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24 de enero de 2036

Brasil

Cristina abrió los ojos lentamente. Parpadeó cuando su mirada se encontró con la cegadora luz del sol que se colaba por una ventana. ¿Dónde estaba? La asaltaban recuerdos fragmentarios de su viaje a Brasil, de la catarata, del temblor. Se apoyó en los codos y levantó la cabeza de la almohada para barrer la estancia con la mirada. Sintió unos intensos calambres en la cabeza. Su estómago se contrajo provocando varias arcadas que le dejaron el regusto amargo de la bilis en la boca reseca.

Volvió a apoyar la cabeza en el cojín cuando todo le empezó a dar vueltas. Miles de lucecitas blancas destellaron ante su mirada turbia.

—¿Ya se ha despertado? —Era una voz de hombre que chapurreaba el castellano con un marcado acento nórdico—. No debería haber venido, ahora me ha puesto en una situación muy complicada.

Con mucho esfuerzo, Cristina logró enfocar a un hombre rubio, de unos cincuenta y muchos, con unos ojos de un azul penetrante que la miraban con enfado.

—¿Quién... quién... es... usted? —tartamudeó Cristina sin conseguir una apta modulación de su voz.

—Me extraña que después de un viaje tan largo no sepa quién soy —contestó suspicaz—. Ahora lo que me interesa saber de verdad es su identidad y qué quiere de mí.

Cristina estaba tan mareada que le costaba mantener los ojos abiertos. Era como si alguna droga misteriosa recorriera su flujo sanguíneo y la dejara exhausta.

—Necesito agua —suplicó con un hilo de voz—. Por favor.

El hombre alargó el brazo hacia la mesita de noche y le sirvió un vaso de agua. Se lo acercó con una pajita para que ella sorbiera el contenido sin necesidad de levantar la cabeza.

—Gracias —dijo tras apurar hasta la última gota—. Me llamo Cristina Jons y he recorrido medio mundo para encontrar al doctor Hans Orsson.

—¡Ya sé su nombre! —le espetó con una aceleración de la voz—. ¡Sé leer! —Con un simple movimiento de cabeza le mostró a Cristina su monedero abierto sobre la mesa del comedor, una mesa simple de madera en forma octogonal—. Le he preguntado su identidad, su verdadera identidad.

Cristina intentó erguirse de nuevo sobre los codos para situarse a la misma altura del hombre que se sentaba en una silla de mimbre al lado de la cama. Se fijó un poco más en sus rasgos, que sin lugar a dudas delataban su procedencia nórdica. Era alto, de complexión atlética, con los abdominales marcados en el torso sin camiseta.

—Me llamo de veras Cristina Jons. —Cerró los ojos cuando la cabeza lanzó cuatro descargas contra la nuca y la sien y el estómago volvió a contraerse.

—Estírese —ordenó su acompañante con un tono de voz un tanto más rebajado—. Se cayó por la cascada hace dos días por culpa de un pequeño terremoto y se golpeó en una de las rocas, necesita un poco más de descanso para recuperarse del todo.

Cristina obedeció. Se estiró sobre la almohada que él atusó y colocó contra la pared para permitirle incorporarse un poco.

—Usted es el doctor Orsson, ¿verdad?

—Así es. —Afirmó con la cabeza, dejando que su melena lacia se moviera a ambos lados de su perfil alargado—. Entre sus cosas he encontrado una acreditación para entrar en la Ryan Technologics. ¿A qué se dedica, Cristina Jons?

—Soy analista de datos. —Se frotó las sienes en un intento de calmar un poco las andanadas de dolor—. Me dedico básicamente a encontrar fallos en cualquier proyecto de la Ryan y a aportar soluciones. También he colaborado en varias ocasiones con el FBI.

Hans Orsson la miró incrédulo.

—Vamos, ¿acaso cree que soy idiota? —Permitió que la voz adquiriera un tono más bien fuerte—. ¡El FBI! ¡La Ryan! ¿Para qué quiere verme si no la envían aquellos locos? Ya la he rastreado, no lleva ningún localizador ni la han seguido, pero me pregunto cuánto tiempo nos queda antes de que aparezcan sus amigos.

