Capítulo 10

—Elena, vamos a dar una sorpresa a papá, que está cazando. —Una Sofía alegre y desenfadada se volvió hacia la nueva gobernanta, Mercedes Soriano—. Mercedes, por favor, prepare a las infantas y al príncipe.

El rostro de Elena se iluminó, porque tenía doce años y su ídolo era su padre. Cristina, sin embargo, refunfuñó:

—Yo no sé por qué papá tiene que ir a cazar… no me gusta… pobres animalitos.

Sofía razonaba con ella:

—A mí tampoco me gusta, Cristina, ya lo sabes, pero el pobre papá va para relajarse y descansar…

Era cierto; en el mes y medio que llevaban «de reyes», los días de Juanito parecían tener cincuenta horas en lugar de veinticuatro.

Desmontar pieza a pieza el régimen franquista, que había tardado cuarenta años en forjarse, era un trabajo ímprobo que necesitaba todo su esfuerzo, y el nuevo rey mantenía una actividad frenética.

Arias, «el desastre sin paliativos», se agarraba a su cargo y era un lastre muy pesado para «ir de la ley vieja a ley nueva», según el argumento de la transición política ideado por el consejero de Juan Carlos, Torcuato Fernández Miranda.

Ya apenas quedaba nada de aquella España de sacristía y tentetieso. Doña Carmen había dejado El Pardo entre lágrimas, mientras una pequeña orquesta tocaba el himno nacional y un grupito de personas gritaba:

—¡Viva Franco, muera el rey!

Claro que ella no tenía nada que reprocharles a los Juanitos. Le habían concedido el título de Señora de Meirás y le habían prometido:

—Tranquila, nada de venganzas.

De todas formas, cuando la familia Franco hablaba en la intimidad, sospechaban que era Sofía la que había impedido que El Pardo se convirtiera en un museo del franquismo, como era su deseo, y era contra ella contra la que se dirigían todas las invectivas.

Quizás tenían razón. La reina era la que había sufrido las humillaciones más sutiles, y carecía de la mala memoria para los agravios típica de los Borbones, que ella achacaba a la volubilidad y falta de carácter de los latinos.

Pasado el primer momento de emoción, cuando dijo que su recuerdo compasivo había sido hacia la familia Franco, se impuso la dura realidad. ¿Cómo olvidar el desplante de Villaverde el día en que nació la infanta Cristina? ¿Y lo del whisky al príncipe? Sofía es constante en sus afectos, pero también en sus rencores.

Alfonso de Borbón, la espada de Damocles sobre Juanito durante tantos años, abandonado de todos languidecía como una planta sin riego. Su matrimonio[96], también:

—La muerte del Caudillo tuvo repercusiones en nuestra historia personal. El clima moral se degradaba, los valores familiares se desintegraban, el matrimonio empezaba a estar pasado de moda, todo exaltaba las parejas en situación irregular, las aventuras sentimentales y las situaciones escabrosas.

Quizás no estaba pensando únicamente en sí mismo cuando hablaba de esta manera en sus Memorias.

En medio de movimientos telúricos propios de un alumbramiento conflictivo, huelgas, manifestaciones, detenciones, atentados de uno y otro signo, el rey tardará ocho meses en sentirse lo suficientemente fuerte como para pedirle a Arias la dimisión. Son demasiadas preocupaciones para sus hombros, y como ya no necesitaba ni temía a su primo, se limitó a apartarlo de su camino. Sin rencores.

Quizás él hubiera podido llegar a sentir misericordia por Alfonso. Pero Sofía no le había dejado, con unas palabras tajantes:

—No se lo merece; él no lo haría por ti.

Como en el fondo Juanito sabía que tenía razón, simplemente le comunicó al servicio:

—Cuando telefonee don Alfonso de Borbón Dampierre, no me pasen las llamadas.

Don Juan refunfuñaba en Estoril y todo le parecía mal. Villa Giralda tenía ya el aspecto vacío y destartalado de las casonas en las que no vive nadie. Sus primeras Navidades como padre de rey habían sido muy solitarias, nadie le había invitado a ir a España, las relaciones con Juanito estaban muy mal y, a pesar del comunicado emitido desde París, no podía dejar de verlo como un suplantador.

Sofía no hacía nada para suavizar el trato entre padre e hijo. Por Navidad, Sofía prefirió invitar a Zarzuela a su hermano, su cuñada y sus sobrinos, también a su hermana Irene, y después se los había llevado a todos a pasar el fin de año al Valle de Arán. Cogieron una planta entera del hotel Montarto.

¿Y dónde estaba el código de Armada, ese en el que se le exigía al príncipe el cuidado de la familia ante todo? Tan pesado para Juanito como la losa que guardaba la sepultura del Caudillo, dormía en el rincón más oscuro del cajón más remoto de Zarzuela, aunque es de suponer que Sofía de vez en cuando lo exhumaba y lo leía con nostalgia.

Como me dijo un amigo del rey de aquellos tiempos:

—De repente don Juan Carlos se dio cuenta de que él también era Borbón en «todos» los sentidos.

Curiosamente, en esa nueva etapa de sus vidas, mientras las actividades de Juanito se multiplicaban vertiginosamente, las de Sofía disminuyeron.

Se lo reprochaba a su marido:

—Ya no te veo nunca.

Nervioso, agitado, pero aun así con la misma llama juvenil y desafiante en los ojos de aquel chico que en Corfú se enfrentaba a la terrible Federica y conseguía vencerla, le contestaba:

—Sofi, hombre, no me vengas con esas… Tienes demasiada categoría para hacer estos comentarios. Y además, por si no lo recuerdas, tengo que reinar en un país al borde de la guerra civil…

Sofía se callaba avergonzada, ¡es verdad! ¡Cómo podía molestarlo con estas cicaterías!

Suspiraba. ¡Al final habían conseguido ser reyes! Lo habían logrado. Su lucha sin desmayo, sin deserciones pero también sin piedad, que les había llevado a levantarse frente a sus padres y el mundo entero, a disimular, a callarse, a mentir incluso, había tenido su recompensa.

Sofía no entendía por qué entonces estaba tan triste.

Como en una depresión posparto, ella, que nunca las había tenido, se sentía vacía y desalentada. Espiaba a su marido. Lo observaba a hurtadillas cuando hablaba por teléfono. Se había dejado patillas, ahora venía de Barcelona a peinarle el peluquero Iranzo.

Llegaba con sus gafas modernas, su cerrado acento catalán, con su maletín y los instrumentos que solo utilizaba con el rey, y se encerraba con él en una habitación. Al cabo de un par de horas resurgía un nuevo Juanito.

Hasta parecía tener más pelo. A veces Sofía sospechaba que llevaba un postizo, pero nunca se había atrevido a preguntárselo.

Iranzo también era el responsable del nuevo dibujo de sus cejas. La muerte de Franco había servido también para estas cosas nimias: ya no se consideraba afeminado que los hombres se quitaran esos pelillos del entrecejo más dignos de una España rural y con boina que del nuevo país que el reinado de Juan Carlos I estaba a punto de alumbrar.

Los trajes de funcionario modesto que llevaba como príncipe de España —ese título, otro pecio del franquismo que se había ido para no volver nunca— habían sido sustituidos por las chaquetas ajustadas al cuerpo como un guante que le hacían en Collado o en Jaime Gallo. Sofía fingía leer una revista y lo veía en escorzo, aguantando el auricular entre el hombro y la barbilla para apuntar alguna cosa en un papel en equilibrio sobre el respaldo de una butaca. Colgaba el teléfono e iba hacia ella para contarle algún cotilleo, pero otra vez volvía a sonar, lo cogía y ahora todo era con un tono más grave de lo normal y alguna risa falsa:

—Sí, no, claro, exactamente, tú lo has dicho.

Sofía entrecerraba los ojos para distinguirlo mejor. Cuando hablaba, metía el dedo pulgar en la parte posterior de su cinturón de cocodrilo, se apoyaba en una pierna u otra; cuando reía, arrugaba la nariz como un cachorrillo y enseñaba los caninos en una mueca un poco feroz; a veces se pasaba la mano por la frente, el nacimiento del pelo, los dedos abiertos, la muñeca ceñida por el reloj de acero.

Esa mano que a ella le gustaría coger y pasársela por la cara.

Sí, en el dedo meñique seguía llevando el camafeo que le regaló Federica.

Estaba delgado, pero tenía buen color; a pesar de sus muchas obligaciones, procuraba dejarse el domingo libre y se acercaba al campo para participar en alguna montería.

Pero ese día era sábado y no domingo. Sábado, 10 de enero.

Juanito lo había razonado así:

—Han adelantado la cacería por mí, pues saben que el domingo tenemos la recepción al cuerpo diplomático.

El viernes había pedido que le dejaran la maleta preparada, pues había que salir temprano. Y contestó impaciente a la pregunta que una orgullosa Sofía no le haría nunca:

—Es una partida de hombres… ninguna mujer, te aburrirías… además, a ti no te gusta la caza, ¿no?

Era verdad. Ella se quedaría en Zarzuela. Contestó:

—Claro, claro, vete, yo tengo mucho trabajo.

Mucho trabajo era preparar sus clases en la Complutense de los sábados; ahora, como tarea, habían de asistir a diversos cultos de distintas religiones, el sábado le tocaba ir a una iglesia adventista y el otro sábado a una sinagoga. Trabajo era organizar el cumpleaños de Felipe.

Treinta niños, ocho años, el 30 de enero, y la comunión en mayo. Mucho trabajo era buscar un colegio nuevo para Elena, no se adaptaba al Rosales, con un nivel demasiado exigente para sus capacidades, y Laura le había recomendado el Santa María del Camino, más familiar y relajado, solo de niñas, ¡a las alumnas les enseñaban a cocinar, a coser y cuidar niños! Misa diaria y tareas sociales conformaban un ideario no muy distinto del que preconizaba Pilar Primo de Rivera, que había conseguido que los falangistas, que la obedecían como un solo hombre, se mantuvieran en calma y no entorpecieran la labor del nuevo rey. Las meriendas en El Pardo habían dado su fruto.

Y una Sofía agradecida lo reconocerá después:

—Pilar hizo mucho por nosotros.

¡No tenía a nadie a quien contarle sus cuitas! Solo su madre.

Las cartas volaban diariamente a Madrás, con la recomendación de que fueran destruidas de inmediato. Cartas llenas de preguntas, de incertidumbres, de dudas… Es de suponer la respuesta de Federica, ya de vuelta de tantas cosas:

—Hija, disfruta. ¡Tienes todo aquello por lo que has luchado!

Relájate… Piensa en lo que daría tu hermano por estar como tú… Busca tu área de actuación, está todo por hacer… Vuela alto, yo no te he educado para que prestes atención a cosas menores que te degradan…

Juanito durante la semana se levantaba temprano y se encerraba en su despacho. Por la noche, entraba tarde en la habitación, tirando cosas, tropezando con los muebles. Sofía oía sus imprecaciones, se incorporaba con sus castos camisones largos hasta los pies y cerrados hasta el cuello (el detalle trascendió no me atrevo a decir cómo) y le preguntaba fingiendo que la había despertado:

—Juanito, ¿pasa algo?

Y el rey contestaba sentándose en la cama y quitándose los zapatos con un suspiro de alivio:

—¡He estado reunido siete horas con Torcuato…! Hemos estado cargándonos levemente los Principios Nacionales del Movimiento, a ver por dónde les podemos meter mano. ¿Te parece poca cosa?

Olía a tabaco, un poco a colonia, a licor fuerte, a cuero y a otra cosa más indefinible. ¿Cigarrillos perfumados, un algo femenino?

—¿Había mujeres?

