que son muy amigos nuestros, han dado una fiesta benéfica…

La princesa preguntaba en su mal español:

—¿Benéfica? ¿Para quién?

Pero ya la marquesa solventaba la pregunta con un gesto de la mano:

—¡Qué más da! ¡No me acuerdo!

Al día siguiente las revistas relataban que en el desfile de varias atractivas maniquíes del modisto Pitoy en el Club de Tiro de Pichón, estas «eran correspondidas con sonrisas y requiebros por dos galantes caballeros: el marqués de Villaverde y el marqués de Cubas».

En la foto se veía a la marquesa con el peinado «cardado» que se llevaba entonces, alhajada ostentosamente con un collar de turquesas y brillantes, con pendientes, pulseras y anillos haciendo juego.

La maledicencia popular contaba que en El Pardo había habitaciones enteras llenas de cajones con joyas, cosa que años más tarde corroboró Jimmy Giménez Arnau, que entró en la familia al casarse con una hija de los marqueses, que me contó:

—No eran armarios, eran habitaciones con filas de cajones dedicados a brillantes, otros a esmeraldas, otros a rubíes, ¡era como la cueva de Alí Babá! Eso sin contar que las joyas más importantes se guardaban en el banco.

Es evidente que ni la marquesa ni su madre habían leído el Quijote, donde Sancho Panza abandona el gobierno de la Ínsula de Barataria proclamando: «Saliendo desnudo como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que he gobernado como un ángel».

Claro que a Juanito no le iba mejor con el Caudillo en su conversación tête-à-tête en el sombrío despacho. Franco se limitaba a hablarle de la finca de Valdefuentes, que él quería convertir en una explotación modelo, del número de vacas que tenía y de sus jornadas de caza. Cuando el príncipe al final se atrevía a preguntarle por un suceso concreto:

—Pero usted, en este caso, ¿cómo haría esto, cómo reaccionaría?

Franco le contestaba:

—No sirve de nada lo que yo le diga, porque usted lo tendrá que hacer de otra manera.

Empezaban esos años de larga travesía por el desierto que algunos llamaron «de hibernación», duros y solitarios, en los que solo podían estar seguros el uno del otro. Cuando, según recordó Sofía más tarde, «no éramos nadie». Don Juan Carlos era un desconocido para el pueblo español, una figura desdibujada detrás del Caudillo en los desfiles de la Victoria, con un uniforme militar que parecía que le quedaba demasiado grande.

En esa época[67] corría por España un viejo chiste.

Su nieto de cuatro años le dice a Franco:

—Abu, cuando yo sea mayor quiero ser caudillo como tú.

Franco se horroriza:

—Pero no puede ser, es imposible que haya dos caudillos a la vez.

Otro. Franco se reúne con Juan Carlos y le dice:

—Soy muy mayor, y un día sería conveniente que vuestra alteza ocupara mi puesto; pienso que le convendría que el pueblo lo conociera, he pensado que podríamos visitar juntos todas las provincias españolas para presentarle y que vieran que vuestra alteza es mi sucesor, ¿qué le parece?

—Me parece formidable, mi general, ¿por dónde empezamos?

—Para no herir susceptibilidades, empezaremos por orden alfabético, primero Álava, después Albacete, y así dos al año.

Franco se consideraba inmortal. No me resulta chocante. Yo recuerdo haberle preguntado a mi padre, hombre inteligente y franquista hasta la médula, qué pasaría cuando se muriera Franco.

Él me contestó con absoluta seguridad:

—Esa posibilidad ni la contemplamos.

Luego intentaba explicármelo científicamente: que si los antepasados del Caudillo eran longevos, que si un tío suyo había muerto a los ciento cuatro años, que al no fumar ni beber no tenía desgaste…

Cuando me lo dijo, Franco tenía ya casi ochenta años.

Lo que sí es cierto es que Franco se reunió con Juan Carlos y Sofía y les ordenó:

—Viajen y que los conozca España.

