Capítulo 8

La mandíbula rígida revelaba un sobrehumano esfuerzo para ocultar su frustración, aunque Juan Carlos, el 13 de junio de 1965, intentaba sonreír mientras brindaba de nuevo con los periodistas en la cafetería de la clínica Loreto.

—¡Felicidades, alteza! ¡Padre de nuevo!

Cuando el doctor Mendizábal salió de la sala de partos, sacándose los guantes de goma y el gorro, y le comunicó:

—Su alteza está muy bien y la niña también.

El príncipe afirmó más que preguntó:

—Ah, ha sido otra niña.

El médico, saltándose el protocolo, le apretó el brazo y le dijo:

—Sí, señor, una niña muy sana.

El príncipe se rehízo inmediatamente:

—Muy bien, me alegro mucho.

Entró y besó a su mujer en la frente, y le hizo una caricia a la niña, que dormía plácidamente en sus brazos. Sonrió al ver que Sofía llevaba de nuevo su chaqueta de pijama. Una Sofía que le dijo con timidez:

—Ha sido niña, ¿estás contento?

Juanito tragó con esfuerzo y contestó:

—Claro que sí, ahora no la cambiaría por nada.

Pero Sofía, sin poderlo remediar, se deshace en llanto.

Juanito, que también lloraba sin lágrimas, no sabía qué decirle a su mujer, salió y se dirigió al teléfono del pasillo para llamar en primer lugar a El Pardo:

—Excelencia —carraspeó, después de alzar la voz un par de decibelios por encima de lo normal e incluso soltar un gallo adolescente—, ha sido niña.

En segundo lugar, a Estoril, a su padre:

—Papá, ¡ha sido niña!

Juan se quedó un instante callado. Después dijo:

—Yo no voy a ir ahí después de las cabronadas que me hace ese hijo de puta. Irá tu madre.

Juanito, que temía que el teléfono de la clínica estuviera también interceptado, se apresuró a cortar a su padre:

—Está bien, está bien.

En tercer lugar llamó a su abuela, que fue la única que le dijo lo que todos pensaban:

—Lástima, ¡qué pena! Un varón hubiera afianzado tu papel en España.

Advirtió el silencio dolorido de su nieto, y se apresuró a consolarlo a su manera, fría y eficaz:

—Guanito, no te preocupes… sois muy jóvenes, tendréis más hijos…

La infanta Elena, que ya tenía quince meses y lucía mofletes sonrosados, se acercó al hospital a conocer a su hermana acompañada por su nueva nurse inglesa, Christine Pople, y saludó a los fotógrafos y a los curiosos con la mano, ya adiestrada desde la cuna para comportarse como una princesa real. Federica fumaba un cigarrillo tras otro, ¡si hubiera adivinado que iba a ser niña, probablemente no se habría movido de Grecia! Ana María, la mujer de Constantino, los reyes más jóvenes de Europa, estaba también a punto de dar a luz en la finca de Mon Repos, en Corfú, aunque después el parto se retrasaría y su nieta Alexía no nacería hasta el 10 de julio.

Y no era solamente su hijo quien la necesitaba. ¡También Grecia! ¡La siempre convulsa, torturada, excitable Grecia!

Todas las noches llamaba a su hijo:

—Tino, no tomes ninguna determinación hasta que vuelva…

¡No te fíes de nadie!

El primer ministro, Papandreu, mascullaba delante de Tino:

—Majestad, dígale a su madre que más cocina y menos política.

A Federica la muerte de Pablo le había roto el espinazo; su vida carecía de solidez y ataduras. Estaba aturdida, como un boxeador noqueado, como un barco sin timón, y, aunque solo tenía cuarenta y ocho años, creía que la única misión que le quedaba en la vida era ayudar a sus hijos en sus difíciles caminos.

Fue ella misma la que se lo contó a los periodistas[71] con un resto de su antigua pasión:

—Es un papel que nadie me impedirá llevar a cabo, ¡nadie!

¡He sido reina y quiero que mis hijos se aprovechen de mi experiencia!

Porque a Irene únicamente había que buscarle un marido, pero a Sofía había que ayudarla a despejar el camino hacia la corona y a Tino tenía que mantenerlo como fuera en el tambaleante trono griego. Solo a Sofía le reveló que:

—Tu padre me indica por las noches lo que tenemos que hacer y luego yo se lo transmito a Tino.

En la primera edición de sus Memorias Federica contaba estos diálogos transmateriales, tan acordes con su fe en las vidas reencarnadas y en el poder de los espíritus. Se cree que el mismo Franco le advirtió que este tipo de confidencias no hacían más que perjudicar la credibilidad de su hijo, y dejó de mencionarlos e incluso los suprimió de su autobiografía.

Al día siguiente del nacimiento de la segunda hija de Juan Carlos y Sofía, el ayudante de los príncipes, el general Armada, convocó a los gráficos en la remodelada salita de la suite que había ocupado la princesa.

—Cuatro fotos, sin preguntas, y hasta la próxima.

Sofía se sentó en una butaca y miraba intensamente a su hija, que había pesado tres mil seiscientos gramos. Llevaba una especie de abrigo floreado, sus inevitables perlas y el peinado rígido y alto que tan poco la favorecía y que alguien definió como «pelo globo»[72] Juan Carlos tenía los ojos inquietos. Las dificultades de su vida se acrecentaban, su carrera hacia el trono estaba llena de obstáculos y a veces parecía que le fallaban las fuerzas, ¡porque su mayor enemigo no era Franco, sino su padre! A su íntimo Manuel Bouza,[73]. que es una de las pocas personas autorizadas a tutearle, ya que estuvieron juntos en la Academia Militar de Zaragoza, le confesó con desaliento, de «hermano a hermano»:

—Estoy harto de que mi padre me utilice como un arma arrojadiza contra Franco sin tener en cuenta mis sentimientos… me siento como una pelota a la que tiran a un lado y a otro…

En el pasillo había un grupo armando bulla y riendo. Juanito dirigió miradas angustiosas a la puerta. Al final el general Armada fue a ver qué pasaba. Entró en la salita de puntillas, con ademán travieso, fumando un cigarrillo y poniéndose el índice sobre los labios reclamando silencio, el yerno de Franco, el marqués de Villaverde. Llevaba el pelo planchado con gomina y la bata de médico abierta sobre un conjunto sport de pantalón de pinzas muy alto de cintura y camisa de rayas gruesas. Los fotógrafos se apresuraron a soltar sus cámaras y estrecharle la mano. El marqués exclamaba con todo su gracejo andaluz:

—Cuánta luz, esto parece la feria de Sevilla.

Y poniéndose serio, les comunicó:

—Acabo de salir del quirófano; una operación difícil, diez horas…, Corazón, hígado, bazo, pulmones… ¡Todo! Era un niño. Lo he salvado de milagro…

Apenas prestó atención a Sofía ni a Juanito, que se sintieron, ante tamaña gesta, un tanto ridículos. ¡Al fin y al cabo, solo habían traído un nuevo ser al mundo, ya tan superpoblado! Todos parecieron olvidarse un poco de ellos.

Se intercambiaron cigarrillos, se rememoró la última cacería en la que había participado el marqués, en la que estuvo «tirando»

con la cantante Luciana Wolf, y alguien preguntó por la última corrida del Cordobés. Un fotógrafo, andaluz también, de pequeña estatura, incluso emuló el salto de la rana del popular torero:

—¡Oleeeé! —gritaron todos.

Sofía y Juanito intentaban hablar entre ellos y con la niña:

—Roro.

Pero la infanta Elena tampoco les hizo caso, parecía fascinada por la escena y señalaba con su dedo regordete a aquel señor de dentadura tan blanca como un anuncio de pasta dentífrica. Palmoteaba, encantada por aquel maremágnum de voces, y se puso a chillar.

De pronto entró el lúgubre Alfonso de Borbón Dampierre en la habitación, conducido por Castañón de «Pena», más «Pena» que nunca. Juanito, con lo que él creía refinada astucia florentina, había nombrado a su primo padrino de la recién nacida. Inmediatamente se instaló en la habitación un silencio respetuoso, y los fotógrafos volvieron a hurgar en sus cámaras con expresión reconcentrada. El marqués se apresuró a pegarle un abrazo con grandes palmadas en la espalda:

—Hombre, príncipe… alteza.

Con su voz aflautada y su marcado acento francés, el comedido Alfonso exclamó:

—Cristóbal, qué sorpresa.

Otra vez explicó Cristóbal Villaverde lo de la operación, el quirófano, diez horas, el niño casi muerto…

Terminó abriendo los brazos modestamente:

—Lo salvé, alteza. —Señalando a lo alto—. O Dios, no lo sé…

Príncipe…

Le pegó otro abrazo.

Alfonso se dejaba querer mientras tendía distraídamente su regalo, una caja de bombones, a Sofía, que la cogió al vuelo. Juanito enrojeció de rabia, pero se calló. Solo él tenía derecho al tratamiento de príncipe o alteza y quizás pensara, en una expresión que solía utilizar su padre, que los bombones:

—Se los podía meter en el culo.

El bautizo de Cristina tuvo lugar en el palacio de La Zarzuela el 20 de junio de 1965. No asistieron ni Juan ni doña Victoria Eugenia, que sin embargo sí se desplazaron una semana después a Roma para asistir a la boda de Olimpia Torlonia, la hija de la infanta Beatriz de Borbón, que se casó con Paul Anik Wyler el 27 de junio. El avión Lisboa-Roma en el que viajó Juan hizo una breve escala en Madrid, y Sofía le llevó su hija a su suegro para que la conociera. El ministro del Interior autorizó esta brevísima visita de don Juan con un:

—Media hora.

Sofía le aconsejó a Juanito no protestar para no poner las cosas más difíciles.

Por mucho que se nos diga que el nacimiento de Cristina tuvo lugar con toda normalidad, algún misterio hay que no hemos podido desvelar. Como siempre, la reina manifestó que todo había ido bien, sin embargo, estuvo una semana en la clínica y salió el mismo día del bautizo, y eso porque este no pudo retrasarse, ya que la madrina, la infanta Cristina, debía regresar a Roma para asistir a la boda de su sobrina Olimpia. Una enfermera indiscreta reveló que la estancia se había prolongado porque la princesa tenía fiebre. Cuando una periodista se lo preguntó al médico, este se limitó a contestar:

—Lo normal en estos casos.

En este punto la voz de esta biógrafa debe manifestarse.

El trabajo que he osado emprender se revela a partir de aquí más dificultoso que nunca. Incluso el prestigioso historiador Fernando González Doria, experto en biografías de las reinas de España, se resistió en su momento a trazar la vida de doña Sofía, ya que «los elogios, por justos que fueren, me incluirían en el reprobable grupo de los aduladores, y si señalo cualquier defecto entraría en el grupo, no menos reprobable, de los detractores».

Pero no es el tono la única dificultad con la que me tropiezo.

Porque estamos penetrando ahora en una época en la vida de doña Sofía casi pública. Si bien hasta su matrimonio y hasta que vino a vivir a España he tenido que reconstruir trabajosamente sus años de infancia y juventud, de los que tan pocos testimonios existen, a partir de ahora su vida ha dispuesto de luz y taquígrafos dando cuenta del más mínimo acontecimiento público, pero también privado. Contra lo que podría parecer, esta circunstancia, en lugar de favorecer mi trabajo, en realidad lo dificulta, ya que tanta claridad deslumbra e impide llevar a cabo una investigación rigurosa.

Durante muchos años hemos dado por ciertos hechos que quizás solo existieran en la imaginación de quien los redactó por primera vez, y que todos hemos repetido hasta convertirlos en auténticos, y otros acontecimientos importantes han permanecido tantos años deliberadamente ocultos, que ahora es muy difícil investigarlos y exponerlos a la atención de los lectores.

Hay muchas personas, demasiadas, incluidos los protagonistas, interesadas en tergiversar deliberadamente la historia, por distintas razones.

Yo he tenido varias veces, en mi vida periodística, delante a Carmen Martínez-Bordiú, de quien tanto he escrito. Le he comentado sucesos de su infancia o de su juventud y ella me ha contestado con expresión desorientada:

—No me acuerdo, ¿fue así? En realidad nunca lo he sabido…

Si tú lo dices… ¿Hay fotos, dices? Tal vez… Yo era muy joven…

Voy a dar un ejemplo que atañe, precisamente, a doña Sofía.

Ella misma ha sido categórica al declarar que en ningún momento resultó una preocupación el hecho de dar a luz a niñas en lugar de varones.

—Nunca lo pensamos…

Como en el caso de su noviazgo con Harald de Noruega, que también ha negado siempre pese a las evidencias, ha repetido hasta la saciedad esta afirmación:

—¿Niña? ¿Niño? ¡No nos importaba!

Analizándolo fríamente, ¿alguien puede creérselo? ¿Alguien puede pensar que una princesa real tan responsable como Sofía, que sabe que la tarea más importante de su vida es dar un heredero a su dinastía, va a hacer un comentario tan superficial y tan frívolo? ¿No le recordaba el tío Ali que esta era la única misión de los príncipes? Cuando las puntadas para afianzarse en el trono eran tan sutiles, tan difíciles, tan frágiles, ¿el hecho de no dar a luz a un varón no representaba una tragedia para el matrimonio? ¡Vamos, solo tenemos que recordar los ríos de tinta que corrieron en la España abanderada de los derechos de la mujer en la primera década del siglo xxi, durante el nacimiento de Leonor y Sofía, para dudar de la veracidad de la frase «que fueran niñas no nos preocupaba en absoluto»!

Apezarena[74], el biógrafo de don Felipe, afirma que la búsqueda de un varón se había convertido en una obsesión para Sofía, quien se lo confesaba a su ginecólogo, el doctor Mendizábal, después de haber estudiado la genealogía de la familia a la que ahora pertenecía:

—Debo tener un chico; los Borbones son muy escasos en hombres…

El periodista José Antonio Gurriarán[75] cuenta que durante su tercer embarazo:

—La princesa estaba muy preocupada por no poder dar a luz un niño… se encontraba mal… estaba muy nerviosa.

En una de sus visitas a Estoril, el periodista añade que «a las complicaciones propias de su estado» se juntaba que a Sofía le atormentaba la posibilidad de que este próximo hijo tampoco fuera varón.

