CAPÍTULO XV
Corbett y Ranulfo tardaron cuatro días en llegar a Londres. El prior les había prestado los mejores caballos de sus establos y Corbett le había prometido solemnemente que la Casa del rey se encargaría de devolvérselos sanos y salvos. El viaje de vuelta transcurrió sin ningún incidente digno de mención y no sufrieron el ataque de ningún forajido, pues los caminos estaban llenos de soldados que se trasladaban hacia la costa del sur. Tras haber aplastado a los rebeldes de Escocia, el rey estaba firmemente decidido a trasladar un ejército a Francia.
Corbett contempló al paso de los soldados. Casi todos ellos eran veteranos, unos auténticos asesinos profesionales, con botas, polainas, chaquetas de cuero hervido y yelmos cónicos de acero. Todos iban bien armados con daga, espada, escudo y lanza y avanzaban sin prestar atención a las nubes de polvo y los enjambres de moscas que los rodeaban. Corbett se apartó del camino a su paso. Aquellas tropas demostraban que la paciencia del rey Eduardo se había acabado y que ahora éste estaba dispuesto a resolver sus diferencias con Felipe mediante el uso de las armas.
Corbett cruzó Acton y entró en la ciudad. Al llegar a su casa, amo y criado examinaron sus pertenencias y Ranulfo condujo las monturas a las cuadras reales y después se perdió en el oscuro torbellino de los bajos fondos de Southwark. Corbett lo aceptó con resignación y se pasó dos días ordenando sus asuntos antes de enviar un mensaje al palacio real de Westminster, anunciando su regreso. Si pensaba que la ausencia del rey le concedería un respiro, rápidamente sufrió una decepción. A la mañana siguiente, un grupo de oficiales reales provistos de unas órdenes se presentaron en su casa para acompañarlo a Westminster, donde Edmundo, conde de Lancaster, lo estaba aguardando en la sacristía de la iglesia de la abadía.
Allí, entre las espléndidas casullas de seda, los candelabros, los crucifijos y los cálices de plata, Corbett le hizo al conde un breve resumen de su visita a Neath. El conde, sencillamente vestido con camisa y calzones de seda, lo escuchó hasta el final, sentado en un gran sillón de madera de roble. Sin prestar atención a la enfurecida expresión de las tensas facciones de su rostro, Corbett repitió una vez más que la visita había sido prácticamente inútil mientras el corazón le daba un vuelco en el pecho al recordar el dulce rostro y los bellos ojos de Maeve. Cuando terminó, el conde de Lancaster inclinó la cabeza hacia un lado, lo cual sólo sirvió para acentuar la joroba de su espalda. Al final, esbozó una cansada sonrisa y se levantó.
— Habéis fracasado, Corbett. Ya lo sé -añadió, levantando una mano cuajada de sortijas para acallar cualquier protesta-. Habéis hecho todo lo que habéis podido. Al decir que habéis «fracasado», me refiero a que no habéis descubierto ninguna novedad y simplemente habéis confirmado nuestras sospechas acerca del traidor.
— ¿Sabéis acaso quién es?
— Tiene que ser Waterton -contestó el conde de Lancaster, haciendo una mueca-. Tiene que ser él. Ésas son vuestras conclusiones y, además, disponemos de nuevas pruebas.
— ¿Contra Waterton?
— Sí. Mi hermano está en el norte para someter a Balliol. El desafío del soberano escocés duró unos días, pero nos fue muy útil, pues uno de sus escuderos, un tal Ogilvie, le reveló a nuestro espía en Stirling que los escoceses habían descubierto la identidad del espía y que éste no era otro sino Waterton.
— ¿Y ellos cómo se enteraron?
— ¡A través de los franceses!
— ¡Puede que lo dijeran para proteger al verdadero traidor!
El conde de Lancaster se encogió de hombros.