En ese instante Cristina se asustó. El doctor parecía un paranoico. Sus pupilas se movían inquietas dentro de las cuencas mirando a todos los lados, como si temiera la llegada de otras personas para intimidarlo. Sus músculos se tensaron.

—No va a venir nadie —replicó Cristina con el máximo sosiego que logró reunir—. He venido en busca de ayuda. —Intentó despejar la cabeza para hablar de la manera más llana posible, necesitaba convencer a Orsson—. La vida de dos adolescentes pende de un hilo. Usted tiene un hijo, ¿le dejaría morir?

La expresión del doctor cambió paulatinamente del espanto al sarcasmo. Se levantó de la silla, caminó hacia la ventana abierta delante de la mesa del comedor y miró hacia la catarata que dominaba toda la vista.

—Se acerca el día de Apophis. —Se permitió una sonrisa burlona—. Y yo no voy a ayudarles. ¿Me entiende? —Se acercó a la cama con un gesto intimidatorio—. Durante un largo año aguanté sus amenazas. Secuestraron a mi hijo, pegaron a mi mujer, incluso fueron capaces de sabotear mi laboratorio. ¿Cómo se atreve a venir aquí a apelar a mi condición de padre? Dejé atrás toda esta basura de la nanotecnología, todos los estudios que siempre desembocaban en malos usos para recursos curativos. —Volvió a sentarse con un rictus tenso, como si el dolor del pasado no se hubiera borrado del todo—. Le di mi trabajo a mi ayudante, el doctor Holz, y me dejaron en paz. Ese fue el trato que me destrozó la vida.

Cristina se apiadó de ese hombre que estaba claramente traumatizado por un pasado doloroso. Llevaba más de quince años recluido en esa casa de madera de una sola habitación, lejos de la civilización, como un ermitaño. Se le notaba la falta de costumbre en la relación humana, como si los años de soledad le hubieran convertido en asocial.

—Nosotros luchamos contra Los Visionarios —dijo Cristina, pellizcando las sílabas de manera suave—. ¿Tiene un ordenador? —Orsson asintió—. Entonces busque datos sobre mí en la red. Verá que soy hija de dos agentes del FBI. Mi padre está jubilado, pero mamá sigue en activo. Además, soy la nieta de Ray Jons, el dueño de la Ryan.

Durante media hora solo se escucharon las pulsaciones del teclado y algunas entrevistas en las que participó Cristina en el pasado y que el doctor encontró en el buscador. Al final, se levantó de la silla que encajaba en la mesa octogonal, la volvió a poner al lado de la cama y miró a Cristina con curiosidad.

—Está bien, usted se llama Cristina Jons. Es quien dice ser. —Carraspeó incómodo—. Pero sigo sin estar convencido de su lealtad.

—¿Se acuerda usted de una estudiante llamada Ingrid Stein?

Los ojos de Orsson se agrandaron de golpe.

—Era una joven brillante con una mala idea de la vida. —Fijó su mirada en Cristina—. Ella fue la que me intimidó al principio, la que intentó captarme para la causa. En realidad sabía que llegaría el día en el que vendrían a buscarme. Tarde o temprano tenían que descubrir que alteré los resultados que les di para que Holz siguiera investigando. Por eso desaparecí, abandoné a mi familia y me enterré en este lugar, para que cuando descubrieran la verdad no pudieran encontrarme.

—Yo no vengo por eso —repitió Cristina con voz dulce—. Ingrid ha creado un nanovirus que está matando a dos jóvenes. Necesitamos un antídoto rápido si no queremos que mueran, y usted fue quien le enseñó.

Pero las palabras de Cristina apenas lograron penetrar en los pabellones auditivos del doctor. La mención de Ingrid le despertó los recuerdos, no estaba seguro de la identidad de aquella joven. En internet, un buen hacker podía crear identidades falsas sin problemas, y la organización tenía a los mejores informáticos trabajando para ellos.

—¿Doctor Orsson? ¿Me está escuchando? —Cristina no tardó en distinguir los síntomas de la demencia en el doctor. La miraba con los ojos absortos, como si sus globos oculares no llegaran a distinguir lo que tenían delante.

—Ahora vas a decirme la verdad. —Orsson se abalanzó sobre ella con una jeringuilla y le inyectó un líquido en el brazo.

El secreto de los cristales
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