—Bueno, ha venido Adolfo Suárez, ya sabes que como director de Televisión Española se portó muy bien, y su secretaria, Carmen Díez de Rivera.

Sofía se extrañó:

—¿Conoces el nombre de una secretaria?

Pero ya Juanito se impacientaba:

—Joder, no es una secretaria normal, es la hija de la marquesa de Llanzol… secretaria política, yo qué sé.

Pero Sofía prosiguió, implacable:

—¿Es guapa?

Y como sí lo era, ¡y mucho!, Juanito contestó con malos modos:

—No me he fijado. ¡No me fijo en esas cosas!

La reina por dentro debió de pensar: «¡Y yo que me lo creo!».

Lo peor fue que un día masculló sin mirarla:

—Sofi, me parece que lo mejor sería que durmiera en otra habitación… mientras la situación esté así de difícil, con estos horarios… luego ya se normalizará todo. Voy a decir que me arreglen la de tu madre.

Pero a Sofi esto le aterraba. Y protestó:

—No, Juanito, si no me molestas… haz el ruido que quieras, si tampoco dormía.

Es verdad, ella tampoco dormía, se quedaba largo rato despierta mirando el techo de su habitación mientras se repetía la clase que había tenido el sábado. Llegaba hasta el final y volvía a empezar: «El principio básico del capitalismo, el lucro a corto plazo, no ha variado en absoluto desde que Marx escribió su teoría económica». Repasaba los nombres de todos los escoltas, los cuatro de cada uno de los príncipes, los ocho de Juanito y los ocho suyos, pensaba en que a Felipe le tendrían que poner aparatos en los dientes como los que llevó ella en Salem. ¿Sufriría mucho? ¿Qué podríamos hacer las madres para evitarles a los hijos el dolor y las penas? ¿No hay un camino, una fórmula?

Felipe, dando formalmente la mano, como el rey. Felipe, con corbata y traje de Collado porque quería vestir como papá. Felipe, que a veces gastaba bromas pesadas a personas que no podían pegarle un bofetón, es decir, todas, y no se daba cuenta del daño que causaba. Se negaba a pedir perdón, se cruzaba de brazos y todo era por parte del agraviado:

—Déjelo, lo ha hecho sin mala intención, es igual.

Lo que no evitaba que en casa comentaran lo consentido y mal educado que estaba el principito.

Naturalmente, en las biografías sobre Felipe, alguna muy buena, solo se comenta su sencillez, su dulzura, lo bondadoso que era, listo, responsable, buen compañero, dócil, trabajador, disciplinado… ¿Quién osaría decir otra cosa del que va a ser rey de España?

Pero Peñafiel, por ejemplo, lo consideraba «consentido, mimado, de mal talante». Balansó, por su parte, opinaba que «de su primer colegio, tan elitista, surgieron sus amigos que de mayor seguirían siendo sus compañeros de holganza». Más adelante daremos algunos ejemplos, pocos, que abundan en esta opinión.

Sofía no tenía complejo en manifestar:

—¡Estoy enamorada de mi hijo!

Pero admitía que Felipe no tenía el encanto de su padre. Aunque ella aquí juntaba las manos y le decía a la Panagia:

—¡Dios te bendiga!

Este pensamiento le hacía sentirse algo desleal hacia su marido, porque en lugar de preocuparla la llenaba de alegría.

Presentía que este legendario encanto la iba a hacer muy desgraciada.

Y otra vez volvía a mirar la esfera fosforescente del reloj, la una, las dos, las tres… A las cuatro y cuarto entraba Juanito:

—¡Joder!, ya habéis vuelto a cambiar los muebles…

Toda la ropa iba al suelo, pateaba los pantalones para sacárselos, hasta que se daba cuenta de que, si antes no se quitaba los zapatos, las perneras no salían. Con un bostezo monumental se metía en la cama y a los dos minutos se oían sus ronquidos subiendo hasta el techo.

Sofía, vigilante y alerta, intentaba adormecerse con el tictac del reloj, y cuando una luz sucia empezaba a colarse por las persianas, se daba cuenta de que empezaba otro día y no quería que empezara.

Por todas estas razones, ese frío sábado de enero se había despertado con una determinación que había puesto alas en sus pies, ¡no podía ser que su matrimonio se resintiese de sus nuevas obligaciones! ¡Tenían que hacerlo todo en equipo, como antes!

No hacía más que seguir el consejo de su madre:

—Tú siempre a su lado.

Mandó llamar a Gaudencio:

—Vamos a ir a la finca donde su majestad está cazando… no diga nada al servicio.

Se puso una falda de franela; no podía acostumbrarse a los pantalones, consideraba que tenía las caderas demasiado anchas, aunque su cintura apenas le había aumentado un par de centímetros. Por encima una capa que se había comprado en Londres en la última visita que le había hecho a Tino, que ahora estaba intentando demostrar que el referéndum realizado en Grecia era ilegal, pues no había podido defender su candidatura.

Hasta Federica le decía a Sofía con cierta condescendencia piadosa:

—No tiene posibilidades… pero no se lo digamos, necesita luchar para sentirse vivo. Admitir su derrota sería como si empezara a morirse, y solo tiene treinta y siete años…

Tino, que era el único que continuaba llamándole, con cierta ternura burlona que les llenaba a ambos los ojos de lágrimas: «Basilisa…».

Y ella contestaba compadeciéndose un poco de ellos mismos:

«Diádoco…».

El Audi 100 devoraba silenciosamente la autopista en dirección a Toledo. Pasado Aranjuez tuvieron que desviarse por una carretera comarcal llena de baches, pero aun así los pasajeros iban cómodamente sentados, sin apenas sobresaltos. Elena, Cristina y Felipe tenían las puntas de las narices rojas y se las frotaban con sus guantes de franela. Felipe iba leyendo Tintín en el País del Unicornio, Elena llevaba colgada del cuello la cámara de fotos que le habían traído los reyes, los de Oriente. Iba señalando:

—Mira, mami, nieve.

Cristina estaba haciendo un dibujo. Sin levantar la vista explicó:

—Es para papá.

Papá le disparaba a un ciervo y al animal le salían alas y se iba volando al cielo, desde donde caían unas gotas de sangre muy roja.

Papá iba con corona.

Sofía los miró con orgullo. Eso nadie se lo podía quitar. Era su obra. Su contribución a esta España que ahora estaba por fin entrando en el siglo XX.

¡Lo contento que se iba a poner Juanito cuando los viera llegar!

Repasó los trajes de las niñas. Juanito muchas veces se impacientaba:

—Pero ¿no las puedes poner un poco más…?, no sé, ¿modernas? ¡Parecen niñas del siglo pasado!

A ella le parecía que iban muy bien, con sus chaquetones azules y sus faldas plisadas.

El austero paisaje de la estepa castellana quemado por el invierno, los pueblos silenciosos que atravesaban con las pobres enseñas de bares y panaderías, las puertas de madera por donde salía alguna anciana con mantilla negra y un misal entre las manos, le daban escalofríos. Se ajustó la capa al cuello. A ella que le dieran pinos, mar azul, olor a salitre; ayer, sin ir más lejos, abrió al azar un armario cualquiera y se encontró unas toallas de playa que se habían traído innecesariamente de Marivent, el palacio que el gobierno balear les había regalado en Mallorca.

Antes de ponerse a reñir al servicio y sin que nadie la viera, había hundido la cara en la tela áspera y rígida, donde se había refugiado el untuoso olor a verano.

—Ya veréis qué sorpresa se va a llevar papá. ¿Qué hora es, Gaudencio?

—Las once, majestad.

—Niños, los cazadores a estas horas estarán descansando. ¿Cómo se llama eso que hacen a media mañana, Gaudencio?

—El taco, majestad.

—Desayunan en la casa y ya veréis la cara que se le pone a papá.

La finca estaba apenas a hora y media de Madrid.

Una hora y media separaba a Sofía de su Monte Calvario.

Hubiera sido tan fácil no ir. ¿Por qué Palo no sujetó a su hija?

¿Por qué los dioses no enviaron una tormenta que inundara las carreteras? ¿Por qué no se hundió el mundo?

Creo que este suceso, quizás el más importante de la vida matrimonial de Sofía y Juan Carlos[97], ya que marcó un antes y un después en sus relaciones de pareja, merece ser investigado rigurosamente. Yo le he aplicado los métodos que aprendí en mis años de reportera en Interviú y he podido trazar una cronología de los hechos y también la versión, no sé si más verídica, pero sí la más verosímil.

Cuando llegaron frente a la casapalacio, Sofía se sorprendió.

Las ventanas estaban cerradas, las persianas echadas. Ningún coche a la vista, tan solo un viejo Jeep. Gaudencio se apresuró a decir:

—Señora, no hay nadie, deben estar cazando todavía… ¿Regresamos? ¡Quizás su majestad ha vuelto a Madrid!

Sofía paseó la vista por la fachada de la casa, algo destartalada, todo daba sensación de silencio y abandono.

—Sí, Gaudencio, lástima… —titubeó, los niños se impacientaban, con los rostros pegados al cristal—. Vámonos, aún podemos llegar a casa a la hora de comer.

Con un suspiro de alivio, el conductor empezó a dar marcha atrás, cuando Felipe se puso a gritar:

—Mira, mami, es Moro. ¡Moro!

El enorme mastín del rey, el negro Moro, avanzaba pesadamente hacia ellos moviendo la cola. Sofía le dijo a Gaudencio:

—¡Pare! ¡Sí está el rey!

Abrió la puerta y les dijo a los niños:

—Vamos.

Rectificó:

—No, mejor esperad.

Pero no le hicieron caso. Moro se sentaba sobre sus patas traseras y les daba lametones. Felipe, tan alto como él, se abrazaba a su cuello y el perrazo intentaba desasirse queriendo agasajar a la vez a los tres hijos de su amo.

Todo esto, que normalmente hubiera hecho sonreír a Sofía, ahora le tenía sin cuidado.

Cristina le gritó:

—Mami, el dibujo.

La puerta de la casona se abría, vacilante. Cuando ella ya iba a empujarla con impaciencia, salió el dueño, cerrándola detrás de sí. Se puso firme delante de la reina, abotonándose su chaqueta loden:

—Pe… pero… majestad, señora, ¿cómo habéis venido? Quiero decir, ¿hace frío en Madrid?

La expresión de Sofía era terrible:

—Pero ¿y la cacería?

Carraspeos; el hombre no sabía qué contestar:

—Sí, quiero decir, no…

El grande de España temblaba, muy pequeño, sin saber qué decir. Tuvo que apartarse a un lado para que su reina no lo arrollase. Sofía entró en el enorme vestíbulo en penumbra y empezó a mirarlo todo.

—El rey, dónde está el rey.

Un color se le iba y otro le venía al aristócrata, cuyos antepasados habían participado en las Cruzadas y combatido en mil guerras en las que habían conseguido títulos y medallas.

Pero ninguna batalla tan dura como esta. Sabía, además, que esto significaba su fin social, fuese cual fuese el resultado:

—¿El rey? No está…

—¿No ha venido?

—Sí… pero está en el monte, cazando. —Casi se oían sus meninges crujir por el esfuerzo desmesurado de buscar excusas a una situación inexcusable—. Un montero se hirió y hubo que auxiliarlo… su majestad lo llevó a… no se encontraba muy bien… creo que la perdigonada fue en el culo…

El hombre hablaba a tontas y a locas sin saber ni lo que decía.

Pero Sofía ya había visto, en un descansillo de la escalera, a uno de seguridad del rey que fumaba un cigarrillo… Ahora sí que apartó de un empujón al dueño de la casa y subió ágilmente el tramo sin que nadie pudiera impedírselo. Los escoltas balbucearon:

—¡Majestad!

