Capítulo 6
El aparatoso y pesado velo de novia de encaje de Bruselas que llevaba Sofía era el mismo que lució Federica el día en que se casó con Palo. Sí, el que le hacía parecer una colegiala disfrazada de novia, según palabras del agudo Peyrefitte. No es el caso de Sofía, que debido a su peinado rígido y al rictus circunspecto de sus labios escuetos, parece mayor de sus veintitrés años.
La esteticista Elizabeth Arden había ido desde Nueva York para vestir y maquillar a la novia, Federica sabía que la reina Isabel de Inglaterra la había contratado el día de su coronación y quería que Sofía estuviera tan deslumbrante como la prima Lilibeth, como la llamaba Juanito.
Elizabeth Arden tenía ya setenta y cinco años, pero estaba de pie desde las cinco de la mañana, cuando había preparado sus mascarillas caseras a base de pepino y caviar para que el cutis de Irene, Federica y sobre todo Sofía se mantuvieran mate y sin brillos durante doce horas. A pesar de que las tres habían brindado con pastillas tranquilizantes la noche anterior, Sofía no había podido pegar ojo. Ella e Irene era la primera vez que las tomaban, pero, al parecer, Federica, desde su depresión, necesitaba la ayuda de un somnífero para dormir.
El traje de Sofía lo había hecho Jean Dessès, ¡habían pasado quince años desde que diseñara aquel primer ajuar de una princesa errabunda que quería conquistar a su pueblo! ¡Sí, el mismo ajuar que se había caído al mar en sus baúles de Vuitton! Era de lamé blanco bordado con puntilla de bolillos hecha con hilo de plata, una filigrana que había requerido muchas horas de trabajo minucioso y que solo se apreciaba de cerca, si no parecía una túnica casi monacal. Federica había cuidado hasta el último detalle; los zapatos eran de Roger Vivier y tenían justamente siete centímetros y medio para que la estatura de la novia concordase con la del novio, y la cola del vestido medía siete metros. Pero el velo caía alrededor del rostro sin mucha gracia, porque, como decía Elizabeth Arden:
—La tiara es muy pequeña, y hay que despejarla para que se vea bien.
La corona era la «helena», que le había regalado a Freddy su madre, la altiva Victoria Luisa. Freddy no la había invitado, y tampoco a tres de sus hermanos; únicamente fue Christian, el apuesto playboy de la familia. La causa principal del conflicto era la propiedad del castillo de Marienburg que Federica también reclamaba.
Pero, según argüían sus hermanos, la finca debía ir vinculada al apellido Hannover y ella era ya reina de Grecia y tenía a su disposición multitud de palacios. Además, ¿no renegaba siempre de su pasado alemán? ¿No quería ser más griega que nadie?
En vano había esperado la hija del káiser que le llegara la invitación para la boda de su nieta. Palo le había dicho a su mujer:
—¿Pero no vas a invitar a tu madre?
La arrogante Federica no se había dignado contestar y, una vez más, Palo se encogió de hombros, le dio una larga chupada a la boquilla en la que ensartaba sus cigarrillos y cerró los ojos sin intentar convencer a su mujer, ¡una humilde barquichuela no puede luchar contra los elementos desatados! ¡Reinar sobre un país balcánico ya le llevaba bastante trabajo!
Al lado de la carroza nupcial, Constantino, vestido como un domador de circo, según le expresó uno de los invitados a esta biógrafa, caracoleaba innecesariamente con su caballo blanco para impresionar a una de las princesitas del cortejo, Ana María, la hija pequeña de los reyes de Dinamarca, de tan solo dieciséis años.
La reina Federica iba detrás, centelleante con un traje de lamé dorado con un abrigo beige largo ribeteado de martas cibelinas y con las esmeraldas de los Romanov bamboleándose en su cuello y su pecho. El año anterior, Federica había acudido con este collar a una sesión de Naciones Unidas. A su lado estaba el delegado soviético, Vichinsky, quien se inclinó sobre su escote y se interesó por la aparatosa joya.
Federica, rompiendo el silencio sepulcral, le informó con frialdad:
—Eran de los Romanov, ¡esos a los que ustedes asesinaron!
No se podría decir si era una grosería o un acto de valor, ¡con Federica nunca se estaba muy seguro de dónde se hallaba la frontera entre una actitud y otra!
Pablo, con la pechera llena de condecoraciones y medallas, se movía tan rígidamente que parecía un muñeco de madera. Sus gafas oscuras, que debía llevar constantemente debido a sus cataratas, no permitían saber cuáles eran sus sentimientos. La presencia de la pareja real ya no despertaba ninguna admiración entre su pueblo.
A pesar de eso, Freddy sonreía y saludaba al vacío, y así, saludando y sonriendo, aparece en las fotografías. ¡Federica llevaba tanto tiempo en la vida pública que ya conocía todos los trucos! Según me dijo mi informador:
—Cuando pasaba la reina Federica, era impresionante, el silencio casi se masticaba, ¡te daba angustia verla hacer aquellos gestos exagerados dirigidos nadie sabía a quién!
Había ciudadanos griegos a lo largo de todo el recorrido nupcial que agitaban civilizadamente banderitas en unas calles limpias y un entorno agradable. Pero lo que pocos conocían eran los duros combates que habían enfrentado a los manifestantes en contra de esta boda y a la policía, que se comportaba con extremada dureza; había heridos y muchos detenidos. Unos protestaban por el alto coste de los festejos, otros porque Sofía iba a renegar de su religión para hacerse católica. La oposición, a cuya cabeza estaba el socialista Papandreu, que había roto en público desdeñosamente la invitación a la boda, aprovechaba el río revuelto para manifestarse, ellos también, reclamando la república.
El primer ministro, Karamanlis, asimismo estaba enfrentado con la familia real. ¡Federica había estirado demasiado la cuerda, y aquellos nueve millones de dracmas entregados como dote a Sofía los tenía atragantados! Karamanlis estaba arrepentido de haber cedido a los ruegos de la reina, y su actitud durante todas las ceremonias fue de gélida displicencia.
Jaime Peñafiel, que asistió a aquel enlace como enviado de la agencia Europa Press, me explica:
—Entonces se nos contó que Federica había conseguido ocultar estos problemas a los ojos de los novios para que no sufrieran.
Yo no me lo creo. Tanto Juanito, acostumbrado a las manifestaciones en su contra, como Sofía, que conocía perfectamente a sus compatriotas, estaban al tanto de las revueltas, pero no tenían ninguna intención de volverse atrás en la decisión que habían tomado. Los dos por sentido del deber. Uno de los dos, además, por amor.
Peñafiel también me cuenta las dificultades que tuvo para «cubrir» aquella boda:
—Como yo trabajaba en una agencia, debía ir a toda prisa a Madrid, donde me esperaban para publicar el material al día siguiente. Entonces no había vuelo directo Atenas-Madrid, así que tuve que coger uno de Olympic Airways, la compañía de Onassis, hasta Roma, y allí otro de Iberia hasta Madrid. Como tenía miedo de perder la conexión, llamé desde Atenas a Iberia diciendo que «una alta personalidad española» que había asistido a la boda debía coger ese avión sin falta y, que si era menester, debían esperarlo. Cuál fue mi sorpresa al ver que, cuando llegué al avión de Iberia en el aeropuerto de Fiumicino con una hora de retraso, estaba esperándome Fraga Iribarne al pie de la escalerilla, y con aquella forma brusca que tenía de hablar, me espetó: «¿Así que usted es la alta personalidad española? ¡Mañana quiero verlo en mi despacho!».
Las autoridades griegas arreglaron someramente las calles por donde pasaba el cortejo para que quedaran bonitas en las fotos y para no ofender la vista de los regios asistentes, pero los invitados más sensibles no se dejaron engañar por esta treta y, si caminaban un poco, tenían ocasión de asombrarse con el contraste entre la pompa de todas las familias reales, incluida la griega, y la pobreza que reinaba en Atenas. Los delincuentes habituales habían sido ingresados en prisión —aun así, volaron muchas carteras—, y los lisiados, pordioseros, mendigos y gitanos fueron mantenidos a raya por la implacable policía griega, que formó un cordón alrededor de los invitados y sus valiosas joyas: la corona de zafiros de María Antonieta que llevaba la condesa de París; la corona de esmeraldas que había pertenecido a la reina Amelia que lucía la princesa Ana de Francia; la tiara con el famoso diamante de la corona, una de las gemas más bellas del mundo, que lucía la reina Juliana de Holanda; la tiara de la emperatriz Eugenia que adornaba el complicado peinado de madame Niarchos, Eugenia, la desgraciada esposa del multimillonario armador griego; los rubíes de la exmujer de Onassis, Tina, casada entonces con el marqués de Blandford, que hacían juego con su vestido de Guy Laroche de color carmín, y las perlas de la duquesa de Marlborough y de doña María, que contrastaban con su traje azul noche.
¡Muy inapropiado!, según la crítica Victoria Eugenia, quien, en carta a su prima Bee, que no había podido acudir a la boda no se sabe muy bien por qué, aunque sí lo había hecho su marido, el tío Ali, le escribió:[47]
—El traje de mi nuera, María, era azul fuerte y hacía que pareciese… Está enormemente gruesa de nuevo y casi siempre en las viñas del Señor, ¡temo que la mayoría se dé cuenta! ¡Siempre es la que va peor vestida!
Hay que entender la maledicencia de la que hace gala quien fue reina de España, ya que, según contaba el consejero de don Juan, Pedro Sainz Rodríguez:
—En el exilio se aburre uno mucho.
Pero, en la boda de su hija, Federica no pudo quejarse, ¡por tiaras que no quede! ¡Incluso la mujer del enviado de Franco, que era inglesa, se había plantificado una corona de brillantes que nadie sabe de dónde había sacado en todo lo alto del moño!
Aunque la invitada que acaparó todas las miradas fue la exactriz Grace Kelly, que se había casado hacía cinco años con el príncipe Rainiero de Mónaco y era la mujer más popular del planeta.
Federica estuvo a punto de no enviarle a ella tampoco invitación; por muchas declaraciones democráticas que hiciera cuando iba a Estados Unidos, para ella una actriz de cine era poco más que una prostituta. Solo accedió a invitarla a instancias precisamente de la reina Victoria Eugenia, la abuela de Juanito, que se había erigido en protectora de Grace. A cambio, la exreina de España pasaba largas temporadas invitada «a tó meter», como decía castizamente, por los príncipes de Mónaco en el confortable clima invernal de la Costa Azul.
Federica en todo momento trató con altanería a la apabullante princesa-actriz. A pesar de eso y de la actitud recatada de Grace, que en las fotos aparece mirando el suelo, era la mujer más guapa de la boda, con diferencia. Aún ahora, a una distancia de cincuenta años, las aristócratas europeas, con sus joyas pasadas de moda colgando de sus cuellos ajados, enseñando brazos flácidos y perfiles ridículos, semejan patos al lado de la que fue apodada «El Cisne».
Según cuentan los cronistas de sociedad, «la princesa está bellísima, de una elegancia suprema, de una solemnidad regia. Vestía un maravilloso traje azul pervenche con sombrero del mismo tejido y color. Cuando desde el umbral de la puerta del enrejado que cerraba el templo empezó a subir la escalinata, pisando casi de manera alada el alfombrado, parecía una reina».
La otra invitada que atraía todas las miradas era la novia despreciada, María Gabriela de Saboya, de quien el mismo piadoso cronista de sociedad dice algo incongruente, que «llevaba un precioso vestido verde y sombrerito-casquete del mismo color, que despertaba admiración porque espiritualizaba su figura».
Pues sí. A pesar de que el poder se le estaba escapando a Federica entre los dedos como fluye el agua y la arena, lo había conseguido una vez más. Ciento treinta y siete miembros de familias reales. Veinticuatro soberanos o jefes de casas exsoberanas —además de los de Grecia, estaban los reyes de Holanda, Noruega, Dinamarca, Liechtenstein y Mónaco; por Inglaterra fue el príncipe Luis Mountbatten—. Todos habían acudido a la llamada de la reina de los griegos. Tres mil personas habían aceptado su invitación con el mismo entusiasmo con que se apuntaban a sus famosos cruceros. Lo de menos era la presencia de la familia de Palo, pero ahí sí que el rey de Grecia se había mostrado inflexible: sus tres hermanas tenían que ser invitadas de honor y estar en los mejores puestos. Helena vivía entonces en Lausana y había ido con su hijo Miguel, con su nuera Ana de Borbón Parma y con su nieta mayor, Margarita. Helena, a la que en la boda se le siguió dando el tratamiento de reina, no en vano lo fue de Rumanía, se dedicaba a pintar y, como decía orgullosa:
—Hago exposiciones y vendo bastante, ¡y me compran personas que no saben quién soy!