¿Le habría comentado Sofía a la Señora que esta era una de las manías de su madre, quien decía que los príncipes debían viajar para conocer el país en el que iban a reinar, y también para que el país sobre el que iban a reinar los conociera a ellos?

Todo es posible. Como la definió el perspicaz escritor Ramón Garriga, corresponsal de La Vanguardia en diversos países extranjeros, «pocos advertimos entonces la refinada inteligencia de la princesa Sofía; era prudente y enérgica al mismo tiempo, una ayuda indispensable, y quizás algo más que ayuda, en la larga marcha que la pareja debía recorrer para alcanzar el trono de sus mayores».

Como le decía su padre:

—Sofía, eres tan discreta que la gente ni siquiera puede advertir las cosas que has hecho por ellos.

Bueno. Viajar. Sí, era una ocupación. Nada de trajes ostentosos.

Elio Berhanyer propuso vestidos largos, abrigos de glasé, pieles, pero Sofía se negó:

—No, no, todo muy sencillo.

Muy sencillo no quiere decir pobre ni mal hecho. La princesa era exigente, así me lo confirmó años después otro de sus modistos, Manuel Pertegaz, que le hizo un vestuario completo para un viaje a París:

—Tenía mucho carácter, los gustos muy definidos… Se daba cuenta de cuando una sisa le tiraba, o cuando un drapeado no estaba bien hecho o cuando un cuello se desbocaba. Tenía una manía: ¡no le gustaban las medias azules! Decía que hacían piernas de muerta.

También era exigente con el servicio. Se contaba entonces que en su habitación se seguía el siguiente ritual. La doncella ponía la combinación, por ejemplo, encima de la cama. La princesa la cogía por los tirantes, la miraba cuidadosamente, incluso al trasluz. Si veía la más mínima mota de polvo, o una arruga, la dejaba caer sencillamente al suelo y esperaba a que pusieran otra encima de la cama. Sin pronunciar palabra, porque no solía hablar con la servidumbre.

Entonces no se firmaban cláusulas de confidencialidad en los contratos, como sucede en la actualidad, y casi todas las doncellas de las grandes casas estaban relacionadas entre sí, formando una red social tan sólida como las castas aristocráticas. Se hablaba también de la austera lencería que usaba la princesa griega.

Para viajar tampoco sacaba las joyas. Un hilo corto de perlas, su anillo de boda. En realidad, estaría muchos años sin lucir las alhajas importantes, a pesar de que la Generalísima, cuando acudía al Liceo de Barcelona, lucía una corona muy aparatosa de perlas y brillantes que nadie sabe de dónde había sacado (como también se ignora dónde se encuentra en la actualidad).

Los viajes conllevaban, en ocasiones, graves riesgos para la integridad física de los príncipes. Les tiraban patatas y tomates. Don Juan Carlos contó luego:

—Un día, uno de los tomates vino a estrellarse en mi pantalón. Me agaché, pasé el dedo por la mancha y me lo llevé a la boca. Mirando a quien me lo había arrojado, dije: «Vaya, está un poco amargo…». Otra vez yo imaginaba que iba a suceder algo desagradable y caminaba atento al lugar de donde podría partir la intemperancia. De repente, di un salto hacia atrás para apartarme de la trayectoria de algo que vi venir directamente hacia mí. Un tomate se estrelló en el uniforme de mi acompañante, que iba distraído.

Pero este, muy tranquilo después del impacto, solo comentó: «Esto iba para su alteza».

Eran campañas orquestadas por los falangistas o los carlistas. En ocasiones, el gobernador civil de tal provincia recibía órdenes de que apenas se les hiciera caso, sin embargo, si era Alfonso el que se desplazaba, recibía honores de rey.

El rostro de Sofía se iba redondeando; el embarazo transcurría con su ritmo habitual. Dos veces a la semana iba a la consulta del doctor Mendizábal en la Castellana, donde se la instruía en el «parto sin dolor». A pesar de su insistencia, no consiguió que don Juan Carlos la acompañara.