— ¿Por qué molestarse en proteger a alguien que no necesita protección? -replicó-. Sea como fuere -añadió-, está claro que alguien pensó que Ogilvie había cometido una grave acción. Pocas horas después de haberse reunido con nuestro espía, lo encontraron con la garganta cortada. -El conde hizo una pausa para llenarse una copa de vino-. Pero aún hay más -añadió-. A nuestro regreso de la misión, se vaciaron los sacos y las bolsas de la Cancillería. En una de las bolsas utilizadas por Waterton, se encontró un fragmento de considerable tamaño del sello secreto del rey Felipe. Lo cual significa -dijo en tono malhumorado- que Waterton debió de recibir un mensaje secreto de Felipe IV. -El conde se mordió los labios-. Podría tratarse de un error, por supuesto, o alguien lo pudo colocar allí, pero -el hermano del rey Eduardo lanzó un profundo suspiro -todas las pruebas apuntan a Waterton. Ya basta -dijo, apuntando a Corbett con un dedo para acallar cualquier pregunta-. Tendréis que ir a ver a Waterton. Ya ha sido detenido y encerrado en la Torre. Después -el conde esbozó una perversa sonrisa-, por orden expresa del rey, deberéis regresar a Francia con los emisarios de Felipe e intentar descubrir algo más.
Corbett soltó un gruñido al pensar en Francia, pero no le quedaba más remedio que obedecer. Asintió a regañadientes mientras el conde se levantaba de su asiento con una sonrisa en los labios, le daba unas palmadas en el hombro y se envolvía en su amplia capa.
— Ahora nos esperan los emisarios franceses -explicó-. Será mejor que nos reunamos con ellos.
El conde abandonó la sacristía y Corbett lo siguió, cruzando la gran cámara del consejo. El conde de Lancaster se acomodó en el trono situado en el centro del estrado, haciéndole señas a Corbett de que se sentara a su derecha; otros miembros del consejo ocuparon sus asientos mientras, al son de las trompetas, los emisarios franceses entraban en la cámara encabezados por Luis de Évreux, el hermano de Felipe IV, esplendorosamente vestido con una túnica azul ribeteada de armiño, luciendo un impresionante broche de piedras preciosas sobre el pecho y numerosas sortijas de rubíes, perlas y diamantes en las enguantadas manos. Luis de Évreux, con la cabeza orgullosamente erguida como si fuera un objeto de valor incalculable, se sentó en la silla situada delante del trono del conde de Lancaster y sus acompañantes tomaron asiento a su lado mientras los escribanos y amanuenses de ambas partes se sentaban alrededor de una mesa redonda.
El conde de Lancaster y Luis de Évreux iniciaron la reunión con los habituales cumplidos diplomáticos. El hermano de Felipe lamentó la ausencia del rey Eduardo y esbozó una sonrisita cuando el conde de Lancaster, con el rostro arrebolado por la furia, le contestaba que los graves acontecimientos de Escocia habían impedido la presencia del rey en aquella reunión. Acto seguido, se empezó a examinar la cuestión de Gascuña y ambas partes repitieron su larga lista de agravios. Corbett dejó que los sonoros discursos le entraran por un oído y le salieran por el otro. Había visto a De Craon sentado a la derecha de Luis de Évreux. El espía francés también le había visto a él, pero evitó mirarle directamente, por cuyo motivo Corbett le siguió mirando sin el menor disimulo. ¿Se habría sorprendido De Craon de verle allí? Corbett así lo creía, pero el francés se mantuvo impasible mientras escuchaba atentamente la lista de agravios de los ingleses. Corbett lanzó un profundo suspiro y, no por primera vez aquel día, pensó en Maeve. Su rostro perduraba en su mente como la lámpara de un presbiterio brillando en medio de la oscuridad mientras que el recuerdo de sus grandes ojos azules y de su largo cabello rubio permanecía escondido en los más recónditos escondrijos de su alma. Pensó que ojalá ella estuviera allí en medio de aquellos serios y encumbrados personajes cuyos pensamientos y palabras se habrían convertido en polvo en cuestión de un año.