Una noche Sofía y Juanito salieron a bailar con el matrimonio Arnoso, Maná y Nena, a la boîte Van Gogó, en Cascais.

Sofía estaba preocupada. Para que se distrajera, Maná la sacó a bailar y le preguntó qué le pasaba. Sofía contestó:

—Ya ves, tú y Nena, que no lo necesitáis y que os es igual que sea niño o niña, ¡ya tenéis dos niños! Y yo, que tanto lo necesito, tengo dos hijas y no sé qué va a pasar.

Maná le dijo:

—Seguro que el próximo será un niño.

Sofía insistió:

—Por las dificultades que he tenido en mis embarazos anteriores, quizás ya no pueda tener más niños, ¡probablemente será mi último hijo!

Esta conversación, que le fue transmitida a Gurriarán por el propio Arnoso, se contradice con la versión que la reina le dio a Pilar Urbano:

—Nos era igual tener niño o niña, además, yo tenía solo veintinueve años, creía que tendría más hijos… —Y también—: Mis embarazos fueron todos muy buenos.

De lo que se deduce que no siempre el propio biografiado es sincero en sus manifestaciones.

Y si se me permite emitir una opinión, la fama de mujer fría entre los españoles le viene dada a nuestra reina por su incapacidad a la hora de confesar sus debilidades. Creo que su falta de empatía, por usar una palabra que ahora está de moda, se hubiera paliado si en algún momento hubiera exclamado:

—Yo, durante mis embarazos, lo he pasado muy mal.

Y también:

—Tuve un noviazgo frustrado con un príncipe noruego que, naturalmente, me causó mucho dolor.

Asimismo:

—Mi vida ha sido muy dura y ha estado llena de acontecimientos fuera de lo común.

Y quizás:

—Mi matrimonio no ha sido ningún lecho de rosas.

Claro que para llegar a esta etapa de su vida, todavía faltaban algunos años. De momento Juanito se mantenía férreamente a su lado, no sé si anudado a ella por los lazos del cariño o por el miedo al ojo que todo lo veía, al oído que todo lo escuchaba, del todopoderoso Caudillo.

Cuando el médico, el mismo doctor Mendizábal de los dos partos anteriores, en la misma clínica Loreto, ahora ya remozada y perfumada casi como un centro californiano, le dijo al príncipe, que se había fumado en una mañana dos paquetes de cigarrillos, el 30 de enero de 1968:

—Ha sido un niño.

Don Juan Carlos, simplemente, se desmayó. Se cayó al suelo.

Después se abrazó a la reina Federica llorando, y a las enfermeras, y a los médicos y hasta a un hombre que también esperaba el nacimiento de su hijo y que pasaba por allí.

Sofía lloraba también cuando Juanito entró en la sala donde acababa de dar a luz, pero esta vez de alegría.

Si hubiera podido incorporarse, quizás habría hecho el antiguo saludo prusiano, inclinando la cabeza ante su rey:

—Servus!

O como los generales después de ganar batallas:

—Misión cumplida.

Porque había dado un heredero a la monarquía. Como dicen los historiadores medievalistas:

—Las reinas no hacen política, ¡hacen dinastía!

¿Y les era igual tener un niño que una niña?

Eufórico, Juanito llamó a El Pardo:

—Ha sido un machote, excelencia, como su padre.

Poca fe debían de tener don Juan y doña María de que el nuevo nieto fuera varón porque, poco antes de que Sofía saliera de cuentas, se habían embarcado para un lujoso crucero por el Caribe en el fabuloso buque italiano Eugenio C. Fueron con la infanta Cristina y su marido, Enrique Marone Cinzano. ¡No era ocasión de despreciar tamaña magnificencia! Porque el diminuto rey del Cinzano corría con todos los gastos, aunque él no parecía disfrutar mucho del viaje, tosía mucho, tenía mal color. Le quedaban tan solo ocho meses de vida.

Cuando estaban cerca de Cuba recibieron un cablegrama que les entregó el propio capitán. Debían ponerse en contacto de forma urgente con Madrid.

Desembarcaron en Miami y desde allí llamaron a su hijo. Había ruidos en la línea, y Juan entendió que había nacido otra niña.

Se le escapó un rotundo:

—¿Otra niña? ¡Joder! ¿Para esto me haces desembarcar?

Pero Juanito le repitió:

—No, papá, ¡un niño!, esta vez es un niño, ¡el heredero!

Juan debió de pensar: calma, calma, no nos saltemos el escalafón, ¡el heredero del heredero!

El bautizo sería ocho días después.

—Gangan va a ser la madrina, ¡queremos que el padrino seas tú!

Aunque Juan tenía la intención de hacerse el interesante, cogió el primer avión que salía para Lisboa. Pasaron por Estoril para recoger a Margot y se fueron los tres a Madrid a dar la bienvenida a la reina Victoria Eugenia, que pisaba por primera vez suelo español desde hacía treinta y siete años.

Eran los años que habían transcurrido desde que salió con un puñado de joyas en el bolso del Palacio Real, llevando a sus hijos, los unos enfermos, los otros asustados, rumbo a un exilio que solo se acabaría con su muerte. En las estaciones de tren los insultaban, y al final, la reina, con su tijerita de uñas, tuvo que raspar los escudos reales de las portezuelas.

El atroz recuerdo de la matanza de Ekaterinburg, ¡los bolcheviques asesinando a toda la familia imperial en los sótanos de la casa de Ipatiev!, se hunde en su corazón como una tenaza de hierro candente. Tiene miedo de este pueblo cruel que se divierte torturando animales en una plaza de toros y que gritaba por las calles, ella lo había oído muchas veces y al final se lo había hecho traducir: Viruta, viruta, la reina es una puta.

Sí, vuelve Ena a España. La reina guapa regresa al país que nunca la quiso.

La reina viajó en avión desde la Costa Azul, donde estaba invernando en el palacio del príncipe Pierre de Polignac, el padre de Rainiero. Iba con sus damas y llevaba abrigo de visón y perlas, porque, como le dijo al periodista Marino Gómez Santos[76], enviado especial del diario Pueblo:

—No me voy a poner brillantes para viajar.

Le enseñó también una pulsera de la que colgaba una cruz y le explicó al periodista:

—Me la regaló la reina Federica de Grecia cuando mi nieto se casó con Sofía.

La cruz llevaba una inscripción. ¿Por qué no pensar que ponía «In touta Niké», como la cruz que el soldado moribundo le entregó a Freddy cuando la vida de la prinzessin todavía estaba por inventarse?

Al sobrevolar Barcelona, el comandante ofreció una copa de champán. Brindaron. La reina, quizás emocionada, dijo sobriamente:

—Por España.

Doña Victoria Eugenia se alojó en el palacio de su ahijada Cayetana Alba, Liria; tres mil personas hicieron cola para poder visitarla.

Cuando se lo dijeron a Sofía, se sintió dolida. ¿Dónde habían estado estas tres mil personas durante los seis años largos que llevaban viviendo en España? Cuando le contaron que algunos lanzaron gritos de «viva Juan III», todavía le gustó menos. Más tarde[77] dijo con un punto de acritud:

—Había histerismo, excitación… No me gustó.

Durante la larga audiencia de doña Victoria Eugenia en Liria permanecieron a su lado Cayetana y su nieto Alfonso de Borbón Dampierre. A los oídos de la exreina, que lo sabía todo, había llegado el rumor de que Alfonso tonteaba con una nieta de Franco.

Y le preguntó:

—¿Es verdad, Alfonso? ¿Es aquella niña tan mona que me presentaste en el cine, en Lausana? Estaba estudiando en un internado.

¡Me pareció muy educada!

Alfonso sonrió misteriosamente.

Gangan también sonrió mientras jugueteaba con las perlas que llevaba en el cuello. Y es que la reina Victoria Eugenia tenía una idea fija: que los Borbones volvieran al trono de España. Si Juanito no servía por culpa de su padre, podía ser Alfonso, que si se casaba con la nieta de Franco se convertiría en un candidato imbatible.

Esta vez Juan había recibido permiso para alojarse en La Zarzuela, e incluso pudo pasear lentamente con su coche por delante del Palacio Real en el que vivió su familia hasta que la monarquía fue abolida en España, en el año 1931. Pudo ver la ventana de la habitación donde dormía con Gonzalín, prematuramente tronchado por la hemofilia. La misma enfermedad que cuatro años más tarde también se llevó al mayor, a Alfonsito. El único hermano varón que le quedaba, Jaime, el padre de Alfonso de Borbón Dampierre, vivía en París en una nube de alcohol y sordera, más cerca del otro mundo que de este. Juan se consideraba un superviviente; a veces se sentía cansado y le hubiera gustado coger su barco y perderse en el océano. ¡Pero tenía todavía tantas batallas por librar!

¡No podía regodearse en el pasado y los recuerdos!

Le dijo a Anson, que iba a su lado en el coche:

—Chiquito, ¡media vuelta!

Le preguntó a su hijo si eran ciertos los rumores de que Alfonso Segovia iba detrás de la nieta de Franco. Juanito casi se puso a llorar por la tensión que estaba pasando:

—No lo sé, papá, ¡pero tengo tan mala suerte que no me extrañaría! —Y luego, con un arranque de humor negro, exclamó—: Si dos tetas tiran más que dos carretas, ¡figúrate lo que tirarán seis tetas!

Juan también le pidió a su hijo con tono suplicante que los avergonzó a ambos:

—Arréglame una cita con Franco.

Juanito lo intentó, sin comentárselo a Sofía, pues sabía que no estaría de acuerdo. A su mujer no le parecía justo que Juan viniera a romper el difícil equilibrio en el que se mantenían ambos. El Caudillo se negó en redondo a recibir a «ese señor», como lo llamaba entonces, dejándose de altezas y otras zarandajas:

—Cuanto le tenía que decir, ya se lo he dicho a ese señor —contestó secamente, y Juan Carlos no se atrevió a insistir, porque cuando el Caudillo se ponía en ese plan, un escalofrío recorría la columna vertebral de su interlocutor. No olvidemos que en España estaba vigente la pena de muerte y Franco todavía la aplicaría, hasta el final de la dictadura, media docena de veces.

Los consejeros de Juan tacharon la actitud de Juanito y de Sofía de cobarde, lo que dolió especialmente a la princesa. Solo ella sabía el esfuerzo inmenso que tenían que hacer para ganarse milímetro a milímetro el cariño de Franco y de su mujer, mientras Juan estaba cómodamente instalado en Estoril, atendido por una corte de dieciocho nobles que se turnaban para servirle a él y a doña María.

Más tarde comentaría:

—Hasta me fiscalizaban las llamadas que hacía a Grecia, las Coca-Colas y los gastos de mis hijos.

No olvidará nunca las críticas del entorno de su suegro. «Me trataban de hereje y decían cosas horribles de mí», recordará años después todavía con rabia. Lo que más le dolía quizás era que difundieran la especie de que, a pesar de ser princesa, desconocía cómo portarse en sociedad, que era huraña y que no había sabido conectar con los viejos monárquicos de Estoril.

Sí, esos que querían que el rey fuera don Juan y no Juanito. ¿Y todavía se extrañaban?

Esos viejos monárquicos de Estoril que estaban acostumbrados a la actitud de doña María, tan parecida a la de los tres monitos del templo Toshungu, que ni ven, ni oyen, ni dicen.

Juan, que en los últimos tiempos de su vida achacaba en privado su marginación a su nuera, se lamentaba:

—María nunca se metió en nada, pero, ¡joder, Sofía! ¡Ella sí que tenía afición al cargo!

Hay que aclarar que según distintos testimonios, entre otros los de Carmen Díez de Rivera, que lo trató bastante, don Juan era uno de los hombres más machistas que había sobre la faz de la tierra.

El bautizo de Felipe, al que la prensa llamaba infante porque nadie sabía qué puesto ocupaba en la sucesión monárquica, tuvo lugar el 8 de febrero de 1968, y otra vez en el palacio de La Zarzuela, con el mismo traje de encajes que había llevado su padre en idéntica circunstancia pero en Roma. Fue la primera vez que Zarzuela se abrió a una auténtica recepción oficial, con trescientas personas que se situaron incómodamente en el salón y el comedor contiguo, con las puertas abiertas para hacerlos más amplios. La princesa no tenía a nadie que la ayudara y eso se notó. La organización adoleció de torpezas que los viejos monárquicos criticarían durante años. Tampoco le gustó a nadie la forma en que estaba decorada Zarzuela, «parece un catálogo de muebles de clase media».

Lo cierto es que Sofía no prestaba atención a los detalles domésticos y tampoco tenía un gusto estético demasiado refinado, excepto, quizás, para la música, sobre todo en comparación con la incultura cerril en este terreno de la que hacemos gala los españoles.

La nueva niñera de Felipe, a la que acababan de contratar, la inglesa Anne Bell, ayudó a colocar las sillas, que tuvieron que llevarse de una casa de alquiler.

A la reina Victoria Eugenia le llamó la atención lo pequeño que era el palacio, y dijo conmiserativamente:

—Es como un chalé.

Y también, a ella que era una gran gourmet, y cuya casa, la Vielle Fontaine, era uno de los lugares en los que mejor se comía de Europa, le sorprendió la frugalidad y la falta de imaginación de los menús.

A Sofía el tema de la comida tampoco le preocupaba en absoluto. No sabía cocinar, ¡no le gustaba comer! Cuando se le pregunta en alguna entrevista cuál es su plato favorito, se queda sin palabras y recurre al consabido gazpacho. Cuenta con naturalidad que la única vez que intentó cocinar, un soufflé, se le quemó, y también que el príncipe y ella cenaban en veinte minutos delante del televisor con una bandeja y que si les preguntaran después:

—¿Qué han comido?

No sabrían qué contestar. Para no complicarse la vida con los menús, dispuso que de primer plato siempre se pusiera sopa, quizás por consejo de doña Carmen, a quien el refinamiento culinario le parecía una muestra de decadencia e inmoralidad. Como decía el Caudillo:

—Donde esté un buen plato de caldo gallego…

«Los Juanitos», como los llamaban Franco y su mujer en la intimidad cuando hablaban de ellos[78], se les parecían más que sus propios hijos.