En realidad no sabemos nada de los embarazos de doña Sofía, por lo que deducimos que no hubo preocupaciones, pero ¿fue así en realidad?

Ella únicamente comentó más tarde:

—He tenido buenos partos.

Yo pongo en duda que esta frase corresponda al léxico de la reina, estos temas entonces apenas se abordaban y, desde luego, a la acción de alumbrar solo se la llamaba «parir» en algún manual feminista. Faltaba bastante para llegar a la desenvoltura de doña Letizia saliendo de la clínica y exclamando delante de cientos de periodistas:

—¡Ahora voy a dedicarme a la lactancia materna!

A principios de diciembre llegaron a Madrid, para acompañarla en el momento de dar a luz, sus padres, Irene y su prima, la imprescindible Tatiana Radziwill. Pablo, con solo sesenta y dos años, tenía un aire nuevo, cansado. Un periodista que lo vio entonces advirtió en el rey de Grecia encogimiento y pesadumbre, una expresión resignada por la siembra interior e implacable de la enfermedad que iba a llevarlo a la muerte.

Era como si ya estuviera despidiéndose.

Federica, sin embargo, asombraba a los periodistas.

—Era increíble; tenía tal energía como si quisiera mantener a su marido con vida. Él era como si ya hubiera tirado la toalla, ella parecía no darse cuenta, ¡a sus cuarenta y seis años tenía el aire travieso de una niña!

Estaba en su plenitud física, nunca había estado tan guapa. Según cuentan, le había ganado fuerza a los años, era una mujer espléndida, de inagotable inquietud por la vida:

—A su lado, todos, incluida su hija Sofía, parecíamos sombras desvaídas. Era agotadora.

Solo le quedaban tres meses de felicidad.

Los días transcurrieron sin que pasara nada; el nacimiento se retrasaba. Pablo se entrevistó con Franco y le explicó la situación delicada en que estaba Grecia:

—Las elecciones las ha ganado un socialista al que yo había tenido de ministro del Interior, Giorgios Papandreu, y lo primero que ha hecho ha sido poner a Ambatielos en libertad.

El Caudillo comentó:

—Mala cosa, las elecciones.

—Pero es que la derecha también me odia. Karamanlis, que ha sido mi primer ministro durante once años, conspira contra mí desde París.

—Mala cosa, la democracia. Míreme a mí, ni elecciones ni democracia.

—En realidad, no contamos con el apoyo de nadie, no sé qué monarquía le voy a dejar a mi hijo. ¡Pobre Tino, tan joven, tan mal preparado y teniendo que reinar sobre un puñado de griegos que no lo quieren!

Franco se limitó a contestarle:

—Pues yo no encuentro pesada la carga de gobernar… Los españoles son fáciles…

Sofía, madre primeriza, no había echado bien sus cálculos, entonces no existían las ecografías, y el niño no estaba todavía a punto de nacer.

Así se ha escrito la historia, aunque me parece una explicación un tanto extraña, pues el embarazo de la princesa recibía un seguimiento estricto, y además ella era enfermera.

Tino, que se había quedado como regente en Grecia y que solo tenía veintidós años, le pidió a su padre que regresara:

—Papandreu me ignora, toma decisiones sin consultarme, ha abierto las cárceles, ayer había tumulto en la puerta misma del palacio, no pude irme a dormir a Tatoi. ¡Hasta los oficiales de la guardia se olvidan de cuadrarse delante de mí!

Pablo regresó a Grecia; es probable que supiera que, sin él, la monarquía tenía los días contados, pero aun así quería hacerle un último servicio a este hijo al que había educado tan mal.

Se despidió de Sofía. Su hija lo abrazó fuertemente y se dio cuenta de lo delgado que estaba. Temblaron ambos. En silencio, él hizo un gesto infrecuente: le trazó la señal de la cruz sobre la frente con sus dedos sensitivos y elegantes. Después la besó.