Uno atinó a golpear la puerta. Sofía, con el corazón latiendo tan fuerte como el campanario de la Almudena, dio un manotazo y la hoja se abrió lentamente. Detrás de ella el dueño de la casa y los policías vieron lo mismo… Dos personas de pie, una falda escocesa que estaba donde no tenía que estar, dos rostros muy juntos, dos bocas que se abrieron al unísono, un grito, dos gritos, quizás tres.

Fueron tan solo segundos. Sofía voló más que corrió al coche, se lanzó al fondo del asiento con el corazón en carne viva sin contestar las preguntas alarmadas de sus hijos y durante el camino de vuelta los campos agostados, yermos, exhaustos después del largo invierno le parecieron el paisaje exacto para su tumba.

La sepultura donde enterró sus ilusiones.

Un ramillete simbólico de flores tronchadas que iba lanzando por la ventanilla:

—Mi matrimonio, mi confianza, la inocencia, Juanito, Juanito, Juanito.

Antes de llegar a Madrid, el sol se ocultó. Qué nube más negra.

Felipe le dijo:

—Mira, mami, se ha hecho de noche.

Sí, anochecía, y no solo en el cielo.

Una situación muy parecida, por eso la incluyo en este lugar del libro, se dio casi veinte años después. Quizás ocurrió muchas más veces, pero yo tengo constancia, por la persona implicada, de esta en concreto, que, afortunadamente para el rey, no tuvo el mismo final que la narrada anteriormente.

El rey estaba también con una amistad particular en Granada.

El entonces alcalde, Gabriel Díaz Berbel, al que todo el mundo en Granada llamaba Kikín, recibió una llamada desde Madrid:

—La reina está yendo hacia ahí para reunirse con el rey. Ahora debe estar a la altura de Despeñaperros.

Díaz Berbel corrió a avisar a su majestad, que se alojaba en un hotelito en Loja, La Bobadilla, dotado de lujosas suites con extrema privacidad.

No lo encontró en su habitación. Pánico, el coche de la reina se acercaba a Granada por una carretera, la C-92, flanqueada de patéticos y premonitorios cipreses, Kikín buscaba al rey hasta debajo de las piedras. Al final, cuando el coche de doña Sofía atravesaba la ciudad camino de Loja, lo vio sentado tranquilamente en el comedor privado tomando una copa, como contaba la poeta granadina Elena Martín Vivaldi: «Sus manos cortaban la flor de la impaciencia».

Kikín solo pudo lanzarse hacia él para decirle:

—Majestad… su majestad… su majestad está llegando, la otra majestad, quiero decir.

Don Juan Carlos preguntó algo alarmado:

—¿Qué quieres decir?

—¡La reina!

Rápidamente, la dama se esfumó, y el rey pasó al bar a esperar con una Coca-Cola compartida con Kikín a que llegara su mujer mientras veía la televisión. Cuando entró, fingió disimular un bostezo y exclamó: «¡Tú por aquí, Sofi! ¡Vaya sorpresa más cojonuda!», mientras le guiñaba un ojo al apurado Kikín, no repuesto del susto.

La de la cacería de Toledo fue la primera.

Todas las infidelidades duelen, pero la primera más.

Cuando Sofía llegó a Zarzuela todo lo veía extraño. No era su casa, no era su país, no era su marido.

¿A quién recurrir? ¿Quién iba a entenderla? ¡Nadie! ¿Sus cuñadas, que tan acostumbradas estaban a los extravíos conyugales de los hombres de su familia, empezando por su abuelo y terminando por su padre, y que todo lo disculpaban? ¡Cómo iban a ponerse a su lado, eran casi unas extrañas! ¿Enfrentarse ellas a su propio hermano, que además era el rey?

¿Su suegra, que llevaba más de cuarenta años aguantando las infidelidades de su marido? Ya podía oír el consejo que le daría:

—Aguanta con resignación, como he hecho yo.

Lo reconocía Victoria Eugenia:

—Los españoles son malos maridos…

¿Sus amigas? Qué amigas, ella no tenía amigas…

Su hermana Irene era una virginal soltera que no podía entender nada. Su prima Tatiana estaba en París, enfrentada a su tío y sus primos por problemas hereditarios. Pero también podía adivinar cuál sería su consejo, no en vano era la nieta de la princesa María Bonaparte, una de las primeras feministas europeas:

—Déjalo, abandona a Juanito, Sofía, ninguna mujer tiene que aguantar eso.

Claro, se dijo amargamente Sofía, ella era una señora particular y encima millonaria.

Sofía, ¿qué tenía? ¿Qué futuro la esperaba si dejaba a Juanito?

¿Incorporarse al circuito de las exaltezas de medio pelo que paseaban su aburrimiento por las salas de ruleta de la Costa Azul, junto al exrey Faruk de Egipto y la exemperatriz Soraya de Irán, cobrando para dar lustre a las fiestas de los nuevos ricos?

¿Meterse en un convento?

Solo había una persona en el mundo que pudiera entenderla.

Su madre. Federica.

Se quería ir, entonces, esa noche, al día siguiente lo más tarde.

Laura buscó billetes, combinaciones, la India estaba tan lejos…

Ella exigía:

—Pues que me pongan un avión particular.

Sofía no pegó ojo en toda la noche. No dejaba entrar a Juanito en la habitación, no quería verlo, ni a Mondéjar, ni a nadie, solo hablaría con Federica.

Quería hacerle daño, a su marido. Dijo lo que más podía fastidiarle:

—Me llevo a los príncipes.

—Pero, majestad… el colegio…

—Me los llevo, haced lo que queráis…

Avisaron al colegio, claro:

—La reina Federica está enferma y se desplazan las infantas y el príncipe para verla.

Alguien preguntó:

—La prensa. ¿Qué decimos a la prensa? Se extrañarán de este viaje repentino de toda la familia…

¿La prensa? Sofía pensaba que era el menor de sus problemas.

Rota de dolor, de rabia, masculló:

—Decid que me he ido, que me separo, que no pienso volver…

Suavemente, Mondéjar le recordó:

—Majestad, sin querer entrar en sus problemas personales, le recuerdo que mañana tiene dos actos en los cuales no se puede excusar su ausencia.

Quedaba apurar el cáliz. El domingo había la recepción al cuerpo diplomático en el Palacio Real, que entonces todavía se llamaba «de Oriente».

Sofía sabía que tenía que estar allí.

¿Una mujer que no haya sido educada en esta disciplina heroica desde la cuna tendría el valor de tragarse sus lágrimas y aguantar a pie firme después del trago terrible que acababa de deglutir? ¿Se sentiría todavía, más allá de sus sentimientos personales, responsable ante su pueblo y ante la institución?

Vamos a afinar más. ¿Hubiera hecho doña Letizia lo mismo?

La gente piensa que no. Que cogería a sus hijas y abandonaría al príncipe. Yo he hablado con una destacada psicóloga malagueña, por edad muy próxima a Letizia, y me ha dicho:

—Letizia es ambiciosa, por eso ha llegado donde ha llegado.

Ella aguantaría exactamente lo mismo que la reina, no por sentido del deber, sino por ambición, ¡después de haber llegado hasta aquí no lo va a abandonar todo por un simple desliz!

Probablemente doña Sofía echó mano de la técnica que le había enseñado su madre, convertirse en espectadora de su propia vida, distanciarse consiguiendo así un dominio total sobre sus emociones.

Ella misma explicó esa técnica y se disculpó:

—Por eso se me pone a veces la cara tan inexpresiva… parezco fría…

Entonces se colocó por primera vez «la máscara» que ya iba a utilizar durante todo su largo reinado, hasta nuestros días. Como en la Comedia dell’Arte bastaba ponerse un antifaz para convertirse en Pierrot o en Colombina, Sofía se puso la careta de reina profesional. ¡Cuarenta años usándola! ¡Es la misma que saca en la actualidad, después de que los diarios y libros aireen públicamente las aventuras de su marido, incluso después de que una agencia de publicidad utilice la efigie de don Juan Carlos como ejemplo de marido infiel en grandes carteles situados en la Gran Vía madrileña!

Con los años, debajo de la pintura brillante que dibuja una sonrisa mayestática y una mirada inexpresiva que no se posa en ningún sitio en concreto, empieza a aparecer el cartón desnudo y humilde. Pero aun así, como en el mástil de los barcos desarbolados por las tormentas y el enemigo continuaba flameando con orgullo una bandera hecha jirones, así el rostro de Sofía continúa siendo un ejemplo de dignidad y de un autodominio tan brutal que parece inhumano.

En ese domingo de enero de 1976, con el corazón destrozado y un vestido de gasa blanco largo hasta los pies, presidió la recepción al cuerpo diplomático. Y por la tarde tuvo que ir al partido de máxima rivalidad, entre el Real Madrid y el Atlético de Madrid, también con Juanito y, además, con el príncipe Felipe. Las cámaras captaron las miradas acongojadas del rey a su mujer. Ella reía.

Mañana se iría, sabía que Juanito estaba asustado porque notaba el aliento de Franco en su nuca. ¡Y el decálogo de Armada! ¡El peso de todos los españoles en un país en el que todavía no existía el divorcio y las separaciones estaban muy mal vistas!

Juanito no se daba cabezazos contra la barandilla del palco porque era demasiado alto, pero ganas no debían faltarle.

La reina reía, yo creo que sinceramente. Estaba contenta del miedo de su marido, se sentía poderosa. En su fuero interno debía decir la palabra que se pronunciaba en Zarzuela mucho más de lo que imaginamos:

—J…te.

La prensa, sorprendida por este viaje inesperado, daba cuenta en una nota escueta en el ABC, que entonces dirigía Juan Luis Cebrián: «Su majestad la reina, acompañada de sus hijos… llegó el lunes mañana al aeropuerto de Heathrow, donde la esperaban sus hermanos los reyes de Grecia. Comió con ellos antes de proseguir su viaje a Nueva Delhi para visitar a su madre de forma estrictamente privada, ya que se encuentra enferma».

La Vanguardia, de forma más explícita, evidenció lo anómalo de este viaje: «Hasta Londres se desplazó en un avión especial de Aviación Civil…

Después volaron en un avión de la British Airways.

Un portavoz de la citada compañía explicó: “Es un viaje privado sin fecha de regreso”». También contaba que los escoltas fueron obligados a dejar sus armas, ya que «al ser un viaje improvisado no dio tiempo a que se tramitasen los permisos».

Diez días estuvieron fuera. Solo Felipe[98] hablaría de aquel viaje:

—Había muchos mosquitos, solo salíamos de noche… olía mal…

Los teléfonos de Zarzuela echaban humo, el rey estaba reunido permanentemente con su primer presidente de Gobierno, Adolfo Suárez, que había sustituido a aquel desastre sin paliativos llamado Carlos Arias Navarro. Con Suárez, un hombre de su generación, tenía la suficiente confianza y sintonía para contarle la verdad, Mondéjar la adivinaba y lo censuraba sin decir palabra. ¡Juanito no podía mirarlo, porque le parecía estar viendo a Armada, Franco, su padre y el brazo incorrupto de Santa Teresa de Jesús en una misma persona!

He hablado de aquel tiempo con un íntimo amigo del rey. Es difícil transcribir sus palabras sin herir sensibilidades, pero estoy segura de que muchas personas, si supieran lo que me contó, entenderían a la reina, por supuesto, pero quizás también a Juan Carlos.

Solo diré un par de frases.

Yo pregunté:

—¿Una, dos?

El hombre juntó los dedos de la mano haciendo racimo y me contestó:

—¡Así! Después de la muerte de Franco. ¡Así! ¡Se le ofrecían!

¡Todas!

—Fue cuando estuvo con…

Se rió, sardónico:

—¿Una? ¿Solo una? ¡Mil quinientas!