La recepción, como no pudo ser menos con tales mimbres, se desarrolló en un clima tenebroso en el que todos los invitados rezaban no por el bien de la criatura recién nacida, sino para que se acabara todo de una puñetera vez. La foto que ocupó al día siguiente la primera plana de los periódicos ABC y La Vanguardia nos presentaba a un grupo de personas apesadumbradas y tristes, más propias de una pintura negra de Goya que de una alegre celebración familiar. Juanito tenía los ojos inyectados en sangre y llorosos; doña María, la cara dramática de una tragedia griega; Franco, vestido de capitán general, ya estaba muy mermado por el Parkinson y presentaba ese rostro rígido e inexpresivo consecuencia de la fuerte medicación que tomaba; Juan, al que nadie dirigía la palabra, primero deambuló por el salón mirando con curiosidad las paredes, su hijo le había contado que todavía se veían algunos impactos de bala de la Guerra Civil, mientras iba haciendo tintinear los hielos de su vaso de whisky.

Vio una cara conocida, la del vicepresidente del Gobierno, almirante Carrero Blanco, y se acercó con la mano extendida:

—¿Cómo está, almirante?

Carrero lo miró fríamente y se negó a estrechársela. Y no porque fuera antimonárquico, que también lo era, sino porque, puestos a elegir, prefería a don Juanito.

Juan se quedó con la diestra extendida y una sonrisa de cartón piedra en el rostro, sin saber qué hacer. Al final se retiró a un rincón con el duque de Alburquerque y apenas intercambió palabra con su hijo. Doña Carmen se comportó con amable condescendencia; en esos momentos, la auténtica familia real de España era la suya propia, y los Juanitos estarían ahí solamente mientras a su marido le diera la gana.

Los marqueses de Villaverde, que acababan de llegar de Venecia, donde habían asistido a un baile en el Lido, hablaban entre ellos y con Alfonso de Borbón, que, con las manos en la espalda, una postura muy habitual en él, les preguntó por su hija Mari Carmen. La marquesa llevaba «casi» minifalda, la prenda que lucía en la calle la nueva mujer española, y un complicado moño que en Italia había puesto de moda Claudia Cardinale y que aquí había intentado copiar su peluquera Rosa Zabala. Ya sabía que su hija había rechazado a Alfonso porque lo encontraba demasiado mayor y demasiado aburrido, y se limitó a explicarle:

—Ahora quiere empezar a trabajar en Iberia, ya sabes lo que son estas chicas modernas, que quieren la independencia. ¡Si hasta se va a operar de la nariz!

—Esa niña es tonta del bote.

El marqués hablaba así de su propia hija, porque esta había empezado a salir con un chico que no le gustaba, Jaime Rivera, un apuesto jinete, en lugar de contentarse con ser princesa.

A Alfonso no le importaba. Sabía esperar y contaba con muy buenos aliados, tanto para su relación con Mari Carmen como para su lucha particular por el trono de España. Creía tener los mismos derechos que su primo para optar a él.

Entre el grupo de invitados estaban las dos hermanas de Juanito, unas grandes desconocidas. Los periódicos apenas las destacaban, incluso a veces confundían sus nombres; todos tenían órdenes de no dar demasiado realce a la familia del príncipe. Como en la boda de Atenas, don Juan apenas salió en las fotos y no se le identificó en los pies. Hubiera podido decir como entonces:

—Es el bautizo del hijo del huerfanito.

Margot y Pilar estaban con el exrey Simeón de Bulgaria y su mujer, Margarita Gómez-Acebo. En su casa precisamente había conocido Pilar a Luis Gómez-Acebo, el primo de Margarita, quien era, desde hacía menos de un año, su marido.

Sí, la difícil Pilar que no quería maquillarse, el «cardo borriquero», según su madre, se había casado porque se había enamorado perdidamente, como se enamoran los que solo caen una vez en la vida. Luis, un atractivo abogado, la conquistó tocando la guitarra y cantando: Solamente una vez amé en la vida.

Afirmación cierta en el caso de la infanta, aunque él, cuando empezó a salir con Pilar, tuvo que romper con su novia de toda la vida con la que estaba a punto de casarse, teniendo que devolver regalos y participaciones. Luis pertenecía a la doble aristocracia de la sangre y de la banca, aunque su título, vizconde, no era demasiado rimbombante. No era un partido muy bueno para una princesa real, pero su padre, que no oteaba ningún candidato mejor en el horizonte y que además quería mucho a Pilar, pensó que había tenido mucha suerte en encontrarlo y dio su autorización.

Pilar y Luis vivían en un pequeño piso en la calle Padilla que les había alquilado el bailarín Antonio y, aunque probablemente todavía no lo sabían, estaban esperando su primer hijo. Tenían muy poca relación con Sofía y con Juanito, lo que se achaca, quizás injustamente, a esa frialdad de la princesa griega. ¡Era más fácil y menos doloroso nombrar culpable oficial al extraño, al extranjero!

Sofía no asistía a las cenas informales de sus cuñados, pero tampoco iba a reuniones multitudinarias, ni a estrenos de postín, ni puestas de largo, ni bailes, ni funciones de teatro. No había olvidado el consejo de Franco:

—No me gustaría que se reprodujese el clima de frivolidad de la corte borbónica. ¡Cuantos menos contactos con la decadente aristocracia, mejor!

Siempre que podía, la princesa comentaba, sobre todo si estaba cerca de un posible micrófono o de un probable espía de Franco:

—No comprendo ese estilo de vida… Es muy vacío, yo no sería feliz así…

Luis, que era culto e inteligente y que estaba convencido de que podría servir de enlace entre sus cuñados y la sociedad madrileña, se sentía dolido y rechazado.

La hija de doña Pilar, Simoneta, lo tuvo muy claro desde pequeña:

—Mi madre es infanta, pero nosotros no somos nadie.

En medio de estas tensiones, en el bautizo de su nieto, Federica parecía extrañamente serena.

Y era la que tenía menos razones para estarlo, porque sufría uno de los periodos más tormentosos de su vida. «Mi fortaleza es el amor de mi pueblo», decía la divisa de los reyes de Grecia, pero Federica se había quedado sin divisa, porque se había quedado sin reino.

Todo empezó el día en que cumplió cincuenta años. Hundida en una severa depresión desde la muerte de Pablo, no quería celebrarlo, pero Sofía se presentó en Atenas con las dos niñas. Federica e Irene vivían en Psychico, mientras que Constantino y Ana María, embarazada de ocho meses y que ya tenía a su hija Alexía, vivían en Tatoi. En la casita de Psychico, en medio de los muebles tan familiares, incluso la mesa sobre la que había nacido, Sofía volvía a ser la basilisa. Se calzaba sus viejas botas de agua y salía a pasear por el jardín con sus hijas y con su madre, que les iba enseñando a sus nietas en griego el nombre de las flores y de los árboles:

—Este árbol se llama prinódendro…

Sofía traducía:

—Encina.

—Esto es un dafni…

—Laurel…

—Y estas flores tan bonitas, roz…

—Rosas.

Y Elena y Cristina gorgojeaban encantadas:

—Roz, roz…

Y Federica y Sofía se miraban riéndose por encima de sus cabecitas rubias, conmovidas por ese hilo de sangre que las prolongaba más allá de sus propias vidas.

Una noche, volviendo del cine, mientras Sofía se quitaba el abrigo, llamaron a la puerta, y ahí estaba un oficial correctamente vestido. Lo más sorprendente y terrorífico es que detrás vio unos tanques que apuntaban hacia la casa:

—El oficial me dijo: no se preocupe, estamos al lado del rey.

Los coroneles de ultraderecha acababan de dar un golpe de Estado.

Lentamente, los tanques, como enormes paquidermos prehistóricos, dieron media vuelta y se alejaron. Estuvieron toda la noche paseándose por Atenas, sembrando el pánico, ¿cómo no recordar los tanques del general Milans del Bosch que recorrerían Valencia catorce años después, también en un intento de golpe de Estado en cuyo epicentro se encontraba Sofía? Como dijo Marx, la historia se repite dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa. El caso de Sofía debe ser el único en que la historia se repite dos veces, pero siempre como tragedia.

Instintivamente, corrió a la habitación de sus hijas, que dormían con toda tranquilidad, sin enterarse de nada. Les arregló nerviosamente el embozo, las besó en la frente. Apenas protestaron entre sueños. Con el corazón palpitando a mil por hora, despertó a su madre, llamó a su hermano. Otra vez Sofía era protagonista de la historia y no un simple testigo, como le decía la tía María Bonaparte: «Vale más vivir la historia que luego estudiarla en los libros».

Pero una vida no tiene por qué ser constantemente extraordinaria, y Sofía creía que su cuota de prodigios ya estaba cumplida.

Todavía faltaban unos cuantos.

Tenía miedo. Como cuando oía caer las bombas en Egipto, como cuando las ratas corrían por su casa en Sudáfrica, como cuando la insultaban en Londres o en Madrid, volvía a ser una niña asustada. Pero Sofía ya no era una niña, era una princesa adulta, madre de dos hijos, y que pertenecía ya a otro país y a otro futuro, y por eso Federica la abrazó, pero en lugar de cantarle beee beee black sheep, le recomendó mientras le acariciaba el pelo:

—Vete tranquila a España, te espera un avión en el aeropuerto para sacarte del país, no te preocupes por nosotros, con el ejército a nuestro lado no debemos temer nada. Tino ha decidido colaborar y ha tomado juramento a la junta militar.

Sofía se sobrepuso de su abatimiento para protestar débilmente:

—Mamá, ¿colaborar en un golpe de Estado? Papá no lo aprobaría.

Federica la abrazó con fuerza y por encima de su hombro, con los ojos extrañamente despiertos y brillantes, seguramente tenía fiebre, le espetó con un tono en el que se vislumbraba la desesperación:

—¿Y qué quieres? ¿Que los griegos se maten otra vez los unos a los otros? ¡En este país ya ha corrido demasiada sangre!

La prensa europea sacó en grandes titulares: «El rey de Grecia es un pelele en manos de los militares golpistas». ¡Lo mismo que decían de Juanito y de Sofía!: «Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia son unos peleles en manos de Franco».

Algunos periodistas, como Garriga, intentaron definir a los príncipes con más precisión: «O son peleles o son rehenes, pero las dos cosas no pueden ser».

Al cabo de pocos meses, quizás Pablo le dijo a Federica en esas conversaciones de ultratumba que mantenían por la noche:

—Nuestra sangre no puede mancharse con esta ignominia, recuerda que nuestra fuerza es el amor de nuestro pueblo, representado en la Constitución.

El caso es que el pobre Tino reaccionó tarde y mal. Intentó un contragolpe, confiando en militares demócratas pero débiles que fueron detenidos de inmediato, y se quedó sin apoyos; las potencias occidentales lo dejaron solo y, obligado por la junta militar a la que quería derrocar, tuvo que irse al exilio, la madrugada del 14 de diciembre de 1967.

Nunca se borraría de la mente de Tino esa noche aciaga en que salieron él, su mujer, sus dos hijos, Alexía y Pablo, su madre, Federica, y su hermana Irene en un viejo avión con destino a Roma, sin dinero, tan solo con la ropa que llevaban puesta, él vestido de militar, con la gorra de plato encasquetada hasta las cejas, Ana María, con sus ojos inmensos y asustados de joven corza herida, Federica con profundas ojeras y un extraño jersey de rombos, ¡todos temiendo por su vida! Ese recuerdo, repito, todavía no se ha borrado de la mente del hermano de nuestra reina y, probablemente, no se le olvidará mientras viva, porque allí inició la cuesta abajo de su existencia. Me contaba un asiduo de Zarzuela, que tan solo dos meses antes de escribir este capítulo del libro, almorzó con el exrey de Grecia:

—En los postres, apurando nuestras copas, con la mirada vidriosa clavada en el mantel donde con el tenedor iba trazando rayas paralelas, gemía: la culpa de todo la tuvo el embajador norteamericano, ¡me prometió que me auxiliaría y me dejó completamente solo!

Sofía, embarazada de ocho meses, desoyendo el consejo de su médico, arriesgándose a perder esa criatura que tal vez sería la última, y tal vez sería niño, corrió a Roma a llevarle a su familia ropa, dinero, juguetes de sus hijas para sus sobrinos…

Juanito, cuando ya estaba a punto de partir, le dijo, dubitativo:

—Sí, comprendo que quieras ir, pero pide consejo a Franco… permiso, quiero decir.

Con su sangre prusiana puesta en pie como un solo hombre, llevando ella misma una maleta, Sofía le contestó secamente:

—Nadie va a prohibirme socorrer a mi madre.

Y en uno de sus raros arrebatos de indignación, se acercó a su marido y levantó el índice amenazante delante de él:

—Nadie, Juanito. ¡Nadie!

El general Armada, que presenció la escena desde la puerta, le hizo un gesto al príncipe, que terminó dando un paso atrás y levantando las manos en señal de rendición:

—Vale, vale. Si a mí también me parece bien que vayas.

No se atrevió a decir «yo también lo haría», porque nadie podía imaginar que, si don Juan necesitara ayuda, lo llamara a él para que le socorriese.

En el último momento, él, que no estaba sobrado de ropa, añadió al equipaje dos trajes con camisas y corbatas para su cuñado.

A Sofía le impresionó ver a los suyos en la Embajada de Grecia en Roma, ya con la marca del exilio que ella conocía tan bien, ateridos de frío, temblorosos, pálidos, abrazados para darse seguridad y calor los unos a los otros, tapando a los niños con el abrigo de visón de Ana María.

La voz de su hermano se había puesto extrañamente chillona, parecía la voz de una mujer.

Federica, serena, vestida de negro, le dijo:

—Sabía que vendrías sin necesidad de llamarte.

Sofía, que no había pronunciado palabra, cayó de rodillas delante de su madre, hundió la cabeza en su regazo y se echó a llorar.

Muy bajito, Federica le preguntó:

—¿Lloras por Grecia, Sofía?

Y la basilisa movía la cabeza y negó con ferocidad:

—¿Por Grecia? ¡No!

Y después, tan quedamente que solo la oyó su madre, dijo:

—Lloro por papá.