Irene fue con su inseparable hijo Amadeo. Vivían en Fiesole, otra hacienda devuelta a los Aosta por la república italiana, pero para comprarse los trajes de ceremonia tuvieron que hacer mil y una economías. ¡Eso que a ella en la boda también la trataron de majestad, porque fue reina de Croacia, un país que no llegó a conocer nunca y que fue el principio de sus desgracias! Como si el destino quisiera compensarla por sus sufrimientos, Amadeo había resultado un chico guapo e inteligente que estaba estudiando para ingeniero, y en las fiestas prenupciales se le había visto bastante interesado por una de las hijas del conde de París, Claudia. La hermana pequeña de Palo, Catalina, que según la maledicencia popular no era hija de su padre, vivía como lady Brandam en el campo, en Inglaterra, y llevaba la vida de una señora rural, con sus caballos y sus faldas de franela. Cuando observaba a su cuñada no reconocía en la altanera Federica a la prinzessin que se postró a los pies de su hermano diciéndole:
—Solo soy una bárbara del norte que vengo a Grecia para civilizarme.
Miraba a Sofía con ternura, no podía imaginarla de otra manera que viviendo en su cuarto poblada por todos los personajes de Walt Disney.
La tía María Bonaparte, que parecía indestructible, no pudo asistir a la boda porque se estaba muriendo a chorros de leucemia, ya no se levantaría de la cama de su casa de SaintTropez, donde traspasaría definitivamente dos meses después. Su perro Topsy se puso a aullar a sus pies, y así supieron que había muerto.
Sí, sí, es muy triste lo de la pobre tía María, pero hay que buscar una habitación para su hija Eugenia, que sigue con el inconstante Raymondo.
¡Y puede ser que a última hora, a Pedro, el hermano loco, le dé por venir también, aunque ya se le ha hecho saber que la presencia de su mujer Irina no sería bienvenida!
También fuera de plazo aceptó acudir Alejandra, la sobrina de Palo, la hija de la «señorita» Aspasia Manos. Su marido, el rey Pedro de Yugoslavia, vivía completamente alcoholizado en Estados Unidos. Alejandra, a pesar de que acababa de salir de un sanatorio inglés donde le estaban tratando su depresión, a pesar de que le habían quitado a su hijo Alejandro, ya que era incapaz de cuidarlo, no contestaba si no se la llamaba majestad, ya que había sido reina consorte de Yugoslavia, y de eso sí que se acordaba perfectamente.
También exigió una habitación acorde con su rango.
La familia de Palo se alojó en el Palacio Real, donde Irene había metido a escondidas a sus cuatro perros. Todos observaron con asombro los cambios que había introducido Federica en el antaño destartalado edificio: obras de arte, tapices valiosos, lámparas de baccarat, iconos medievales… Un ejército de criados vestidos de escarlata satisfacían cualquier capricho de los huéspedes.
Se comentaba, de todas formas, que los reyes de Grecia, que eran tan espirituales que nunca le habían dado importancia a la comida, no habían previsto que sus invitados pudieran tener hambre, y estos debían introducir a escondidas algún bocadillo para picar entre horas, lo que resultaba bastante violento, ya que en las puertas de los aposentos hacían guardia los tsoliadas con sus exóticos atuendos.
La familia del novio estaba en el hotel de la Gran Bretaña; las tías de Juanito y sus primas escandalizaban al personal porque se paseaban en ropa interior por los pasillos con la excusa de que hacía mucho calor. Lo contaba una nieta de la tía Bee:
—Nosotras íbamos en combinación y los hombres en calzoncillos, descalzos para poder pisar la moqueta. —La moqueta, un lujo entonces desconocido en la atrasada España.
En el puerto de El Pireo estaban el buque insignia de la armada española, el Canarias, a bordo del cual había llegado el ministro de Marina, el almirante Abárzuza, en representación de Franco, y dos barcos comerciales, el Cabo San Vicente y el Villa de Madrid, que habían transportado aproximadamente cinco mil personas. Muchos barcos de recreo particulares, como los espectaculares yates de los navieros griegos a los que tanto debía Federica, los Niarchos, Goulandris, Eugenides, Onassis, Livanos, Embiricos, Kulukundis, Nomicos, y al lado el pequeño Saltillo, recién pintado, a bordo del cual había llegado don Juan. Sería la última travesía del Saltillo; a su regreso a Estoril don Juan lo cambiaría por el Giralda, obsequio de un grupo de monárquicos españoles.
Doña María y las infantas prefirieron desplazarse a Grecia en avión. Los reyes de Grecia fletaron dos Constellation para transportar a sus invitados. En ninguno de ellos había sitio para los familiares del novio, y así doña María tuvo que pagarse sus billetes como un pasajero corriente. ¡Federica ya no consideraba necesario hacerse la simpática con sus consuegros!
En realidad su deseo era que don Juan renunciase a sus aspiraciones al trono de España para dejar pista libre a su hijo. Así lo reconoce el consejero de Estoril, José María Pemán[48], quien cuenta:
—La reina Federica no se está quieta ni un momento, es una mandona, quiere que don Juan abdique en su hijo y no se molesta en disimular.
Aunque nadie se lo había pedido, hizo amueblar lujosamente la casa de Psychico, donde habían nacido Sofía y Tino, para que viviesen en ella los recién casados, ¡quería disponer de sus vidas!
¡No estaba acostumbrada a que nadie, y menos su sumisa hija, le llevara la contraria!
Hay una foto tomada por Peñafiel en esos días que, aunque no tiene mucha calidad técnica, me parece muy reveladora. En ella Federica habla con su yerno. Juanito casi está de espaldas a la cámara, pero se nota que sonríe y se ve la sombra de sus largas pestañas sobre sus mejillas. Federica le coge la mano y le mira con ojos entornados y suplicantes que muestran esa expresión de arrobamiento que solo tienen los místicos o los niños. O los grandes enamorados.
Aunque a Freddy le importaba un bledo, a la familia real española no se la veía especialmente feliz, había habido muchos desaciertos en los días previos a la boda, las humillaciones que habían recibido, tanto por parte de los representantes de Franco como de la propia Federica, hacían que no pudieran saborear este enlace que tanto les había costado conseguir. Quizás la afrenta más grotesca fue que cada vez que el corpulento don Juan entraba en una recepción con su paso torpón y escorado, en lugar de sonar la Marcha Real los músicos habían recibido órdenes de tocar el Pasodoble torero. ¡Don Juan se ponía lívido de rabia!
Freddy lo había organizado todo a su manera, es decir, a lo grande. Lo peculiar es que, contrariamente a lo que se nos ha hecho creer siempre y también a los deseos del papa, donde Federica echó el resto fue en la boda ortodoxa, siendo la católica una ceremonia corta y modesta. En la catedral ortodoxa de Santa María, donde el único periodista español presente fue Jaime Peñafiel, se siguió el largo ceremonial bizantino. Y en la iglesia católica, una edición abreviada de la santa misa que apenas dura media hora. La pequeña iglesia de San Dionisios estaba engalanada con claveles rojos y rosas amarillas, formando la bandera española, pero la catedral ortodoxa la adornaron con treinta mil rosas rojas y la luz de millares de bujías.
La princesa entró en ambas ceremonias del brazo de su padre y seguida por su corte de honor. Pilar, la hermana mayor de Juanito, fue una de las ocho damas; con veintiséis años, era la mayor junto a Alejandra de Kent, la hermana del efímero pretendiente de Sofía. Pero esta ya estaba prometida a Angus Ogilvy, con el que se casaría un año después, y sin embargo en el horizonte de Pilar no se oteaba ningún pretendiente.
Ana María de Dinamarca era la más joven, solo tenía dieciséis años. ¡Tino no le quitaba los ojos de encima! Se casarían dos años más tarde. Otra boda saldría de esta: la de Ana de Francia, hermana de la sensual Diana que bailaba en el Agamemnon y que se había casado ya con Karl Wurtenberg. Ana contraería matrimonio con Carlos de Borbón Dos Sicilias, primo de Juanito, que estudió con él en Las Jarillas y que fue quien sostuvo la corona encima de su cabeza en la complicada ceremonia ortodoxa. La hermana pequeña de Diana y Ana, Claudia, se casaría también, con Amadeo de Aosta, dos años más tarde.
De entre todas las damas de honor, la única amiga de verdad de Sofía era su prima Tatiana Radziwill, que todavía no conocía al que sería su marido, el doctor Fruchaud, con el que se casaría cinco años después. Tampoco Irene de Holanda había conocido al que sería el suyo, el príncipe español Carlos Hugo de Borbón Parma, aunque dicen que él la escogió (era multimillonaria) al verla en una fotografía en la que estaba con su traje de dama de honor.
La octava dama, Irene, la hermana de Sofía, acababa de padecer la primera pena de amor de las muchas que sufriría en su vida: su primo Mauricio de Hesse la había abandonado para casarse con otra.
Todas iban ataviadas igual, con unos vestidos de organza de escote bañera, ceñidos por cinturones rosa y azul, cubiertos con unas chaquetillas de gasa transparente que no les favorecían, y con unas diademas de terciopelo que se les resbalaban todo el tiempo.
Pilar estaba muy seria, y eso se refleja en las escasas fotos que existen de ella, todas de grupo:
—No la vi sonreír ni una sola vez —me sigue contando mi informador—. En todo momento parecía enfadada.
Supongo que estaba dolida por el trato que recibían sus padres.
También los rostros del resto de los familiares de Juanito eran un poema, serios y abrumados. Su hermana Margot, «la Cieguinha», según la llamaban los portugueses, llevaba un vestido muy amplio línea trapecio que la hacía parecer muy gruesa y, como me cuenta mi confidente:
—Estaba sentada al lado del pasillo, en sitio muy secundario; se la notaba apabullada por los ruidos, girando la cabeza a un lado y a otro. Solo la vi relajarse cuando sonó el Aleluya de Haendel en la iglesia católica… Daba mucha pena.
La reina Victoria Eugenia parecía que ni siquiera se había peinado; llevaba un sombrero que un niño definiría como «un nido de pájaros». Estaba sentada durante la ceremonia al lado de la reina Ingrid de Dinamarca y exhibía una expresión mustia. Dicen que no le gustaba asistir a celebraciones matrimoniales, de hecho no fue a ninguna de las de sus hijos, y veía con un estremecimiento las flores que tiraba el pueblo griego a su paso. No podía olvidar que dentro de un ramo de flores iba la bomba que lanzó Mateo Morral el día de su casamiento que costó la vida a veintiocho personas y que tiñó su precioso vestido de sangre.
Don Juan de Borbón, con riguroso frac, con el Toisón de Oro alrededor del cuello, experimentaba un sentimiento agridulce. Por una parte estaba contento porque consideraba esa boda obra suya.
Había enderezado la vida sentimental, llena de olghinas, brasileñas y princesas italianas modernas, de Juanito, que a partir de entonces iba a ser un hombre serio, casado, y que pronto tendría hijos, por lo que la continuidad de la dinastía estaría asegurada. Sabía que la princesa Sofía era una buena elección, la mujer adecuada para un príncipe con una vida difícil.
Juan lo había aprendido de su madre:[49]
—Si no vamos con cuidado en la cuestión de las bodas, a nuestros nietos los gobernarán los que hoy son porteros o chóferes de taxi.
Franco acababa de sufrir un accidente de caza; hubo que intervenirle la mano con anestesia total, y decían que tenía un aspecto abatido y se le empezaba a manifestar el Parkinson; quizás el momento del recambio no estaba lejos, y don Juan, en sus declaraciones a la prensa, continuaba remachando la idea de que él era el sucesor de Franco y su hijo sería su heredero. Pero, en el fondo, ya no estaba tan seguro.
Ahora, ¿qué iba a ser de ellos, de su hijo y de él? Juan, como Federica pero con menos disponibilidad económica, hubiera querido regalarles a sus hijos una casa en Portugal. Si Juanito volvía a España con su mujer, si tenía a sus hijos ahí, ¿cómo iban a llamarlo a él, que llevaba treinta años en el exilio, para que ciñera la corona? ¡Quería tenerlo cerca y controlado, como si fuera un niño!