Quizás le dijo:

—Cuida a la prinzessin.

A Sofía le subieron los sollozos a la garganta.

Como los cangilones de la noria, se unen la vida y la muerte, la aurora y el ocaso.

El 20 de diciembre Sofía sintió dolores a primera hora de la mañana. Con la canastilla que llevaba un mes preparada y que aguardaba en el vestíbulo, los príncipes se fueron a la clínica de Loreto, en el popular barrio de Cuatro Caminos, en la avenida Reina Victoria. Les dieron las habitaciones 604 y 605. Estaban también el duque de la Torre y el teniente general García Conde. Federica hablaba sin parar, daba instrucciones, coqueteaba con los médicos, le pedía fuego a Juanito dejando caer los párpados de forma insinuante. Irene y Tatiana eran las únicas que se preocupaban realmente por Sofía:

—¿Necesitas algo? ¿Tienes sed?

A la una bajaron a Sofía al paritorio, y allí se planteó un problema nimio, pero común a todas las mujeres que hemos pasado por ese trance. ¿Qué hacer para que no se ensucie el primoroso camisón de encajes que se ha escogido en la mejor tienda y que tan caro ha costado? ¿Cómo no se ha pensado en llevar algo más sencillo para ese momento?

Claro está que le ofrecieron a Sofía uno de esos espantosos camisones de hospital abiertos por detrás, pero la princesa lo apartó horrorizada.

Miró la bolsa donde Juanito había puesto su ropa[68] y le dijo:

—Dame la chaqueta de tu pijama.

Y con la chaqueta del pijama de su marido, a las dos y media del mediodía, y en un parto seguido por los doctores Mendizábal, Olmedo, Taracena y Doxiades y la comadrona Elvira Moreira, dio a luz a una niña. Fue la primera princesa real que nacía en un centro sanitario. El bebé pesó cuatro kilos trescientos cuarenta gramos.

Este dato asustó a Gangan cuando se lo comunicaron, pues los hijos hemofílicos son más gordos de lo habitual. Alfonsito, por ejemplo, su hijo mayor, había pesado casi cinco kilos.

Pero la tranquilizaron, no había ninguna posibilidad de que los hijos de Juanito y Sofi tuvieran la enfermedad que había diezmado a la mitad de las familias reales de Europa, que se originó en la reina Victoria de Inglaterra y que a España trajo precisamente ella, la pobre reina Victoria Eugenia, ¡qué duramente fue castigada por este pecado!

Pero la hemofilia solo la pueden transmitir las mujeres, y Sofía no estaba infectada. Su marido, aunque para el caso era irrelevante, tampoco.

El bebé no era hemofílico.

Pero era una niña.

Al contrario de lo que suele contarse de que Sofía y Juanito estuvieron cogidos de la mano durante todo el acontecimiento, la verdad es que el padre no entró en la sala de partos (algo, por otra parte, normal en aquella época). De hecho, cuando la niña nació, él estaba hablando en el pasillo por teléfono con su padre. Le dijeron:

—Alteza, ha sido niña.

Juan, que también lo había oído, desde Estoril, le repitió a su mujer:

—¡Ha sido niña!

Cuando fue al lado de Sofía, seguramente había desilusión en los ojos de Juanito, que se reflejaba en los de la princesa. En esa carrera particular y titánica para conseguir el trono de España, tener una niña restaba puntos.

Claro que luego, cuando se reunió con los periodistas que esperaban en la cafetería y brindó con ellos con champán, les dijo:

—Queríamos una niña; es mucho mejor para la educación de los hermanos que el primero sea una niña…

Juanito llamó a El Pardo. Franco estaba reunido en consejo de ministros, pero aun así se puso al teléfono. Juanito trató de que su voz sonara alegre cuando informó:

—¡Ha sido una niña, está muy sana!

Sí, es una niña, está muy bien.

Pero hubiera sido mejor un niño.

