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16 de febrero de 2036

BASS

La noche resultó agitada. Entre tinieblas podía recordar las pesadillas que lo asaltaron durante las horas de sueño. Eran intensas, con una serpiente que flotaba ingrávida en el espacio exterior y le susurraba palabras envenenadas mientras lanzaba fuego por los ojos. Luego las imágenes saltaban para traerle la cara de Inés capitaneando un torbellino que engullía todo lo que encontraba a su paso. Las facciones de su mujer se desfiguraban hasta presentarla como un monstruo de grandes ojos.

Ángel se levantó de la cama exhausto de lidiar contra la realidad. No acababa de encajar la traición de Inés, y lo peor era que no podía olvidarla. La sombra de su mujer se colaba en sus sueños cada noche y se transformaba en otra persona ante sus ojos, pero él no quería aceptar esa realidad.

Se desperezó delante del espejo y comprobó la formación de dos bolsas grisáceas bajo los ojos que evidenciaban su nerviosismo nocturno. Tenía todo el pijama enganchado al cuerpo por el sudor que aún resbalaba desde los poros.

Suspiró. Su expresión recordaba a la de su madre cuando descubrió la doble vida de su marido y presenció el brutal asesinato de sus padres y el rapto de Ángela. Entonces Marta se pasó meses pareciendo un zombi que arrastraba su pena por la librería. Ángel recordó entonces cómo intentó animarla sin éxito cuando los días se sucedían sin noticias de Ángela y ella se sumió en una muerte en vida.

El lagrimal le escoció cuando estalló en un llanto incontrolado. Lloraba por su mujer, por su madre, por Mick, por su hermana, por su tío, por las muertes, por las pérdidas, por todo lo sucedido esos últimos meses. Era como si el dique que contenía su tristeza se acabara de romper en mil pedazos para dejarla salir al exterior.

Utilizó las manos en forma de cuenco y se mojó la cara en un intento de despejar la pena que lo consumía. Desde que el doctor Orsson trabajaba en el laboratorio, las horas ociosas se acumulaban en su rutina diaria y eso le impulsaba a pensar más a menudo en su vida. Y la idea de vivir sin Inés se le antojaba imposible.

Graduó la ducha muy caliente, casi hirviendo, y dejó que el agua desentumeciera los músculos agarrotados por las pesadillas. Se secó las últimas lágrimas antes de salir. El baño quedó envuelto en vaho, como si una niebla compacta acabara de formarse y no le dejara ver más allá de un centímetro.

Ángel se permitió una sonrisa triste mientras aparcaba la oscuridad de las horas nocturnas y recuperaba un poco del aplomo perdido. Tenía unas horas por delante para pasarlas con sus hijos y quería disfrutarlas. Ellos eran lo único que le quedaba de su matrimonio y eran la razón por la que cada mañana se levantaba de la cama.

Se enrolló una enorme toalla negra en el cuerpo desnudo y caminó a tientas hasta el espejo.

Un destello rojizo se perfiló en medio del cristal entelado. Fue como una llamarada que se acercaba desde la lejanía. Ángel sintió un escalofrío al ver cómo el fulgor del fuego aumentaba de tamaño. Era una visión amenazadora, como si aquellas llamas vinieran a quemarlo.

Negó con la cabeza varias veces para convencerse de que todo era producto de su imaginación.

Con la punta de la toalla limpió el espejo con la convicción de que solo se vería a él mismo reflejado una vez el vapor desapareciera. Pero el fuego seguía al otro lado, acercándose cada vez más, destellando cada vez más cerca, erizándole todo el vello del cuerpo. Una sensación opresiva empezaba a atenazarle la garganta. Parecía como si unos enfermizos delirios se apoderaran de él mientras las llamas se revelaban como una enorme serpiente que reptaba a escasos centímetros de su posición.

Retrocedió cuatro pasos hacia atrás con un miedo atroz apresando sus sentidos. ¿Estaría soñando? Se pellizcó la mejilla izquierda y el dolor le arrancó un grito.

La serpiente salió del espejo materializándose como un ente en tres dimensiones. Ángel podía oler el aliento fétido que se escapaba de una de las tres cabezas, la única que permanecía erguida y lo miraba con los ojos inyectados en sangre. Los gritos que él deseaba esgrimir se convirtieron en gruñidos sordos que se escapaban de su boca en forma de jadeos roncos.

La sangre de Ángel se bombeaba al triple de velocidad de la habitual. Adoptó una posición de combate para asestarle un golpe a la cabeza del animal, pero el puñetazo apenas le desvió de su camino. Ángel le propinó tres patadas seguidas de un puñetazo, simples cosquillas para la víbora que reptó hasta enroscar su cuerpo viscoso en el de él.

Se ahogaba. A medida que Apophis lo estrujaba Ángel respiraba con más dificultad. Intentó por todos los medios luchar contra lo inevitable, no quería morir. Pero el animal le dejó sin respiración lentamente, hasta que Ángel cayó al suelo inconsciente.

El secreto de los cristales
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