Amargamente, reconocía que esta boda tampoco iba a servir para aumentar su popularidad en España, porque Franco había impuesto una censura férrea y su presencia era sistemáticamente silenciada en las escasas noticias que aparecían en la prensa española. En televisión no salía nada, por supuesto, y los periódicos en general no sabían muy bien quién era el padre, quién el hijo, y qué representaban ambos. En La Vanguardia, por ejemplo, el periodista Cristóbal Tamayo explicaba que, al casarse, el príncipe convertía a su mujer en «condesa de Barcelona y duquesa de Atenas».
Don Juan comentó a sus allegados con tristeza:
—Es como la boda del huerfanito.
Pero si su hijo viviera en Grecia, como quería Federica, o en Portugal, como le gustaría a él, ¿no se aprovecharía su primo Alfonso de esta lejanía física de la patria? En su rostro crispado se adivinaba la tremenda lucha que sostenía entre el futuro de su hijo, el porvenir de la monarquía y sus propias aspiraciones.
Porque su sobrino Alfonso de Borbón Dampierre cada vez se mostraba más seguro en su papel de aspirante al trono de España y, por tanto, rival de Juanito. No se cansaba de piropear al régimen, a Franco, a la Virgen del Pilar y hasta a Nenuca, la hija del Caudillo, y se había hecho íntimo amigo del yernísimo, el marqués de Villaverde, un vivales al que en España llaman el marqués de Vayavida. Juanito le había pedido que fuera su testigo de boda, junto a su primo Carlos de Borbón, duque de Calabria, y el tío Ali, por una razón estratégica: creía que de esta forma se haría evidente la diferencia entre ambos. Y que Franco tomaría nota del contraste que existía entre los dos príncipes, el uno casado con una princesa real en presencia de todo el Gotha europeo, y el otro un solterón que solo iba con actrices de cuarta categoría, con un padre alcohólico que vivía con una cantante de cabaret en París.
Porque la madre de Alfonso, Emanuela de Dampierre, ¿dónde estaba? Después de las atrocidades que su marido intentó hacerle desde la misma noche de bodas, se había convertido en una persona vengativa y fría a la que solo interesaba su bienestar económico. Vivía en Roma, lejos de sus hijos, con otro hombre.
Sí, en la carrera por la sucesión las acciones de Juanito subían, las de Alfonso bajaban. Como decía Juanito cuando estaba en confianza:
—Yo de aquí (y se tocaba la sien), poco, pero de aquí (se daba un golpecito en la nariz), mucho.
Alfonso, que era abogado, tuvo que abandonar su trabajo en el Banco Exterior para acudir a la boda. Un trabajo que le había proporcionado el mismo Franco, ya que, como le dijo en una de las audiencias que solía concederle:
—No es costumbre que los miembros de las familias reales trabajen en empresas privadas.
Así recordaba en sus repulidas Memorias Alfonso de Borbón Dampierre la boda de su primo: «Acudí a Atenas con gusto; esta invitación consagraba las relaciones amistosas que mantenía con Juan Carlos». Sin embargo, el viaje pronto se iba a revelar para él como una pesadilla. El embajador de España en Grecia, marqués de Luca de Tena, le consultó a don Juan cómo debía figurar Alfonso de Borbón Dampierre en el acta matrimonial y qué tratamiento en general se le debía dar en todos los actos de la boda. Don Juan, que lo odiaba, el príncipe incluso afirmó años después que lo había agredido físicamente, contestó:[50]
—Don.
El marqués de Luca de Tena se extrañó y arguyó que si a los grandes de España se les daba el tratamiento de excelentísimo señor, con más motivo al hijo de un infante de España. Pero don Juan volvió a repetir, esta vez a gritos.
—¡Don! ¡Coño! ¡Solo don!
Y como don Alfonso de Borbón-Segovia Dampierre figuró en las actas de la boda. Y en las tarjetas, y en su reserva de hotel. Y su colocación en los actos estuvo siempre por detrás de la de personas que, según él, tenían menos méritos. Alfonso, ya de por sí un hombre tétrico y resentido, se sentía agraviado por afrentas reales, pero también imaginarias.
«El número de pinchazos fue tan grande, que un día decidí hacer las maletas y regresar a España. Lo hubiera hecho de no haber intervenido mi abuela:
»—Oye, Alfonso, no vayas a estropearlo todo. Puedo garantizarte que tu primo no tiene nada que ver con eso. Después de todo, has venido por él».
Alfonso, que era tan mujeriego como su primo, como su padre y como su tío, se consolaba en los brazos de María Gabriela, que era una chica abierta y generosa aunque estuviera «muy espiritualizada por el sombrerito-casquete», como dijo el cronista de sociedad José María Bayona en aquel antiguo número de la revista ¡Hola!
Pero su atractivo rostro de un moreno casi azulado, más parecido al de un bandolero de Sierra Morena que al de un príncipe de cuna, como el de sus tíos, como el de su abuela, como el de sus cuñadas, era tenebroso y violento. Solo un tic en la mandíbula delataba las tormentas que estaban pasando por su interior.
Juanito, vestido con gran sencillez en medio de aquella parafernalia de entorchados y medallas, simplemente con su uniforme caqui de teniente del ejército de tierra, parecía apenas un niño.
Mientras la tensión envejece los rostros maduros como el de su padre, que todavía no había cumplido cincuenta años, hace aparecer una expresión adolescente y conmovedoramente frágil en los muchachos de veinticuatro años.
Había adelgazado, el cuello desbocado de su uniforme permitía ver como la nuez de su garganta subía y bajaba angustiosamente. Estaba pálido, ojeroso; de vez en cuando paseaba una mirada sin esperanza por el techo de la iglesia y los suspiros se notaban a pesar de la guerrera. Según constató el embajador británico, el novio estaba totalmente alicaído y desanimado, aunque Franco, cuando vio las fotografías, dijo:
—Está muy marcial.
Es cierto que tenía agudos dolores en el brazo desde que se rompió la clavícula cuando practicaba judo con su cuñado Constantino, según unas fuentes, al resbalar por el Palacio Real de Atenas, según otras.
Su abuela le comentó a su prima Bee en la carta citada:
—Juanito estaba pálido, le dolía mucho, el yeso adhesivo le produjo una herida que tenía en carne viva.
Pero lo que le atormentaba no era el dolor físico, sino el moral; era consciente del difícil momento por el que estaba pasando su padre.
—A veces me estremezco pensando en lo que mi padre debió de sufrir —le contó don Juan Carlos a José Luis de Vilallonga.
Y también:
—¡Es un hombre tan decente que se encuentra prácticamente indefenso delante de las trastadas que a menudo le han hecho en la vida! Franco le había dicho antes de la boda que tenía más posibilidades de ser rey que su padre, pero no había nada seguro; sabía que los falangistas estaban al lado de su primo Alfonso, que estaban haciendo incluso en estos momentos una campaña en contra de la princesa Sofía por el hecho de que iba a convertirse al catolicismo.
La consideraban perjura y hereje. Franco le había pedido que se quedara en España:
—Para que los españoles lo conozcan y lo amen.
Se lo dijo con su voz que los periódicos definían como «broncínea con diamantinos armónicos», pero no le dio ninguna seguridad respecto a su futuro. Mal que bien, sus estudios, que no había podido seguir regularmente por todo el trajín de la boda, se daban como oficialmente concluidos. ¿A qué tenía que dedicarse en España? Su primo estaba trabajando en un cargo de verdad; él, ¿qué podía hacer? Ni siquiera podría inaugurar pantanos, pues ese honor estaba reservado para el Caudillo.
Pero todavía era peor la idea de vivir en Grecia, como quería su suegra, «el sargento prusiano»; ¡hasta les había puesto ya los cepillos de dientes en Psychico! También sería horrible vivir en Estoril, en el exilio, compartiendo con su padre la angustia, los anhelos del desterrado.
Se lo decía a Vilallonga:
—Mi padre se consumía en Estoril; me hablaba de una España que formaba parte de su memoria histórica, de su nostalgia, pero que ya no existía…
También era lógico que le diera miedo emprender ese viaje hasta el fin de sus vidas al lado de una muchacha a la que apenas conocía. ¿Se entenderían? Porque casarse significaba limitarse a tan solo una mujer en el mundo.
De vez en cuando miraba con asombro a esa mujer que ya sería la suya para siempre.
La carita triangular de Sofía, en la que tan difícil resultaba leer.
Una Sofía que había estado en Estoril, es cierto. Los amigos de la infancia de Juanito me lo cuentan cincuenta años después:
—Era muy callada y seria… Era distinta a nosotros, que tengo que reconocer que éramos bastante brutos… Nos preguntaba cosas de la historia de Portugal y de arqueología que no sabíamos cómo contestar. Se llevaba a don Juanito solo por ahí, ¡decía que quería hacer turismo y visitar ruinas! Fueron a ver los cerezos en flor del Algarve que nosotros, que llevábamos toda la vida en Portugal, desconocíamos. Nosotros entreteníamos a Irene. Y a su madre, que era de armas tomar, la dejaban con doña María, que no sabía muy bien qué hacer con ella. ¡Cuando estaba Federica delante nadie podía abrir la boca!
Babá Espirito Santo le contaba a José Antonio Gurriarán:
—A Sofía le gustaban mucho los niños, y quería tener muchos hijos.
¿Se han dado cuenta ustedes de que a los grandes solitarios les gustan mucho los niños y los perros?
En su boda, la princesa que quería tener muchos hijos, sin embargo y a diferencia del novio, sí sonreía. La sonrisa de Sofía no encendía inmediatamente la luz de su rostro; era como lava caliente, se extendía con lentitud, primero elevaba las comisuras de sus labios, después eran sus ojos los que chispeaban. Miraba con timidez a Juanito, no sabía qué significaban esos suspiros que parecía que fueran a partirle el pecho.
La vida de Sofía, antes tranquila, se había convertido en un torbellino. En esta semana que llevaba su novio en Atenas incluso había recorrido calles que ni siquiera conocía, porque a Juanito le gustaba todo lo popular, y lo había tenido que llevar a la Platka a beber ouzo, bailar sirtaki y romper platos en los pequeños bares donde orquestinas de turcos tocaban el bouzouki, con el olor del pan recién horneado mezclado con el perfume de jazmín y de mimosas. A Juanito le sorprendió que el país de su novia tuviera un aire tan exóticamente oriental. ¡Europa parecía estar muy lejos!
Pero Sofía tenía gran interés en que Juanito conociera «su»
Grecia y le enseñó su escuela, Mitera, sus excavaciones arqueológicas y todos los lugares de su infancia; salieron a navegar en el barco del armador Goulandris, y juntos vieron los atardeceres lentos de esa primavera que ya estaba entrando en el verano. Incluso le presentó a su profesor, Jocelyn Winthrop-Young, que a pesar de su aspecto de erudito, sus «hum, hum» constantes y sus citas a los clásicos, no impresionó demasiado a Juanito, que le dijo:
—Perdóname, Jocelyn, pero a ti y a mí nos separará siempre una roca: ¡Gibraltar!
Al viejo Jocelyn no se le cayó la baba porque era un señor muy educado, pero casi. ¡Cuando Juanito saca la artillería pesada para seducir no hay nadie que se le resista! Un amigo suyo me lo explica:
—Es un poco teatro y un poco verdad. Tiene un corazón de oro, y esa cualidad tan rara es fascinante en las distancias cortas. Por otra parte, por la vida que ha llevado, sabe perfectamente cómo utilizar a su favor la naturalidad desarmante que ha heredado de su madre.
Sí. Corazón de oro, pero con una debilidad que no aflorará hasta años después. Claro que es el pecado que más perdonan los amigos y los pueblos.
Sofía no sabía muy bien dónde iban a vivir, con qué, para qué, pero su sonrisa brillaba tenuemente, era esa llamita insignificante que no se extinguía nunca y que quedaba en las fogatas, debajo de la ceniza. Años después[51], ella intentó explicar sus impresiones:
—Yo tenía dentro una mezcla tremenda de sentimientos muy nuevos. Estaba radiante. Me sentía feliz, y al mismo tiempo tenía un nudo en la garganta, pensaba, me voy de aquí, algo importante se ha acabado…
Adiós, Mitera, adiós, niños huérfanos, adiós, Tatoi, ¡adiós las higueras bajo cuya sombra se adormecía escuchando el canto de las cigarras y olfateando el aroma sutilmente amargo del espliego!