También su íntimo amigo Manuel Bouza, para justificar esta actitud de don Juan Carlos, comentó que un rey «está mucho más expuesto que cualquiera de nosotros a asedios y propuestas».

Y además:

—Lo tenía muy fácil, la corona impresiona con su brillo.

Asimismo reconocía que «la simple insinuación de este tema de su relación amistosa con mujeres turbaba a doña Sofía»[99].

Se intentaron maniobras desesperadas para disimular el cariz de ese viaje en una época en la que la presión periodística sobre la familia real era mucho menor que ahora. ¡Ay, ahora, lo que hubiera escrito Peñafiel!

Pero precisamente por ser Peñafiel el único periodista de aquella época que sigue en activo, conocemos una de las tretas con la que trataron de ocultar la realidad de que la reina se había peleado con su marido. El ayudante del rey, José Joaquín Puig de la Bellacasa, le pidió a Jaime que acudiera a la India a hacerle a Sofía unas fotos con su madre, un montaje, como se diría ahora, un paripé para demostrar que se trataba de una simple visita familiar. La reina, incapaz de fingir o de mentir, le hizo llegar a Peñafiel este mensaje indignado:

—¡Ni pensarlo!

Al cabo de diez días regresó. Dos semanas más tarde ya estaba en Cataluña iniciando una visita oficial de cinco días. El rey, nada más poner los pies en el aeropuerto, se ganó el cariño de los catalanes diciendo:

—Què tal parlo en català? Quan me’n vagi encara el parlaré millor.

Un hombre vestido con mono de obrero, el mejor golpe publicitario digno de una campaña millonaria diseñada por un mago de la publicidad aunque en esta ocasión fue un gesto espontáneo, se destacó entre la multitud y le dijo:

—Juan Carlos, me gustaría darte la mano.

El rey detuvo la comitiva y le alargó su mano al hombre con un rotundo:

—¡Aquí la tienes!

Llovía y Juanito se negó a ponerse debajo del paraguas, que cedió a la mujer del alcalde. Todos comentaban:

—Qué campechano, qué sencillo, ¡se nota que es un caballero!

Para la reina, sin embargo, no había piropos. Vestida de oscuro, muy delgada, con fuertes ojeras que incluso se atribuyeron en algún momento a un nuevo embarazo, no intercambió palabra con su marido, que, sin embargo, se desvivía para obsequiarla. De su mano pendía, como única nota de color, una rosa roja que le había regalado Bibis Salisachs, la mujer de Samaranch.

Sí se dijo que la reina no se había atrevido a expresarse en catalán «puesto que no lo dominaba». Como de pasada, se mencionaba que la española Fabiola, reina de los belgas, sabía mantener una conversación en flamenco, valón y alemán.

Se alojaron en el palacete Albéniz, donde esta periodista pudo ver un tiempo después, en uno de mis primeros trabajos para la Hoja del Lunes que dirigía Carmen Alcalde, los dormitorios reales: dos habitaciones separadas por un saloncito, un despacho y dos cuartos de baño.

El anxeneta, el niño que corona las torres humanas o castells, les entregó su pañuelo, un gesto habitual en este tipo de espectáculo. Sofía pareció no verlo, el rey se apresuró a cogerlo, lo besó y se lo guardó en el bolsillo. La plaza de Tarragona se vino abajo con los aplausos.

Fueron a la basílica de Montserrat, y el rey se acercó y besó a la Moreneta. Los niños de la Escolanía cantaban el Virolai con sus voces limpias e ingenuas:

Rosa d’abril,

morena de la serra,

de Montserrat

estel…

El periodista José María Bayona, asombrado, contó luego:

—Su majestad debe ser muy religioso, porque se emocionó…

Se tuvo que retirar un momento para recuperarse…

Su majestad no debía tener la conciencia muy limpia.

Por la noche fueron al Liceo a ver la ópera de Wagner Los maestros cantores de Núremberg. La reina, que todavía no se atrevía a llevar corona e iba con la cabeza descubierta, se abstrajo y siguió la música con los ojos cerrados. Al rey también se le cerraban los ojos, pero de aburrimiento. Los españoles, tan poco formados en música que consideramos el súmmun del arte La del Soto del Parral, comentamos con satisfacción:

—¡No le gusta la música complicada! ¡A él que le den rancheras!

No sabemos qué argumentos se utilizaron para vencer la fuerte resistencia de Sofía y conseguir que regresara a España a ejercer su metier, como lo llamaba doña Victoria Eugenia. Yo aventuro este diálogo entre madre e hija, después de que Federica le recordara que el futuro del príncipe Felipe estaba en juego si no deponía su actitud:

—¿Qué vas a hacer si te separas y renuncias al trono? ¡Mírame a mí! ¿Te gustaría pasar por lo que yo he pasado, vivir como estoy viviendo?

La soledad orgullosa que prefiere el retiro en un piso modesto, el anonimato de un país en el que nadie la conoce, a sufrir los desprecios de los que fueron sus iguales.

¡También podemos deducir las promesas de Juanito!

Porque Juanito también sabía que su futuro, su arraigo en el país del que era rey y en el que quería seguir siéndolo hasta el fin de sus días, estaba ligado al de Sofía.

Lo que sí es cierto es que a partir de entonces hubo separación de lechos. Durmieron en habitaciones separadas, incluso en pisos distintos, un dormitorio en la primera planta, el otro en la segunda y, según me cuentan, no volvieron a reanudar jamás su relación conyugal.

La persona que me lo dijo, cuyo nombre solo he revelado a las editoras de este libro, es digna de toda confianza. Y me lo aseguró.

Nunca más.

Quizás sí que fueron mil quinientas, pero hay dos nombres propios que han salido ya en varios libros biográficos, desde La soledad del rey, de Pepe García Abad, hasta El precio de la libertad, de Jesús Cacho, pasando por los trabajos de Fernando Rueda, Marcos Torío, Preston e, incluso, Pilar Urbano. Dos nombres propios que se han repetido hasta la saciedad, dos relaciones que empezaron en aquellos años.

Sí, también una de las dos Palomas que hubo en su vida (la cantante pertenece a la primera década de reinado, la modelo a la segunda), una actriz de destape de impresionantes ojos verdes, una actriz jovencita, aunque es difícil delimitar lo que hay de verdad o lo que es leyenda urbana en esas relaciones, obviamente nunca confirmadas ni por el rey ni por sus partenaires. Entre las pocas aristócratas, un par de amigas de juventud, otra de nuevo cuño, y otra más que iba contando por Madrid que estaba esperando un hijo suyo.

El rey bromeaba con sus amigos:[100]

—Hay que ir con cuidado con estas chicas metidas a artistas.

Las fijas se renovaban cada cinco años, aproximadamente, las eventuales cada día.

Cuando yo pregunté a propósito de la última, de la que todos dicen que será la definitiva y de la que hablaré más adelante:

—¿Está enamorado de ella?

Me contestaron con toda seriedad:

—Lo está, y mucho, ¡pero este verano ya no lo estará! ¡Se enamorará de otra!

De lo que se deduce que uno no se retira nunca de estas devociones.

No en vano hace muy poco le declaró al amigo tantas veces citado Manuel Bouza, como contaba este en su libro El rey y yo:

—Yo, problemas de próstata, ¡nada!

Y el amigo, que no sé si continuará siéndolo después de escribir tantas intimidades acerca de don Juan Carlos, remata con admiración:

—«Todo» le funciona bien, «en todo».

Lo curioso, lo digno de estudio, es que tales historias que van más allá del rumor, ya que han sido contempladas en biografías sesudas y muy gruesas que se venden tranquilamente en nuestras librerías, no hayan afectado a la figura pública del rey, que, a pesar de este comportamiento desleal hacia su mujer y del considerable sufrimiento que le ha causado, sigue siendo mucho más popular que ella. En este país es un punto a favor tener éxito con las mujeres.

Y Juan Carlos, que conoce a los españoles como si los hubiera parido y además es un profesional de la seducción, lo sabe. Hay una anécdota inédita, que revelo por primera vez y que espero no me traiga consecuencias, ni a mí ni a la persona que me la contó.

En una ocasión un ilustre escritor y periodista monárquico alertaba a su majestad sobre una posible campaña en su contra por parte de ciertos medios, achacándole comportamientos escandalosos. Don Juan Carlos le escuchaba con paciencia franciscana, hasta que al final explotó:

—Ah, ¿y qué van a decir en mi contra?

Apurado, el escritor le dijo:

—Pues, señor, no sé exactamente…

Socarrón, el rey se puso a reír:

—Dirán que tengo novias, ¿no? ¿Eso quieres decir?

El otro, ya corrido, contestó:

—Pues sí, señor, seguramente.

Don Juan Carlos se puso a cortar tranquilamente la punta de su Cohiba con un cortapuros mientras se encogía de hombros:

—¡Pues que digan que tengo novias! Las tengo, ¿no? ¡Pues a mí qué más me da! ¡Al menos eso sería cierto!

O sea, majestad, con todos los respetos, ¡no caben reclamaciones! ¡Usted dijo que no le importaba!

En junio la pareja real viajó a Estados Unidos en visita oficial para inaugurar una muestra sobre Goya en el Museo Metropolitano y solicitar el apoyo del presidente Ford a la entrada de España en la OTAN. El momento cumbre de la estancia fue una cena benéfica organizada por la Cámara de Comercio Hispano-Norteamericana a base de langosta, filetes de buey y endivias, en el Waldorf Astoria; cada cubierto costaba quinientos dólares.

Antes, por primera y creo que por última vez, Sofía se sometió a una rueda de prensa con una docena de mujeres periodistas, quienes debían de creer que España era un lugar primitivo donde las reinas comían de una marmita puesta en medio del poblado, ya que le preguntaron a Sofía con delicadeza:

—¿No se sentirá incómoda en esta cena tan elegante?

Sofía, algo amostazada, contestó con un rotundo:

—Pues claro que no.

Una, queriendo borrar la mala impresión, intentó halagarla:

—Pero a usted no le gustan las frivolidades.

—Ah, eso no —se apresuró a admitir Sofía—. Yo voy a ir, y ya está.

Después le preguntaron cuál era el papel de una reina, y ahí pareció echar mano de las enseñanzas de Pilar Primo de Rivera, porque contestó:

—El mismo que el de cualquier mujer, ayudar a su marido.

Aunque luego, quizás recordando que estaba en la cuna de la igualdad de sexos, completó con un:

—Sin perder su independencia, claro está.

Cuando indagaron sobre si se peleaba con su marido, Sofía sonrió amargamente. Y al cabo de un par de segundos, optó por la diplomacia:

—¿Qué mujer no se pelea con su marido?

Luego le preguntaron por los hijos, pensando quizás que aquí íbamos a correazos detrás de ellos (y algo de razón tenían):

—¿Les pega mucho?

La reina se apresuró a negarlo:

—No. Felipe es abierto y simpático, son dóciles…

Pero tampoco quería dar la impresión de que si no fueran dóciles les pegaría, e intentó aclararlo:

—No estoy a favor de los castigos físicos, hay otras maneras de educar.

Las periodistas se miraron entre ellas asombradas de que una representante de la bárbara España pudiera parecer civilizada. E intentaron aclarar el enigma…

—Claro que usted es griega…

A lo que la reina contestó secamente:

—Mi país es ahora España.

Aunque en España se ensalzó esta respuesta con un rotundo «olé», su brusquedad sorprendió a las periodistas estadounidenses.

Al mismo tiempo que los reyes, se había desplazado a Estados Unidos un avión con miembros de la aristocracia española para asistir a la fiesta del Waldorf. Las periodistas le preguntaron:

—Ese avión lleno de personas de la jetset. ¿Son amigos suyos?

