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2 de noviembre de 2035

Barcelona

Se acostó tarde. Cuando el último policía de la científica abandonó la casa sus hermanos, se fueron a regañadientes, no querían dejarles solos a Mick y a ella después de lo sucedido, pero la tozudez de Ángela acabó por ganar una batalla.

¡Dos horas tardaron madre e hijo en ordenar los desperfectos causados por el intruso! Muchos de sus enseres personales aparecieron rotos, la vajilla había salido malparada, al igual que la colección de estatuillas de cerámica que su madre coleccionaba, los libros antiguos habían sufrido algún destrozo...

Tras una relajante ducha, Ángela se deslizó entre las sábanas para rendirse al sopor que la meció lentamente.

La pesadilla se coló en sus sueños para estremecerla con la aparición de una serpiente que flotaba ingrávida en el firmamento. La víbora susurraba palabras silbantes que sonaban amenazadoras, como si anunciara maléficas intenciones.

Ángela abrió los ojos empapada en sudor. Eran las 2:00 PM. Alargó la mano hasta localizar el interruptor de la luz y se sentó en la cama para cerciorarse de que estaba sola. Los muebles ocupaban su lugar, la cómoda seguía derecha frente a la cama, el armario estaba cerrado, sus pertenencias guardadas, la caja fuerte oculta tras el cuadro que pintó de pequeña y que su madre había colocado en la pared.

Negó con la cabeza para espantar la idea de que había algo que desentonaba, algo importante que la hacía sentirse alerta.

Se levantó con la convicción de que el insomnio se apoderaría de ella si seguía en la cama. Caminó abstraída por la habitación, observando todos los objetos que la poblaban, sin saber muy bien qué buscaba. ¡No había nada descolocado! Exhaló un profundo suspiro para alejar aquella extraña sensación que se negaba a deshacerse en el olvido. Las sienes recibían el bombeo anómalo de sangre en forma de palpitaciones. El sistema nervioso se apoderó de sus glándulas sudoríficas produciendo una transpiración excesiva. Empezó a jadear.

La serpiente se acercaba a la Tierra a una velocidad vertiginosa, cruzaba el espacio dejando tras de sí una estela de fuego.

Ángela entraba en una cueva perdida en las montañas. Un frío atroz le helaba la sangre mientras se adentraba en las profundidades de un túnel sin luz. La piel de animal que la cubría apenas conseguía proporcionar un conato de calor a su piel erizada a causa de la responsabilidad que entrañaba su cometido.

Llegó a una cavidad con una laguna en medio de un rombo. Se adentró en el agua con los espasmos del miedo recorriéndola y, cuando alzó los brazos hacia el techo, los salmos brotaron de su boca con una entonación suave, melódica, mágica.

El tiempo se detuvo, envolvió al planeta en su inmovilidad, y la mente de Ángela se proyectó hacia el firmamento donde la serpiente se movía inquieta, varada en mitad de la atmósfera terrestre.

Despertó en medio de la habitación con un dolor palpitante en la espalda. Como siempre, se había desmayado en el lugar más extraño, cayéndose al suelo y golpeándose con la esquina de la cama. Se frotó el cardenal que no tardaría en ocupar su lugar en el costado derecho, justo debajo de las costillas, y se levantó con dificultad, como si la última visión le hubiera espesado la sangre y no pudiera moverse con soltura.

Miró en derredor, como si no lograra ubicar su propia habitación y se encontrara en un lugar extraño, pero sus ojos recorrieron las paredes conocidas, sus objetos, sus muebles. Entonces, ¿qué era lo que estaba buscando? Porque estaba buscando algo, de eso estaba segura.

Se quedó parada frente a la pared, con la mirada fija en su dibujo infantil. Cuando regresó a casa desde Estados Unidos, embarazada de Mick e inmersa en una depresión por la rotura con su el padre de su hijo, Marta le enseñó el cuadro que había enmarcado para ocultar la caja fuerte. El dibujo lo formaba una circunferencia compuesta de doce círculos entrelazados que encerraba unas manos. Ángela no le había prestado atención en los trece años que llevaba viviendo en esa casa, pero en ese instante todo cambió. Era como si la pintura la llamara, susurrándole algo que no llegaba a dilucidar. Se acercó a ella como si un imán invisible acabara de activar su campo de fuerza y la empujara hacia adelante.

Cuando tocó el cristal que protegía el lienzo, que a simple vista no parecía importante, se le despertó un cosquilleo en la boca del estómago. Sentía todas las constantes disparadas mientras descolgaba el cuadro con la convicción de que ocultaba la pista que la había estado acechando toda la noche. La adrenalina surcó el riego sanguíneo y le despertó jadeos involuntarios.

Los doce círculos formaban parte de sus pesadillas, aquellas que la acosaban desde la infancia. Cuando soñaba con la sombra que se reveló como una serpiente, Ángela siempre entreveía ese dibujo en un lado, con todos los círculos iluminados, menos un segmento de uno de ellos.