De repente, oyó unas voces y salió de sus ensoñaciones. Luis había provocado al conde de Lancaster con notable éxito, pues el conde le estaba contestando prácticamente a gritos. Corbett percibió la atmósfera de creciente tensión y observó que hasta los amanuenses miraban de soslayo con las plumas suspendidas en el aire mientras se preguntaban con impotencia qué iba a ocurrir a continuación. Corbett miró a De Craon y vio en sus ojos un burlón destello de triunfo. Dios mío, pensó, nos están provocando aquí mismo, en el palacio de Westminster. Recordó el ataque sufrido en las afueras de París y la vibrante belleza de Maeve y sintió que una violenta cólera le recorría todo el cuerpo. Inclinándose hacia el conde de Lancaster, lo instó en voz baja a que pusiera término a las constantes provocaciones de los franceses.
— ¡Mi señor de Évreux! -gritó el conde de Lancaster, apartándose de Corbett-, debo disculparme por los tumultos y disensiones por nuestra parte, pero ello se debe a unas circunstancias especiales. -El conde miró a su alrededor, visiblemente complacido por el hecho de que sus palabras hubieran conseguido acallar el clamor de la cámara-. Acabamos de ordenar la detención de un hombre muy cercano a nosotros, una auténtica víbora que albergábamos en nuestro pecho -añadió-, la cual transmitía todos nuestros secretos a los enemigos del rey tanto aquí en Inglaterra -añadió, haciendo una pausa para que sus palabras surtieran el debido efecto- como allende los mares.
Sus palabras fueron acogidas con un murmullo de consternación por parte de los ingleses que se encontraban de pie detrás de los emisarios franceses. Corbett no les prestó atención y prefirió estudiar la reacción de los franceses: Luis de Évreux no daba la impresión de estar muy desconcertado mientras que De Craon siguió ocupado en la tarea de quitarse un hilo suelto de la manga antes de volverse hacia el conde Luis para hacerle un comentario en voz baja. Corbett había colocado la trampa y ahora esperaba que los franceses cayeran en ella.
— Mi señor conde de Lancaster -dijo Luis de Évreux-, nos complace saber que nuestro primo inglés se ha librado de semejante molestia. Esperamos que esa víbora no esté implicada en las negociaciones con nosotros, pues, si os ha traicionado a vosotros, bien podría habernos traicionado también a nosotros.
— ¿Eso es todo, mi señor? -preguntó Corbett, asombrándose de oír su propia voz.
El conde de Évreux le miró con desprecio.
— Por supuesto que sí -contestó-. ¿Qué otra cosa podría haber?
«¿Qué otra cosa?», pensó Corbett, haciendo caso omiso de la mirada de curiosidad del conde de Lancaster y de la manifiesta hostilidad del rostro de De Craon. Años atrás en Escocia había tendido una trampa a los franceses y ahora lo había vuelto a hacer. Estaba seguro. Fue tan grande su emoción que apretó las manos y ya no se molestó en prestar atención a las discusiones, que ahora habían pasado a centrarse en cuestiones más vagas y aburridas.
La reunión no terminó hasta bien entrada la tarde, y, tal como comentó irónicamente el conde de Lancaster, se había hablado mucho, pero apenas se había dicho nada. Los franceses creían que tenía que haber algún medio de resolver las disputas y añadieron que era una lástima que el rey de Inglaterra no estuviera presente, pero -aquí De Craon miró significativamente a Corbett -el rey Felipe IV les explicaría personalmente a los enviados de Eduardo las ideas que él tenía para la feliz resolución de todos los conflictos. Acto seguido, los franceses entregaron los salvoconductos destinados a los emisarios ingleses que deberían acompañarles a Francia. Cuando el conde de Lancaster anunció que uno de ellos sería Corbett, De Craon esbozó una relamida sonrisa y Luis de Évreux puso cara de ofendido, como si esperara a alguien de más alto rango. Al término de la reunión, Corbett escuchó pacientemente los enfurecidos comentarios del conde de Lancaster antes de dirigirse a la Torre para interrogar a Waterton.