En el bautizo de Felipe en el palacio de La Zarzuela hacía cincuenta y cuatro días que Federica había salido de Grecia para siempre. No volvería a ver la luz de su país, ni el mar de Ulises. Sus pies, tan pequeños que podía intercambiar los zapatos con sus hijas cuando eran niñas, no volverían a pisar los polvorientos caminos de Salónica, ni volvería a estirarse debajo de las higueras bebiendo retsina mientras se iba adormeciendo con el monótono canto de las cigarras. No habría más salvas para los herederos desde el monte Lycabetos, ni más sirtakis encima de las mesas de la Platka, ni volverían a romper platos contra el suelo al ritmo enloquecedor de las cítaras, que, desde entonces, no podrían escuchar sin que se les cayeran las lágrimas.

No protestaba. Se resignó. El dolor más grande fue la muerte de Pablo. Después, todos los golpes fueron soportables. Solo le pidió un deseo a Tino, a Sofía y a Irene. Juntó las manos de los tres y las cubrió con la suya, en la que llevaba únicamente su aro de boda. Sus hijos la sentían temblar. Les pidió:

—Cuando muera, llevadme allí, a Tatoi, con papá.

Pero ahora estamos en el bautizo del primogénito del primogénito, un hecho venturoso para la monarquía española. Y Federica se ha quitado parcialmente el luto y va vestida de gris y negro.

Oye que comentan a su lado:

—La princesa Sofía siempre está tranquila. Nadie diría que es griega.

Solo Federica sabe el esfuerzo que ha tenido que hacer su hija para olvidar los tanques apuntando a la casita de Psychico y la destrucción de todo lo que a su padre le había costado tanto construir. La ha cogido minutos antes de la ceremonia y le ha dicho:

—Aquello es el pasado, y en último término es a Tino a quien le corresponde resolver el problema. Tu futuro está aquí, entre estas personas.

Siéntete española, hija mía, lucha como yo te he enseñado y como solo tú sabes hacerlo.

Federica la observa durante toda la ceremonia con atención.

Solo ella adivina que debajo de la sonrisa congelada de Sofía existe la firme determinación de no dar un paso en falso, caiga quien caiga. En este campo de batalla en que se ha convertido el bautizo de Felipe y su vida entera, Federica también le ha aconsejado:

—Mira, Sofía, el que tiene el poder es Franco… él tiene que notar que estás a su lado y no al lado de Juan… Juan es un pobre hombre, un perdedor, ¡hasta tu marido se ha dado cuenta!

Sofía lleva un conjunto de vestido y abrigo de color malva que cubre púdicamente sus rodillas, obra de Elio Berhanyer, con el broche «actinia» que le regaló Franco por su boda en la solapa, y lo cierto es que habla más con doña Carmen que con sus suegros.

Juan, que ha aprendido a detectar todos los desaires, también se da cuenta y comenta con algo de melancolía:

—Se veía venir desde la boda… Juanito se está alejando de mí… Todo es cosa del sargento prusiano…

También Federica, para servir a la causa de su hija y a pesar de los días terribles que está pasando, intenta hablar distendidamente con Franco y con su mujer. Ahora vive en una casita alquilada en la via Apia romana con Irene, mientras Tino y Ana María se han ido a vivir a Dinamarca, a casa de sus suegros. Pero todos los meses, Sofía retira de su escaso presupuesto una cantidad para ayudar a su madre, ¡sin lo que les da Sofía, madre e hija no podrían ni comer! También les ha ofrecido un apartamento dentro de Zarzuela; es lo único que no le ha consultado ni a Franco ni a su marido, lo que da medida del amor que le tenía a su madre y de su sentido de la lealtad. Se limita a comentarle al príncipe:

—Juanito, le he preparado a mamá y a Irene unas habitaciones en el primer piso.

Ella misma las había amueblado. Aquí sí había puesto iconos y platería balcánica y alfombras turcas. ¿No se lo había dicho su padre, cuida de la prinzessin? Encendía una vela y le parecía que el espíritu del rey Pablo se manifestaba en la llamita vacilante y, sin decírselo a nadie, sin confesárselo ni a ella misma, se sentía como en casa.

Federica no se lo ha agradecido, ¡no hace falta! Solo la ha mirado con esa complicidad que tienen los espíritus que han padecido juntos, y con un guiño imperceptible para todos excepto para Sofía, se ha lanzado a alabar a Franco de una forma tan desmedida que hubiera hecho enrojecer hasta a las venerables piedras del Partenón.

—Mi general, Papagos, el que fue nuestro primer ministro, siempre decía que gracias a usted los españoles podían llevar la cabeza muy alta, por su bravura y su caballerosidad. ¡Alguien así necesitaríamos en Grecia!

Claro está que Franco apenas entiende esta parrafada, ya que Freddy habla una mezcla de griego, alemán e italiano que resulta ininteligible para casi todo el mundo menos para su hija.

A pesar de la barrera del idioma, ha conseguido hacerse amiga de Franco ¡y de doña Carmen!, ha concurrido incluso a las aburridas meriendas —el té es cosa de extranjeros y masones— que doña Carmen organiza con sus amigas, Ramona de Nieto Antúnez, la mujer del capitán ultraconservador Urcelay, Pura Huétor o Carmen Pichot de Carrero Blanco, que ha olvidado sus veleidades matrimoniales gracias a un sacerdote muy persuasivo. Aunque lo más persuasivo había sido la amenaza sin palabras de su excelencia a su marido: si no arreglaba su situación matrimonial, le quitaba la cartera de ministro.

Carmen Pichot[79], que es muy aficionada al teatro, suspira mientras se mete un picatoste en la boca:

—Al teatro no puedes ir, porque salen muchachas semidesnudas.

—¡Pero si hasta nuestra Carmen Sevilla me han contado que sale sin ropa en las películas que rueda en el extranjero!

—¡Jesús! ¡Carmen Sevilla! ¡Pero Aurora Bautista, no!

—No, Aurora Bautista, no.

Porque Aurora Bautista ha hecho de Juana la Loca y de Agustina de Aragón en el cine, y hasta allí podríamos llegar.

Con fruición apuran su segunda taza de chocolate.

Sí, Federica de Grecia, aquella reina que tuvo poder absoluto.

¡La nieta del káiser! Aquella delante de la cual se cuadraban los generales, las multitudes se levantaban a su paso y la llamaban:

—Mitera!

Que departía con obispos y santones, pero que también había conocido el exilio, dos veces, las bombas, el dolor asesino de la pérdida del ser humano al que más quería, aquella persona inteligente que asombraba a los científicos norteamericanos con sus conocimientos de bioquímica y de física, ¡que había ocupado, no lo olvidemos, incluso la portada de la revista Time!, finge horrorizarse con las modernidades obscenas que a España trae el turismo, mientras intenta tragar aquella pasta marrón llamada «churro» que para ella es como cartón machacado:

—¡Y qué me dicen de la minifalda! ¡Luego se quejan por lo que pasa!

—¡Y si no pasan más cosas es porque los jóvenes, por culpa de la droga y las canciones modernas, se han vuelto maricas y degenerados!

Por no hablar del follón que arman esos estudiantes manifestándose por una guerra que transcurre en un país tan lejano como Vietnam y que debería importarles un pepino, ¡seguro que en Vietnam no tienen ni idea de dónde está España! ¡Que se manifiesten los vietnamitas para protestar porque Europa no nos deja entrar en el Mercado Común cuando nuestra renta per cápita ya da gloria verla!

Y doña Carmen, que solo ha tenido una hija, suspira:

—Y esas muchachas que quieren, sí… no me atrevo ni a decir la palabra —se persigna—, ¡abortar!

Todas se apresuran a persignarse, lo cual resulta bastante difícil cuando se tiene una taza con medio litro de chocolate en una mano y en la otra un churro de considerable grosor.

Aún alguna se refiere a esos curas que en lugar de rezar se van a los barrios obreros, no a hacer caridad, sino la revolución, pero ya nadie le hace caso porque doña Carmen está enseñándoles su última adquisición, un collar que puede convertirse en tiara o en pulsera:

—Me lo ha regalado la Diputación de Barcelona… No son tan tacaños como dicen los catalanes…

Y Camilo Alonso Vega, al que por algo llaman Camulo y que entra en ese momento, lanza una risotada:

—¡Sí, su único defecto es que son catalanes!

Pero seguimos estando en el bautizo de Felipe en La Zarzuela.

La calefacción está puesta a todo meter y el calor es sofocante, a pesar de que la noche es muy fría y los jardines de Zarzuela están blancos de escarcha. Federica le tiende a su hija una estola de visón, aborda con determinación al Caudillo sintiendo sobre su espalda los ojos furibundos de Juan y le espeta una frase aprendida de memoria marcando mucho las erres:

—Mi general, me gustaría mucho que me contara algún hecho de guerra.

Aquí deja caer los párpados, ¡cuando quiere, sigue siendo una sirena! Ahora pone hoyuelos, ¡si quisiera, que no quiere, ninguna mujer, aún hoy, podría hacerle sombra!

Pero doña Carmen está al quite y le dice a su marido:

—Francisco, cuéntale a la reina lo de Alhucemas.

Y Franco se embarca en una larga disquisición con su cargante voz que Arriba describe como «viril campana hermenéutica» consiguiendo adormecer hasta a Federica, lo cual tiene su mérito, pues desde que murió Pablo sufre de insomnio crónico. Doña Carmen cruza una mirada retadora con Federica, ¡es una señorita asturiana y no ha sido reina de ningún sitio, pero a la hora de defender su estabilidad conyugal a ella nadie se la da con queso!

Franco, al saludar a doña Victoria Eugenia, se echa a llorar. La reina le dice:

—Mi general, estamos los dos ya muy viejecitos.

Franco se rehace inmediatamente y se pone a disertar sin venir a cuento y con tono monótono sobre los peligros de esas jovencitas que viajan al extranjero para dedicarse al servicio doméstico.

Como la única señorita dedicada al servicio doméstico en el extranjero, la nueva niñera, Ann Bell, no habla castellano, nadie puede aprovechar tan interesantes advertencias.

Después de la ceremonia, Sofía los hace pasar a una salita privada para que conversen, y aquí, al parecer, la reina, mirando al neófito, le dijo a Franco:

—Excelencia, ahora ya tiene a tres, escoja.

A favor de que dijo esta frase se decantan López Rodó, Víctor Salmador, Jesús Pabón, miembro del consejo privado de don Juan, Preston, Federico Silva, Ricardo de la Cierva y Alonso Vega, quienes arguyen que la reina, llevada por el ansia de ver sentado a un descendiente suyo en el trono, fue capaz incluso de esta falta de politesse. En contra se pronuncian el dilecto primo Franco Salgado Araújo, el historiador Ricardo Mateos, el irrefutable Luis María Anson y la misma reina doña Sofía, quienes afirman que una señora tan elegante como la reina nunca descendería a hacer este tipo de comentarios. Lo que sí le dijo la reina a Franco, según cuenta Anson en su libro sobre don Juan, fue:

—Como todo el mundo hablaba de mi predilección por Alfonso, le dije que encontraba a Juanito cada vez más maduro y preparado.

¡Ni una palabra del pobre Juan! ¡Hasta su propia madre lo había arrumbado al desván de los trastos inservibles!

Doña Victoria Eugenia regresó, al cabo de tres días, a Niza acompañada por su nieto Alfonso de Borbón.

Poco tiempo después le concedió una entrevista al periodista Jaime Peñafiel y le dijo:

—Querido Jaime, no tenía que haber vuelto nunca a España.

Y también:

—Desengáñese, Peñafiel, los españoles son muy malos maridos, y aunque se casen enamorados, enseguida son infieles.

Doña Victoria Eugenia murió un año después sin haber regresado al país donde había sido reina. Tenía ochenta y dos años. Paseando con su teckel Toni por el jardín del palacio del padre de Rainiero, se cayó y se dio un golpe en la cabeza. Grace la llevó al hospital y la cuidó con tierna solicitud. Le leía cuentos, pero Gangan le comentó a Sofía:

—La pobre lo hace fatal, porque tiene una voz muy aburrida.

Regresó a Lausana, tardó tres semanas en morir y entró en coma tres veces. Alfonso cuenta[80] de su querida Gangan que «pasé mucho tiempo a su cabecera y estuve con ella en sus últimos momentos, me pedía que le diera masaje en las piernas y en los pies, porque le hacían sufrir mucho. La última frase que me dirigió, en inglés, quedó profundamente grabada en mi corazón:

»—Alfonso, darling, I love you too much!».

Cuando ya agonizaba, quiso tener junto a ella las fotos de sus desdichados hijos Alfonso y Gonzalo, y así se fue, abrazada a ellos, las tres almas ya juntas para siempre.

Juan Carlos y Alfonso llevaron a hombros el féretro de su abuela, que fue enterrada en el cementerio de Bois de Vaux de Lausana.

En el momento de encabezar el cortejo, hubo un forcejeo entre los dos hijos de la reina muerta, Jaime y Juan, por ver quién lo presidía.

Carlota, «la duquesa de Segovia», según la prensa, que estaba presente y a quien nadie dirigió la palabra, intentó a empujones que su marido encabezase el desfile, pero las infantas Beatriz y Crista lo convencieron para que dejara la preeminencia al conde de Barcelona. Sofía, totalmente vestida de negro, al lado de Juanito, tuvo que aguantar que en la iglesia los sentaran en el mismo nivel que a Alfonso.

Federica le dijo:

—No tenías que haberlo consentido.

Pero ahí sí que Juanito se cuadró y dijo secamente:

—Tía Freddy, es nieto lo mismo que yo, y como nieto tenía el mismo derecho.

Juanito y su padre no se dirigieron la palabra en ese entierro preñado de tormenta que echaba el telón sobre una época y daba paso a otra cuyo desarrollo y final no dejaba de ser un misterio.

Ya en el hotel Royal, la situación estalló en mil pedazos. Sin el muro de contención de su madre, fuera de España y de la autoridad del Caudillo, empujado por los miembros de su consejo privado[81], como Areilza, quien, como un Yago de Portugalete, mascullaba en el oído de Juan, tan altamente inflamable: «¡No podemos fiarnos de ese niñato!», el padre se enfrentó al hijo como en una tragedia de Shakespeare y con voz indignada y un tono tan alto que la princesa Sofía, que esperaba en la habitación contigua, casi se puso a llorar, le dijo:

—¿Qué pretendes? ¿Quieres saltarte la continuidad dinástica?