Seis días después, el día 27 de diciembre, a las siete de la tarde, se celebró el bautizo. Federica ya se había ido; la situación en Grecia era alarmante, huelgas salvajes y manifestaciones recorrían el país, y Pablo y Tino necesitaban su ayuda.

Tampoco tenía ganas de encontrarse con don Juan. Ni este con ella. Sabía que estaba furiosa porque se negaba a pasar sus derechos dinásticos a su hijo:

—Que abdique ella.

Decía don Juan echando fuego por los ojos.

Cuando Federica se fue, llegó él. Entró en España por primera vez en treinta y tres años. Tuvo que pedir permiso humildemente al Caudillo, quien le contestó con condescendencia que sí, que bueno, pero que esperaba «que no aprovechen sus adictos para explotar esta visita con fines partidistas».

Juanito y Sofía se enteraron de esta respuesta, que implicaba una enorme grosería, pero callaron. Para ser sinceros, habrían preferido que don Juan y doña María no hubieran venido a España, ¡era tan delicada su situación!

Franco no permitió que los condes de Barcelona se alojaran en Zarzuela; tampoco podían cruzar Madrid y tuvieron que hospedarse en casa del duque de Alburquerque, en Algete. Juan transigió con todo, aunque mascullando:

—Hijo de puta. ¿Qué se puede esperar de un hombre que solo bebe limonada?

Pero creía con ingenuidad que estar al lado de su primera nieta pondría las cosas en su sitio. ¡Cómo iba a nacer el último brote del viejo árbol borbónico y él iba a estar ausente!

Mientras iban a La Zarzuela, conduciendo él mismo el coche, María le dijo primero:

—Me encuentro mal.

—Ahora no me hagas la cabronada de ponerte enferma.

—Voy a aprovechar para decirle a Franco que no le perdono lo fatal que se portó cuando murió papá; ¡tardó tanto en darme permiso para entrar en España que no pude recoger su último suspiro!

Juan se volvió con asombro hacia aquella mujer que nunca le había dado problemas y se llevó una mano a la cabeza (la otra la conservaba asiendo el volante):

—¿Está en juego la dinastía y tú vas a empezar con esas imbecilidades?

María frunció «sus labios gordezuelos de Sánchez Coello», como la describían en ABC, y se calló, pero, como le contó más tarde con cierto aire de travesura la propia doña María a Luis María Anson, que fue quien me lo contó a mí:

—Me callé, pero le di a Franco la mano flojita…

Doña Victoria Eugenia no pudo ir; parece que a Juan le había dicho: «Si hubiera sido niño, sí valía la pena el esfuerzo…», le resultaba muy difícil abandonar el cómodo invierno en Mónaco y las atenciones que le dispensaba Grace. En el periódico Nice Matin de esos días salía una pequeña nota: «La Costa Azul, destino favorito de los reyes destronados: el exrey Faruk de Egipto y la exreina de España».

El bautizo fue frío. Da un poco de vergüenza ver la corta lista de invitados; el primero, anunciado pomposamente, era el rey Simeón de Bulgaria; teniendo en cuenta que este, que vivía en Madrid y estaba casado con Margarita Gómez-Acebo, solo fue rey de los cinco a los ocho años, resultaba un poco exagerado el tratamiento, aunque como ya he dicho, en el «club de los royals», una vez se ha sido rey, se es rey para toda la vida. Estaba el primo de Juanito, Carlitos de Borbón, con Ana de Francia, su mujer; las hermanas de doña María, Esperanza y Dolores, y también las princesas de Baviera, que solo podían utilizar ese título como cortesía de Franco, pero que eran muy guapas, simpáticas y chicas muy de moda en Madrid; una de ellas había posado pintando sin zapatos y los periodistas se apresuraron a llamarla «la pintora de los pies descalzos». El resto eran títulos próximos al régimen y muchos militares.

