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17 de diciembre de 2035

Zúrich

Llevaban siete días intensos, cambiando de aspecto cada cuatro horas, viajando en trenes secundarios destino a Zúrich, apartándose constantemente de las cámaras de seguridad de los lugares públicos y mirando todo el rato por encima del hombro.

Ángela arrastraba un agudo dolor de cabeza. La desaparición de Mick se sumaba a la intranquilidad que le producía conocer la condición de George y a la huida precipitada de Roma, tras la foto del paparazzi que descubrió la verdadera identidad del turista que se ocupaba de una mujer estirada en el suelo.

En esos instantes se sentía inmersa en una espiral de emociones encontradas que era incapaz de dominar. Sabía que la única posibilidad de seguir adelante era entrar en la sucursal del banco y hacerse con los documentos falsos y el dinero que su madre le había preparado siete años atrás, pero le costaba encontrar las fuerzas necesarias para aparcar las angustias.

Zúrich era un lugar de peregrinaje para los poseedores de grandes fortunas o de secretos importantes. Era una fortaleza en cuanto a seguridad se refería. Los bancos seguían manteniendo su política de confidencialidad y su férrea decisión de mantener el anonimato de sus clientes.

Ángela y George caminaron por el hall del banco con pasos tranquilos y sosegados. La apariencia exterior de ambos contrastaba con su estado interno de agitación. No podían obviar la desaparición de Mick y el peligro que corrían, sin embargo las circunstancias los obligaban a seguir adelante con sus planes por un bien mayor.

En vida de Marta, Ángela visitó esa misma oficina de Zúrich a regañadientes. Sin embargo, en ese instante apreciaba la insistencia de su madre por mostrarle la caja de seguridad que la aguardaba entre esos muros impenetrables. Necesitaban dinero, documentos y un lugar seguro donde esconder los cristales hasta que pudieran volar a la isla del Pacífico para estar con su familia. Y esa caja de seguridad les podía proporcionar las tres cosas.

La caja estaba a nombre de Marian Reyes, una mujer con pasaporte panameño. Ángela se adelantó hasta el mostrador pertinente con una amplia sonrisa en los labios. Llevaba una enorme pamela que escondía los rasgos a las cámaras instaladas por el recinto.

George se quedó a su espalda. Con una peluca de rizos negros y unas gafas XXL, también se protegía de posibles grabaciones. Estaban seguros de que nadie los había seguido hasta Zúrich, pero toda precaución parecía poca tras su negligencia en Roma.

—Buenos días, señorita Reyes —la saludó el empleado en perfecto inglés tras comprobar su huella dactilar en el sistema informático—. Si me acompaña, la llevaré a la zona de las cajas de seguridad, pero antes tendrá que someterse a un escáner general para comprobar su identidad. —Le dedicó una amplia sonrisa—. Comprenderá que sin pasaporte necesitemos asegurarnos de que es la legítima propietaria de la caja.

—No tengo ningún inconveniente en someterme al escáner —contestó Ángela, esgrimiendo una sonrisa complaciente—. ¿Puede acompañarme mi marido?

—Por supuesto.

Bajaron en un ascensor revestido de acero que anulaba las comunicaciones exteriores y escaneaba las pertenencias de los ocupantes en busca de armas. Cuando las puertas se abrieron la luz continuaba en verde, señal de que estaban limpios.

—Entre en el escáner, por favor. —El empleado señaló un cubo de unos nueve metros cuadrados de planta situado a la izquierda del ascensor.

Ángela caminó hacia la puerta abierta del cubículo, recordando el día en el que entró ahí por primera vez. No podía olvidar los nervios que la embargaban mientras su madre la esperaba fuera; se sintió atrapada en las entrañas de aquel aparato que la escaneaba de arriba abajo con unos círculos rojos que bajaban y subían por su cuerpo.

Esta vez se sometió al reconocimiento sin miedo a lo desconocido.

El ordenador del aparato transmitió una imagen en tres dimensiones del cuerpo de Ángela a un reproductor que sostenía el empleado del banco. George permanecía a su lado con los dedos cruzados. El hecho de no llevar el falso pasaporte de Ángela encima les complicaba la tarea. El empleado pulsó varias teclas del reproductor a gran velocidad antes de asentir con la cabeza de manera contundente.

—Todo correcto, señora Reyes —le dijo a Ángela a través de un micrófono.

George suspiró aliviado.

Acompañaron al empleado a través de un pasillo con el techo abovedado, todo revestido de acero y hormigón, hasta llegar a una sala semicircular repleta de cajas numeradas de diversas medidas.

—La suya es la 13 —dijo el empleado señalando la caja—. Ahora deberíamos introducir las llaves en las dos cerraduras a la vez.

Ángela se permitió una sonrisa mientras se descolgaba la medalla en forma de lágrima que llevaba colgada al cuello desde la última vez que estuvo allí, cuando Marta ocupaba el lugar de George. La nostalgia la golpeó. Fue como si el recuerdo efímero de su madre le recordara cuán injusta había sido con ella y cuánto la quería. Podía verla claramente aquel 13 de abril de 2028, con un vestido camisero beige y su larga melena recogida en un moño sobre la nuca mientras cerraban la caja en una de las salas aisladas del banco. Marta se acercó a ella con la medalla, se la colgó al cuello, la abrió mediante un mini botón invisible y colocó la llave en su interior...

—Señora Reyes, ¿se encuentra bien? —preguntó el empleado al verla traspuesta.

—Sí, sí, disculpe —contestó Ángela, acercándole la llave—. Estaba recordando a mi madre.

George se adelantó tres pasos y advirtió a Ángela de la necesidad de no airear ningún dato relevante de su vida. A pesar de que estaban convencidos de que nadie conocía la existencia de la caja de seguridad, era necesario extremar precauciones.

—Disculpe a mi mujer —dijo con voz amigable—. Se ha peleado con mi suegra esta mañana y está un poco alterada.

—¡Las madres! —dijo aliviado el empleado.

En cuestión de diez minutos se encontraban solos en una sala adyacente con la caja de seguridad abierta ante ellos.

—¡Tu madre era un genio! —exclamó George al ver la cantidad de dinero en efectivo que contenía la caja.

Ángela revisó los documentos que Marta había dejado allí. En el pasado no se dignó a mirarlos, pero en ese momento se quedó boquiabierta.

—Presintió todo lo que ha pasado —musitó sin apartar los ojos de una carta que encontró entre los papeles—. Mira, lee esto.

George leyó las cuatro líneas cargadas de significado que Marta escribió siete años atrás. Abrió tanto los ojos que por poco se le salieron de las órbitas.

—¿Cómo podía saber tanto? Aquí dice explícitamente que te deja tres pasaportes falsos: uno con la foto de mi padre disfrazado, a nombre de Darío Estrada, tu marido; otro con tu foto alterada por ordenador para parecer mayor; y el último es para tu hijo Mick. ¡Mira la foto! Utilizó algún tipo de programa informático para adivinar sus rasgos de adolescente.

Ángela se mordió el labio inferior con nerviosismo. Estaba quieta, con la mirada perdida entre aquellos documentos, con un nudo en la boca del estómago.

—No puede ser —masculló, respirando a un ritmo acelerado—. ¡Mira la fecha que pone en los pasaportes!

—Me dijiste que tu madre y Mick perdieron su capacidad para ver el futuro porque tú te negabas a recibir las visiones.

—Es lo que me aseguraron.

El secreto de los cristales
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