¡Recuerda que yo estoy antes que tú!

Aunque Juanito no alzó la voz, su tono se mantuvo firme:

—Papá, si estoy allí, tengo que aceptar lo que hay.

Y Juan siguió vociferando de tal manera que Sofía se puso a hacer apresuradamente la maleta:

—Sí, estás en España, ¡pero no para suplantarme a mí! ¡Coño y mil veces coño!

Juanito salió del saloncito, fue donde estaba Sofía, y sin intercambiar palabra, salieron del hotel rumbo al aeropuerto. Sofía intentó alguna caricia, y al final se limitó a apretarle fuertemente el brazo.

Franco los recibió en cuanto llegaron a Madrid. Sofía ahora ya iba a El Pardo casi más a menudo que su marido. Y también que la hija de Franco.

La marquesa de Villaverde estaba continuamente de viaje, su vida social era frenética, y en ocasiones Franco[82] preguntaba:

—¿No ha vuelto mi hija de su safari?

—Sí, excelencia, regresó ayer.

Y el Caudillo comentaba con tristeza de su Nenuca:

—¡Y todavía no ha tenido tiempo de venir a ver a su padre!

Para Sofía, sin embargo, Franco y su mujer estaban siempre en el primer lugar de sus intereses y ellos lo sabían.

Muchas veces la princesa iba acompañada de su madre y también de sus hijos, que se habían hecho «amigos» de los nietos pequeños del Caudillo, Arancha y Jaime. Yo imagino que esta amistad fue propiciada por la princesa a instancias de Freddy, ¡no había que dejar ningún cabo suelto, y en una situación de guerra, todas las tretas podían usarse, como ya había enseñado Maquiavelo cinco siglos atrás!

Sofía algún día se quedaba a comer. Los platos eran tan frugales como en La Zarzuela, y la conversación tediosa, como me contaba Pilar Jaraiz Franco, la sobrina del Caudillo, años después:

—Nos sentábamos a la mesa, el confesor de mi tío, el padre Bulart, bendecía la mesa, y entonces comíamos en silencio, todo se consideraba indiscreto. A veces mi madre intentaba llevar las críticas de la calle y mi tía Carmina protestaba: «Pero tú, ¿con quién te juntas, Pilar? Los españoles quieren al Caudillo, a saber con quién vas, por Dios». Una vez coincidí con la princesa, que había ido a enseñarle a mi tía una joya que había vuelto a montar… no abrió la boca… eran comidas aburridísimas, la verdad.

El clima de las audiencias seguía siendo muy protocolario. Si bien a la Señora podían visitarla libremente, para entrevistarse con el Caudillo debían esperar a que este les llamara, y muchas veces permanecían en el vestíbulo hasta que terminaba la audiencia anterior.

Entonces, la mujer de Huétor de Santillán, Pura, que hacía las veces de dama de honor de la Generalísima, iba a buscar a la princesa:

—Dice la Señora que si quiere Vuestra Alteza pasar a verla.

Franco, mientras, hacía entrar al príncipe. Como un padre airado, quizás incluso algo celoso del «otro» padre, le recriminaba la postura de don Juan en el entierro de Lausana. Juanito intentaba disculparlo. Franco lo interrumpió:

—No comprendo la actitud de vuestro padre, alteza… No os involucréis en sus querellas…

Y Juanito contestó, demostrando que ni era tan niñato ni tan tonto como creían los consejeros de don Juan:

—No se preocupe, mi general, yo he aprendido mucho de su galleguismo…

Franco, Juanito y Sofía, que entraba en aquel momento, se echaron a reír con cierto aire conspirativo.

La reina Victoria Eugenia, en su testamento, no mencionaba ni a Juanito ni a Sofía, ni les dejaba nada, ni a ellos ni a ninguno de los nietos.

Se refería únicamente a su hijo Juan: «Encarezco a mi hijo don Juan que si la providencia le otorgase la posesión efectiva de la Corona de España, entregue su vida y desvelos a procurar a su pueblo el mayor bien posible». Le dejaba también las joyas tradicionalmente vinculadas a la Corona, como la tiara de las flores de lis, la perla que llaman La Peregrina (la auténtica está en poder de los herederos de Elizabeth Taylor), el collar de chatones más grandes, algunas pulseras de brillantes y varios collares de perlas gruesas.

El reparto de los bienes dio lugar a largos procesos y componendas. Uno de los albaceas, Larraz, llegó a dimitir, se contrató incluso un agente de seguridad extra para que protegiese la caja donde se guardaban las joyas por temor a que alguien la forzase[83].

Al final se llegó a un reparto más o menos equitativo entre los hijos gracias a la habilidad de Luis Martínez de Irujo, el duque de Alba. Si bien Jaime, el hermano sordomudo, siempre se quejó de que su parte era la menor, aunque su mujer, Carlota, en muchas ocasiones lució joyas importantes que, según contaban las revistas, «habían pertenecido a la Corona de España».

Cuando años después murió Jaime, Carlota se quejó de que «la familia» (se supone que los hijos) había ido a su casa en tan dolorosos momentos para arrebatarle las joyas que le había regalado su marido, incluso arrancando los broches de los abrigos donde estaban prendidos.

Muchas de las alhajas fueron subastadas y vendidas en secreto —se consideraban bienes particulares— y aún ahora, las grandes casas de subastas sacan piezas que han pertenecido a doña Victoria Eugenia.

Doña María guardó las joyas para sí, de momento. Porque entonces todavía eran ellos los llamados a ocupar el trono de España, aunque en el fondo ella, que era bastante realista, quizás ya no se hacía ilusiones.

Y es que aunque Juan Carlos y Sofía tenían ya tres niños, gozaban del cariño de Franco y de su mujer, que, según cuentan, cuando estaban en algún acto, le preguntaba soñadora a su marido:

—¿Qué estarán haciendo ahora los Juanitos?

Seguían estando en el filo de la navaja, porque nada había acordado oficialmente. Sofía quería remodelar el jardín y hacer obras en la casa, ¡las dos infantas tenían que dormir juntas y el cuarto de juegos era pequeño! Le presentaron tres presupuestos y escogió el más ajustado. Pero, cuando le dijeron que las obras tardarían casi un año en realizarse, le comentó al arquitecto:

—Pues no, porque no creo que estemos aquí para entonces.

¿Era sincero este tan publicitado comentario?

Déjenme que les diga que Sofía sabía que esta observación llegaría a El Pardo y que quizás consideraba que es una forma sutil de ejercer presión sobre el Caudillo para que por fin nombrara heredero a su marido.

Pedro Sainz Rodríguez habló con ella para que Juanito llevara chaleco antibalas:

—Alteza, dígale usted al príncipe que no salga sin protección de casa, que lleve siempre el chaleco, ¡no nos vayan a joder vivos a todos!

Porque podía ocurrir un atentado:

—De los alfonsinos, de los carlistas, de los falangistas…

No podían hablar libremente ni en su propia casa, erizada de micrófonos y escuchas[84]. ¡Hasta encontraron un aparatito de esos debajo de la cama matrimonial! ¡Sofía se moría de rabia al pensar que unos brutales desconocidos habían estado escuchando sus suspiros de amor, escasos o abundantes, nunca lo sabremos, y la frecuencia de sus relaciones! Para una persona tan púdica como ella debió de ser tremendo ver su intimidad violada de tal forma, y sin poder protestar.

Recordemos que en esa época todavía compartían habitación y hasta lecho matrimonial.

Hasta para el comentario más inocuo, debían ir al jardín. Sofía le hacía señas a su marido, salían y le preguntaba por ejemplo:

—En el Ministerio de Asuntos Exteriores, ¿a quién han puesto?

—A Castiella. Ya sabes, todo el día con la matraca de Gibraltar.

Y así Sofía podía dar rienda suelta a las escasas muestras de humor que la situación le permitía:

—Entonces que le cambien el nombre al ministerio y en lugar de Asuntos Exteriores que lo llamen «del asunto exterior».

Los dos se reían tanto que se les saltaban las lágrimas.

Pero quien más sufría con esta situación era Juanito, mejor dicho, era el único que sufría, porque Sofía estaba con el hombre que quería, con sus tres hijos y con una esperanza bastante razonable de llegar a ocupar un día el trono de España. Pero Juanito, ¡tenía solo veintinueve años y la sangre caliente de todos los Borbones! Apenas veía a los amigos de su edad, no conocía ninguna sala de fiestas de Madrid, no podía ir al cine, ni a restaurantes, ni de tapas, ni salir libremente a la calle. Estaba rodeado de personas mayores que ejercían el papel de padres o, peor aún, de abuelos. No trató de rebelarse, pero, aun así, el general Armada[85], a sugerencia de Franco, elaboró un código de conducta muy poco conocido, pero que debió representar para el príncipe una especie de Inquisición particular, hecha a medida para sus presuntas debilidades.

Junto a recomendaciones un tanto absurdas, como «no contar chistes», «no hablar mal de nadie», «no aceptar regalos», «no dejarse dominar» (supongo que por su padre, ya que Franco era un «jefe» tiránico no solamente para su país, sino también para él), «hacer ejercicio físico», «nunca perder el tiempo inútilmente», destacan para mí las más importantes y que debieron caer como pesadas gotas de cera en el corazón tierno y vulnerable de ese príncipe tan generoso en sus afectos: «ser profundamente religioso», «huir de la frivolidad», «no tener amigos particulares», «no ser caprichoso» y, sobre todo, «presumir de una vida personal impecable, que la princesa y los hijos sean la principal ocupación fuera del trabajo… mantener la familia en su puesto…». Fue un decálogo que duró hasta la muerte de Franco, en 1975.

¡Me aventuro a decir que aún ahora don Juan Carlos todavía tiene pesadillas cuando lo recuerda!

Aunque seguro que la reina lo echa de menos a menudo.

Puedo afirmar que si, a estas alturas de la vida de mi biografiada, uno se pregunta cuánto tiempo duró la tranquilidad conyugal de nuestra reina, la respuesta está muy clara: en tanto duró este compromiso de conducta, es decir, hasta la muerte de Franco, en 1975.

Porque no se trataba de sugerencias, sino de obligaciones que tenían que cumplirse. La desobediencia tenía un castigo duro e irreversible: como decía Sainz Rodríguez, una patada en el culo rumbo a Estoril. Adiós, Juanito. Hola, Alfonso.

Menos mal que de vez en cuando, previa autorización, viajaban al extranjero y Juanito podía relajarse. En el verano de 1966

su prima Ana Sandra Marone dio una fiesta en su casa de Rapallo para su puesta de largo. Acudió un grupo de personas de Barcelona, quienes me cuentan ahora sus recuerdos de aquel baile. Primero, una curiosidad:

—Si don Juanito iba a una fiesta en la que estaba su hermana Margot, lo primero que hacía era buscar un chevalier servant para ella con la misión de no perderla de vista. Tenía mucho miedo de que, siendo ciega, algún desalmado se aprovechara de Margot, a la que quería mucho. ¡Es como si Alfonsito, cuando se murió, se la hubiera encomendado!

Después, en aquella húmeda y sensual noche mediterránea en la que los cuerpos parecían anudarse los unos a los otros, lejos de la vigilancia de Franco, Juanito, aquel hombre obligado en España a la vida modesta y discreta de un monje cartujo, podía mostrarse como realmente era: fascinante, atractivo, el perfecto latino, el príncipe encantador capaz de conquistar todos los reinos y a todas las mujeres:

—Recuerdo como si fuera ayer que al principio de la fiesta Sofía intentaba cogerse de su brazo, pero él se desasía, primero con disimulo, pero después ya protestando. ¡Sofi, déjame, sabes que no me gusta que te cuelgues, que hace calor!

Sofía iba con un traje de gasa de color malva con lunares blancos de Pedro Rodríguez, los rubíes de Niarchos y un chal sobre los hombros.

Juanito, cuando casi todos los hombres llevaban esmoquin blanco, lucía chaqueta negra, quizás el presupuesto no daba para más. Bromeaba, se reía:

—Incluso en un momento dado se puso a cantar cogiendo una copa como si fuera un micrófono: Chi non lavora non fa l’amore.

Que, interpretada por Adriano Celentano, ese verano sonaba en todas las fiestas.

Sofía estaba con sus hermanos y su cuñada. Irene se puso a hablar con el hermano pequeño de Alfonso de Borbón, Gonzalo, un atolondrado vividor que no había terminado ninguna carrera y que se dedicaba a negocios de exportación e importación entre España e Italia. No existe nadie más distinto que el inmaduro Gonzalo y la peculiar Irene, pero a pesar de todo bailaron un twist.

Al final, Juanito se dirigió lentamente hasta Paola Ruffo de Calabria, la mujer de Alberto de Bélgica, y la sacó a bailar:

—Nos pareció lo natural, el más guapo de la fiesta con la más guapa… Paola llevaba una trenza rubia que le llegaba hasta la cintura, más que morena era dorada, todo en ella era de oro, hasta las pestañas, lo que le daba un aspecto increíblemente sexy. Como una sirena, ¡más espectacular que una artista de cine! Él le estaría contando tonterías, porque ella se reía mucho. Cuando amanecía los vi descalzos, sentados en el césped, fumando y tomando la última copa… El príncipe Alberto hablaba con otras invitadas y la princesa Sofía había desaparecido.

Era la hora de los lentos y sonaba el último gran éxito de Doménico Modugno: Dio, come ti amo.

Non è possibile

avere fra le braccia

tanta felicità.

Baccierò le tue labbra…

Paola Ruffo de Calabria es hoy la reina de Bélgica.

No. No lo pasaba muy bien Sofía cuando tenía que asistir a alguna fiesta. Con razón prefería quedarse en La Zarzuela, donde no había tentaciones para Juanito.