Y la reina volvió a responder algo molesta:

—No sé quiénes son, han venido por su cuenta.

Lo que debió de sentar como un tiro a aquellas «personas de la jetset», en su mayoría viejos monárquicos de Estoril, que habían hecho el esfuerzo de ir a arropar a sus reyes (bueno, y de paso a divertirse un poco). ¡Un punto más en el memorial de agravios de Sofía!

Cuando se le pidió que definiera al rey, no lo dudó:

—Sincero y abierto.

El New York Post no hizo ninguna reseña de esta entrevista, aunque sí contó que Sofía no le había parecido orgullosa a los norteamericanos, que tenía sentido del humor y que en España nunca había dicho algo considerado poco correcto. También que bajo su sencilla apariencia ocultaba una «inteligencia impresionante».

Aunque la entrevista que antecede no se publicó en ningún periódico importante estadounidense, sí lo hizo en los mexicanos.

Recordemos que México no mantenía relaciones diplomáticas con España todavía. En El Universal apareció una reseña contando que la reina hablaba muy bien el inglés pero era algo seca, también señalaba que «los jóvenes monarcas no son más que una continuación del régimen autoritario de Franco», aunque reconocía que «podían ser un puente hacia la democracia». También valoraba muy positivamente que se hubiera dejado de lado las dichosas alusiones a la Madre Patria tan caras a Franco para cambiarlas por el concepto «naciones hermanas». Un columnista del Heraldo precisaba que «Juan Carlos ha entendido que ya somos mayorcitos para tener mamasita».

Ese verano fue el primero que pasaron en Mallorca como reyes, el primero de los muchos que vivirían allí y que llegan hasta nuestros días. El palacio de Marivent estaba siendo redecorado para alojarlos; la reina había intentado llevar allí su gusto particular, tan impersonal y sencillo que hacía sonreír con suficiencia a los decoradores profesionales. Sofás incómodos y muebles de patrimonio. Para el porche encargó unas sillas de plástico apilables[101], y cuando se le apuntó que rompían la nobleza de la piedra y el cuidado con que se estaba haciendo la restauración, se limitó a decir:

—Me han dicho que aquí el agua es muy calcárea y quedan manchas blancas cuando se mojan con la manguera.

Se le sugirieron muebles de mimbre, y la reina aceptó con un suspiro:

—Si no son muy caros…

En medio del salón instaló, sin ningún complejo, un futbolín para que jugaran sus hijos, y en el porche, al lado de los sillones de mimbre, una mesa de pimpón.

A Sofía se la veía siempre paseando con sus hijas, una de cada mano. Las llevaba a comprar las típicas abarcas mallorquinas a Jaime III, la calle comercial de Palma, donde también está El Corte Inglés, donde compraban protectores solares, camisetas y pantalones cortos. Por la mañana las llevaba a sus clases de vela de Calanova, las iba a recoger, salía ella también en el barco, el primer Fortuna que les había regalado el rey Fahd de Arabia. Se ponía en la proa, con las piernas estiradas delante, cogida a los obenques con esas manos que se parecían tanto a las de su padre; el aire marino la llenaba de energía, el mar era el mismo en el que había transcurrido su infancia.

Reflexionaría quizás sobre lo sola que estaba y como, a pesar de no tener todavía cuarenta años, empezaba a añorar el pasado.

En Mallorca, como en Madrid, Sofía no consiguía hacerse con un grupo de amigas, aunque tampoco lo intentaba, a pesar del ambiente distendido que prevalece durante las vacaciones y a pesar también de que muchas personas de su entorno juvenil ahora veraneaban en las islas. Claro que se trataba más bien de amigos de Juanito, que reanudaba su relación con él con gran alboroto y ruido de besos y palmoteos en la espalda. ¡Los años de silencio al lado de Franco estaban tan sepultados como él! ¡Ya se había callado lo suficiente!

A un militar que fue a visitarlo, le dijo:

—Todo puede pasar en el futuro, ¡excepto que Franco resucite!

Estaba el príncipe Zourab Tchokotua, por ejemplo, que había ido con Juanito al colegio de pequeño. Nadie ponía la mano en el fuego por la autenticidad de su título, pero era guapo, simpático y estaba casado con Marieta Salas, de la alta aristocracia mallorquina.

Se convirtió en el amigo imprescindible de Juanito, siempre dispuesto a servirle; le buscaba mesa en los restaurantes de moda, le presentaba a las personas más interesantes, a los hombres más ricos, a las mujeres más guapas. Le organizaba cenas en Puerto Portals de hombres solos, salidas en barco particulares, partidas de cartas en grandes casas mallorquinas en las que el servicio se retiraba a medianoche…

Como es natural, Sofía le cogió una tremenda ojeriza.

También Manuel de Prado y Colón de Carvajal, diplomático entonces presidente de Iberia, considerado uno de sus mejores amigos, si no el mejor, veraneaba en Mallorca. A pesar de sus apellidos rimbombantes, Prado no es noble, ni siquiera es español, nació en Chile. Es todo lo contrario que Zourab: discreto, callado, le gusta pasar desapercibido, se relaciona poco y, además, es un gran experto en temas financieros. El hombre ideal, vamos, para convertirse en administrador de don Juan Carlos, aunque al principio no hubiera mucho que administrar.

También estaba en Mallorca una conocida aristócrata internacional con su marido. ¡Cómo olvidarse de su alegre sensualidad cuando, siendo adolescente, alborotaba las noches mediterráneas del Agamemnon! Seguía siendo bellísima, encandilaba con sus profundos ojos verdes en contraste con su piel muy bronceada, era artista, algo hippy, ¡«la princesa rebelde», la llamaban las revistas! Hacía esculturas, pintaba, y con sus aretes dorados en las orejas, sus camisas escotadas de hilo, sus faldas amplias, se asemejaba a una buhonera de lujo.

Ella y su marido eran aficionados a la vela también, y a veces, pocas, hacían excursiones junto al Fortuna, echaban el ancla en la isla de Cabrera y se bañaban mientras la tripulación les preparaba un aperitivo en cubierta.

También María Gabriela, la novia de juventud de Juanito, empezó a pasar los veranos en Ibiza, ya separada de Robert de Balkany. Me cuenta un conocido suyo que es un clásico del verano que el rey se aproxime privadamente hasta la isla en uno de sus helicópteros para pasar una tarde con Ella. Solo, sin la reina.

La reina no consiguió penetrar nunca en el círculo mallorquín de los amigos de su marido. Había una raya entre ella y los demás.

Cuando Juan Carlos estaba en el Club Náutico hablando con sus compañeros de regatas, bromeando con los periodistas, y llegaba Sofía, si el rey la oteaba de lejos, no tiene inconveniente en levantar la reunión al grito de:

—Vámonos, que llega la reina.

Pero a veces la veía cuando ya casi estaba encima de ellos. Con la «máscara» de su sonrisa, sus faldas tobilleras, sus alpargatas, su cinta en el pelo, Sofía se acercaba pesadamente al grupo. El ambiente se volvía rígido, formal, los hombres, en bermudas y zapatos náuticos, empezaban a arrastrar los pies y a pretextar tareas urgentes a bordo del barco, las mujeres hacían una apresurada reverencia, aunque no se atrevían a irse y se quedaban, achicharrándose bajo un sol de justicia.

Si Sofía arriesgaba una tímida broma con su estremecedor acento prusiano para distender el ambiente: «Hoy parece que no hay nada que hacer, ¿no?», los concurrentes se ofendían, cuando si este comentario lo hubiera hecho el rey, se habrían muerto de la risa.

María Gabriela, en los versos que le dedicó cuando eran novios, decía de Juanito «es bueno sin esfuerzo». Y es cierto, sin esforzarse le cae bien a todo el mundo. La reina, sin embargo, que se esfuerza muchísimo, no acaba de gustar.

Ya había dos bandos enfrentados, el de la reina y el del rey.

Eran dos bandos muy desiguales, porque en uno estaban todos y en el otro nadie.

La mencionada aristócrata hippy era la más indiscreta[102]. Tiene la sangre tan azul como Sofía y su padre hubiera podido ser rey de Francia, si no hubieran guillotinado a sus antepasados, claro está.

No le importaba comentar que Sofía es demasiado sosa, que se las da de «sabihonda» y que Juanito se aburría a morir con ella. Aunque creo que no se ha publicado nunca, es bastante conocida la anécdota que contaba siempre sobre la forma en que Sofía guardaba las «joyas de la corona» de su marido:

—Le han tenido que poner una tanda de inyecciones, y cuando el médico ha llegado a la habitación de Juanito, ¿sabéis con lo que se ha encontrado?

Y cuando ya el oyente aguzaba sus orejas negando, sonriente, con la cabeza, su interlocutora le hacía acercarse con una sonrisa cómplice:

—A Juanito de espaldas sobre la cama, cubierto con una sábana, en la que la reina había recortado un cuadradito justamente en el… allí donde debía pinchar.

Todos reían la anécdota, que se supone le había sido contada por el propio Juanito. La princesa proseguía burlona:

—¡Figuraos! ¡Juanito, al que todas estas cosas le importan un bledo! ¡Pero si toma el sol desnudo en su barco!

Unas fotos tomando el sol desnudo en su barco precisamente, realizadas por el fotoperiodista Antonio Montero, causarían algún revuelo unos años después. Aunque una pacata Casa Real anunció que si el rey tomaba el sol de esta guisa era por consejo médico, don Juan Carlos se lo tomó con buen humor y no dejó nunca de practicar esta costumbre, aunque, eso sí, con más discreción.

La aclaración ridícula e innecesaria de la Casa Real fue hecha, según se dijo en su momento, por indicación de Sofía.

La lenguaraz dama también comentaba lo introvertidos que le parecían las infantas y el príncipe Felipe:

—Son muy poco simpáticos, no tienen tema de conversación con los mayores ni consideración con las personas… son huidizos y poco sociables.

Y explicaba que sus propios hijos —entonces tenía cinco, dos años después daría a luz a otra niña— lo primero que hacían por las mañanas era su propia cama, y que si alguno de ellos daba una mala respuesta al servicio, se ganaban un bofetón. Además se les obligaba a dar conversación a los ancianos de la familia y, sobre todo, a que aprendieran a escuchar a la gente mayor.

También contaba que en Marivent la pareja real tenía dormitorios separados.

Traigo aquí estos comentarios, que nunca han sido publicados aunque muchas personas los conocen, porque es una de las pocas voces disonantes en el coro de alabanzas a los hijos de los reyes de España. Persiste en la familia real una tradición de halagos al poder muy difícil de erradicar; conocemos de los príncipes solo lo que quieren que conozcamos.

Algunas de las pocas personas leales a la reina, sin embargo, creen que estas opiniones malévolas pueden deberse, en el fondo, a algo de envidia. En el lugar de Sofía, podría haber estado ella.

Ser duquesa está bien, pero ser reina es mejor.

¿Se enteraba Sofía de estos comentarios de la íntima amiga de su marido sobre ella? Vivía muy aislada, no tenía apenas contacto con españoles de confianza y, además, ¿alguien se hubiera atrevido a referírselos? Laot hablaba de su mirada helada, que petrifica al que ha cometido alguna indiscreción o había pretendido sobrepasarse.

Como me comentó en su día Balansó:

—Los reyes son muy sencillos con el pueblo, ¡pero con sus iguales no admiten ni una incorrección! Yo he visto como por la calle le pedían a la reina «Sofía, déjame hacerme una foto contigo», y ella posaba tan tranquila, ¡pero si un grande de España la trata con familiaridad, es capaz de mirar a través suyo como si no existiese, como si fuera transparente! ¡Te aseguro que sobrecoge!