En la lista no figuraba el nombre de Alfonso de Borbón Dampierre. Tampoco nadie de la familia de Sofía, ni sus tíos alemanes ni sus queridas tías Helena, Irene y Catalina, que eran como actores que ya hubieran llegado al final de su función y saludaban y salían del escenario. Sofía tan solo seguiría viendo, esporádicamente, a la tía Catalina, que había compartido con ellos el exilio y que vivía en el campo, en Inglaterra, no muy lejos de su nani Sheila McNair.

A veces se reunían las tres en casa de tía Catalina, en Marlow, en el condado de Buckinghamshire, y compartían viejos recuerdos.

Aunque en la lista de invitados sí se mencionaba al «personal de la embajada griega». Sofía tuvo el detalle de invitar también a los médicos y las enfermeras que la habían atendido y asimismo a «los directores de los periódicos Arriba, Pueblo, Informaciones, Madrid, El Alcázar y ABC».

Franco llevaba uniforme militar, y se le veía con su aplomo habitual en alguna foto departiendo con don Juan, que a su lado parecía un gigantón y que reía nerviosamente con la cabeza echada hacia atrás. Doña Carmen lo miraba con cierto aire de superioridad, pensando, ríe, ríe, ¡de momento, los que tenemos la sartén por el mango somos nosotros!

Margot y Pilar mostraban rostros serios y apesadumbrados.

Doña María llevaba un extraño sombrero de medio lado que no la favorecía en absoluto, tenía tos, casi no podía respirar; luego resultaría que padecía una pulmonía y deberá guardar cama muchas semanas. Juanito miraba con aprensión a su padre, temiendo que metiera la pata y que todos los esfuerzos que estaba haciendo para consolidar su futuro fueran inútiles. Solo Sofía parecía tranquila y feliz (únicamente se alarmó cuando doña María tosió encima de su hija), llevaba el peinado de moda aquel invierno, a lo Sylvie Vartan, con una sencilla mantilla de encaje negro por encima. Detrás de ella estaba la niñera que su madre le había obligado a contratar, pero no le dejaba a su hija ni un instante.

Era ella la que se levantaba por las noches cuando la oía llorar, la que la bañaba; no sabemos si la criaba ella personalmente, como se decía entonces con delicada perífrasis. Sofía, que tanto había cuidado de los niños de los demás en Mitera, que había jugado con su muñeca Helena hasta ayer mismo como quien dice, ¡cómo iba a dejarle a otra su hija de verdad!

Porque la infantita se iba a llamar Elena, como su muñeca.

Claro que la niñera se desesperaba y se quejaba a las otras doncellas:

—No sé qué hacer… me aburro…

Terminó por despedirse.

Los padrinos fueron doña María y el viejo tío Ali. Aunque era tío de Juanito, era un Borbón irreprochable, ya que había sido héroe de guerra y había perdido un hijo en las filas nacionales.

Naturalmente, y como era de prever, la ceremonia no significó ninguna ventaja para don Juan ni hizo cambiar sus planes a Franco, que declaró a Le Figaro con suficiencia en una de sus escasas declaraciones a la prensa extranjera: «Los defectos personales de determinados monarcas han perjudicado a la institución monárquica». ¡No se iba a olvidar nunca del contubernio de Múnich ni de eso de que Juan quería ser rey de todos los españoles! Comentaba con sarcasmo:

—¿Incluso de los asesinos, comunistas, masones, violadores de monjas? ¿De los que mataron a José Antonio y a Calvo Sotelo?

¿Los de la matanza de Paracuellos? ¡Pues muy bien!

Curiosamente, quizás fue en Grecia donde más repercusión tuvo este nacimiento. Tino, para desviar la atención sobre los problemas que asolaban su país, dio una improvisada rueda de prensa[69] en la que declaró con cierta ingenuidad:

—Estamos muy contentos, porque nos hemos dado cuenta de que ¡yo ya soy tío y mi padre, abuelo!