Eso que su vida en Madrid era de una monotonía exasperante. Los tres mil monárquicos que aclamaban a la reina Victoria habían vuelto a desaparecer; estaban aislados, no sabían ni siquiera cómo relacionarse con la gente, para no caer en la inmoralidad de la aristocracia española, que tanto odiaba Franco. De vez en cuando iban a cacerías, pero, como explicaba la reina a Pilar Urbano:

—Únicamente para ver a gente, las tertulias al lado del fuego… nunca he cogido un arma, no me gusta matar animales… No sabíamos muy bien cómo actuar, nos movíamos por instinto… La situación era incómoda, hasta la designación nosotros seguíamos siendo aquella pareja de jóvenes que en nuestra luna de miel pasamos una noche sobre un montón de maletas en el aeropuerto de Nueva Delhi.

Aunque añadió con mal disimulada satisfacción:

—Pero siempre juntos.

Poco a poco iban imponiéndose tareas, como despachar con Armada y con Mondéjar todos los días, al atardecer. No había temas concretos que tratar; se hablaba sobre todo de política internacional, y Sofía también asistía e intervenía con muy buen criterio.

Su madre se lo había dicho:

—Desde el principio me propuse estar al lado de tu padre; solo nosotras podemos aconsejarlos. Reinar es una tarea tan pesada que no puede recaer en los hombros de una sola persona… Nosotras somos más pragmáticas…

Sofía preguntaba, apuntaba, escuchaba; tenía una enorme curiosidad por los temas que se debatían, y es que le encantaba, y aún ahora, la política. Me lo cuenta un amigo del rey que tiene entrada en Zarzuela:

—Hables de lo que hables, la reina lo deriva a la política. Se sabe al dedillo los nombres hasta de subsecretarios norteamericanos, la política internacional no tiene secretos para ella.

No olvidemos que la reina es miembro del Club Bieldeberg, entidad que organiza una serie de simposios anuales en los que disertan los grandes de este mundo. A pesar de que durante mucho tiempo se especuló con el poder de este club, adjudicándole una inmensa capacidad de decisión en el rumbo de nuestra economía y política, al parecer, y según me informa un experto en temas internacionales, son reuniones más bien de tipo social, sin ningún poder decisorio.

Este experto me dice con cierto tono irónico:

—Anda, que el rey iba a dejar que asistiera la reina si realmente tuvieran importancia.

Cuando le comento al amigo de don Juan Carlos que debe ser muy interesante hablar con la reina, dados sus conocimientos sobre política, esta persona titubea:

—Te diré, son reuniones informales en las que nos ponemos al día de nuestras vidas, y puede ser muy pesado tener que elevar el nivel para estar a su altura… ¡Cuando está ella delante, no hay diversión posible!

Tengo que decir que mi informante es una persona jovial y entretenida, muy del estilo «campechano» de nuestro monarca.

En aquellas reuniones primerizas en el despacho de Zarzuela, Sofía intentaba que se trataran todos los temas en profundidad, alargándose a veces más de lo necesario, lo que impacientaba a Juanito:

—Sofi, no te entretengas, a otra cosa. —Había días que se enfadaba con ella—. ¡Mira que eres coñazo!

A pesar de que la princesa a veces tenía que irse corriendo a su habitación para que nadie viera cómo se le saltaban las lágrimas, la verdad es que disfrutaba con esos momentos que le recordaban las conversaciones que tenía con sus padres en Tatoi. Solo se quejaba de que las hicieran tan tarde y tuviera que perderse el baño de los principitos.

Como su madre, no tiene ningún interés en ser solamente una mujer a la sombra de su marido, aunque algunas veces se puede entender así en el libro de Pilar Urbano, quizás debido a la ideología de su autora. Françoise Laot, la periodista de Point de Vue, que es quizás la persona que mejor la conoce y que la ha entrevistado varias veces a lo largo de su vida —en sus entrevistas se han basado muchos de sus biógrafos, aun sin citarla—, contaba: «Le falta el encanto de su marido… tiene autoridad, sentido del mando, es dura, no se deja manipular, juzga, analiza y puede cambiar de actitud en un segundo si algo le disgusta, puede pasar de la calidez más entrañable a la frialdad más sobrecogedora…».

Trabajosamente y por consejo de Federica, se hizo con una agenda propia de nombres interesantes de la cultura española. Le hablaron del filósofo Xabier Zubiri[86] y quiso ir a visitarlo, aunque esta primera cita fue algo caótica, ¡cuando Sofía se la contó a su madre, las dos rieron, y hasta a Juanito le hizo gracia!

Sofía se presentó en su casa de la calle Núñez de Balboa, y la recibió su mujer, Carmen Castro, la hija del historiador Américo Castro.

—¿Y el ilustre filósofo, Carmen?

La mujer contestó desenfadadamente:

—Ahora saldrá; está ahí, en el despacho, pensando como un animal.

La psicóloga María Jesús Álava, que ha tratado a la reina, me ha hablado de ella:

—Cuando le interesa un tema, monta un seminario con un grupo de gente, y nos pide que seleccionemos unos expertos y que debatamos… Temas históricos, médicos o incluso sobre tecnología; recuerdo uno hace poco sobre el peligro de los teléfonos móviles… ella toma notas, pregunta de una forma muy inteligente… Tiene una enorme y atractiva curiosidad. La primera vez, por cosas que había leído sobre ella, temí encontrarme con una persona anticuada y de ideas conservadoras. ¡En absoluto! Dio su opinión, moderna y avanzada, en varias ocasiones, sin miedo a mojarse, y no me pareció carca, ¡en absoluto! Es una pena que no la podamos conocer directamente, pues los españoles se llevarían una sorpresa con nuestra reina.

—Pero hay quien dice que es antipática.

—Pues se ríe a carcajadas de cosas absurdas que a lo mejor solo ha advertido ella… Aunque sí es cierto que no nos da confianzas a nadie… mejor dicho, sí da confianza, pero impone bastante, aun quizás sin quererlo.

Es lo mismo que me contó un noble catalán que asiste a las reuniones de la Cruz Roja a las que también va la reina:

—Se acuerda de todos nuestros nombres, se prepara los temas con total seriedad, se alegra de los objetivos logrados… pero como no sabes hasta dónde puedes llegar en el trato, prefieres mantenerte en un plan ambiguo y por eso las reuniones suelen ser bastante pesadas…

A mi pregunta de si el rey ha asistido alguna vez a esos seminarios, María Jesús contesta:

—No, no ha venido nunca.

La misma pregunta al noble catalán, quien se asombra:

—¿El rey? No, nunca. Ella siempre viene sola. Aunque a veces yo sé que están los dos en Barcelona, no van juntos a ningún sitio.

Su meticulosidad le lleva a preparar los viajes hasta el último detalle. Características del lugar, número de habitantes… todo se apunta en carpetas, como cuando era la basilisa y tenía que desplazarse a los lugares más remotos de Grecia. Viajan sin parafernalia alguna, su coche, un viejo Mercedes conducido por el propio Juanito, con su mujer al lado, detrás el coche de los escoltas y también el de los ayudantes.

En esos viajes en los que tenían que estar varias horas de pie, a veces Juanito se impacientaba y protestaba a sus íntimos:

—Coño, no se prevé que tengo que mear, ¿es que se creen que los príncipes no mean?

Sofía se enfadaba con él:

—Hombre, Juanito, acuérdate de los consejos de Gangan. No bebas y así no sudarás… ni lo otro.

Pero Juanito le contestaba con amargura:

—¿Y qué quieres que haga si me ofrecen vino en todas partes?

¡Si termino con el estómago hecho polvo!

No consta que Sofía se quejase jamás por estos viajes tan poco interesantes. Sí se lamentaba de que no tenían ocasión de profundizar en las características del lugar al que viajaban, porque no podían hablar con nadie de forma espontánea. Las autoridades locales no se atrevían a dirigirse a ella directamente, y todo se perdía en gestos protocolarios vacíos de contenido. Un día le comentó al amigo de su marido:

—Bouzas… en estos viajes siempre me encuentro a las mismas personas, ¿se desplazan allá donde vamos?

Y es que todos exhibían la estética de la época: uniformes militares, correajes, gafas oscuras, bigotillos, ¡era muy difícil diferenciarlos!

Alguno se olvidó el ramo de flores para obsequiarla, y cuando trataron de disculparse, la princesa les dijo en su mal español:

—¡No se preocupen! ¡No saben lo incómodo que es cargar con un ramo de flores todo el día!

Eran frases graciosas que hubieran aligerado el ambiente si su interlocutor las hubiera entendido, pero entre el acento de la princesa y los nervios, el funcionario en cuestión se limitaba a asentir como un muñeco automático.

Su mal dominio del español le jugó alguna mala pasada, de la que ella no fue consciente, pero que abochornó a su marido. En una ocasión tenían unos invitados a cenar en Zarzuela. Llamó la señora para preguntar:

—Perdone, alteza, pero ¿esta noche hay que vestirse?

Sofía contestó:

—¿Vestirse? No, al contrario, nosotros por la noche lo que hacemos es desvestirnos.

Se comprende que se refería a que por la noche utilizaban ropa informal, pero la señora en cuestión estuvo planteándose todo el día qué debían ponerse, hasta que una llamada de su marido al príncipe disipó el malentendido.

Con su madre se entendía solo con una mirada, ¡los legendarios ojos de Federica, que nadie ha podido olvidar jamás! Pero no intima con nadie. Ni una sola dama española. Ni antes, ni después.

Ni ahora. Nunca. Y de las extranjeras, su hermana Irene, su hermano Tino y su prima Tatiana. Los mismos del exilio. Nadie más.

—¿Amigas? No, no tengo amigas; sí amistades, pero amigas, no.

Ni confidentes, nunca le he hecho una confidencia a nadie —dice tranquilamente la reina[87], sin percatarse de lo monstruoso de esta aseveración.

¡Porque ella sí había seguido al pie de la letra el decálogo del general Armada, ese en el que se aconsejaba a los príncipes no tener amistades privadas! Juan Carlos se vio obligado a contarle a Emilio Romero en una conversación informal que el periodista publicó, indiscreto como todos los de nuestro oficio, ¡si no, no seríamos buenos periodistas!:

—Yo soy abierto, y todos los que quieran venir a verme son bienvenidos. Lo que no tengo son amigos íntimos.

—¿Tiene su alteza saloncillo de tertulia, como todos los príncipes que en el mundo han sido?

Y la prudencia, Franco, su mujer o el maldito decálogo de Armada le obligaron a contestar:

—Si se refiere usted a si tengo camarilla, pues no.

Sin embargo, una vez más, déjenme que ponga en duda esta afirmación. Miguel Primo de Rivera era íntimo amigo suyo, se habían conocido de muy jóvenes en un tentadero y desde entonces eran inseparables. Habían estado incluso en China juntos, y como muestra de amistad, ambos llevan la misma cruz de oro. Era de los pocos autorizados a tutearlo en privado, aunque en público el tratamiento es de alteza.

Y muchos más, no simples conocidos, sino auténticos amigos.

Jaime Carvajal, que estuvo con él en el colegio, y a cuya madre, Isabel, él también llamaba «madre»; José Luis Leal, el único alumno plebeyo de las Jarillas, al que tenía mucho cariño; Antonio Eraso, el íntimo de su hermano Alfonsito, casado entonces con la hija de los marqueses de Santa Cruz; su primo Carlitos, duque de Calabria, casado con Ana de Francia; Fernando Falcó; Niki Franco Pascual de Pobil, el sobrino del Caudillo; incluso una chica, Blanca Romanones Figueroa, de quien la reina estaba algo celosa porque le habían contado que Juanito y ella se gustaban cuando eran más jóvenes y Juanito no era más que un cadete en la Academia Militar de Zaragoza.

El príncipe se justificaba:

—Blanca me riñe, no me adula… dice que puede hacerlo porque ella lleva también el Borbón en el apellido, ¡es como una hermana!

Aunque a su hermana de verdad apenas la ve. El propio Juanito[88] cuenta que la primera vez que su hermana fue a verlos a La Zarzuela, en taxi, el conductor la llevó al teatro de La Zarzuela.

Ella miró el local desde la ventanilla y le suplicó que bajase a preguntar. El taxista fue a la taquilla, regresó y le dijo a la infanta:

—Dicen que no hay ningún actor que se llame Juan Carlos.

Lo que da cuenta del escaso grado de intimidad que tenía con su hermano y con su cuñada, ¡ni siquiera se habían molestado en explicarle dónde estaba el lugar donde habían ido a vivir en España!

En verano Pilar y sus hijos a veces iban a bañarse a la piscina del palacio. Casualmente, cuando llegaban, Sofía había salido a pasear a caballo por los montes de El Pardo con su instructor, el coronel Julio Heredia y Albornoz. Los caballos que utilizaba eran del ejército.

Con sus amigos, Juanito tampoco se veía físicamente demasiado, aunque la comunicación por teléfono era constante. Todos conocían su número de memoria: 231 77 45. Algunas mañanas se encontraban en el gimnasio de Heliodoro Ruiz, pero poco más.

También sus camaradas de Estoril, cada vez que iban a Madrid, lo telefoneaban, incluso Maná Arnoso se compró un chalé en Pozuelo, donde se dejaba caer de vez en cuando un agobiado Juan Carlos, sin avisar, y siempre con algún obsequio:

—Unas corbatas que él no se pone y que le han regalado, una caja de buen vino…

De vez en cuando iba a ver a un nuevo amigo, Manolo Prado y Colón de Carvajal, que le había presentado su primo Carlitos de Borbón Dos Sicilias:

—Venía a una casa que tenía mi familia en la urbanización Casaquemada, al lado de El Pardo, éramos para él como una botella de oxígeno en el ambiente encorsetado y vigilado de La Zarzuela, donde a veces era huésped y otras rehén, pero nunca señor de su casa…

Era cuando comentaba a sus amigos:

—Me gustaría ver cómo os bandearías vosotros entre esos dos viejos…

Todos sabían que se refería a su padre y a Franco.

Prado contaba en sus memorias recogidas por Joaquín Bardavío:

—Llegaba en un viejo todoterreno, y cruzaba la tapia de un salto, presentándose a la clandestinidad ingenua y libre de mi mundo.

Siempre solo. Sin Sofía.