Claro que Sofía quería demostrar a su marido que ella también tenía su círculo de confianza, e invitó a su prima Tatiana Radziwill, a su marido, el doctor Jean Fruchaud, y a sus hijos, Fabiola y Alexis, de la edad de Felipe, que a partir de entonces se convertirían en asiduos de Marivent.

Se colocaron, como es natural, en el bando de la reina. Tatiana está junto a ella desde que nacieron, y Sofía no tiene secretos para su prima y amiga, que es discreta, serena y tiene una vida familiar tan apacible que es la envidia de todos. Injustamente, los amigos de Juanito, para denigrarlos, los tachaban de gorrones y de muertos de hambre, y por extensión así empezaron a insinuarlo también los periodistas. Nada más lejos de la realidad, ya que la madre de Tatiana, Eugenia, había heredado la mitad de la fortuna de su madre, María Bonaparte, y tenía incluso un fabuloso palacio a las afueras de París. Si Tatiana iba a Marivent es simplemente porque Sofía se lo había pedido y sabía que la necesitaba. La quiere mucho, como denotan[103] estos comentarios:

—La reina ama la verdad, la sinceridad… Es la persona más honesta que conozco. Se toma su trabajo muy en serio; para ella no hay enfermedades, ni mal de altura, es impresionante su fuerza de voluntad y su sentido del deber.

Tatiana, sin embargo, y quizás porque sabía los secretos más inconfesables de Sofía, no simpatizaba con el rey, aunque los dos son tan educados que lo disimulaban. Alta y muy seria, sin ninguna concesión ni a la moda ni a la frivolidad, ¡ni siquiera se tiñe las canas!, tiene una presencia apabullante. El fotógrafo Oriol Maspons me contó que una tarde salía en Barcelona de El Corte Inglés y tropezó con ella en plena Diagonal:

—No sabía quién era, iba sola, pero por su forma de caminar, de mirar a la gente y de levantar la cabeza me di cuenta de que era una personalidad.

Mi amigo se dirigió a ella y le dijo:

—Me llamo Oriol Maspons, perdona, sé que eres alguien, pero no sé quién exactamente.

Ella lo miró con altivez y le contestó:

—¡Soy Tatiana de Grecia!

Al rey tampoco le caía bien su cuñada Irene, y le molestaba que se hubiera convertido en huésped permanente de Sofía. La pobre Irene, que con la edad se había vuelto gris como un ratoncito, parecía que había empezado una amistad especial con el director general de música, Jesús Aguirre, un exjesuita con una fama peculiar y bastante ambicioso. Juanito se vio obligado a intervenir y le dijo a Aguirre:

—Tú, a mi cuñada, déjala en paz.

Como en el caso de Gonzalo de Borbón, Irene no se atrevió a protestar y se resignó a su soltería, que ya preveía irreversible.

Aguirre, meses después, se casaría con Cayetana Alba.

También llegó a Marivent Federica para arropar a Sofía. Llevaba con ella a sus nietos, los hijos de Constantino y Ana María, que todavía no se atrevían a ir a Mallorca. No empezarían hasta el año siguiente y ya no se moverían hasta la actualidad. Cuando van, ponen el pabellón de Grecia en el mástil del jardín de Marivent.

Don Juan, siempre a bordo de su modesto Giralda dando vueltas interminables a la isla como el judío errante, miraba con melancolía la casa de su hijo, y decía con un suspiro:

—Están los griegos.

Él todavía era persona non grata. No quería causarle problemas a Juanito y se limitaba a comer con ellos en el mes de agosto, el día del cumpleaños de Pilar, que también se había comprado una pequeña propiedad en Mallorca.

Llegó Federica. ¡Y nadie aludió a su supuesta enfermedad, tan grave que había obligado a su hija a viajar improvisadamente a la India! Al contrario, Federica rebosaba salud y energía, había perdido algo de agresividad y amargura y se mostraba alegre, sin esa retranca que la hacía temible.

¡Si incluso había ocasiones en las que la que fue reina de los griegos se metía en la cocina para prepararles unos espaguetis a sus nietos! No lo hacía muy bien, pero sus comentarios atrevidos y muy poco correctos escandalizaban a los niños y los hacían morirse de risa.

Es curioso constatar que aun en vacaciones no se apeaba el protocolo que imperaba en el seno de la familia real. En una circular se advertía que el tratamiento correcto para dirigirse a los reyes era o bien señor/señora, o vuestra majestad, nunca su majestad, que solo se podía decir en su ausencia. Lo mismo con el alteza de las infantas. Al príncipe de Asturias, en concreto, los hombres debían saludarlo dándole la mano e inclinando la cabeza, las mujeres, sin quitar los ojos de los de su alteza, debían retrasar la pierna izquierda y hacer una genuflexión.

Ocho años. En esa época Felipe tenía ocho años, aunque lo cierto es que a las infantas y al príncipe no se les aplicaron estas medidas hasta varios años después. Se lo contó Laura Hurtado de Mendoza a Apezarena:

—Al principio, cuando les llamábamos alteza rezongaban, alteza, alteza, y si les hacíamos reverencias, ellos las hacían exageradas, hasta los pies. También nos costó que los amigos les modificaran el tratamiento.

En la intimidad de la familia también las mejores atenciones iban para el príncipe de Asturias, al que su abuela ordenaba que sirvieran el primero. Como dijo la infanta doña Pilar rememorando sus años de niñez junto a Juanito:

—Es una lata tener un hermanito que, encima de ser el pequeño, todo el mundo le hace mucho más caso que a ti porque va a ser rey.

También la reina confesó sus sentimientos acerca de Tino, el diádoco:

—Los típicos celillos.

Allí, como en Zarzuela, lo primero que había hecho Sofía fue habilitar un apartamento para su madre y para Irene. A Sofía le emocionaba ver como sus hijos querían a su abuela y también como «el sargento prusiano» se echaba por el suelo para jugar con los niños, reptaba por el césped del jardín, corría con los perros y en todo el palacio se oían sus carcajadas y su castellano que casi nadie entendía.

Por la noche miraba con ellos las estrellas con un telescopio que les había llevado de regalo, ponían una tienda de campaña en el jardín y dormían allí, escuchando los pájaros nocturnos y el coro de ranas de los estanques.

A veces se dirigía a un periodista en lo que ella creía un perfecto español:

—Mallorca es muy bonito.

Y el colega le contestaba educadamente:

—Perdone, pero no hablo alemán.

El 7 de agosto posaron en la célebre escalinata de Marivent por primera vez. Las infantas no se separan de su padre y el príncipe de su madre.

Elena y Cristina son obedientes y siguen las indicaciones de los reyes y de los periodistas, entonces muy pocos, que acuden a Marivent, mientras Felipe está con la cabeza baja, se le ve molesto y aburrido, de pronto se levanta, se va y es su padre el que tiene que llamarle:

—Felipe, ven, esto todavía no se ha terminado.

De ese día yo me quedo con una fotografía significativa. El rey se deja abrazar por sus hijas, que lo miran con auténtica adoración; él se ríe de sus comentarios, el perro Baloo a sus pies. Un poco apartada, Sofía abraza a Felipe, quien, mimoso, apoya la cabeza en el hombro de su madre.

Las miradas de Juanito y Sofía no coinciden en ningún momento. Felipe tampoco mira jamás a su padre, y no se suelta del brazo de su mumy (así la llama).

Entonces el rey estaba muy atractivo, delgado, con unos insólitos pantalones rojos que se pusieron de moda y que a partir de entonces llevaron todos los señores «bien» en verano. Marcaba tendencia, como dirían los expertos, con mocasines sin calcetines, camisas oscuras, sin afeitar y el pelo ondulado, pero con gomina. Sus pupilas se veían muy claras en el rostro bronceado; a veces tensaba la mandíbula y se le instalaba un latido en una esquina, también a veces sabía poner los ojos líquidos y suaves, tenía las pestañas largas y rizadas, y su mirada podía ser muy turbadora. Era un hombre en la plenitud de su virilidad, que con una palmetada en la mejilla, un apretón en el brazo, amagando un puñetazo cariñoso, conquistaba a hombres y mujeres, ¡nadie se le resistía!

¡Si hasta decían que Ceaucescu, el tirano rumano, babeaba por el rey de España!

A veces, cuando tenía mucha confianza, aprovechaba esos abrazos para atraer a su interlocutor a su oreja buena y deslizarle alguna indiscreción.

A Kikín, por ejemplo, el alcalde de Granada que más tarde fue senador y al que, por tanto, vio frecuentemente, le pegaba un abrazo y aprovechaba para decirle en voz baja:

—¡Mi salvador! ¡De menudo trago me salvaste!

En otras ocasiones, no le importaba decírselo en voz alta delante de otras personas, incluso perfectos desconocidos.

—Es mi salvador, él ya sabe por qué.

Kikín se asombraba de la audacia de su majestad.

Otra de sus armas de seducción era la memoria legendaria de los Borbones, y no solamente para miembros de la nobleza, sino para un simple camarero:

—Tú eres Martínez y estabas en Horcher el año pasado, ¿cómo está tu mujer?

La reina, sin embargo, ¡ay, la reina!, todavía no había cogido la pauta indumentaria de los nuevos tiempos. Faldas anchas a la rodilla, pantalones que bailaban alrededor de sus piernas, empezaba a echar mano de los blusones largos de los que tanto suele abusar y de los colgantes de aspecto vulgar con piedras de colores.

¿Por qué ningún peluquero le ha aconsejado en estos años a Sofía un nuevo peinado?

He intentado averiguarlo, y la respuesta siempre es la misma:

—Su majestad no quiere cambios. —Y después, un batallón de respuestas vagas—: Las tiaras… el mismo perfil en todas las monedas… la reina de Inglaterra también siempre se peina igual…

Su primer peluquero, Isaac Blanco, intentó darle un aire más desenfadado y juvenil a su pelo y se quejó de que lo hicieran entrar por la puerta de servicio de Zarzuela.

Sofía sonrió. No le dijeron nada.

Sencillamente, no lo volvieron a llamar. Su sucesor, Fausto Sacristán, ya no se atrevió a aconsejar cambios.

La misma Sofía reconoce que tiene la cabeza grande. ¿Por qué magnificarla entonces con un peinado tan hueco, cuando una melena lisa hasta los hombros estilizaría su rostro? Tiene el cuello muy esbelto, es cierto, pero este detalle deja de ser bonito cuando el largo cuello está coronado por un peinado tan redondeado y voluminoso. En Mallorca se limitaba a ponerse una cinta ancha que todavía remarcaba más la rotundidad de su mandíbula.

Parecía que considerara que prestar atención a esas cuestiones rebajaba su papel como reina. Que quizás era inversamente proporcional a su papel como esposa.

Aunque en Mallorca ella también «marcaba tendencia». Puso de moda las abarcas, esas sandalias con suela de neumático que empezaron llevando los hippies, y también las alpargatas, relanzando ese calzado de cáñamo típico de los payeses de la zona.

Hoy en día la marca Castañer, por ejemplo, se ha convertido en un imperio gracias al empuje que le dieron la reina y las infantas. Que, por cierto, acuden todos los veranos a adquirir sus espardenyes y sus abarcas a Jaime III, pagando siempre religiosamente.

Aunque el primer verano la reina se limitaba a chasquear los dedos y entraba otra persona en la tienda para abonar el importe.

En cuanto al tema de la memoria, a Sofía le molesta que únicamente se refieran a don Juan Carlos. Ella y la mayoría de las personas reales la tienen también, ya que no se debe a una cuestión genética, sino a puro y simple adiestramiento. Tanto ella como Juanito habían hecho desde pequeños ejercicios para recordar nombres y rostros, era parte de su trabajo. Sofía también se dirige a los periodistas y les dice:

—Tú eres Marta, antes estabas en Informaciones y ahora estás en Diario 16.