Es lógico que tal simpleza del que iba a ocupar la corona de Grecia a la muerte de su padre acaparara al día siguiente la primera página de todos los periódicos. Fue la única ocasión de ese invierno en que los periodistas no se cebaron en la convulsa política griega, que solía resolverse con decenas de detenciones, atentados y denuncias de tortura y corrupción. ¡Y fue la única vez también en que los lectores se rieron de buena gana!

Fue un invierno muy frío y lluvioso en toda Europa. Sofía estaba embebida por su hija; se levantaba sonriendo pensando en ella.

Elena era ruidosa e inquieta. Lloraba durante horas, su carita redonda enrojecida. No le dolía nada. El pediatra le decía:

—Está poniendo a prueba sus pulmones.

Freddy la llamaba todos los días. Sofía apenas podía hablar con ella porque la niña se ponía a llorar y tenía que cortar la comunicación con un apresurado:

—Lo siento, mamá, muchos besos.

Un día Federica le soltó, pero sin mucha urgencia:

—Papá no está bien… Doxiades dice que hay que operarlo del estómago, seguramente tiene unas úlceras sangrantes, le hacen sufrir mucho… Han venido la tía Helena, la tía Irene y la tía Catalina…

Sin alarmarse, Sofía repuso:

—Ah, pues vamos… así veis a la niña.

Su madre también la había llevado, con la misma edad que tenía Elena entonces, a conocer a su abuelo el káiser atravesando toda Europa.

Juanito y Sofía primero fueron a Lausana a visitar a Gangan, que les dijo:

—Muy mona, Elena… ahora tenéis que ir a por el niño.

La cogía en brazos y le decía:

—¿Cómo era aquella tontería que cantaban en España? «Cinco lobitos tiene la loba…».

Con aire vivaracho y los ojos brillantes y repentinamente juveniles, recordaba:

—Pero a mí me gustaba más «se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla…».

Aunque «el caimán» no tenía ninguna intención de irse a Barranquilla y continuaba en El Pardo, tan firme como las Pirámides.

Después, a Saint Moritz. ¡Juanito quería relajarse esquiando!

Mientras estaban allí, en el hotel La Margna, les volvió a llamar Federica:[70]

—Ahora dice Doxiades que hay que operar enseguida.

A Sofía se le encogió el corazón. No le extrañó nada que, cuando llegaron a Atenas, la operación ya se estuviera realizando en un quirófano improvisado en Tatoi y el médico les dijera:

—Es cáncer de esófago; no hay nada que hacer… tenéis que prepararos para lo peor.

Llevaron a Pablo a su dormitorio de siempre. Lo más duro de todo fue entrar sonriente en la habitación, cuando lo que querías era estrecharlo entre tus brazos y pedirle que te consolara de su propia muerte.

Pero eso no se podía hacer. Había que tragarse las lágrimas; el marco de la puerta era la entrada al escenario en que habías de interpretar el papel más difícil de tu vida. Tu padre se iba a morir.

Tú lo sabías.

Él también.

Cuando al final todos lo aceptaron, la tensión se aflojó, pero la tristeza lo anegó todo. El viejo rey intentaba sonreír tratando de infundirles valor y tranquilidad. Ellos no veían una sonrisa, sino la máscara monstruosa de la muerte.

Un día señaló un sofá. Lo sentaron. Pidió un cigarrillo, que insertó trabajosamente en su boquilla. Sofía le acercó a Elena para que la bendijera. La niña se quedó extrañamente callada frente a su abuelo.

Cuando se acostó, no volvió a levantarse.

Federica no hablaba con nadie, no comía, no miraba a su primera nieta, que, en una habitación apartada, emprendía a gritos y a patadas el camino de una nueva vida mientras otra se extinguía.

Se hizo llevar un catre de campaña a los pies de su marido y pasaba las veinticuatro horas pendiente de él. Primero intentaba darle de comer a cucharadas, le masajeaba los pies fríos, o simplemente, le acariciaba la cara. Él apenas abultaba debajo de las sábanas. Su piel se volvió de color gris, el blanco de los ojos se puso amarillo, el rostro se le afiló. Miraba a sus hijos y a su mujer con asombro, como no reconociéndolos, y después la compasión por ellos le llenaba los ojos de lágrimas. Entonces fijaba la vista en un punto indeterminado. El sufrimiento ponía ojeras de color violeta alrededor de sus ojos y hacía que se retorciera sobre sí mismo.