Adiós, mares azul tinta, ¡adiós rocas color violeta recibiendo el último rayo de sol del día, que cuando ponías la mano encima estaban calientes! Fuentes, volcanes, terremotos, adiós cítaras y mandolinas de Grecia, adiós, Grecia. Ya sas Elleniki.
Nadie ha remarcado jamás lo difícil que debió de ser para Sofía dejar su tierra. Como si el dolor por la patria perdida la disminuyera a los ojos de los españoles.
Ni siquiera se ha permitido ella misma, en las escasas ocasiones en las que ha hablado de su vida, expresar la nostalgia por su país natal, en un ejercicio de autocontrol que tiene algo de monstruoso.
Tuvo que ser muy duro. Sus veintitrés años de vida los había entregado a Grecia. Había recorrido sus mares, excavado en sus entrañas, curado las heridas que le habían producido los terremotos, las guerras, el hambre… Había visitado las islas más remotas, escuchado los problemas de sus compatriotas, enjugado su llanto…
Había abrazado a sus niños. No había paisaje que no hubiera pisado, ni había griego que no la conociera; esa tierra antigua corría por sus venas, ¡podía recitar los cantos de Homero, hacer música como las sirenas, llorar todas las lágrimas de Penélope!
Pero no le estaba permitido demostrarlo, ¡las princesas no lloran! Se lo dijo su madre; a su madre se lo dijo la suya. Durante toda la boda se mantendrá impasible. Aquí, en ese momento, en este país telúrico y desgarrado llamado España que gusta de la exageración y de la desmesura, empieza a gestarse su leyenda de mujer fría. Mi informante me cuenta:
—Sí, de vez en cuando se enjugaba una lágrima, pero sin descomponer el semblante. A mi lado una invitada que lloraba a moco tendido, todavía no sé por qué, le dijo a su marido, ¡se nota que es alemana!
¡Ya empezamos!
A pesar de su aparente despego, Sofía se atreverá, sin embargo, a contar años después que sí se sentía preocupada respecto a su futuro:
—La situación de mi marido en España era muy delicada, muy difícil, muy extraña. Franco y don Juan querían cosas distintas, había que nadar entre dos aguas…
Debió convertirse al catolicismo; no le importó. Fue instruida en secreto por el arzobispo católico de Atenas, que iría quince días después de la boda a bautizarla. Había visitado al papa y, según decía, tanto el papa como la religión católica le habían impresionado profundamente.
La reina Victoria Eugenia había pretendido advertirla:
—A mí me hicieron muy antipática la conversión… pero es un trago que pasa pronto…
Pero no hacía falta que la consolaran, Sofía se sentía cómoda en el seno de la Iglesia católica. No se comprende cómo puede uno cambiar de religión de la noche a la mañana, encima no cayéndose del caballo como Pablo camino de Damasco, sino por imperativo categórico, y sentirte «muy impresionada» y «muy cómoda». Solo puedo explicármelo pensando que Sofía, como su madre, como su padre, tenía un sentido amplio de la espiritualidad, sin sujeciones a ninguna disciplina concreta. No en vano al parecer Federica le había comentado[52] a Franco:
—No se preocupe su excelencia, garantizo que mi hija va a ser una buena católica.
El ritual ortodoxo les resultó pintoresco a los invitados españoles. Las coronas suspendidas encima de la cabeza de los novios como símbolo de pureza, beber en la misma copa como señal deunión, también bailar con el arzobispo alrededor de la mesa nupcial según el libro de Isaías mientras diez toneladas de pétalos de rosas caían encima de los contrayentes. Pero el momento decisivo sí que lo entendió todo el mundo. A la pregunta en griego:
—???ete??a??a? s?????.
Juanito contestó con voz que era casi un suspiro:
—Sí.
Mientras Sofía pronunció cuidadosamente:
—Malixta [sí, quiero].
Después se sentaron mientras los interminables cantos gregorianos atronaban en la catedral de Atenas. Sofía, tal vez para relajarse, recordaba los regalos recibidos, desde una lancha motora de los príncipes de Mónaco, hasta un collar de diamantes en chatones con el que la ha obsequiado la reina Victoria Eugenia, ¡cada uno de esos brillantes le fueron regalados para hacerse perdonar una infidelidad! También recibió de la abuela de su novio un brazalete de zafiros y rubíes y la diadema de conchas de perlas y brillantes de «la Chata», realizada por Mellerio. Una simple carabela de plata, regalada por el rey Pablo; el general De Gaulle, una vajilla de Sèvres; los duques de Alba, una petaca de jade; los duques de Montellano, unos pendientes de brillantes; un petrolero de oro macizo como adorno de mesa del naviero Niarchos; un abrigo de martas cibelinas que le ha regalado Onassis se lo pondrá en contadas ocasiones, porque la reina no lleva pieles…
Su madre le regaló a Juan Carlos un anillo del siglo v antes de Cristo, de oro con un camafeo, que es el que siempre lleva el rey en el dedo meñique. Claro que los regalos de los padres despertaron el desprecio de la letal Victoria Eugenia, quien le dijo a su prima:
—Freddy le ha dado solo cuatro sencillas pulseras de cadenas de oro con cabujones de rubíes, zafiros y esmeraldas, ¡muy pobre!
Sofía no recibió ninguna perla, yo creo que podía haberle regalado un bonito hilo de perlas cultivadas en vez de tanta pulserita y tanto barco.
Y añadió:
—A última hora yo le di también un broche de brillantes del siglo XVIII, ¡parece que no lo apreciaron! ¡Estoy indignada!
El Real Madrid les regaló un estupendo equipo de estereofonía de alta fidelidad, como se decía en aquellos tiempos.
Sofía adivinó que su padre estaba sufriendo y tal vez se había refugiado en algún mundo interior que solo él conocía. Se había habituado a sacarse los lentes, limpiarlos lentamente con un pañuelo blanquísimo, exponerlos a la luz y volver a ponérselos.
Su basilisa, la primera, la que nació en la mesa de Tatoi y que creía que él era el padre más guapo del mundo, salía para siempre de su país y de su familia.
Su madre no le quitaba la vista de encima, trataba de infundirle seguridad y fuerza. Sofía miraba hacia atrás. Pilar parecía molesta y rehuía sus ojos; Irene solo estaba pendiente de colocarse bien la diadema y la chaquetilla; pero Tatiana le sonreía, como siempre, de forma tranquilizadora.
En primera fila estaba el rey Olav, el padre de su amor juvenil Harald, ¡qué lejano le parecía todo ahora!, ¡qué joven e inocente era entonces!
La novia de Harald, Sonia, la modistilla, sería reina de Noruega aunque le pesara a su padre y al mundo entero.
Ella, que era hija de reyes, ¿sería reina también?
Sabía que su futuro dependía de la buena voluntad del Caudillo, al que Sofía todavía no conocía. El matrimonio Franco le había regalado una diadema en forma de flores de la casa Aldao que también puede usarse como collar y un broche de brillantes, el Actinia, con un enorme zafiro; también le había sido impuesto el Gran Collar de la orden de Carlos III, del que la reina Victoria Eugenia dijo con desprecio:
—Pues vaya regalo más inapropiado, es una condecoración para hombres; a ti te tenía que haber dado la cruz de María Luisa.
A Sofía, además, dos escribanías de plata, unas mantillas españolas y unos abanicos. La princesa ya había cumplido con el primero de sus deberes: halagar al Caudillo. Le acababa de escribir una carta muy emotiva, dictada por Juanito, en la que le decía: «Mi querido generalísimo, me he sentido abrumada y profundamente emocionada por los maravillosos regalos que el almirante Abárzuza me ha traído de su parte y que le agradezco de todo corazón.
La condecoración me ha complacido en extremo, al igual que el magnífico broche de brillantes que me envió como regalo de boda. Lo valoraré como un tesoro toda mi vida. Sofía».
También valoraron los príncipes el obsequio que les hizo la diputación de la Grandeza, a instancia de la duquesa de Alba, una cantidad de dinero que les servía, junto con la dote que le había concedido el gobierno griego, para ir viviendo. En sus primeros años de matrimonio, la pareja real necesitaba sesenta mil pesetas al mes.
Cuando acabaron las interminables ceremonias religiosas, los invitados se fueron trotando al Palacio Real a firmar la tercera boda, la civil, delante del alcalde de Atenas.
A las tres y media de la tarde, ciento setenta elegidos, que habían asistido a varias fiestas prenupciales y que además llevaban arreglados y vestidos desde las seis de la mañana, se sentaron por fin a almorzar en las grandes carpas instaladas en los jardines del Palacio Real con un suspiro de alivio. Muchos se descalzaron con disimulo. Aristóteles Onassis, el millonario armador al que Karamanlis había cedido la Olympic Airways, convirtiéndolo en el único ciudadano del mundo que poseía a título privado una compañía aérea internacional, tan presente en las revistas de sociedad de la época como Grace Kelly, había acudido solo a la boda. No podía llevar a una boda real a su amante, la prima donna María Callas, ya que no estaban casados, ¡por mucho que fueran los dos griegos más famosos del mundo!
María, a la que había retirado de la ópera, lo esperaba pacientemente en su lujoso apartamento de la avenue du Foch de París. Onassis iba con sus características gafas oscuras y paseaba su mirada de depredador por todo el recinto en busca de una presa mordiendo más que fumando su habitual Papastratos. De reojo miraba a su rival en los negocios y en la vida, el magnate Stavros Niarchos, que estaba acompañado por su mujer, Eugenia Livanos[53]. Y mascullaba:
—A veces creo que lo único que me mantiene con vida es mi odio por ese hijo de puta.
El menú provocó bastantes críticas por lo escaso y vulgar. Primero iba el socorrido cóctel de langostinos, después una ligera suprema de ave con legumbres, como plato fuerte un inesperado e incongruente foie gras a la gelatina con ensalada y de postre un simple helado de moka, más propio de una boda de menestrales que de un casamiento real. El pastel, eso sí, levantó un murmullo de sorpresa entre los exhaustos invitados, aunque tampoco se consideró de muy buen gusto: tenía cuatro pisos, estaba adornado por cadenas de flores hechas de merengue y en su cima, en lugar de la ordinaria pareja de novios, Federica había decidido que se pusiera una aparatosa corona.
A mi informador le llamaron la atención los malos modales de los invitados griegos en la cena:
—Comían con la boca abierta, cogían las colas de los langostinos con la mano y se limpiaban con el mantel.
Había orquesta, y Onassis se empeñó en que tocaran Zorba el Griego:
—Él mismo se puso a bailar el sirtaki con otros invitados. A Federica se le notaban unas ganas locas de unirse a ellos, pero no se atrevió; seguía la música con los pies y dando palmas. Fue el momento más emocionante y espontáneo de la ceremonia, en el que se vio que, por debajo de todo el paripé artificial que había querido montar la reina para deslumbrar al mundo, en el fondo solo se trataba de la boda de una chica griega.
Era el 14 de mayo de 1962.
Los novios se fueron a los postres y embarcaron en el lujoso yate negro de Niarchos, el Creole, donde pasarían la noche de bodas. El armador, que había hecho su fortuna con sus ochenta superpetroleros gracias al apoyo personal de Palo y Federica, que también le habían conseguido el contrato para construir un importante astillero en Eskaramanga, a las afueras de Atenas, ¿de dónde, si no, los lujos que adornaban el Palacio Real?, fue naturalmente el invitado más rumboso de todos: no solamente estaba agradecido, sino que también era el más rico. Además del barco de sobremesa de oro, le regaló a doña Sofía un soberbio conjunto de diadema, collar y pendientes de Van Cleef con gruesos rubíes de cabujón rodeados de brillantes, y puso a su disposición el Creole con toda la tripulación, dieciséis personas, a su servicio.
El Creole está considerado el velero más bello del mundo. Tiene doscientos catorce metros, puede albergar a doce pasajeros, y la inmensa suite, donde pasaron Juanito y Sofi la noche de bodas, está recubierta con moqueta blanca y alfombrillas de ciervo; los muebles son de color beis y marrón foncé realizados con veinte clases de madera diferentes. En las paredes, cuadros impresionistas e iconos rusos, y peines y cepillos de oro en el cuarto de baño, hecho en mármol de Siena y adornado con espejos venecianos.