Una pequeña chalana lo trasladó río arriba, pasando por delante de los muelles, la romana, las galeras y los barcos que transportaban toda suerte de riquezas a Londres y a las bolsas de sus mercaderes, de las frágiles embarcaciones de los barqueros y los pequeños comerciantes y de los patíbulos con los cuerpos de los piratas ahorcados cuyas almas habían escapado a través de sus ojos desorbitados y sus bocas abiertas. A su alrededor, los vivos no prestaban la menor atención a aquellos siniestros recordatorios de la muerte, ocupados como estaban en la búsqueda de la riqueza; pasó una enorme barcaza con el elegante maderaje negro pintado de oro y adornado con costosas colgaduras, estandartes y pendones, los cuales proclamaban su importancia con más eficacia que una fanfarria de trompetas.
El barquero pasó con su embarcación por debajo de las impresionantes arcadas del Puente de Londres. El agua rugía y espumajeaba como si estuviera en una caldera gigantesca y Corbett temió por su vida, pero la chalana navegaba tan rápida y directa como una flecha. Las torretas de la Torre de Londres aparecieron de pronto por encima de las copas de los árboles. La gran torre del homenaje construida por Guillermo el Normando estaba ahora rodeada y protegida por unas murallas, unas torres, unas zanjas y un foso. Era una fortaleza destinada a preservar el orden en Londres, el lugar donde se conservaban el tesoro y los archivos reales, pero también un lugar de oscuridad, terror y muerte silenciosa. En sus mazmorras, los torturadores y verdugos del rey buscaban la verdad o la arrancaban a la fuerza según su conveniencia.
Corbett se estremeció mientras subía al muelle de la Torre. La tarde era tranquila, suave y dorada, pero la misión que lo había conducido hasta allí empañaba su belleza. El escribano cruzó el puente levadizo e inició el recorrido a través de toda una serie de sombrías entradas que parecían haber sido construidas para atrapar y matar a cualquier atacante. A cada dos por tres, unos jóvenes soldados muy bien armados lo obligaban a detenerse para cachearlo y examinar minuciosamente las órdenes y cartas que portaba. Uno de ellos se convirtió en su guía. Llevaba cota de malla y la cabeza y el rostro ocultos por un yelmo cónico, y caminaba con la mano apoyada en el puño de la espada mientras la holgada capa militar ondeaba a su alrededor como las alas de un murciélago gigantesco. Salieron de las murallas, muchas de ellas todavía cubiertas con las cuerdas de los andamios utilizados en los trabajos de consolidación de las defensas de la Torre ordenados por el rey Eduardo, y salieron al vasto prado que rodeaba la impresionante torre del homenaje normanda.
Allí, en el patio central de la Torre, se alojaban los miembros de la guarnición y todos los servidores. Los edificios de madera de la planta y el primer piso estaban reservados a los funcionarios más importantes como, por ejemplo, el condestable y el mayordomo. Los trabajadores ocupaban unas cabañas mientras que las cocinas, las herrerías y las dependencias anexas eran de madera. Unos cuantos niños jugaban alrededor de las grandes máquinas de guerra, los arietes, las catapultas y los mandrones, cuya silenciosa amenaza de muerte quedaba ahogada por los gritos y los juegos infantiles. El guía de Corbett cruzó el patio y, rodeando el perímetro del muro de la torre del homenaje, llegó a una pequeña puerta lateral abierta en su base.