Mucha gente tenía curiosidad por conocer a esa princesa de la que tan poco se sabía. El ideólogo del régimen, número tres de la Falange, Ernesto Giménez Caballero, quien en tiempos quiso casar a Pilar Primo de Rivera con Hitler, le envió a la princesa unos libros suyos. Sofía le contestó con amabilidad, lo que le dio pie a él para pedirle una cita. Lo recibieron Sofía y Juan Carlos en un saloncito de Zarzuela. «Bastante sencillo e impersonal, de casa de familia normal sin mucha atención a los detalles», me contó Giménez Caballero, que había sido embajador y entonces vivía en su elegante casa de El Viso, con su mujer, alemana, y con su nieto:

—Juan Carlos me inspiró el mismo sentimiento que a Franco, como si fuera un huérfano, un ser ansioso de afecto y protección, ingenuo y alerta a la par, con un gran tipo físico para su representatividad carismática… —Quizás Juanito había aprendido que es-ta actitud humilde le iba a ganar el aprecio de un viejo zorro de la política, tan viejo y tan zorro como el mismo Franco—. Sofía, no sé si por su cultura germánica, prusiana y su cultura de lenguas, de música, viajes y azares dinásticos, me impresionó mucho. Su mirar es inteligentísimo y suspicaz. Como a Franco, me robó el corazón, le gustaba hablar de política internacional, ¡leía mucho! En aquella época no se expresaba muy bien en español, pero ella era la primera en reírse de sus meteduras de pata.

También añadió una característica que creo define mucho al personaje:

—No era diplomática; era sincera, sin artificiosidades, me pareció muy de verdad.

Pocos días después, y casualmente, se encontró a la reina en el cine Monumental viendo un espectáculo de marionetas rusas con sus hijas, entonces muy pequeñas:

—El teatro estaba medio vacío… era una compañía soviética un poco destartalada y, claro, no estaba muy bien visto ir a verla.

Pero ahí en primera fila estaba la princesa con sus dos hijas. Al finalizar y cuando todos nos levantábamos para irnos, el director de aquello salió al escenario y pidió un aplauso para la princesa y sus hijas.

Detrás de los gruesos cristales de sus gafas, los ojos de Giménez Caballero brillaban con malicia:

—No muy puesto en temas protocolarios, el hombre, supongo que queriendo dotar de atractivo un espectáculo bastante mediocre, le pidió a la princesa que subiera al escenario. Se la veía bastante violenta, pero creo que pensó que sería una descortesía negarse, y además, casi no había nadie, y se encaramó al escenario, sonaron cuatro aplausos y las infantas incluso hacían reverencias y saludaban como si fueran actrices…

Giménez Caballero, que ya estaba entonces retirado, me decía:

—Fui un testigo privilegiado de aquel momento… Se lo conté a Franco y se limitó a mover la cabeza paternalmente, como si le hiciera gracia. ¡Él, que era el hombre más intransigente del mundo!

Proseguía Giménez Caballero:

—A Franco, cuando hablaba de don Juan Carlos, se le ponía la mirada soñadora.

Como le pareció que su antiguo amigo lo observaba con sorna, Franco reaccionó rápidamente e intentó justificarse «entre tímido y receloso»:

—Comprende, Ernesto. Había que recoger a ese muchacho, que estaba descuidado, y ver qué daba de sí.

Aunque, fiel a su estrategia de jugar con varias barajas, le comentó también que:

—Don Alfonso de Borbón Dampierre es muy afecto al Movimiento.

Otra casualidad. Giménez Caballero también se encontró pocos días después a Federica jugando al golf en el club Puerta de Hierro:

—Había leído sus Memorias, que me habían deslumbrado; ¡era una delicia de mujer! Era una mujer imperial, filósofa, no muy atractiva en el rostro, pero con una mirada de luz milenaria que me unió más a su hija Sofía.

Pero en lugar de nombrar sucesor, Franco, de momento, en diciembre de 1966, iba a someter a referéndum la Ley Orgánica del Estado, un texto indigerible que se había leído durante varias horas en las Cortes. Después tuvo lugar su célebre advertencia sobre los peligros de los «demonios familiares» de los españoles, «espíritu anárquico, crítica negativa, insolidaridad entre los hombres, extremismo y enemistad mutua». El país se llenó de carteles con la leyenda de «Franco sí» y «Vota sí por la paz», y se utilizó la televisión para hacer propaganda. El referéndum, por primera vez los españoles pronunciábamos esta palabra que nos sonaba tan extraña, se convirtió en una plataforma de apoyo al propio Caudillo.

Alfonso de Borbón le manifestó a Franco en audiencia privada:

—A pesar de que por mi rango no tendría que votar, llevado de mi desbordante entusiasmo acudiré a las urnas para depositar mi voto afirmativo.

Franco se mostró emocionado por esta decisión. Por una de esas habituales filtraciones Zarzuela-Pardo-Zarzuela-Pardo, Sofía se enteró de esa conversación y se lo comunicó a su marido, y le dijo que ellos entonces también tenían que votar. Juanito no sabía qué hacer, y como siempre que estaba desorientado, acudió a su padre. El conde de Barcelona montó en cólera contra su sobrino y le contestó a su hijo:

—Haz lo que quieras, pero no te compares nunca con Alfonso Segovia, es un desleal con todo lo que yo represento.

Lo que demostraba que, como siempre, Juan estaba en la luna de Valencia.

En realidad no hubieran hecho falta los votos de Alfonso ni de Juanito ni de Sofía, porque el sí salió por aplastante mayoría: un 95 por ciento.

A Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo, le llamaron a partir de entonces «el mago de las urnas», porque el éxito de la votación superó los cálculos más optimistas y se decía que con sus «poderes mágicos» había logrado que dentro de las urnas los votos en blanco o negativos se convirtieran en flamantes síes.

Lo único que quedaba claro en la ininteligible Ley Orgánica del Estado que se había aprobado era que el sucesor de Franco sería un rey, de estirpe real, católico y mayor de treinta años.

Juanito le dijo alborozado a su mujer:

—Yo estoy dentro de esas coordenadas.

Pero Sofía le recordó:

—Alfonso también.

Y entonces se produjo un hecho inesperado que estuvo a punto de truncar el tortuoso camino, «la larga marcha», como la llama López Rodó, de Juan Carlos hacia el trono de España. Un acontecimiento que, en los años siguientes, sumiría a los príncipes en la perplejidad más absoluta, la indefensión, el pánico, les haría templar sus armas y pondría a prueba su paciencia y su equilibrio: empezaron a surgir rumores de noviazgo entre Alfonso y Mari Carmen. La revista francesa Point de Vue y el periódico inglés Daily Mail publicaron ese mismo invierno: «Posible noviazgo entre Alfonso de Borbón y Carmen Martínez-Bordiú, una nueva dinastía para España…».

Las posibilidades de esta relación enloquecieron a Cristóbal Villaverde. Pilar Franco, la hermana del Caudillo, le contó a la autora de este libro en conversaciones publicadas en su momento:

—La historia entre Alfonso y Carmen empezó cuando Carmen tenía quince años, impulsada por el marqués de Villaverde.

Y la misma Carmen confesó en un documento de anulación de su matrimonio ante la Sacra Rota:

—Todo venía de muy atrás, el empeño de mi padre en casarme con Alfonso.

Consecuentemente, aumentó el número de los padrinos de la opción «alfonsina». El hijo de don Jaime empezó a hacer viajes oficiales por los pueblos, como su primo, inauguró monumentos, y José Solís, el ministro del «búnker», como se empezaba a llamar a la ultraderecha española, ordenó que se le diera el más alto tratamiento, alteza real y príncipe. Como me dijo mi hermana Olga, que trabajaba en Iberia a cargo de los personajes VIPS:

—Alfonso era muy puntilloso con el protocolo; yo creo que llevaba la corona bordada hasta en la ropa interior, sin embargo quería dar siempre imagen de sencillez, y no permitía que lo pasaran a primera en los aviones y cargaba él mismo con sus maletas.

Claro que si le llamabas de usted, simplemente no te contestaba, era como si a alguien que se llama Pepe le llamas Juan.

Franco tenía setenta y cinco años y estaba algo achacoso, es cierto, se quedaba dormido en ocasiones, se le veía muy apático a pesar de que la prensa continuaba llamándole «Faraón ibérico»

y «Don Pelayo, Cisneros y Cánovas en una sola persona». Cada vez pasaba más horas frente al televisor, y llegaba a interrumpir las audiencias porque daban partidos de fútbol o la serie Bonanza, que era su favorita.

Una vez se lo encontró su médico, Vicente Gil, sentado en la taza del retrete moviendo los labios y con algo entre las manos. El doctor le preguntó preocupado:

—¿Qué hace, excelencia? ¿Está rezando el rosario?

El Caudillo le contestó:

—No, Vicente, estoy leyendo la etiqueta de este masaje para después del afeitado.

Restringió las visitas de Juanito. Otra vez sus acciones en la bolsa monárquica habían empezado a bajar y subían las de Alfonso. Juanito y Sofía hablaban interminablemente, mientras daban largos paseos por el jardín, de la estrategia a seguir. ¡Si más buenos ya no podían ser! ¡Si, para cumplir, habían tenido tres hijos, uno de ellos varón, con lo que la dinastía estaba asegurada, mientras Alfonso seguía soltero!

¡Si Juanito desde que se casó no había mirado a otra mujer que la suya! ¡No alternaban con nobles, no tenían amigos, gastaban lo mínimo! ¡Si hasta comían sopa de fideos y una tortilla de un huevo, como en El Pardo! ¡Si Sofía prácticamente no se hablaba ni con sus suegros, ni con sus cuñadas, ni con sus tíos, entregada a la amistad incondicional hacia Franco y su mujer!

¡Si eran los Juanitos!

Las peleas con su padre por teléfono eran constantes. Juan se ponía nervioso en su exilio de Estoril, Franco lo había apartado de un certero puntapié de la carrera por el trono y el único que no parecía darse cuenta de ello era él. Muchos visitantes de Zarzuela oían a Juanito hablar airadamente con su padre, conversaciones que también llegaban a los oídos de Franco. Cuando colgaba, desesperado, Juanito comentaba en voz muy alta:

—¡Al final aquí el único que juega con las cartas boca arriba es Franco!

Así, no es extraño que el Caudillo le confesara arrobado a su primo Franco Salgado Araújo:

—Es infundado el rumor que dice que el príncipe es tonto, en los asuntos de la política no está entregado a su padre. Son muy buenos los dos.

Pero Juanito, delante de sus amigos, en el jardín, cuando sabía que no había ningún micrófono recogiendo todas sus palabras, se pavoneaba un poco. Les contaba que Franco lo había llamado en audiencia recriminándole que hubiera utilizado la palabra «libertad» en uno de sus viajes:

—Pero yo lo toreo bastante bien… le dije: «Mi general, no se preocupe usted por esa palabra aislada, solo queremos el bien de España…». Y se quedó tranquilo…

Sofía, a espaldas de su marido, hablaba también con su madre; ambas debatían qué pasos debía seguir la princesa para ayudar a su marido. Al final intentaron un truco algo burdo, pero que podía dar resultado.

Así, Sofía, aquella mujer culta e instruida, que presumía de criar a sus hijos personalmente, tan versada en cuestiones de puericultura que era ella quien enseñaba a las niñeras cómo había que cuidar a sus hijos, pidió audiencia con el Caudillo[89]. No con Juanito, sino ella sola:

—Es que le quiero consultar un tema referente a la educación de los príncipes.

Y añadió con timidez:

—Me gustaría que pudiera estar presente también doña Carmen.

Franco la recibió inmediatamente. Doña Carmen estaba también presente. Sofía fue directa. Quería que sus hijos recibieran la mejor educación posible. Me la imagino dirigiendo algunos ditirambos a la España de Franco, y su deseo de educar a sus hijos en el servicio de la Patria, y preguntando también si era conveniente llevarlos a colegios religiosos o laicos, españoles o extranjeros por aquello de los idiomas. No es difícil deducir cuál fue la opción escogida por el Caudillo y su mujer.

Sofía quizás dio también la opinión que Laot ha recogido en su biografía:

—Yo no creo en la psicología, ¡cada hijo es distinto!

—Qué gran verdad —supongo que contestó el matrimonio Franco, a los que la palabra «psicología» les debía sonar a barbarismo extranjero e incluso masón—. ¡Cada hijo es distinto!

—No hay pautas para educar, se va haciendo según las necesidades de cada uno.

Ni Sofía ni el matrimonio Franco, que asentía fervorosamente, se daban cuenta de que esta última frase parecía sacada del Manifiesto comunista, que, como es natural, ni una ni otros habían leído, y cuyo lema más conocido es «de cada uno su capacidad, a cada uno según sus necesidades».

Creo yo que Sofía también explicaría que:

—No soy partidaria de llevar a los niños a una guardería antes de que cumplan tres años; prefiero que se eduquen en casa.

Y aquel matrimonio anciano, cuya hija no había ido nunca al colegio y cuya nieta Mari Carmen se había educado en El Pardo hasta los catorce años, que deberían tener por consiguiente tanta idea de la educación de los niños como de la cría del ornitorrinco en cautividad, es de suponer que aplaudirían esta medida tan sensata.

Y Sofía cumplió. Aunque las infantas sí iban a la guardería Santa Elena, Felipe hasta los cuatro años no fue al colegio ni convivió con otros niños que no fueran sus hermanas.

No hay que decir que esta forma de educar tan tradicional, tan distinta de los métodos modernos que estaban entrando en esa época en España, que abogaban por los colegios mixtos, no religiosos, y con una incipiente formación sexual, encantaría al matrimonio Franco. De hecho, ellos, al parecer, aportaron también su ayuda a la educación de los principitos.

—¿Por qué no invitamos a merendar a Pilar? —sugirió doña Carmen, y todos sabían quién era esa Pilar. Como su hermano José Antonio, el fundador de la Falange, no necesitaba el apellido Primo de Rivera para identificarse. Era la fundadora de la Sección Femenina, que en un principio siguió el modelo de las Juventudes Hitlerianas a las que había pertenecido Federica, aunque luego había ido evolucionando. Durante cuarenta años había tratado de preservar y, si fuere posible, también aumentar los valores de la mujer española. De talante autoritario y maneras algo masculinas, y, por principio, antimonárquica furibunda, ¡la única reina que le gustaba a Pilar era Isabel la Católica!, le daba un poco de miedo a Sofía.