El dibujo estaba enmarcado con una aleación de metal que se había descubierto por los años 20; era un material altamente resistente y liviano que desbancó el uso del aluminio en muchos sectores. Ángela le dio la vuelta al cuadro, despegó el marco y sacó el cartón trasero. Se quedó estupefacta al descubrir cuatro palabras escritas con la inconfundible caligrafía de Marta en la cartulina que protegía la parte trasera del lienzo:

«Cierra el último círculo»

Los sonidos de la noche no amortiguaron el tintineo de unas llaves girando en la cerradura de la puerta principal de la casa. El corazón de Ángela dio un vuelco en el pecho a la vez que su sentido auditivo se agudizaba. Alguien acababa de abrir la puerta, el sonido ahogado de la plancha de madera rozando el suelo y encajándose en el marco la convencieron de ello.

Empezó a temblar presa de un pánico irracional. ¿Quién podía entrar en la casa a esas horas?

Como pudo, acabó de sacar el dibujo del marco, lo enrolló y lo sujetó bajo la axila derecha mientras corría a apagar la luz, justo a tiempo de escuchar unos pasos silenciosos deslizándose por el recibidor. Con una respiración entrecortada que intentaba esconder la taquicardia que acababa de desatarse en su interior, Ángela caminó de puntillas hasta la puerta, la abrió y salió al pasillo.

El intruso abrió la puerta que comunicaba el recibidor con el pasillo de las habitaciones produciendo un leve chirrido en las bisagras. Ángela se escabulló sin hacer ruido dentro de la habitación de Mick.

—Alguien ha entrado en casa —le susurró al oído mientras le tapaba la boca con la mano para evitar un grito involuntario.

Mick se despertó de golpe y se irguió. La penumbra de la habitación apenas les dejaba un resquicio de luz para comunicarse por signos, pero Ángela percibió sin dificultad la parálisis que el miedo causaba en su hijo. Tomados de la mano, caminaron descalzos hasta la puerta entreabierta para atisbar el avance de la sombra. No se atrevían a respirar.

Alguien se encaminaba al cuarto de Ángela con un silencio estremecedor.

Mick y su madre inspiraron fuerte, se abrazaron y salieron al pasillo en dirección a la puerta principal. Escucharon las pisadas de la sombra caminar por la habitación de Ángela mientras salían al recibidor.

Entonces todo se precipitó. Un disparo con silenciador retumbó en los oídos de Ángela, quien no pudo reprimir un grito y alertó al pistolero. Madre e hijo abrieron la puerta principal, corrieron por el rellano y bajaron las escaleras con el corazón a punto de salir del pecho y lanzarse por los peldaños en un intento de escapar a la presión. Al llegar al vestíbulo, el ruido de la puerta de su casa al cerrarse, precedido de unos pasos furiosos iniciando el descenso, los hizo acelerar al máximo.

Extenuados, llegaron a la puerta que comunicaba la portería con la trastienda de la librería.

—¡Vamos a escondernos ahí dentro, ¡conozco un lugar seguro! —susurró Ángela mostrando las llaves que había cogido del recibidor antes de salir de casa.

Los temblores eran tan intensos que Ángela no lograba introducir la llave en la cerradura. Las pisadas en las escaleras estaban llegando a su altura; la luz de la escalera, que ellos accionaron arriba, estaba a punto de cerrarse. Ángela resollaba mientras intentaba frenar el pánico. Agarró la llave con las dos manos sudorosas, bufó y, al fin, la introdujo en la cerradura.

Entraron corriendo a la trastienda de la librería con los dientes les castañeteándoles y los corazones presas del pánico. Ángela encendió la luz y corrió a la pared repleta de retratos de ilustres escritores en busca del rostro de Nostradamus, el profeta que escribió las claves para que su madre la encontrara en el pasado. El asesino estaba hurgando en la cerradura, se escuchaba claramente el tintineo de unas llaves.

Ángela descolgó el cuadro con rapidez y apretó el botón rojo que descubriera un 13 de abril muy lejano. Cuatro baldosas chirriaron un poco al hundirse para dejar al descubierto una abertura cuadrada que se adentraba en las profundidades de la trastienda.

Bajaron los peldaños resoplando. La trampilla volvió a sellarse cuando tiraron de una cadena de bolitas situada en el cuarto escalón. La escalera desembocaba en una sala cuadrada de reducidas dimensiones. Las paredes, pintadas en un ocre muy claro, estaban desiertas y contrastaban con el suelo de mármol beige. El lugar carecía de ventanas, tan solo se apreciaba una rejilla de ventilación en un ángulo del techo y la temperatura era más baja que en el exterior. Ambos se arrebujaron la escasa ropa que los cubría, el fresco de la noche les erizó la piel.

Se abrazaron con los ojos cuajados de lágrimas. Escuchaban las pisadas del intruso caminando sobre sus cabezas. A pesar de haber colocado el cuadro en su lugar y de saber que nadie podía conocer la existencia del escondite, un terror abrupto les poseyó.

El secreto de los cristales
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