Corbett entró y experimentó una angustiosa sensación de temor en el corazón y el estómago, sabiendo que allí se encontraban las mazmorras y las cámaras de tortura de la Torre. Aguzó el oído, tratando de escuchar el gorjeo de algún pájaro y los distantes gritos de los niños. Hubiera deseado apretar aquellos sonidos contra su pecho para consolarse. La puerta se cerró ruidosamente a su espalda, el guía encendió una yesca con un pedernal, tomó la antorcha de la pared y le indicó por señas que lo siguiera. Bajaron por unos húmedos y mohosos peldaños al pie de los cuales se abría una enorme cueva. El escribano se estremeció al ver los braseros llenos de ceniza, la alargada mesa ensangrentada, las grandes tenazas y las melladas barras de hierro apoyadas contra las húmedas paredes cubiertas de verdoso cieno. Las sombras que el parpadeo de las antorchas arrojaba al otro lado de los charcos de luz se le antojaron a Corbett los espectros de las almas de los hombres torturados hasta morir. El derecho consuetudinario de Inglaterra prohibía la tortura, pero allí, en el reino de los condenados, no había más normas ni leyes que la voluntad del príncipe.
Cruzaron el suelo cubierto de paja y entraron en uno de los pasadizos que se irradiaban en distintas direcciones desde aquella antesala del infierno situada en la base de la torre del homenaje. Allí la iluminación era más escasa y sólo ardía alguna que otra vela de junco de vez en cuando. Pasaron por delante de toda una serie de pequeñas celdas, cada una de ellas con su puerta de tachones de hierro y su pequeña reja. Doblaron una esquina y, casi como si los estuviera esperando, un rechoncho carcelero vestido con un sucio sayo de cuero, unas, polainas y un delantal surgió repentinamente de las sombras cual si fuera una araña. El guía de Corbett le dijo unas palabras en voz baja, el hombre se puso inmediatamente en movimiento y, mientras su rostro se arrugaba en una especie de sonrisa aduladora, los acompañó unas puertas más allá, se detuvo delante de una celda, rebuscó en su llavero e introdujo una llave de gran tamaño en la cerradura. La puerta se abrió. Corbett tomó la antorcha que sostenía el soldado.
— Esperad aquí -le dijo-. Quiero hablar a solas con él.
La puerta se cerró pesadamente a su espalda y Corbett levantó en alto la antorcha. La celda era húmeda y oscura, los juncos del suelo se habían convertido en una blanda masa legamosa y el hedor era insoportable.
— Vaya, Corbett. ¿Habéis venido a burlaros de mí?
El escribano levantó un poco más la antorcha y vio a Waterton al fondo en un pequeño camastro. Sus ropas se habían convertido en unos sucios andrajos. Corbett se acercó a él. Su rostro sin afeitar estaba lleno de magulladuras, el ojo izquierdo estaba casi cerrado y los labios aparecían hinchados y cubiertos de sangre reseca.
— Me levantaría si pudiera -añadió Waterton en tono cortante-, pero los guardias no son muy amables y se me han hinchado los tobillos.
— No os levantéis -le rogó Corbett-. No he venido para burlarme, sino para haceros unas preguntas y tal vez ayudaros.
— ¿Cómo?
— Habéis sido detenido porque creemos o, mejor dicho, porque todas las pruebas indican que vos sois el traidor que se oculta en el consejo del rey Eduardo -contestó Corbett.
— ¿Y vos lo creéis?
— Tal vez, pero sólo vos podéis demostrar que eso no es cierto.
— Os vuelvo a preguntar, ¿cómo?
Corbett se acercó un poco más y miró a Waterton. El hombre era valiente, pero, bajo el parpadeo de la luz de la antorcha, sus ojos mostraban una expresión atemorizada.
— ¿Podéis explicar el origen de vuestra riqueza?
— Mi padre depositó mucho dinero en los banqueros italianos. Tanto la familia Frescobaldi como la Bardi lo pueden atestiguar.
— Ya veremos. ¿Y vuestro padre?
— Era enemigo del rey Enrique III -contestó amargamente Waterton, rascándose una herida abierta que parecía arder como una llama entre los desgarrones de sus calzones.
— ¿Vos compartís sus puntos de vista? -preguntó Corbett.
— No. Los traidores mueren ahorcados y yo no quiero terminar así.
Waterton se incorporó un poco y los grilletes le rozaron dolorosamente las muñecas mientras las cadenas chirriaban como si protestaran-. En cuanto a mi madre -añadió casi con ironía-, ¿acaso es delito de alta traición que sea francesa?