Sin embargo, simpatizaron. La princesa no se maquilló; iba con zapato plano y no recordaba en nada la inmoralidad y la superficialidad de la aristocracia de la que tanto abominaban los falangistas.

—Será una buena española —dictaminó aquella mujer de hierro a la que Giménez Caballero pretendió casar con Hitler para conseguir una nueva estirpe para España.

Los encuentros entre Pilar y Sofía, que fueron ocultados cuidadosamente después de la muerte de Franco, se produjeron periódicamente, aunque no consta que Sofía aplicase las enseñanzas de la Sección Femenina a la educación de sus hijas:

—El padre es el jefe del hogar y la madre es la reina de la casa, una reina que solo está al servicio de su marido.

Y también:

—No hay nada más admirable que el ama de casa, ¡la universidad está bien, pero, cuando llegan los hijos, el puesto de una mujer está en su casa!

Permítanme que dé un testimonio personal y familiar. Mi tía María Dolores Eyre, que fue, en Barcelona, delegada provincial de la Sección Femenina durante los años cuarenta y principios de los cincuenta, se constituyó en ejemplo vivo de esta doctrina. Abogada de prestigio, número uno en su carrera, con veintipocos años iba en coche oficial y era una de las mujeres con más poder de España. Al casarse con un médico rural de Bossost, en el Valle de Arán, se retiró a aquel lugar, entonces inaccesible y cubierto de nieve casi todo el año, y dedicó el resto de su vida a criar a sus seis hijos.

No volvió a tener actividad profesional.

—El hogar es el santuario de la mujer —le gustaba decir a Pilar; aquella mujer austera, mitad monja y mitad soldado, que no se había casado nunca, que no sabía cocinar, cuyo ideal de vida hubiera sido luchar en las Cruzadas, ¡merece ella sola una biografía!

Su relación con Sofía llegó a ser tan estrecha que, muchos años después, el sobrino de Pilar, Miguel Primo de Rivera, contó:

—La princesa adoraba a mi tía… y ella también la quería mucho.

Sofía agradeció las atenciones de doña Carmen y el Caudillo, y no se olvidaba nunca, después de estas reuniones de adoctrinamiento, de decirles con su tono de voz más cariñoso:

—Mi general, usted y doña Carmen son como los abuelos de los príncipes. Desgraciadamente, ustedes saben que no puedo contar con nadie, mi padre porque ha muerto, mi suegro porque…

Franco la hacía callar. ¡No tenía que explicarle nada de aquel desalmado! Tanto a él como a doña Carmen se les caía la baba con los halagos de la princesa. Y más todavía el día en que Sofía llevó a las infantitas y les preguntó, señalando a ese general que según ciertos historiadores había causado cincuenta mil muertos durante la larga posguerra y al que en Estoril llamaban «el Caimán»:

—¿Quién es este señor?

—El Abu.

Me cuenta un testigo de la escena que a Franco le brotaron las lágrimas.

Tanto esfuerzo merecía su recompensa. Y el Caudillo tenía palabras para ellos que nunca había dedicado ni a su hija, ni a su yerno. Ese yerno tan alocado que salía en las revistas bailando el twist: en el pie de foto se detallaba que «el marqués de Villaverde, eminentísimo doctor y no por ello menos yeyé, baila ritmos modernos con notable desparpajo en este difícil arte». Cuando le llevaron la revista, el Caudillo la apartó con desprecio.

En el mismo número de Diez Minutos salían fotos de sus nietas en una fiesta hippy bailando el kasatchoc. En ninguna revista gráfica apareció, en ese año, 1969, ninguna imagen de Sofía. Tan solo en los periódicos, algunos «breves»: en La Vanguardia del día 16 de mayo, daban cuenta del viaje de los príncipes a Valencia, donde fueron recibidos por el gobernador civil y señora, provista de un ramo de flores, para visitar la Feria Muestrario Internacional y las obras de la nueva sede de la Feria Muestrario Internacional, en Paterna. Sin foto. O en ABC: «Lección magistral en la clausura del congreso de endocrinología de Madrid, con la asistencia de don Juan Carlos y doña Sofía». También sin foto.

Así Franco[90] no podía menos que comentar:

—Son muy buenos; tanto él como la princesa, a pesar de su juventud, reflejan una madurez de espíritu grande. Son inteligentes, serios, sensatísimos. Estoy sumamente satisfecho de su conducta en todo momento. Los dos demuestran el alto concepto que tienen de la misión que están llamados a desempeñar. Yo estoy seguro de que cuando llegue ese día servirán a España con el mayor patriotismo. Si alguien se permite hablar en contra de ellos, es que no conoce sus elevadas cualidades y la vida de sacrificio que llevan.

Estoy, repito, muy contento de ellos en todos los sentidos.

Claro que el gallego no se olvidaba de apuntar:

—Pero si el hijo nos sale rana por culpa del padre, siempre nos quedará don Alfonso.

Porque los amigos de Alfonso no cesaban de trabajar a favor de su protegido. Por fin se escribía en letras de molde que la candidatura de Alfonso al trono español merecía tomarse en serio. En el diario Pueblo se le hacía una entrevista que el periódico titulaba «El príncipe prudente» y que levantó mucho revuelo. Alfonso pasaba a ser príncipe, y ya no se apearía del tratamiento hasta su muerte. Hablaba de sus gustos musicales, y se decía que era sencillo, alto, excelente conversador y amante de las bellas artes. Se convirtió en un candidato oficial también al trono de España, y en la misa de réquiem de los reyes ya se le sentó al mismo nivel de Juan Carlos y Sofía.

Sofía y Juanito se dieron cuenta, por primera vez, del tremendo poder de los medios de comunicación. Lo hablaron con Armada y Mondéjar, y al final el diario Pueblo, el de más tirada de aquella época, cuyo director Emilio Romero presumía de tener hilo directo con el Caudillo, encargó al periodista Tico Medina que los entrevistase a ambos, a él y a su primo.

Las interviús salieron en el mismo número bajo el título de «Príncipes» y era evidente que las simpatías del periodista estaban del lado de Alfonso. Lo retrataba como un hombre serio, que se iba abriendo poco a poco. Varonil, se había hecho a sí mismo; era abogado, trabajaba, y tenía una visión moderna de la vida. Modesto, vivía en un piso normal y no tenía criada; él mismo abría la puerta. Alfonso opinaba magnánimamente de Juanito:

—Mi primo es un chico simpático con buen corazón, lo paso muy bien con él.

De Franco:

—Admiración… simpatía… 25 años de paz… reconstrucción de la nación, gran patriota…

Cuando Tico le preguntó cuál era su mayor preocupación, el príncipe confesó sentenciosamente:

—La juventud española, sobre todo la universitaria.

Por contraste, Juan Carlos quedaba, como dijo su padre, punto menos que como un imbécil. Para empezar pedía las preguntas con antelación para estudiarlas en su palacio, en el que vivía rodeado de consejeros que le ayudaban en las respuestas. Le dijo a Tico Medina:

—No te importa que te tutee, ¿verdad? Es una costumbre que tengo… Si te parece leemos mis respuestas y las vamos corrigiendo… No se entendían muy bien, porque tengo muy mala letra, y me las han pasado a máquina… me levanto a las siete, luego me ducho…

Un ayudante le dijo:

—No hace falta que su alteza entre en detalles de ese tipo.

Juan Carlos vaciló:

—Hombre… yo creía que había que contarlo todo… voy al gimnasio, vuelvo, y hago algo en el despacho, como a las dos con la princesa, leo algún libro, Azorín y Emilio Romero [director del periódico que lo entrevista]… cenamos a las nueve, televisión y a las once a la cama…

Cuando le preguntaron cuáles eran sus aficiones, contestó enumerándolas con los dedos:

—Hago deporte, natación, vela, kárate…

De repente se interrumpió «y me mira con los ojos sorprendidos de un chiquillo:

»—El kárate está prohibido en España, no sé si decirlo…».

Paternal, el periodista contestó:

—No creo que el Ministerio del Interior proteste.

Llamaron al teléfono y se oyeron durante media hora sus:

—Sí, papá

—No, papá.

Regresó y explicó:

—Era mi padre.

Prosiguió:

—¿Franco? Es un gran militar, ganó la guerra por amor a la patria… Mi primo Alfonso está lleno de cualidades, es muy trabajador, excelente deportista, conoce muy bien el ambiente español…

El pobre Juanito, en su primer enfrentamiento con la prensa, quedó muy mal, como reconocieron sus propios consejeros: un bobo rodeado de ayudantes, dependiente de su padre, un inmaduro que no podía contestar unas preguntas sencillas sin leerlas en un papel, infantiloide, inseguro…

Fue lo que dijo de él Giménez Caballero, y «ansioso de afecto y protección, ingenuo…».

¡Sofía se llevó las manos a la cabeza! ¡Ahora, para borrar la mala impresión, habría que trabajar el doble, sin desanimarse! Redobló sus esfuerzos, sus visitas a doña Carmen, los nietos jugando con los nietos, Federica se tragó todo lo de Alhucemas, cómo tomaron el monte Gurugú y hasta los sitios de Zaragoza y la guerras púnicas, que, aunque no estuvieran comandadas por Franco, merecerían haberlo estado por lo bien que fueron conducidas.

Juanito concedió otras declaraciones, esta vez más atinadas, al director de la agencia Efe, Carlos Mendo, sin hacer alusiones a su padre, un naipe ya descartado, explicando:

—El día en que juré bandera, prometí entregarme al servicio de España con todas mis fuerzas.

Franco las leyó y le comentó a su primo:

—Están muy bien, ¿quién se las habrá escrito?

Mari Carmen se puso de largo, vestida de Pedro Rodríguez, en Valdefuentes, en una fiesta impresionante con 600 personas, algunas «con graciosas minifaldas pero nunca demasiado cortas, tampoco cuando la orquesta tocaba ritmos modernos el baile se hacía desenfrenado, porque todos guardaron una gentil discreción» (Lecturas dixit). Aun así, el marqués de Villaverde volvió a aparecer «bailando ritmos pop», lo que hizo exclamar a su suegro cuando vio la revista:

—¿Pero este hombre no sabe hacer otra cosa que bailar?

Lola Flores cantó, Tony Leblanc contó chistes, el Cordobés improvisó una coplilla:

Que ni fu ni fa,

que ni antes ni después,

que no hay torero mejor

que el Cordobés.

El actor Alberto Closas presentó las actuaciones, Conchita Márquez Piquer le comentó a doña Carmen que ella también quería ser cantante, como su madre, Concha Piquer, y en la puerta se amontonaban los Mercedes y hasta un Rolls Royce (el de la Señora).

La cosa duró hasta las ocho de la mañana, en que se sirvieron sopas de ajo y chocolate con churros.

Los príncipes no fueron:

—No tenemos a nadie de confianza con quien dejar a las infantas y al príncipe.

Aunque entonces ya había doce personas de servicio en Zarzuela, incluidas tres niñeras, Anne Bell, Pamela Wallace y una «salus» (enfermera de la Escuela Salus Infirmorum) española, pero Franco cabeceaba de satisfacción. Él tampoco acudió a la puesta de largo de su nieta; tenía que despachar asuntos graves; para paliar las continuas manifestaciones y huelgas estudiantiles y obreras, no había tenido más remedio que dictar un estado de excepción y llenar las cárceles de gente. Hubo enfrentamientos armados entre las «fuerzas del orden» y organizaciones de izquierda, ETA ya había empezado a actuar, y había una campaña internacional para acabar con la última dictadura que quedaba en Occidente.

Franco le comentó a su primo horrorizado:

—¡Los estudiantes han intentado defenestrar al rector en la Universidad de Barcelona!

No era cierto. Lo que se lanzó por la ventana del rectorado de la vieja facultad de letras, entonces en la plaza Universidad, fue un busto en mármol del rector. ¿Testigos? La que firma este libro.

No consta la opinión de Sofía sobre aquella España en llamas.

Más tarde explicó que a su entender «Franco era un dictador, pero no un tirano». También, «yo no vi nunca ni represiones brutales, crueles (en los años sesenta, sí más tarde)». Y además, «en realidad, más que una dictadura, lo de Franco fue una dictablanda».

En la dictadura o en la dictablanda, la princesa mantenía sus faldas debajo de las rodillas, su peinado impecable, su cruz al cuello, sus escotes recatados. Rezaba el rosario con doña Carmen y con Pura Huétor, se sentaba al lado de la Señora en la fiesta de la Banderita y si había que presidir algún desfile militar, allí estaban ellos, en segundo plano, pero apoyando con su presencia al Caudillo.

A veces Juanito se desesperaba:

—Prefiero que Franco me diga que no, ¡no me matarán los falangistas, será la incertidumbre lo que acabará conmigo!

Don Juan, en Estoril, se reía burlonamente de la desesperación de su hijo:

—Juanito, si Franco te nombra heredero, ¡acepta! ¡No se te ocurra decir que no!

Sus risotadas irónicas hacían temblar el hilo telefónico y llenaban de amargura el corazón lacerado de su hijo.

12 de julio de 1969. Cinco de la tarde, mucho calor. Las infantas están en la piscina, se oyen sus gritos a través de las ventanas abiertas.

Felipe duerme arriba, en su habitación. Sofía intenta leer la vida de María Antonieta, pero no puede concentrarse. Veinte veces ha empezado la misma página y otras tantas ha olvidado lo que acababa de leer. Juanito está en esos momentos en una audiencia con Franco, que le ha llamado urgentemente a El Pardo porque tiene algo muy importante que decirle.

Oye la puerta que se cierra, los pasos apresurados de su marido. Su voz alborozada:

—Ya está, Sofi. Me ha preguntado si quería ser el sucesor.

Sofía se levanta lentamente, a cámara lenta, como si sus piernas fueran de madera. Cierra los ojos, aprieta los puños, los sacude delante suyo como si quisiera desprenderlos del cuerpo. ¡Sí! ¡Lo han conseguido! ¡Los dos! ¡Juntos! Casi no oye a su marido, que completa de forma innecesaria la información:

—¡Le he dicho que sí!

Juanito corre a llamar por teléfono. Sofía se queda en medio del salón; tarda medio minuto en darse cuenta de que no se han abrazado.