Pero las reacciones no son las mismas como con Juanito. Un poco asustados ante lo que ellos interpretan como una expresión severa, los periodistas contestan:

—Sí —pensando que algo habrán hecho mal y que ahora llegaba la reprimenda—. Desde hace tres meses.

Muchas veces la misma reina aclara:

—No, que muy bien, que te felicito por el cambio.

Tengo un amigo periodista que pertenece al entorno balear que me dice:

—¡La reina, cuando te da la mano, te riñe!

Cuando le pido que me lo aclare, me explica:

—Bueno, te da indicaciones, te la tira abajo porque se la has dado demasiado alta, o te sube ella sola su mano a tu boca para que la beses, pero si depositas los labios en la mano, te la aparta rápidamente… Y lo que más te impresiona es que su rostro no cambia, nadie se entera, pero tú estás ahí, recibiendo la bronca in ocultis y pasándolo fatal…

Otro, habitual de las recepciones reales en Madrid, me cuenta:

—Era tremendo cuando estaba la poetisa Gloria Fuertes…

Cuando los veía aparecer, les pegaba, no besos, sino lametones, les dejaba las mejillas pringosas, se les colgaba del brazo, y como son tan educados, no podían ni limpiarse, y allí iban los dos con las babas colgando…

Lamentablemente, y aun ella sin quererlo, la presencia de la reina siempre enfría un poco el ambiente. El rey lo sabe y cuando está departiendo con un grupo de amigos en una recepción y la ve aparecer, dice en voz baja:

—Uf, me voy, que viene la reina.

Y a veces también:

—Rompan filas.

Como el rey está algo duro de oído, a veces levanta la voz, y como sus interlocutores nunca están seguros de si la reina lo ha escuchado, quieren reírse para halagar al rey pero sin que les vea la reina, y eso obliga a unas contorsiones faciales dignas de esos mimos que ya únicamente vemos en los semáforos de las grandes ciudades y que nos dan tanto miedo.

En una de esas recepciones la reina tuvo uno de los pocos rasgos de humor que le conocemos públicamente[104]. Era el día de Corpus Christi, en un acto en el convento de las Huelgas Reales.

Juan Carlos se aburría y quería irse, pero Sofía se quedó rezagada hablando con un grupo de religiosas. Envió al amigo obsequioso a buscarla, y este le dijo discretamente:

—Señora, dice el rey que si pensáis meteros a monja de clausura…

A lo que ella contestó:

—Dile que no sería malo que se metiese él.

En 1977 se legalizó el Partido Comunista y se celebraron elecciones generales, que ganó la UCD de Adolfo Suárez, con el que el rey siguió teniendo muy buena relación, aunque le molestaba un poco la creciente popularidad del político abulense. ¡Después de Franco, Juanito no iba a consentir que nadie le hiciera sombra! Al año siguiente, los españoles votamos una nueva constitución, que salió adelante con el 87,79 por ciento de los votos, y sin que ningún Fraga Iribarne tuviera que hacer magia con las urnas, como pasaba en aquellos lejanos tiempos de los referéndums franquistas.

El 2 de noviembre Sofía cumplió cuarenta años. Hacía cuarenta años que nació la basilisa, sobre una mesa del palacio de Psychico.

Llegó al mundo ante los ojos extasiados de sus padres, Palo y la prinzessin Freddy, casi tan niña esta como lo son sus hijas ahora. A Sofía le gusta mirarse las manos: son las de su padre, dedos largos, uñas cortas, las venas cada vez más marcadas, los nudillos cada vez más abultados.

Se sentía algo melancólica en esta fecha. Sí, era reina, lo había conseguido, la pequeña Sofía, entre los centenares de miembros de su familia dispersados por Europa, había sido la única que había conseguido un trono, pero…

El rey, que tenía mucho que hacerse perdonar, le dio una sorpresa. Una fiesta en casa de su hermana Pilar, en su chalé de Somosaguas. Juanito le dijo:

—Pilar nos ha invitado a cenar en su casa.

Sofía aceptó a regañadientes, ¡no le apetecía! Cuando llegaron allí, se abrieron las puertas del salón y gritaron:

—¡Sorpresa! ¡Felicidades!

Eran un centenar de parientes. La primera a la que vio fue a la tía Catalina, la fiel compañera del exilio, con los mismos ojos de Palo, que la abrazó emocionada y le señaló a Sheila McNair, en un discreto segundo plano:

—¡Nursi! ¡Nursi!

Nursi era el refugio, el puerto más seguro y, por un momento, entre sus brazos, olvidó que se había convertido en reina y, lo peor de todo, en una mujer. La mantuvo cogida por el hombro y fue saludando a todos los invitados, los hermanos de Freddy, su tío Christian, que se apiadó de ella en la boda de Ernesto y Ortroud y la sacó a bailar a pesar de su vestido de organza demasiado pequeño y sus dientes salidos. Estaba con su mujer, Mireille, que le dijo a Sofía:

—Soy la única no alemana de la familia aparte de tu marido…

Pero una chica alta y muy resuelta la interrumpió:

—Yo tampoco soy alemana.

Sofía dudó:

—Tú…

—¡Chantal, la novia de tu primo Ernesto!

Ernesto, guapo, alto, rubio, con su mujer formaban una pareja sofisticada que tomaba cócteles y fumaba con boquilla. Chantal le contó a Sofía:

—Tu marido lleva meses contactando con todos nosotros…

No podíamos contarte nada so pena de decapitación…

Sofía estaba sorprendida, toda la noche se le fue en:

—Entonces tú, ¿vives en Inglaterra y te has casado con una alemana?

Y el interfecto se explayaba sobre la larga genealogía de su mujer, que estaba emparentada al parecer con todos los nobles del imperio austrohúngaro sin dejarse ni uno, mientras un chico joven esperaba para besar a su prima, que lo reconoció enseguida:

—Hola, Welfo, ¿has traído también a tío Jorge?

Los hermanos de Freddy se habían reproducido largamente, y todo se convirtió en un concierto de erres y carcajadas en tres tiempos, mientras Pilar, a pesar de ser la anfitriona, y la otra hermana de Juanito, Margot, se mantenían un poco al margen, porque las conversaciones eran en alemán y se sentían excluidas.

Los invitados advirtieron que en ningún momento Sofía le dio las gracias a Juanito, y todos creyeron que, enemiga de toda efusión, se contenía para hacerlo en privado. ¡Ellos eran prusianos y se congratulaban de que su prima no se hubiera contaminado con la exuberancia latina, venga besos y toqueteos más dignos de una película de Hollywood que de nobles de sangre tan azul como la suya!

Solo Tatiana sabía la verdad.

Realmente Juanito tenía mucho que hacerse perdonar, porque ese año había estrechado su relación con una elegante decoradora mallorquina.

Un par de semanas después la pareja real fue de visita oficial a Perú, con un grupito de periodistas entre los que estaban Iñaki Gabilondo, Jaime Peñafiel y J. J. Benítez, entonces reportero de La Gaceta del Norte. Le doy voz a uno de ellos:

—La reina apenas se hablaba con el rey, se hizo muy amiga de Juan José Benítez, que le hablaba de ovnis y de cuerpos astrales, a ella le interesaban mucho estos temas, decía que su padre había sido un iniciado —el colega aventuraba una opinión—. Yo creo que Juan José se enamoró un poco de ella, hasta le compuso un soneto que nos leyó por la noche en el hotel. Muy bonito.

La reina y el después popular escritor de ciencia ficción visitaron juntos las ruinas de Nazca y mantenían largas charlas en las que él la instruía sobre la huella de los incas en las civilizaciones posteriores:

—No puedo olvidar la atención que ponía doña Sofía, ¡el rey se reía de todo aquello!

Cuando regresaron a España, el grupo de periodistas, a sugerencia de Benítez, decidió hacerle un obsequio a la reina:

—Adquirimos en Perú una piedra presuntamente enviada por los incas desde algún planeta, un ovni, vamos, con unos garabatos que nos habíamos convencido de que eran mensajes a la humanidad.

Pidieron audiencia. Emocionada por ser ella por una vez la protagonista, la reina los recibió en la puerta de Zarzuela, a ellos y a la piedra que pesaba tres mil kilos y que llevaban en un remolque.

—La instalaron en la piscina, donde sigue en la actualidad. Doña Sofía estaba encantada, todo eran exclamaciones de «muchas gracias, qué interesante, así que decís que pone aquí, ah, sí, yo también lo veo».

Y Benítez le hizo una traducción del astral o inca al español.

De pronto llegó el rey. Desenvuelto, estrechando manos, repartiendo abrazos aquí y allí, preguntándole a uno por su caída de caballo, al otro por su mujer. La reina mientras aguardó a que su marido terminara su brillante función teatral con una sonrisa tímida, y al final le dijo:

—Mira, Juanito… un regalo para mí… la piedra… las inscripciones…

El rey se acercó, miró aquellas señales que podían ser letras, pero también cualquier otra cosa, y guiñándoles un ojo a los periodistas, les dijo:

—Ah. ¿Ahí sabes lo que pone, Sofi?

La reina levantó la mirada con un centelleo ilusionado:

—¿Qué?

—¡Beba Coca-Cola, Sofi! ¡Beba Coca-Cola!

La sonrisa de la reina se borró de golpe, como una persiana que se cierra, y todos se sintieron un poco ridículos.

Ninguno de los periodistas que estaban allí sabía entonces nada de la decoradora balear, por supuesto. Diez años menor que Sofía, divorciada, íntima amiga de Marieta Salas y Zourab Tchokotua.

Se ha escrito mucho sobre esta relación, pero ella nunca ha hecho ningún comentario, aunque tampoco lo ha negado. Sí cabe decir que en esos primeros años, creyendo que se trataba tan solo de una aventura pasajera, la sociedad mallorquina miró para otro lado mientras la pareja se veía en diversos lugares públicos de la isla.

También la rodearon de un cinturón sanitario, y evitaban invitarla, sobre todo si había peligro de que coincidiese con la reina.

Es una mujer atractiva, aunque no vistosa, es elegante más que espectacular, es discreta, tiene una mirada intensa y romántica, una sonrisa prometedora, es interesante y muy femenina. Es el prototipo de mujer que le gusta a Juanito: Julia, Corinne, Berta, todas son así, excepto… la vedette.

Otra relación que se iniciará ese año.

Esta en Madrid.

A la artista se la presentará precisamente su presidente de Gobierno, Adolfo Suárez. Era una actriz de destape de belleza impactante, muy sexy, con las piernas largas, una voz sensual, una simpatía desgarrada, y un descaro lleno de picardía. Si la decoradora era un vino Ribera del Duero, el Único de Vega Sicilia —Concentrado, generoso y elegante, madurado en barrica de roble, reposado, aterciopelado, denso, que se queda largo rato en el paladar y cuyo sabor recordamos durante mucho tiempo—, la artista era un vino de aguja «petillante», chispeante, embriagador, que te hace perder la cabeza y cuando te recuperas no recuerdas muy bien lo que has hecho, pero sientes los músculos doloridos, una vaga sonrisa que permanece haciendo equilibrios en la comisura de los labios y el cuerpo feliz.

Cuando estaba escribiendo este capítulo del libro, me puse en contacto con la vedette para que me contara su versión de los hechos y con educación declinó hacer comentarios. Sí me comentó con la voz emocionada:

—Al contrario de lo que piensa la gente, esta historia me ha perjudicado mucho; tanto profesional como personalmente he tenido que pagar un peaje muy alto.