La leyenda dice que este barco negro, sin embargo, trae mala suerte. Sus dos primeros dueños murieron violentamente, la mujer de Niarchos, Eugenia, se suicidó, y el modisto Gucci, su siguiente propietario, fue asesinado por su esposa. En la actualidad pertenece a las hermanas Allesandra y Allegra Gucci. El barco que tan buenos recuerdos debe tener para Sofía no se ha hecho a la mar desde hace cinco años; es un jubilado de lujo, en perfecto estado, en el puerto de Palma. ¿Lo habrá visitado en alguna ocasión, se habrá sentado en la cama que ocupó por primera vez con el que ya era su marido? ¿Habrá intentado revivir los sentimientos de aquella muchacha llena de ilusiones que estaba poniendo apenas la punta del pie en el nuevo camino que se abría ante ella?
Sería interesante imaginar a una Sofía madura y ya de vuelta de muchas cosas, con algunas arrugas en los ojos que no se deben a los años, abriendo de par en par la puerta del camarote para que saliera una Sofía joven y descalza gritando:
—¡Juanito!
La semana antes de la boda, para deleite de los novios, Niarchos colgó en el salón principal las joyas de su colección, que acababa de comprar al actor Edward G. Robinson en Hollywood: la Pietà del Greco y el Retrato de Jane Abril, de Toulouse Lautrec, además de dos Renoirs. Sobre la chimenea de lapislázuli también había colocado dos impresionantes candelabros de plata que le habían costado quinientos mil dólares y que daban a la decoración un toque gótico bastante inquietante.
Como dijo doña Victoria Eugenia con ironía:
—Cést beau la fortune!
En el Pireo una mujer vestida de negro consiguió acercarse hasta Sofía y le besó solemnemente la mano mirándola a los ojos:
—Na zisete, basilissa [larga vida, princesa].
Mientras el barco se alejaba, Sofía no pudo apartar su mirada de la silueta inmóvil que también parecía mirarla, ¡era el alma de Grecia que le decía adiós!
Nada sabemos de la noche de bodas de Juanito y Sofía. Ni de la pasión entre un Juanito de larga experiencia que besaba con sus labios «calde, secqui y sapienti» y una muchacha cuya sexualidad desconocemos. Durante su noviazgo, Franco, que conocía la incontenible pulsión erótica de los Borbones, les ponía una «carabina» cada vez que debían verse. Era el general Castañón de Mena. Por ejemplo, Juanito escribía a Franco comentándole que le gustaría ir unos días a ver a su novia a Zúrich, donde Sofía estaba comprando parte de su ajuar.
Franco accedía y llamaba a Castañón:
—Toma un avión a Zúrich; ¡no se te ocurra despegarte de su lado!
Los tres se encontraban en un restaurante. Pero, en lugar de seguir las instrucciones del Caudillo, Castañón les decía que tenía que ausentarse para comprar regalos para sus hijos.
Cuando Sofía estuvo en Estoril, se habían perdido solos con el coche por las ignotas carreteras portuguesas. Los novios volvían a Villa Giralda muy tarde, ya noche cerrada. No es difícil imaginar el diálogo que tenía lugar en el interior del elegante Porsche metalizado que los monárquicos españoles le habían regalado a don Juanito para que deslumbrara a su novia:
—Tonta, si total vamos a casarnos. Va.
—Déjame.
—Qué más da adelantarlo unos días… es como si ya estuviéramos casados… Solo una vez… te lo prometo.
¿Cedería ella?
Aunque a nivel teórico aquella princesa en cuya familia se hablaba del sexo libremente, que además estaba acostumbrada a asistir a partos humanos y del reino animal y se había encontrado en su escuela de huérfanos con todo tipo de parejas, no iba a escandalizarse de nada.
Empezaban también los años sesenta y la revolución sexual.
Poco después las muchachas quemarían sus sujetadores en la hoguera y celebrarían el amor libre.
Recordemos que Sofía quería tener muchos hijos.
Pero lo más probable es que, en la noche de bodas, en lugar de entregarse a la fogosidad natural de los cuerpos jóvenes, Sofía tuviera que poner en práctica sus conocimientos médicos, ¡sabemos que el yeso que Juanito tenía en el brazo se había pegado a la piel y, según su abuela, su hombro estaba en carne viva!
Claro que también don Juan estaba enfermo el día en que se casó con doña María y, como le explicó a su hijo con desgarro en una ocasión en que este pretendía ausentarse de una ceremonia con la excusa de que se encontraba mal:
—¡Yo también estaba hecho una mierda el día que me casé y a pesar de eso por la noche tuve que cumplir con tu madre!
Pero la verdad es que no sabemos lo que pasó entre Juanito y Sofía, ni si para Sofía fue su primera vez.
¿Mi hipótesis? Juanito sabía cómo enamorar a las chicas. Y podía vencer la resistencia de la mujer más endurecida, ¿cómo no la de una mujer enamorada?
Lo que sí podemos asegurar con bastante exactitud es que la intimidad que estrenaron aquella noche duraría trece años.
Cuando amanecía, Sofía vio la silueta empolvada y luminosa de la isla de Stepsopoula.
El regalo de don Juan fue un viaje alrededor del mundo:
—¡En aviones jet! —comentaba una deslumbrada doña Victoria Eugenia. Tenía que durar tres meses después del pequeño crucero por las islas griegas que emprendieron con el Creole. Era el mismo regalo que Alfonso XIII le había hecho a Juan y María, aunque en este caso el viaje había durado seis meses y se había realizado con los ayudantes de Juan y la doncella de María. Juanito y Sofi iban a viajar completamente solos.
Federica, de todas formas, no podía dejar marchar a su hija y a su yerno así como así. Y además tenía que recordarles que a su regreso los esperaba en la casa de Psychico. Así que se presentó en Stepsopoula, propiedad de Niarchos, en la lujosa villa de quince habitaciones también del magnate naviero, para echarse en sus brazos gimiendo:
—¡Os voy a echar mucho de menos! ¡Volved pronto!
Sofía se emocionó y hasta su ya marido soltó alguna lagrimita.
Después quedaban dos trámites que aunque, según recordaba diplomáticamente Sofía, cumplieron con mucho gusto, debieron resultar bastante penosos para ambos. Primero visitar al papa y después a Franco.
En Roma se alojaron en el palacio Torlonia, en la via Boca di Leone, propiedad de los tíos de Juanito, la infanta Beatriz y el principone Torlonia. Quizás por los históricos suelos del palacio correteaba el primer nieto de la pareja, Alessandro Lequio, de diez meses, al que todos llamaban Dado. La infanta le dejó a Sofía los atavíos con los que tenía que presentarse ante el papa; fue la primera vez que la princesa se colocó una peineta y una mantilla. Que, según le decía doña María[54], era muy difícil de poner, porque:
—Si te despistas, te quedan como dos cipreses a un lado y otro de la cara.
La tía Beatriz también le enseñó el complicado ceremonial de saludo: tres reverencias, hincarse en el suelo de rodillas y después besar la zapatilla del papa.
Cuando Sofía estaba tratando de coordinar estos movimientos, cosa bastante complicada porque además llevaba un misal y un ramo de flores, aparte del bolso, se encontró de repente con el papa, que se limitó a estrecharle las manos y decirle:
—No te preocupes, hija, quédate tranquila.
Era el afable Juan XXIII.
La segunda visita tenía mucha más complicación. Por primera vez Sofía se iba a encontrar con quien tenía en sus manos las riendas de su destino.
La visita la hicieron a espaldas de don Juan, quizás aconsejados por Federica y también por doña Victoria Eugenia.
Aunque lo cierto es que Sofía quiso dejar muy claro años después que había sido una decisión autónoma de ella y de su marido:
—Ni lo consultamos ni lo dejamos de consultar, ¡lo hicimos!
En aquella época todo lo decidíamos los dos, conjuntamente.
Juan Carlos le comentó a su ayudante en el avión que los llevaba a Madrid:
—Cuando se entere mi padre, va a querer romper conmigo.
Estaba muy nervioso, sin embargo Sofía parecía muy tranquila.
Fueron a recibirlos al aeropuerto los marqueses de Villaverde.
Ella, Carmen, a la que su familia llamaba Nenuca y los españoles Carmencita, era la única hija del Caudillo; él, Cristóbal Martínez Bordiú, su apuesto marido, pertenecía a la nobleza andaluza, era médico y ejercía de cirujano en La Paz; y ambos estaban en la cúspide social de aquella España que poco a poco iba saliendo de su terrible posguerra y entrando en el desarrollismo.
El yernísimo, como lo llamaban en la sociedad madrileña, no sabía muy bien por qué su suegro se tomaba tanto interés por «este niñato», como decía él, pero no se atrevió a desobedecer al Caudillo cuando este les ordenó que fueran a recibirlos al aeropuerto.
Se acercó al pie de la escalerilla contoneándose, parecía un torero haciendo el paseíllo, se giró mirando la parte posterior de una azafata y le soltó un guiño lúbrico a Castañón, que, perfectamente cuadrado, enrojeció violentamente a pesar de que era un héroe de guerra y tenía la Laureada (colectiva) de San Fernando.
Villaverde se sacó el cigarrillo de la boca, lo despidió con dos dedos dándole un vuelo en forma de arco, y tanto él como su mujer hicieron a los príncipes la reverencia protocolaria, aunque tanto Sofía como Juanito los besaron en las mejillas.
Era la primera vez que Sofía pisaba suelo español, y luego lo recordará todavía emocionada; el paisaje, el color de la tierra, de los campos, de los árboles le recordaba mucho a Grecia. La princesa pensaba:
—¿Simpatizaremos, habrá conexión entre esta gente y yo?
—Y al decir «gente» podemos suponer que no se refería únicamente a los hijos del Caudillo[55].
Desde el aeropuerto fueron directamente al palacio de El Pardo. A la princesa le llamaron la atención las estrictas medidas de seguridad que rodeaban el recinto. Juanito todavía estaba más nervioso que ella. Sabía que su futuro dependería de la impresión que su mujer causase en Franco y en la generalísima.
En el avión ya habían estado estudiando la mejor forma de dirigirse a él. Juanito le llamaba excelencia. Sofía no dudó:
—Creo que «mi general» es lo más adecuado.
Franco era muy distinto de la idea que se había hecho de él, ya que se lo imaginaba como un caudillo, un generalísimo soberbio, un dictador, y creía que sería duro, seco, antipático. Y se encontró a un hombre sencillo, con ganas de agradar y muy tímido.
El estudiado primer comentario de Juanito fue:
—Hemos venido porque la princesa tenía muchas ganas de conocerles, excelencia, ¡le he hablado tanto de ustedes!
Franco cabeceó con satisfacción, las manos sobre su prominente barriga, y todavía más satisfecho se mostró cuando Juanito le dijo devotamente:
—Además, mi abuela, la reina, me dijo que después de ver a Su Santidad debíamos venir a ver a su excelencia.
Doña Carmen enseñó su amplia dentadura en lo que pretendía ser una sonrisa simpática, bastante halagada, ya que Victoria Eugenia había sido reina de España. Tal vez Juanito también sería rey, siempre que a su marido le diera la gana, claro está, ¡lástima que las dictaduras no puedan ser hereditarias!
Sofía lo recordaría después en varias ocasiones:
—Yo le caí bien a Franco, a Juanito lo trataba como el hijo que nunca pudo tener… como su abuelito… le brillaban los ojos al mirarlo.
Franco le preguntó al príncipe:
—¿Qué tal la boda? ¿Salió todo bien, alteza?
Sofía vio cómo su marido tragaba varias veces para deglutir todos los desplantes, la censura con que se había amordazado a la prensa, el pasodoble torero con el que se quería humillar a su padre, para contestar:
—Sí, excelencia, todo bien, ¡muchas gracias!
Doña Carmen llevaba alrededor de su cuello de abultados tendones las perlas falsas de Pertegaz, ¡las famosas perlas de la generalísima! Se interesó por la salud de los reyes de Grecia y, después, dirigiéndose a Sofía, le preguntó:
—¿Os gustaría ver el palacio?
Sofía se apresuró a contestar que sí, y doña Carmen la llevó por todas las habitaciones señalándole los cuadros y las antigüedades con las que lo había adornado. Sofía hizo esfuerzos por expresarse en español, y al final doña Carmen se dio cuenta y le preguntó:
—¿Quiere que nos expresemos en francés? Yo lo hablo perfectamente pues tuve una mademoiselle cuando era pequeña.