— No -contestó Corbett-, pero sí lo es conspirar con los franceses.
Waterton se sentó en la cama y se agitó presa de una irrefrenable furia.
— ¡Eso no lo podéis demostrar!
— ¿O sea que no lo negáis?
— Sí, lo niego -contestó Waterton con un gruñido-. No seáis tan malnacido y no pongáis en mi boca cosas que no he dicho. No sé qué me estáis preguntando.
— En París -contestó Corbett-. En París, los franceses os hicieron objeto de un trato de favor y os hicieron regalos.
Waterton se encogió de hombros con aire cansado.
— No supe y sigo sin saber por qué me dispensaron ese trato.
— ¿Tampoco sabéis por qué os reunisteis de noche y en secreto con De Craon y una mujer morena en una taberna de París?
Bajo la mortecina luz de la antorcha, Corbett observó que el enjuto rostro de Waterton palidecía intensamente.
— ¡No sé a qué os referís!
— ¡Vaya si lo sabéis! -dijo Corbett, levantando la voz-. ¿Sois vos el traidor y el espía? ¿Enviasteis a Aspale y a otros a la muerte? ¿Y qué me decís de la tripulación del barco? ¿Por qué lo hicisteis? ¿Tal vez para pasar el rato?
Waterton se echó hacia adelante mostrando los dientes como un perro a punto de atacar y su rostro habitualmente melancólico se torció en una mueca de furia. Corbett lo contempló mientras, sujeto por las cadenas, agitaba inútilmente las manos en el aire.
— Decidme la verdad -dijo mientras Waterton se desplomaba sollozando sobre el sucio camastro-. Si sois inocente, seréis libre en cuestión de unas horas, pero ahora estáis completamente hundido en un lodazal y tan atrapado como una mosca en una telaraña. -Corbett hizo una pausa-. ¿Por qué os dispensaron los franceses un trato de favor? ¿Quién era la mujer con quien os reunisteis en compañía de De Craon? ¿Habéis estado en contacto con lord Morgan de Neath?
Waterton lanzó un profundo suspiro.
— Mi padre fue un rebelde contra la corona -dijo muy despacio-. Pero yo no lo soy. Mi madre era francesa, pero yo no. Mi riqueza es mía. Mi lealtad es para Eduardo de Inglaterra. Ignoro por qué motivo De Craon me favoreció. Yo era el escribano encargado de enviarle las cartas del rey, ¡pero he mantenido tan pocos tratos secretos con ese traidor galés como vos!
— ¿Y la mujer de París?
— Eso, Corbett, es asunto mío. Mi único secreto. ¡Por el amor de Dios! -gritó Waterton, completamente fuera de sí-. Si todos los hombres que se reúnen en secreto con una mujer fueran acusados de traición, ya estaríamos todos muertos.
— ¡Decidme su nombre!
— ¡No pienso hacerlo!
Corbett se encogió de hombros, dio media vuelta y llamó con los nudillos a la puerta de la celda.
— ¡Corbett!
Hugo se volvió y dio casi un respingo al ver la expresión de odio de los ojos de Waterton.
— Escuchadme bien, Corbett -dijo Waterton en un ronco susurro-. Si os lo dijera, vos no me creeríais. Sois un hombre solitario, Corbett, un hombre virtuoso con un cerebro muy agudo y un alma muerta. Puede que hayáis amado alguna vez, pero ahora habéis olvidado incluso lo que es eso. Por consiguiente, ¿por qué os iba a decir nada? ¡Os odio y odio ese vacío vuestro que, desde las mismísimas entrañas del infierno, Satanás y todos sus demonios vendrán sin duda a llenar algún día!
Corbett se volvió y aporreó la puerta. Quería salir de aquella celda. Había acudido allí para obligar a Waterton a enfrentarse con su verdad y ahora no soportaba que éste lo hubiera obligado a él a enfrentarse con la suya.