Sus cabellos se convirtieron en alambres eléctricos.

La enfermera entraba en la habitación con las jeringuillas, con calmantes para aliviarle los dolores. Con firmeza, Pablo los rechazaba:

—No, quiero estar consciente para marcharme… no quiero que me retengan, quiero irme…

Federica no se movía de su lado, para ella ya no existían ni Tino, ni Sofía, ni Irene, queriéndolos tanto.

Lo llamaba:

—Palo, Palo.

Con la voz sin matices, interminablemente, todo el día.

Él cerraba los ojos. Todos espiaban la sábana, ¿subía? Sí, subía, todavía respiraba.

El último día entró Tino y le dijo:

—Papá, todas las iglesias están llenas, ¡los griegos lloran por ti!

Cogió la mano de su hijo, ese hijo ignorante e ingenuo que iba a recibir el peso desproporcionado de una herencia que no podría mantener.

Lo echarían los mismos que estaban rezando por él.

Pero eran sus súbditos, también eran sus hijos. Abrió los ojos y murmuró:

—Diles a todos que se lo agradezco mucho, que los quiero, y diles adiós. Adiós, hijo mío.

Sofía, a los pies de la cama, no podía dejar de mirar a su padre.

En la cabecera, una lamparita custodiaba una imagen de la Virgen que habían traído del monasterio de Tinos. La llama oscilaba, temblorosa, como el aliento del viejo monarca.

Al pie de los robles centenarios de Tatoi, irían a enterrar a un hombre gastado que, como un personaje homérico, había tratado de mantener su reino a pesar de las tempestades que el dios del Infortunio le había enviado. Leopardi despedía a los héroes con un hermoso verso:

«¡Descansarás al fin para siempre, cansado corazón!».

Por la tarde del miércoles 4 de marzo, Federica se despertó y lo vio incorporado en la cama. Había tirado las sábanas al suelo, tenía el rostro radiante, los ojos blancos, el color sonrosado de su juventud. Se habían rellenado los huecos de la cara y le sonreía como cuando era un hermoso príncipe que la cortejaba en Florencia.

Freddy le preguntó con miedo:

—¿Estás mejor?

—Sí, creí que ya me había ido… Siento paz y bienestar, he visto la Verdad… Freddy, es el tiempo más maravilloso de nuestras vidas…

Federica se dio cuenta de que se moría, bajó la cabeza, puso los labios en la palma de su mano descarnada que se enfriaba atrozmente y susurró contra los dedos mojados:

—Agapi mou.

Solo se oía el tictac del reloj. Freddy le preguntó:

—¿Te gustaría escuchar música?

Él asintió. Sofía puso la Pasión según San Mateo, de Bach, en el tocadiscos. La escucharon una y otra vez, los oboes cubriendo el horrible estertor con el que la muerte iba venciendo a la vida.

Mis ojos vierten sobre tu cabeza un torrente de lágrimas… ¡Sangra, querido corazón! … Descansad, miembros abatidos, descansad dulcemente… Felices son tus ojos que se cierran al fin.

Nadie hablaba. Pablo dijo en voz muy baja y con gran esfuerzo:

—Es la música más grande que se ha escrito nunca.

Pasó la noche. Llegó el amanecer. El rey se incorporó, trató de quitarse de nuevo las sábanas, movió las piernas como si quisiera caminar y le dijo a su mujer:

—Siempre estaremos juntos tú y yo… te llevo en mi corazón para la eternidad… veo la Luz…

Y musitó, tal vez:

—Prinzessin…

El viernes llovió durante diez horas seguidas. Cuando cesó, Pablo estaba muerto.