Y prosiguió en su francés un tanto oxidado que Sofía no se cansaba de alabar, explicando que esta arqueta era del siglo xvii y había pertenecido a la reina María Teresa, y que la mesa del comedor era del palacio imperial de Eugenia de Montijo.
La princesa, que sabía que doña Carmen dedicaba todo su tiempo libre a visitar, y, según algunos, desvalijar los anticuarios del país, sonreía y asentía, asentía y sonreía, ¡no le parecía tan difícil como había pensado!
Es de suponer que Sofía intercalaría de vez en cuando alguna alusión a la Virgen del Pilar y también al brazo incorrupto de Santa Teresa como muestra de piedad; no descarto tampoco alguna crítica velada a la libertad de costumbres de ciudades como París o Nueva York y también a la parafernalia de las cortes europeas, porque doña Carmen, a pesar del gusto desaforado por las joyas y las antigüedades que se le había despertado, continuaba presumiendo de ascetismo y de austeridad cuartelera.
Cuando regresaron al salón fueron acogidas fervorosamente tanto por Juanito como por Franco, que ya no sabían qué diablos decirse. Al captar la angustia de su marido, Sofía le dirigió una mirada tranquilizadora:
—Todo ha ido bien.
El suspiro de alivio de Juanito debió oírse al este en Atenas y al oeste en Estoril.
Doña Carmen le comentó después a su íntima amiga Pura Huétor que la princesa le había robado el corazón a Paco[56]. Según Pemán, Franco quedó embelesado por su belleza entre maliciosa y aniñada, por su religiosidad y su dominio del español.
Y el Caudillo le dijo sentenciosamente a su primo Pacón:
—La princesa hablaba bastante bien el español y se estaba dedicando a estudiarlo intensamente. La he encontrado muy agradable y me ha parecido muy inteligente y muy culta.
Según su primo, el generalísimo contaba todo esto con cara de satisfacción[57].
Franco no les hizo ninguna propuesta concreta, pero sí les dijo:
—Vamos a empezar nuevas obras de acondicionamiento en el palacio de La Zarzuela… estaría bien que sus altezas lo visitaran.
Al día siguiente Juanito llevó a su mujer al antiguo pabellón de caza de la familia real. Sofía lo encontró desangelado y muy poco acogedor, aunque le gustó el jardín de encinas y robles.
Después comieron con la frugalidad habitual —había días en que el menú consistía simplemente en una sopa de fideos y una tortilla de un huevo con el matrimonio Franco y con sus hijos, los marqueses de Villaverde. Los encargados de la cocina eran guardias civiles, por motivos de seguridad, y según contó años después Carmencita Franco:
—Les dieron un cursillo, pero creo que aprovecharon poco… mi marido siempre se quedaba con hambre.
Los nietos de Franco le comentaban mientras intentaban cortar un pollo que se les resistía:
—Abu, este debió morir allá por 1943.
—No te equivocas —respondía, socarrón, el Caudillo.
Ni Juanito ni Sofía tenían que hablar demasiado, porque la voz cantante la llevaba el marqués, quien se dedicaba a explicarles que no era cierto que él hubiera estado detrás del negocio de las motos Vespa que se habían introducido en España desde Italia, como se quería demostrar en el extranjero:
—No es más que una conspiración judeomasónica para hundir todo lo español, ¡nos tienen envidia!
Aquí Sofía debió alarmarse, pues sabía que Franco opinaba que el rey Pablo, su padre, era masón, pero no pasó nada y el yernísimo continuó parloteando con su cerrado acento andaluz, hasta que Franco, con la servilleta anudada alrededor del cuello y el cuchillo en alto, clavó la mirada en un punto indefinido del tapiz que tenía enfrente donde una jauría de perros rodeaba a un ciervo con una flecha clavada en el cuello y dijo:
—Basta.
Como el grifo que se cierra, la voz dejó de manar por la boca del marqués. Su mujer y su hija continuaron comiendo como si tal cosa.
En los postres —una manzana—, el marqués se limpió cuidadosamente los labios y pidió permiso para levantarse:
—A las cuatro tengo una operación a corazón abierto, a vida o muerte.
Su mujer y su suegro estaban revolviendo con una cucharita sus yogures haciendo bastante ruido, y solo doña Carmen dijo con un tono falsamente amable:
—Adiós, Cristóbal, que te vaya muy bien en tu trabajo.
Más tarde se levantaron y pasaron a tomar café a una salita que daba sobre el jardín. Frente a la ventana, con pantalón corto de tenis, un niqui blanco y unas raquetas bajo el brazo, vieron pasar al marqués silbando una melodía.
No hubo comentarios. Y del pobre paciente que esperaba la operación a vida o muerte nunca más se supo.
Hay un ejemplo de esos días que nos ilustra acerca de la naturaleza ladina y solapada de Franco. Si bien les deseaba a los príncipes:
—Que tengáis un buen viaje; está muy bien que los españoles y el mundo os conozcan.
Cuando el nuevo ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga Iribarne, tomó posesión de su cargo en julio de 1962, pidió ver «el libro verde» que contenía instrucciones para la censura.
Junto a estrafalarias prohibiciones, como «no poner trajes de baño con señoras dentro», «no escribir la palabra braga», «evitar mostrar las axilas femeninas», «cambiar suicidio por embolia», encontró la orden de que no se diera ninguna publicidad a la luna de miel de Juanito y Sofía.
El avión los dejó en Niza. En Mónaco, en el Sporting Club, una agradecida Grace de Mónaco les organizó un baile. Lo presidió Victoria Eugenia; este pequeño principado era el único lugar del mundo donde le daban honores de reina y donde podía sentirse importante.
La otra personalidad presente era el exrey Faruk de Egipto. La princesa Sofía debió saludarlo con sentimientos encontrados, al recordarlo como su voluble anfitrión en los días tenebrosos de su exilio.
Gangan, como la llamaba Juanito, le preguntó a Sofía con curiosidad qué tal había ido la visita a El Pardo; la princesa le contestó:
—Franco me ha parecido muy simpático, y Carmencita, la hija, también.
—¿Y Cristóbal Villaverde?
Y Sofía le dijo riendo:
—¡Es un playboy!
En Portofino dejaron el barco y emprendieron su viaje en los aviones jet de los que había hablado Victoria Eugenia. Llevaban una veintena de maletas, ya que iban a ser tres meses en climas diferentes y también necesitaban trajes largos, de vestir, de deporte, de tarde, ropa informal, esmoquin, chaqué, calzado, abrigos, complementos…
Solos. Ha sido quizás la única convivencia a solas que han tenido los reyes en cincuenta años de matrimonio. Sabemos al detalle el itinerario de aquel viaje, organizado por una agencia: Jordania, India —donde conocerían al Pandit Nerhu y a Indira Gandhi—, Nepal, Tailandia, Japón, Filipinas y finalmente Estados Unidos, donde el embajador Antonio Garrigues y Díaz Cañabate decidió informar por su cuenta al Departamento de Estado que los recién casados representaban a España y a Grecia.
También consiguió, dada su amistad personal con la familia Kennedy —cuando Jackie se quedó viuda, se especuló con la idea de que el embajador, viudo también, se casaría con ella—, que la pareja fuera recibida en la Casa Blanca.
La conversación, si la hubo, no ha pasado a la historia, pero hubo «foto», que era lo que interesaba. En ella vemos a Sofía con una especie de diadema de tela parecida a una tiara; lleva un collarcito de perlas dobles, un vestido con el largo por debajo de las rodillas, guantes blancos y el consabido bolso colgado del brazo, muy al estilo Jacqueline Kennedy. En la muñeca lucen las pulseras de piedras preciosas regalo de su madre que tanto criticó Victoria Eugenia. Sonríe vagamente, todavía no ha aprendido a enseñar la amplia sonrisa que lucirá posteriormente y que tanto la favorece, aunque tenemos que reconocer que nuestra reina no es fotogénica. Juanito no ha aprendido tampoco a potenciar su físico, lleva todavía el entrecejo sin depilar y, para parecer mayor, se peina hacia atrás revelando unas entradas muy poco favorecedoras.
Kennedy, por su parte, está colmado de triunfos, en la plenitud de su atractivo físico y su masculinidad, bronceado, con mechas doradas en el pelo, con unos músculos poderosos que se adivinan bajo su buen cortado traje y una sonrisa cordial que muestra perfectamente que es el hombre más importante de la historia de su país, y seguramente del siglo (y con una vida sexual prodigiosa).
Le quedaban un año y tres meses de vida.
Estoy segura de que de aquel encuentro sacó Juanito (recordemos su gesto tocándose la sien y la nariz) provechosas lecciones sobre la manera moderna de ejercer el poder, lejos de la rigidez militar y el autoritarismo posbélico del dictador Francisco Franco, propio de unos tiempos que ya se estaban yendo de España, aunque fuera de puntillas y poco a poco. No había vuelta atrás, porque el río no puede remontar hacia arriba.
Sabemos al detalle el itinerario, como escribía más arriba, pero muy poco sobre los sentimientos de aquella pareja de jóvenes que, por primera vez, vivían libremente, sin la sombra de sus padres, ni de caudillos, ni de sus responsabilidades como príncipes. En el puerto de Bombay perdieron una conexión y debieron pasar toda la noche en el aeropuerto. Con un montón de maletas ya desvencijadas, arrugados, mal vestidos, llenos de polvo, ¡solos!, ¡sin que nadie supiera quiénes eran! Parecerían dos vagabundos. Dos niños perdidos, cogidos de la mano.
Les llegó la noticia de que Federica había declarado en la prensa que le gustaría que Juan abdicase en su hijo, lo que fue desmentido rápidamente por la propia Federica en una carta a los diarios. Solo Sofía comprendió la humillación que debió sentir su madre al rectificar, obligada a desdecirse por su propio marido, que no quería trifulcas públicas con su nueva familia política.
A cambio Freddy consiguió que, en privado, Palo le escribiera a don Juan indicándole que no creía conveniente que los chicos vivieran en Estoril, que debían estar con Franco, en España.
En don Juan se acrecentó la antipatía por la familia de su nuera. Años después la reina se extrañaba de no haber encontrado aquella carta de su padre en el archivo de don Juan:
—Qué raro, debería estar ahí, con sus papeles; tengo que preguntárselo a Anson.
Conociendo al personaje, no es difícil colegir que la archivó, sí, pero en la papelera, seguramente acompañada por uno de sus habituales:
—¡Qué cabrones!
De mala gana Juanito y Sofía aparecieron al fin en Estoril arrastrando un par de maletas. Sofía se negó a instalarse en Villa Giralda. ¿Las razones?
—Ah, no, ahí no me metía yo.
El abnegado secretario de don Juan, Ramón Padilla, les cedió su villa Carpe Diem. La reina contará[58] más tarde con innecesaria precisión:
—Era muy pequeña y no podíamos ni clavar una chincheta en la pared porque estábamos de prestado.
Le recuerda a Juanito que las obras en La Zarzuela ya se han acabado y que el palacio los está esperando.
La vida en Estoril transcurría entre la incertidumbre y el aburrimiento. Sofía se había casado con el heredero de un trono, pero ese trono parecía estar cada vez más lejos. Todo el mundo hablaba de la fabulosa fortuna de Alfonso XIII, pero tampoco la veía por ninguna parte. Se cuenta que María le mostraba sus joyas, los collares de perlas, la diadema de las flores de lis, los broches de brillantes, y que Sofía le preguntaba:
—¿Dónde están las joyas importantes?
En esa época don Juan había gastado toda su liquidez en la boda de su hijo y pasaba por apuros económicos. Salió adelante gracias a la ayuda de su amigo el banquero Espirito Santo.
Sofía había dejado todas sus cosas en Psychico. ¡Allí no había nada que hacer! No quería parecerse a su suegro, que se levantaba por las mañanas y le preguntaba a su secretario:
—Hoy, ¿que tenemos?
—¡Nada, majestad!
Tampoco se sentía a gusto con el grupo de amigos, y sobre todo amigas, de Juanito. Un vecino de entonces me cuenta:
—No quería integrarse, ella no aceptaba elementos extraños en su matrimonio… yo no lo entendí hasta que me casé y mi mujer hizo lo mismo. Por una parte estábamos nosotros, sus amigos de siempre, las chicas con las que había tonteado cuando era un crío, y por otra estaba Sofía… Juanito no quería disgustarla… aunque a sus espaldas intentaba seguir viéndonos.