Sofía cumplía con sus compromisos oficiales con admirable dedicación. E incluso iba más allá de lo que le marcaban sus ayudantes o el nuevo jefe de la Casa que había sustituido a Mondéjar, Sabino Fernández Campo. Mientras presidían la solemne constitución del Consejo General del Poder Judicial, Suárez se acercó al oído de los reyes y les dijo con voz grave:

—Ha habido un atentado de ETA en una escuela del País Vasco, en Ortuella.

Sofía no lo dudó. Como tampoco lo hizo cuando quiso visitar a los damnificados por las inundaciones del Vallés. Como cuando fue a auxiliar a las víctimas del terremoto de las islas Jónicas. En unos años en que ETA cometía decenas de atentados al año, en los que la vida de ella, de su marido y de sus hijos corría peligro constante, se fue de la sala de actos, se quitó la peineta y la mantilla y pidió con urgencia:

—Un coche, yo me voy allí.

Suárez no sabía que hacer; el mismo Juanito le pidió:

—Déjalo, Sofi, es peligroso; se te agradece, pero es mejor no complicar las cosas…

No lo escuchó. Como no lo hizo él a los asesores que intentaron prohibirle que siguiera a pie y a cuerpo descubierto el féretro de Carrero Blanco, el presidente asesinado. Ni a los que desaconsejaron el viaje a Marruecos en los días de «la marcha verde».

Sofía lo aprendió cuando era niña, cuando Freddy se la llevaba con ella al último confín de Grecia.

Los reyes están para esto.

¿Era un impulso de madre ir a consolar a aquellas otras madres que habían perdido a sus hijos? ¿Era una estrategia que, junto a su sangre azul, corría inevitablemente por sus venas, que sus diecisiete antepasados reyes habían incorporado a su código genético?

No escuchó. Mandó preparar un maletín. Sin hacer caso a nadie, dos horas después estaba en los hospitales de Bilbao donde habían ido a parar los niños malheridos, y bajó al tanatorio, y se abrazó a aquellas madres, cincuenta, que lo habían perdido todo, porque para una madre sus hijos lo son todo. Allí la informaron de que no había sido un atentado terrorista, sino una explosión de gas propano originada en las cocinas del colegio.

Pero el acto de valor estaba cumplido.

A la salida del hospital, algunas personas la aplaudieron espontáneamente. En el País Vasco.

Una mujer se adelantó; los policías llegaron tarde para detenerla. Asentada sobre sus gruesas piernas de campesina, se paró frente a la reina, la miró fijamente a los ojos y le dijo:

—Esquerrikasko.

Fue quizás la primera vez que la presencia de la reina, en solitario, se agradeció de forma sincera, y ahí sí que Sofía mostró una sonrisa leve, pero clara y emocionada.

Quizás no es simpática, no tiene y nunca tendrá el encanto de su marido. Pero es auténtica y su trabajo lo hace bien.

El episodio, en solitario, no se volvería a repetir. Salieron voces airadas del entorno de Zarzuela, achacándole afán de protagonismo, demagogia y riesgo innecesario.

Y es que en el firmamento de Zarzuela solo hay sitio para una estrella.

La vida particular de Sofía, sin embargo, era tan rutinaria que las fotos que se le hacían apenas encontraban comprador. Posando con su madre en la puerta de la nueva casa de la Pleta de Baqueira; en el Valle de Arán, con las infantas, ya adolescentes; en el teatro o en una exposición en Palma; con Irene en el Teatro Real. Mismo peinado, mismo estilo de ropa; su rostro no parecía sentir el paso del tiempo; su sonrisa perenne mantenía sus mejillas sin flacideces; sus ojos se entrecerraban. En persona es más atractiva que en fotografía, porque sus gestos son vivaces y juveniles; sorprende lo rápido que camina, la estrechez de su cintura.

Sotto voce se criticaba lo consentido que tenía a Felipe. El que fue su primer ayudante, José Antonio Alcina, comentaría más tarde que cuando Felipe entró en la «edad del pavo»:

—Se quedaba dormido por las mañanas, siempre llegaba tarde al colegio… se descentraba, le tuvieron que poner profesores particulares…

También contaría lo difícil que era para él corregirle, ya que era un simple comandante de una familia sin pedigrí aristocrático:

—Yo debía mantener una actitud de respeto, no decir ni una palabra más alta que la otra…

Y también:

—Tenía que actuar con suavidad y paciencia…

De lo que se deduce que el tan cacareado «que sea un alumno más» distaba bastante de la realidad. Alcina[105], no atreviéndose a ir más allá en la educación del que iba a ser su rey, concluía:

—Cuando no había más remedio, había que acudir a don Juan Carlos.

No nombraba a la reina, quizás porque Alcina sabía que Sofía era incapaz de ser severa con su hijo, al que estaba tan unida, en el que veía todos los dones de la tierra y que la compensaba de todos sus sinsabores.

—¡Estoy enamorada de mi hijo!

Felipe en el colegio únicamente destacaba en gimnasia e inglés, lo que es natural, ya que es su idioma vehicular, pero sus padres decían, soñadores:

—Tendrá una preparación de primer nivel.

Televisión Española le dedicó al heredero una película propagandística, en la que el príncipe y su padre hacían footing por los jardines de La Zarzuela. Felipe echaba a correr y dejaba atrás a su padre. Federico Jiménez Losantos escribió un artículo en Diario 16, que hoy resulta premonitorio, en el que fingía horrorizarse:

«¡Conspiración contra la monarquía de don Juan Carlos! ¡El príncipe echa a correr dejando a su padre atrás y solo!».

Las imágenes iban acompañadas de una pequeña entrevista que despertó muchas burlas. A la pregunta:

—¿Qué significa para usted ser príncipe de Asturias?

Aquel príncipe del que sus padres decían que iba a ser el mejor preparado de Europa, contestaba sencillamente:

—No sé.

La Navidad de 1979 Sofía aceptó ir a Villa Giralda.

Se lo había pedido Juanito. A su padre se le había detectado un cáncer maligno, de laringe. El viejo capitán había doblado el petate, por utilizar un símil marinero, y la atroz enfermedad lo atacaba, sabiéndolo ya vulnerable. Había abdicado en su hijo en una ceremonia pobretona que nadie entendió porque nadie se lo explicó.

Emanuela comentó burlona:

—¿No era un rey legal Juanito? ¿Es que acaso Juan era el rey?

El único que estaba emocionado era don Juan. Felipe iba con jersey, y se le notaba aburrido, Cristina ni siquiera había ido, nadie había creído necesario hacerla viajar desde Londres, donde estaba realizando un curso de inglés. Doña María tenía una expresión abatida, llena de amargura.

A Sofía le parecía todo un paripé destinado a contentar al padre de Juanito, que, como un niño pequeño, no se resignaba a pasar por la historia de España como un simple exiliado, y se lo dijo sinceramente a su marido:

—Veo esta ceremonia innecesaria, crea confusión. Que lo haga por carta.

Juan se enteró de este comentario de su nuera, un agravio más que se añadió al principal: Sofía estaba en el trono en lugar de ellos.

Pero Sofía no creía deberle nada a su suegro. Consideraba que no solamente no los había ayudado en su largo y tortuoso camino hacia la Corona, sino que había hecho lo posible para ponerles palos en las ruedas.

La visita a Estoril fue dura para Sofía. No se sentía querida por sus suegros.

En Villa Giralda, Juan se quejaba de que su larga vida de sacrificio por España no le había sido recompensada:

—Soy invisible, solo tengo rango de subsecretario; en una cena oficial me pondrían en la peor mesa… Mejor haría muriéndome…

Se sentía ofendido también porque nadie le había dicho todavía que fuera a vivir a España. Los españoles no tenían un buen recuerdo de Juan de Borbón, ¡ya se había encargado Franco durante cuarenta años de ensuciarlo y difamarlo! Fernández Miranda le había aconsejado al rey que todavía no exhibiera a su padre, ¡eran momentos tan delicados!

Juan no estaba lejos de la muerte, y la veía ya como un descanso. Y Sofía advirtió miradas de reproche tanto en sus suegros como en sus cuñadas.

Juanito recuperó el rostro abatido que tenía mientras estaba en el centro de la tormenta creada por su padre y Franco. Cuando exclamaba:

—¡No sabía que se podía sufrir tanto!

Sofía se puso físicamente enferma, y ella, que era capaz de asistir a un acto institucional con cuarenta grados de fiebre, se encerró en su habitación y ya no salió hasta el día en que regresaron a España.

En enero llevaron los restos de Alfonso XIII al Panteón de los Reyes de El Escorial. La ceremonia fue larga, hacía mucho frío… alguna duquesa había llevado una petaca de coñac y se puso los guantes en los pies… También a Sofía le pareció otro capricho que Juanito quiso concederle a su padre para compensarlo por su derrota. Lo único que contaba en esta nueva España era el presente, Juanito, ella y sus hijos.

Al día siguiente, Juan y María se fueron a Nueva York, a él lo iban a operar en el Memorial Hospital. Después de la intervención, que duró siete horas, para seguir el tratamiento de quimioterapia, cogieron un pequeño apartamento en el hotel Mayfair, donde María le hacía las comidas en una cocinita americana. El matrimonio se mantenía mucho más unido de lo que lo había estado en cincuenta años. Ella le llamaba:

—Almirante.

Y cuando salía de la habitación, su marido le suplicaba con mimo:

—No tardes.

Quizás Sofía se dijera que a esos Borbones solo los rendía la enfermedad. ¿Qué enrevesados pensamientos pasarían por su mente?

La conversación entre ellos fue fluida. Quizás ayudó el hecho de que a Juan se le había prohibido hablar.

Y entonces comenzaron los años de luto. Sofía estaba entrando en un periodo de su biografía, por el que desgraciadamente todos hemos pasado o tenemos que pasar, en que empezaban a desaparecer los que la habían precedido en el camino de la vida. Y lo iban haciendo casi todos a la vez.

Una vez finalizado ese periodo, y después de una tregua, a la que le toca morirse es a una misma.

En diciembre de 1980, el día 14, fue su abuela, la altiva hija del káiser, Victoria Luisa de Prusia, la que rindió tributo a la muerte en Hannover. Tenía ochenta y ocho años y el invierno anterior todavía esquiaba.

Sofía, con la infanta Elena, fue a los funerales y acompañó a quien fue princesa de Prusia, princesa de Alemania y duquesa de Brunswik a su última morada, el imponente mausoleo del cementerio de Herrenhauser Garten en el que yacen todos los Hohenzollern y Hannover que han fallecido.

Allí Sofía no era la reina de España, sino una de las múltiples nietas de la última hija del último emperador alemán, Guillermo II.

La severa ceremonia se desarrolló con la grandiosa pompa de la Gran Alemania con la que soñaba el káiser, con representaciones de todas las tierras del antiguo imperio, Baden-Wurtenberg, Bran-deburgo, Hesse, Pomerania, Sajonia, Renania o Schleswig-Holstein, de donde proviene su linaje. Precisamente para que dejara un testimonio de su vida única, Freddy había convencido a su madre para que escribiera sus memorias:

—Mamá, yo también lo he hecho, para que mis hijos y mis nietos me conozcan.

Freddy se rió del título que había escogido su madre, ¡la retrataba tan bien! Memorias de una hija del emperador.

—Es honrado y carente de imaginación, como ella.

Pero su risa se le cortaba en seco cuando pensaba en todos los años perdidos en peleas inútiles cuyos motivos ni siquiera recordaba:

—Ahora me arrepiento de haber estado tanto tiempo separada de ella.

No iba a estar tanto tiempo. Le faltaban dos meses para morirse ella también y reunirse con Victoria Luisa, las dos almas rebeldes, dignas hijas de su siglo, unidas como jamás lo habían estado en este mundo.