Finalmente, encontraron un pretexto para ir a España. Una excusa humanitaria y dolorosísima, pero útil para sus fines.
Las inundaciones de Cataluña de 1962. La lluvia cayó como una inmensa masa metálica entre las seis de la tarde y la una de la madrugada del 25 de septiembre. Un río insignificante, el Besós, se desbordó y arrasó la comarca del Vallés; murieron más de mil personas, la mayoría emigrantes.
Sofía recordó su viaje a las islas Jónicas después del terremoto, que los pueblos necesitan a sus reyes en esos momentos de devastación. Le pareció oír cómo los niños le acariciaban la cara y la llamaban:
—Omorfi.
Se lo dijo a su marido en el comedorcito de Carpe Diem. Juanito primero se opuso y le respondió:
—Ya está allí Franco, todos los ministros, ¡no nos necesitan!
Y Sofía se levantó para ponerse a su altura y le dijo golpeando con el puño cerrado su corazón:
—¡Te equivocas, Juanito! ¡Somos nosotros los que los necesitamos a ellos! ¡Nosotros!
Lo cogió por la chaqueta:
—Vámonos, Juanito. Si lo consultamos a tu padre o a Franco nos van a decir que no. Vámonos solos, cogemos un avión y nos presentamos allí, ¡es nuestro pueblo! ¡Nos necesita!
Juanito la miró con asombro. Su mujercita apacible, serena, echaba lumbre por los ojos.
Intentó otra vez oponerse:
—Pero así, sin avisar… papá tendrá miedo de que no nos hagan caso y dejemos en mal lugar a la familia… Franco dirá que nos inmiscuimos.
Pero Sofía ya estaba yendo a su habitación para preparar una bolsa de mano mientras le decía:
—Pues llama a Padilla. No, mejor, a Agustín Muñoz Grandes, el vicepresidente de Gobierno, ¡pero dile que estamos decididos!
Cuando llegaron allí, el espectáculo les impresionó. Ruinas, escombros, casas arrasadas o convertidas en cascarones vacíos… cochecitos de niño semienterrados en el barro. Miles de personas deambulando como fantasmas, intentando recuperar aunque fuera una fotografía, ¡su pasado, además de sus familias y sus enseres, estaba destruido, arrasado, muerto!
Sofía iba vestida con una falda de tergal, un abrigo discreto, un pañuelo en la cabeza, zapato plano. Era aquella basilisa que iba por los pueblos más remotos de la geografía griega apuntando en un papel las necesidades de sus súbditos, aunque ahora no pudiera recurrir a su madre.
Su expresión era de sincera pena. Besaba a los niños e intentaba hablar en su español deficiente con aquellas mujeres que lo habían perdido todo y que no la entendían.
Un periodista, Enrique Rubio, que siguió la comitiva me contó:
—Hubo un momento impresionante. Nos llevaron a una especie de descampado con unas bolsas de plástico tiradas por el suelo por las que asomaban cabezas con el pelo manchado de barro, pies descalzos, una mano todavía agarrada a una rama de árbol… Algunos lloraban, una compañera del Diario de Barcelona se puso a vomitar…
Sofía y Juan Carlos estaban allí, no decían nada, pero lo de verlos mezclados con la gente, con los zapatos destrozados, les hizo ganar muchos puntos, ¡piensa que Franco y su mujer iban bajo palio!
Hoy día hay muchas mujeres en Terrassa y en Rubí que tienen una foto con la princesa Sofía de Grecia, como se la llamaba entonces en la prensa, reconfortándolas. Juanito también estaba conmovido, pero todavía no sabía expresarlo en público, se le veía más envarado. La gente los miraba con curiosidad, en algunos rostros había agradecimiento. Muy pálidos y sobrecogidos, visitaron una masía en la que habían muerto todos los ocupantes: la altura del agua en la pared marcaba 2,25 metros. Les entregaron a las autoridades un millón de pesetas de donativo:
—Es de parte de mi padre, don Juan de Borbón.
Este gesto del conde de Barcelona, que le debió costar lo suyo dada su precaria situación económica, causó el enfado de Franco.
Se lo encontraron en una misa en la iglesia de la Merced de Barcelona, lo vieron entrar con su mujer bajo palio, a lo lejos. Los saludó con frialdad.
Después[59] le comentó a su primo Pacón:
—Hubiera sido mejor que el príncipe fuese después de irme yo de Barcelona y que su visita fuera personal y no en representación de su padre, que no tiene popularidad en el país… Se siembra confusión…
Juanito y Sofía se enteraron del disgusto del Caudillo y se echaron a temblar. Ella se rehízo enseguida y comentó ante el espía de Franco que les había ido con el cuento:
—¡El viaje me ha servido para darme cuenta del entusiasmo de Barcelona hacia su Caudillo! ¡Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo habría creído!
¡La mirada de admiración sorprendida de su marido fue su mejor premio!
¡Recordaba mucho la mirada que Palo le dirigió a su mujer el día en que Sofía devino de oruga en mariposa y se puso a servir el té en Tatoi!
Sofía sabía que a quien se lo decía lo transmitiría inmediatamente a Franco, que comentaría con satisfacción dando carpetazo al asunto:
—La familia real española está muy mal informada, ¡por adularles les engañan!
Poco después comentó:
—La princesa es extraordinariamente simpática e inteligente.
Fue el primer contacto de Sofía con el pueblo catalán y también con la nobleza de Cataluña. Por la noche durmieron en el palacio de los Castelldosrius en la Diagonal, y al día siguiente comieron en casa de Alfonso Sala, conde de Egara. Una marquesa le comentó:
—La Franca lleva corona cuando viene al Liceo. ¡Nosotras no podemos ponernos nada, porque los rojos nos robaron las joyas!
Otra invitada, Avelina Borrajo de Orosco, contó:
—Después de la guerra yo fui a una exposición de las joyas que nos habían robado «los rojos» en los bajos del hotel Majestic y vi unos negros de plata, de tamaño natural, que mi marido tenía a la entrada del despacho. Cuando fui a comunicar que eran míos, se me adelantó la mujer de un falangista y dijo: «Mira, los negros que tenía en casa. Llévamelos, Matías». ¡No me atreví a protestar!
Otra marquesa solícita se le ofreció a Sofía:
—Alteza, espero que contéis con nosotras cuando os instaléis en España. Mi madre fue dama de la reina Victoria Eugenia y conozco los usos palatinos perfectamente. ¡No podéis estar desguarnecida!
Sofía se estremeció.
Por la tarde fueron a Molins de Rey y Juanito ayudó a desenterrar con una pala el cadáver de un joven. Sofía trataba de consolar con palabras cuyo significado apenas comprendía a la madre, que había perdido también a otros dos hijos y el marido. Pero ¿qué consuelo cabe para el dolor más grande del mundo? No se muere uno, porque el dolor no mata, al menos inmediatamente.
El regreso a Estoril fue triste por lo que habían visto, pero también por lo que les esperaba. Sofía no se cansaba de decírselo a su marido:
—Juanito, tenemos que trabajar por España, tenemos que ganárnosla, ¿no decía tu abuelo, «si no trabajamos nos botan»?
Por la mañana iban a la playa, por la tarde al club náutico o al golf. A montar a caballo. A pasear los perros. A jugar a tenis. Aunque no tenían mucho dinero, a veces iban a comer lenguado a la parrilla a El Pescador o al cine del Casino. Por las noches la cena se alargaba en Villa Giralda con whiskys y maldiciones hasta la madrugada. Sofía, que en Atenas pedía de rodillas que el día tuviera treinta horas en lugar de veinticuatro, se impacientaba. No hacía más que repetirle a Juanito:
—¿Qué hacemos aquí? ¿Qué sentido tiene vivir en Portugal?
¡Nada! O España o Grecia, Juanito. Tu padre tiene que comprenderlo. Díselo.
Juanito se armaba de valor, sacaba pecho y se presentaba en el despacho de su padre, pero delante de él se achicaba y se limitaba a tartamudear:
—Papá, si queremos tener una monarquía en el futuro, tenemos que estar en España.
Don Juan no se dignaba contestarle. Años después Sofía comentaría con cierto rencor:
—Don Juan trataba a mi marido como a un niño, no le daba importancia.
Como no podían ir a España, iban a Grecia con cualquier excusa; la casa de Psychico los esperaba lujosamente amueblada, con su ropa colgada en perfecto orden en los armarios. Federica los reclamaba:
—Es nuestro aniversario de bodas.
Si no:
—San Dimitrius.
También:
—El aniversario de la liberación de Grecia.
A Sofía le emocionó ver ese día a sus padres cogidos de la mano. Era una fecha emotiva para ellos; hacía quince años que habían podido volver del exilio, pero ese mismo día el presidente Kennedy había invadido la bahía de Cochinos en Cuba y se temía una guerra mundial. Instintivamente, Freddy se refugió en su gran amor. Palo estaba preocupado, pero a pesar de todo acogió sobre su pecho a su prinzessin, que volvía a tener aquellos ojos de gorrioncillo temeroso que tanto le habían enamorado.
Al oído le susurró:
—Agapi mou.
Estaban a bordo de un portaaviones para ver el desfile naval cuando Sofía empezó a encontrarse mal y de pronto se dobló sobre sí misma mordiéndose los dientes para no gritar. Un agudo dolor de estómago. La llevaron al hospital con gran acompañamiento de sirenas y la operaron de urgencias. La prensa dio cuenta de que la basilisa había tenido un aborto, probablemente un embarazo ectópico. El embajador de España en Grecia informó en ese sentido a El Pardo. Franco envió una carta de condolencia. También el embajador inglés lo comunicó a Inglaterra.
En aquel momento no hubo confirmación oficial, pero como tampoco hubo mentís y estos temas no se trataban con la naturalidad de ahora, se dio por supuesto que la princesa estaba embarazada de pocos meses y había perdido a su hijo. Por eso llama la atención su tono malhumorado al desmentírselo a Pilar Urbano, treinta años después:
—Fue un invento de la prensa… me operaron de apendicitis.
No fue un buen invierno para Sofía. Estaba apática y desanimada. Echaba de menos a sus padres, a su hermana, a Tino. La situación en su país natal también era difícil, toda Grecia empezaba a levantarse contra esa reina alemana que les quitaba dinero para dárselo a una hija que se iba a vivir lejos:
—¡Devuelve el dinero! —le gritaban por la calle los mismos que la aclamaban—: Mitera, mitera.
Y alzaban las manos a su paso, como hacían los atenienses al paso de sus héroes cuando volvían de la guerra. Federica recriminaba al primer ministro que no hiciera nada para defenderla.
Karamanlis se encogió de hombros y dijo con fatalismo:
—Yo ya la avisé, majestad, ¡esto no tiene arreglo!
Sofía lloraba a solas en su casita de Estoril. No podía quitarse de la cabeza el aspecto cansado de su padre, el rostro de preocupación de su madre, ¡le había salido una arruga nueva, vertical, en medio de la frente! Así, desde la distancia, le parecía que la necesitaban, y le hubiera gustado abrazarlos, y creía que al hacerlo sentiría crujir bajo sus músculos de deportista sus huesecillos como los de los frágiles pájaros que se caían de sus nidos en el jardín de Tatoi.
Tatoi. El paraíso soñado. Perdido.
No se sentía cómoda con sus suegros, no tenían temas en común; en el fondo eran rivales, estaban en bandos enfrentados, y esto provocaba frialdad. No comprendía las comidas desarregladas, el trajín de platos y de gente que se sentaba a la mesa, la cola de gitanos pidiendo en la puerta, que doña María lo delegara todo en sus damas, Amalín López Dóriga o la vizcondesa de Rocamora.
Mientras, ella se ponía a mirar por la ventana fumándose un cigarrillo.
Hasta que alguien le susurraba:
—Es que a esta hora llegaba Alfonsito.
Arriba, en la habitación fatal, seguía la marca del disparo en la puerta. Seguían sus botas de montar en los armarios, las copas que ganó jugando al golf en las estanterías, sus flechas de indio. Seguía Alfonsito subiendo y bajando por las escaleras llamando a gritos a su madre.
Seguía Margot hablando de Alfonsito alegremente, como si estuviera vivo:
—Estas eran sus flores preferidas, porque se llamaban margaritas, como yo.
Margot desconcertaba a Sofía. Se acercaba a ella y le pasaba las manos por la cara. Le decía:
—Sofi, estás seria.
O también:
—Te has puesto una diadema roja.
Porque distinguía los colores muy vivos.
Su madre la cogía y la abrazaba, intentaba mecerla llamándola:
—Guitte, Guitte.
Le hablaba en un idioma inventado por ellas, Margot aguantaba dos minutos y se soltaba como un potrillo para jugar con los niños de los gitanos que acampaban a la puerta. Doña María suspiraba:
—¡Mis hijas son tan cardos borriqueros!
Margot había pasado un par de años en Madrid estudiando en la escuela Salus Infirmorum y ahora a veces trabajaba de puericultora en la casa cuna de Lisboa.
Pilar sí era enfermera de profesión, y para ayudar a la economía familiar trabajaba en el hospital de los Capuchos, en Lisboa también. El tiempo libre lo dedicaba a montar a caballo o a leer encerrada en su habitación. También iba a visitar al tío Ali y la tía Bee en Sanlúcar o a Madrid.
Era silenciosa y algo adusta, como dicen sus amigos de la infancia. Ella misma de mayor se definiría:
—No soy simpática por naturaleza.
Cuando regresaba de uno de sus viajes, contaba los últimos chismes de Madrid en las largas tertulias de sobremesa, y llevaba revistas españolas que ella o su madre leían en voz alta entre risas:
«El Caudillo se distrae de la dura tarea de gobernar España jugando con sus nietecillos» (foto de Franco en la playa de Bastiagueiro vestido de punta en blanco, hasta con gorra de oficial de Marina, mirando a sus nietos, que están en el suelo), «La apostura de su yerno contrasta con la belleza morena, españolísima, de Carmen Franco Polo» (foto de un marqués de Villaverde con sombrero cordobés llevando en la grupa de su jaca a su mujer vestida de gitana con claveles en el pelo).
También «El marqués de Villaverde hace un hueco en su abnegada tarea de cirujano para practicar el sano deporte del esquí acuático» (foto del marqués con un bañador apretado que le marca todo).
«Por primera vez María del Carmen acompaña a su madre, la marquesa de Villaverde, en la fiesta de la banderita». Y debajo de una foto de las tres cármenes, esposa, hija y nieta del Caudillo, las tres exhibiendo idéntica sonrisa e idéntico número de dientes, este alambicado pie: «La frustrada vocación marinera de Franco ha tenido un recordatorio permanente en las tres mujeres que más han influido en su vida, tres marías del Carmen con el nombre de Nuestra Patrona de la Mar».
Sofía, que temía las filtraciones, no se reía, fingía que no entendía, callaba. Más tarde su suegra se lamentaría de lo mal que se portó Franquito cuando murió su padre, negándole el permiso para entrar en España. Sofía miró fijamente su plato y tampoco comentó nada.
Según todos los testimonios que he recabado, la tensión en esos momentos podía cortarse con uno de los cuchillos de su ajuar, con las iniciales JC y S y una corona por encima, si estos cuchillos, junto al resto de sus enseres, no hubieran estado aguardándoles en la casa de Psychico, donde Federica no dejaba de reclamarles.
En una ocasión, según me cuentan, don Juan se puso tan nervioso por un chiste que contó Margot sobre Franco, que hasta le dio una bofetada.
Un don Juan que intentó explicarlo más tarde con cierto resquemor:
—A María nunca le importó ser reina, pero Sofía sí tenía apego al cargo.
Sofía también se sentía sola desde el punto de vista conyugal.
La estrecha relación, la complicidad de su viaje de novios, las risas compartidas con Juanito parecían cosa del pasado, y para Sofía las horas transcurrían lentamente en Carpe Diem, escribiendo cartas interminables a su madre, preñadas de añoranza.
Juanito entraba y salía, sus mejillas frías del aire de la calle, la besaba distraídamente, hablaba por teléfono; sus amigos de siempre lo reclamaban. Antonio Eraso estaba estudiando en Inglaterra, ¡va para sabio!, y además se había hecho novio de una hija del embajador español, el marqués de Santa Cruz, pero estaban Babá Espirito Santo, Maná Arnoso, Chico Balsemao, Tessy Pinto Coelho… Estaba Chantal de Quay. Había un matrimonio también, María Pía de Saboya y Alejandro de Yugoslavia. Y estaba María Gabriela.
Iban todos a la boîte Van Gogó. Juanito se giraba hacia su mujer:
—¿No te importa, Sofi?
¿Qué iba a decir ella? ¡Tampoco se molestaría en escuchar su respuesta! Sacaba a bailar a María Gabriela, primero un rock and roll: Every limbo boy and girl, all around the limbo world.
Juanito y Ella se cogían con una mano, daban vueltas y con los índices de la otra señalaban el techo gritando: «¡Limbo rock, limbo rock!», y Sofía intentaba esbozar una sonrisa que le costaba lo mismo que si le hicieran enroscar tornillos con los labios.
Pero después era un «lento», y Juanito y Ella continuaban juntos en la pista mejilla contra mejilla, contándose secretos al oído o, todavía peor, en silencio:
Ti voglio tenere, tenere, legata con un raggio di sole, di sole, così col tuo calore, la nebbia svanirà e il tuo cuore riscaldarci potra e mai più freddo sentirai.
Un día Sofía se atrevió a preguntarle a María Gabriela si era verdad que había estado a punto de casarse con el sah de Persia, y la rubia princesa italiana se echó a reír:
—¡Él quería, pero a mí me parecía un viejo!
El sah, que había repudiado a la bellísima Soraya porque no podía darle hijos, se acababa de casar con Farah Diba.
Para Pilar, que era la mayor de todo el grupo y que por eso casi nunca quería salir con ellos, de momento no había sahs ni príncipes, pero en el horizonte de María Gabriela sí había aparecido un millonario, el atractivo Robert de Balkany, y Juanito, que la quería como a una hermana, le aconsejaba:
—No seas tonta… te hará muy feliz… ¡es muy rico!
Robert de Balkany estaba separado, pero Juanito, convertido en un hombre de mundo porque se había casado con una princesa extranjera y además tenía ya la vetusta edad de veinticuatro años, la tranquilizaba:
—No te preocupes; que se divorcie y luego pedís la anulación, pero mientras, ya estáis casados; tu padre acabará entendiéndolo…
No concibo mayor crueldad que el hombre del que estás enamorada te empuje a los brazos de otro porque ya no te quiere, pero María Gabriela lo escuchaba en silencio. Al atardecer los dos iban a dar largos paseos por la playa de Guicho. Antes de salir de casa, Juanito le hacía una carantoña a su mujer, la besaba en el cuello y le decía:
—Compréndelo… no tiene a nadie a quien contar sus penas… volveré pronto.
Sofía paseaba también por el pequeño jardín de Carpe Diem, del magnolio al limonero, del limonero al magnolio, añorando quizás los jardines de su querido Tatoi.
No se encontraba bien y se daba cuenta de que estaba embarazada. Al mismo tiempo, con evidente crueldad, alguien hacía correr el rumor de que Olghina de Robilant amenazaba con presentarse en Estoril con su hija debajo del brazo reclamando Dios sabe qué.
Fueron días de tensión inmisericorde.
Finalmente, Sofía hizo su pequeña maleta y se fue a Atenas.
Sola.
Federica se llevó las manos a la cabeza cuando la vio aparecer sin Juanito y se apresuró a declarar que la basilisa había ido para conmemorar el centenario de la monarquía griega que se celebraba en esos días, y que si había llegado sola era porque su marido tenía que cumplir con sus altas responsabilidades. Qué responsabilidades en la ociosa Estoril, no se explicaban, y, como era lógico, la prensa empezó a hablar de las diferencias de la pareja, se comentó la vida libre del príncipe en Estoril, y también se dijo que Sofía ya estaba arrepentida de haberse casado con él.
No fueron simples rumores de revista de cotilleo que, por otra parte, en aquella época no existían, se planteaban en la prensa más seria y llegaban hasta el Parlamento. El diputado Elías Bredimas incluyó una moción en el orden del día pidiendo que si el matrimonio de la basilisa se había roto, como parecía ser, la dote de nueve millones de dracmas debería devolverse al pueblo griego.
Quizás fue la primera —y casi la única— vez en que las desavenencias en el matrimonio de Sofía y Juanito se publicaron libremente en la prensa.
Rememorando aquel episodio otra vez, la reina se indignaba ante Pilar Urbano por lo que ella definía como una mentira cruel y absurda:
—Fue mi primer encontronazo, mi primera decepción con la prensa… no podía entenderlo.
Pero, como solía comentar Franco, «no hay mal que por bien no venga», y alguna ventaja sacó de esa situación. Su madre le aconsejó llamar a su marido para decirle que su conducta debía ser impecable para no dar lugar a la maledicencia.
Juanito soltó una carcajada, y Sofía se propuso hablar seriamente con él. Se lo planteó sin ambages en cuanto regresó a Estoril:
—Nuestros actos tienen un reflejo sobre la gente, debemos tener cuidado con lo que hacemos… Vivimos en una casa de cristal y lo privado a partir de ahora va a ser público…
¿Me atreveré a decir que Sofía había comprendido que solo estas condiciones de tipo político conseguirían apaciguar el temperamento apasionado de su marido?
¿No se acordaría de que don Juan había moderado su comportamiento, en los tiempos de Greta la Griega, cuando se le hizo ver que Franco no toleraría conductas impropias?
¿No había comentado Franco más de una vez con desprecio la inmoralidad de los Borbones y la afición al alcohol y las mujeres del conde de Barcelona?
Para hundir el cuarto clavo en el ataúd de las conductas impropias, Franco les hizo llegar a sus altezas que, aunque él sabía que su proceder era irreprochable, también debían demostrarlo para no dar pábulo a las murmuraciones.
Quien me lo cuenta me secretea:
—Yo también les recordé que Franco no permitía en sus ministros el menor devaneo a riesgo de apearlos de sus cargos. ¡Pero si cuando corrieron rumores de que Castiella se llevaba mal con su mujer Franco lo dejó en el congelador hasta que él personalmente le aseguró que era mentira que se fuera a separar! ¡Le pasó lo mismo a Carrero Blanco con la suya, Carmen Pichot! Hasta a su cuñado Ramón Serrano Suñer lo apartó de su lado porque tuvo una hija con su amante.
Juanito, más que miedo a ese monstruo de mil ojos que se llama opinión pública, temía al Caudillo. Se lo decía a sus amigos:
—Franco me mira y me acojona, ¡me hace sudar por dentro!
¡Tengo miedo de haber hecho algo malo sin darme cuenta!
Sofía, con machaconería típicamente femenina, volvía a la carga:
—¿Qué hacemos aquí? ¡Tenemos que ir a Madrid!
Sabía que su futuro como reina estaba en España, quizás que su tranquilidad conyugal también, bajo el paraguas protector de aquel hombre pacato y puritano que en toda su existencia adulta había convivido únicamente con su mujer y con el brazo incorrupto de Santa Teresa.
Un Franco que empezaba a comentar con malhumor:
—Yo no voy a insistirles… quedan otros príncipes, como el infante don Alfonso de Borbón Dampierre, que es culto y patriota, ¡podría ser una solución si no se arregla lo de don Juan Carlos!
El general Castañón de Mena, jefe de la casa militar de su excelencia, envió a Estoril un alarmante mensaje por persona interpuesta:
—Si Sofía y él no se instalan en La Zarzuela, el palacio pronto estará ocupado por otro príncipe.
Juanito empalideció, su padre también.
Sofía los observaba a ambos, temblorosa de impaciencia.
Juanito carraspeó y le dijo a su padre sin mirarlo:
—Papá, no tenemos más remedio que irnos a vivir a Madrid.
Juan hundió la cabeza. Aquel titán que llevaba treinta años luchando por el regreso de la monarquía a España besó la lona, como los boxeadores que se entregan en el asalto postrero. No quiso hablar para que no se le rompiera la voz y solo hizo un gesto de rendición con la mano.
Cayó encima de él un remolino de cenizas: los treinta años de lucha, un golpe de aire los esparció por el firmamento. La derrota sabía a polvo.
Sofía, la de los pies alados, ya había volado a su habitación, abría la maleta, sacaba las faldas de tergal del armario y las chaquetas de punto, y en un impulso irresistible se había puesto a bailar estrechando las perchas contra su corazón e imitando la voz cálida de Nico Fidenco: Ti voglio tenere, tenere, legata con un raggio di sole, di sole…